LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. EL CASTIGO DEL EXILIADO (La Nube de Piedra, Cartagena/Madrid, 2023) por SEBASTIÁN MONDÉJAR LUGAR DE NADIE vine a un lugar habitado [Ildefonso Rodríguez] Está unido / el vencejo a la nube / la roca al agua / el pie al camino. Norte, sur / noche o día no son lugar / ni tiempo / ni estación. [Natalia Carbajosa] El poema es el lugar donde se deja pensar a los orígenes. [Charles Simic] Antonio Gómez (Valencia, 1962) es rayo que no cesa en su periplo creador. Él se define fundamentalmente como artista plástico, pero es también un formidable poeta y escritor. El castigo del exiliado es su segundo libro no híbrido (es decir, no acompañado por obra plástica) y el primero conformado enteramente por poemas, ya que en Las lagartijas guardan los teatros (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) combinó prosas y versos. Antonio siempre escribe mientras pinta. Se siente cómodo en la alternancia. Decía Wallace Stevens que, «en buena medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores, y a menudo los poetas deben volverse hacia la literatura de los pintores para debatir sus propios problemas». Antonio Gómez hace ese camino y el inverso: cuando la imagen no le basta, con la poesía dice lo que no puede decir de otra manera. Y otra vez Wallace Stevens: «La ética no es parte más importante de la poesía que de la pintura». Estamos ante un artista maduro y minucioso; un creador plástico y visual con una larga trayectoria y una obra muy sólida a sus espaldas, siempre acompañada por textos y poemas suyos; «uno de esos artistas de metodologías diversas que mantienen un fondo estético común y uniforme en sus proyectos», en palabras del fotógrafo y profesor de Bellas Artes Francisco José Sánchez Montalbán. Fiel a sí mismo —a su ética y su estética—, Antonio Gómez trabaja y crea sin estridencias ni aspavientos y, cuando menos lo esperamos, nos sorprende con una nueva exposición o un libro que parecen haber sido creados del modo en que nos acercamos a ellos: sin esfuerzo, dejándonos llevar. Porque cuanto miramos y leemos nos concierne, lo hacemos nuestro. Partiendo de la idea de viaje, de recorrido involuntario, este libro supone un paso más en su regreso al pasado para seguir construyendo su presente. Desde el primer verso (Es probable que en el nuevo lugar) al último (dentro, en la llama), Antonio traza la ruta de sus exilios personales, plenos de tránsitos y caminos sobrevenidos, no buscados, y los redirige. Todos los poemas son memorables y están impecablemente engarzados, todos encierran su poética y su actitud durante ese viaje: Nombrar las cosas correctamente / era ese día lo importante / pero no lo único; / también lo era ver arder en la pantalla / todo aquello que era tuyo (‘Mudanza/Eco’); El mundo desde el coche parecía / ir pasando por las ventanillas / respondiendo a mi dedo que dibuja / la ruta sobre un pequeño mapa / de carreteras (‘234’). Antonio es un poeta que escribe con imágenes. Él mismo ha reconocido muchas veces que piensa y escribe igual que pinta. Es un recolector de imágenes: Mi ‘tiempo’ era una imagen, / luego otra más y se apilaban todas / en capas transparentes (‘Ego’); ¿Recuerdas cuando veía imágenes / en las paredes? / Las sigo viendo / a veces les pongo nombre / y bautizadas las adopto / (...) / No se van / ni se pierden (‘Pareidolia’). Lo primero que pensamos cuando hablamos de exilio, sea éste de la índole que sea, es que se trata de un castigo, una tragedia. Todo exilio supone una imposición, un desgarro que nos borra y nos convierte en nada, en nadie, o nos sitúa en un no lugar en el que, como mínimo, nos sentimos solos y extraños. Una muerte en vida. Pero podemos sucumbir ante la pérdida, dejarnos arrastrar por el desánimo, u obligarnos estoicamente a recomenzar, a reconstruirnos. Todo depende de nuestra fortaleza, nuestro carácter personal, nuestra capacidad de ataraxia ante la turbación. Sin obviar ese castigo, Antonio Gómez, sometido desde niño a mudanzas radicales, optó siempre por ese afán de asunción y superación. «Las odiseas personales arrastran siempre un castigo y un deseo, el castigo de añorar lo perdido y el deseo de volver a crearlo», escribe en el texto de contraportada. Y ya en el primer poema (‘Prólogo’) apunta esta esperanza: Es probable que en el nuevo lugar / sigamos siendo felices / hermosos y elegantes. Al menos, que exista esa ligera posibilidad. En efecto, a lo largo de la lectura el título del libro choca de algún modo con nuestra sensación: no percibimos en este exilio castigo alguno, o éste, en todo caso, es relativo, no ha sido en absoluto catastrófico, irredimible. Dejad que cante el aedo / la historia de Odiseo, escribe Antonio en ‘Otras luces no sirvieron’. Desde el título, el espíritu homérico palpita de principio a fin. Para Odiseo, símbolo de ingenio, voluntad y resistencia, convertirse en Nadie (Outis) fue su salvación. Y también la de los suyos. La obra escrita de Antonio Gómez de las últimas décadas abunda en los mismos tres pilares sobre los que se sustenta su obra plástica: el lugar (sus lugares y sus no lugares); la casa (su casa, compendio de todas las casas en las que ha vivido); y la memoria, que puede no ser exclusivamente suya y se recrea, se reinventa ahondando en las rendijas y los rastros de su devenir a través de recuerdos, pequeños objetos, hojas, piedras, fósiles y fotografías. «Raíces de memoria» los llama él, «no solo de uno mismo, sino también de otros». En alguna ocasión yo he definido su proceso de creación como una «arqueología de la memoria». Pero estos tres pilares se sustentan en uno: el tiempo; de hecho, «tiempo» es la palabra más usada en El castigo del exiliado: «el tiempo detenido», «el tiempo de un domingo», «el tiempo recobrado en una imagen», «el tiempo fragmentado», «el tiempo abolido», «el tiempo horizontal»... Un tiempo aparte, fuera del tiempo cronológico; el tiempo sin tiempo de los griegos, convertido en clave esencial de toda su obra. Otro modo certero de percibir esos cimientos lo compartió Antonio durante la presentación del libro en el Museo Ramón Gaya, recordando las palabras de la poeta y traductora Natalia Carbajosa en la presentación que, unas semanas antes, tuvo lugar en el Museo del Teatro Romano de Cartagena. Según apuntó ella, Antonio trabaja en tres niveles: el mítico, el personal y el artístico. «El mítico es el mar, la idea del viaje homérico; el personal es la casa, las casas, lo más próximo habitado y deshabitado; y el artístico es el lenguaje, es decir, la vía para construir el pensamiento con las imágenes y las palabras». El libro, repetimos, parte de la idea de desplazamiento, de partida de un mundo al que no se habrá de volver, salvo a través de la memoria. Porque en este viaje la memoria es el mar --Querría entrar el mar hasta las aguas retenidas (‘No sé si tú recordarás’)— y también, por tanto, el lugar, el sostén del argonauta que lo surca en busca de su vellocino. Un viaje de ida y vuelta: Me gusta la luz de las tardes que descubro / tal vez como un retorno (‘Una leve equivocación’). Que sea más importante la espera que lo que suceda, / (...) antes el placer de mirar que el intento de comprender / un mar que solo responde con su enigma (‘Melancolía de Odiseo’). La palabra «lugar» es otra de las más recurrentes a lo largo de todo el poemario —y de toda la escritura de Antonio— y, para mí, la más significativa, la que más carga poética contiene (de ahí el título de este escrito y las citas introductorias): Este es el lugar donde no existe / nada y todo a la vez. / Aquí tendremos el consuelo / que renace entre lo oscuro (‘La casa isla’); Estoy en el lugar que me dijisteis, / el que existía antes de que le diéramos nombre (‘Otros sitios serán recuerdo’); Porque un lugar, su lugar, / el de esas cosas pequeñas / solo existe si estás en él (‘Armario’).
