LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
ANA BLANDIANA. EL SUEÑO DENTRO DEL SUEÑO Y OTROS POEMAS (Visor, Madrid, 2024) por FERMÍN HERRERO HACIA EL LUGAR HABITABLE Hemos ido sabiendo de la amplitud, solidez y profundidad de la poesía de Ana Blandiana (pseudónimo de Otilia Valeria Coman), inveterada candidata al Nobel, gracias a la labor perseverante, encomiable, de la que todo lo que se diga es poco, de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, traductoras al alimón a nuestro idioma y esmeradas estudiosas de la obra de esta escritora rumana nacida en Timişoara el 25 de marzo de 1942, entre «gritos inhumanos» tal y como certifica en un poema. Ahora nos presentan El sueño dentro del sueño y otros poemas, en Visor, como con anterioridad hicieron con Variaciones sobre un tema dado o, conjuntamente, los libros de juventud Primera persona del plural y El talón vulnerable en la misma editorial; e igualmente con Un arcángel manchado de hollín, compuesto por tres libros: La arquitectura de las olas, Estrella predadora y El reloj sin horas, precedidos por cuatro poemas publicados en la revista Amfiteatru y un apéndice de una propuesta de poética fragmentaria, en la magna colección de Galaxia Gutenberg que dirige Jordi Doce; así como con Mi patria A4 (en el que fue Antonio Colinas, admirador de la lírica de Blandiana, quien acompañó en la traducción a Patea), Octubre, noviembre, diciembre y El sol más allá y El reflujo de los sentidos en la editorial valenciana Pre-Textos. Algunos poemas de este libro de reciente aparición en español fueron adelantados en el número 32 de la revista El Cobaya, las variaciones, más bien afinaciones, con cambios hasta en algún título, dan buena cuenta del infatigable quehacer de las traductoras. ¿Qué podría añadirse al trabajo continuado de ambas profesoras universitarias, al análisis pormenorizado de la figura de Ana Blandiana dentro de las letras rumanas y de su trayectoria literaria, tan extensa como intensa, a sus interpretaciones puntuales de libros y poemas? Nada de sustancia, me temo, así que me limitaré a tratar de hilvanar algunos apuntes sobre mi lectura de El sueño dentro del sueño y otros poemas que cuenta, como otros volúmenes citados, con un prefacio ajustado, clarividente, de Patea, bajo el título ‘La metafísica del sueño y el boicot de la Historia’, ante el que en verdad sobra toda aclaración explicativa a mayores. Con sus prólogos y artículos han caracterizado sobradamente la, por otro lado, resbaladiza y difícil de amojonar poesía de Blandiana (que no en vano defiende que el verso no debe decir, sino sugerir y que «Todo lo que se puede entender / Carece de esperanza y de ley») y la han ubicado en las coordenadas justas dentro de la lírica rumana contemporánea, en concreto encuadrándola en el neomodernismo, movimiento de contestación al realismo socialista impuesto a machamartillo que apuesta por la estética del arte por el arte como mecanismo subversivo, a pesar de que el estilo de nuestra poeta se corresponda más con la poesía pura, concepto también problemático y en el que no vamos a ahondar. La propia escritora, proclive a la teorización, tan intuitiva como sagaz, ha declarado que lo misterioso está por encima del lenguaje y prevalece: «detrás de cada verso, sin la posibilidad de expresarse, hechiza lo inefable que no puede ser nombrado». Una de las definiciones de poesía de Blandiana, aplicable, creo, a toda su obra, pero sobremanera al libro que nos ocupa, reza así: «La poesía no es una serie de acontecimientos sino una secuencia de visiones». No se infiere de esta aseveración que nos encontremos ante una poeta visionaria tal y como se concibe a partir de prerrománticos como William Blake o románticos como Samuel Taylor Coleridge, si bien Carbajosa la sitúa en la línea del idealismo mágico de Novalis, sino que en sus poemas nos transporta mediante la imaginación, fruto de una percepción como de ensueño, a lugares alejados de lo real o del presente, de esta forma negados, suplantados por la poesía como emplazamiento ideal, como veremos más adelante, con tintes espirituales, capaz de redimirnos del materialismo raso imperante. En este sentido, en El sueño dentro del sueño y otros poemas, ya desde el título, la preponderancia de lo onírico es absoluta, seguramente por efecto de la inconsistencia del mundo y de la desconfianza en todo cuando se sufre una existencia grisácea, regida por una burocracia paralizante, permeada por la “tristeza metafísica” que los críticos han resaltado en los versos de Blandiana y que es apreciable también, por caso, en la novela de Gabriela Adameşteanu Vidas provisionales. Como «tratado acerca del sueño y de sus múltiples significados» enfocado a «superar las limitaciones de una realidad precaria [...] para adentrarse en el espacio de la imaginación y lo trascendente» lo conceptúa Patea en su mencionado prólogo. El significado del sueño, omnipresente también en la mayoría de los once poemas iniciales, añadidos como inéditos a la antología Poemas, de 1974, justo cuando Ceauşescu acaparó todo el poder, es ciertamente polisémico. El primero de los once nos introduce de entrada en un tobogán de disolución en lo metafísico que parece interminable: «Alguien sueña con nosotros / Y es soñado a su vez / Por otro / Que es el sueño de un sueño». Con frecuencia es un desvanecerse por completo de cualquier referencia sólida, como en ‘Tal vez alguien me está soñando...’. Conduce a lo interrogativo problemático («¿con quién y con qué soñar?», incluso «ahora que el tiempo ha crecido sobre nosotros / como pesadas montañas de nieve de sueño»). En otras ocasiones, en fin, la ensoñación, de forma antagónica, es positiva; «Tengo sueño así como / Tienen sueño los frutos en otoño». A mayores, la inventiva de Blandiana es desbordante: los espejos dentro de los espejos o reflejándose en cadena, como en ‘El reloj sin horas’: «Cada movimiento mío / Se refleja / En varios espejos a la vez», como si se atomizase su personalidad y al tiempo, pues no hay certidumbre que no sea quebradiza, no se supiese distinguir la verdad de lo que la vulnera; ángeles de toda condición, hasta en los bolsillos; la nieve a mansalva, embalsamadora, como símbolo de la pureza frente a la degradación ambiental o como un despertar de la belleza y una salida del horror cotidiano, o como rebaño trashumante, copo a copo, que la poeta pastorea mientras contempla, por contraste, «la soledad del mundo y su inmenso llanto», con múltiples sentidos también a lo largo de su obra, inclusive mensajera del odio y la hostilidad; las colinas cual «dulces esferas boscosas», elevadas a una armonía cósmica con un aire a Fray Luis de León; las iglesias voladoras o llenas de mariposas; las choperas expectantes desde sus hojas-ojos... Aparte del uso polivalente, abarcador, del sueño, la otra nota distintiva del libro respecto a los demás que conozco de la autora es, sobre todo en el tramo final, la aparición gozosa en extremo de lo campestre idílico, especie de locus amoenus raigal y con tendencia a cuajar, más en otoño que en primavera, a tal punto que la poeta encuentra la plenitud «aleteando» sobre una huerta «embrujada», «por entre frutos y hojas, / En la luz miel y polvorienta», refocilándose, restregándose, revolcándose por la hierba de los heniles o enterrándose en montones de cereal. Remite, pues, a lo matérico primordial, al topoi campesino, con su añoranza del ciclo de las estaciones sentido como un eterno retorno, antes de la implantación de la agricultura industrial y del horror de la colectivización manu militari. Que es a su vez un regreso hacia sí misma, «hacia dentro», como sostiene en uno de los poemas de Estrella predadora. Y, más allá, a lo ancestral y arquetípico, a la memoria colectiva de «un pueblo vegetal», hacia el que se proyecta en uno de los cuatro famosos poemas publicados en la revista Amfiteatru por los que fue perseguida y presente ya en su debut poético, desde el título, Primera persona del plural. De ahí el poema, basado en dos «baladas fundacionales e identitarias», dedicado (es un motivo que reaparece en otros libros suyos) a Avran Iancu, que, según nota de la edición, lideró en 1849 el levantamiento de los campesinos siervos de Transilvania para rescatarlos de la servidumbre y desde entonces es el símbolo de la liberación de los rumanos. Es en esa fusión, casi transustanciación con lo elemental, con lo auténtico sin mancillar por el hombre y sus afanes, donde encontramos el lugar habitable de la poesía, como cobijo contra la intemperie de la vida, cuando se torna desesperada. Blandiana ha explicado que «cuanto más difícil de vivir me resultaba la vida, tanto más interesante y soportable se volvía la escritura».
