LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DAVID FAJARDO. LA ESTACIÓN DE LA CENIZA (Pre-Textos, Valencia, 2025) VI Premio de Poesía Juan Rejano (Puente Genil) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Con La estación de la ceniza, David Fajardo se ha alzado con el último Premio Juan Rejano, un galardón que nos ha dejado hasta ahora libros de tantísima calidad como Los lagos de Norteamérica de José Daniel Espejo o Animales de costumbres de Andrea López Kosak. El poemario está dedicado (casi) en exclusiva al Holocausto. Es inevitable preguntarse qué puede haber llevado a un joven poeta canario a interesarse por esta infamia histórica hasta el punto de sumergirse completamente en ella, como si hubiera hecho suyos tanto el dolor de las víctimas como la vergüenza heredada de los culpables. Pero, al mismo tiempo que me hago la pregunta, surge la respuesta: todos somos herederos de aquello que sucedió, y considerarnos ajenos, suponer que uno ha de ser judío o alemán para sentirse interpelado por los campos de concentración, la tortura o el genocidio, es una forma de avalarlos, de asumir ese lenguaje del ellos y el nosotros, de olvidar la continuidad esencial de lo humano por encima de razas o naciones. Este libro parece luchar contra ese olvido que es, precisamente, el origen del odio, de la despersonalización, de la degradación del otro al territorio de lo no humano donde el asesino puede matar a sus víctimas sin remordimiento alguno, como estamos comprobando dolorosa, e impotentemente, ante el genocidio retransmitido en directo de Gaza. Esta es, pues, una obra de memoria histórica (esa etiqueta que hoy, en España, quiere ser borrada por los azuzadores del odio y reivindicadores del olvido) que, por lo tanto, se niega a olvidar; y lo hace poniendo al lector frente al horror para que el pasado se convierta en presente y deje de ser un dato de la enciclopedia, una pregunta de examen. La cuestión es cuál es el lugar de la enunciación. Desde dónde nos habla David Fajardo del Holocausto. Esta es una cuestión siempre esencial en el trabajo literario, pero en esta ocasión se torna especialmente delicada. La mayoría de los poemas eligen un lugar de enunciación interno. Predominan los “monólogos dramáticos” gracias a los que escuchamos en primera persona las voces de las víctimas del Holocausto. Si se trataba de traer el pasado al presente, de convertir el hecho histórico en material vivo, esta elección es la adecuada. Así, se nos presentan, en toda su dolorosa y palpitante inmediatez, las voces de las víctimas ante las que es imposible no sentir compasión. Escuchamos a un hombre en el instante antes de ser asesinado, lamentando cómo la muerte consiste en el injustificable robo de un futuro que queda incumplido (‘En el callejón 3 de Cracovia’); sentimos, junto a su protagonista, el miedo en la noche de los cristales rotos (‘Pogromo’); entendemos el horror asumido de la degradación humana del prisionero de un campo de concentración que, ante la muerte de un compañero, solo piensa en comer su ración (‘En la litera de arriba’) o en usar sus zapatos (‘Los primeros’). En otras ocasiones no es un “yo” quien habla, sino un “nosotros” que une a todas las víctimas en una sola voz, la de los presos del campo de concentración que miran un cielo sin dioses, hostil, habitado solo por la ceniza de los cuerpos incinerados (‘Moisés en Treblinka’), o que admira una flor que sobrevive entre tanta muerte (‘Una flor crece en la puerta del barracón’). Cuando el poeta se decanta por la tercera persona, lo hace con la objetividad de un narrador que actúa como testigo. No juzga ni comenta, se limita a presentar los hechos, que hablan por sí solos, como sucede en ‘La montaña sagrada de Birkenau’ o en ‘La estrella solitaria’, en la que vemos y padecemos como testigos impotentes ese instante en que un niño queda marcado y marginado por la estrella judía en el colegio. Las voces y las historias de las víctimas en los campos de concentración son las que predominan, aunque también hay poemas en que escuchamos a los alemanes avergonzados de su pasado (‘Herencias’) y dos monólogos dramáticos protagonizados por niños alemanes (‘Diario de Brigitte Höss, página 21’ y ‘Niño alemán que mira al cielo’), cuya inocencia frente al horror lo hace más monstruoso aún. Solo un poema se enuncia desde fuera del hecho histórico del Holocausto. Se trata de ‘Sachsenhausen’, con el que quiere denunciar esa frivolidad del turista que visita un campo de concentración como una atracción más. En cierto modo, puede leerse esa crítica como una reivindicación de la propia escritura, que no quiere considerar toda aquella muerte como una anécdota de la historia, sino como un horror que hay que mirar a los ojos, en presente. Tal y como se enuncia metafóricamente en ‘Fuga en el gueto de Varsovia’, el poema en este libro se concibe como un túnel, como la búsqueda de una salida, de una luz; en él, el poeta es una víctima, alguien encerrado en la historia que realiza el inútil pero necesario gesto de cavar un túnel con una cuchara para buscar la luz del poema.
No abundan las metáforas o las imágenes irracionales en el poemario. La brutalidad de la imagen real es ya demasiado fuerte, y significativa, parece querer decir con su decisión estilística Fajardo. No obstante, sí que hay una imagen constante, la que da título al libro: la ceniza. Esa ceniza que expulsan las chimeneas de los crematorios de los campos de concentración sobrevuela todo el libro, se transforma en nube, en pájaro, en flecha, en Dios (o en su ausencia), se mete en los ojos y los pulmones del lector. Además, sobre ella construye Fajardo el que puede ser el mejor poema del libro, en el que, a través de la ceniza, se conecta la tradición barroca con la denuncia histórica y con la misma esencia mortal del ser humano en la era del nihilismo: «Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, / es decir, no somos nada, / solo un vaho oscuro / que, al salir por la chimenea, / adquiere el sagrado don de la ubicuidad». Otra decisión estilística interesante es la del uso continuado de topónimos. Pese a hablar de un hecho del pasado, apenas hay fechas en los poemas. Se trata, una vez más, de la intención de traer el pasado al presente, de hacerlo real, palpable. Y eso no sucede con el tiempo, que siempre es pasado, fantasma, sino con el espacio. Los lugares siguen allí, en sus nombres se condensa la historia, el sufrimiento, la infamia y la vergüenza, por muchos años que pasen: Treblinka, Oranienburg, Podgorze, Auschwitz, Buchenwald, Sachsenhausen, Birkenau son solo algunos de los numerosísimos topónimos con los que Fajardo ha sembrado sus poemas. El libro termina, muy acertadamente, con el poema ‘Floristería Hiroshima’, abriendo así el campo de la maldad y la infamia más allá del Holocausto nazi. La guerra empezada por Hitler terminó con el exterminio de cientos de miles de personas en un solo acto brutal e inhumano que, como el Holocausto, se organizó y justificó desde los presupuestos más racionales, eficientes y científicos. El final del libro, como el de la Segunda Guerra Mundial, anuncia que no hay final para la maldad del hombre dispuesto a matar sin fin a sus semejantes.