En resumen: la vida es mudanza. Nuestra odisea es la vida. Todos somos de algún modo exiliados. Carne de pérdida, desposesión y desarraigo. Todos hemos sido desterrados de la infancia y nos alejamos irremisiblemente de lo vivido (de su memoria, por tanto). ¿Qué podemos hacer? Antonio Gómez nos propone buscarnos en la pérdida. «La poesía es pensamiento, memoria personal y colectiva, realidad construida tanto a través de las búsquedas como de las pérdidas desde la esfera del tiempo» (son también palabras suyas durante la presentación del libro en Murcia); «ésa es la base: la búsqueda de la pérdida, de la manera en que hemos construido nuestra forma de ser y nuestros pensamientos a través de las pérdidas, del exilio que conlleva toda pérdida». Mediante la pintura y la poesía, Antonio ha trocado su exilio en su ‘locus amoenus’. Ver las cosas desde la frontera, dice en el poema ‘Las afueras’. Yo escribí hace tiempo —perdón por la auto cita— un verso aforístico muy próximo al espíritu de este libro: «Hacer nuestro el lugar que no elegimos». Hacerlo lugar de Nadie. De todos y ninguno. [Murcia, mayo de 2024]
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MANUEL MADRID. FONDO DE ARMARIO (Balduque, Colección Sudeste, Cartagena, 2022) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al abrir Fondo de armario podríamos pensar que quizás fuera una versión poética de Carne de caimán, el anterior libro de Manuel Madrid (una suerte de coda, dice Francisco Torres Monreal), que conocimos y que recibió el premio de diseño en el Creamurcia 2019 (Estudio María y José Luis). La dedicatoria que el autor nos hace a los que leímos ese libro “por dejarse herir” nos relaciona íntimamente con él. Sabe Manuel Madrid de la relación de este libro con el anterior y demanda al lector afortunado de ambas obras que la tenga presente y además hace coincidir el número de poemas, 26, en uno y otro; pero a pesar de la evidente relación, no es ni una continuación, ni una versión en verso. No solo el paso al poema, que es evidente, sino otras ideas, hacen de Fondo de armario un libro distinto y especial. Dos citas dan claves de qué se propone Manuel Madrid: la primera presenta el poemario y es de Julian Barnes en la que se plantea la existencia de momentos que podrían pasar por cotidianos, algunos banales y que sin embargo se convierten en cruciales («el primer cigarrillo, la nieve sobre un árbol en flor, Venecia, el placer de comprar...»). Son todas esas cosas y acontecimientos las que componen la vida y dan sentido, aunque algunas queden colgadas: «Colgué lo que puede que hoy no sea... / Ahí en el fondo de un armario en Barcelona». Los que tenemos la suerte de conocer a Manuel sabemos de su método reflexivo en torno a su trabajo periodístico, conversador sin agobios, como si no hiciera una entrevista, no interrogativo, diálogos en los que tanto habla tanto él como tú, sin miedo a la sinceridad, para extraer después lo esencial, lo que nos demuestra su alto nivel de atención y sobre todo de observación, de asombro ante las cosas que ve tanto en los territorios más alejados por sus viajes, en las personas conocidas o buscadas en esos nuevos caminos, como en los más cercanos, con un gran dominio del lenguaje que le permite jugar con la manera de contar. Pero para contar bien hay que saber captar la esencia. En este trabajo tan personal en el que se convierte su poesía, intuyo que el proceso es el mismo, pero mayoritariamente sobre él en sus relaciones con los demás. Asume lo esencial del poema en su carácter dialógico con otros, pero esencialmente consigo mismo, en esa forma reflexiva y de mensaje que tiene la poesía que, de alguna manera, podrá llegar a un destino. Tiene que ver con los viajes como hizo en anteriores libros, pero no en la parte de descubrimiento de los nuevos espacios, sino en la parte del encuentro. Solo en unos pocos poemas se acerca a un lugar determinado dando el nombre (Génova, Jerusalén, Barcelona, una calle de Murcia), aunque eso no quiere decir que no haya un paisaje en todos, sino que la prioridad está esta vez en él y el otro. Es lo humano lo más visible, esta vez liberado del lugar, o mejor, convertido él y sus encuentros en el “lugar” del acontecimiento. El Eros, el amor, la búsqueda del contacto, en definitiva los afectos deseados y no siempre conseguidos, porque en muchos queda un regusto de decepción, la desazón ante lo que se quería y no se alcanza, que es personal pero también crítica de la sociedad en el actual sistema de relaciones. No quiero ver lo autorreferencial, sino lo que queda. Partir del acontecimiento puede llevarnos a narrarlo, pensando que aquello fue de tal manera y nos iluminó tanto que con un estilo descriptivo bastaría. Pero Manuel Madrid parte de aquello, las vivencias, para ir posteriormente construyendo el poema, podando hasta limpiar la prosa original (que ya era poética siempre en su estilo), dar forma, también visual, al lenguaje y los versos, crear imágenes poéticas y dejar lo importante, lo que puede ser luz, “realidad invocable” que decía Celan. Y para Manuel Madrid esa realidad estará en la belleza que queda en el poema, marcado por un ritmo vital, una cadencia casi respiratoria, una concisión a la que yo no llamaría sencillez pero sí adaptación al habla cotidiana. No hay vibración del tiempo, todo son escenas extraídas, pequeños momentos recordados, verdaderos en su construcción a partir de la memoria y del proceso de aparición. El tiempo está, lo sobrevuela todo, pero asumiendo su levedad. Todo ocurre en un tiempo, todo es tiempo recobrado, nunca nada es intemporal, pero Madrid sabe escapar del érase una vez para instalarse en la suma de todos los tiempos que es el presente donde no hay tiempo detenido.