Una intemperie que nos imaginamos provocada por el exilio interior de la escritora, convertida en enseña de resistencia moral contra el régimen (una «pesadilla interminable»), contra la barbarie y el espanto de las ideologías. Y lo mismo tras la caída de la dictadura. Aunque un poema suyo se convirtió, al parecer, casi en un himno durante el proceso de derrocamiento y ejecución del matrimonio Ceauşescu en su ciudad natal, Blandiana ha sido muy crítica con la situación sociopolítica posterior. Igual que otros literatos del Este represaliados o exiliados, o las dos cosas, pongamos Imre Kertész, Alexandr Solzhenitsyn, Joseph Brodsky, Blandiana ha denunciado que la llegada de la libertad, según señala en ‘La arquitectura de las olas’, que ya es, desde luego, no ha supuesto una mejora digamos espiritual sino que, más bien al contrario, la asunción de los valores democráticos occidentales, con el determinismo económico y tecnológico a la cabeza, ha traído alienación y enajenación, puesto que obra en detrimento de la parte creativa e intelectual del ser humano. Para nuestra poeta existe un deber cívico, en cuanto «existimos sólo en la medida en que somos testigos de la Historia», unido a la fraternidad: «Se siente cálida la casa / Cuando unos para otros somos patria». En cuanto al estilo, con la salvedad de la rima, que lógicamente se pierde en la traducción, sorprende la alternancia de versos brevísimos, muchos de una sola palabra, con otros largos, produce una impresión de holgura espacial, propicia los ‘blancos’ en la página, en consonancia con su teoría creativa de que «la elocuencia de la poesía ya no se mide mediante la concatenación de las palabras sino mediante el silencio existente entre ellas», de tal modo que «la poesía nace de la pausa existente entre las palabras», efecto que se traslada a la lectura. Predomina un irracionalismo si onírico, con frecuencia tendente al surrealismo, implantado hasta en lo celestial: «Allí te esperará / Un dios anciano; / De su órbita derecha / Asoman nubes, / De su órbita izquierda / Nace el ocaso». Pero curiosamente, en términos generales, la expresión, a menudo enumerativa, es sencilla, transparente al decir de los versados en su obra lírica y de ella misma («Sueño con una poesía simple, límpida y transparente que insinúe la sospecha de que ni siquiera existe»), eso sí, «con insondable profundidad metafísica». Semejante conjugación me ha recordado la fórmula de José Bergamín para verificar la poesía neta: «clara y difícil». La sensación que tengo mientras leo a Blandiana, máxime en esta entrega tan volcada en la idealización del sueño, es la de un sonámbulo que va deslumbrándose entre los versos, mientras descubre que «Las palabras brillaban y gritaban / En el campo vacío / como faisanes», símil que me lleva a aquello de Wallace Stevens: «La poesía es un faisán perdiéndose en la espesura». He seguido al ave fabulosa a lo largo de las páginas del libro, feliz de la negación y fuga de la realidad, siempre cuando menos incómoda, en beneficio de un refugio conocido, dichoso, el de la poesía que emana de la naturaleza.
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MARÍA JESÚS MINGOT. JARDÍN DE INVIERNO (Reino de Cordelia, Madrid, 2023) por FRANCISCO J. CASTAÑÓN Jardín de Invierno es el poemario más reciente de la poeta y profesora de filosofía María Jesús Mingot, un libro que se suma a sus títulos anteriores, Cenizas, Hasta mudar en nada, Aliento de luz y La marea del tiempo, los cuales conforman hasta la fecha la producción poética de la autora. En sincronía con las obras citadas, Jardín de Invierno es un libro donde atisbamos una profunda reflexión sobre el devenir existencial. Con una voz poética inconfundible y un estilo personalísimo, Mingot aborda en los poemas que salen a nuestro encuentro, según nos adentramos en este espléndido jardín, temas sustanciales e inseparables a la siempre compleja condición humana. Los efectos del transcurso del tiempo, la percepción de nuestra inevitable caducidad, la necesidad de trascender desde los acontecimientos más relevantes o las vicisitudes y motivaciones más cotidianas, la capacidad de renacer a pesar de los reveses que nos depara nuestro itinerario vital, la importancia del amor en sus diversas manifestaciones..., y todo ello tratado con sutileza y precisión, algo que —como observamos en Mingot— sólo a través de un esmerado empleo del lenguaje poético puede alcanzarse. En este sentido, el excelente prólogo firmado por Teodosio Fernández Rodríguez, que precede a la obra de Mingot, es una aportación cuya lectura resulta muy recomendable para comprender mejor el alcance de los poemas de la autora madrileña recogidos en este libro. «Estamos —asevera Teodosio Fernández— ante un poemario en el vértigo de una revelación en los límites de la nada y del silencio, un poemario donde la celebración se conjuga íntimamente con el sentimiento de la pérdida, depurado y meditativo, tejido por una honda sensibilidad». En “Alba”, primera de las cuatro secciones en las que está dividido el libro, hallamos poemas en los que la autora recapacita con agudeza e ingenio sobre el sentido del ser, a partir de escenas o cuestiones que resultan cercanas al público lector. El verso inicial del poema ‘El alba en su regazo’ con el que comienza el poemario nos da ya una idea de la perspicacia y altura poética que contienen estas páginas: «Y sostiene la madre entre sus brazos la esperanza del mundo». La contemplación de un recién nacido alienta versos deliciosos: «En los labios lactantes, la fontana / secreta del amor mana sin miedo. / El alba balbucea en su regazo». En los poemas de ‘Alba’ las vivencias de la autora se trasforman en saber poético. El amor, pero además esas laceraciones que va dejando la proeza de vivir o aquello que quedó cristalizado un día en la memoria, impulsan poemas como ‘Recomenzar’, donde leemos «Las heridas de ayer, tu cárcel muda, / sean humus de vida que renace», o el titulado ‘Hogar’ que atesora la descripción de una estampa afable colmada de emotividad: «Flor de café, tu rostro en el periódico. / Dos perros, uno junto a tu pierna, / el otro en su sueño. /.../ Desprendes tanta paz / que cualquier palabra sería una piedra». Porque las imágenes en Mingot emergen con un señalado vigor expresivo. Un ejercicio literario que se acerca al cubismo, pues las impresiones plasmadas en estos versos toman forma desde una óptica inédita y original, según ve la poeta el mundo que la circunda. Asimismo, en estos poemas descubrimos resonancias pretéritas que guarda, por ejemplo, ‘El trastero de Gaztambide’, rememoran ‘El primer amor’ o traen la nostalgia de la infancia en los poemas ‘Como un paseo en barca’ y ‘Abrigo de la infancia’. Del mismo modo, las diferentes facetas en las que se experimenta el amor —al igual que “Un único latido nos sostiene incluso en la distancia”—, fluyen en poemas tan notables como ‘Un jardín a la sombra’, ‘Luz descalza’ y ‘Canto a la lluvia’. Advertir también la presencia de la naturaleza en los poemas de Mingot. Versos como «Nada me hace ser más que tu calor de otoño, tenue como el aliento de la tierra» o «Porque nunca el amor fue un favor tan desnudo / ni hubo tanta esperanza en un desierto», extraídos de los poemas comentados, son muestra de ello. ‘Vida’, ‘Alma’ o ‘Lo que la noche guarda’ son atinados poemas donde emerge el engranaje que configura «La red secreta donde el amor se teje, / y sombra y luz se besan». Sin olvidar incluir en el discurso poético aciagos episodios que no es posible obviar. Así, recurre la autora al poeta polaco Zbigniew Herbert para anunciar en el poema ‘Herbert en tiempos de pandemia’: «Escucho la voz del poeta. / Las heridas están frescas, / y el amor parece posible». Por otro lado, no debemos perder de vista el simbolismo que reside en estos versos, como observó con acierto Alejandro Sanz en la presentación del poemario que tuvo lugar en Madrid. Los matices son importantes. No estamos ante un jardín en invierno —apuntó Sanz—, sino en un jardín de invierno, donde se nos invita a cavilar sobre el contenido y trasfondo de los poemas que nos ofrece su autora, y a considerar las oportunas respuestas que propone. De esta forma, la voz poética de Mingot se revela aquí, como en todo el poemario, con esa solidez y plenitud intelectual en la que germinan los poemas de este libro. En el segundo apartado del libro, “Desvelo”, la poeta construye una escenografía conceptual, filosófica y alegórica que recuerda a la técnica del auto sacramental de nuestra literatura del Siglo de Oro, aunque con rasgos contemporáneos y exento de las intenciones moralizantes del pasado. ‘Amor’, ‘Deseo’, ‘Perdón’, ‘Culpa’, ‘Remordimiento’... Los títulos de los poemas no dejan lugar a la especulación sobre los temas que plantea la autora en esta parte del libro. ‘Soberbia’, ‘Pereza’, ‘Gula’, ‘Avaricia’, ‘Lujuria’, ‘Ira’, ‘Envidia’... Siguen a los anteriores. Poemas donde abstracción y concreción se entreveran para conjugar versos como «Ser tu aliento en mi boca», cuando se habla de deseo; «Ser huésped de la luz y ser simiente que redime la tierra y, al sereno, duerme sin poner nombre al don que entraña», cuando alude al perdón; o «El ojo sepultado por las olas / de una venganza ciega / contra todos y todo», cuando se refiere a la ira. Acciones o estados que arraigan en el ‘Cuerpo’, ese «pobre cuerpo mortal, / fiel compañero, retador del silencio, / puro fuego en la estepa de los días». Sin embargo, la autora da un giro argumental al tono de esta sección y nos sorprende con otros poemas inesperados, donde «Hay un eczema que te ha acompañado sesenta años», «Se vende la libertad en cómodos plazos, / de púrpura vestida la oferta del día», donde «Amar la larga noche de la rosa», o «Germinan las palabras en tu cuerpo / en el vasto silencio de la noche». Porque a tenor del último y destacable poema de este apartado, ‘No hay escape para los misterios elementales’ que caracterizan la enigmática y paradójica condición humana.
