LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ELÍAS GOROSTIAGA. LAS PROVINCIAS DE BENET O VIVIR EN UN CHAGALL (Pre-Textos, Valencia, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, del poeta leonés Elías Gorostiaga, es el último premio de poesía Juan Rejano. He tenido la suerte de leer todos los libros que han recibido este galardón y puedo afirmar que es, sin duda, una garantía de calidad, como atestiguan algunos de los premiados en años anteriores (con obras tan indiscutibles como Los lagos de Norteamérica de José Daniel Espejo o Animales de costumbres de Andrea López Kosak, por citar solamente las primeras que me vienen a la cabeza o, mejor dicho, que nunca han salido de mi cabeza). El título puede llamar a engaño o incluso a prevención. Reconozco que esto último me sucedió a mí. El juego que se establece entre el título de aquel libro de Blanca Andreu y el nombre de Juan Benet me hizo pensar que tal vez ciertos entresijos biográficos o sentimentales de una de las parejas más famosas de la literatura española pudieran ser el material poético que iba a encontrar en sus páginas. Nunca he sido mitómano ni cotilla, y el tomate literario me interesa entre poco y nada, así que con esa cautela abrí este libro que, desde los primeros poemas, señaló con su potencia poética lo absurdo de mis temores o prejuicios. El título es y debe ser bimembre o duplicado, porque el libro consta de dos partes, de estilos casi opuestos, que completan un díptico poético que va desde lo épico hasta lo esencial. La primera parte del título remite a Benet, el narrador, y la segunda a Andreu, la poeta, y esos nombres ejercerán de guía sobre los estilos poéticos para componer una dualidad que ofrece una experiencia lectora compleja y profunda. El libro primero (“Expedición”) tiene un subtítulo o epígrafe que ya avanza el tono épico que dominará estos poemas (“En el que Juan Benet, ingeniero de caminos, canales y puertos, pintor, escritor, viajero, reflexiona, escucha sucesos y narra sus cartografías sentimentales”). Como en toda expedición, salimos fuera, viajamos, caminamos por tierras extrañas, anotamos las variaciones del paisaje geográfico y humano. Como en toda expedición, hay una herencia épica, hay un recuerdo de Homero y de los bíblicos éxodos. Y hay, también, una genealogía mítica, unos nombres que evocan historias y linajes de origen trágico. El Benet que aquí aparece no es realmente un personaje. Tampoco podría calificarse de protagonista. Benet es un nombre que significa silencio, Castilla; es, sobre todo, una mirada que arma y desarma la realidad entre el paisaje, la historia y lo más elemental de(l) ser humano. En los poemas de “Expedición”, bajo la ingeniera y distante mirada de Benet, el hombre es trágico no por las desgracias que acaecen, sino porque vive bajo el cielo y sobre la tierra, porque ya ha todo lo ha vivido tal y como había sido escrito. Así sucede, por ejemplo, en el poema en que se narran las peleas de jóvenes borrachos de pueblos vecinos: se cantan aquí bajo el signo de Troya, mezclando el costumbrismo castellano más bruto con el arquetipo de la batalla, el destino inmemorial que los hombres repiten olvidando, cambiando cada vez los nombres para que la emoción siga intacta. Esa técnica que ennoblece lo anecdótico a través de lo épico, lo trágico y lo bíblico se repite en muchos poemas a lo largo de esta primera parte, como en este dedicado al rapero Morat: «Bajo la oscura sangre del viaducto, / pelean con peleles los monos pobres y los árabes de sal / y esconden la rabia de Morad, / el joven Morad nombrado (por Samuel) Rey de Jehobá». No solo el paisaje humano queda ennoblecido, también el paisaje natural es pasado por el tamiz de la imaginación mítica y surrealista para captar una esencia que va más allá de lo sensible, que enriquece y hace brillar en todo su esplendor lo puramente descriptivo: «En las praderas del aeropuerto del Prat / pastan vacas santas y caballos blancos / que no oyen, ni temen el esfuerzo que ruge en los motores; / los vi regresar por la noche a las masías / caminando entre las cañas y grandes platos de sopa, / llaman por su nombre a los masoveros negros / y a la virgen, la llaman Montserrat. / Cada día regresan / a la hora en que palpitan, rojas, las antenas de los hoteles, / las torretas de alta tensión, / cuando la torre de control del Prat llama a la oración».
Esta expedición nos lleva por tierras baldías, que escapan al significado urbanista, ruralista o del mercado. A veces parece resonar Federico García Lorca, no por sus tópicos gastados en los que caen los torpes poetas imitadores, sino por esa capacidad de transformar lo cotidiano en mítico y trágico, como hizo en su Romancero gitano y en Poeta en Nueva York. Aquí, en Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, el paisaje de hombres, animales y cosas habitan en un mundo que, más allá de sus topónimos, es solo del poema, de esa mirada que une la belleza y la leyenda: «Todos pasean por el río muerto, / por el río seco, / con cruce de barro y de rottweiler. / Chapotean en la sangre cuatro patos blancos. (...) Puentes, cables, hierro, / un hombre solo, solo, desterrado, / a hombros / le cruzan cuatro caporales degollados. / Advierten y dicen: / —Cuidaos del rey, cuidaos del rey del páramo». Sin parecerse en nada a la literatura de Juan Benet, Elías Gorostiaga consigue lo más hermoso y lo más difícil que hizo el novelista, lo que hace la verdadera literatura: crear una Región mítica, cotidiana y surrealista, oscura, trágica y milagrosa al mismo tiempo: el río Lerma, los baldíos, los territorios sin nombre y sin función, los gitanos ingleses... La segunda parte del libro (“Serto”), lleva la expedición al interior. Los poemas se hacen ahora más breves, a veces un solo verso. Desaparece el caminar, el observar, la narración, como si estuviéramos ahora en un Chagall, bajo el reinado de Blanca Andreu, de la poesía del silencio. Estos poemas son breves apuntes en los que el cuerpo se hace presente, sujeto y objeto del poema. Hay menos mirada aquí, y el material poético se abre al tacto y al oído, a la escucha y a la sensación sin nombre, oscura: «Escuchas el discurso de las yeguas / junto al pantano del Porma, / con su cuello domado, sin queja alguna. // Vértebra a vértebra, suenan sus palabras». En la escucha siempre reina la ausencia, que se nombra a veces bajo el signo de la sed porque sed es siempre ausencia, como la escucha es espera de algo que no está y que debe llegar. Como el sentido, que debe llegar al hombre desde la palabra o desde su silencio, la poesía convoca la sed, la manifiesta: «Un éxodo de labios secos, sed. No hay besos sin un golpe de rocío». En la escucha está también la espera, la inminencia de algo que, en la comunión de lo orgánico, deviene sombra y anuncio de la muerte, de un tiempo sin sujeto: «Los cipreses, a lo lejos, te ven domesticado, los cipreses esperan, claman. / Su sombra se seca en el suelo, su decepción. / Esperan. Claman. En silencio sus raíces. / Te acercas mordido; tras tu edad llega la fatiga, la sombra». En “Serto”, todo tiende hacia lo telúrico, más que hacia lo contemplativo. Es el contrapunto del tono épico de la parte anterior. Ahora el poema se hunde, no va hacia fuera (paisaje, historia, leyenda, personaje) sino hacia dentro: silencio, cuerpo, palabra, origen. Se hace más denso: «Los pulmones de agua / sueñan con un lago / sin paredes, ni fondo cristalino / —no lo ven— / cobijan osamentas que pesan como piedras». Sin héroe, sin épica, sin paisaje, en este espacio de la sed, de la espera y de la escucha, la palabra llama a la palabra. Esa es la técnica con la que Elías Gorostiaga enfatiza el protagonismo de la palabra esencial en esta segunda parte: una palabra llama a otra palabra. Es un leixa-pren pero no musical o rítmico sino conceptual. Cada poema recoge una palabra del poema anterior y la lleva al poema siguiente, donde abre nuevos paisajes, interiores o exteriores, y nuevos silencios. Para cerrar el libro, Benet y su Región reaparecen en los últimos poemas, lanzando un hilo de conexión con la parte anterior, uniendo lo exterior con lo interior, cosiendo ambos paisajes y ambos lenguajes, el de la leyenda y el del silencio.
1 Comentario
DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LOS QUE ESCUCHAN (Candaya, Barcelona, 2023) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Sonidos que se cuelan en el tímpano, vibraciones sonoras transmitidas al yunque desde el martillo, en el oído medio. Se meten dentro, aturden, confunden. Personajes que escuchan esas vibraciones y que dudan, experimentan la inquietud y la perplejidad; agitación, angustia: (...) y empezó a reconocer la sensación de mareo, de vértigo y de pánico que solía acompañar a la aparición de esos sonidos que de vez en cuando se apoderaban de su oído y que solamente él parecía escuchar (...) Toda resonancia se hace carne, condiciona el organismo de los personajes, su modo de estar en esta novela de Diego Sánchez Aguilar [DSA a partir de ahora]. Cuando empecé a leer Los que escuchan sentí que mi aproximación al texto había de operar (esencialmente) desde una perspectiva emocional e incluso corporal, semejante a la que experimenta Ulises en el fragmento entrecomillado más arriba. Incidir en el modo en que la lectura terminaba por afectar mi propio ritmo respiratorio e inducir en mí esas sensaciones que los propios personajes podían padecer: perplejidad, inquietud, agitación, angustia. Vértigo, pánico. Incluso ansiedad como lector. Supe que mi acercamiento al texto no había de ubicarse dentro de los parámetros de la lógica y que el abandono de todo filtro racional se hacía necesario. El abandono si cabe de mi propio cuerpo durante el proceso de lectura. Porque Los que escuchan es una novela que se lee con el cuerpo; es un artefacto ficcional que cartografía la realidad de la conciencia y el modo en que, en la actualidad, la mutilación y fustigamiento sistemático de ésta afecta a los cuerpos, a nuestra salud mental. Los que escuchan es un dispositivo narrativo que mapea la realidad o hace inventario de la psicosis contemporánea; pone en escena una perturbación que, en las páginas de la novela, tiene su origen en el sonido, en ese sonido que no cualquiera tiene la capacidad (o mala fortuna) de escuchar y que obstruye o produce interferencias en la psique de los personajes. Sonido que es puro símbolo. Sonido que no hace falta escuchar para sentir en la propia carne la enajenación e inseguridad propias de nuestra civilización que, queramos o no, muestra signos de agonía y decadencia. Si en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2016) DSA profundizaba en la frustración y en Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) se movía en el territorio de la culpa, Los que escuchan es una novela sobre la ansiedad. Y, de algún modo, esa ansiedad se contagia al lector; infecta a los potenciales receptores de la novela. La psicosis de la que habla DSA en este libro es una psicosis extensible al género humano, a todo ser que habite nuestro planeta sin importar credo ni condición u origen; una psicosis global que, a modo de pandemia obstruye nuestro estar aquí y ahora, nuestra calma, los afectos. Tal ansiedad (la que está presente en esta novela) se hace virus verbal a lo largo de la lectura: a partir de cada página que leemos, a través de la exposición a una infección narrativa minuciosamente articulada por su autor y que, como lectores, nos contamina. Cada frase, cada párrafo se articula mediante una meticulosidad casi artificial, alien; cada palabra, cada capítulo penetra nuestro organismo y sedimenta en nuestro interior; el texto opera como microbio o germen en la conciencia lectora que se vuelve cuerpo vapuleado por un narrador inflexible en su deriva verbal, en su retórica implacable. Me aventuro a afirmar que, como lectores, somos organismos violentados por la escritura rigurosa de DSA, organismos violentados por el padecimiento y la enajenación que sufren los personajes a partir de esos sonidos que aturden a Esperanza o a su padre enloquecido; a su familia; al pequeño Andrés y su madre Asunción; a todos aquellos que escuchan más allá de lo que suele alcanzar cualquier mortal. De tal modo, lo que hiere a los personajes se traduce en nuestra experiencia lectora de Los que escuchan a través de un discurso que, de forma irremediable, nos hace vulnerables a través de la palabra, nos mete en el mismo saco que a estos personajes que habitan una ficción que se desliza en el lector como herida, fractura de la conciencia y el cuerpo: de la respiración, del ritmo de sístole y diástole; nos aboca a la misma zozobra y ansiedad a la que se ven expuestos los seres que deambulan por las páginas de este lugar terrible y bellamente inhóspito que es Los que escuchan.