Adquiere importancia lo no dicho. Las cosas ocurrieron en un entorno del que solo queda ese recuerdo en el poema, al menos para el lector. Lo demás ya está, porque cada poema queda sin contornos, abierto hacia todo aquello que no se dice. Igual que en las fotografías queda siempre el fuera de campo, a veces tan importante o más por conocimiento o ignorancia. Lejos de la imagen, del poema descriptivo, Manuel Madrid está más cerca de la poesía como pensamiento y reflexión. Es cierto que en ocasiones se acerca al aforismo o la sentencia, pero sin ese afán de tener razón que en ocasiones acabas teniendo de los libros de aforismos. En el mundo de la poesía o se es valiente o no habrá nada que perviva. Y en eso, en este libro y en los anteriores, y en su trabajo periodístico, Manuel Madrid tiene claras las cosas y lo que es verdad. Los temas no son siempre celebrativos, y un principio más elegíaco nos sitúa en este bellísimo poema que es ‘Otoño sin soldadura’ y que comienza: Hoy te habría besado. Quería contarte que volvió el otoño. Que sentí, de nuevo, la tristeza del frío. Pasaremos por la decepción («Ni aprecio, ni atracción ni aliciente / los asientos del tiovivo / estaban ocupados por imposibles»; «Eliges ser nada / pudiendo ser todo»), el humor, el sexo, la busca («busco cuerpos deshabitados»), la toma de partido y la defensa de lo que se cree (‘Asilo’ o ‘Trimonios’), y sí, el acontecimiento («cuando rompiste a reír con júbilo, // habías adivinado / el paradero de Júpiter) y la obligación de buscar la felicidad. La otra cita de las dos a las que hacía referencia es de cierre y es de Carmen Laforet, extraída de Nada y de la que copio un fragmento: «Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: el amor en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor». Ese cierre, esa insatisfacción final, decepción al fin, sobrevuela los poemas; y ese deseo no siempre cumplido seguirá moviéndonos en la búsqueda, el viaje, el otro, y serán momentos cruciales que volverán a ser poema. Belleza. XIX. MECÁNICA CELESTE Cayó de repente Desde el azul del mundo Y el corazón se me encogió MARI TRINI ‘Una estrella en mi jardín’ (1982) Vuelan desorbitados. Aquí, allí. Tras de sí dejan colas de polvo y gas. Torpes e ignorantes, no reconocen al astro rey. Cuerpos celestes, sí. Nada más. Un centelleo que se evapora como nube de verano. ANTONIO GÓMEZ RIBELLES. LAS LAGARTIJAS GUARDAN LOS TEATROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2021) por NATALIA CARBAJOSA Hablar de intemperie y de desarraigo metafísicos en esta época de refugiados, desplazados, inmigrantes y afectados por inundaciones, terremotos o volcanes que, en cuestión de segundos, pierden los bienes de toda una vida y a sus seres queridos, puede sonar injusto y banal. Como siempre ocurre, lo urgente —y vaya si lo es— nos hace perder de vista lo importante: en este caso, que cualquiera que llegue al mundo o se despida de él, por bien rodeado que se halle de paredes sólidas y de una prole afectuosa, lo hace desde su menesterosa condición de ser desnudo, solo y desarraigado. La conciencia, en momentos de especial intensidad o estado de alerta, así se lo recuerda. La poesía, como límite humano de la condensación del pensamiento que puede llegar a ser, también. Los poemas de Las lagartijas guardan los teatros captan sin énfasis añadido esta precariedad existencial, simbolizada en el doméstico y milenario reptil —las lagartijas— que, bien como recuerdo de una infancia nada edulcorada en la que «morían a manos de niños crueles», bien como guardianas impasibles de las ruinas de un teatro —y ahí seguirán cuando esas ruinas, lo mismo que nosotros, se hayan desintegrado por completo—, aportan a este edificio poético a la vez individual y colectivo proporción y perspectiva. Desde este lugar/umbral donde todo es impreciso, todo fluctúa y se derrama caprichosamente de un extremo a otro sin llegar a definirse por completo —la casa y el mundo de afuera; el presente y el pasado o, mejor dicho, el “yo” presente y pasado; la luz y la sombra; el objeto y el ojo que mira/la palabra que lo nombra—, los versos, a menudo desgranados más bien en prosa poética, resuenan sin embargo como adagios definitivos, incluso en su aparente sencillez: «Así huiremos del pequeño porcentaje recordado»; «La memoria crea y ocupa»; «El otro [espacio habitable], el real, sigue dentro de nosotros, permanentemente habitado en el pequeño teatro de la memoria»; «Un aire tranquilo guarda el tiempo como si nada avanzara»; «Ya no hay mudanzas, solo retiro»; «La casa irradia y se expande»; «algo en nosotros decidió qué cosas merecían salvarse del olvido y cuáles no»; «Solo me salvan las ciudades cuando ya no estoy en ellas»; «Es hermosa y no lo quiere saber, en ella está la lluvia»... Gómez Ribelles insiste en la imposibilidad de aprehender el instante, mucho menos de dejarlo registrado con cierta solvencia en palabras o —a pesar de tener, como pintor, más fe en las imágenes, tal como ilustra el poema ‘Que no sea palabra’— de almacenarlo en la memoria fotográfica con ilusión de veracidad: «cuando las cosas que vemos no coinciden con los recuerdos es mejor quedarse con ellos». De este modo, revela un asunto crucial y común a todos en nuestro paso por la vida, ese que hace que volvamos con reticencia o extrañeza a las fotos antiguas y que prefiramos quedarnos con las que ha inventado, con persistencia y mucho más éxito, nuestra imaginación. Y ahí entra su aliada, la poesía, con su torpe y humilde material de acarreo, reunido a lo largo de los años: la palabra que “salva” —por cuanto rescata del olvido— «allí, donde el tiempo nos abandona».
Las lagartijas guardan los teatros restituye a la intemperie temporal y espacial que nos constituye su cualidad de inexpresable, más allá de soluciones ya ensayadas («no es eso, no es eso») o teñidas por la nostalgia («Creer que las cosas te esperan. / Que retornar a esos sitios hará que aparezcan de nuevo / y que contengan en su letargo todo lo que fue tuyo. / No es verdad»). El tono adoptado, sin embargo, no pierde nunca la serenidad, ni la conciencia lo que significa ser «moderadamente felices». Se dulcifica aún más, por ejemplo, al constatar que la persona amada ha entrado en un recuerdo que antes solo le pertenecía al poeta, y lo ha hecho suyo —el verbo correcto, en el universo temático del autor, sería que lo ha “habitado”: «¿te acuerdas de cuando me sentaba aquí? Claro que me acuerdo, me lo has contado. La miro, y comprendo que es verdad». Conocido hasta la fecha sobre todo como pintor, si bien los temas de sus exposiciones, así como las palabras que acompañan los catálogos correspondientes, siempre delatan esa vocación compartida entre la expresión artística visual y la lingüística, Gómez Ribelles ha escrito un poemario que sorprende por la depurada e inspirada transmisión que realiza de sus preocupaciones fundamentales. Depurada, porque no cabe en él la complacencia de la mera anécdota personal, sin voluntad de asomarse un poco más allá de sí misma. Inspirada, porque entre sus páginas, y no a modo de tratado filosófico sino desde la belleza despojada de la poesía, se articulan pensamientos complejos que, al menos en quien esto escribe, han conseguido arrancar más de una vez durante la lectura la siguiente expresión: “sí, es eso, es eso...”. “Eso” que nunca se llega a nombrar del todo, sí; la poesía. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LA CADENA DEL FRÍO (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por IGNACIO GARCÍA FORNET Cuando leímos hace algo más de un año Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) nos pareció avasalladora la fuerza de muchas de las imágenes que allí encontrábamos; su potencia simbólica y su capacidad de sugerencia dotaban a la novela de un lirismo que no nos sorprendió a los que conocíamos la faceta poética de Diego Sánchez Aguilar. Cuando en junio llegó a nuestras manos la edición de La cadena del frío (La Estética del Fracaso, 2020), fue tan agradable como descubrir la cara b del último single de nuestro grupo preferido (ya sabemos que a veces las caras b nos deparan estupendas sorpresas...) y la constatación de que, libro a libro, Diego está construyendo una obra mayúscula y compleja en la que temas y personajes se adensan evolucionando con enorme coherencia. La cadena del frío responde a una concepción épica de la poesía que ya había explorado el autor en sus poemarios anteriores: Diario de las bestias blancas (Universidad de Murcia, 2008), el repaso de la semana de un yo contemplativo inmerso en la rutina, y esa absoluta maravilla que es Las célebres órdenes de la noche (La Palma, 2017), compuesto por tres oscuras historias sobre muerte, sexualidad, y monstruos que deben ser sacrificados para hacer más llevadera nuestra existencia. En esos dos libros, como en La cadena del frío, los poemas se encadenan y las imágenes se desarrollan completando sus sentidos en un esquema