En la tercera sección, “Herida”, la poeta nos introduce de lleno en el ámbito social y la crónica del presente. No falta tampoco una mirada crítica al relato de la historia. Cimentados con ese simbolismo ya mencionado que dota de elocuencia a los versos de Mingot, leemos poemas muy intensos sobre el desastre de la guerra, el desamparo del «hombre que habla solo» en medio de la barahúnda urbana, sobre la pobreza, el olvido, la ausencia, la ‘Infancia robada’ (título de un poema admirable), la muerte —provocada por la droga— que viaja en tren («Entre dos estaciones el sueño de la muerte, / ojos huecos de yonqui flotando en su nirvana») o la tragedia del suicidio. Poemas sapienciales como ‘La historia oficial’, donde la poeta parece conectar con esa idea que expresara el escritor galo Bernard Noël sobre cómo la verdad oficial sirve para blanquear la historia o cuando en el poema ‘También cuando te niegan’ anota: «Quién sabe lo que pasa por el alma de un hombre». “Silencio”, último apartado del libro, nos reserva poemas que ahondan en ámbitos abiertos a la espiritualidad, con referencias a la naturaleza, al misterio de la vida, al silencio como espacio de introspección y al ímpetu del amor. Así, en el poema ‘Cegados por la belleza del amor’ la poeta escribe: «Palpamos la tierra mojada, pero no vemos el esplendor de la tormenta. / Palpamos el latido de la gota, pero el mar permanece oscuro e impenetrable». Podrían citarse otros, pero tres poemas que van poniendo fin al poemario son, a mi juicio, particularmente luminosos: ‘La última oración’, ‘Lirios blancos en la noche’ y el que da título al poemario, ‘Jardín de invierno’, que para Teodosio Fernández es «el mejor resumen» de un libro «que conjuga, con extraña intensidad y belleza, la luz y la sombra, el albor y la despedida, ese vaivén de la vida...». Un libro cuyos poemas confortan, conmueven y agitan nuestro intelecto. DAVID MONTEIRA. PANORAMA (Adarve, Madrid, 2023) por MARIBEL SOLÍS Encontrar un reducto de poesía pura en estos tiempos en que lo cotidiano se apodera inevitablemente de toda clase de manifestación artística resulta un hallazgo con tintes de milagro. Afortunadamente, aún quedan islas de inspiración y esencia lírica y Panorama es un hermoso ejemplo de ello.
El título del poemario nos acerca a un contenido temático amplio en el que conviven el mundo clásico, Asia, Castilla, el paisaje, homenajes evidentes o velados a grandes figuras poéticas... Todo es motivo de celebración lírica. Y este marco heterogéneo funciona casi como un pretexto para mostrar las galas de un ejercicio literario lúcido y personal, cimentado en un sustrato de perfección formal y técnica depurada. A lo largo de este cántico se escuchan ecos juanramonianos y es fácil que el lector pueda disfrutar del silencio que perdura tras la lectura gozosa de toda gran obra. En muchas de las composiciones los símbolos no se limitan a su fulgurante preciosismo (la sombra, la luz, la vereda...) sino que demandan un trabajo intelectual por parte de autor y lector respectivamente. (‘Simetría en el estanque’). La cuidada presencia del ritmo y la musicalidad no constituye un adorno vacuo y recoge el espíritu modernista más virtuoso y elocuente (véase ‘Barcarola veneciana’). David Monteira exhibe un dominio de los recursos estilísticos más elaborados, entre los que sobresalen imágenes y sinestesias, dotadas de un poder evocador inusual («La soledad es un cirio / de luminosas esporas, / la torre blanca en que lloras / y asciendes en tu delirio»). La maestría técnica también se evidencia con una métrica impecable en el empleo del soneto de arte menor. Trenzado con un tono de melancolía, el amor es concebido como motivo cósmico y humano, así que sus posibilidades se manifiestan infinitas y únicas dentro de esta obra. El sentimiento, empleado en su acepción más amplia, no se deja acechar aquí por el sentimentalismo sino que siempre sale airoso, envuelto en el tul colorido y grácil de las palabras que lo elevan y conectan a una existencia más duradera y hermosa. Los versos destilan una total complicidad del escritor con el paisaje, de manera que en muchos momentos es la propia Naturaleza quien parece haberle otorgado al poeta el privilegio exclusivo de cantarla como merece. El resultado es una taza de porcelana fina donde se bebe el elixir intelectual y sensible, donde la expresión brillante no eclipsa el concepto sino que lo refrena, lo pule y lo amplifica hacia la eternidad de la palabra certera. NATHAN DEVERS. LOS VÍNCULOS ARTIFICIALES (AdN, Madrid, 2023) Traducción: Elia Maqueda López por MARTA SANTAMARÍA DOMÍNGUEZ EL METAVERSO: ¿PRESENTE O FUTURO? Hoy en día, hay quien piensa que la literatura está amenazada por las pantallas, por la tecnología. Si partimos de la base de que la literatura debe siempre comprometerse y arriesgarse, ¿no deberíamos entonces escribir sobre esa supuesta amenaza? Con ese desafío en mente, Nathan Devers emprendió la escritura de Los vínculos artificiales: un libro sobre el metaverso, ese mundo virtual inmersivo en el que podremos interactuar a través de un avatar. ¿Escenario del futuro? Puede que ya esté entre nosotros. A raíz de la pandemia, todos hemos comprobado que la sociedad puede funcionar técnicamente sin los vínculos tradicionales, que es posible vivir sin el mundo real. Tras el nacimiento de internet y la digitalización, solo faltaría atravesar la pantalla, ese elemento físico que simboliza la separación entre la persona y el objeto, para sumergirnos en un mundo en el que no habría diferencia entre lo visto y lo real. Vayamos brevemente a la trama de Los vínculos artificiales. El protagonista, Julien Libérat, ha tocado fondo tanto en lo personal como en lo profesional. Un día descubre el Antimundo, un universo paralelo con infinitas posibilidades donde parece que la vida le quiere sonreír. Comienza entonces una adicción que lo alejará del mundo real. Desde un punto de vista sociológico, cuando una persona huye del mundo real, la responsabilidad recae exclusivamente en el sujeto. Tal vez deberíamos preguntarnos qué falla en nuestra sociedad para que alguien no pueda encontrar su lugar y decida huir de ella. Por otro lado, la tecnología evoluciona según las necesidades de la sociedad, por lo que otra pregunta sería: ¿necesitamos vivir en una realidad paralela? Desde el punto de vista artístico, la creación del metaverso es muy interesante. Queremos concebir otra realidad, erigirnos creadores, ocupar el lugar de Dios. En esa nueva realidad, cuyo precursor es el videojuego, se difumina la frontera entre el entretenimiento y el mundo formal: es ocio, pero también es una posible herramienta para el trabajo y los estudios. LAS REDES SOCIALES: LA RELIGIÓN DEL SIGLO XXI Los creadores de las redes sociales siempre han buscado una utopía: estrechar los vínculos de la humanidad. De hecho, han transformado nuestra identidad y la manera de relacionarnos con los demás, han desencadenado un fenómeno de liberación colectiva e individual y han democratizado el mundo. Se ha democratizado la palabra, antes reservada a expertos o a profesionales; el saber, a través de iniciativas como la Wikipedia; el voto, a través de los «me gusta». Esta horizontalidad