Sí, la ansiedad inflama las páginas de este libro. La ansiedad acaba ocupando incluso nuestro interior; coloniza nuestras emociones. Ahí está la pericia y eficacia de un narrador que parece conocer a la perfección los resortes que hacen posible atosigar al lector, trastornar su estado físico-emocional de forma deliberada y, en consecuencia, abrumarnos, hacernos sentir incómodos a cada página que se estructura de forma obsesiva, metódica. De ahí que el cuerpo (el nuestro) sea el verdadero lector de esta obra, pues su lectura incide directamente en el modo en que nuestro organismo siente. El discurso narrativo modula de forma radical nuestra forma de estar mientras tiene lugar el acto de lectura, un acto de lectura que fluye a través de una escritura objetiva, caligrafiada a través de un bisturí que hace una incisión tras otra en el tejido de nuestra respiración, en la propia piel. El narrador que nos propone este viaje casi orgánico a través de la palabra y la ficción se caracteriza por articular una voz neutra y distante, casi maquinal. Su perspectiva revela con claridad la desaparición del ego igual que si una inteligencia artificial estuviera dictando un discurso despiadado, sin posibilidad de fuga. Los que escuchan es una máquina narrativa que disecciona el mundo que habitamos, la forma en que nuestra especie es abrumada por la depresión o cualquier otro tipo de desequilibrio mental. El narrador es aquí el virus perfecto; actúa en las páginas de esta novela como un bacilo que se inocula a través de la lectura. Sientes Los que escuchan como si a lo largo de su desarrollo resonara el eco del pensamiento de Mark Fisher en torno a nuestra sociedad, en torno a la psicosis. En la novela, depresión y enfermedad mental, trastorno biopolítico y capitalismo se confunden en una amalgama borrosa que obliga al lector a tomar aire, recuperar el aliento que se pierde al finalizar cada uno de sus capítulos (no está de más adentrarse en ellos sin parpadear: dejarse hacer en su progresión inexorable). En Los que escuchan la alucinación sonora se entreteje con la mutación climática y la incomodidad global, un spleen contemporáneo que produce vergüenza, malestar que se extiende como epidemia dentro de nuestra especie. SEBASTIÁN MARTÍNEZ DANIELL. DOS SHERPAS (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En Dos sherpas no pasa nada. Es una novela prodigiosa, una fiesta de la escritura. El planteamiento argumental es sencillo y de reminiscencias beckettianas. No incurro en spoiler alguno si lo resumo de la siguiente manera, copiando aquí el primer capítulo de la novela: «Dos sherpas están asomados al abismo. Sus cabezas oteando el nadir. Los cuerpos estirados sobre las rocas, las manos tomadas del canto de un precipicio. Se diría que esperan algo. Pero sin ansiedad. Con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo».
Ese es el eje vertebrador de la novela, el mcguffin argumental. En torno a esa escena, en la que dos sherpas contemplan el cuerpo de un turista inglés que ha sufrido un accidente mientras deciden cómo actuar, la narración va ampliándose, alejándose y volviéndose a acercar como atraída por el magnetismo irremediable de las incógnitas que plantea: está vivo o muerto el inglés, por qué se ha caído, qué deberían hacer ante ese cuerpo inmóvil. Los movimientos circulares (o elípticos, o espirales) que la narración efectúa a partir de ese accidente llevarán al lector a lugares tan insospechados como: a) la escena inicial de una obra de William Shakespeare, b) un recorrido por el colonialismo explorador occidental, c) una huelga de sherpas a raíz de una trágica avalancha, d) una escena vagamente erótica del pasado de uno de los sherpas, e) consideraciones sobre el impresionismo de Monet y Renoir... Dejamos aquí la lista, que podría continuar varias líneas más. Ese fragmentarismo no es, sin embargo, sinónimo de caos o de desorden. Hay un lento y pausado, casi imperceptible, movimiento gravitatorio de todas esas “digresiones” que nos alejan de la montaña y de la contemplación silenciosa del cuerpo inmóvil del inglés. Sebastián Martínez Daniell consigue una voz narrativa magistral, desapegada, que impulsa al lector a dejarse llevar por ella. Parafraseando al propio autor, podría decirse que esa voz y ese tono narrativo es uno «sin ansiedad, con un repertorio de gestos serenos que modulan entre la resignación y el escepticismo». La compleja y heterogénea arquitectura de la novela nos muestra que una imagen detenida, congelada, contiene el universo entero. En las estáticas posiciones geométricas que trazan el sherpa viejo, el sherpa joven y el inglés inmóvil, hay involucradas tantas historias, tantos relatos, tanta información, que un relato “convencional” que buscara respuestas inmediatas y frenéticas a ese accidente de alpinismo sería una traición al mundo, a la literatura. Dos sherpas es una propuesta zen e irónica, un koan narrativo que, de forma implícita y tangencial, parece denunciar el predominio irreflexivo de la acción y la aventura, la adrenalina de las películas de rescates de alta montaña, la investigación policial de las novelas de intriga. Pero, sobre todo, como dije al principio, es una novela construida en su escritura, frase a frase. Ningún enunciado es previsible, común. Hay poesía sin lírica en cada párrafo, en el silencio que consigue introducir entre línea y línea, en la mirada despojada, lejana y precisa con la que narra cada escena: Pasaban las mujeres por la orilla del mar como los hunos. Pasaban y dejaban el campo arrasado. Pasaban las mujeres, que miraban, o sostenían la mirada un instante antes de sumergirse. Pasaban y sherpa viejo, aún joven, se sentía poca cosa, se sentía casi nada; se miraba los tobillos apenas rozados por las algas sombrías. La tenue corriente que vuelve, la arena húmeda y su aspereza. El regurgitar de la masa oceánica: el reflujo. Pasaban las mujeres y el sherpa volvía. El autor consigue instalar al lector en esa situación en la que espera algo, sí, respetando ese vestigio de pacto narrativo, pero lo hace cada vez más convencido de que lo único importante está en los detalles, en todo lo que rodea la escena o la intriga inicial; ahí está la vida, y ahí está la literatura para rescatar lo oculto que las tiránicas tramas trepidantes suelen ocultar. El lector, fascinado por los ritmos, las rotaciones y traslaciones de cada capítulo, de cada fragmento, espera algo, sin ansiedad, entre la resignación y el escepticismo. T. S. ELIOT. LA TIERRA BALDÍA (Cátedra, Madrid, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Esto no es una reseña de La tierra baldía de T. S. Eliot porque ahora, más de cien años después de su publicación, sería un acto ridículo y extemporáneo. Esto no puede ser una reseña sobre ese libro fundamental de la poesía del siglo XX porque hay miles de estudios de personas que han dedicado muchas más horas que yo a ese texto que todavía sigue apelándonos, como lectores y como escritores, desde esa difusa barrera de los cien años, que no son nada y lo son todo; porque, ¿quién lee hoy a Eliot?, ¿qué lugar ocupa Eliot en la poesía contemporánea española?, ¿cómo se lee a Eliot hoy, año 2023, en un momento estético dominado de forma casi absoluta por el confesionalismo y la sentimentalidad? Lo que aleja a este texto de una reseña convencional es que, puesto que no tiene sentido que yo me dedique ahora a valorar o interpretar La tierra baldía, centraré estas líneas en dos direcciones. Una sí coincide exactamente con lo que se espera de una reseña, ese género de crítica literaria que da noticia de la aparición de una nueva publicación y orienta a los potenciales lectores sobre su contenido. La otra tarea a la que me dedicaré en este texto no tiene nada que ver con el género reseña, y tratará de dar respuesta a las preguntas formuladas arriba desde una subjetividad absoluta y poco recomendable en el desempeño crítico. La novedad editorial que me han encargado dar a conocer es la reciente edición bilingüe de La tierra baldía de T. S. Eliot en la editorial Cátedra, dentro de su colección “Letras universales”. La persona encargada de la edición es Viorica Patea, y la traducción corre a cargo de la traductora y poeta Natalia Carbajosa, con la colaboración de María Teresa Gibert y la propia Viorica Patea. Respecto a la traducción, solo puedo decir que me ha parecido impecable: la versión en castellano respeta el texto inglés (en una edición bilingüe siempre está ahí el original, y tal vez eso sea un freno a las posibles tentaciones más creativas de la traducción) y, al mismo tiempo, suena fluido y natural en todos los variados tonos y registros lingüísticos que componen el poema. En cuanto a los textos críticos que acompañan a la obra, su calidad y exhaustividad convierten, en mi opinión, esta edición de Cátedra en canónica: contiene tanta información, y tan bien organizada y explicada, que cumple con todas las funciones que se esperan de una edición crítica: es una base perfecta o una estimulante puerta de entrada para aquellos que quieran indagar más en La tierra baldía, mientras que, para lectores simplemente interesados o curiosos que no tengan intenciones de realizar una investigación académica, se aporta un material más que suficiente para que su lectura de este clásico de la poesía ¿contemporánea? sea una experiencia enriquecedora y clarificadora. A pesar de la exhaustividad de estos materiales, la prosa académica de Viorica Patea no es oscura ni inescrutablemente teórica. Toda la información que aporta es relevante y está encaminada a dilucidar las oscuridades y la complejidad del texto original de Eliot, y no para el lucimiento personal de la investigadora. El prólogo, de más de 200 páginas, se compone de varias partes. La primera de ellas es una “Biografía literaria”, que se aleja de los elementos biográficos anecdóticos y se centra exclusivamente en aquellos aspectos de la vida de Eliot que tienen relevancia para la creación o la interpretación de La tierra baldía. Especialmente interesante