minuciosamente trabajado en su dimensión narrativa. Si en Factbook se destacaba la canción de Radiohead ‘Idioteque’, y la contemplación de su vídeo musical llevaba a Gustavo a reflexionar sobre la intrascendencia de su propia vida (1), en La cadena del frío será Kid A, el LP al que pertenece, el que guíe nuestra lectura en el proceso que lleva al héroe del libro a la aséptica perfección del hielo, claudicando ante los simulacros de felicidad que le ofrece un Estado del Año 2000 que constituye el paradigma de ese neoliberalismo incuestionable contra el que se rebelaban los usuarios de Factbook. Las diez canciones del disco reciben su correspondiente visión poética repartidas en las tres partes que componen el libro. A través de ellas, y de los poemas-reflexiones que las enmarcan, recorremos el ciclo que lleva al agua desde su estado líquido, pasando por la nieve, a la solidez del hielo, en un viaje del propio héroe hacia una placentera e insípida inmutabilidad. El efecto es el de una especie de ópera rock, como el propio autor ha definido su libro, en el que imágenes de gran tradición poética se revisan para construir una terrible distopía, protagonizada por un paradójico “héroe” que, como nos destaca la nota a pie de página del prólogo a la primera parte, «no realizará más acción que mirar por la ventana y mantener un soliloquio permanente». Algo que nos recuerda mucho al protagonista de Diario de las bestias blancas, que se enfrentaba también a la rutina cotidiana y a su propio yo desde la atalaya de su apartamento. Como otros días he estado haciendo, / me acerco a la ventana sin pretensiones. / La tele todavía a mis espaldas murmurándose. / La otra distancia enfrente y oscura / todas las noches, / repetida como un anuncio de un producto que no existe / la distancia, o las distancias / y este espacio entre ellas / esta lámina / esta transparente membrana que debo ser yo, a juzgar por el temblor. (2) Como en aquel libro, el despertar del protagonista abre su peripecia y la primera canción de Kid A, ‘Everything in its right place’, da pie a un poema en el que un caos informe, un agujero negro, el del sueño, va dando paso a un orden artificial, una realidad diseñada a la medida de una institución nombrada con unas siglas deliciosamente polisémicas (FMI) (3), que encierra la realidad en la convención de un nombre, que asigna un sitio para cada cosa, dibujando un mundo terrible, paradigma del capitalismo más descarnado. Piensa, pon cada hombre en su trabajo. / Piensa, pon cada coche en su familia. / Persianas levantando nombres, / rótulos de empresas familiares, / generaciones de esclavos y felicidad solo en las fotos, / con la muerte abrazando por la espalda. (4) Nos enfrentamos, por tanto, a un espacio pulcramente organizado, habitado por autómatas encerrados en apartamentos con todas las comodidades, que cada día son adormecidos por la emisión televisiva de la gélida sintonía del Niño A que invita a que se dejen llevar, encadenados a lo inmediato. Flota su Niño Inmaculado en todas las pantallas. / Amnióticas hileras de pupilas / reciben en todos los edificios / la caricia azul y la feliz noticia: (5) / bendecidos, / ungidos por el frío. (6) Y, si la sutileza de Kid A nos llevaba a una melodía casi de cuna que sedaba a los habitantes del Año 2000, la rotundidad del bajo de ‘The National Anthem’ tiene su correlato en el apabullante himno, entonado por un nosotros, con el que el mundo que puebla nuestro héroe fija sus principios incuestionables, eternos, basados en el consumo y la resignación del ciudadano ante el orden que se le ofrece, con sus injusticias inevitables. aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. / El pez grande se come al pequeño. / El pez grande se come al pequeño. / Las cosas son como han de ser, / han de ser las cosas como son. (7) [...] Morirán las estrellas, pero no morirá nuestro nombre. / Morirá nuestro nombre, pero no nuestro dinero. / Morirá nuestro dinero, pero no nuestra pirámide. / Será inmensa. / Aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. (8) En ese mundo gris, la lluvia irrumpe como un milagro, como la melancólica intuición de que somos algo más de lo que nos propone el orden del Estado del Año 2000, por lo que es un fenómeno que escapa a la concepción de la realidad de sus habitantes. La lluvia es una letra oclusiva. / No encaja en nuestro nombre. (9) El hogar se convierte entonces en el refugio en el que el héroe se siente seguro ante esa vertiginosa sensación de inestabilidad, donde se pone a resguardo de las emociones que provoca en él, traicionando un impulso primordial. Se inicia así una dialéctica, que también encontrábamos en la tercera parte de Las célebres órdenes de la noche (10), entre dentro y fuera, un orden convencional y una puesta en abismo que está más cerca de nuestra esencia. Todas estas casas mojadas y hacia dentro, / estas altas fronteras contra la lluvia y su religión suicida, / para que el hombre se sienta dueño de su tiempo / y de sus nombres. (11) El Año 2000 impondrá la solución menos arriesgada, por supuesto, ofreciendo a sus habitantes una falsa sensación de plenitud, un mundo de secadoras que vibran en la unánime tarde de la clase media, en el que, frente a la emocionante ficción cinematográfica de la lluvia, el sol brilla sobre las señales de un solo sentido. La misteriosa seducción de la lluvia ofrece, en definitiva, solo una efímera sensación de trascendencia, casi un sueño, porque... Para que significara algo, / debería poder venderse la lluvia. / Hacer una droga, encapsular este préstamo de alma. (12) El agua da paso a la nieve en la segunda parte del libro. Igual que la sustancia va cristalizando, nuestro héroe va sintiendo el progresivo avance del frío (la nieve, invisible, / ha estado cayendo durante siglos) (13) y va vaciándose, en una desintegración del yo que parece fruto de herramientas de control mental, de las que resultan ciudadanos mucho más convenientes. Escucha la voz, es un agujero negro. / Deja que tus palabras salgan. / No son tus palabras. No las conoces. / Mírate. Ese de ahí, ese que habla con una mujer en un sofá, / ese que mira el telediario, ese rostro que es una pantalla. / Ese no eres tú. / Esto no está sucediendo. / Mírate: ya hemos cerrado la grieta. / Tienes un alma nueva, / tienes el alma de los dibujos animados. / Ese eres tú, / esto no está sucediendo. (14) La nieve se ofrece, al igual que la lluvia en la primera parte, como un milagro que, por momentos, parece llevar la mirada del héroe más allá de su castrante realidad; pero, en esta segunda parte, esa ilusión va a verse continuamente interrumpida por diversas degradaciones, bien por la violenta imposición del mundo material (cuando los coches la convierten en barro / y todo vuelve a su sitio / como un reloj que vuelve a funcionar de repente, / un apagón que se arregla demasiado pronto) (15) o bien porque se insiste en su carácter ilusorio, parte de una sociedad de consumo. En Navidad, que es tiempo de milagros, / reproducciones en plástico de esas estrellas / adornan los escaparates de las tiendas: / cuelgan de sedales que no deberían verse, / como peces que se han sacado del mundo de las ideas / y flotan junto a maniquís, en su pecera. (16) Nuestro héroe ya está preparado para el encierro en su búnker, despreciando a las voces disonantes que se alzan contra el orden establecido, recuperando las consignas del poema dedicado a ‘The National Anthem’ y enfrentándolas a esas revueltas estériles. Yo ya he cerrado las ventanas. / He terminado mi turno. / La pirámide será inmensa. / Han sonado dos veces los cerrojos. / La noche está fuera y yo ya estoy dentro / de mi caja. (17) / Alguien ha puesto todas esas bombas. / Esos optimistas de la dinamita, / haciendo ruido, como si me llamaran a las armas. / Yo he terminado ya mi turno. / Les dije que no me molestaran. [...] Yo ya he cerrado las ventanas. / Aquí dentro el silencio adormece. / La televisión brilla sin volumen. / Llaman en los cristales y es el viento: / gira y golpea todas las ventanas / como un borracho que cree conocerme / y tiene algo importante que decirme. (18) Todo está dispuesto para la llegada de la tercera parte del libro: “La era del hielo”, última etapa en la transmutación del héroe, que logra el alma de dibujos animados al que aspira el ciudadano ejemplar del Año 2000. Alcanza así la meta de su viaje, cumpliendo con un destino irresistible que le conduce a una insípida inmutabilidad, en una declaración de intenciones que nos recuerda mucho a la de Gustavo, protagonista de Factbook (19), alter ego narrativo del de este poemario. Quién, de verdad, puede decir que no. / Quién no quiere ser un enorme bloque de hielo. / Quién no está harto de dormir boca arriba, / contando estos latidos. / Quién no quiere una noche eterna y fría, / donde nadie sale derrotado del trabajo, / ni va a visitar a familiares que se derriten / en goteos y son como ríos lentos / donde temblando