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MARÍA PILAR CONN. LA SOMBRA QUE CARGAMOS (Cuadranta, Valencia, 2024) por ANABEL ÚBEDA BERNAL LA DUDA INFINITA Decía el místico Rumi que «la sombra te hace un servicio, que lo que te duele, te bendice». En esto coincide con María Pilar Conn, que en La sombra que cargamos nos ofrece un baúl polifónico de historias mezcladas con la suya, voces que con honestidad nos acercan momentos vitales donde el pesimismo se encuentra con la duda, el qué hubiera pasado si… Una sombra que se conecta con sus poemarios previos, La almendra y el maíz (Sudeste, 2019) y Paseando con Schopenhauer (Calblanque, 2020) en el imaginario americano y, a la vez, rompe con ellos, al liberarse del personalismo, avanzando hacia una expresión más directa y reflexiva, sin miedo a lo coloquial, a mostrarnos la vida con sus dicotomías.
Para revelar la carga del nosotros que anuncia el título, María Pilar Conn apoya su construcción en dos pilares fundamentales. Por un lado, el arquetipo de la sombra como concepto extraído del psicoanálisis, aquello que nos ata a la tierra, nos hace humanos, esa parte reprimida del inconsciente que, en ciertos momentos, necesitamos integrar para seguir, aparece metaforizada en lo oscuro, lo inquietante, la soledad y el vacío: «el silencio que me condena es mi propia existencia». Y, por otro lado, la observación de los astros, el ensimismamiento de las voces que coinciden en observar el cielo nocturno: «Miro al cielo estrellado, / todos mis anhelos fundiéndose con su brillo sideral. / Sonrío…, me parece escuchar la risa de un niño». Una imagen que en mi mente solo podía traducirse en la mujer que, sentada en su mecedora o apoyada en el alfeizar, observa el horizonte nocturno a la hora del conticinio, cuando todo está lleno de silencio y surge la iluminación, la respuesta: «A tientas en la oscuridad, cojo las tijeras de podar, / las ramas crujen bajo tu mirada». El inexorable paso del tiempo se hace corpóreo en la madurez de las voces que hablan, la sabiduría de aplaudir, de apreciar desde el más vulgar de los alimentos, como unos ‘Pepinillos en vinagre’ de «sabor casi divino», símbolo del recuerdo de la madre; o al encontrarnos, de repente, con ‘El recogedor y la escobilla de plata’, en que se ritualiza la rutina de recoger la migas y se establece una analogía con esa falta de tiempo libre que nos atenaza al llegar a la vida adulta, un momento al que nos enfrentamos solos: «¿Es esto la vida? / ¿Contemplar las estrellas, dormir, despertarme, / recoger las migas para luego volver a dormir?». Ese tiempo, a veces, se frena cuando nos trae las imágenes de la cruel y rural América, con sus Impala —al más puro estilo de Sobrenatural—, carreteras solitarias y larguísimas, las escopetas, el whisky, la imposibilidad de progresar en la tierra legítima, como en ‘El camino sigue para siempre’: «La vieja escopeta le pesa acunada en los brazos. / Un Chevrolet Impala se detiene a su lado. / El diablo extiende un vaso de whisky»; frente a la esperanza latiendo muy al fondo de los distintos corazones que se nos abren en poemas como ‘Libertad de elección’: «Había imaginado terminar mi vida a lo Thelma y Louise, / zambullirme en la nada cósmica desde algún acantilado». Esperanza que se halla en el final del camino, o en su mitad, cuando se alcanza la quietud, ese momento de la vida donde todos los astros están en su lugar porque la vida ha brotado en un erial: «acuno en mis brazos a mi nieta. / Ojos azules que abarcan el cielo. / Derrama su luz en mi alma, me crezco»; o porque sencillamente nos hemos permitido que suturen nuestra sombra, sin que se ahogue la niña que palpita al fondo: «él conoce nuestros pasos/ aunque ignore el destino». CLARA JANÉS. DEL IMPOSIBLE ADIÓS (Pre-Textos, Valencia, 2024) por PEDRO GARCÍA CUETO EL MUNDO EMOCIONAL DE CLARA JANÉS Con Del imposible adiós Clara Janés nos ofrece el misticismo. Hay en su poesía un alcance hacia el lado interior de la vida, una espiritualidad latente que se hace cristalina y que se vertebra en versos casi transparentes.
Desde el primer poema, sentimos el canto de la Naturaleza, su silbido sobre el Universo: «Llegaron los gorriones mensajeros / de un cuerpo núbil / y me tendí a la espera». Y son los gorriones seres que vuelan, como el alma de la poeta que asciende en ese paso celeste que es el libro, un transitar por el lenguaje, buscando la luz de la amanecida. En el poema 5 late el oxímoron, porque lo que nos lleva a su viaje hacia la luz, como la amada al amado en la poesía de San Juan de la Cruz, se convierte en un juego de oposiciones: «Transparente intransparente / veo íntima / la cúpula giratoria / sostenida por los astros». Y esa secreta escala disfrazada, que es el arrebato místico, es en Clara Janés luminosidad, noche que busca el alba, donde se ha de producir la vía unitiva: «Ven por el secreto camino: / la noche susurra en los arbustos / y el ruiseñor abre los cielos / para que acudan a mi pecho / y las centellas / sean reclamo leve...». Y el silencio ha de ser vertical, porque asciende, poesía que reclama la quietud, para que se completen los seres en su amor más hondo. En el poema 23 expresa la idea de la música, como la que llevó a Fray Luis de León a sentir que en ella late el acercamiento del alma a Dios: «Descienden a mí / tu gravedad, / me eleva / y me empuja / hacia las fuentes / que manaban / con la música / para fecundar el pensamiento, / que tu cerco envolvente / encarna». Viaje hacia el mundo de las ideas, en el neoplatonismo que encierra su poesía, el cuerpo, envuelto en la cárcel honda del ser, va abriéndose y alcanza, a través de la música, la elevación. Y en el poema 31 deja claro el tema del libro: el amor como consumación eterna, más allá de la muerte, lo que nos hace intemporales, seres que se desnudan en la elevación universal: «Nada está por encima del amor / aunque sea tan secreto / que no se manifieste / ni a quien lo alberga. / Pero este en su transfiguración, / destella tal ligera llama / que acaba con la gravedad de la razón». Misticismo puro, amor que se realza, entrega del ser hacia el cosmos, para trascender lo humano. Hay en Clara Janés todo un simbolismo tradicional, en las fuentes, como aquellas donde servían de encuentro de los enamorados en las cantigas de amigo, en la transfiguración, la que encarna el ser que se va disolviendo en el amado. Del imposible adiós representa la ascensión total, la vía unitiva, donde la poeta ama ya lo más alto, se