es el recorrido biográfico a través de las influencias literarias directas: el simbolismo francés (en palabras del propio Eliot, de Baudelaire aprendió «los recursos no explorados de lo no-poético»; y de Laforgue aprendió a superar el sentimentalismo romántico a través del nuevo lenguaje del verso libre y el monólogo interior), la Divina Comedia de Dante, su formación filosófica y su posición en los debates filosóficos del momento, su interés por el budismo, la importancia de las vanguardias y de Ezra Pound y, por supuesto, su abandono definitivo de la sentimentalidad poética, sustituida por el famoso “correlato objetivo”. Todas estas influencias están documentadas biográficamente con documentos epistolares o académicos del propio Eliot. Tras ese recorrido biográfico, la introducción continúa analizando “La estética de LTB”. En este apartado se ofrecen detalles sobre la composición y publicación de la obra que, en una versión previa, se titulaba He Do the Police in Different Voices. El lector también descubrirá, gracias al análisis de ese manuscrito inicial, que la intención mítica del libro, su esquema basado en la búsqueda del Grial y en el budismo, son posteriores a las primeras redacciones. La importancia del Ulises de James Joyce, del cual Eliot admitió explícitamente que “robaba” su “método mítico” es también analizada, y puesta luego en relación con aquellos textos míticos que Eliot usó para estructurar su poema: La rama dorada de James Frazer y From Ritual to Romance de Jessi Weston, que le aportan los mitos cristianos del Rey Pescador y la leyenda del Santo Grial. La interpretación de La tierra baldía que nos ofrece Viorica Patea está basada en la relación que Eliot encontraba entre las estructuras profundas del inconsciente junguiano y el uso de los mitos analizados por Frazer y Weston, y podría resumirse en esta cita: «La experiencia central de La tierra baldía gira en torno a ese deseo de muerte y resurrección que describe el proceso simbólico de regeneración interior (...). Los protagonistas están inmersos en un mundo de fragmentos y ruinas. Poco a poco, sus impresiones asumen significados inconscientes que les incitan a emprender la búsqueda. Subrepticiamente reviven guiones míticos, realidades arquetípicas y muertes simbólicas. El modelo de exploración es el del buscador del grial». El siguiente apartado del prólogo, titulado “Análisis de LTB”, está guiado por esa lectura mítico-junguiana, y consiste en una explicación detallada de cada una de las partes del poema, poniendo en juego todas las fuentes textuales, tanto las explicitadas por Eliot como las reveladas por la crítica, para ofrecer al lector una interpretación del sentido del poemario. Por supuesto, como sucede siempre que se ofrece una interpretación más o menos estable y unívoca de un texto tan complejo y oscuro como LTB, el lector podrá estar más o menos de acuerdo (1), pero la exhaustividad del análisis, y la cantidad de referencias con las que la autora apoya sus conclusiones, harán que, aunque se pueda discrepar de ellas, la lectura de los versos quede enriquecida, y cualquier diálogo o matización en relación con sus conclusiones habrá de ser, por ello, un ejercicio enriquecedor y exigente. El prólogo termina con dos apartados más breves y de interés sobre todo filológico (“La recepción de la crítica” y “Eliot en España”) antes de dar paso ya al texto bilingüe de La tierra baldía y las notas originales con las que Eliot acompañó su edición. Para terminar esta edición crítica, se añaden dos apartados más: las notas de la editora al texto, que son tan minuciosas y completas como el resto de materiales; y, por último, un pequeño lujo o exceso en forma de “Apéndice”, y que consiste en los textos originales de las referencias explicitadas por Eliot en las notas con que acompañó la edición de La tierra baldía de 1922. Este apéndice es una muestra más de la seriedad y exhaustividad de esta edición, y de esa generosa intención totalizadora que pretende facilitar el trabajo al lector para que no tenga que recurrir a fuentes externas. Así, si el lector se encuentra con los versos «Dulce Támesis, fluye despacio hasta que acabe mi canción», y luego lee la nota de Eliot que simplemente dice «V. Spenser, Prothalamion» y piensa “estaría bien leer ese poema”, el “Apéndice” se adelanta a esa curiosidad y nos entrega la versión íntegra del Prothalamion de Spenser en versión bilingüe. Como creo que ha quedado claro, he disfrutado enormemente con la relectura de La tierra baldía. Y no solo por las bondades de esta edición, sino por reencontrarme con un texto que, 101 años después de su publicación, sigue estando increíblemente vivo, que es capaz de adelantarse a teorías posteriores como la postmodernidad y la deconstrucción, que ahonda en el nihilismo y en sus límites, que revela la textualidad que limita y enriquece al mismo tiempo al ser humano frente a sus aspiraciones de trascendencia o de sentido. Ha sido un placer nostálgico, también, en cierto modo, el que me ha proporcionado esta relectura en pleno 2023, cuando parece que el género lírico apenas pone en duda esa definición que lo asocia inevitablemente con la expresión sentimental de una subjetividad; cuando parece que cualquier propuesta que incorpore lo épico y abogue por la huida de la sentimentalidad y el biografismo en poesía queda inmediatamente etiquetada como “experimental” o “rara” y relegada a la marginalidad. Se están cumpliendo ahora cien años de casi todos los textos que fueron fundamentales para mi formación lectora y literaria, y el devenir de los vaivenes en la recepción estética parece (de ahí la nostalgia, de ahí el lamentable cascarrabismo de estas líneas de conclusión) haberlos condenado al terrible territorio de lo rancio, de la curiosidad erudita sin importancia vital. Este es un fenómeno personal, que no sé hasta qué punto puede interesar a quien lea este artículo, y que me ha sucedido con La tierra baldía del mismo modo que me ocurre cuando releo otros clásicos de vanguardia: esa sensación de continuo descubrimiento, esa admiración por el rigor, la ambición y la complejidad de un poema que tiene un efecto perverso: tras leer La tierra baldía, gran parte de las lecturas de mis contemporáneos quedan empequeñecidas, rodeadas de un aura de previsibilidad, de aburrimiento, de irrelevancia. Podrá decirse que esta asimetría comparativa sucede ante cualquier obra maestra, pertenezca al periodo literario que sea; sin embargo, me ocurre especialmente con obras de ese periodo, con las vanguardias históricas, con la forma en que me siguen pareciendo no solo actuales, sino necesarias, como si, pese a su carácter arqueológico, hubiera en ellas todavía una fuente de potencial renovación para la literatura actual. La cantidad de comentarios despectivos que, a raíz del centenario del Ulises de Joyce aparecieron en redes, en boca de no pocos novelistas de éxito, puede servir como ejemplo de esa importancia que hoy reclamo para la relectura de La tierra baldía. Es evidente que hoy la estética literaria dominante se basa en la claridad, la subjetividad, el confesionalismo y la sentimentalidad. Esto (como cualquier categoría estética) no es, en sí mismo, bueno ni malo; esas características fueron, en contextos estéticos, sinónimos de falta de calidad. Es un hecho. El desprecio mostrado por los novelistas de éxito hacia el Ulises se enuncia desde la centralidad del triunfador, desde la certeza de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, cuando se sabe que la estética que uno practica coincide con la que el momento histórico considera correcta. Por eso se puede decir hoy que Joyce no sabe contar una historia, porque hoy, en narrativa, lo que más importa es contar una historia, mientras que los intentos por ejercer tensión sobre el lenguaje, el género y demás elementos son considerados errores narrativos. Por eso, el centenario de Trilce de Vallejo pasó completamente desapercibido en el mundo literario español, como lo ha hecho (con excepción de esta magnífica edición) el de La tierra baldía. Estos textos que alguna vez fueron fundacionales e imprescindibles para cualquier lector y, sobre todo, para cualquiera que quisiera escribir poesía, hoy ya no se consideran referentes. Cada generación busca a sus padres en la tradición, y la mirada de los poetas españoles contemporáneos, en general, ignora estos títulos porque no encuentra en ellos la expresión de la sentimentalidad y la subjetividad en la que puedan reconocerse y afianzarse. Espero que esta nueva edición pueda ayudar a que más jóvenes poetas se acerquen al viejo maestro y encuentren en él algo interesante y, tal vez, se genere una pequeña ola de “eliotismo”. No quiero terminar sin una última reflexión, irrelevante, por supuesto. El hecho de que me hayan encargado a mí esta reseña es importante para leer este artículo; el hecho de que la persona que me pidió que escribiera sobre La tierra baldía hubiera leído mis libros de poesía, todos ellos encuadrables en una línea de poesía épica que huye de la sentimentalidad y del yo. Todo eso es importante porque, cuando el crítico también es autor, siempre está la sospecha de que barre para casa. Ese deseo final de una ola de elitismo solo puede leerse de esa manera, por supuesto. Se acepte o se mate al padre Eliot, en cualquier caso, creo que siempre será necesario, para cualquiera que escriba, leerlo, confrontarlo, entenderlo; y, para eso, esta edición es perfecta. (1) En mi caso, por ejemplo, la discrepancia tiene que ver con la (escasa) importancia otorgada a La divina comedia en dicha interpretación. A mí me parece que, en varios aspectos, y no solo por las citas textuales explícitas, hay muchos elementos en la composición y sentido general (largo poema épico que refleja una experiencia espiritual y, al mismo tiempo, está basado en la intertextualidad, en la aparición de voces y relatos de personajes de otros mundos textuales), que ayudarían a una interpretación de LTB más allá de esa lectura mítico-junguiana.
