LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
DOROTHEA TANNING. SI LLEGAMOS A ESO (Vaso Roto, Madrid, 2019) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
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CHARLES SIMIC. GARABATEADO EN LA OSCURIDAD (Vaso Roto, Madrid, 2018) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO
VALERIA ROMÁN MARROQUÍN. AGE OF CONSENT (Liliputienses, Isla de San Borondón, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Hay obras que se escriben en la rapidez de un viaje en la carretera. Las paradas son escasas, y casi no hay tiempo para volver la vista atrás. Siquiera para pensar qué es lo que está sucediendo. Para bien o para mal, es el propio proceso el que da forma a la experiencia, y más allá, puede haber vacilación, cambio, pero la esencia ya está ahí plasmada. La primera obra de la poeta peruana Valeria Román Marroquín, Age of Consent, participa de ese proceso y construye su ruta al ritmo de los acontecimientos, que no son más que el paso de la edad juvenil a una adulta, más extraña e irracional. Esto produce una reflexión en torno a la identidad, aunque esta palabra esté tan repetida en las reflexiones actuales que ha perdido su valor, y un paso consciente y decisivo hacia lo desconocido. La incertidumbre penetra toda la obra para definir constantemente al sujeto poético, la propia Valeria, y a su propio país. Sigue la estela, en ese sentido, de artistas como Joaquín Torres García y su todavía pertinente Mapa invertido (1943), que rodea ese deseo de unidad, reconocimiento real de lo local e imbricación, no menos ficticia, en el panorama global como un centro social y cultural de importancia, a la altura de los ya archiconocidos Nueva York o París, en aquella década de los cincuenta, y casi en la actualidad (los cambios de poder en el arte no son demasiado frecuentes). En esa lucha de cada uno por ver sus objetivos cumplidos y, socialmente, o eso se espera de estos tiempos cada vez más ruinosos, por restaurar sus derechos y libertades, hay futilidad, desesperanza. Con la intensidad propia de la juventud, otra etiqueta fácil de la crítica actual, la autora aborda de una manera combativa los distintos temas. El discurso parte de su propia duda y se abre, muta en cada poema, hasta dar con una perspectiva ambigua y acelerada del precipicio al que puede verse abocada la juventud. Por tanto, predomina un marcado tono narrativo, que no es otro que un ejercicio intenso de memoria sobre las posibilidades, los errores y los pequeños logros de lo cotidiano. Hay, también, muchos elementos autobiográficos que enmarañan la rima y la impulsan como una letanía desesperada e ininterrumpida que busca protección, o al menos algo de seguridad, frente a una edad que ya parece gastada, no consentida en tanto que no vivida. A la vez, es un registro de emociones, por lo que, si bien la nostalgia impregna la obra, la esperanza hace aparición como contrapeso elemental e inevitable. La poesía, en este caso, es un acto de desnudo lleno de manías, experiencias y reflexiones que vuelven una y otra vez enroscándose, como lo hacen la combinación de versos largos con otros más cortos, para producir una serie de imágenes que encuentran en su evanescencia su potencia. love letters are meaningless
(unless you give them to the one you love) i. me dicen que un tallo cualquiera una rosa un geranio una ortiga crece dentro de una herida cualquiera como yo crezco de una costra como yo existo en un estómago común como yo comprendo vivir con agua en el vientre agua en las llagas me dicen que espere el error está en el objeto que amamos el error está si el miedo es una carta de amor todas las muchachas escriben cartas de amor todas las muchachas tienen poemas gigantescos dentro muy dentro de un corazón sobre las cosas que han perdido sobre las raíces infértiles que sembraron alguna vez en las cosas que nunca regresan como los buses que pasan de largo la luz tú, cosas así NOAM CHOMSKY. EL MALESTAR GLOBAL (Sexto Piso, Madrid, 2018) [Traducción de Magdalena Palmer] por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Cuando la película V de Vendetta se estrenó en el año 2006, con añadidos argumentales considerablemente diferentes a la obra original de Alan Moore, transfirió rápidamente algunos de esos elementos a algunos movimientos activistas. La máscara de Guy Fawkes, para movimientos como Anonymous, Occupy Wall Street, o el 15-M, además de para protestas y acciones más específicas, se había convertido en un símbolo. Por aquel entonces, la palabra revolución había surgido con todo su potencial destructivo. Hoy, en cambio, no es más que una nota a pie de página de textos académicos que nadie leerá jamás. Se ha vuelto teórica, y eso ha provocado su inevitable extinción. O, más bien, y para ser más justos, se ha popularizado, y se ha usado tantas veces, para propósitos tan diferentes entre sí, poco coherentes para las consecuencias que entraña la dichosa palabra, que ha perdido su valor. Quizá entonces podríamos recordar que, en una era previa al boom de las series de televisión, un producto de la cultura de masas, más que ningún libro o producto elevado de la entelequia intelectual, creó una serie de dinámicas que pervivieron durante varios años, y que se extinguieron con ese mismo impulso orgánico. Parece casi imposible y, de hecho, esa revolución casi lo es bajo las circunstancias actuales. Así lo certifica el activista y ensayista americano Noam Chomsky en los cuatro años que abarca el libro de entrevistas Malestar global. Tan simple como contundente, afirma que no podemos cambiar nuestra situación porque nos hemos vuelto individuales, egoístas y poco empáticos con las personas que nos rodean. Atomizados y alienados, con escasas probabilidades de formar un acuerdo común, la sociedad no puede organizar una fuerza mínima que pueda plantar cara. Hay líderes, hechos puntuales, que requieren sin embargo de una constancia y fuerza que a la larga acaba desapareciendo. Sobre todo porque el sistema, y ahí reside uno de los puntos fuertes y previsibles de las distintas conversaciones, incide de manera implícita en prácticamente todos los aspectos de nuestra vida. Nos aporta datos contradictorios, falsos o parciales, aparte de otros destinados a la distracción, que crean una mentalidad prefabricada, estándar, que no ofrezca ningún peligro real. Un análisis crítico, como el del libro, pone a prueba incluso nuestra propia independencia para pensar, ser subjetivos o