te reflejas. // Quién no querría habitar unos cuantos siglos / en los glaciares más hondos de la nada, / donde los pájaros se pelean en silencio, / sin mover las alas. (20) Construida esta tercera parte, en buena medida, sobre el motivo del recuerdo, episodios juveniles sobre los que flota una sensación de derrota se suceden; junto al avance del frío, reiteran la imagen de la grieta o del hielo derretido, que ponen en cuestión su solidez y, con ella, la del sistema que lo ha consagrado como modelo eterno de perfección. La memoria se desarrolla ampliamente en el poema dedicado a ‘Idioteque’, el más extenso del libro, en el que sobre la repetición de el rock ha muerto se nos invita a aceptar la glaciación que se aproxima, en la que todo está en venta, donde el punk se ha convertido en la banda sonora de los centros comerciales y la música que nos sacudía, en una marca registrada; un mundo en el que la tranquilidad de la vida a los cuarenta ha sustituido a las rabiosas guitarras eléctricas y de los vinilos no quedan más que digitales astillas. Entra en el búnker, mujeres y niños primero, luego viene / el gran silencio. / Ya no habrá más tormentas. / La edad de hielo durará hasta que estemos muertos. / El día que salgamos, ya no quedará nada, salvo el frío. // El mundo será un anuncio congelado / que venderán a nuestro hijos. (21) Más allá de ese extenso recorrido por el fracaso de las expectativas juveniles que lleva a rendirse ante el nuevo orden que se impone, una serie de poemas se relacionan con el recuerdo y en ellos destaca el desarrollo de una imagen muy interesante, la del hielo derretido. Así, la noche se ofrecía como una posibilidad de trascendencia que era ignorada por el proyecto de ciudadano del año 2000 que era nuestro héroe en sus años de botellón, en los que los cubitos derretidos de las bolsas parecen anticiparnos su destino y hablarnos de posibilidades perdidas, que escaparon del hielo inmutable. La vida se bebe en tragos baratos y amargos bajo un cielo / que nadie mira. / (No importa. Es negro y aburrido y siempre ha estado ahí). / Cada vez que levantas el vaso vienen los hielos a besarte: / se posan en tus labios y susurran / su zumo ardiente hasta el fondo de tu noche, que nadie mira / (no importa, es un pozo, negro y aburrido, y siempre ha estado ahí). [...] En el suelo del aparcamiento, / el hielo deviene charco dentro del plástico rasgado. / Las ruedas de los coches que desaparecen en el tiempo / lo harán saltar por los aires, / como un diluvio para seres que nadie conocerá jamás. // Ponle nombre a ese charco, ponle un nombre. / Un día será el mar donde nadarás hasta la muerte. (22) La misma idea se desarrolla algo más adelante, cuando el héroe, dispuesto con su cubitera a preparar un gin tonic, evoca una escena similar en la cocina familiar cuando era niño. La burla contra la corriente que nos lleva y nos oxida fracasa cuando el agua de la cubitera se derrama antes de entrar en el congelador, como si se rebelara contra esa eternidad inmutable y no quisiera renunciar a su esencia al adaptarse a un molde. Di: cuánto líquido fue derramado / sobre aquellas baldosas del recuerdo; / cuánto tiempo ha sido pisado en charcos, / dónde están esas huellas, / hacia dónde van esos mares rotos, sin nombre, / y con mareas. (23) Por último, la analogía entre esa agua derramada y el héroe del poemario se hace mucho más evidente algo más adelante cuando este expresa su deseo de alcanzar la ataraxia en la perfección del hielo pero sueña con aquello que quedó fuera de su nombre y no llegó a cristalizar. dejemos que el tiempo nos termine de hacer quietos y / perfectos / y luego nos disuelva lentamente / en la eternidad de un gin tonic celestial / y así / es como imagino / la trascendencia / y el inefable nombre de dios. [...] Y sueño que soy uno de esos charcos cuya noche brilla / abajo / como si mi tiempo hubiera sido derramado, camino del / congelador, / y me hubiera quedado ahí fuera, al otro lado de mi nombre. (24) En este mundo, donde se ignoran motivos de tan rica tradición poética como el misterio de la noche o la fuerza de la tormenta es normal que, en la ‘Décima y última visión de Kid A’, los ángeles que se deslicen por el hielo sean los de Victoria Secret y no los de Rilke. El surco que dejan en el hielo las cuchillas de sus patines dibuja un símbolo del infinito que nuestro héroe recorrerá sin descanso con sus dedos, haciendo eterno un instante de artificiosa felicidad. Pero se intuye algo más tras las grietas del lago. ¿Llegará el día que nuestro héroe detenga el movimiento de sus dedos y la melodía del Año 2000 cese? entre las grietas del hielo observas el abismo. / Todo cae, al otro lado, / como cae la lluvia y como cae la nieve. / Tienes ganas de caer, y estar mojado. / Todo cae al otro lado del escaparate. / Tienes miedo de caer, de no ser nadie. Ice age coming... Después de haber terminado La cadena del frío, ya nunca nos sabrá igual un gin tonic ni escucharemos el Kid A con los mismos oídos. Las grietas de ese mundo helado, perfectamente aséptico, se empiezan a abrir bajo nuestros pies y empezamos a sentir la irresistible fascinación del abismo. (1) Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. (Factbook, p. 344).
(2) Diario de las bestias blancas, ‘La razón, tal como la conocemos’. (3) Fundación metafísica internacional. (4) La cadena del frío, ‘Primera visión del Kid A de Radiohead. [...]’. (5) La imagen la encontramos también en Factbook, cuando el éxito de la serie que ha escrito Gustavo se convierte en el más eficaz transmisor de los valores del sistema imperante: «Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país». (Factbook, p. 180). (6) La cadena del frío, «Segunda visión del disco Kid A de Radiohead [...]’. (7) Parece que se ha impuesto el primero de los dos mundos que se contraponían en la televisión del protagonista de Diario de las bestias blancas, en ‘Desayuno con tigretón y pantera rosa’: «Mientras en las demás cadenas el telediario de la mañana / sigue girando hasta hacernos aparecer en él / correctamente vestidos, peinados y despiertos, / en otra cadena la pantera rosa corta el césped de su jardín; / encuentra un pequeño arbusto / le molesta / lo corta / y entonces se cae todo. / Desaparecen el horizonte y la pantera aferrada a sus tijeras, / mirando fijamente a la cámara. / Arriba queda el trozo de arbusto que sostenía al mundo. / [...]». (8) La cadena del frío, ‘Tercera visión sobre Kid A [...]’. (9) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre la lluvia [...]’. (10) «No puede tener nombre / aquel que habita fuera de los muros. / El nombre, Fritz, también es una casa: / un hogar que acoge el hueco y le da forma. / Es la forma quien domina el tiempo y la intemperie: / mira cómo los minutos encajan en las horas. / En el reino que se anuncia no hay palabras. / Quien ha venido a mostrarnos el reino / no tiene nombre, ni tiene casa». (11) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la lluvia [...]’. (12) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la lluvia [...]’. (13) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (14) La cadena del frío, ‘Cuarta visión sobre Kid A [...]’. (15) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (16) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la nieve [...]’. (17) Si salimos de Kid A, cómo nos recuerdan estos versos a ‘Packt like sardines in a crushd tin box» de Amnesiac: «I’m a reasonable man. / Get off, get off, get off my case». (18) La cadena del frío, ‘Sexta visión de Kid A [...]’. (19) «[...] morir congelado, quedarme quieto en ese arcén del tiempo mientras las cosas siguen a su velocidad sin sentido hacia algún sitio que nunca me ha importado, era algo para lo que había estado preparándome toda la vida». (Factbook, p. 340). (20) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre el hielo [...]’. (21) La cadena del frío, ‘Octava visión de Kid A [...]’. (22) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre el hielo [...]’. (23) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre el hielo [...]’. (24) La cadena del frío, ‘Quinta y última reflexión sobre el hielo [...]’. CRISTINA MORANO. NO VOLVERÁS A HABLAR NUESTRA LENGUA (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por ANTONIO AGUILAR RODRÍGUEZ LA LENGUA DE LA FRONTERA No volverás a hablar nuestra lengua es el último libro de Cristina Morano, una de las poetas más significativas del panorama actual, que ha ido elaborando una trayectoria no siempre fácil, que se ha ido posicionando en editoriales como Amargord, Bartleby o La Bella Varsovia, entre otras más modestas, y en un número importante de antologías relevantes cuyos títulos apuntan a sus intereses: Generación blogger a cargo de David González, Esto no rima. Antología de poesía indignada del 15M de Abel Aparicio, Disidentes y en la tesis de Alberto García-Teresa Poesía de la conciencia crítica, término con el que se define la autora.