JULIO HARDISSON GUIMERÀ. COSTA DEL SILENCIO (Tercero Incluido, Barcelona, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La primera novela de Julio Hardisson Guimerà revela a un autor consciente y maduro, que nos ofrece una obra original, en la que la forma en que se presentan los materiales que la componen se convierte al mismo tiempo en filosofía, en expresión del núcleo ideológico de la misma. En los primeros capítulos, la novela parece respetar la tradicional estructura y sentido de la novela convencional: vemos a un hombre (sin nombre, siempre llamado así, “el hombre”) que llega a una isla del archipiélago canario (no se especifica cuál, aunque se intuye Tenerife) acompañado de su hija adolescente. Viene, además, como en la novela tradicional, con una misión: realizar un informe sobre la urbanización turística en la que se hospeda. Ese lugar, ya decadente y semiabandonado, no es extraño para él, pues está lleno de recuerdos de los años de infancia que vivió allí; su padre, además, fue uno de los que idearon y construyeron la urbanización, como un lugar de recreo y descanso para los trabajadores de la empresa finlandesa que financió su construcción. Pero, ya desde ese “convencional” comienzo, advertimos ciertas disonancias o desvíos. Muy pronto, el lector adivina que esta no es una de esas novelas “que te llevan” con el anzuelo de una intriga impostada y un planteamiento, un nudo y un desenlace. Tal vez, la primera extrañeza provenga de la voz narrativa. Es un narrador omnisciente que no renuncia a dar información (escasa) sobre pensamientos y sentimientos de este personaje, pero en el que predomina la objetividad y la distancia: no se implica con él, no hace que el lector se identifique emocionalmente con el protagonista. Y esta distancia será importante para el sentido de la novela: en esa distancia con la que el lector y el narrador observan las evoluciones del personaje sobre la isla queda un espacio silencioso. Por él, como por las grietas y ventanas de las casas abandonadas de la “agrupación”, se cuela el viento, se filtra la arena volcánica, se escucha el mar, se impone el paisaje. Y, en esa distancia entra, sobre todo, el inmenso silencio que domina esta novela. Entonces recordamos el título Costa del silencio. El silencio es un personaje más de la novela, me atrevería a decir que su verdadero protagonista. Esto es importante. Ese protagonismo del silencio también es una declaración, la propuesta que subyace a este texto: porque el silencio es aquello ajeno a lo humano, si entendemos lo humano como el pensamiento y el lenguaje. Creo que el sentido último de la novela es fundir o yuxtaponer al hombre sobre el paisaje, dejar que este se manifieste, no ocultarlo, no convertirlo en un fondo o decorado sobre el que brille el hombre, el héroe, el protagonista. Por eso, también, muy pronto nos damos cuenta de que predomina lo descriptivo sobre lo narrativo. Más que sentimental o intelectual, más que detenerse en las intenciones, deseos o temores del héroe, Julio Hardisson construye un narrador muy sensorial, que utiliza al protagonista como una sonda enviada al planeta Costa del silencio a través de la que el lector recibe imágenes, olores y sonidos. “El hombre” es, sobre todo, unos ojos y unos oídos, más que un sujeto emocional o una máquina de pensar e interpretar lo que ve. La siguiente extrañeza tiene que ver con el resto de personajes que van apareciendo en ese espacio. Su presencia inconsistente es la de los fantasmas. Y entonces surge la tercera extrañeza; porque esos espectros revelan un desorden temporal. Los hombres, los personajes, son fantasmas que transcurren en un tiempo irreal, en el que se superponen pasados y presentes, en el cual nunca sabemos si quien aparece entre las rocas, en los barrancos y en las cuevas, es alguien que habita el presente de la narración o es un espectro que habita ese tiempo indeciso y poroso de la novela. Los personajes son fantasmas y voces, lenguajes, textos, diálogos dialectales que han quedado flotando en el omnipresente viento que es la voz más reconocible del silencio. Los personajes, como los edificios, son ruinas también: la huella frágil de lo humano y temporal que se posa sobre el espacio y se deja absorber por él, es decir, por la tierra, por el volcán, por la costa, los barrancos, el “lapilli”, la arena negra, las dunas que invaden y engullen toda construcción humana. El espacio, la tierra, adquiere una dimensión más allá del significado; irreductible, es una presencia pura y absoluta que no admite palabra ni relato. Es un significante material que se resiste a dejarse unir a un significado conceptual que involucre futuro, proyecto, tiempo humano; es un significante que deja que los significados, los relatos, las intenciones con las que el hombre la interpreta, usa y maquilla a su imagen y semejanza, se posen sobre ella, con total indiferencia, sabiendo que el viento y las dunas pasarán y lo borrarán todo para que todo vuelva a empezar. Lo narrativo se subordina a lo descriptivo, lo temporal se diluye en lo espacial, lo humano se funde en el paisaje. Pedro Páramo, por supuesto, hace un inevitable cameo para reforzar ese desierto, para que también el viento y los fantasmas de la literatura se cuelen entre las líneas de la novela. Pero tampoco se consolida la obra en ese modelo narrativo. Esta no es una versión isleña de Rulfo. Lo ensayístico, a través de la excusa narrativa de la “investigación” histórica del protagonista, empieza muy pronto a adquirir peso. Los dos temas principales que involucra la dimensión ensayística de Costa del silencio son la arquitectura y la utopía. Por supuesto, están relacionados. Y, por supuesto, como he anunciado al principio, el sentido o la propuesta que se desprende de las reflexiones ensayísticas de la novela es el que justifican su peculiar composición técnica (es decir, en las elecciones del cronotopo, estructura, personajes y voz narrativa). La arquitectura es la actividad que relaciona al hombre con el espacio, a la persona con el paisaje, con la naturaleza. Por eso, en una novela tan determinada por lo espacial, por el conflicto entre el hombre y el entorno, se plantea como tema central y recurrente el de la arquitectura: es el motivo inicial de la novela (la investigación sobre ese complejo vacacional de reposo para trabajadores de una empresa finlandesa) y, desde ahí, se extiende a casi cualquier construcción que aparece, tanto del pasado, como de proyectos diseñados o pensados para el futuro. Hay una reflexión recurrente sobre la forma en que el hombre ocupa el espacio, la tierra, tanto en un sentido concreto e inmobiliario, como en su dimensión ecológica y filosófica. El protagonismo espacial de la isla y sus volcanes, el carácter secundario (y fantasmal) de los hombres que brevemente pasan sobre ese espacio, impone una visión de respeto por la tierra de la que parece desprenderse una llamada a la humildad, a abandonar las concepciones “conquistadoras”, idealistas y subjetivistas de la arquitectura y la explotación económica del espacio en las que se ignora por completo el elemento material. Así se habla, por ejemplo, del concepto arquitectónico de “espacios equilibrantes”: «Tenía una visión de la construcción muy ligada al territorio y, sobre todo, enfocada al bienestar y la calidad de vida de las personas que utilizaban los edificios (...), tras décadas de turismo extractivo, insostenible tanto para la naturaleza como para las personas que residían, trabajaban o veraneaban en la zona». (171) Para la dimensión más ensayística de Costa del silencio, además de los informes arquitectónicos, es esencial el personaje de la hija adolescente de “el hombre”. Ella incorpora la reflexión sobre la ecología y la utopía que, por supuesto, está relacionada también con la arquitectura y con la relación hombre-espacio, hombre-naturaleza. Por su edad, la hija representa, en sí misma, el futuro, la nueva generación, una nueva forma de pensar, y de actuar, que dialoga con la de la generación del padre. La dimensión teórica de esa visión “utópica” se expresa, principalmente, a través de los diálogos con Sabine Scholl, una artista alemana que está en la isla para participar en un congreso ecologista en el que la hija se interesa. Hay un capítulo esencialmente ensayístico, en forma de diálogo entre el protagonista y Sabine, en el que se debate la interesante cuestión de la utopía, de la posibilidad o la imposibilidad de pensar el futuro. Sabine defiende la posibilidad de una utopía “realista”, que tenga en cuenta las condiciones materiales y no trabaje solo desde el idealismo abstracto. Esa “utopía de lo inmediato” y ese rechazo a vivir en un mundo de ideas introduce también otra variante utópica, de más urgente actualidad: las redes sociales y su efecto sobre la psicología (sobre todo, pero no solo) de los jóvenes. Sabine Scholl y el grupo de jóvenes con el que la hija del protagonista se relaciona se adscriben a la corriente alemana de la “ecología gris” de Robert Habeck, un líder ecologista alemán que propone la desconexión de las redes sociales y “el retorno a la realidad”, para huir de esa ansiedad continua, la aceleración del tiempo, la polarización política y el narcisismo al que el diseño de las redes sociales (con sus premios psicológicos paulovianos del like y la recompensa emocional) nos empujan.
La dimensión práctica de esa reflexión sobre “nuevas utopías” también se representa en el personaje de la hija. Ella, junto con otros jóvenes, tanto lugareños como de extranjeros que asisten al congreso ecologista, habitan las ruinas (el minigolf, la pista de kart...) como materialización de esa nueva, humilde y modesta, pero realista, forma de utopía: aprovechan arquitectura decadente, juegan con ella, la resignifican, extraen nuevas posibilidades, y la ocupan con una inocente naturalidad y alegría cuyo carácter de utopía parece resistirse a esa definición, pues estamos demasiado acostumbrados a asociar “utopía” con “futuro”, con “perfección”. En el excelente prólogo, Bernat Castany dice que el autor «inaugura con esta obra una literatura de 360 grados. Y no solo porque invoca todo tipo de géneros escriturales, como el diálogo, la transcripción de entrevista, el diario, el informe o el programa de congreso, sino, sobre todo, porque multiplica las perspectivas narrativas con el objetivo de desplazar al ser humano del centro». Creo que ese es uno de los grandes aciertos de la novela. A pesar de todo lo que se plantea y propone, nunca hay una voz ni una intención abierta y molestamente pedagógica en la obra. La hábil yuxtaposición de todos esos heterogéneos elementos discursivos no solo aleja del protagonista y del narrador la defensa de una “tesis” impuesta para dejar que sea el lector quien “escuche” y reflexione; sobre todo, consigue materializar de forma técnica y compositiva esa propuesta utópica en la que el hombre se desplaza del centro, en la que “el hombre” no es protagonista que domina la naturaleza, el paisaje, negándolo en su extrema subjetividad, sino que es un elemento más, protagonista, pero fantasmal, temporal, que transcurre sobre un paisaje que permanece silencioso. EDUARDO RUIZ SOSA. EL LIBRO DE NUESTRAS AUSENCIAS (Candaya, Barcelona, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Eduardo Ruiz Sosa consiguió situarse en un lugar de privilegio en la narrativa escrita en castellano con su primera novela: Anatomía de la memoria. Tras aquel éxito, pasaron unos años de silencio que se rompió con su libro de relatos Cuántos de los tuyos han muerto y, ahora, con la novela que acaba de publicarse (en Candaya, como el resto de su obra): El libro de nuestras ausencias.