verdaderamente originales. Otros filósofos ya lo habían señalado, como Slavoj Zizek en el pasaje inicial de su Guía ideológica para pervertidos (2012), cuando habla del papel de las gafas que revelan la realidad en Están vivos (1988). La diferencia es, no obstante, cuánto hay en una obra de denuncia de teoría y conceptos, y cuánto de análisis o cambio real en la acción. Por supuesto, muchas cosas distan entre ambos pensadores, pues el filósofo esloveno raramente habrá conocido alguna forma de hacer activismo que no haya sido mirar al horizonte, hacer chistes y apariciones extrañas, o cobrar altas sumas de dinero por dar conferencias. Esta realidad, como tal, contradictoria, difusa y desasosegante, se opone al término con que Chomsky establece el punto para el cambio: la solidaridad. Leído ahora, como si alguien hablara de belleza en una crítica de arte contemporáneo, el término no puede producir otra cosa que una carcajada espontánea y cínica. Entre exclamaciones, por sí sola, evoca una situación inimaginable. Y esa extraña lejanía que sugiere es, precisamente, uno de los motivos de triunfo del sistema neoliberal en el que nos encontramos. También lo es la aparente preocupación que mostramos ante conflictos armados, como el del Estado Islámico, para luego olvidarlo a los pocos días. A través de cada una de las doce entrevistas, el tiempo mediatizado y sanguíneo de los medios de comunicación se detiene, y produce un espacio en el que poder reflexionar. El cambio climático, el comercio de datos privados, la presidencia de Trump, o los efectos de la austeridad del Fondo Monetario Internacional, son algunos de los temas que se tratan. Y no, según lo que aquí se dice, nunca llegamos a votar realmente en una democracia:
10. Elecciones y votos. Cambridge, Massachusetts (9 de septiembre de 2016) [Fragmento] —El auge de los partidos de derechas es en gran parte el resultado de la voluntad de los partidos centristas, los socialdemócratas incluidos, de tolerar políticas económicas y sociales que son muy destructivas. Las políticas de austeridad impuestas por la troika —la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo— han sido sumamente nocivas. Y existen pruebas fehacientes de que se concibieron deliberadamente para socavar el estado de bienestar. Como he dicho, el propósito de la austeridad no era el desarrollo económico, pues en realidad la austeridad es muy perniciosa. El objetivo era desmantelar los programas del estado de bienestar: las pensiones, las condiciones laborales decentes, las regulaciones sobre derechos laborales, etcétera. —¿Y considera que ese giro hacia la derecha es el resultado? —Sí. Pero hay que remontarse a la disposición, por parte de los partidos moderados y de la izquierda moderada, de aceptar tales políticas. ANA BLANDIANA. EL SOL DEL MÁS ALLÁ y EL REFLUJO DE LOS SENTIDOS (Pre-Textos, Valencia, 2017) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO LA ACTUALIDAD DE LA POESÍA DE ANA BLANDIANA Desilusionado, como otros tantos intelectuales, escritores e individuos (los testigos silenciosos y excluidos de la Historia), Theodor W. Adorno pronunció en 1949 una frase que resonaría en las décadas siguientes. El definitivo fracaso del arte de vanguardia, al servicio del capitalismo y no de su capacidad reflexiva; la pérdida total de los valores humanos, el principal núcleo narrativo de las últimas obras de Stefan Zweig; y la barbarie que había imperado años atrás sobre las mentes censurando, domesticando y asesinando, fueron algunas de las razones que le motivaron. La palabra ya no servía entre tanta desolación y, aún así, clamó por encima del ruido y de cualquier tentativa por enmendar lo sucedido: «Escribir un poema después de Auschwitz constituye un acto de barbarie». Silencio. Un silencio asfixiante, amargo, todavía abierto, supurando, capaz de hacer mella en la conciencia, era el objetivo de Adorno en su argumentación. Nada de arte, nada accesorio. Solamente lo fundamental. Lo humanitario. La palabra que mejor define esa breve, fatídica época, es desintegración. No la sociedad como una colmena rota, cuya pérdida de empatía se irá acrecentando con el paso de los años, sino ya como seres que se miraban a un espejo y no se reconocían. Resquebrajado, límpido, el espejo mostraba, pero las grietas impedían ver el conjunto, la transparencia inevitable de la verdad. Las grandes historias habían llegado a su fin, o eso proclamaría la posmodernidad, más tarde, reelaborando dicha metáfora. Incapaces de hablar, siquiera de mirarse, las creencias también comenzaron a tambalearse: el misterio, sustituido por las tecnologías; las creencias, por la ironía. Lo tangible, de esta manera, por encima de cualquier espiritualidad. El problema venía de lejos, o así lo dejaba caer Pessoa, años atrás, en su Libro del desasosiego: «Nací en una época en la que la mayoría de los jóvenes había dejado de creer en Dios, por la misma razón por la que sus mayores habían creído: sin saber muy bien por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar, porque siente y no porque piensa, la mayoría de esos jóvenes eligió la Humanidad como sucedáneo de Dios» (1930). Aparentemente desconectados, estos factores siguen vigentes en nuestra sociedad. Fruto de su desarrollo y total fusión con la vida cotidiana, conforman un problemático y laberíntico nudo que ha ido acentuando el ruido, la desconfianza y el olvido, o eso viene a demostrar la situación actual de Europa, al borde del colapso. Precisamente es ahí, en ese espacio mínimo, lleno de tensiones contradictorias y un eco ensordecedor, tectónico, donde la poesía de Ana Blandiana se erige como testimonio intemporal de su época, que no es sino la nuestra, así como la de otros, en un futuro. El sol del más allá (2000) y El reflujo de los sentidos (2004), traducidas por Viorica Patea y Natalia Carbajosa para su edición en Pre-Textos, son obras que luchan contra el olvido, la impotencia, el paso del tiempo y la pérdida de lo divino. Frente a la repetición de la barbarie, siquiera ante la pérdida de la integridad moral, la palabra aparece como el método inequívoco que permite recordar los errores y diseccionar las motivaciones del alma humana. Sin embargo, dicho análisis no se supedita al encuentro de una serie de respuestas. Las preguntas del sujeto poético, a la vez meditativas y desesperadas, se convierten en posibles respuestas, posibilidades en las que el misterio recupera todo su poder. Más que ofrecer una respuesta llana, iluminadora, la