es interesante, aunque no está exenta de peligros. Se podría decir que somos adeptos a la religión de la tecnología. Sin embargo, parece que la sociedad se ha distanciado y dividido aún más. Las redes sociales se han convertido en el símbolo de los vínculos inmateriales: ahora ya no necesitamos salir de casa, ni siquiera hace falta salir de la cama. Ahora bien, la paradoja está servida. Vivimos en un mundo en permanente conexión a través de las pantallas; pero, al mismo tiempo, nos resulta difícil crear y mantener vínculos personales. Desde el punto de vista literario, es muy interesante el concepto de identidad digital. El propio concepto de identidad presenta dos perspectivas: el retrato positivo, es decir, de lo que se ha hecho, de lo que se ha elegido; y el retrato negativo, es decir, de lo que se ha rechazado, de lo que podría haber sido. Si comparamos esas dos caras de la misma moneda, la pobreza del retrato positivo puede llegar a ser insoportable frente a la riqueza del negativo. Entonces puede surgir una necesidad de evasión, un deseo metafísico muy profundo de buscar ese otro «yo» posible, de buscar la felicidad en otro mundo, puesto que en el que vivimos no ofrece posibilidades reales, por ejemplo, de acceder al trabajo, a la vivienda, a una vida social. PELIGROS DEL METAVERSO Y DE LAS REDES SOCIALES El verdadero problema no es la tecnología en sí, sino la sociedad. Un riesgo real del metaverso y de las redes sociales sería la desaparición del mundo compartido, es decir, el aislamiento de cada persona en su burbuja, lo que supondría la destrucción del mundo democrático. Desgraciadamente, ya existen evidencias del rechazo de una misma realidad compartida, como lo es, por ejemplo, el resultado de las elecciones en Estados Unidos. La literatura, en cambio, nos invita a salir de esa burbuja y a ver más allá de nuestra referencia mental. Nathan Devers, a través de Los vínculos artificiales, afronta abiertamente una cuestión vital para la sociedad de nuestros días que exige, sin duda, una reflexión y una toma de conciencia. NOTA DE MARTA SANTAMARÍA Nathan Devers (1997) es escritor y filósofo. A pesar de su juventud, ha conseguido abrirse un hueco en el panorama literario francés: premio Edmée de La Rochefoucauld por su primera novela Ciel et terre (Flammarion, 2020); premio Choix Goncourt de l’Orient y finalista del Premio Goncourt de los Estudiantes y del Premio Renaudot por su segunda novela Los vínculos artificiales (AdN, 2023), traducida por Elia Maqueda López. Es la primera obra del autor que se publica en España. LUIS G. ADALID. CARTOGRAFÍA (Zambucho y AdB, Madrid, 2023) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Durante estos días en los que a veces llueve, con la mente en el libro Cartografía de Luis G. Adalid, me he encontrado con algunos textos que me han llevado a relacionarlos con él. Uno de ellos ha sido un pequeño relato de Rafael Argullol en su último libro. Habla de cómo por accidente, un accidente literal, conoció a un hombre al que sólo le preocupaba poder caminar. Había caminado por todo el mundo, durante años, pero lo que más me llamó la atención es que el caminante, al que bautiza al final como Walker Walker, es que después de caminar por medio mundo, no pone nombres a los sitios, a los hitos importantes, apenas unos cuantos le sitúan en el mapa, y lo demás es sólo la tierra que pisa, el contacto con la tierra bajo sus pies. No hay lugar. No es lo mismo un caminante que un paseante, el que recorre caminos conocidos o cercanos en los que se busca lo nuevo, lo cambiante de su territorio emocional, para volver luego al refugio de la sombra protectora; ése que usa la mirada y adecua su pensamiento a la velocidad de su caminar. Naturalmente, recuerdo a los filósofos y a Thoreau o a Sergio Chejfec en el mundo literario, que narraba el mundo paseando con la mirada; y a Robert Smithson y sus nuevos monumentos de Passaic, por el paseo por el espacio periurbano, en busca de esas ruinas nacidas ya como ruinas. Tal vez es más cercana la labor artística de Hamish Fulton, o de otros artistas del caminar, pero su obsesión por la peregrinación y las fotos como registro lo alejan. También Luis practica la fotografía, como pudimos ver en Calblanque o Celebración, este último muy próximo en el tiempo y relacionado con lo que leemos hoy, pero de otra manera, más ligada a sí mismo. Y es que Luis G. Adalid es un paseante que pone nombres cuando pone la mirada. Mirar es crear la realidad y a la vez es una manera de pensar en modo poeta, viendo otra cara de las cosas, o la cara principal, que se vuelve tan evidente que nadie más la ve. Esta ha sido otra referencia, esta vez de Agustín Fernández Mallo, otro paseante: «La realidad no está ahí fuera esperándonos, la realidad se crea y se crea con el lenguaje». Los artistas somos todavía como Adán poniendo nombres a las cosas, a los lugares, a los hitos de nuestra infancia y nuestra vida, creando realidades. Los artistas todavía mapeamos el mundo, nuestras casas, anotamos los lugares, bautizamos huecos, pero siempre en modo poeta, donde la metáfora y el pensamiento en imágenes ilumina la cara emocional de las cosas. Así que esa manera de mirar, que se parece tanto al dibujo, es nuestra manera de mirar el mundo. Luis el paseante mira, nombra, piensa y crea con el lenguaje. «Pintar es nombrar las cosas con exactitud» decía Barceló. De una manera u otra nos lo dicen él o John Berger, que además defendía cómo el dibujo, además de poder sustituir al nombre, requiere de una manera propia de mirar: «Miraba para encontrar sólo lo que quería encontrar». Proyectarse y buscar en el paisaje, el pequeño paisaje del pequeño país. Porque el camino más íntimo y creador es aquel que recorremos por los lugares, físicos y mentales, que ya vivimos y consideramos nuestros y que permiten su actualización en el recuerdo y el papel que tuvieron. La posible alteración de estos recuerdos en el tiempo y su reconstrucción no impide su verdad ni que nuestra mente siga creando a esos 4 km por hora de velocidad. «El paseo es un instrumento de memorización» (Solnit). No olvidemos que los recuerdos requieren también su espacio y las líneas que dibujamos en los mapas serán nuevas, tal vez irregulares, o antiguas y regulares. Todas ellas serán de nuevo realidad, siempre una nueva realidad: El destino ese lugar que creíamos a salvo, es finalmente el propio mapa. Caminar y lenguaje tienen coincidencias en su concepción o utilización del tiempo o en el tiempo: los dos se desarrollan en él y lo precisan y aunque no lo parezca, como en la pintura, todo el tiempo necesario para la realización de la obra queda contenido en su final. La obra contiene en sí misma el tiempo necesario para su elaboración material e intelectual. Y es importante hablar de la pintura, del dibujo, del dibujante convencido, de la poesía de un artista que precisa manejar los lenguajes conteniendo en ellos los recuerdos, en el disparo del paseo la memorización del lugar, la verbalización del pensamiento que nos fluye en imágenes hacia la escritura y la pintura. Todos los procesos se relacionan y necesitan, y cuando uno no da lo necesario, ahí está el otro para crear lo posible.