Si en la recepción crítica de Anatomía de la memoria fue un lugar común trazar un paralelismo entre Ruiz Sosa y el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes (pues en ambas se daba una búsqueda de un grupo artístico-revolucionario), ahora ese paralelismo podría extenderse a su segunda novela pues, como en 2666, el tema central de El libro de nuestras ausencias es el de los desaparecidos en México. El acercamiento de Ruiz Sosa es, sin embargo, muy distinto al de Bolaño. En la novela del mexicano, junto a la dimensión social y documental de esta tragedia humana, hay una cuestión filosófica que recorre el libro: la forma en que la ausencia (de un cuerpo, de una presencia) genera un lenguaje. Es decir, como planteaba Derrida, el lenguaje nace de la desaparición, de la ausencia; por tanto, esa asimetría entre cuerpo e identidad (entre cuerpo y lenguaje), el hueco que genera la desaparición, hace que la identidad quede en entredicho y que se generen todo tipo de relatos que intentan acercarse a la verdad, reconstruir la unidad significante-significado, cuerpo-identidad: Un desaparecido es una voz sin cuerpo (...); son cuerpos lo que deseamos, decía pero hay que aprender a buscar lo otro porque hasta el recuerdo se corrompe. Esa búsqueda es doble, por lo tanto: en la memoria, donde se multiplican los relatos que definen la identidad de la persona ausente (Orsina, en esta novela, es la actriz desaparecida que origina la búsqueda); y en el “mundo físico”, es decir, en la tierra, en las fosas comunes, en las salas forenses atestadas de cadáveres sin identificar, de cuerpos que esperan un nombre que cierre esa grieta que los mantiene en el infierno de la separación del anonimato. Los elementos de la trama se mantienen en el territorio de la verosimilitud, pero están seleccionados por su valor simbólico. Así, al tema central de las desapariciones, se añade el del teatro (los personajes están relacionados con una compañía teatral), donde se da también ese desajuste entre cuerpo y relato: el actor es un cuerpo que debe vaciarse de su nombre y de su relato para acoger en él otro nombre y otra historia: Un personaje es una voz sin cuerpo, gritaba la Inga en los ensayos, el trabajo del intérprete es lograrse un cuerpo sin voz. La búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos ofrece las páginas más estremecedoras de la novela: el descubrimiento de las fosas comunes, la descripción de “la sala de los muertos”, el dolor de las madres y los familiares que escarban entre la tierra y los huesos, entre los cadáveres de desconocidos, nos dejan páginas de una dolorosa belleza. El libro de nuestras ausencias es también (o sobre todo) un lenguaje roto y desmembrado, un flujo de voz que rompe el párrafo, la línea, incluso la sílaba; que difumina las fronteras entre la prosa y el verso. Así lo declara el autor en el prefacio: México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas. Este es un libro roto, de palabras rotas, voces quebradas, personajes que ya no están, pero tampoco se han ido. No he encontrado otra forma de mirar a este presente. Con esta segunda novela, Ruiz Sosa se confirma como uno de los narradores más atrevidos, ambiciosos y originales del panorama actual en lengua castellana. Su modernidad mira también al pasado; no tanto, en mi opinión, hacia Bolaño, sino hacia autores del boom como el Donoso de El obsceno pájaro de la noche o el Roa Bastos de Yo, el Supremo. Es de agradecer esa valentía, esa ambición para atreverse a crear esa Gran Novela que parecía haber perdido atractivo como referente estético en los narradores contemporáneos. ANDREA LÓPEZ KOSAK. ANIMALES DE COSTUMBRES (Pre-Textos, Valencia, 2021) III Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Animales de costumbres es el primer libro que leo de la poeta argentina Andrea López Kosak, aunque tiene ya siete libros publicados en editoriales de Argentina, Chile y México. Ahora, con su publicación en Pre-Textos de la mano del Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil, espero que su nombre empiece a resultar más conocido entre los lectores españoles porque, sin duda, es una excelente escritora. El libro tiene dos partes. La primera, “Hambre y amor”, es la más extensa (ocupa tres cuartas partes del poemario) y en ella crea un universo poético fascinante con una notable reducción de elementos. El paisaje humano está compuesto casi exclusivamente por la voz poética y una hija pequeña, a los que se suman recuerdos de la madre y el padre. Junto a estos personajes, está el campo, la naturaleza, un desolado llano argentino poblado de animales domésticos y salvajes que se convierten en una presencia constante. ¿El campo o la naturaleza o tal vez otra cosa? Esta pregunta de aparentemente triviales matices semánticos es, sin embargo, esencial para entender la belleza y la originalidad de Animales de costumbres. Una de las funciones esenciales de la poesía es, en mi opinión, expandir la experiencia humana, sacarla de las convenciones lingüísticas y estéticas a través de la que traducimos o experimentamos la realidad. Y, cuando pensamos en poesía (o en literatura) y en “el campo”, es inevitable que presupongamos que vamos a encontrar algo así como alguna variante más o menos actualizada del tópico de desprecio de corte y alabanza de aldea, o con una visión nostálgica de lo primitivo y lo sencillo (antes todo esto era campo) o, por el contrario, con escenas tremendistas de violencia y supervivencia. Nada de eso hay en “el campo” de Animales de costumbres. Por otro lado, la palabra “naturaleza”, nos puede hacer pensar en lo sublime, en la pequeñez y soledad del hombre frente a su grandeza, en Shelley en el Mont Blanc, o en El mar de nubes de Friedrich, o en cualquiera de las infinitas formas en que tendemos a idealizar la naturaleza, a convertir en algo místico y de resonancias divinas la contemplación de un paisaje no urbanizado. Obviamente, todo lo anterior es una reducción un poco burda, pero creo que la idea está clara: no es fácil construir una mirada original, crear algo de tanta belleza y con ese aliento de verdad que Andrea López Kosak consigue en este libro al tratar el tema de la naturaleza, sobre todo, porque no lo trata como tema. La naturaleza de Animales de costumbres no está idealizada, y tampoco está dominada o domesticada. La autora renuncia a la metáfora cuando mira hacia afuera, hacia el llano, y pasa la lechuza, la liebre, el puma, la zorra, la gata, el perro. No están humanizados esos animales y no busca definirlos con imágenes, metáforas, con una inteligencia que les dé sentido. Los animales son nombrados, mirados de forma indicativa. No los viste, ni los acecha con la red de la metáfora. Los nombra porque están ahí, son otras criaturas del llano como ella y como su hija, que respiran y palpitan bajo el signo de la intemperie y el miedo, la muerte y el hambre: «A la madrugada / gritan los gatos / placer y horror / en el mismo tono. // Al amanecer, los loros / chillan al salir de las barrancas: / la ciudad es de sal entre el rojo / de la piedra propensa al derrumbe. // Al atardecer vuelven del monte, / vuelan sobre la autopista. / Amarillos, verdes y azules se alinean / en cables de alta tensión. // A la noche nos advierte / la lechuza: quien mire su nido / abandonado por otro animal se destina / a la melancolía. // Yo escucho desde adentro, / en mi lengua: una cueva / para esta especie / de desconcierto». En este libro, el yo escucha y mira. El ser humano es una especie de desconcierto. Y la lengua es una cueva, una guarida, es el refugio que nos hace humanos pero no nos salva de la intemperie. El mayor acierto de este libro es la forma en que esa voz poética, desde ese asombro ante lo animal y ante todo lo que carece de lenguaje, renuncia a imponer su pensamiento, sus teorías, y deja en cambio que reine el silencio en la mirada: «En la ausencia de sentido, terror. / En la palma de la mano, / una plumita. // El gorrión parpadea / entre los dientes de la gata, / que me mira // a mí, / que no tengo cómo / hacerme entender».
En ese silencio hay un respeto frente a lo que no es humano que, de una forma paradójica, consigue una mayor comprensión; no solo de lo otro, sino también de sí misma, de su voz y de su lugar en el mundo. Es una comprensión que incluye, o que no excluye, el temblor, el desamparo de ser animal en la misma intemperie de esos animales sencillos e inescrutables: «Como la zorra / que a deshora / con restos en la boca / se deja ver / mirando para atrás / porque la sigue / el silencio feroz del llano, // mi ansia /cruza el campo erizado, / las púas del alambre / para masticar a gusto / su parte de intemperie». La voz poética y su hija aparecen como dos criaturas inmersas en ese mundo natural de miedo y de necesidad, de hambre y noche, de cuerpos que comen y son comidos sin palabras. Pero no se trata de una animalización del ser humano, como no hay tampoco humanización de los animales. La polisemia de “lengua” está empleada varias veces a lo largo del libro y ese rasgo de estilo responde a una cuestión esencial: la lengua como órgano animal y como código lingüístico esencialmente humano; el ser humano como animal de carne y hambre y miedo y desconcierto pero también como algo distinto, separado de ese silencio animal por el refugio y la herencia de su lenguaje: «Hija: te cuento cuentos / porque no sé / tejerte abrigos. // Mi lengua / te lame como un animal a su cría / te limpia de lo animal». Esa dualidad, ese doble linaje de la palabra y la carne como una herencia en la que no solo está su hija también se extiende hacia atrás, hacia la madre: «Te como cruda / decía mi madre, / que en cada animal veía / su posibilidad de ser / carne, cuerpo abierto con huesos /(...) Yo dejaba que me comieran / sus palabras / me deglutiera la lengua que es / mi herencia (...)». La segunda parte del libro, “Guaridas”, es mucho más breve y en ella se abandona lo animal para centrarse, precisamente, en la herencia de la familia, es decir, recuerdos, escenas de infancia, lugares y palabras de abuelos, de padres, de todo lo que constituye su identidad: «La vida es un cuento / contando en la infancia, // en la repetición / va cobrando matices». El conjunto de las dos partes forma un impresionante cuadro que tiene esa cualidad de la gran poesía: transmitir una impresión de verdad a través de la extrañeza y del misterio. El mundo y el ser humano aparecen como un misterio; pero no es un misterio ahondado de misticismo: es el misterio de lo que está dentro y más cerca, aunque inaccesible, el misterio de lo humano: «Si fuéramos gatas /ronronearíamos / ahora, // las cabezas juntas / una contra otra / u otra en una, // mi hija y yo, / gratas y confiadas / en este humano misterio». VÍCTOR PÉREZ. ARS POÉTICA DE SARAH CONNOR (Marli Brogsen, Madrid, 2020) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En la contraportada podemos leer que «Ars poética de Sarah Connor es el viento de Castilla como realismo psicótico y flipado. El plano secuencia de una ecuación lanzada al mundo. Tal vez, una novela en forma de blues. Tal vez, un largo poema en prosa como compendio de la Tierra». Las definiciones metafóricas siguen durante todo el espacio que permite el cartón de la cubierta y marcan y advierten al lector de aquello a lo que se enfrenta, que es, ante todo, un texto y, ante este texto que nos entrega Víctor Pérez, tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas. O tal vez sí, porque, obvia e irónicamente, el hecho de que lo haya definido como “texto” ya implica una (disquisición genérica) y, además, el autor (que es habitualmente el encargado de redactar la contraportada de sus libros) también ha dedicado esfuerzo y un buen número de líneas (16) en intentar prevenir al lector de qué hay dentro de esas páginas todavía no leídas. Entonces, lo que toca es que el propio crítico no intente escabullirse dejando al lector de esta reseña ante una denominación genérica tan abstracta y ¿tramposa? como “texto”. De hecho, la frase irreflexivamente escrita que postulaba que «tampoco tiene demasiado sentido enredarse en disquisiciones genéricas» es, ahora lo veo claro, manifiestamente errónea. Es cuando una novela parece “una novela” y cuando un libro de poesía parece “un libro de poesía” cuando no tiene sentido aludir al género. Es aquí, cuando releo la palabra “texto” que ha salido de mi teclado como una especie de “comodín” genérico, cuando me doy cuenta de que tiene todo el sentido enredarse en “disquisiciones genéricas”, y que ese es uno de los valores de este libro de Víctor Pérez y que él sabe que está en un limbo genérico y por eso, en la contraportada, (y también en otras ocasiones ya dentro del texto) intenta definir qué es eso que ha escrito, algo que nunca hace un novelista de verdad porque en las contraportadas de las verdaderas novelas se da por hecho el género y se puede dedicar ese privilegiado (y peligroso) espacio paratextual para que los autores, amparados por esa falsa anonimia del género “contraportada”, puedan por una vez dejar de lado cualquier idea de modestia y alabar sin límite los hallazgos y méritos que el lector va a encontrar cuando se decida a leer su (verdadera) novela. No soy el único reseñista que usa la palabra “texto” para referirse a ciertos productos literarios que habitan en los intersticios o las fronteras entre géneros, y he de admitir que ahora no me encuentro dispuesto a hacer la (interesante pero pesadísima) labor de tesis doctoral que requeriría buscar y ordenar todas las veces en que un crítico ha llamado “texto” a un libro para el cual las categorías como “novela” o como “poesía” o como “ensayo” no le parecían del todo adecuadas o precisas; pero la idea que hay en mi cabeza cuando leo “texto” usado en esa acepción de “género literario difuso” es la de una escritura que se justifica como escritura literaria sin necesidad de otros elementos que (y esto es delicadísimo), de alguna manera, el crítico (yo), considera (erróneamente, claro) menos literarios o pseudoliterarios o, peor aún, vehículos tramposos en los que insertar la verdadera literatura; sí, me refiero al argumento, a la trama, a la construcción novelesca, a la profundidad psicológica de los personajes, al orden de causas y consecuencias, en el caso de la novela; y a la métrica, la disposición textual en forma de verso en el caso de la poesía. Un “texto” parece sugerir alguna especie de “pureza” de la escritura, algo así como una escritura que surge de una forma aparentemente espontánea y que no necesita, para ser “literatura”, de las convenciones más vistosas y consensuadas con que los lectores se manejan cuando compran “una novela” o “un libro de poesía”. Un “texto”, entonces, sería algo como la esencia de la escritura literaria entendida como aquella que no pretende convertirse en una forma prevista de antemano (pero eso no es posible), aquella escritura que consigue (y aquí está el inmenso mérito de Víctor Pérez) dar al lector la impresión de que no necesita ni argumento, ni personajes complejos, ni causas y efectos, ni endecasílabos bien medidos; es decir, una escritura que se sostiene a sí misma sin necesidad de más justificaciones que su misma existencia. Y lo bueno, es decir, lo que me gusta, lo que considero valioso (entre otras muchas cosas) de este texto de Víctor Pérez es, precisamente, lo que ingenua y automáticamente he negado al principio: esa capacidad de hacer que el lector se pregunte qué es un libro, qué es la literatura o, mejor aún (y tal vez por eso he dicho eso de que era inútil enredarse en cuestiones genéricas) que el lector sea envuelto y engullido por la escritura y la disfrute sin necesidad de esperar la aparición de las convenciones genéricas, que es lo que me pasó a mí durante la lectura y, tal vez, lo que me hizo incurrir en la irreflexiva afirmación inicial que todas estas líneas han tratado de negar y afirmar al mismo tiempo. Sea una novela o un poema en prosa, todo texto literario es, sobre todo, una voz. Y lo que hace que Ars poética de Sarah Connor rinda al lector ante su escritura es su voz alucinada, heredera de la exaltación épica y santificadora de un Manuel Vilas, o de un Whitman posmoderno y narrativo; es una voz épica y lírica que canta a todas las cosas del mundo desde una exaltación máxima en la que no hay altibajos ni modulaciones de tono (el tono es el mismo desde la primera página hasta la última, empieza muy arriba y se mantiene así todo el tiempo). Es una voz acelerada que no deja ni una pausa y por eso la misma idea del punto y aparte queda descartada y el lector tarda muy poco en aceptar también eso: que no habrá tregua y que, si quiere un descanso, tendrá que ser él quien cierre el libro y apague esa música porque la voz no va a darle ni un respiro. La “justificación textual” que da forma a esa voz es epistolar. Todo el libro es una larga carta-monólogo dirigida a Manolo el del Bombo. Y con la excusa (ya ven por dónde van los tiros, en cuanto a conceptos como “verosimilitud”) de esa carta al famoso animador de la selección española de fútbol masculino y auténtico icono popular, Víctor Pérez desata esa voz que no cuenta sino que canta, o que cuenta cantando o canta contando. La voz se refiere a sí misma como un blues en varias ocasiones a lo largo del texto; pero, más que la cadencia melancólica del blues, la forma en que todo se mezcla y se eleva en su canción hace pensar en uno de esos crescendos formados por un muro de sonido de guitarras eléctricas a todo volumen que se prolonga eternamente, un crescendo noise que no admite la pausa ni el retorno de la melodía o el desarrollo convencional, que se alimenta de sí mismo y se fuerza hasta ver hasta dónde puede llegar alargándose hasta el infinito en un éxtasis que puede dejar sorda a la audiencia o provocar alucinaciones y pérdida de audición. Se recomienda espaciar la lectura para evitar la saturación, aunque también está la opción de metérselo todo de golpe. Sí, la comparación con la droga tampoco es gratuita. Ahora veremos por qué. Querido Manolo el del Bombo, yo soy el milenarismo de Arrabal. Y ya estoy aquí. Una mezcla de fuego cósmico, el Lute y mendigo de Simago. Primero vinieron los gritos de guerra de los apaches. Luego los Prodigy. Y después vino yo. Lo dice la Biblia. Yo es la palabra más repetida en el libro y parece innecesario advertir de que este canto se enuncia en primera persona; pero sí es interesante indagar un poco en ese yo, quién es ese yo omnipresente en Ars poética de Sarah Connor. El yo actúa aquí como la misma escritura, como una alucinación mística y unificadora que engulle toda la historia, la cultura, la memoria y la imaginación, lo posible y lo imposible. Este yo no es una conciencia analítica. Este yo no es una mirada histórica y social sobre las cosas que canta, no hay distancia entre el yo y las cosas, porque lo que hay es, siempre, comunión, exaltación. Las referencias a la cultura popular y televisiva que llenan el texto y que acabo de citar como la famosa borrachera de Arrabal, el Lute, Manolo el del Bombo, no funcionan como elementos externos que el yo analiza y juzga con distancia. Ni con la distancia de la melancolía ni con la distancia de la ironía. El yo que canta es origen y final del mundo, está por encima del mundo y dentro de él. El yo de este libro es, creo que ya lo he dicho, la misma escritura. Y la escritura es un espacio vacío donde todo se puede mezclar, donde el tiempo y la historia pueden ser y no ser, y por eso es frecuente que el yo utilice referencias religiosas y divinas, porque está por encima de lo humano y de lo histórico y porque tiende, no a la distancia que separa al hombre del mundo a través de la conciencia, sino a la unidad mística donde esa distancia desaparece de forma casi milagrosa; y por eso, también, es frecuente que haya drogas, muchas drogas, porque la vía rápida y no sagrada para sustituir conciencia y reflexión por unidad mística es la droga. Así pues, esta escritura es alucinógena por definición y aunque la mayoría de escritores cortan esa droga pura que es la escritura y la mezclan para entregar al público algo más fácil de digerir o para resaltar ciertos “momentos” de unidad mística que destacan sobre un “fondo” más “plano”, Víctor Pérez nos lo sirve a lo bestia, sin cortar, con una pureza que puede provocar sobredosis, sin dejar que sus efectos bajen nunca. La impresión es que Víctor Pérez ha puesto al Manuel Vilas de España o Aire nuestro en una pipeta, y lo ha hecho hervir hasta que se ha evaporado todo líquido y ha conseguido quedarse solo con esa sustancia destilada de la máxima exaltación y celebración de todas las cosas del mundo cantadas desde una perspectiva de dios, de fantasma, de alguien que está en un lugar del tiempo o del espacio que no es el nuestro pero desde el cual ve cómo todas las cosas son tocadas por el tiempo y por la desaparición y en ello encuentra siempre la belleza y el don de lo sagrado.
Ese yo-canto, ese ritmo hipnótico, por supuesto, deja ver también, más allá de la alucinada literalidad que borra los tiempos y las identidades, una presencia autorial. Si tomamos todas las referencias culturales, al margen de la forma en que estén usadas y agitadas, podríamos “recomponer” al autor que ha creado a ese “yo”. Sería alguien que conoce la literatura española y norteamericana, cuyos personajes (De Umbral a Foster Wallace, pasando por los Panero o Cela, entre otros muchos) aparecen con frecuencia en situaciones insólitas y maravillosamente inverosímiles (otra vez, inevitable acordarse del Manuel Vilas de España y Aire nuestro); sería alguien que pertenece a la generación de los nacidos en los 70, que ha escuchado música grunge e indie anglosajona (Smashing Pumpkins, Pixies, etc.) desde un pueblo de España en el que suena Perales o Julio Iglesias o Mocedades. Podríamos obtener algo así como la imagen de alguien de esa generación nacida en los setenta, que ahora recuerda el pasado y ve la tele y fuma porros mientras imagina todo tipo de ocurrencias poéticas y psicóticas en las que todos sus referentes culturales, de literatura, filosofía, televisión, música, y todos sus recuerdos de infancia, de juventud, se mezclan en una inmensa alucinación en la que también hay cine, mucho cine (sobre todo americano, actores y paisajes americanos, western alucinógeno, cine de género, de todos los géneros). Y también hay abundantes y maravillosas escenas de pueblo, de bar de pueblo, de fiestas de pueblo, en las que sortea el peligro de caer en lo pintoresco o lo nostálgico porque están tocadas por esa misma exaltación que el resto de materiales que forman la ola textual que se extiende por las páginas. Y también hay deporte, nacional e internacional (mucho fútbol, claro, y Marca y As y El larguero; y ciclismo, Indurain, Perico; y boxeo, y muchos más que no recuerdo). Y, por supuesto, hay televisión; de los ochenta, y los noventa y los dos mil. Tele, es decir, famosos, nombres, actores o personajes, que aparecen cargando con su leyenda compartida generacionalmente por quienes hemos nacido y vivido en el mismo país y tiempo que el autor, famosos que aparecen distorsionados para brillar un instante, ser tocados por ese yo, y desaparecer sin más dentro de la ola textual. Para terminar: Ars poética de Sarah Connor es un libro que me ha hecho disfrutar enormemente, y cuya lectura recomiendo porque, ante todo, es un placer dejarse llevar por su santificadora corriente de exaltación y porque, además, aquí y allí, como extrañas medusas, aparecen maravillosos hallazgos en los que un personaje, una situación inverosímil, una imagen poética, abren de repente una puerta en la que brilla algo parecido a la verdad o al reconocimiento, es decir, lo que se suele entender como “literatura”. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LA CADENA DEL FRÍO (La Estética del Fracaso, Cartagena, 2020) por IGNACIO GARCÍA FORNET Cuando leímos hace algo más de un año Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) nos pareció avasalladora la fuerza de muchas de las imágenes que allí encontrábamos; su potencia simbólica y su capacidad de sugerencia dotaban a la novela de un lirismo que no nos sorprendió a los que conocíamos la faceta poética de Diego Sánchez Aguilar. Cuando en junio llegó a nuestras manos la edición de La cadena del frío (La Estética del Fracaso, 2020), fue tan agradable como descubrir la cara b del último single de nuestro grupo preferido (ya sabemos que a veces las caras b nos deparan estupendas sorpresas...) y la constatación de que, libro a libro, Diego está construyendo una obra mayúscula y compleja en la que temas y personajes se adensan evolucionando con enorme coherencia. La cadena del frío responde a una concepción épica de la poesía que ya había explorado el autor en sus poemarios anteriores: Diario de las bestias blancas (Universidad de Murcia, 2008), el repaso de la semana de un yo contemplativo inmerso en la rutina, y esa absoluta maravilla que es Las célebres órdenes de la noche (La Palma, 2017), compuesto por tres oscuras historias sobre muerte, sexualidad, y monstruos que deben ser sacrificados para hacer más llevadera nuestra existencia. En esos dos libros, como en La cadena del frío, los poemas se encadenan y las imágenes se desarrollan completando sus sentidos en un esquema minuciosamente trabajado en su dimensión narrativa. Si en Factbook se destacaba la canción de Radiohead ‘Idioteque’, y la contemplación de su vídeo musical llevaba a Gustavo a reflexionar sobre la intrascendencia de su propia vida (1), en La cadena del frío será Kid A, el LP al que pertenece, el que guíe nuestra lectura en el proceso que lleva al héroe del libro a la aséptica perfección del hielo, claudicando ante los simulacros de felicidad que le ofrece un Estado del Año 2000 que constituye el paradigma de ese neoliberalismo incuestionable contra el que se rebelaban los usuarios de Factbook. Las diez canciones del disco reciben su correspondiente visión poética repartidas en las tres partes que componen el libro. A través de ellas, y de los poemas-reflexiones que las enmarcan, recorremos el ciclo que lleva al agua desde su estado líquido, pasando por la nieve, a la solidez del hielo, en un viaje del propio héroe hacia una placentera e insípida inmutabilidad. El efecto es el de una especie de ópera rock, como el propio autor ha definido su libro, en el que imágenes de gran tradición poética se revisan para construir una terrible distopía, protagonizada por un paradójico “héroe” que, como nos destaca la nota a pie de página del prólogo a la primera parte, «no realizará más acción que mirar por la ventana y mantener un soliloquio permanente». Algo que nos recuerda mucho