poesía de Blandiana reconoce, por ejemplo, el efecto cegador de la luz, a la vez que la posibilidad reflexiva de la sombra, hecho que llena de contrastes y contradicciones la identidad, la creencia o el paso del tiempo (desgarrador y, a la vez, portador de experiencia): «No hay respuesta que crezca / Tanto como su propia pregunta / Ni nada que resuelva / El misterio como él en su gran duda. // Porque no existe una luz /Por muy plena que sea / A medida de la oscuridad que fue / Y que volverá» (p. 109); «¿Soy yo ese ser en el espejo / O sólo una forma colmada de sucesos / Como una muñeca de estopa?» (p. 63). La poesía como testimonio de su época requiere, por otra parte, un alejamiento también visible en los versos de la poeta rumana. El sujeto poético no es aquel ente fragmentado, incapaz de vislumbrar las conexiones de lo cotidiano. Más bien, se trata de alguien que mira al espejo y que, en vez de reflejarse, se ve proyectado a mirar más allá, como ocurre en el cuadro de René Magritte. Testigo del Bien y del Mal, deja de lado el teatro de vanidades dominante, tema recurrente en los poemas sobre la poesía, para hacer de los hechos un desapasionado, profundo e impersonal poema que trasciende el momento concreto, como ocurre en ‘Curriculum Vitae’: «El mar lucha consigo mismo. / Se abalanza, se estrella contra la costa, / Rompe y se da la vuelta, / Se golpea a sí mismo y se deshace. / ¿Qué se está reprochando? ¿Qué grita? ¿Qué espuma echa por la boca? / Deshecho en olas que se arrojan / Unas sobre otras con ferocidad, /¿Qué persigue con su rabia blanca y verde / Deshilachando el horizonte, / Sin preguntarse siquiera / Por qué se odia / O qué no desea perdonarse?» (p. 151). Afincada en la naturaleza, especialmente en la capacidad de la semilla para germinar y renacer, su poesía hace de la resistencia una de las palabras que mejor podría definir esta época, el principal núcleo de sus obras. Como largas meditaciones, los poemas también son plegarias llenas de silencio casi susurradas. Inaudibles o, en ese sentido, mínimas, en los distintos poemas no sobra ni faltan elementos, sino que se reducen a lo fundamental, a una suerte de comunicación en la que los elementos, estando todos ellos presentes, dejan las metáforas a la interpretación del lector. En un mundo devastado, de nuevo, la labor poética se revela aquí como solitaria, incluso extraña a efectos sociales, pero fundamental para nombrar, recordar y reclamar una justicia implícita sobre el ser humano: «Porque todo lo que no se escribe / No existe» (p. 211). Por ello, y para ahorrar cierto tiempo, si toda esta semblanza tuviera que ser resumida, otra vez, en algo más breve, no sería sino de la mano de Chantal Maillard, quien nos habla de esa libertad leve fundamental para Blandiana: «Ser libre no es un don, es una reconquista, / y a menudo es preciso callar y conducir / las palabras al cauce más amable / para fundar la historia, celando, / como un largo secreto del que nadie es testigo, / los actos que nacieron del delirio. Ser libre / es cuidar de un misterio / sobre el alma que se moldea» (Hainuwele, 2009). UNOS CUANTOS PUNTOS
La felicidad se parece A una pintura puntillista: Pequeños puntos de color Sin relación entre sí, Que consiguen a veces expresar algo Y a veces no, Que sólo consiguen transmitir El estremecimiento de una pregunta Incompleta A la que no sabes contestar Porque no entiendes qué se preugnta Sólo entiendes la intensidad de la pregunta A la que le faltan algunos puntos… ANA PATRICIA MOYA. PÍLDORAS DE PAPEL (Huerga y Fierro, Madrid, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Hasta qué punto puede soportar el dolor el cuerpo humano? ¿Cuáles son sus devastadores efectos sobre el alma? ¿A qué podemos aferrarnos cuando perdemos cualquier atisbo de esperanza? Y, aún más importante, ¿de dónde proviene ese sufrimiento que nos atenaza a diario? En Píldoras de papel, con textos introductorios de Ana Vega y Layla Martínez, su autora vierte directamente todas sus emociones dentro de una dialéctica que rodea lo invisible de la enfermedad, la frialdad amorosa, la crueldad del sistema o la hipocresía social con el fin de sobrevivir, acaso refugiarse, a todo un contexto actual que desecha todo lo que no está estandarizado: «no hay tregua / para el corazón resquebrajado». Dado que cada palabra se erige como un desgarro interior, un gesto desesperado por romper el círculo vicioso al que nos hemos visto abocados, que ya trataron escritores como Albert Camus, en El mito de Sísifo, cuando extrapola el mito griego a la actual repetición extenuante de tareas que no tienen ninguna función real, nos encontramos ante verdaderos comprimidos que oponen la reafirmación de la identidad al efecto corrosivo del Vacío: «Me condené a aceptar que ser yo misma tiene un precio caro (…) No temas jamás a tu oponente. / Tu mayor enemigo: tú». A modo de diario personal, con la exposición íntima y el hermetismo que ello acarrea, Moya analiza en cada una de las partes de la obra un aspecto concreto de su ideario vital: ‘Sonámbula’, los estragos de las afecciones y el hastío vital; ‘Peter Pan y sus fantasmas’, el machismo de muchos de los cuentos tradicionales que nos rodean; ‘Eso extraño que llaman amor’, la dificultad para paliar los efectos de la soledad y el predominio del deseo sobre los sentimientos; y ‘Mi corazón es una tundra’, un último alegato con el que combatir, mediante la palabra, el desasosiego y la desesperanza: «Creo que va siendo hora / de dejar de ser hormiga sincera / aunque me quede indefensa, sin cobijo, / sola / y con hambre de amor». Si el estilo agresivo, lleno de rabia, totalmente despojado de cualquier artificio o metáfora enrevesada que obstaculice el habla cotidiana, rompe cualquier intento de contención en la forma, ésta, a su vez, se amolda visualmente al mensaje que se desprende en cada momento, como ocurre en ‘Veneno’ y ‘Agonía’. La intensidad tremendista, aunque en cierto modo desequilibra el efecto final, también queda contrapuesta, en el juego de contrarios que nos ofrece Moya, al remate final en la mayoría de los poemas, en cursiva, a modo de historia paralela, o agarre, según se vea, con el que ir confrontando la vida cotidiana: «para que una sonrisa [torcida] dependa / de medicación // para dejar de ser». La opresiva crónica de la realidad presente en Píldoras de papel («El regreso es almuerzo sin ganas, / aguantar telediarios sensacionalistas / de políticos sinvergüenzas, / desgracias mundanas y