Quizás una de las aproximaciones más claras, y sin ambages, a la figura de Cristina Morano es la de Luis Bagué en Composición de lugar. Antología de poetas murcianos contemporáneos (La Fea Burguesía, 2016), que hace un ejercicio de síntesis loable: «Se aprecia un afán de denuncia que conecta con la vocación documental del socialrealismo, pero que evita incurrir en sus vicios inherentes... Su obra se pasea por el lado salvaje, se pronuncia contra las lacras del capitalismo tardío y desvela la cicatriz de la incomunicación en una sociedad hipercomunicada. Su propuesta política queda patente en la medida en que la identidad de la protagonista es indisoluble de su condición de ciudadana en la polis contemporánea. Cruel y compasiva al mismo tiempo, pero sin concesiones al sentimentalismo, la poesía de Morano es una de las más originales de entre las surgidas al filo del tercer milenio». Poeta no social o crítica, por tanto. Poeta de la conciencia crítica. Desde sus primeros libros, esta voluntad es palpable. Los que la conocemos hemos visto crecer los poemas desde aquel temprano De un hombre que se desangraba en los ceniceros, publicado dentro de los premios Murcia Joven, hasta esta nueva entrega. Las rutas del nómada, La insolencia, El pan y la leche, El ritual de lo habitual, El arte de agarrase, o el libro Hazañas de los malos tiempos. Los que hemos ido de la mano de Cristina, incluso en momentos vitales importantes compartidos o paralelos, sabemos de su preocupación por el lenguaje, no ya por el lenguaje pretendidamente poético, sino de su encuentro con su propio lenguaje. Cuando conocí a Cristina Morano, allá por los noventa, en las tertulias de la revista Thader, que dio a un grupo de escritores cierto sentido de pertenencia a una generación, sentimiento que probablemente viniera de los encuentros del Murcia Joven, Cristina ya tenía una actitud clara ante la literatura y ante la vida, pero es innegable que el encuentro con una serie de escritores y amigos como Ángel Paniagua, y también como Antonio Jiménez Robles y Joaquín Baños, modificó nuestro panorama de lecturas ampliándolas y enriqueciendo nuestro expectativas de hasta dónde podía llegar la poesía en general y la nuestra en particular y, si es verdad que no mediaban muchos años entre estos escritores y nosotros, poseían cierta madurez que aun hoy día, casi veinte años después, y con cierto camino andando, abruma. Pero Cristina es indomable, indomesticable. Al contrario del zorro de El Principito, la necesidad de no ser domesticada le ha llevado a un conflicto continuo y no resuelto con el lenguaje, abrazando la tradición pero cuestionándola, también y especialmente en los aspectos formales y en concreto en la prosodia, directa, pura y verdadera. Y este libro es un escalón más. Ha sabido incardinarse en la tradición —hay en Cambio climático poemas rotundos que parten de la reescritura de los mitos—, pero tomando de ella aquello que es su alimento pero no su condena, liberándose de los prejuicios de una métrica clásica para hallar la suya, la que vertebra su pronunciación, su discurso, su verdad. Su búsqueda también de un lenguaje que asuma y no excluya su condición de mujer que reivindica su visibilidad en el paradigma de la lengua castellana. No volverás a hablar nuestra lengua no es un libro sobre la pandemia, en este caso la del ébola, sino sobre lo que las pandemias agudizan y hacen visible. Esto se constata con el hecho de la oportunidad desafortunada del momento actual, donde otra pandemia, que podría articular perfectamente el libro, pone de manifiesto el mismo contenido, y ese contenido es la frontera con el sistema, Europa, que no es capaz o no quiere desmontar su mentira, al contrario, se vuelve aún más impermeable y asume su condición de paraíso sin ser capaz de ofrecer otras posibilidades que las de la frontera. Crea su mentira y la defiende a ultranza: no es necesariamente el mejor de los sistemas pero nos funciona, parece decirnos, con una actitud paternalista y condescendiente. El verdadero virus está en nosotros, en la idea de esta Europa desmemoriada e inconsecuente, nosotros mismos somos el sistema o directamente estamos plegados a él. Somos sistema y antisistema, identidad y enajenación, portadores y huéspedes de otro virus más destructivo. Es un libro de fronteras, de vallas con concertinas, del otro, de viajes de Solo ida como el de Erri de Luca, la docilidad o la inutilidad directamente de todo movimiento deglutido por las drogas, las bodas y la televisión de los domingos por la tarde. Este es el panorama crítico del libro que abordan en la actualidad con acierto libros como el de Sercko Horvat, Poesía del futuro. (Paidós). Pero esto en sí, siendo un enunciado necesario, no es poesía, es discurso. Volvamos a la búsqueda del lenguaje y a la expresión, que en este caso bebe, entre otras fuentes, de las vanguardias y me recuerda al Poeta en Nueva York de Federico García Lorca en las imágenes, en la configuración de los individuos que lo habitan, en el lenguaje surrealista por momentos tamizado ahora por cierto prosaísmo en las escenas. Los desfavorecidos, como en Lorca, adquieren toda la relevancia, la voz poética los idealiza y los vuelve héroes, heroínas en realidad. La desubicación se vuelve subversiva, como la propia lucha para decir —pues el lenguaje lo es casi todo—, crear, conceder realidad al discurso: el lenguaje / no sirve para esto. Esto, para lo cual sólo tienes el lenguaje. (Página 24). Las azucenas recuerdan las del poema ‘Insomnio’ de Dámaso Alonso y la vieja monja de una raza pobre, por establecer otra analogía, recuerda ‘La negra y la rosa’ de Juan Ramón Jiménez. En todos estos casos el espacio, también lorquiano, la ciudad, adquiere una significación especial. Baudelaire, poeta de la ciudad moderna, también canta a ‘Una mendiga pelirroja’, que de alguna manera es embellecida por la mirada del poeta. En Cristina es esa diminuta subnormal que se vuelve un icono punk, subversivo y heroico por los pasillos de cosmética de unos grandes almacenes. No volverás a hablar nuestra lengua es un libro sobre el lenguaje de los bárbaros, el que tiene que nombrar al otro lado, el del virus, el de la amenaza. Un libro breve pero intenso, que se queda agarrado a nuestra conciencia y nos inquieta. Es también un libro ilustrado que a diferencia de otros libros de poesía con ilustraciones, en este caso alcanza una relación sustancial, sumativa, entre texto e imagen. Relectura del también poeta José Óscar López, que vertebra, con acierto, un discurso paralelo en el libro mediante la yuxtaposición de imágenes. En definitiva, si creyéramos en el final de las distopías, No volverás a hablar nuestra lengua podría ser el punto de inflexión que desmotara la mentira del sistema alienante. Para los que no creemos es solo un buen libro de poemas de alguien que busca despertar en nosotros una conciencia que nos rehumanice. CRISTINA ELENA PARDO. MANO QUE ESPEJA (Balduque, Cartagena, 2018) por SARA MADRID JORDÁN Cuando llegó por primera vez a mí este poema aledaño, de la mano de su editor, José Alcaraz, deseché, ignorante, su centenar de hojas tras menos de cinco poemas leídos.