encarna en la eminencia de lo celeste y comparte una vida eterna. Un gran libro que confirma la grandeza de la poesía de Clara Janés. SERGI GROS. DONDEQUIERA (Pre-Textos, Valencia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Al leer los libros de Sergi Gros te invade una sensación de recogimiento similar a una oración, por la música, el ritmo, por la esencia de sus temas, por el lenguaje limpio de adjetivos, por el nosotros. Es algo que se acerca a una mística que yo diría profana, esa poesía que necesitaron los místicos para completar su camino hacia lo sagrado en torno a una voz interior que precisa salir y sobrevolar el ruido que nos rodea. Como una voz que se levanta sobre otros ruidos sobre otras voces Así comienza el primer poema de Dondequiera, el último poemario de Sergi Gros, y es el concepto de voz, expresado como voz interior, poética, y también como otras voces exteriores, ruidos, y concretada en la palabra y el lenguaje, el que va a dirigir toda la lectura. Poemas cortos que se organizan por páginas, pero que se enlazan unos con otros en una continuidad narrativa y en el uso de la repetición de palabras-concepto claves, en un volver al tema aunque sea para enfocarlo de otra manera. La rima interna que se genera de esta manera, en el sentido de recuerdo de aquellos que ya oímos antes, hace que entendamos la unidad de todos los poemas como uno solo. Esta arquitectura, que se traslada y recorre todo el poemario, introduce interrupciones, intervalos que ayudan a una toma de conciencia emocional, y a pasar al siguiente fragmento identificándote con él, como si fueras aprendiendo por el camino las pautas necesarias. Además, una estructura visual interna en escaleras, a la manera de William Carlos Williams, domina rítmica y plásticamente, a la manera de reflexiones tomadas caminando, como esos paseos de los autores románticos. Y algo hay en la escritura de Sergi Gros que retoma la poesía romántica en lo que tuvo de conquista de la libertad creativa, en la construcción del individuo en su proyección sobre lo que encuentra en la naturaleza o el entorno, que si bien no es tan marcada aquí, sí tiene presente en algunos momentos («Como los pájaros que ya no cantan»; «Contra las mismas fuerzas / que doblegan la hierba / que desplazan el mar»; «Bajo las últimas ramas / de un bosque invisible»). Y una exaltación de lo sublime que hay en lo pequeño: «Como quien busca una luz / en el fondo de un depósito». Al principio del libro se parte de una inmovilidad, de una monotonía, expresada como el volver a empezar y los ciclos de vida y muerte y también el retorno a lo repetido, como Machado utilizaba la idea de la tarde («Y cada noche regresamos... a la misma ensoñación»), pero que cambiará al deseo y necesidad de cambio frente al inmovilismo. Y, como decía antes, será la voz la que se convierta en el tema del libro, esa voz tan necesaria para trascender el mero acto estético y convertirse en una conquista para ganar el futuro («Nuestro lenguaje es una semilla / … / Nuestro lenguaje / es una república / Un peldaño / en el aire»). La confianza en la palabra, en el lenguaje, en la actitud que luchará para apagar otras voces únicas e impuestas. Hay una voluntad de transmitir la necesidad de toma de conciencia y actuación colectiva. De ahí el uso de un nosotros poético, donde la voz no es individual, sino que se muestra una intención de trascender del individualismo a lo universal, con una proclama a la unidad («Y todos nuestros corazones juntos / constituyen una sola herramienta»). No hay acontecimientos, solo pequeños destellos de asombro ante vidas sencillas. Darse cuenta de nuestra pequeñez y a la vez saber que colectivamente se pueda avanzar. Gros utiliza un lenguaje extremadamente limpio de adornos al que ya nos tiene acostumbrados, donde la desaparición casi total de adjetivos nos transmite una esencialidad, unas imágenes nítidas por lo que son, sin intención de dirigir al lector a caminos cerrados. Se suma la ausencia de signos de puntuación (sólo las mayúsculas de inicio de oración quedan en los versos) y los sujetos ausentes, el inicio de los versos con preposiciones o adverbios, hasta, quizá, ante, como, desde, verbos como hablamos, venimos, veneramos... Hay en todo el libro una presencia, a veces simultánea o enfrentadas en las páginas, de la dualidad, la contraposición, como si existiera siempre una duda sobre la solución y su contrario, como si se supiera de qué forma actuar y la pereza y comodidad en dejar las cosas como fueron, y ahí aparece el quizá («Quizá la respuesta es compleja / y supera nuestras capacidades // Quizá deberíamos / obviar la pregunta») que nos enfrenta a nuestra incapacidad, una contraposición entre la revolución y el conservadurismo, como si no saber el sentido nos llevara de nuevo a la obediencia y a una cultura conservadora («Heredar un sueño / Seguir un patrón»). Dualidad que aparece en otras ideas contrapuestas («Una extraña circunspección / determina nuestras palabras»), siempre con el nosotros, («el fondo y la superficie», «Nuestro canto / es un error») donde el canto representa la voz que llega lejos y el error la duda permanente. Lo mismo ocurre con la idea de Dios o lo sagrado, que aparece como necesario, esos «santuarios permanentes» que se desean construidos por nosotros por un lado, y la crítica a las religiones del «juez que monopoliza las palabras» («Ante la presencia / de un dios severo / Bajo el ritmo / de otra voz»). También la idea expuesta anteriormente de lo colectivo presenta su parte negativa en la metáfora de la sociedad o el grupo como colmena y su obediencia «a una diosa enorme, a una reina estática», y el deseo de cambio se enfrenta a solicitar «las migajas de las migajas» y contentarse con «un poco de amor». Pero estas dualidades o confrontaciones no impide que se pueda leer como quien está orando. La división en poemas breves, a su vez divididos por estrofas cortas, con un cuidado exquisito en eliminar lo superfluo, y el control de la visualidad del poema, hacen que el lector adopte la postura de quien ora o lee textos o poesía sagrada, de ahí mi referencia a una mística profana, porque a la vez que se leen estas plegarias no se espera la ascesis, porque tal vez no exista lo sagrado, o solo exista en un pequeño ámbito. Decía Bárbara Guest que «El acto más importante de un poema es ir más allá de la página, para que seamos conscientes de otro aspecto del arte. Esto nos introducirá en su esencia espiritual».