El hecho de que sea la mirada y la imagen lo que origina el pensamiento es algo propio de artistas, y surge de considerarnos ante todo pintores aunque también seamos poetas o fotógrafos, y Luis, esencialmente pintor y gran conversador, me dijo una vez «hagamos lo que hagamos siempre lo hacemos con ojos de pintor». La realidad y el pensamiento se construyen entonces a partir de la imagen. Respiro hondamente y me diluyo en el entorno y soy probablemente mirada únicamente mirada. Pero también son las palabras las que construyen el mundo y escriben las sombras y escribe la luz. Son las palabras el poder de las palabras las que dan sentido y construyen mundos Un tal Juan Ramón Jiménez nos dio una consigna «Basta lo suficiente» válida como poética, como norma de limpieza en la escritura y contra el exceso y el barroquismo. En Luis esta opinión persiste y se hace modo de vida y se explicita en el poema porque Parece suficiente este momento, esta brisa, este olor, esta luz y esta hora. Aprendemos con el tiempo cuantas de todas esas cosas eran esenciales y cuantas de ellas se volvieron innecesarias, y el daño que provoca lo innecesario. El paseo es pensamiento y es crítica, es tomar conciencia de lo que fue, de lo que se nos anunciaba que iba a ocurrir y que después no pasó, de la degradación del entorno y de que podemos dar sentido a lo pequeño, a los lugares que habitan los límites, al retorno. Éramos gregarios y acabamos buscando sólo lo suficiente, la felicidad del jardinero. Tal vez pensamos demasiado, la decepción nos habita y nos alejamos al ámbito de soledad necesario donde surgen las palabras que también caben en los cuadros pero que precisan desarrollarse en el tiempo, igual que surgen las hierbas y crecen en el descampado. Cada día es un descampado nuevo que vive en el cambio continuo, que se vuelve jardín si lo dejas, paisaje sólo para los benditos. Coinciden las piedras: unas marcan dirección, otras quedan enterradas, todas marcan lugares y todas llevan nombres escritos, a veces sólo piedra, otras, hermano; lo suficiente, que ya es mucho. Y siempre origen. Todo está en todo y yo lo vivo y lo construyo y soy piedra, y soy nube. Y todo conforma una cartografía de imágenes, miradas, pintadas y nombradas mil veces; ahora, escritas, serán poemas, el inventario de lugares donde fuimos felices, de objetos que acompañaron nuestro vagar, un mapa que solo sirve si se hace a mano, con ese hábito de paseante que lleva el dibujo, que solo le sirve a quien lo hace y puede que solo por un tiempo, que el poema, el mapa y el cuadro serán solo una huella, cenizas de arte en los papeles y los lienzos, pero huella inevitable, como los caminos de Walker que son recuerdos de quien pisó antes y seña para el que viene. ELISE COWEN. DEJADME SALIR, DEJADME ENTRAR Traducción: Isabel Castelao-Gómez (Torremozas, Madrid, 2023) por NATALIA CARBAJOSA Cualquier filólogo que desempeñe su oficio vinculado a un departamento o facultad de letras es consciente de que, en su inútil intento por equiparar las humanidades a las ciencias experimentales, los organismos de evaluación investigadora han dejado fuera de sus parámetros al tipo de contribución que precisamente da sentido al propio concepto de estudio filológico: ese trabajo cocido a fuego lento que implica el inicial deslumbramiento ante un corpus de textos, en este caso inéditos, no sólo académico, sino también (y sobre todo) vital; su traducción (en el caso de obra extranjera), estructuración y edición; la importantísima labor de contexto (cultural, histórico, literario) ofrecida por el estudio preliminar, la división en secciones con sentido, así como las notas que acompañan al texto; la recopilación de fuentes convenientemente referidas en la bibliografía; la búsqueda de una editorial lo suficientemente generosa como para alojar y cuidar de aquello que pronto formará parte del legado de todos; e incluso, llegado el caso, la colaboración en asuntos prácticos como los derechos de traducción y otros. Y ello, como digo, sin recibir a cambio ninguna clase de reconocimiento oficial, como cabría esperarse. Ni siquiera en este caso, en el que circunstancias extraliterarias podrían favorecer la difusión del libro (poesía de mujer analizada por otra mujer), se le estaría haciendo justicia, en mi opinión, a un texto que merece ser tenido en cuenta por sí mismo e (insisto) por adscribirse a ese género investigador que únicamente da sentido al término “filología” en su totalidad, término hoy también consciente y deliberadamente borrado de los planes de estudios en nuestras universidades. Conozco lo suficiente a Isabel Castelao-Gómez, profesora de literatura en lengua inglesa en la UNED y también poeta, como para saber que su empeño por dar a conocer en español la poesía de Elise Cowen (Nueva York, 1933-1962), poeta beat tempranamente fallecida, es honesto, está bien fundamentado y viene de lejos. Tuve el privilegio de acompañarla en una aventura anterior, la que dio forma al volumen Female Beatness: Mujeres, género y poesía de la Generación Beat (Universidad de Valencia, 2019), galardonado con el Premio Javier Coy de investigación en 2021. Castelao se midió ahí por primera vez, a excepción de algunos estudios parciales anteriores igualmente de su autoría, con la atribulada vida y la poesía de esta poeta singular, de versos escuetos y profundamente contenidos. Casi como una Emily Dickinson arrojada de pronto al mundo bohemio y marginal de aquellos jóvenes artistas que, en la década de 1950, se rebelaron contra la vida doméstica tan cómoda como apagada que se les ofrecía, Cowen representa el caso extremo de sus compañeras de generación (Diane Di Prima, Joyce Johnson, Hettie Jones, Lenore Kandel, ruth weiss), quienes con sus decisiones afrontaron peligros nada abstractos: «En los 50 si eras hombre podías ser un rebelde, pero si eras mujer tus familias hacían que te encerraran», tal como acertadamente escribió otro poeta del grupo, Gregory Corso. En Dejadme salir, dejadme entrar, verso de Cowen que ejemplifica la turbadora dualidad entre mundo interno y externo, junto con el control al que se ve sometida por parte de los otros, Castelao nos brinda al menos dos gratas sorpresas: la primera, haber podido hacerse con el corpus completo de Cowen y traducirlo (lo que queda de él antes de haber sido parcialmente destruido por la familia de esta tras su suicidio), siguiendo los pasos de su compilador en estados unidos, el profesor Tony Trigilio; la segunda, haber (re)construido el relato de la apropiación de la vida/obra de Cowen por parte de personas de su entorno, a la vez que intenta devolvernos la voz autorial por fin libre de filtros o, como mínimo, lo menos mediatizada posible. El resultado es un texto emocionante y bien estructurado en sus partes, de manera que el lector puede sumergirse directamente en los poemas sin interrupciones y, si lo desea, recorrer con anterioridad o posterioridad las distintas secciones complementarias (en mi opinión, imprescindibles) a los poemas. Por otra parte, la traducción de la poesía de Cowen que aquí se nos brinda reproduce con naturalidad las características observadas en el original, asimismo explicadas en la introducción y las notas. Fieles al espíritu beat, los poemas adoptan deliberadamente el lenguaje de la calle y de la oralidad y lo combinan con imágenes audaces y escuetas, deudoras del imagismo de Pound. Además, Castelao traza acertadamente la comparación entre Ginsberg y Cowen, tándem al que normalmente solo se alude respecto a su intermitente relación sentimental y de amistad. En este sentido, contrapone la letanía bárdica expansiva de Ginsberg a la condensación de Cowen, quien embrida con su dominio del ritmo y la estrofa cualquier conato de explosión emocional y elige la ironía o la compasión sutil para transmitir un constante desasosiego de la psique. Como bien apunta Castelao, dicho desasosiego hunde sus raíces en el malestar femenino tan pésimamente abordado hasta épocas recientes (recuerdo, en el mismo sentido, la novela de Maggie O’ Farrell La extraña desaparición de Esme Lennox), al que se confiere con fundamento una subcategoría de “malditismo” artístico basada en la diferencia de género. Sin embargo, al mismo tiempo creo que la dolorosa escisión de la Cowen poeta, deudora de problemas psiquiátricos agravados por las drogas, trasciende en sus breves creaciones la tendencia a la confesionalidad explícita y apunta a cotas mayores que, muy probablemente, habrían evolucionado de forma significativa si la muerte no lo hubiera truncado todo. Uno de los poemas paradigmáticos de Cowen aúna el estilo de balada con la filosofía beat para hablar del yo escindido que la habita. En palabras de Castelao, «[q]uiere construir una subjetividad y un cuerpo artificial con órganos externos ensamblados para generar un híbrido mejorado. Huir de quien es para convertirse en otra. Sin embargo, con tono cómico se nos informa de que las mejoras buscadas no son exitosas (de hecho, consiguen lo contrario a lo que se busca) y que los esfuerzos han sido en vano». El poema comienza así:
Y continúa en sucesivas estrofas mencionando el pelo, las orejas, los ojos, el sexo, los pensamientos, etc., que el yo poético va tomando de los cadáveres. En singular actualización de la historia de Frankenstein, el poema avanza con ironía no exenta de humor negro. La poesía de Cowen es igualmente rica en símbolos. Los pequeños seres domésticos como las crisálidas o los bulbos que afloran en una cotidianeidad a menudo sórdida son indicio de la posibilidad de transformación, esa que parece eludir siempre a la voz poética por el peso presentido de la muerte. A su vez, explica Castelao, Cowen asocia la polilla a la “visión”, esto es, la posibilidad de ver más allá de lo evidente a partir de lo pequeño:
En los dos poemas mencionados se observa además el simbolismo del color azul, color que anuncia tanto la muerte como la clarividencia. Asimismo, el ojo y su homofonía en inglés con el “yo” (I/eye) es recurrente en el universo poético de Cowen. Ese “yo” que se cuela sin permiso en muchas de sus composiciones remite sin duda a la cuestión de la identidad socialmente impuesta sobre las mujeres en la América de los 50 frente a las ansias de libertad que, sin referentes previos ni apoyo social ni material, solían terminar trágicamente, como es el caso. En el apartado de las afinidades electivas, Cowen probablemente esté realizando un homenaje a Emily Dickinson en el siguiente poema:
Destaca en este poema la referencia erótica simbolizada por los aguijones de las abejas (como casi todos los beat, Cowen experimentó con su sexualidad). Castelao comenta que, según Trigilio, en el manuscrito el verso «nos pondremos morenas» aparece junto a otra expresión tachada: «eclosionaremos». «Ambas imágenes, en cualquier caso, están relacionadas con la cualidad de la piel», afirma Castelao, quien ve en este poema un canto a la amistad, el afecto y la calidez en un tono alegre poco común en la poeta. Deseamos a este libro un recorrido lo más luminoso posible y agradecemos tanto a su autora, Isabel Castelao-Gómez, como a la editorial Torremozas, este acercamiento riguroso, a la vez pionero y definitivo, a la espléndida poeta que fue, y sigue siendo en sus páginas y ya por fin en nuestro idioma, Elise Cowen:
BEGOÑA MÉNDEZ. LODO (Lengua de Trapo, Madrid, 2023) por RUBÉN BLEDA CUERPOS QUE CUENTAN SU HISTORIA (PARA QUIEN LA QUIERA ESCUCHAR) Begoña Méndez ha escrito con estómago y empatía, con furia sensible y tristeza crítica, esta nueva entrega de la serie “Episodios Nacionales” acerca del ecocidio del Mar Menor, que trasciende de lo episódico y de lo nacional. Este ensayo es un fragmento de mi cuerpo concernido. Más que episodio, fragmento; y de ninguna nación, sino de su cuerpo concernido. ¿Ensayo? Y más cosas. Novela negra, reportaje poético, crónica inmersiva, distopía autocienciaficcionalista en la línea de su anterior trabajo. Novela negra protagonizada por una escritora/detective que llega a La Manga en un febrero de viento y frases cortas, primera de una serie de visitas que se prolongan hasta el mes de septiembre de 2022, siguiendo el rastro de una anciana que se rompió la cadera tratando de salir de la laguna y su cuerpo se derrumbó en el agua densa y fue tragado por ella. La búsqueda de esa mujer nos conduce por panoramas desoladores, por una historia de devastación frenética y abuso inconcebible sobre el Mar Menor, territorio indefenso, obligado a tragar los desechos de distintas ambiciones humanas, a cada cual más insaciable: el pelotazo urbanístico de La Manga desde los años 50, el crecimiento indecente de los campos de regadío a partir del trasvase, la desmadrada explotación de las granjas porcinas, la minería de Portman, el turismo de masas. Esta es una historia de corrupción política, leyes que se incumplen, crímenes sin castigo. Los responsables por su nombre y sus apellidos. Eslóganes y falacias, progresos que asfixian y destruyen. Agua para todos. Nadie respira: ni los peces en un mar sin oxígeno; ni la autora, en un verano sin aire; ni nosotros, bajo un horror sin tregua. Begoña Méndez hace de esta violencia, que arrancó hace décadas y no ha dejado de crecer, un reportaje poético, pero no con esa poesía que adorna, sino con la que relaciona, teje redes y hiende entrañas. Poesía intravenosa que inunda todo el cuerpo. Su lenguaje es soluble en la carne. Es poético porque relaciona las tramas (como si de asociar ideas se tratase) de este deprimente tapiz, descubriendo un flujo de espejos entre los turistas de buffet libre, la sobrealimentación del Mar Menor, el número de cerdos sacrificados cada día en las instalaciones de El Pozo, la ocupación masiva de la tierra para el cultivo. Formas símiles de atiborramiento innecesario y contra natura. Abarrotar de ladrillo y hormigón una lengua de tierra; avasallar de escoria y nutrientes tóxicos un pequeño remanso de agua. La anciana que se hunde en el fango, sin memoria, como las toneladas de peces que afloran a su superficie. Es poético porque desentraña la rima oculta de los hechos, el sentido que unifica tan variado desmán: una noción de la naturaleza como instancia despreciable o vida insignificante, como objeto disponible que puede ser explotado y que está del otro lado del sujeto humano. Ese otro sin lenguaje, cosa sin volición. Un territorio no puede curarse a sí mismo cuando está dañado. No al ritmo al que lo dañan. Tampoco una persona. La metáfora arde como una antorcha allá donde Begoña dirige su mirada, que es, asimismo, una mirada investigadora, esmerada y exhaustiva, que explica lo que todos hemos visto —los peces muertos en la orilla de la playa— con la magnitud y la certeza de los datos. ¡Y qué datos! Agradecemos a la autora que nos devuelva la capacidad crítica del espanto. Frente a la actitud del estadista, que se siente cómodo con los datos, manejándolos, afianzando sólidamente en ellos su viril, científico, irrebatible discurso, Begoña nos trae el asombro y la incomprensión hacia su escala inabarcable; nos retorna a la poderosa inocencia de nuestra proporción humana. No comprendo exactamente qué significan los datos. Sólo sé que es demasiado. Sólo sé que es deprimente. Sólo sé que es ofensivo. Crónica inmersiva porque la autora sufre con el territorio agredido. Sufre con él porque se siente concernida. Porque lo mira, porque lo escucha. Los cuerpos cuentan su historia. Y luego estamos nosotras, que callamos y escuchamos atentas. Begoña Méndez ha escrito sobre el Mar Menor como si escribiera su biografía. Narra este desastre, cada tropelía cometida, cada daño cuantificado, cada fecha y consecuencia, como alguien que relatara ante el juez, con rabia fría y racional, con asco manifiesto y lúcido, cada uno de los abusos que ha sufrido a lo largo de su vida. Este es un ejemplo extraordinario de empatía con un otro no humano. Y aquí es donde carga sus definitivas tintas el ensayo: una propuesta radical de relación con el entorno más allá de la pertenencia, del patrimonialismo explotador, que aniquila, y del nostálgico, que no sirve para nada, que sólo genera paraísos perdidos que nos paralizan en un lamento estético (por eso es más fácil afligirse por cinco toneladas de peces muertos que velar por un pez indefenso). Su propuesta es la disolución de contornos entre lo humano y lo no humano. Querría que no hubiera distinción entre cosas y sujetos. Que no existieran los otros. Que no hubiera más nosotros. Quisiera poder pensar la vida inimaginable. El fin de la dominación humana, de nuestra relación jerárquica con lo prójimo. El fin del antropoceno y del capitaloceno.
He escrito un libro afligido, casi una distopía. ¿Casi? Esta es la única vez que la autora se queda corta. Pero tras el velo del desaliento late algo que está vivo. La pasión. En el momento clímax del libro, igualando los mejores pasajes de su Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O, 2021), la autora entrega su cuerpo a la laguna y sufre una espiral de mutaciones al curso de las aguas y de las algas, una especie de catasterización terrestre. Bellísima pieza literaria, sacrificio simbólico, ciclo de metamorfosis que llevan a la práctica en carne propia la tesis defendida en este ensayo: la renuncia al estatus humano antropocéntrico y el ofrecimiento de sí misma en un ritual de paz con la naturaleza. Begoña se hace materia —paisaje interconectado— para ser y devenir como tal, de manera análoga a como Dios se hizo carne en Jesucristo para experimentar el sufrimiento y la vicisitud de la vida humana, pero más en horizontal. Más entre iguales, más entre hermanos. Un acto de amor, en cualquier caso, porque sólo el amor como hundimiento nos salvará de asumir como normales los paisajes de crueldad que cada día pisamos. Finalmente, como algunas novelas negras, Lodo termina con un resquicio de redención, incorporando el documento donde se especifican las cuatro acciones que ya se están desarrollando dentro del “Marco de acciones prioritarias para recuperar el Mar Menor”, redactado a resultas de que, gracias a la iniciativa ciudadana, se haya conferido personalidad jurídica a la laguna. Cuatro puertas a la esperanza. He aquí un libro anfibio, lagunar y terrestre, rigurosamente periodístico y salvajemente personal, que cae en la conciencia y la onda expansiva lo cubre todo. Porque este libro, como el lodo, cubre y ahoga, aunque también puedes, como Begoña, hundir en él las piernas y llorar. FERNANDO BELTRÁN. LA CURACIÓN DEL MUNDO (Hiperión, Madrid, 2020) por MARIANO DOMINGO POESÍA PARA RESUCITAR A LOS VIVOS. LA EXPERIENCIA LÍMITE COMO OPORTUNIDAD DE VOLVER A VER Las cosas no serán la misma cosa, nosotros no seremos los mismos, los otros no serán ya los otros, el amor ya no será el amor, será sólo el amar, y será más. ‘Tacto’ La curación del mundo Fernando Beltrán A lo largo de su trayectoria como poeta, Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha abogado siempre por una poesía desde la experiencia, que la tuviera como punto de partida e hiciera de ella un trampolín para la expresión. Ahora bien, ¿cómo escribir a partir de la personalísima experiencia de haber padecido, en pleno siglo XXI, una enfermedad de alcances pandémicos?, ¿a qué imágenes recurrir con el fin de trascender el sentir singular de un sujeto extrañado, aislado, desasido, para encontrar una expresión verdaderamente colectiva, verdaderamente humana?, ¿cuáles son los medios propicios para encauzar, resignificar y luego compartir lo vivido durante el tránsito en solitario de una internación por covid prolongado? El autor, nacido en Oviedo pero radicado desde joven en Madrid, decide explorar un