fútbol, más fútbol»), cuya crítica continua esa disección directa de la impostura social e ideológica actual, apuesta también por el feminismo y la denuncia, en clave metafórica y ficcional, de los estereotipos que ha vendido, en este caso, Disney con muchas de sus primeras películas: «Muchos domingos soleados, estas antiguas amigas de los cuentos y sus respectivas familias se reúnen para un buen perol; ellas preparan el sofrito, controlan hábilmente las chiquilladas con sonoros coscorrones y cuchichean de asuntos exclusivamente femeninos —la artritis, la menopausia, la diabetes, el reuma, el orgasmo que nunca llega, lo macizo que está el vecino del quinto, la sospecha de una infidelidad por parte de Fulanito o Menganito—». La inserción de estos personajes, tales como Peter Pan o Blancanieves, en gran parte mitificados y sobredimensionados, en la realidad resquebraja los cánones tradicionales, alimentados por la tradición y las estructuras de poder, que con sus acciones eliminan cualquier atisbo de innovación. La alteridad, el Otro, en un sentido psicoanalítico suave, queda reforzado en varias ocasiones («Dios te bendiga, Alicia. // Dios bendiga a los locos»), asunción acorde con lo que han expresado otros teóricos y poetas, como Anne Carson cuando, en Hombres en sus horas libres, comenta: «La psiquiatría se inventó como defensa contra los visionarios». Dentro de esta vorágine, la palabra, como hemos podido ver, ha adquirido múltiples roles y, sobre todo, ha ido superando las crisis («Me da asco la poesía // que me empuja a gritar / en silencio»), a las que se ha enfrentado Moya, dentro de la capacidad para verbalizar lo inefable. La autenticidad, al final, es la principal sujeción frente al engaño, sea literario («Tu palabra no auténtica es un cáncer / y tus manos, ausentes de honestidad, / violan a su antojo a la poesía, // tu puta favorita»), sea social («El hombre del saco lo presiento ahí, entre sábanas, / libros y zapatos, // engorda plácidamente gracias a mis temores, // el paro / la soledad / la ausencia de respuestas / los sollozos de madrugada // vive de mis fracasos»). EPÍLOGO
Cierro el libro del cuento de mi vida. He obviado que hubo y hay más gorrinos, pero yo ya estoy hasta el coño: que se queden encerrados en sus fábulas. ANNE CARSON. ALBERTINE. RUTINA DE EJERCICIOS (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Aunque la poesía, como consecuencia de su diversificación estilística actual, cumple un amplio abanico de funciones que provocan numerosas respuestas en el lector, mentiríamos si dijéramos, si no reconociéramos en nuestro acomodamiento, que el lector no se sigue acercando a ella buscando una Verdad indiscutible. Simplemente basta con recordar la elevada función educadora que el arte cumplía, según teóricos como Hegel, hasta bien entrado el siglo XVIII al mostrar conceptos morales (lo que está Bien y lo que está Mal), históricos (la memoria del pasado como recordatorio de los errores que no hay que repetir), y bellos (el equilibrio y la armonía como motores principales de un mundo en constante decadencia). Queramos o no, por muy liberado que se encuentre el arte en la actualidad, el modelo antiguo sigue funcionando en nuestras cabezas, en nuestros modos de aproximación, y de rechazo, cuando la incomprensión alumbra la confusión del público al experimentar una obra conceptual, un artefacto que poco o nada tiene que ver con la belleza. Entonces, algunas formas del arte poético, con mayor o menor dosis de ironía y humor, nos sigue ofreciendo una partida de póquer en la que está en juego la radiografía la breve existencia del ser humano. Sea cual sea el tema, sea Marwan, en su reactualización del Ars amatoria de Ovidio, sea Agustín Fernández Mallo, dentro de su reactualización científica del verso. En ese sentido, adentrarse en la poesía de Anne Carson es hacerlo en un campo de minas totalmente señalizado, lleno de indicaciones sobre cuáles son los caminos menos peligrosos, sobre los posibles obstáculos de seguir por ese o aquel sendero. Solo hay un problema: las señales mienten. Carson, absolutamente consciente de la profundidad evocadora de la poesía, se dedica a establecer una serie de reglas a sabiendas de que las aceptaremos, de que no nos atreveremos a dudar de ellas. El primer indicativo, su propia biografía: «Nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo». Cuidado, se avecina un viaje del que es bastante improbable salir indemne. En esta ocasión, la poeta canadiense se adentra en la figura de Albertine, la amada ficticia, o no tanto, de Marcel Proust en el volumen 5 de su extensa y aplaudida obra En busca del tiempo perdido. A través de cincuenta y nueve párrafos, su discurso, inicialmente diáfano, se va oscureciendo, enroscando, tendiendo puentes entre sí hasta que el lector, acaso por azar, adquiere una visión completa de Albertine en tan solo unas pocas palabras, frases, que se complementan con los dieciséis apéndices, numerados libremente por la autora desde el cuatro hasta el cincuenta y nueve. Esta última parte, añadida para puntualizar algunas de las reflexiones anteriores, funciona no obstante como el verdadero final del ensayo, que vuelve a romper, como es habitual en Carson, toda frontera tradicional literaria para llegar al punto de fuga, a lo indecible, a la vida en sí. Otra pista falsa, párrafo 10: «Albertine no le llama al narrador por su nombre en ninguna parte de la novela. Ni ella ni nadie. El narrador insinúa que su nombre propio pudiera ser el mismo nombre propio que el del autor de la novela, i.e., Marcel. Supongamos que es así» (p.13). Pero lo cierto es que, tal y como señaló un lector en 2014, el nombre de Marcel sí que aparece, al menos, cinco veces. ¿Entonces? Bueno, Carson decide potenciar el discurso: en el párrafo 2 arguye que «El nombre de Albertine aparece 2.363 veces en la novela de Proust, más que el de cualquier otro personaje» (p. 9). 2.363 frente a un número nimio, ridículo. Nada más que decir. El logro de los párrafos reside en su silencio, en su extrema brevedad al analizar a Albertine, demostrando que los fastuosos, enormes, interminables tomos llenos de reflexiones pueden ser, quién sabe, absolutamente inútiles y estériles. La labor de concentración, que va desde la estadística a la condición femenina de la protagonista, nos ofrece una investigación que busca, igualmente, quitarnos la venda de los ojos, hacernos ver que la multiplicidad de interpretaciones, en realidad, no está reñida a la hora de sacar conclusiones sobre el mensaje, y las intenciones, de su autor. Aquí una muestra de todo ello:
«27. A) A veces, mientras duerme, Albertine se despoja de su kimono y yace desnuda. B) A veces, entonces, Marcel la posee. C) Albertine parece no despertarse. 28. Marcel parece creerse el amo de tales momentos. 29. Quizá lo es. En este punto, dicho sea entre paréntesis, si tuviéramos tiempo podríamos hacer varias observaciones acerca de la similitud entre Albertine y Ofelia —la Ofelia de Hamlet—, comenzando por la vida sexual de las plantas, que tanto Proust como Shakespeare disfrutan usar como el lenguaje del deseo femino. Albertine, igual que Ofelia, personifica para su amante la juventud en flor, pero también la castración, la pérdida, la amenaza y el puro obstáculo. Albertine, igual que Ofelia, está condenada por un voraz apetito sexual cuya expresión se le niega. Ofelia lleva su apetito sexual al río y lo ahoga entre plantas acuáticas. Albertine distorsiona el suyo en la falsa consciencia de una planta del sueño. En ambos escenarios el hombre parece estar en control del libreto, aunque él mismo se enreda en las artimañas de la mujer. Por otra parte resulta difícil decir quién engaña a quién» (p. 23). En todo este monólogo, Alfred Agostinelli, el chófer de Proust, tiene un papel creciente a la hora de analizar Albertine, acaso por transposiciones entre lo autobiográfico y lo ficticio. Aclararlo, sin embargo, sería invalidar la experiencia estética que supone llegar a ese punto dentro del ensamblaje de Carson. Podríamos indagar sobre los aspectos que rodean los apéndices, sobre la construcción de Carson, sobre su intención final. Pero qué juego nos habríamos perdido, entonces. Quizá, por no malograr más esa rutina de ejercicios, terminaremos con uno de los apéndices fundamentales, ya que resume todo lo dicho anteriormente (y bien podría sustituir por entero toda la reseña): «“Apéndice 33 (b) sobre metáfora y metonimia”. Ahora que lo pienso de nuevo, la diferencia entre «una cabañita» y «se incendió» no aclara nada sobre la metáfora y la metonimia. Algo dice, no obstante, acerca de lo frágil que resulta la aventura de pensar. El día que decidí resolver de una vez por todas la diferencia entre metáfora y metonimia, fui a la biblioteca, tomé un montón de libros, leí diferentes partes de cada uno, redacté unas notas veloces en trozos de papel y volví a casa, esperando ordenarlas al día siguiente. Al día siguiente, ente mis notas -para entonces desorganizadas e incomprensibles-, encontré esta inquietante y ejemplar «cabañita» que podría o no haberse «incendiado». Y aunque no pude recordar el contexto, cometí la negligencia de no registrar su origen y tampoco comprendía cabalmente su relevancia en el asunto de la metáfora y la metonimia, la «cabañita» me pedía a gritos que no la abandonara. Queda como un muy buen ejemplo, sólo que no sabemos de qué» (p. 69). CHARLES SIMIC. EL MONSTRUO AMA SU LABERINTO (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO En uno de los relatos de El oro de los tigres (1972), ‘Los cuatro ciclos’, Borges estipuló los cuatro ejes por los que se movía la literatura de la Antigua Grecia: a) la conquista de una gran ciudad y su cruenta batalla, b) el regreso y el redescubrimiento de su protagonista, c) la búsqueda y el triunfo final, y d) el sacrificio de un dios. Si bien no le faltaba razón al afirmar que nuestra tarea era seguir narrándolas y transformándolas, a la luz de los últimos desarrollos del arte y la literatura, despojados de términos y períodos forzados, también podemos afirmar, con la tranquilidad del que no necesita mayor justificación, que ese edificio hace ya tiempo que se derrumbó. El espejo mimético en el que el ser humano se miraba, nos guste o no, se ha roto en miles de pedazos. La realidad, pues, fractal, fragmentada en pequeñas historias, es el ingrediente básico que cocina Charles Simic durante la lenta, aunque sabrosa, cocción de El monstruo ama su laberinto, publicado por Vaso Roto, que ya desde su magnético título nos indica una de sus claves: el empeño obsesivo que ponemos en guarecernos siempre en el mismo refugio, temerosos de salir, dominados por el miedo ante la novedad. Esa sería, no obstante, una lectura tan reduccionista que, ante el posible sonrojo de los potenciales lectores, habría que otra: la fascinación y el placer que producen la vuelta continuada sobre los mismos asuntos. Entonces, ¿cuál es la correcta? La respuesta es tan apabullante como desconcertante: ambas. De un lado, el laberinto de las ciudades, de nuestras propias habitaciones, de nuestra propia mente (la más traicionera de todas), confundiéndonos con sus distracciones y sus reglas, sus leyes que dominan nuestra biología y nuestro pensamiento (no sea un círculo, piense como un cuadrado). De otro, el laberinto de nuestros intereses, de la necesidad de profundizar en los mismos temas a fuerza de desgastar sus corredores, las mínimas muescas de sus paredes. En ese difícil equilibrio, entre el miedo y el viaje, es donde Simic comienza a hablarnos. Así pues, si retomamos la idea de Borges, podemos aducir que, en realidad, estos cuadernos simbolizan una conquista autoconsciente, un duelo mental en el que Asterión, como en la homónima historia, no muere, sino que, debido a su astucia, sobrevive más allá de su confinamiento, aunque nunca llegue a escapar de éste. No obstante, Simic, consciente de los artificios de la escritura, despliega en cada una de las cinco partes una serie de temas enroscados, ciertamente tramposos, que, jugando con la mentira, la esencia y la ficción, van ahondando en la creación poética, la crítica social, la ridícula estrechez de miras de las personas y, en definitiva, la intensa necesidad del humor hoy en día, pase lo que pase: «Si yo aventuraba una crítica, se cabreaba. ¿Quién te crees que eres? Un listillo, me espetaba, y se negaba a hablarme de libros durante días. Stanley era puro entusiasmo. Yo mismo sentía vértigo al pensar en la nueva lectura que me esperaba en casa» (p. 21). Por decirlo de otra manera, Simic, hable del mundo posterior a la Gran Guerra, hable de la poesía, toma literalmente la frase de Héctor Mann cuando, en El libro de las ilusiones de Paul Auster, comenta: «Si todo el mundo hace las mismas preguntas, a lo mejor hay que contestarlas de manera diferente, sólo para mantenerse despierto» (p. 94). Si la vida insiste con las mismas cuestiones, solamente hay que inventar nuevos modos de acercarse a ella.