Otras palabras dirigen también el sentido de Dondequiera como son deseo, sueño, alma, luz, y amor. Todas estas palabras tan positivas en su sentido primero se encaminan a un proceso de cambio y conquista, aunque todo acabe, tal vez igual, o tal vez con el convencimiento de que no se puedan lograr grandes cambios y que seguirá faltando luz, que los sueños serán sueños, y que nos quedará el amor. Así que el poemario no pretende dar lecciones de nada, sí abordar el mundo y sus enigmas y la dificultad de sobreponerse a algo que nos parece muy ajeno, y que sin embargo es de absoluta actualidad. Termino con el poema que da título al libro, ese Dondequiera que recoge perfectamente el ideario del libro. 22 Y nuestras almas permanecen violentamente adormecidas Como un puñal en una vaina Como una flor en un abismo En el fondo de la carne Dondequiera JOSÉ LUIS ZERÓN HUGUET. HABLE LA LUZ (Olé, Valencia, 2024) por JUAN C. LOZANO FELICES EL POEMA COMO TOTALIDAD VIVIENTE. APUNTES SOBRE LA POÉTICA DE JOSÉ LUIS ZERÓN. Bellamente editado por Olé Libros, llega en estos días a las mesas de novedades de las librerías Hable la luz. Un poemario nuevo de José Luis Zerón constituye siempre una gran noticia en el ámbito literario. Desde que Zerón publica el doble poemario Intemperie (Sapere Aude, 2021), no habíamos tenido nueva entrega poética, y si tenemos en cuenta que éste era, por un lado, una reescritura de su primer poemario en solitario, Solumbre (Empireuma, 1993); y por otro, una recopilación de poemas exentos, de diversa procedencia; no había dado Zerón a la imprenta, en puridad, un poemario con la cualidad de inédito desde Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018). El año pasado también se lanzaba un primer y estupendo volumen de su literatura diarística, con el austeriano título de A salto de mata (Frutos del tiempo, 2023), que promete tener continuación muy pronto y que yo definiría como la cara B de su obra literaria, sobre la que arroja no poca luz. La no publicación de poesía, quizás al contrario de la profusión de ésta, no es en ningún caso preocupante ni es síntoma de nada. Como he dicho alguna vez, si con algo está reñida la poesía es con el utilitarismo y las prisas. El poeta requiere de espacios más o menos largos en que guardar silencio, son espacios de maceración espiritual, de estar a la escucha y de escritura silenciosa. Hasta diría yo que, si existe el “modo poeta”, uno es más poeta en esos espacios en que calla que en el necesario periodo de promoción libresca donde se hace visible y da a conocer su obra en diversos actos de presentaciones y firmas. Visto así, un poeta auténtico, seguiría siéndolo aunque no publicara. Profundizar en una obra como la de José Luis Zerón, con una poética con un sustrato tan rico en referencias literarias, filosóficas, espirituales y simbólicas, siempre tiene algo de osado para quien lo intenta. No obstante, no tema el lector encontrarse con poemas herméticos o crípticos, tampoco es necesario que el lector tenga una preparación especial para acercarse a su obra, ya que la poesía de Zerón pide, en principio, ser sentida y presentida. A la obra poética de José Luis llegué yo, de oídas, en 2013, cuando él acababa de publicar Sin lugar seguro (Germanía, 2013). Mucho después, con la perspectiva que da el tiempo, ambos hemos convenido que ese poemario se sitúa como ecuador que separa su mundo poético en dos hemisferios. Uno más cerrado y morfológicamente más denso y hermético; y otro más discursivo, revitalizador, reflexivo y semánticamente más despejado y actual, al que no es ajeno un poso existencial sin el ombliguismo de la poesía de la experiencia. En definitiva, una poética más personal, experiencial y radical, cargada de sentidos, con un lenguaje feraz en intuiciones y percepciones que acaba liberando, al decir de Jung, «una fuerza más poderosa que la nuestra propia». Esa división lleva implícita también un mejor acomodo editorial y, por ende, una distribución óptima de su obra. Desde hace unos años Zerón viene publicando en editoriales de primer nivel (entiéndase que hablamos de un género marginal y divergente) como Ars Poética, Polibea, Sapere Aude, Huerga y Fierro, y ahora Olé Libros, una iniciativa editorial que, de la mano de Toni Alcolea, ha ido conformando, paso a paso, un catálogo del máximo interés. Los 46 poemas que componen Hable la luz se conforman dentro de una estructura bipartita (“Apolión”, 18 poemas; y “Xenía”, 28), precedida todo ello por dos citas, de Pureza Canelo y José Luis Puerto, y de un prólogo de la ensayista, poeta y traductora Natalia Carbajosa, que constituye un pórtico magnífico y hasta necesario, para conocer los resortes y puntos cardinales del poemario. Las citas bíblicas al inicio de cada parte del poemario ofrecen también una clave de lectura a tener en cuenta. A la hora de reseñar un poemario de José Luis Zerón hemos de atender primeramente a lo más inmediato y manifiesto, el título y la portada, que nunca en él son un mero capricho estético. El diseño de portada, generalmente también está bajo el control del autor y, por ende, también es sustancial. En este caso, la fotografía de Alberto Zerón (hermano del poeta) puede chocar. Nos encontramos ante un poemario con el título Hable la luz, cuya portada representa el firmamento nocturno, donde se vislumbra un leve resplandor de amanecida al fondo. Verá el lector, a continuación, que no existe ninguna contradicción en ello; al contrario, la coherencia es absoluta. Para cerrar el comentario sobre la portada, nada mejor que escuchar al propio poeta, que en una comunicación privada, me dice: «Además, deseaba que la foto reflejara mi obsesión por lo cósmico y lo telúrico; en otras palabras, esa fusión de lo matérico y lo metafísico. La imagen seleccionada muestra un cielo nocturno estrellado y algo que parece una laguna, ambos elementos que evocan justo esa idea». La luz es fuerza o impulso generatriz dirigido al develamiento de lo profundo bajo la realidad percibida por los sentidos. La luz, simbólicamente, es un elemento genesíaco. Disipa las tinieblas, revela y hace presente lo que está oculto y, por ende, puede ser nombrado. La luz aparece en los versículos iniciales del Génesis como fuerza generadora de la Creación y transmuta en orden el caos. También es fuerza transformadora que triunfa sobre las tinieblas. Con la luz, los objetos y los seres vivos se muestran presentes y pueden ser nombrados, convergencia entre lo mínimo y lo cósmico. Asumida la estrechez de la palabra para deslindar lo visible y lo invisible, la poesía es lo que queda; o sea, administrar pérdidas. El acto creador religado al acto sagrado de nombrar, algo que Dios reservó a Adán, que también, bajo ese prisma, sería el primer poeta. El dominio sobre la Creación implica el poder de nombrar. El siguiente paso será la representación en las cuevas de la realidad que rodea al hombre, el nacimiento del arte. A decir de Sánchez Robayna, «todo poema es una operación sacrificial (sacrum facere). Aspira a hacer sagrado aquello que ha podido tocar con la palabra». Y Octavio Paz, «sacar a la luz palabras inseparables de nuestro ser, esas y no otras... palabras necesarias e insustituibles... El poema es una totalidad viviente, hecha de elementos irremplazables». El acto de nombrar es inmanente a la poesía, una religación de la palabra con el estado natural del hombre anterior a la Caída. En algunos poemas de Hable la luz, José Luis Zerón hace referencia al acto de nombrar. Como dice el poeta en ‘Ab ovo’: «Tú has nacido en un abismo entre soles / para nombrar / aquello que no es si no es percibido» y «Tenemos