vez más la utilidad de la poesía, de la palabra poética, frente a las excepcionales condiciones de existencia actuales en su último volumen, La curación del mundo, Premio de Poesía Francisco de Quevedo 2021, distinción otorgada por el Ayuntamiento de Madrid por vez primera desde 2011. Beltrán, poeta, traductor, filántropo, creador de la fundación “El aula de las metáforas” y de la agencia “El nombre de las cosas”, es responsable de más de dos decenas de títulos de poesía, por los que ha sido galardonado en reiteradas ocasiones (entre ellas, el accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1982 y el Premio de las Letras de Asturias en 2016). Su propuesta poética procuró, desde sus inicios, un paulatino corrimiento respecto de las tendencias culturalistas de los años setenta en pos de una poesía “entrometida”, con un poeta que se presenta como «incómodo testigo de lo que ocurre», según la definición de Sánchez Torre (2001: 12). En esta nueva entrega, Beltrán, testigo directo de la realidad agobiante de la enfermedad, encuentra en la poesía una oportunidad, lo mismo que un medio, para reflexionar más allá del presente inmediato y exorcizar así un miedo que se tematiza ya desde las palabras de Rainer Maria Rilke elegidas a modo de epígrafe: «He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito». La curación del mundo, maquetado, impreso y encuadernado por primera vez durante «el otoño del difícil año 2020», según se indica en la nota de impresión, está conformado por veinticinco poemas. A ellos se añade “La cara oculta del poema”, apartado final que Beltrán aprovecha para leer en el reverso de sus textos, comentarlos, dar gracias a enfermeras y amigos, así como para destacar la importancia en su vida de Marta y Lucía, sus hijas. Por último, elige dedicar allí el volumen «para ti», apelación a un otro, a un lector como interlocutor al que tiende recurrentemente el poeta, al que, declara, su poesía debe alcanzar, abrigar, conmover (1). Los dos textos con los que se inaugura el volumen presentan a la voz poética en extremos opuestos frente al umbral de una experiencia de tenor metafísico como la enfermedad. ‘La jerarquía del ángel’, el primero de ellos, se abre ya con un verso a modo de sentencia: «A la naturaleza le da igual que mueras o no mueras». (2020: 9). A esa tremenda línea inicial, reiterada en varias ocasiones, Beltrán le concatena otras: «Todo sigue». (9), «Todo en su sitio» (9), «Todo tiene sentido cuando se pierde. / Cuando ya nada es tuyo, pero aún es contigo» (11), sintagmas que al repetirse dan cuenta de cómo, frente a la posibilidad de cambio brusco que es esencia de la fragilidad humana todo lo demás mantiene, impasible, su curso. Si aquí prima la pasividad del sujeto frente a la inevitable continuidad del resto de las cosas, en ‘Alpe d’Huez’ se opera un cambio evidente. El título reenvía no solo a uno de los más reconocidos ascensos del Tour de Francia sino a la figura misma del ciclista en su esfuerzo, un esfuerzo análogo al del paciente por respirar, una de las metáforas que el propio poeta admite fundamentales en su proceso de recuperación. Porque he aquí una clave de lectura insoslayable para La curación del mundo: el trabajo de Beltrán a partir de ciertas imágenes a las que acudió como forma de resistencia durante los primeros días de internación. Ciclistas, ángeles, aves, trenes, mares, surgen con frecuencia a lo largo del poemario en tanto que símbolos de un movimiento, de una libertad y de un reencuentro que el sujeto internado anhela. La realidad de la vida hospitalaria se filtra en textos como ‘Tacto’, ‘La paciencia del cobre’, ‘Penúltimos deseos’, ‘Padre’, ‘La urgencia del perdón’ y ‘Puente de los franceses’ sin por ello apelar nunca a la representación cruda sino a través de ciertos signos sutiles por los cuales, desde la experiencia de la convalecencia, la voz gana lugar para la reflexión. Un roce de manos, un recuerdo que regresa, una imagen que llega desde la ventana, una conversación oída a medias son suficientes para activar la posibilidad de una digresión, de un desvío del pensamiento hacia otro lugar, tal vez más trascendente. El tiempo de la enfermedad funciona entonces como un resquicio espacio-temporal propicio para cavilar respecto del existir en sí mismo, el paso del tiempo y las relaciones humanas. En poemas como ‘El peso de la piedra’, ‘Malaria’, ‘Barranco’ y ‘Carne cruda’ la dicción llega incluso a adquirir tintes existencialistas, la expresión poética tematiza el dolor y la soledad a partir de la recurrente imagen de un terrible abismo y del despeñamiento como posibilidad latente. Beltrán aprovecha ese mismo resquicio en ciertos títulos (por ejemplo, ‘Solo de trompeta’, ‘La hojarasca’ y ‘Goya’) para detener la atención sobre el arte en sí mismo, sobre los modos particulares de significar, de conmover, que ponen a funcionar ya la literatura, ya la música o bien la pintura. Para indagar en relación al vínculo profundo entre la sensibilidad del hombre y el arte, la voz se sirve en estos y otros textos de la recuperación de autores diversos (César Vallejo, Rudyard Kipling, Luis Cernuda, Gabriel García Márquez, Sylvia Plath), lo mismo que de singles de jazz y cuadros de icónicos pintores españoles. A ellos se suman, por último, poemas en los que prima otra clase de reflexión, la que tiene como objeto central a la poesía y, consecuentemente, al oficio de poeta. En este sentido, ‘Agosto 2020’ supone un momento clave del poemario, por representar la instancia más potente de tematización de la convalecencia y el sufrimiento del artista producto de la inacción a la que está obligado. El precipicio que lo separa de su hacer se demuestra análogo al que se interpone entre el ser y los demás individuos en la realidad desnaturalizada de la internación: «La distancia le puede. / Sin tocar no encuentra. / No sabe trabajar / a dos metros inmensos de su obra». (2020: 72). En ‘Perdimos la palabra’, aquel texto de 1987 que Beltrán publicara a modo de manifiesto en el diario El País, se lee: La poesía, vuelta la vista hacia el entorno, la biografía y la experiencia propia, ha regresado, recuperando el latir existencial y la compleja estética de lo sencillo; rehabilitando al verso como vaso comunicante que devuelve soñador, lírico y transformado a sus fuentes de inspiración el material en agraz que la contemplación y pensamiento del poeta les había arrebatado. Un vitalismo que descubre que la felicidad, la tristeza y la metáfora viajan sentadas a menudo en ese autobús al que nunca habíamos prestado demasiada atención. (1987: s/p) Casi treinta y cinco años después, en La curación del mundo, el poeta ha elegido replicar ese gesto inicial, es decir, volver la vista en dirección a la vivencia propia del sujeto como materia y motor insustituible para la praxis poética, más aún ante la experiencia límite de una crisis pandémica que Beltrán mismo ha padecido personalmente. Por su parte, la metáfora, pasajera devenida en vehículo, como recurso en el más amplio sentido de la palabra, cumple ahora una función doble para el autor. Lo que durante su enfermedad operara en tanto que método último de resistencia se ofrece en el poemario como vía de escape, de reconversión de lo experimentado en palabra nueva, merecedora de ser compartida con el lector, palabra que tienda un ‘Puente hacia ti’ (2020: 79), como dicta el verso final de ‘Puente de los franceses’, último poema del volumen, que Beltrán escribe en el mismo día de su alta clínica. (1) En ‘Perdimos la palabra’, uno de los manifiestos poéticos de Beltrán, el autor plantea lo siguiente respecto de la centralidad de ese otro cercano al que ha de dirigirse la poesía: «Innumerables sentencias definieron históricamente el verbo poesía. Es, sin embargo, la más breve de entre ellas la que mejor desvela los puntos suspensivos de esa verdad última. Poesía eres tú: la pregunta que nos llega desde el tú fluido y múltiple que nos rodea; la respuesta que ese mismo tuteo con el mundo nos proporciona a cada hora, instante o acontecer que acierta a deambular ante el avizor sentido del ser, escritor o lector, poeta». (Beltrán, 1987: s/p)
Bibliografía —Beltrán, Fernando. (1987). “Perdimos la palabra”. Cultura. El País. Disponible en https://elpais.com/diario/1987/02/07/cultura/539650803_850215.html —Sánchez Torre, Leopoldo. (2001). “El porqué de los trenes. Notas sobre la poesía de Fernando Beltrán”. El hombre de la calle. Granada: Diputación de Granada. ANTONIO BARNÉS VÁZQUEZ. NUEVO HUMANISMO PARA LA ERA DIGITAL (Dykinson, Madrid, 2022) por JAVIER GARCÍA GIBERT Nuevo humanismo para la era digital es una miscelánea de temas variados e interesantísimos, iluminados desde distintos ángulos (literarios, lingüísticos, antropológicos, sociológicos...), aunque todos bajo una perspectiva inequívocamente humanística. Muy esclarecedores son los distintos discursos reflexivos del libro (el valor de la palabra frente a la imagen, la crítica a las ideologizadas “dialécticas bipolares”, la diferencia entre los conceptos clásico y actual de la felicidad, la distinción facere/agere para la valoración de la noción de progreso...), y también resultan clarificadores muchos textos de la “tradición” incluidos en la obra, así como algunos ejemplos concretos para apoyar las reflexiones (pienso, por ejemplo, en el instructivo experimento de clase que el autor describe en las páginas 62-63 para mostrar a los alumnos el “misterio” de las palabras). Y verdaderamente no resulta difícil establecer una rápida complicidad con los puntos de vista de Antonio Barnés y con el carácter militante de su libro frente a los peligros y visajes anti-humanísticos de nuestra época: la vanidad narcisista del universo digital, el despropósito de la identidad fluida, el neopuritanismo totalitario de la (in)cultura de la cancelación, etc.