En esa línea, la visión de Simic, aunque ficcional cuando se aproxima a la autobiografía y al poder del humor, contiene una crítica bastante profunda al sinsentido actual que domina el siglo XX desde la Gran Guerra. En unos tiempos, cabría imaginar, en los que las humanidades son más necesarias que nunca, puesto que fundamentan el saber del presente, avisan de los errores del pasado, y abren nuevos caminos hacia el futuro, las letras sufren, en cambio, una lenta agonía provocada por la ceguera institucional y la falta de intuición sobre la vida: «La estupidez es la especie secreta que los historiadores les cuesta identificar en esta sopa que no dejamos de sorber» (p. 34); «También Gombrowicz solía preguntarse cómo es que los buenos estudiantes comprenden las novelas y poemas que leen, mientras que los críticos literarios dicen mayormente disparates» (p. 87). Aún más, esas situaciones van penetrando a través de las capas de sentido hasta llegar a la propia sociedad, desorientada en lo que a justicia social y política se refiere: «La enorme multitud aclamando al dictador; los rostros sonrientes de los niños dándole la bienvenida con flores. ¿Cuántas veces lo he visto? ¡Y siempre la misma niñita rubia haciendo una reverencia! Aquí está de nuevo, rodeada por las botas de caña alta de los dignatarios y un par de perros policía atados en corto. El monstruo en persona le da una suave palmada en la cabeza y le susurra al oído. En vano busco a alguien con semblante preocupado» (p. 12). Sin embargo, es en el expandido territorio de lo poético donde Simic ofrece sus más agudas reflexiones. A distinciones entre los campos creativos relacionados con la palabra («El poeta ve lo que el filósofo piensa», p. 43), le sigue también un particular elogio del montaje, de la estética de lo fragmentario (disperso y ensamblado a la vez en un poema): «El azar como una herramienta con la que romper nuestras asociaciones cotidianas. Una vez rotas, emplear uno cualquiera de los fragmentos para saltar a lo desconocido» (p. 55); «La poesía es una manera de pensar por medio de afinidades» (p. 69). De manera complementaria, El monstruo ama su laberinto también contiene una serie de pensamientos relacionados con la levedad del verso y su poder de transformación: «Quiero mostrar a los lectores que las cosas más familiares que les rodean son ininteligibles (…) La poesía es un modo de conocimiento, pero la mayor parte de la poesía nos dice lo que ya sabemos» (p. 58). Al fin y al cabo, Simic traza un mapa en el que perdernos, pero también en el que encontrarnos, aunque la huida sea, en cierto modo, algo imposible de realizar: ya se sabe, «me dan té, / me dan café, / todo me dan de buena fe / menos la llave de la celda» (p. 49). KATHLEEN RAINE. UTILIDAD DE LA BELLEZA (Vaso Roto, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Aproximarnos a la historia cultural del siglo XX, todavía hoy eminentemente occidental a pesar de términos como multiculturalismo, se asemeja a las sensaciones que produce una montaña rusa: rapidez (por la proliferación de movimientos, teorías y autores que se van superponiendo y devorando entre el conflicto de lo global y lo local), vértigo (por ese vaivén de alturas que difumina las fronteras entre el arte elevado y la cultura de masas popular), desorientación (por ese continuo movimiento en el que uno no sabe muy bien a dónde pertenece) y, por extraño que pueda parecer, una absoluta sensación de vacío (porque la adrenalina al final deja paso a la rutina y lo conocido). No en vano, fue la época que hasta ese momento más pérdidas había acumulado: la confianza en el progreso, la influencia de los medios de comunicación tradicionales, la superioridad de la palabra sobre la imagen, o el peso de las tradiciones populares, lo que acabó por producir una fuerte sensación de nostalgia y desazón. El debate entre la tradición y la novedad se polarizó rápidamente, pero, de entre todas estas pérdidas, el concepto tradicional de belleza, asociado hasta entonces a elementos como la perfección, la pureza, la simetría o el decoro, sufrió un doble golpe mortal con la irrupción de la estética de la fealdad, asociada a lo visceral y a lo puramente carnal en los escritos de ensayistas como Georges Bataille, y con el desarrollo de los medios de comunicación de masas y la urbe, que distraían al ser humano de lo verdaderamente importante: la atención a la profundidad de la naturaleza y de lo cotidiano. Este hecho, que no pocos artistas celebraron, es el punto de partida para la poeta y teórica inglesa Kathleen Raine en su reivindicación de una belleza de raigambre abstracta y platónica a través de los distintos ensayos que componen Utilidad de la belleza, publicado por Vaso Roto: “Sobre el símbolo”, “Sobre lo mitológico” y “Utilidad de la belleza”, recogidos originalmente en Defending Ancient Springs (1967). El primero, “Sobre el símbolo”, sirve de introducción a la verdadera cuestión mediante la dicotomía entre el avance imparable de la filosofía positiva, con su exaltación de lo material y su influencia en autores como Empson, y el detrimento de la tradición simbólica, de influencia neoplatónica, cultivada por otros autores en el pasado como Yeats, Keats, Shelley o Milton. Así, como consecuencia de esa negación de lo metafísico, el poeta no puede trascender la realidad y, por ende, imaginar, acceder al plano simbólico que demanda, según Raine, la verdadera poesía: Aquellos para quienes el mundo material es el único plano de lo real son incapaces de entender que el símbolo —y la poesía en sentido estricto es discurso simbólico, discurso por analogía— tiene como propósito principal la evocación de un plano a través de otro; deben encontrar otros usos para la poesía o bien admitir con franqueza que no les sirve para nada. (p. 14) De esta manera, a diferencia