el poder de nombrar el mundo que nace...» y termina el poema: «porque no es aquello que no vemos ni nombramos». La primera parte, “Apolión”, se inicia, certeramente, con un versículo del Apocalipsis de San Juan, texto fundamental de la escatología cristiana. Apolión es el equivalente en griego del hebreo Abadón, el ángel de la destrucción. «Tu luz, tu excremento y tu sangre somos, / Apolión, el grito rapaz que reafirma / toda la magnitud / de nuestra insignificancia». Todo cobra sentido si pensamos que José Luis Zerón escribe los poemas de esta parte durante la primera oleada de la pandemia por el COVID 19, con la carga de incertidumbre y pavor que hacía que una sociedad que se presumía tecnológica, moderna e inmune, retrocediera a la negrura del medievo durante las epidemias de peste negra. «El mundo huele a miedo» (‘Tiempo oscuro’). Queda sentado, pues, que esta parte del poemario queda marcada y se enmarca durante la pandemia aunque, acertadamente, Zerón no hace referencia directa a ella. La poesía, después de todo, es un vehículo para canalizar experiencias radicales y, por tanto, universales de cualquier tiempo. Permítaseme citar aquí la autoridad de un poeta al que ambos admiramos, el irlandés Seamus Heaney: «...la poesía es un registro de la realidad y un reconocimiento que produce estados emocionales excepcionales». El tono de esta primera parte no puede ser otro que elegíaco, agónico, de consternación, e incluso de recriminación ante una instancia superior: «y el futuro es solo una altísima / mirada invocadora» (‘Angelus novus’); «¿Por qué tantos cementerios y fosas comunes? / ¿Por qué tu éxtasis ante la indefensión humana?». En esta parte, la luz, más que una realidad, es un anhelo y un ansia: «Si yo pudiera elevar un hospicio / contra la desesperanza y el fracaso, / si yo pudiera habitar los ojos del animal muerto / y devolverles la mirada, / si yo pudiera garantizar la dignidad / de tantos cuerpos despreciados, / si yo pudiera hacer que mis deseos fueran fuego / y no residuos de fogatas apagadas» (‘Canto de la vida breve’); y en el mismo poema: «y hallar en las sombras, como desearía, / las aladas semillas de la luz». Hay una sensación de inseguridad, amenaza e irresolución: «Las praderas por las que caminábamos seguros / son ahora marjales» (‘Acto de fe’). El mismo poeta confiesa: «Escribo tan oscuro, / tan adentro, / tan al cabo del miedo». Ello en consonancia con la cita del Libro de Isaías que abre la primera parte: «Esperamos la luz, y he ahí las tinieblas...». Bajo este enfoque, como bien dice Natalia Carbajosa en el prólogo, el título «suena a plegaria». Quizás, la referencia más explícita a la pandemia sea «La dicha de volver a abrir los ojos / y saber que aún podemos mirar / la vida con deseo, pese a tanto / que se nos muere» (‘Ahora, el instante 1’). Quién acaso no tuvo, durante la primera oleada de la plaga, el temor a contagiarse y llevar la enfermedad a su casa, quién no eligió la habitación donde se recluiría al primero de la familia que se infectara, quién no tuvo una sensación de alivio al despertar por la mañana y comprobar que aún no tenía síntomas y que los suyos estaban bien, quién no sintió «el vértigo de la incertidumbre» (‘Ahora, el instante 2’). Quien conoce a José Luis Zerón, sabe de su afición a dejar la ciudad atrás y salir al campo y las huertas cercanas. El poeta encuentra una naturaleza que ha comenzado a recuperar lo que fue suyo, donde cualquier construcción del hombre se convierte o convertirá en escombros, y que ve reproducida en él su ansia de devoración al observar el cerco a que someten los pequeños animales a otras especies más pequeñas o vulnerables: «La paz vaticina el festín» (‘Ritual’). Él podría parar con un gesto todo ese ritual, «Hay un dios en tu mirada» (‘Ab ovo’), pero deja hacer, al igual que un ser superior o «dios desconocido», pareciera permanecer inmutable ante la plaga e inconmovible al dolor y el espanto que genera. Toda esa primera parte está teñida de un regusto deletéreo, de revelación bíblica. La plaga, como la muerte, nos iguala socialmente. Podríamos decir, como Dylan Thomas, «Los muertos desnudos serán un solo muerto». La sensación de estar leyendo una revelación a manera de palimpsesto, se refuerza en aquellos poemas donde utiliza el versículo como una unidad con sentido autónomo. Esta parte posee una coherencia interna y temática hasta el punto de que podría formar en sí misma un solo y unitario poemario con el título de “Apolión”. La estructura bipartita del libro sugiere un viaje desde la noche y la intemperie hacia la luz, que solo en ocasiones llega a manifestarse, a través de fulgentes imágenes. Nótese en la intemperie, ese concepto-símbolo integrado en la poética zeroriana.
La segunda parte, “Xenía”, un término griego que entronca con el concepto de hospitalidad, es algo más extensa que la primera y contiene poemas de tono distinto. La luz es ya percibida, si bien lo es en forma de ocasionales claros en la tormenta. Ya en el poema ‘Kyrie Eleison’, hacia el final de la primera parte, el poeta ruega por un lugar seguro: «Invoco tu hospedaje, / dios desconocido, y te pido que fecundes / nuestro destino de olvidados». Encontramos también poemas como ‘La mirada del otro’ y ‘Con Ada en la azotea’ que no podrían faltar en una eventual recopilación de su cancionero amoroso. También hay poemas, en ambas partes, que inciden en el paso y los estragos del tiempo: «Ahora que en mi cuerpo brotan las primeras marcas / de la decadencia...» (‘Invocación’), «Canta lo nuevo de la vida / que pulsa para ser más vida en los estragos», «Canta otoñando la indigencia del invierno / que habrás de saludar sin derrota ni gloria» (‘De senectute’); «que la lepra no selle mi boca / ni la coartada de la ignorancia / ciegue mi lucidez», o el memento mori «Algo está vivo en esta soledad / y me susurra que no seré más» (‘Locus amoenus’). Con Hable la luz alcanza Zerón su plenitud poética y su plena consolidación como una de las voces más interesantes del panorama poético contemporáneo. El viaje desde las sombras en busca de la luz sería el tema medular del poemario que nos ocupa. La poética de Zerón entraña una concepción metafísica de la poesía, y en este sentido entronca con los románticos ingleses y alemanes como Wordsworth, Blake o Novalis, pero también con nuestro Claudio Rodríguez. Su tono elegíaco y cierta sensibilidad clásica, el lúcido equilibrio entre experiencia y creación, unido todo ello a un universo poético muy personal donde confluyen referencias judeocristianas y míticas dándoles un sentido actualizado, imprimen una sugestiva coherencia y una nota distintiva a su obra. Yo estoy convencido de que un poeta extraordinario como Juan Eduardo Cirlot, que sin embargo no creó escuela, tiene hoy en José Luis Zerón, y más que nunca, un legítimo heredero. RAMÓN BASCUÑANA. ANOTACIONES A PIE DE PÁGINA (Pre-Textos, Valencia, 2023) por ANABEL ÚBEDA BERNAL BAJAR LA VISTA PARA ENCONTRAR LA SEMILLA DEL POEMA La lectura individual y solitaria nos lleva, en muchas ocasiones, a tomar aquellas citas que podrían ser objeto de una posterior creación, ya sea una reflexión o un poema, que no siempre acaba siendo. Partiendo de esta premisa, Ramón Bascuñana (Alicante, 1963) construye Anotaciones a pie de página (Premio Juan Gil-Albert, XL Premios Ciutat de València, 2023), un artefacto donde la cita ocupa la parte superior del papel y el poema se halla en la anotación a su pie, un acto que rompe el horizonte de expectativas porque obliga a una lectura no solo más pausada, sino que también se convierte una invitación a reconstruir el acto mismo de su génesis.