Como ya hemos apuntado, el autor introduce y comenta en su libro algunos textos de la tradición literaria para apoyar su argumentario humanístico (Sófocles, Séneca, San Agustín, Garcilaso, Shakespeare, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez...), aunque sea la obra de Cervantes, especialmente El Quijote, el principal referente con el que se establece un permanente diálogo. Los textos, pasajes y temas cervantinos dan así un oportuno contrapunto textual y temático a las reflexiones del libro: las reconvenciones del canónigo a la credulidad de Don Quijote, el famoso discurso del hidalgo manchego sobre la Edad de Oro, la novelita intercalada de ‘El curioso impertinente’, la presencia del tema de América en el escritor alcalaíno... FRANCISCO J. CASTAÑÓN. TIERRA LLANA (Vitruvio, Madrid, 2022) por PEDRO ALCARRIA VIERA “...Somos ya horizonte, / materia y lenguaje de esta tierra llana” Tierra llana es una nueva entrega de la obra poética de Francisco J. Castañón, periodista y escritor de larga trayectoria, con una producción que incluye incursiones no sólo en el campo de la lírica, sino también en el del ensayo o la divulgación científica. Aquí, sin embargo, regresa a ese hogar puro de la palabra para dar cauce a una serie de meditaciones asomadas al presente y urgidas por la vida, para construir una forma de defensa del hombre contra la violenta agresión del mundo actual. Con este propósito, Castañón elige un escenario predilecto que es a la vez campo de batalla, espacio mental y alter mundus. La elección particularmente inspirada del árido paisaje castellano hace bascular al lector entre dos impulsos: uno pausado, meditativo, atemporal, lleno de íntimo recogimiento y otro más abarcador, de combativa contemplación de la realidad, que parece recorrer con una desesperanza refrenada por el compromiso, para transmitir el desencanto que le causa el presente y tanta belleza amenazada que nos rodea. Como señala en su preciso y esclarecedor prólogo el poeta Alfonso Berrocal: «Rasgos de un lugar, según evoluciona el poema, que se ofrece como todavía a salvo —o donde es posible salvarse— de la común catástrofe económica, política, ecológica, y que nunca debería entenderse como lugar de evasión, sino más bien como lugar de serena esperanza frente a nuestro presente devorador». Una magnífica forma de situarnos en unos poemas en los que Castañón ha destinado la misma minuciosa atención al plano general que al detalle, para explicarse y explicarnos la vida, eligiendo los tres estadios que pautan el libro: la constatación de la frágil contingencia de nuestro presente (Vistas a un presente afilado), la añoranza por el pasado (Pistas en el pasado) y la toma de posición del poeta ante el incierto futuro (Un mañana agitado de futuro). Todo ello proyectado en un paisaje que se nos antoja a primera vista primordial e inmutable pero no obstante, amenazado y en donde van surgiendo pistas sobre el desastre en curso. Como el de la alarmante despoblación del territorio: «En lo alto un ave vuela / en círculos concéntricos, / preguntando al aire / cuándo regresará la gente». En este tríptico de presente pasado y futuro que conforma Tierra llana, la mirada profundamente plástica de Castañón se despliega amplia, entre la observación más costumbrista y la honda cavilación por el devenir del hombre, pensamiento que se hace orografía sobre el llano manchego. Una entonación franca, de eco clásico que nos evoca y despierta el recuerdo de grandes voces de nuestra literatura —Azorín, Machado...— con la que Castañón desgrana poemas límpidos, versos decantados de artesano: «Tierra que en estas horas / hago mía, / donde busco palabras inéditas / con las que rehabilitar el mundo, / mientras piso firme / este suelo que paciente espera / colmar la vida con la flor / púrpura y azul de la lavanda». Sus descripciones de esos paisajes, donde el tiempo parece espesarse en materia, son precisas y desbordantes, pero en tales escenarios de recogimiento está lejos de volverse autocomplaciente la expresión. En la humildad del campo llano adquiere el poeta conciencia de la pretensión inmanejable, obsesionada y quijotesca con que el poema quiere capturar lo efímero, antes de que el hombre llegue a su fin y se esfumen por igual percepción y experiencia: «...lo que fecunda la emoción del canto, / cuyo objetivo es plantar cara / a la caducidad de este vivir / codiciado, quebradizo». Espacios desiertos y amplios de Tierra llana —frontera donde se encuentran los mundos opuestos pero interdependientes del campo y la ciudad— que tienen la capacidad de producir una reverberación emocional en el espacio de la página. Se trata de un mundo árido, pero firme y fiel que hace visible la esencia de las cosas. Para ello, echa mano Castañón de todo su oficio, con variedad de formas líricas, y densidad metafórica, acudiendo profusamente al poema en prosa, jalonando el libro de referentes literarios mediante una atinada elección de citas... Todo ello, sin embargo, alejado de la miscelánea, en una forma cohesiva, entre el manifiesto desolado, el testimonio, la observación, la meditación y el augurio: «Aire a modo de proclama, escrita con el furor / de un mal herido / y el dolor de tierras / por la mano del hombre / desahuciadas».
Recorremos asimismo una polifonía de paisajes (Barbatona, La Alcarria, el Tajo...) que vemos puntuados por los detritos del progreso, lacerados por sus fauces culpables. Donde el hormigón salpica los campos perezosamente, pesadamente esclavos de la civilización. Es un paisaje severo brevemente acariciado con gracia por el agua: «Río de agua viva (...) / Agua salvavidas, trascendiendo bajo un cielo / de nubes como arcángeles / o animales fabulosos». Un mundo antiguo y abusado por el hombre, pero inmaculado en la querencia del poeta que evoca voces del pasado —parecidas a reliquias abandonadas— para contrastarlas con el paisaje amenazado por la victoria de la fealdad, manifestada en la intrusión del hombre con su voraz hábito de ensuciar el mundo. Así sucede por ejemplo en el poema ‘Club Dulcinea’ (se trata, nos aclara el propia poeta de un nightclub real), donde el tráfico carnal coincide con la prostitución del mito: «Esa nada que no se detiene y a su paso nada deja» y «Emplazamiento de rotas dulcineas y aldonzas sobreviviendo en sueños analgésicos, subyugadas por un destino ciego o arbitrario». Francisco J Castañón se adentra con denuncias semejantes en el territorio inefable del recuerdo y la melancolía, haciéndonos constatar de ese modo cómo lo personal está intrincadamente ligado a la naturaleza y la dimensión insondable del pasado. Parecida acusación la que dedica al aluvión de tecnologías deshumanizantes en forma de drones, chips, omnipresentes redes sociales, y toda la insoslayable panoplia de armas y cachivaches con las que en el presente nos asedia el “gran hermano”. Otro elemento muy vívido del libro, citando a Claudio Rodríguez, sería ese canto del caminar, esa sensación de tránsito, de ser encaminados por el paisaje, que se agudiza con la búsqueda de una pureza en el mirar, de una íntima honradez. En ocasiones el lector parece estar inmerso en una dimensión de serenidad, hasta que la mirada se detiene sobre un elemento perturbador que acentúa y tiñe la escena de una impresión de incertidumbre y desesperanza: «Ser tiempo, circunstancia y miedo, / extraña materia, un existir que abre / heridas como ortigas». De tal modo, el lenguaje de Francisco J. Castañón es rico, evocador y adquiere su mayor amplitud en ese intento de reproducir la condición física del contemplar, en ese anclaje a la observación lúcida y alumbradora: «¡Qué queda entonces / sino hacer liturgia / de un empeño!». En definitiva, Tierra llana es una descripción pormenorizada e íntima del enorme paisaje castellano, y a la vez una visión de nuestro mundo en crisis, pletórica en el contraste entre lo mínimo y lo absoluto, lo cercano y lo distante. Un canto a los elementos, seducido por la contemplación del entorno: el destello solano y la penumbra, las gradaciones del viento y la quietud absoluta del polvo, la luz del día y el infinito desfile de los soles en su ocaso. Todo lo captura la mirada poética, junto con la desesperanza y la irrupción tonal de esos escombros de la vida. Donde el recuerdo se vuelve palpable, un espacio en sí mismo, replegándose y desplegándose con el viento sobre la pisada fantasmal del poeta, mientras una nube pasa sobre todo ello con pereza indolente y compone una corona inmensa sobre el llano, «Donde habita la luz que no llega del cielo». En ese misticismo de lo cotidiano, enigmático decantarse de la memoria, que se desvanece en el color puro del poema —bien se ve, moldeado por el estudio y la reflexión meditada—, encuentra Tierra llana su espacio, ese lugar del silencio al que nunca debemos renunciar, porque sin silencio, sin vacío, las verdades no resuenan: «...silencio, viento, / misterioso resplandor que da respiro». |
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