de la elevación que produce la poesía de Milton o Blake, muchos poetas se han dejado seducir por la simpleza de lo aparente, por lo sensible y por el sentimiento personal (algo que está más que curiosamente aceptado en la actualidad). Y bien valdría la pena repetir elevación, pues para la ensayista inglesa es el poeta quien realiza una labor de correspondencia, de ajuste, entre dos planos: «pensamiento a imagen deben ser una sola cosa (sencilla), perfectamente hecha realidad en la imagen (sensitiva) y sentida como vivencia (apasionada) y no meramente aprehendida como concepto. En esto se distingue el poeta del filósofo; no en ninguna diferencia en la naturaleza de sus temas, sino en el modo de experimentarlos: donde la filosofía establece distinciones, la poesía aúna, creando siempre tonalidades y armonías» (p. 15). Lo simbólico no reside en ofrecer meras metáforas, instantáneas de un decir más indirecto, sino en recoger todo un modo de observar y sentir la realidad, de trascenderla, mejor dicho, hacia los símbolos inmutables que conforman la vida humana. Esta inmutabilidad a través del tiempo es posible gracias al papel indispensable de los mitos, objeto principal de “Sobre lo mitológico”, como unidad cultural y lenguaje universal de las civilizaciones. Esto es importante, ya que, a diferencia de las épocas pasadas, en las que la cristiandad había perpetuado esa tradición clásica anterior, lo simbólico ha devenido en un lenguaje privado, fragmentario, que no puede ser así contrastado y/o complementado con otras impresiones. De esta manera, si el poeta no puede, por decirlo de otra manera, completar su conocimiento del mundo, su acceso a éste es incompleto y, por tanto, mundano:
En Inglaterra es sobre todo en poesía como se ha expresado la imaginación nacional; y quizá por esta misma razón (porque la poesía, a diferencia de las artes plásticas, no construye ciudades por el mero hecho de su composición), la «naturaleza» ha seguido proporcionando la mayor parte de los términos simbólicos de la imaginación nacional. Para la civilización inglesa en su madurez, como para todas las razas primitivas, los «personajes del gran Apocalipsis» son «montaña y cascada, árbol y río y lago». (pp. 50-51) Así pues, la poesía permite conocer lo simbólico, pero también imaginar, en esta línea, un designio mayor, dado por la divinidad a través de lo real, que no se limita solo a la apariencia sensible. Aún más, la ausencia de elementos bellos en el entorno (en las ciudades, con sus moles arquitectónicas, grises, y la práctica inexistencia de espacios naturales) es otro de los elementos clave que nos conducen hacia la “Utilidad de la belleza”, el ensayo que da título al libro, que comienza con esta tajante percepción: ¿Qué es lo que le pedimos a la poesía hoy? Tal vez me equivoque respecto a lo que le pedimos exactamente, pero creo que no me equivoco si concluyo que el momento actual no le pide —ni recibe— lo suficiente. Mucha poesía publicada no parece marcarse ningún objetivo más allá de la descripción, a veces agradable, pero con la misma frecuencia desagradable, de cosas vistas o sentidas […] Tal vez el poeta gane algo al articular su neurosis (aunque dudo que esa sea la cura de almas que pretende ser), pero no alcanzo a comprender qué puede esperar el lector como ganancia. (p. 65) En ese sentido, dado que la belleza ha quedado anulada por el peso de lo práctico y la comodidad de la vida moderna, el arte ha quedado relegado a una serie de transformaciones rápidas sin mayor fundamento, sin mayor sentido que el proceso en sí, frente a lo que se espera, al final, de la verdadera poesía: «Pero la verdadera poesía tiene la capacidad de transformar la conciencia misma poniéndonos ante los ojos iconos, imágenes de formas sólo parcial y superficialmente realizadas “en la vida real”» (p. 73). De este modo, según Raine, la poesía, como el resto de las artes en sus respectivos campos, tiene la función, en un sentido hegeliano, de educación del espíritu, de ahí que la transmisión de valores, virtudes o episodios bellos sea fundamental. Llegados a este punto, las reflexiones de Raine pueden convencernos en mayor o menor cantidad dependiendo de la postura que adoptemos. Si, por un lado, desechamos el contexto y las tomamos literalmente, como los teóricos que se rieron del rechazo del jazz por parte de Adorno (y que ahora lo hacen cruelmente con Pokemon Go), sus argumentos nos parecerán poco más que un conjunto rancio y desactualizado sobre la poesía. Por otro, si somos capaces de tomarnos los argumentos con la suficiente flexibilidad, descubriremos razones que explican la preeminencia de lo cotidiano y, con ello, la pérdida irrecuperable de todo un mundo simbólico y de un hacer poético que ayudaría a evitar la falta de calidad y originalidad en la poesía. Mientras tanto, la montaña rusa sigue su deriva. RUBÉN MARTÍN DÍAZ. ARQUITECTURA O SUEÑO (Isla de Siltolá, Sevilla, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EL SUEÑO DE LA RAZÓN En un contexto como el actual, que sufre cada vez de una manera más agresiva la aceleración cotidiana, el gesto de ruptura radical iniciado con la vanguardia histórica y, por otro lado, la ensombrecida tradición cultural que nos precede, la escritura emerge como un nudo en el que diferentes planos artísticos, signos y contextos se funden para dar una obra única, un verdadero crisol de lecturas y experiencias personales. Con los inicios del siglo XX, las artes visuales y la literatura se traban en una serie de movimientos artísticos efímeros (algunos de ellos muy breves, como el fauvismo, que tan sólo duró una temporada), en la que la cantidad de descubrimientos técnicos y formales catapulta la novedad y la obsesión por ir más allá hacia la segunda mitad del siglo, época que ve nacer, y que termina en cierta