En cierto modo, sin miedo a equivocarme diría en este punto que la acción de bajar la mirada es equivalente a introducirnos en sus propios pasos, teoría que queda confirmada en las primeras anotaciones a Pavese o Roland Barthes, donde descubrimos a un yo-lírico que siente que el pasado es inhabitable: «la senda tenebrosa / del que escucha el silencio que cantan las sirenas / y sueña ser feliz en el destierro», al que simplemente le acompaña el acto de la escritura como una suerte de escapatoria: «quizás por eso escribo / versos que hablan / de mí mismo / como si fuese otro». Lo metapoético ocupa, por tanto, un lugar privilegiado, cuando reflexiona sobre la génesis desde la soledad: «la única que importa, / porque incluye a las otras, / esculpo este poema»; y también sobre su desarrollo porque «importa que el proceso / de horadar el misterio / nos transforme en personas diferentes». Sin embargo, ningún acto de creación está exento de la duda, ni las palabras por sí mismas construyen una fe, aunque sostienen su discurso, en esto coinciden el poeta y el citado Alberto Cardín: «Porque es difícil tener fe si las palabras / levantan un muro insoslayable / entre el creyente / y el misterioso objeto de su culto». El imaginario del poema contiene el amor, los recuerdos, la esperanza, lo gris, todos esos planos de lo vital que nos atraviesan y construyen nuestra historia; el poema es asimismo un álbum de imágenes de la infancia: «Mientras tanto la muerte y la doncella / en plano contra plano / se juegan a las cartas / el destino del hombre que seremos» e incluso se convierte en un lugar donde nos reconocemos en los otros, porque siempre hay un punto de coincidencia: «que solamente somos / la copia de una copia, / un plagio repetido / hasta el fin de los tiempos». Entendemos, entonces, que lo vital y la poesía se convierten en dos planos complementarios, otras veces, opuestos, porque el poema certifica, construye, destruye, refleja, sana o simplemente muestra todo aquello que nos atraviesa porque: «Cada verso un disparo o una puñalada. / Legítima defensa / oscura realidad que nos acosa». ERIKA MARTÍNEZ. LA BESTIA IDEAL (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN Erika Martínez, nacida en Jaén y residente en Granada, es poeta y aforista, doctora en Filología Hispánica y licenciada en Teoría de la Literatura, así como profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Granada. Como última muestra de una trayectoria literaria formada por libros conveniente y temporalmente distanciados entre sí, basta no un botón, sino una bestia y no cualquiera: La bestia ideal, publicada (al igual que anteriores títulos) por Pre-Textos.
En La bestia ideal Erika se refiere a lo incierto a partir de una mirada atenta hacia lo que le rodea, con la palabra exacta y clara, con una sensibilidad esdrújula e inteligente. Va ensamblando un mar a base de olas precisas e irrepetibles, como pinceladas efímeras aunque eternas, y sumerge en ellas la mano que, al instante, emerge con la gota justa que dice, la gota que significa. Se diría, ante dichas pinceladas/palpitaciones, que Erika Martínez habla en braille porque habla desde el corazón, que habla en morse. Se le nota el carácter (o sea, la métrica) cuando escribe el poema, cuando lo recita, cuando se queda en el oído o en el ojo que lo mastica. A través de unos versos tan largos que podrían confundirse con prosa si no fuera porque son tan indudables que no pueden confundirse con nada, la autora ensambla imágenes que de otro modo no podrían formar un solo cuerpo. Resulta cuanto menos curiosa su insistente alusión al “detrás”: no un detrás-pasado sino un detrás-lo-oculto, un detrás-lo-que-pudo-ser con plena autoridad para constituirse en sombra de lo que es. En resumidas cuentas, habla de un detrás alternativo que no se ve pero cuya existencia late grave y pertinentemente. Mientras escribo tiene que haber algo detrás: un mundo del que retirarse para pensarlo (‘El paisaje omitido’). La autora trasluce todo tipo de reflexiones lingüísticas, filosóficas, y, en resumen, cognitivas. Las preguntas que echa a rodar páginas abajo en La bestia ideal son más necesarias que las respuestas, no son espontáneas (se diría que son cuestiones cocinadas en el fuego que se enciende en la vigilia), y son también (o parecen serlo) consecuencia de un esfuerzo por dilucidar la vida. Dos ejemplos de interrogantes sin respuesta serían: En la impotencia que se arroja, ¿no brota un entusiasmo? (‘Una música’), y, ¿No hacen unísono también quienes se niegan a sonar? (‘Unísono’). Y un ejemplo de respuesta sin pregunta sería: Aquello que me obliga me sostiene (‘El caldo primigenio’). Erika péndulo, Erika bajando una persiana para no distraerse con lo que no pertenece a nadie, Erika concibiendo la poesía como un acto de amor, luego sincero. En su condición de aforista, golpea, mientras que en su condición de poeta, detiene el golpe. Erika escribe un poema y luego se retracta, quitándole palabras hasta que vuelve a desaparecer (‘La imagen de mí’), pero donde ella ve una desaparición se percibe una promesa. Cuando habla de lo de fuera, lo hace con apenas adjetivos, limpiamente; cuando habla de ella, anula los adverbios. Con un dominio del lenguaje absoluto, que lo mismo emplea para abstraerse del mundo que para romper a Santiago Auserón, la autora nos regala lucidísimas descripciones como Las coníferas corren monte abajo hasta la costa y se desmayan como una seductora del siglo diecinueve. El cielo, mientras tanto, va a lo suyo (‘Retracciones’), o Un hombre con tres dimensiones es la sombra de un hombre con cuatro (‘La nota adicional’). Me acuerdo de aquel guardabosques que consiguió sobrevivir a tres rayos y acabó suicidándose, dice Erika en ‘El caldo primigenio’. Y yo me acuerdo de la presentación de La bestia ideal que tuvo lugar el primer día de verdad frío en Córdoba de 2023, cuando confesó que llevaba tiempo sin escribir a raíz de su reciente maternidad, y que se preguntaba: ¿me abandonará la poesía? Por la expresión general de los allí asistentes, hubo unanimidad de pensamiento: no, la poesía no iba a abandonar ni muchísimo menos a Erika Martínez. Manifestó, también, en dicha presentación, que sentía como música la respiración de su hijo cuando dormía. Aquel día era de noche. ANDRÉS GARCÍA CERDÁN. QUÍMICAMENTE PURO (Pre-Textos, Valencia, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO El profesor García Cerdán, poeta acreditado, se ha hecho con el II Premio Internacional Francisco Brines con su libro Químicamente puro, una confesión, un encuentro con la palabra que se convierte no en un acto de pensamiento, sino en una luz que es llama poderosa. El autor albaceteño conjuga el lenguaje para que cobre altura y encuentra en poetas y filósofos la verdad del mundo, afina su voz y la convierte en transparencia. Así en ‘A favor de los milagros’: «Yo debería hablaros de la nieve, / pero la nieve / solo es una palabra / que se deshiela en una página / y luego, si es auténtica, / se convierte en arroyo / y cae por los márgenes más blancos». La nieve es esa página blanca donde vamos deshaciendo un idioma o creándolo, pero también es, más allá, la Naturaleza entera donde se vierte el poema, obra consumada, como un universo de luz. García Cerdán, como todo amanuense, descifra las palabras para que alcancen su verdadero sentido, que sean vidrieras por donde se filtra la luz en las ventanas umbrías de la noche. Y tengamos en cuenta la herencia, porque en el recuerdo el poeta se reconoce, sabe que es arcilla de un tiempo anterior, semilla de los antecesores que lo han hecho crecer. Así dice en ‘Desnudo’: «Mi cuerpo duerme en la memoria / de todas las salivas / que fueron esculpiéndolo». También en el poema al padre, que acariciaba la simiente de la tierra, que es el tallo donde aún crece su memoria: «Nunca más nadie, nunca, / sabrá herir los sembrados como él los hería. / Ya nadie sacará / del pozo el agua como él». El padre que muere, pero que resucita en el recuerdo, que amaba la naturaleza y que hizo del hijo el fuego que nutre el tiempo. Aún respira el autor esa herencia tejida de ternura. En esta obra conviven Rilke, Heráclito, Baudelaire... Me quedo con el poema ‘Inconsciencia’, que quizá sea entonces la pura contemplación, ya lejos de toda cultura, ensimismado con los elementos, con su florecer, con ese crecimiento de los pinos, las aves, los animales, las hojas: «En las plantas adoro / la plenitud / y, aún más, la inconsciencia / con que responden a los días claros».