al protagonista de Diario de las bestias blancas, que se enfrentaba también a la rutina cotidiana y a su propio yo desde la atalaya de su apartamento. Como otros días he estado haciendo, / me acerco a la ventana sin pretensiones. / La tele todavía a mis espaldas murmurándose. / La otra distancia enfrente y oscura / todas las noches, / repetida como un anuncio de un producto que no existe / la distancia, o las distancias / y este espacio entre ellas / esta lámina / esta transparente membrana que debo ser yo, a juzgar por el temblor. (2) Como en aquel libro, el despertar del protagonista abre su peripecia y la primera canción de Kid A, ‘Everything in its right place’, da pie a un poema en el que un caos informe, un agujero negro, el del sueño, va dando paso a un orden artificial, una realidad diseñada a la medida de una institución nombrada con unas siglas deliciosamente polisémicas (FMI) (3), que encierra la realidad en la convención de un nombre, que asigna un sitio para cada cosa, dibujando un mundo terrible, paradigma del capitalismo más descarnado. Piensa, pon cada hombre en su trabajo. / Piensa, pon cada coche en su familia. / Persianas levantando nombres, / rótulos de empresas familiares, / generaciones de esclavos y felicidad solo en las fotos, / con la muerte abrazando por la espalda. (4) Nos enfrentamos, por tanto, a un espacio pulcramente organizado, habitado por autómatas encerrados en apartamentos con todas las comodidades, que cada día son adormecidos por la emisión televisiva de la gélida sintonía del Niño A que invita a que se dejen llevar, encadenados a lo inmediato. Flota su Niño Inmaculado en todas las pantallas. / Amnióticas hileras de pupilas / reciben en todos los edificios / la caricia azul y la feliz noticia: (5) / bendecidos, / ungidos por el frío. (6) Y, si la sutileza de Kid A nos llevaba a una melodía casi de cuna que sedaba a los habitantes del Año 2000, la rotundidad del bajo de ‘The National Anthem’ tiene su correlato en el apabullante himno, entonado por un nosotros, con el que el mundo que puebla nuestro héroe fija sus principios incuestionables, eternos, basados en el consumo y la resignación del ciudadano ante el orden que se le ofrece, con sus injusticias inevitables. aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. / El pez grande se come al pequeño. / El pez grande se come al pequeño. / Las cosas son como han de ser, / han de ser las cosas como son. (7) [...] Morirán las estrellas, pero no morirá nuestro nombre. / Morirá nuestro nombre, pero no nuestro dinero. / Morirá nuestro dinero, pero no nuestra pirámide. / Será inmensa. / Aguantamos bien, / aguantamos bien, somos buena gente. (8) En ese mundo gris, la lluvia irrumpe como un milagro, como la melancólica intuición de que somos algo más de lo que nos propone el orden del Estado del Año 2000, por lo que es un fenómeno que escapa a la concepción de la realidad de sus habitantes. La lluvia es una letra oclusiva. / No encaja en nuestro nombre. (9) El hogar se convierte entonces en el refugio en el que el héroe se siente seguro ante esa vertiginosa sensación de inestabilidad, donde se pone a resguardo de las emociones que provoca en él, traicionando un impulso primordial. Se inicia así una dialéctica, que también encontrábamos en la tercera parte de Las célebres órdenes de la noche (10), entre dentro y fuera, un orden convencional y una puesta en abismo que está más cerca de nuestra esencia. Todas estas casas mojadas y hacia dentro, / estas altas fronteras contra la lluvia y su religión suicida, / para que el hombre se sienta dueño de su tiempo / y de sus nombres. (11) El Año 2000 impondrá la solución menos arriesgada, por supuesto, ofreciendo a sus habitantes una falsa sensación de plenitud, un mundo de secadoras que vibran en la unánime tarde de la clase media, en el que, frente a la emocionante ficción cinematográfica de la lluvia, el sol brilla sobre las señales de un solo sentido. La misteriosa seducción de la lluvia ofrece, en definitiva, solo una efímera sensación de trascendencia, casi un sueño, porque... Para que significara algo, / debería poder venderse la lluvia. / Hacer una droga, encapsular este préstamo de alma. (12) El agua da paso a la nieve en la segunda parte del libro. Igual que la sustancia va cristalizando, nuestro héroe va sintiendo el progresivo avance del frío (la nieve, invisible, / ha estado cayendo durante siglos) (13) y va vaciándose, en una desintegración del yo que parece fruto de herramientas de control mental, de las que resultan ciudadanos mucho más convenientes. Escucha la voz, es un agujero negro. / Deja que tus palabras salgan. / No son tus palabras. No las conoces. / Mírate. Ese de ahí, ese que habla con una mujer en un sofá, / ese que mira el telediario, ese rostro que es una pantalla. / Ese no eres tú. / Esto no está sucediendo. / Mírate: ya hemos cerrado la grieta. / Tienes un alma nueva, / tienes el alma de los dibujos animados. / Ese eres tú, / esto no está sucediendo. (14) La nieve se ofrece, al igual que la lluvia en la primera parte, como un milagro que, por momentos, parece llevar la mirada del héroe más allá de su castrante realidad; pero, en esta segunda parte, esa ilusión va a verse continuamente interrumpida por diversas degradaciones, bien por la violenta imposición del mundo material (cuando los coches la convierten en barro / y todo vuelve a su sitio / como un reloj que vuelve a funcionar de repente, / un apagón que se arregla demasiado pronto) (15) o bien porque se insiste en su carácter ilusorio, parte de una sociedad de consumo. En Navidad, que es tiempo de milagros, / reproducciones en plástico de esas estrellas / adornan los escaparates de las tiendas: / cuelgan de sedales que no deberían verse, / como peces que se han sacado del mundo de las ideas / y flotan junto a maniquís, en su pecera. (16) Nuestro héroe ya está preparado para el encierro en su búnker, despreciando a las voces disonantes que se alzan contra el orden establecido, recuperando las consignas del poema dedicado a ‘The National Anthem’ y enfrentándolas a esas revueltas estériles. Yo ya he cerrado las ventanas. / He terminado mi turno. / La pirámide será inmensa. / Han sonado dos veces los cerrojos. / La noche está fuera y yo ya estoy dentro / de mi caja. (17) / Alguien ha puesto todas esas bombas. / Esos optimistas de la dinamita, / haciendo ruido, como si me llamaran a las armas. / Yo he terminado ya mi turno. / Les dije que no me molestaran. [...] Yo ya he cerrado las ventanas. / Aquí dentro el silencio adormece. / La televisión brilla sin volumen. / Llaman en los cristales y es el viento: / gira y golpea todas las ventanas / como un borracho que cree conocerme / y tiene algo importante que decirme. (18) Todo está dispuesto para la llegada de la tercera parte del libro: “La era del hielo”, última etapa en la transmutación del héroe, que logra el alma de dibujos animados al que aspira el ciudadano ejemplar del Año 2000. Alcanza así la meta de su viaje, cumpliendo con un destino irresistible que le conduce a una insípida inmutabilidad, en una declaración de intenciones que nos recuerda mucho a la de Gustavo, protagonista de Factbook (19), alter ego narrativo del de este poemario. Quién, de verdad, puede decir que no. / Quién no quiere ser un enorme bloque de hielo. / Quién no está harto de dormir boca arriba, / contando estos latidos. / Quién no quiere una noche eterna y fría, / donde nadie sale derrotado del trabajo, / ni va a visitar a familiares que se derriten / en goteos y son como ríos lentos / donde temblando te reflejas. // Quién no querría habitar unos cuantos siglos / en los glaciares más hondos de la nada, / donde los pájaros se pelean en silencio, / sin mover las alas. (20) Construida esta tercera parte, en buena medida, sobre el motivo del recuerdo, episodios juveniles sobre los que flota una sensación de derrota se suceden; junto al avance del frío, reiteran la imagen de la grieta o del hielo derretido, que ponen en cuestión su solidez y, con ella, la del sistema que lo ha consagrado como modelo eterno de perfección. La memoria se desarrolla ampliamente en el poema dedicado a ‘Idioteque’, el más extenso del libro, en el que sobre la repetición de el rock ha muerto se nos invita a aceptar la glaciación que se aproxima, en la que todo está en venta, donde el punk se ha convertido en la banda sonora de los centros comerciales y la música que nos sacudía, en una marca registrada; un mundo en el que la tranquilidad de la vida a los cuarenta ha sustituido a las rabiosas guitarras eléctricas y de los vinilos no quedan más que digitales astillas. Entra en el búnker, mujeres y niños primero, luego viene / el gran silencio. / Ya no habrá más tormentas. / La edad de hielo durará hasta que estemos muertos. / El día que salgamos, ya no quedará nada, salvo el frío. // El mundo será un anuncio congelado / que venderán a nuestro hijos. (21) Más allá de ese extenso recorrido por el fracaso de las expectativas juveniles que lleva a rendirse ante el nuevo orden que se impone, una serie de poemas se relacionan con el recuerdo y en ellos destaca el desarrollo de una imagen muy interesante, la del hielo derretido. Así, la noche se ofrecía como una posibilidad de trascendencia que era ignorada por el proyecto de ciudadano del año 2000 que era nuestro héroe en sus años de botellón, en los que los cubitos derretidos de las bolsas parecen anticiparnos su destino y hablarnos de posibilidades perdidas, que escaparon del hielo inmutable. La vida se bebe en tragos baratos y amargos bajo un cielo / que nadie mira. / (No importa. Es negro y aburrido y siempre ha estado ahí). / Cada vez que levantas el vaso vienen los hielos a besarte: / se posan en tus labios y susurran / su zumo ardiente hasta el fondo de tu noche, que nadie mira / (no importa, es un pozo, negro y aburrido, y siempre ha estado ahí). [...] En el suelo del aparcamiento, / el hielo deviene charco dentro del plástico rasgado. / Las ruedas de los coches que desaparecen en el tiempo / lo harán saltar por los aires, / como un diluvio para seres que nadie conocerá jamás. // Ponle nombre a ese charco, ponle un nombre. / Un día será el mar donde nadarás hasta la muerte. (22) La misma idea se desarrolla algo más adelante, cuando el héroe, dispuesto con su cubitera a preparar un gin tonic, evoca una escena similar en la cocina familiar cuando era niño. La burla contra la corriente que nos lleva y nos oxida fracasa cuando el agua de la cubitera se derrama antes de entrar en el congelador, como si se rebelara contra esa eternidad inmutable y no quisiera renunciar a su esencia al adaptarse a un molde. Di: cuánto líquido fue derramado / sobre aquellas baldosas del recuerdo; / cuánto tiempo ha sido pisado en charcos, / dónde están esas huellas, / hacia dónde van esos mares rotos, sin nombre, / y con mareas. (23) Por último, la analogía entre esa agua derramada y el héroe del poemario se hace mucho más evidente algo más adelante cuando este expresa su deseo de alcanzar la ataraxia en la perfección del hielo pero sueña con aquello que quedó fuera de su nombre y no llegó a cristalizar. dejemos que el tiempo nos termine de hacer quietos y / perfectos / y luego nos disuelva lentamente / en la eternidad de un gin tonic celestial / y así / es como imagino / la trascendencia / y el inefable nombre de dios. [...] Y sueño que soy uno de esos charcos cuya noche brilla / abajo / como si mi tiempo hubiera sido derramado, camino del / congelador, / y me hubiera quedado ahí fuera, al otro lado de mi nombre. (24) En este mundo, donde se ignoran motivos de tan rica tradición poética como el misterio de la noche o la fuerza de la tormenta es normal que, en la ‘Décima y última visión de Kid A’, los ángeles que se deslicen por el hielo sean los de Victoria Secret y no los de Rilke. El surco que dejan en el hielo las cuchillas de sus patines dibuja un símbolo del infinito que nuestro héroe recorrerá sin descanso con sus dedos, haciendo eterno un instante de artificiosa felicidad. Pero se intuye algo más tras las grietas del lago. ¿Llegará el día que nuestro héroe detenga el movimiento de sus dedos y la melodía del Año 2000 cese? entre las grietas del hielo observas el abismo. / Todo cae, al otro lado, / como cae la lluvia y como cae la nieve. / Tienes ganas de caer, y estar mojado. / Todo cae al otro lado del escaparate. / Tienes miedo de caer, de no ser nadie. Ice age coming... Después de haber terminado La cadena del frío, ya nunca nos sabrá igual un gin tonic ni escucharemos el Kid A con los mismos oídos. Las grietas de ese mundo helado, perfectamente aséptico, se empiezan a abrir bajo nuestros pies y empezamos a sentir la irresistible fascinación del abismo. (1) Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. (Factbook, p. 344).