manera, con una autoconsciencia sin precedentes con el arte conceptual y la deconstrucción literaria. El pasado se veía, se sigue viendo en cierta manera, como un archivo al que el artista podía recurrir de manera indiscriminada. Sin embargo, frente a este escepticismo o juego vanguardista, que en ocasiones cae en lo ilusorio, otros muchos autores han basado su obra en el retorno al pasado y la búsqueda de equilibrio como un filtro desde el que mirar y, por tanto, conjugar la contemporaneidad con la serena tranquilidad y las concepciones que se desarrollaron anteriormente. En esta última línea, que encierra una búsqueda por nuestra identidad, perdida en la globalización y el capitalismo feroz, se encuentra el cuarto poemario de Rubén Martín Díaz, Arquitectura o sueño. De este modo, mediante una aguda prosa poética, el poeta disecciona y profundiza en la vida de los objetos y sus efectos bajo la luna de París y, con todas sus consecuencias, la oposición aparente entre el sueño y la realidad: «Hay, por tanto, un orden sin orden sobre la faz de la tierra. Pero ¿acaso el arte no consiste en esto?» (p. 17). De hecho, este ejercicio que concentra la atención en el pasado, con los matices propios de cada autor, también se encuentra en la obra de otros poetas albaceteños, como Andrés García Cerdán (Barbarie, Rialp, 2015), David Sarrión (Breve teoría del desastre, Huerga & Fierro, 2015) o Constantino Molina Monteagudo (Las ramas del azar, Rialp, 2015). En este caso concreto, la importancia que tiene para Martín Díaz el legado artístico del siglo XX se manifiesta a través de diferentes canales que se acaban complementando y, como consecuencia, forman un telón de fondo adecuado para la reflexión sobre la ensoñación. De esta manera, podemos encontrar citas (Pere Gimferrer), écfrasis (descripciones verbales de una imagen, muy numerosas en el poemario, que van desde Lorraine hasta Munch, pasando por autores como Delacroix o Van Gogh), y homenajes (Borges y Valente), entre otros elementos, que trenzan y amplifican, como venimos diciendo, el artefacto literario: «Ese es el momento de la duda —¿arquitectura o sueño?—, donde todo se funde y no hay quien sepa distinguir realidad de imaginario» (p. 29). Desde un punto de vista, los versos dejan entrever una sustancia romántica que comienza con la nostalgia producida por la observación de un atardecer marítimo de Lorraine y acaba con la búsqueda desesperada, simbólica, de Breton de su intangible, pero no por ello menos real, Nadja por las calles de París. En esta línea temporal, donde cada instantánea conserva su propia identidad, el poeta albaceteño abre su mundo personal y apuesta por el expresionismo, por la capacidad que tienen los objetos, las experiencias, de provocar impactos que apenas pueden traducirse primitivamente a unas pocas sensaciones, palabras malogradas. Y es en este punto donde, en esta línea trazada, juega un papel fundamental la ciudad, suerte de laberinto personal, que el autor recorre como un flâneur que se detiene en los detalles mínimos, cotidianos, pero que a su vez retiene el amargor prematuro de la derrota, lo que induce a veces, como decíamos a propósito el paisajista francés, algo de nostalgia entre los versos: «La vida es un proyecto a largo plazo y no una veloz carrera de cien metros, lo sé. Hay tiempo para todo, pero todo nos requiere con apremio. / (Vértigo)» (p. 57). Desde el otro extremo, ese sentimiento romántico, propio de la poesía, se disecciona y se hace abstracción como consecuencia de la vocación ensayística de la publicación. En ese sentido, aunque en ocasiones el exceso reflexivo oscurece la musicalidad, la prosa poética se erige como autoconocimiento, suspensión, consciencia de haber estado en unos lugares determinados bajo tales o cuales efectos. El autor, aún más, asiste desde un punto de vista externo, como si fuera un narrador omnisciente, a su propia creación, esto es, a su deambular por su propio laberinto emocional. Como resultado, la escritura se concibe como, como decía Diderot a propósito de la crítica de arte, con pasión y distancia, es decir, como un momento único, posteriormente calibrado, en el que el autor lo da todo y se lanza, por decirlo de alguna manera, al más intenso de los peligros: «La vida, pues, da más al que más entrega» (p. 18); «Asimismo, crear es —como diría Borges— un acto de fe.» (p. 25); «Lo que vi al contemplar el cuadro por primera vez no fue el arte por el arte del autor, su destreza en el manejo de una disciplina, sino su propio fondo desmembrado sobre el lienzo, su verdad absoluta.» (p. 33). En última instancia, Rubén, desde su posición privilegiada y equilibrada, nos muestra cómo tradición y vanguardia, realidad y sueño, son dos pares de conceptos que, más que oponerse, poseen una infinidad de puntos de contacto perfectamente visibles para el que, en estos tiempos, es capaz de profundizar tranquilamente y adentrarse, poco a poco, en la perspicacia de lo complejo, de nuevos horizontes que conforman una resistencia en continuo movimiento y, por ello, esperanzada. AMOR Y ODIO Hoy sé que yo he nacido para amar o para odiar, sin término medio. En mí no existe la indiferencia; o me desvivo de placer por alguien o caigo en el impulso de querer partirle el alma en dos mitades simétricas. Tan pronto maldigo al hombre como busco rodearme de sus libros. Ezra Pound, por ejemplo, es un tipo interesante en sus poemas. Chejov, en sus cuentos. Larra, en sus artículos. Fitzguerald, en sus novelas. Unamuno, en sus ensayos. ¿Pero qué grado de lealtad con su entorno mostraron ellos? ¿A qué altura quedaron con respecto a sus escritos? El ser humano tiende a despojarse en sus obras de complejos y manías. Por tanto, en ocasiones odio al hombre del modo en que amo su literatura.
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