La literatura mantiene intacta su incuestionable existencia sin nadie que la interprete. Así, mi ejemplar descansó sobre el estante durante meses. No obstante, existen obras más independientes que otras, y Mano que espeja está en una relación tóxica con nosotros. Dudamos de ella. Sin que la dotemos, personalmente, con nuestra experiencia vital, se ve claramente reducida. Es quien no comprende el esfuerzo a realizar, esfuerzo unilateral, que, o bien abandonará su lectura tras menos de cinco poemas, o bien gastará tiempo con rostro fruncido entre palabra y palabra, midiendo espacios, como el que reflexiona frente a un lienzo en blanco de 2x3 metros. Las raíces que se entrelazan formando grafías escapan de nuestros supuestos, se extienden dentro de uno mismo. No crecen, sin embargo, por donde quieren. Mientras cooperas con ellas, proveyéndolas de libertad, estas líneas disuelven. No, no te perderás, no abandonarás lo material, de hecho, serás incluso más consciente de tu cuerpo. Te transformarás hasta ser mezcla con poema singular. Serás lo resultante de procesar a Cristina Elena Pardo. Esta primera obra de la joven nacida en Caracas se sustenta, a mi juicio, en dos bases, pese a que, repito, cada uno, con sus vivencias, la configurará de forma distinta. La primera es la defensa de la palabra sobre el silencio, aún siendo conscientes de que esta puede herir y no solo alimentar. Pardo nos insta a no dejar que el lenguaje permanezca detenido, inmóvil, inalterable. Las posibilidades se nos muestran mediante este mismo trabajo, donde una tan larga reflexión es reducida a su mínima y primaria esencia. La palabra escrita haya su representación en el yo poético, ciertamente disociado del sujeto. La segunda es la comparación. Encontramos varias, una común es la de la juventud y la vejez. Estos estudios son realizados en términos sensoriales: se explora el desgaste y la temporalidad del cuerpo físico. Dentro de ese sujeto son sus sentidos (tacto y vista, los más citados) los que le forman, le ayudan a desenvolverse. Se evoca la memoria como lugar único en el individuo y, a su vez, símbolos como la ventana, el color negro o el eco, que personalmente me gusta interpretar como el “reflejo en el espejo” del sonido. Asistimos a otras contraposiciones, como la de la rapidez y la pausa, pero todas, en última instancia, nos derivan a la rivalidad yo/yo poético planteada en cada una de las páginas. La individualidad fundamenta ese reflejo, la pregunta reside en si este nos muestra la realidad o solo nuestra realidad. SALVA SOLANO SALMERÓN. LA TIENDA DE FIGURAS DE PORCELANA (Malbec, Cartagena, 2019) por MARÍA RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ La estudiada estructura de este libro de relatos conecta simpáticamente con la combinación del nombre y apellidos del autor: aliteración de la “s”, la métrica... (Dos más tres más tres, ocho. ¿Quizás se me ha pegado la manía del protagonista de 60 años de uno de los relatos? No, el TOC no se pega, es un trastorno mental intransferible, no es contagioso). In-trans-fe-ri-ble, con-ta-gio-so, cinco más cuatro, nueve. Qué le vamos a hacer.
El autor ha dividido la obra en dieciséis partes, que incluyen la “inauguración”, un “interludio cuadragenario” y el “epílogo”. En estas tres pausas, es el mismo Salva Solano el que se abre y nos ofrece una declaración de intenciones: contarnos, mediante los relatos, un poquito de sí mismo y un poquito de ficción, a la vez que recorre las etapas de la vida. Estas se puntualizan en edades concretas: cinco años, nueve, once, diecinueve, treinta; treinta y ocho años, cuarenta, cuarenta y uno, cuarenta y cinco, sesenta, ochenta y tres (en números mortales); y luego, en el último relato, se llega a la inmortalidad con el relato ‘Academia de íncubos’, en el que el protagonista es un ser del inframundo. Infancia, adolescencia, juventud, madurez, senectud, muerte. Repite. Los relatos van introducidos por uno o varios epígrafes que dan la oportunidad al lector de aplicarse a sí mismo lo que todavía no sabe que va a ocurrir, para luego contrastar su idea preconcebida con el mismo relato: «Los médicos me nutren de enfermedades numerosas para distraerme de las mías» (Silvina Ocampo, Anamnesis). Las características más destacables de la obra son dos. Por un lado, la capacidad de adaptación literaria de situaciones diversas, cosa que incluye el dominio de las variedades del habla, a nivel diatópico, diafásico y diastrático (es destacable la realista reproducción del habla coloquial y propia de un pastor manchego en el relato ‘El sabor de la sangre’): —¡Y vaya! —exclamó el pastor—. Hoy mismo m’han matao una. Y l’han dejao ahí tirá y s’han ido. He’chao andar por donde creía que podían haber venío, pa tener una conversación con ellos y explicarles que esos perros tien qu’ir con bozal y no puen dejarlos sueltos [...] —Solté la vara y le di en el costillar, y los dueños aún se m’encaraban. Este dominio es impecable y resulta ciertamente agudo; cosa que nos lleva a la siguiente característica: el uso del humor. Sin embargo, no es un humor facilón, sino estratégicamente entrelazado con, a veces, dramatismo y dolor; otras, con terror, y otras con náusea. A lo largo del libro, el autor nos invita a ponernos en pieles variopintas. Asistimos, por ejemplo, al terrible final de una madre y un hijo que viven apartados del mundo, o a peleas de recreo que, paradójicamente, esconden bondades. También, en el ámbito infantil, casi adolescente, observamos con expectación el casi-amor que un chaval de once años consigue dentro de un autobús. Más avanzada la lectura, encontramos la chocante imagen que Marga, una chica de diecinueve años, siempre recordará —muy a su pesar— con repulsión; o el terror en los ojos de un excursionista al encontrarse con un dócil animal convertido en monstruo. Conocemos a un niño de mamá que no vive la vida, sino que se deja arrastrar por ella y termina mimetizándose con aquello que más le molesta en el mundo; así como a un paciente con trastorno obsesivo compulsivo que trata de convencernos —y a sí mismo— de que todo lo que hace es debido a su honradez. Y, cómo no, la obra culmina con hechos y descripciones entre lascivos y cómicos, con un aprendiz de íncubo demasiado romántico. Estas son solo algunas de las imágenes presentes en la obra, pero es al lector a quien incumbe destacar las suyas propias: No le apetecía estudiar más por esa noche, la Lascivia Impúdica Aplicada no le entraba, era superior a él. [...] Entre los materiales del curso tienes a tu disposición nuestra lista de Spotihell “Las 100 mejores canciones para poseer a humanas”. Con una prosa correcta y con fluidez, La tienda de figuras de porcelana es, sin duda, una obra que ofrece variedad de relatos, para todos los gustos, que suscitan reacciones reales. Especialmente recomendada si al lector le gusta observar e identificar elementos de su generación, ya que no importa cuál sea esta, pues el contexto está muy bien conseguido en todos los relatos. Por último, voy a proponer una duda existencial que, por suerte, se responde con la lectura de este libro: ¿puede un hombre terminar su existencia bajo la forma de una napolitana de chocolate? ALBERTO CHESSA. UN ÁRBOL EN OTROS (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2019)
ANTONIO PARRA SANZ. MALAS ARTES (La Montaña Mágica, Cartagena, 2019) por SUSANA MONTOYA DEL ÁLAMO Según la RAE, se entiende por malas artes aquellos medios o procedimientos reprobables de los que se vale alguien para conseguir algún fin. Y eso es precisamente lo que un puñado de personajes utilizarán en estos cuatro relatos para conseguir sobrevivir, tanto en una Cartagena no apta para timoratos como en el Madrid más castizo.