El poeta sabe que el mundo está bien hecho, como diría Guillén, que la palabra exacta que buscaba Juan Ramón está en la nieve de la página (recordando los Pasos en la nieve de Jaime Siles), que todo es leve, pero también hondo, cuando se recuerda al ser querido. Químicamente puro es un libro luminoso, que ha sido premiado por su certidumbre ante la vida, nacida de ese amor por lo que nos rodea, hecho de palabra y tierra. García Cerdán busca y encuentra la exactitud en el canto mundial, su latido, digno heredero de un Brines que sigue vivo en nosotros, porque nunca morirá quien dejó el verso como simiente y nos alumbró en tiempos oscuros. JUAN JOSÉ RODINÁS. EL USO PROGRESIVO DE LA DEBILIDAD IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano de Puente Genil (Pre-Textos, Valencia, 2022) por ELENA ROMÁN El uso progresivo de la fuerza consiste en hacerse con el control de una situación que supuestamente atenta contra el orden público o la integridad de las personas. Se trata de una acción regulada, no arbitraria, que se va ejerciendo poco a poco. Pero... ¿Es posible disciplinar la fuerza? Y la debilidad, ¿es posible graduarla y no desfallecer de golpe? El uso progresivo de la debilidad es el título de la obra ganadora del IV Premio Internacional de Poesía Juan Rejano. El jurado del premio destacó su «condición de libro poliédrico».
Comienza con una cita del Tiqqun en la que se afirma que «el hombre no puede ya defender nada de la trivialidad del mundo». Le sigue el fragmento de un poema de Simon Armitage en el que éste asegura no tener ninguna causa. Estas dos proclamas conforman el preámbulo de lo que nos aguarda: el discurrir de un hombre que, como manifiesta el Bloom (aludido en la cita del Tiqqum), se ha alejado del devenir general para cuestionarlo y ha optado por crear su propia comunidad, constituida por los vínculos afectivos (su hija), el descreimiento hacia la sociedad, y su íntima y minimalista visión del mundo. Porque, tal como enhebra Rodinás, El mundo es una pregunta por los cielos, si eres pequeño y frágil. Estructurado en cuatro partes, comienza la primera de ellas (“Mística en un barrio de clase media”) a la manera de un diario en el que queda plasmado el testimonio de alguien cuya mente es Ese conjunto de rascacielos derrumbados. A medio camino entre el renglón y el verso largo, esta parte es una búsqueda continua y es un invierno con su hija y es el ensayo de un bosque. En la segunda parte (“Fotografías de un libro que compré usado”), Rodinás ensambla una especie de tête à tête —procurando mantenerse invisible— con artistas que plasmaron lo que vivieron desde una óptica única e inimitable (Pollock, Rothko, Cornell, Baskiat...), ya que la realidad es el parche bonito que le pones a la ficción para que te crean tu mentira. Rodinás surge, en la tercera parte (“La vida en pedacitos”), armado con una recopilación de apuntes convertidos en poemas, una orquesta un domingo, anotaciones frescas para no perder el rumbo, confesiones dinámicas como Todo lo que escribí me vence o Yo también salí a veces con una máscara idéntica a mi rostro. Redescubrimos en esta parte a un hombre que es un niño, cuando todavía tratábamos de asimilar el estoicismo con el que se enfrentaba a la primera parte y el cristalino de la segunda. En “El cajón donde guardo los juguetes de mi hija”, cuarta y última parte, hace la promesa que rompe todos los límites y barreras: Envíate por correo / postal a todos los lugares del mundo. Yo, / aunque haya muerto, estaré allí para recibirte. Vemos aquí un reconocerse tranquilo al contemplar el ternísimo remolino que sucede en su hija: Mi hija es también el páramo. / Y tres o cuatro nubes. Las cuatro partes, a pesar de ser diferentes, mantienen algo vívido y eléctrico que las conecta: la mirada par de Rodinás, su cadencia, la ecuanimidad, cierta influencia de los poetas ingleses (estilísticamente hablando). Afirmaba Bernardita Maldonado, miembro del comité de lectura del Premio Internacional Juan Rejano, que la poesía de Rodinás es «una casa hospitalaria», y su voz, «periférica del sur». Asimismo, y en relación con el empleo de los diminutivos por parte de Rodinás, mencionaba Bernardita la connotación quechua (y me atrevería a decir que también andaluza+) con la que se utilizan: dichos diminutivos no se refieren al tamaño de las cosas sino al cariño que se manifiesta hacia ellas. El uso progresivo de la debilidad, en todo caso, es un libro capaz de plantear más dudas que las que se pudieran tener antes de leerlo, al tiempo que las impugna. Calibrando el conjunto (las cuatro, la una), la debilidad progresiva pudiera traspasarse de lo escrito a lo respirado. Y es que a medida que se suceden los poemas bajo la atenta mirada del corazón del lector, existe el riesgo de sentirse poco a poco como de papel, como de minúsculas, como rozado por todo. Lo cual, diga lo que diga quien lo diga, nos vuelve durante la lectura —por si se nos había olvidado— deliciosamente humanos. ANTONIO COLINAS. LOS CAMINOS DE LA ISLA (Olé, Valencia, 2021) por JUAN LOZANO FELICES Tras un prefacio del propio poeta y un hermoso y lúcido prólogo del antólogo, mucho ni mejor se puede decir de Los caminos de la isla, salvo dar noticia de su aparición. Tras haber publicado la poesía completa del valenciano Rafael Soler, la editorial valenciana Olé publica en su colección Vuelta de tuerca una antología poética del maestro Antonio Colinas dedicada a su poesía de sello mediterráneo, bajo el cuidado y esmero a que nos tiene acostumbrados el también poeta Alfredo Rodríguez. El gran conocimiento y afinidad del antólogo con el mundo de Colinas es aquí otro punto que destacar. Una edición de bellísima factura, con la característica portada troquelada marca de la casa, a manera de pórtico de entrada a mundos por descubrir. Necesario es constatar que, durante el pasado año, Alfredo Rodríguez, guiado por su gusto personal y una sustancial intuición poética, dio a la imprenta tres libros más de primera magnitud: la antología poética de Julio Martínez Mesanza Jinetes de luz en la hora oscura (Ars Poetica); el por ahora último libro de conversaciones con José María Álvarez Antesalas del olvido/Conversaciones en Venezia (Ulises) y la miscelánea de éste último, Tigres en el crepúsculo (Universidad de Valladolid), donde recogía prólogos, conferencias, artículos de prensa, entrevistas... En todo caso, material disperso y de difícil localización que hará las delicias de los paladares más exigentes. Hago esta digresión con la seguridad de