(2) Diario de las bestias blancas, ‘La razón, tal como la conocemos’. (3) Fundación metafísica internacional. (4) La cadena del frío, ‘Primera visión del Kid A de Radiohead. [...]’. (5) La imagen la encontramos también en Factbook, cuando el éxito de la serie que ha escrito Gustavo se convierte en el más eficaz transmisor de los valores del sistema imperante: «Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país». (Factbook, p. 180). (6) La cadena del frío, «Segunda visión del disco Kid A de Radiohead [...]’. (7) Parece que se ha impuesto el primero de los dos mundos que se contraponían en la televisión del protagonista de Diario de las bestias blancas, en ‘Desayuno con tigretón y pantera rosa’: «Mientras en las demás cadenas el telediario de la mañana / sigue girando hasta hacernos aparecer en él / correctamente vestidos, peinados y despiertos, / en otra cadena la pantera rosa corta el césped de su jardín; / encuentra un pequeño arbusto / le molesta / lo corta / y entonces se cae todo. / Desaparecen el horizonte y la pantera aferrada a sus tijeras, / mirando fijamente a la cámara. / Arriba queda el trozo de arbusto que sostenía al mundo. / [...]». (8) La cadena del frío, ‘Tercera visión sobre Kid A [...]’. (9) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre la lluvia [...]’. (10) «No puede tener nombre / aquel que habita fuera de los muros. / El nombre, Fritz, también es una casa: / un hogar que acoge el hueco y le da forma. / Es la forma quien domina el tiempo y la intemperie: / mira cómo los minutos encajan en las horas. / En el reino que se anuncia no hay palabras. / Quien ha venido a mostrarnos el reino / no tiene nombre, ni tiene casa». (11) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la lluvia [...]’. (12) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la lluvia [...]’. (13) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (14) La cadena del frío, ‘Cuarta visión sobre Kid A [...]’. (15) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre la nieve [...]’. (16) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre la nieve [...]’. (17) Si salimos de Kid A, cómo nos recuerdan estos versos a ‘Packt like sardines in a crushd tin box» de Amnesiac: «I’m a reasonable man. / Get off, get off, get off my case». (18) La cadena del frío, ‘Sexta visión de Kid A [...]’. (19) «[...] morir congelado, quedarme quieto en ese arcén del tiempo mientras las cosas siguen a su velocidad sin sentido hacia algún sitio que nunca me ha importado, era algo para lo que había estado preparándome toda la vida». (Factbook, p. 340). (20) La cadena del frío, ‘Segunda reflexión sobre el hielo [...]’. (21) La cadena del frío, ‘Octava visión de Kid A [...]’. (22) La cadena del frío, ‘Primera reflexión sobre el hielo [...]’. (23) La cadena del frío, ‘Tercera reflexión sobre el hielo [...]’. (24) La cadena del frío, ‘Quinta y última reflexión sobre el hielo [...]’. LUIS SÁNCHEZ MARTÍN. CARRERA CON EL DIABLO (Lastura, Ocaña, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En Carrera con el diablo, la canción de Gene Vincent que da título a este libro, decía el rockero que había llevado una mala vida, y que cuando muriera tendría que echarle una carrera al diablo para intentar engañarlo. Luis Sánchez Martín, a juzgar por los poemas aquí recogidos (si entendemos el yo poético como el yo biográfico), también ha llevado una mala vida, y estos poemas vienen a ser una especie de relato de cómo sobrevivió a esa vida, de cómo le ganó la carrera al diablo. Paradójicamente, no venció acelerando al máximo, sino frenando cuando se dio cuenta de que esa carrera estaba trucada a favor del diablo; así que optó por pararse al borde de la carretera para despistarlo. Agazapado en el arcén de esa curva cerrada y ciega de la carretera que es un teclado, una página en blanco, Luis Sánchez ve pasar a su infernal rival, y ve pasar también toda su vida. Dice el pobre sentido común que la vida es real, y que la literatura es adorno o embellecimiento de esa realidad. Pero todos los que leemos de forma casi profesional sabemos que lo más normal y, casi siempre, lo más interesante, es cuando esa fórmula de la literatura como mentira embellecedora se invierte. Entonces, uno se da cuenta de que la mentira adornada es nuestra vida, la imagen que tenemos de nosotros, lo que encontramos en las capas superficiales de la memoria y del espejo. Y es la literatura, ese arcén desde el que miramos cómo el diablo nos busca para ganarnos la carrera, la encargada de decir la verdad sin maquillaje: es en la literatura donde nos quitamos la máscara, donde levantamos el vendaje para ver lo fea que es de verdad la herida; es en la literatura, en definitiva, donde llamamos a las cosas por su nombre, aunque duela. Y seguro que ha tenido que dolerle al autor escribir estos poemas, especialmente los de la primera parte. La primera de las dos partes del libro, titulada “Vivir despacio, morir viejo y dejar un ridículo cadáver”, está dominada por lo autobiográfico. La actitud con la que Luis Sánchez enfrenta este tema es la de entrar sin miedo en sus heridas y en su propia historia e identidad: «Penetro en la herida / soy la herida / y si soy la herida puedo ser / el antídoto». No sabemos si la literatura ha servido de antídoto para esa herida, si el proceso de escritura ha tenido alguna acción terapeútica. En cualquier caso, eso, a nosotros, los lectores, tampoco nos debe interesar demasiado. La cuestión es que, en esta primera parte, el autor enfrenta la escritura como un ejercicio de desnudez, de mirada sin piedad, a la propia vida. Parece que, llegado a un punto determinado de la vida y de la edad, ha llegado el momento de desmitificar ciertas ideas de juventud (vive deprisa, etc.), y ha llegado, sobre todo, el momento de decirse a la cara las verdades: «Es entonces cuando proyecto / mi vida en el espejo / para recordar de nuevo / que, al final, / Rosebud no era más / que un jodido trineo». En este recorrido por el pasado biográfico del autor tiene un protagonismo evidente su familia. La forma desnuda y descarnada en la que quedan retratadas las figuras familiares es brutal, y contiene alguno de los mejores momentos del libro: «El día que murió mi abuelo / mi madre me dio una paliza». No hay adorno ni concesión alguna. La madre, el padre y el hermano son retratados aquí con una dureza que nos deja helados, por dos razones. Primero, porque en casi toda la poesía biográfica, las figuras materna y paterna suelen ser positivas; incluso cuando los poetas con familias difíciles se atreven a revelar oscuridades familiares, suelen incluir en los poemas una idea de perdón, de apaciguamiento. No es el caso en esta carrera con el diablo, en la que el autor explica que «También tenía familia / en los noventa / pero no la usaba». Predomina pues, en esta primera parte, la mirada del poeta hacia su pasado que alguna veces adquiere un tono abiertamente narrativo, como en ‘Inquietud’, ‘Cementerio de relojes’ o ‘El ritual y los días’, mientras que en otras ocasiones el tono es más reflexivo, pero siempre marcado por la influencia de Bukowski: atención al entorno cotidiano desde un fuerte centro biográfico y expresión directa con poca confianza en la metáfora o en el lenguaje imaginario. En esa mirada sobre su pasado, el principal objetivo es ese que ya hemos señalado: analizar, deconstruir su identidad, su juventud, marcada por esa familia ausente o directamente hostil, pero también por la actitud del propio poeta, embarcado en una autodestructiva carrera con el diablo con frecuentes paradas en los bares y dando positivo en todos los controles de alcoholemia hasta que decide parar un poco, separarse y mirarse desde fuera, usando la segunda persona: «estoy dentro de la historia y / por lo tanto / formo parte del problema: / recurro a la segunda persona». Este desdoblamiento es la esencia de toda mirada autobiográfica, sea narrativa o sea poética, y es la distancia necesaria para que mirarse a uno mismo sea productivo, sirva para algo más que para decirse lo guapo que es uno y la razón que tiene en todo. Y este desdoblamiento tiene mucho también que ver con la edad, con la madurez, y con algo de lo que todavía no hemos hablado: el rock and roll. El rock and roll fue la música asociada a la invención de la adolescencia como rebelde. Hasta la aparición de los rockers en los cincuenta americanos, la juventud no había sido nunca tan rebelde, tan abiertamente contraria a encarnar el futuro que sus padres, que la sociedad, les tenía preparados. Y era un futuro esplendoroso, en los felices cincuenta de la pujante y recién convertida en potencia mundial USA. Y, justo en ese momento, nace una música bastarda, con sangre negra, que hace que los jóvenes blancos se conviertan en rebeldes sin causa y rechacen un recién estrenado sueño americano en el que parecía imposible no creer. Nace en esa grieta también una nueva mitología: la de la eterna juventud y la eterna marginalidad. Antes que el punk dijera que no hay futuro, los rockers estaban diciendo lo mismo: vive deprisa, muere joven, deja un bonito cadáver. El rocker no entiende la vejez, no entiende la sumisión a un trabajo y a una sociedad de seres muertos, apagados, conocidos como “personas maduras”. Para el rocker solo hay coches rápidos, alcohol, chicas, música y fraternidad. Nunca hay futuro, nunca se contempla la madurez como una opción. Por lo tanto, cuando un rocker ha acelerado el coche en el cruce y ha cerrado los ojos esperando el choque, y ha visto en el espejo retrovisor cómo James Dean se hacía pedazos y, sin embargo, él ha sobrevivido, y tiene cuarenta años, y tiene un trabajo, entonces, ese rocker tiene que ajustarse a las nuevas circunstancias: vive despacio, muere viejo, deja un ridículo cadáver. Y algo de eso, de esa mirada del autor maduro sobre el joven rocker que fue, hay también en esta primera parte: asumirse, perdonarse (la traición de envejecer), aceptarse y encontrar una identidad que, al menos, no sea muy vergonzosa en este mundo de la vida adulta: «al volver a la rutina de un triste contable / que ve difuminarse la estela del sueño vivido / merezca la pena sonreír a escondidas / sin pedir disculpas al espejo».
En esa reconciliación con el presente, en la auténtica carrera con el diablo que parece ir contando esta primera parte del libro, encontramos esa idea de “pasar de etapa”, de abandonar esa carrera cuyo único final era la derrota y la muerte, y hay dos poemas que abren un rayo de luz, de optimismo y de esperanza frente a la negrura del pasado; sus títulos dejan ya bien clara esa idea de grieta que se cierra “Como el oro que cierra las fisuras” y de etapa que se deja atrás “Cruzando un nuevo umbral”. En ambos poemas es el amor, la figura femenina, la que ejerce esa función redentora. La segunda parte se titula “El siglo XX no acabó hasta que murió Chuck Berry” y, en ella, la memoria ya no es la protagonista. Ahora predominan los homenajes a artistas, y se convierte casi en un santoral laico y rockero: James Dean como icono de esa juventud rockera de la que hemos hablado, Amador (cantante de Ferroblues, recientemente fallecido), Johnny Cash, Juan de Pablos, Bukowski... A pesar de la variedad de estos homenajes y de las circunstancias biográficas con que Luis los relaciona, no he podido evitar conectar estas figuras con esa idea que planeaba en la primera parte: en todos estos personajes podríamos decir que Luis Sánchez busca modelos de “viejos rockeros”. Todos ellos, de una u otra forma, son adultos que han mantenido unos estándares de dignidad, de rebeldía, de compromiso con una actividad musical o artística que los salva de la “muerte en vida” con la que la mitología rockera contempla la vida del adulto estándar. En estos modelos, la traición a la juventud queda atenuada: se puede seguir siendo rocker a pesar de la edad, a pesar de la madurez. El último poema del libro, que consiste en una idealización bukowskiana de un trabajo mal pagado, pero de compromiso artístico y personal, en un ambiente de precariedad (hostal barato de baño compartido y dudosa higiene) confirmó esta lectura psicoanalítica en la que el autor intenta salvarse a sí mismo, diciéndose, en medio de su edad y su circunstancia: «ESTO / Esto es rock and roll». |
LABIBLIOTeca
|