Cuatro relatos que nos muestran un microcosmos del macrocosmos que forman ciudades de provincias como la Cartagena portuaria o el Madrid del Rastro. Son personajes universales con sus miedos, sus aspiraciones, sus ilusiones frustradas y sus inagotables esfuerzos por seguir a flote, aunque aquí nada es lo que parece y el autor de estos cuentos juega con el doble sentido del lenguaje con gran maestría y, por supuesto, con sus lectores. Una vez más, Antonio Parra Sanz nos lleva de la mano de su detective Sergio Gomes a recorrer alguno de los barrios de esa Cartagena que no sale en las guías turísticas. Así mismo, nos presenta una galería de nuevos personajes que pueden ser víctimas o verdugos dependiendo de las circunstancias. Conoceremos a Josef Gureanu y a su Maruska, una pareja de rumanos que como casi todos los personajes de Antonio Parra, nos darán una lección de dignidad teniendo que apañárselas para sobrevivir en un barrio como Los Mateos. Nos las veremos con un nuevo inspector de policía que, como es obvio, no se fía de Gomes y nos reencontraremos con su forense favorita, Silvia, y su fabuloso coche. Tampoco podremos evitar empatizar con los “invisibles” de la Muralla, pues forman un ramillete muy pintoresco sin que sepamos quiénes son en realidad hasta el final del relato. Y por último, aunque no menos importante, nos pondremos sin dificultad en la piel de esos tres incondicionales tabernarios de La Nación Grande, ese bar del centro de Madrid que ha visto de todo y que ha tenido que reinventarse pasando a manos chinas para poder seguir abierto y donde esos tres ejemplares de sabiduría de barra, Angelito, el Pipi y Robert Redford, se muestran tan preocupados por un atraco como por los resultados de las elecciones en Malasia. Todo esto con el valor añadido de las ilustraciones de Javier Gómez Inglés, Saso, que ha sabido reflejar de modo ejemplar lo más característico de esta Cartagena que nos enseña Parra. Desde la grúa Sansón, que ya se ha convertido en un icono de la ciudad, al Ayuntamiento que esconde bastantes “esqueletos en el armario”, si se me permite usar la expresión inglesa; o a la famosa escalera de la Muralla de Carlos III. Con la ayuda de estos personajes y las ilustraciones de Saso, Antonio Parra nos dibuja, nunca mejor dicho, un fresco de una parte de la sociedad actual tanto de su Madrid natal como de la Cartagena que lo acogió hace ya tiempo y que no duda en retratar con sus luces y sombras. Todo ello sin omitir la dosis justa de cinismo propia del género que adora y las inevitables referencias al cine que tanto le debe al mismo. Estos cuatro relatos entretendrán sin duda al lector que se acerque a ellos y así mismo le llevarán a reflexionar sobre esta sociedad que no es tan ejemplar como creía. ELENA TRINIDAD GÓMEZ. AFECTOS DE LEJANO ALCANCE (Balduque, Cartagena, 2019) por ANABEL ÚBEDA BERNAL Elena Trinidad Gómez (1997) era para nosotros la “poeta-breve” desde aquel día que presentamos la antología Siete menos veinticinco, ya que la condensación de sus imágenes nos obligaba a abrir aún más los oídos y el corazón. Hoy, con Afectos de lejano alcance, Elena da el pistoletazo de salida a su poética, dándonos su voz en papel, y conquistando la cima de La Montaña Mágica, en esta tercera edición de su concurso. Su primera obra ha sido publicada en la editorial Balduque y desde la portada se muestra un árbol casi infinito, que simboliza la vida. Más allá de la poeta está ella como lectora y como “bibliotecaria” de sus amigos, pues siempre sabe dar la bocanada exacta de ensayo o poesía cuando no sabes qué elegir. Esto también se muestra en las citas que abren el poemario, de parte de Albert Camus y Manuel Machado, mojan nuestros pies advirtiéndonos de lo que se nos viene encima, en ellas ya la vida no parece pertenecernos y el dolor de la partida de uno mismo o de los otros, nos deja el poso amargo que trae consigo la vida adulta. El poema que abre esta primera obra es un canto a la infancia, a un recuerdo que nos devuelve la imagen de una niña escalando las rocas de la playa y con imágenes tales como «uso mis brazos como pilares / en las rocas» o «recorro perfilando / los vientres de los / cangrejos» que se unen a un concepto de patria muy personal donde no existe la bandera, sino simplemente el yo de la experiencia. Frente a esta primera patria, la de una misma antes de todo, llegamos al poema XI, donde la patria real de la voz poética se convierte en uno de sus dolores, recordándonos, en cierto modo, a la Generación del 98. A continuación, entramos en un segundo bloque que se mueve entre lo directo y lo velado, como el del amor en forma de admiración, aunque también se muestran otros que destacan por la presencia del desgarro. El ejemplo más claro es ‘Cartografía de silencios’, donde nos remite a otra voz que la acompaña o, en la imagen de la madre en ‘XVI’, donde en una escena muy clara nos muestra tanto el apoyo incondicional de la misma como el miedo a la pérdida en sus ojos. Si continuamos poniendo pilares a estos afectos, encontramos también la cara de la cotidianidad, presente en autores coetáneos como Álvaro Bellido o en los comienzos de Luis García Montero, que se hace presente en un poema de estética contemporánea como ‘Lentejas con verduras para cenar pasadas las doce y media’, en el que la poeta nos sitúa en el momento de la deglución mientras visualiza un libro y remite su pensamiento a esos “poetas” que parecen más áureos que pedestres; o poemas similares, como ‘Cúpula’, donde el repetitivo ritual de fin de año, trae una muerte en el calendario para darnos nuestra resurrección. Como no podía ser de otra manera, dentro del poemario de Elena hay citas pretextuales extraídas de autores como José María Álvarez y, por contra, del mundo de la música como las de Christina Rosenvinge o Rosalía, que nos muestran la simbiosis de la tradición y la modernidad dentro de la misma voz poética. Además, si hay dos leitmotiv que surcan todo el poemario son la presencia de la mujer, desde el primer verso hasta el final, y la sombra del final o de la muerte.
Afectos de lejano alcance es un poemario feminista, desde las palabras de la propia autora en su presentación, y por poemas como ‘Grumo’, donde se reivindica el papel de la mujer rural siempre desplazada en las luchas pero que fue sostén por mucho tiempo de la propia sociedad, o en poemas dedicados al amor como ‘XVII’, donde la voz poética interpela a una joven llamada Dasha, que parece olvidarse de sí misma en una constante búsqueda de afecto; o en ‘Diálogo’, donde las metáforas del siglo XXI se entremezclan con la imagen destruida de la mujer tras una violación, así como en la propia presencia del yo en ‘XIX’, en el que se descubre con la confusión propia de no saber ya la importancia de un te quiero. Para mantenerme clavadísima al suelo sin verte, preciso de dos palabras alumbrando el camino. Aunque, si te soy sincera, olvidé su significado. Y desde la misma perspectiva femenina, se nos muestra una fobia a la sangre y una aceptación de la pérdida que coinciden con el presenciar o presentir la muerte de los otros, remitiéndonos a las palabras de Camus, Elena nos enseña que hay muchas formas de morir más allá de lo físico, a pesar de su importante presencia, en versos como «Nadie dice nada al verme / bajo la cabeza huyendo del dolor / desangrándome», o en otros como ‘Txulo (dialéctica del vacío)’, donde un hombre deja flores en la tumba de su amada y la visión se centra en el bastón. Frente a la muerte se alza la juventud y la revalorización de la misma, en poemas como ‘Manhattan’, en el que nuestra piel no ha hecho más que rozar el paso de los años —parafraseando a la autora— y sabemos que nos queda mucho por conseguir. Por todo ello, y lo que aquí no se muestra, Afectos de lejano alcance es un canto al proceso de madurez, al paso de las estaciones y de las experiencias que nos mueven a aprender casi por obligación lo que es el dolor y las diferentes formas de amar a la vida y a los otros. Es una poesía ya depurada desde su primer vagido y que se mueve en lo urbano, llevándonos a ciudades como Salamanca o Manhattan, sin sacarnos de las páginas de un libro cuidado por el editor y por la poeta para darnos el hálito que nos impulsa a seguir caminando. |
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