que nos encontramos con creaciones concebidas con auténtico esprit de finesse, al margen de los cánones estéticos e ideológicos imperantes. Pero vayamos ya con la antología coliniana que es objeto de esta reseña. La trayectoria poética del leonés Antonio Colinas constituye, desde luego, una de las más sólidas y sugestivas de la poesía española de los últimos cincuenta años. A esta trayectoria poética se unen libros de narrativa, traducciones de referencia de Leopardi y Quasimodo, y un amplísimo catálogo de ensayos entre los que encontramos lúcidos y profundos acercamientos al hecho poético como Del pensamiento inspirado (Junta de Castilla y León), los Tres tratados de armonía (Tusquets), El sentido primero de la palabra poética (Siruela) y el conjunto de entrevistas La plenitud consciente (Verbum), recogidas y prologadas por Alfredo Rodríguez. Todo ello sin contar la multitud de estudios críticos y tesis que ha ido generando su obra durante años. Los cambios de residencia de Antonio Colinas parecen corresponderse con su trayectoria intelectual, poética y vital. No en vano, Colinas concibe la poesía como «un modo de ser y una vía de conocimiento». El poder de la palabra para adentrarse en una cosmovisión que se nutre de lo cósmico y lo íntimo para darnos una realidad más plena y consciente. La relación de Colinas con Ibiza viene de lejos. El poeta residió en la isla desde octubre de 1977 hasta 1998, en que se instala en Salamanca, aunque sigue pasando los veranos en su casa de Can Furnet. Previamente a su estancia en Ibiza, Colinas había ejercido como profesor invitado y lector de español en las universidades de Bérgamo y Milán y, a su regreso, se había afincado en Madrid coincidiendo con los años de la transición política. La experiencia estética que supone su estancia en Italia, donde permanece cuatro años, dará como fruto poético más logrado, el inmarcesible Sepulcro en Tarquinia. El afincamiento en el interior de Ibiza equivale a un nuevo renacer. Como él mismo ha dicho, «las vivencias italianas se diluyen y purifican en las vivencias del ámbito mediterráneo». Durante su estancia de más de veinte años en ella, la isla se convierte en espacio esencial y autosuficiente. No será ajeno a este proceso la inmersión entonces en la obra de Jung, de Mircea Eliade, de María Zambrano y en el pensamiento oriental. Rilke y Bach, siempre presentes. Astrolabio será el primer poemario que publique durante su estancia en Ibiza, una suerte de intersección entre su espacio originario, mesetario, y el mundo mediterráneo. Desde esa perspectiva, Astrolabio tiene carácter fundacional y viene a representar un punto de inflexión en su poética. Su poesía parece volverse más despojada y esencial, más meditativa, con una mirada más elemental y una dicción más dúctil. La antología se abre con poemas pertenecientes a Astrolabio (1979) y llega hasta En los prados sembrados de ojos (2020), pasando por libros definitivos en la trayectoria del poeta como Noche más allá de la noche (1983), Jardín de Orfeo (1988), Los silencios del fuego (1992) y Canciones para una música silente (2014).
Es la de Colinas en este libro, una poética de la noche astral, donde lo infinito se descubre a través del hombre mismo. Una poética de un melos penetrante y radical, donde se da la imbricación entre lo local y lo mítico de la que hablaba Seamus Heaney. Su poesía no es ajena a lo estrictamente geográfico, pero intuimos que, bajo los topónimos y los localismos hay una corriente subterránea, vetas que se adentran en un conocimiento antiguo. Los caminos de la isla son físicos y también son simbólicos. Los puntos cardinales devienen puntos emocionales que conectan a nivel simbólico con verdades profundas, «el murmullo indecible de un tiempo que no muere» como dirá en su poema ‘Excavación’. No pretende Colinas descubrir el Mediterráneo, más bien podríamos decir que el Mediterráneo se descubre en su interior como antes lo había hecho en poetas como Hölderlin, Rilke, Espriu, Seferis o Gil-Albert. Como mantiene el poeta en el breve pero revelador prefacio, el motivo primordial de los poemas que aquí aparecen es ponerse en sintonía con el espíritu vivificador. El poeta busca la esencia, la experiencia del hombre enfrentado a fuerzas originarias y lo hace a través de un código representativo-simbólico que queda inmarcesiblemente irradiado en su poética. Como bien dice el propio Colinas en una entrevista que le hace el también poeta José Luis Puerto, «No es la carga erudita, historiográfica de esas culturas la que me ha interesado, sino sus descubrimientos esenciales, fijados en mitos y en símbolos». El mito y sus símbolos como lenguaje universal. A las de la noche y la piedra se une ahora, en reveladora triada simbólica que vertebra su poética, la luz, «el más elevado símbolo de este mar». Como mantiene José Enrique Martínez Fernández en su introducción a En la luz respirada, «el pensamiento poético de Colinas es, esencialmente, un pensamiento simbólico» y, citando nuevamente a José Luis Puerto, los elementos simbólicos potencian su obra como poesía del conocimiento. También nos hablará el propio poeta de los símbolos imperecederos de la tradición grecolatina: la luz, el bosque, la nave, la fuente, el mar, las aves... Y la fuerza de los mitos, que explican los recovecos más decisivos del ser humano. No es Los caminos de la isla una antología al uso de toda la trayectoria poética de un autor. Es lo que podríamos llamar una antología temática, en este caso en torno a un espacio. Alfredo Rodríguez ya había escogido este formato para la antología El vaho de Dios (Renacimiento) que recogía los poemas venecianos de José María Álvarez. En esta ocasión, Rodríguez conforma una antología de Antonio Colinas nucleada en torno a los poemas que tienen como inspiración la isla de Ibiza, excluyendo los aforismos y pensamientos poéticos recogidos en los dos primeros tratados de armonía, escritos paralelamente a su obra poética, en la isla. Tampoco podemos considerar Los caminos de la isla como una simple reelaboración de libros anteriores. Al seleccionar los poemas y volcarlos nuevamente, sin secesiones ni epígrafes, lo que hace Rodríguez es dotar a Los caminos de la isla de un corpus orgánico nuevo y unitario. Unidad que deviene de la misma entraña del poema, de manera que estamos ante un libro de gran hondura y voltaje, que se puede leer desgajado del resto de la obra coliniana y bajo una nueva luz, como si fuera un libro nuevo. |
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