LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
GEMMA PELLICER. MALEZA VIVA (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO INSTANTÁNEAS EXPANSIVAS Durante la década de 1970 los artistas norteamericanos adscritos al land art propusieron toda una serie de obras que dialogaban con la naturaleza, todavía en peligro de extinción en aquella época, a la vez que recuperaban sentimientos románticos como lo sublime y la contemplación de la ruina. Este esfuerzo respondía, al igual que los otros movimientos artísticos de la época como la performance o el pop art, a la ruptura definitiva de los límites entre el arte y la vida. De esta manera, artistas como Roberth Smithson, Walter de Maria, Nancy Holt, Robert Morris, o Michael Heizer plantearon escenarios en los que la mirada, y de manera esencial el tiempo, quedaba suspendido en una comunicación primigenia, original, con el entorno. Sin embargo, sus propuestas, a medio camino entre el paisaje, la arquitectura y la escultura, levemente invocada como defensa artística, planteaban un problema conceptual decisivo: la pura negatividad de la escultura, esto es, la combinación de exclusiones, que la llevaban desde el no-paisaje a la no-arquitectura, según la ensayista Rosalind Krauss. Desde entonces, no es extraño encontrar a la escultura en el campo expandido, en la convergencia de una serie de conceptos, reivindicaciones y métodos que, de una forma híbrida, desdibujan las líneas entre los géneros para penetrar en nuestro espacio, para plantearnos nuevas preguntas. En ese sentido, el campo de la literatura tampoco se ha mantenido al margen de estos cambios e hibridaciones, de los que Maleza viva es otro ejemplo más que demuestra la potencia de la palabra, la importancia de la comunicación serena, meditada, entre el artefacto literario y el lector y, de hecho, la acción, pues la publicación incluye una serie de semillas para alegrar, colorear un poco más, nuestro entorno. Con una propuesta inicial asentada en el microrrelato, género todavía por estudiar, la escritura de Pellicer toma préstamos y moldea en consonancia sus creaciones al fuego de la poesía, el aforismo e, incluso, el microteatro, de forma que cada historia, en su sobriedad breve, se erige como una arquitectura única llena, igualmente, de resquicios por los que lo literario se desparrama, chorrea, sugiriendo, comunicando a pesar de todo. Aún más, cada pequeña historia conecta mediante el caos —la fuerza entrópica que también movía las obras del land art— con el resto, de manera que al final queda elaborado un tejido imperfecto, con múltiples sentidos. Como consecuencia, el libro se erige como una constante búsqueda en la que se funden la extrañeza, el humor, la ironía, la dureza, la incomprensión del mundo y, sobre todo, lo onírico, fuerza motriz de la mayoría de las historias, que deja entrever que el sentido definitivo de la vida nunca termina por llegar como en ese sueño delicado, perfecto, del que luego no nos acordamos. En este sentido, el microrrelato en continua elaboración, como ente que no tiene por qué ser totalmente perfecto, abarca una gran variedad de perspectivas, lo que supone uno de los grandes aciertos de la publicación. De este modo, ‘Leve realidad’ nos anuncia la dificultad para aprehender la luz, la ceguera, en un sentido batailleano, que nos rodea, principio que siguen otras historias como ‘Horizontes infinitos’, con la puesta en escena onírica beckettiana y el sinsentido que muchas veces rodea las verdades más claras, ‘Ora pro nobis’, con un escenario marcado por la lucha entre la naturaleza y las construcciones sociales impostadas, y ‘A precio de saldo casi’, una reflexión más política, directa, irónica, que refleja la realidad de nuestro país. Aspectos que se complementan con otras historias más leves, propias del género, adscritas dentro de la metaliteratura y el homenaje, como sucede en ‘El Frankenstein de Mary Shelley’, que busca volverse real, ‘Tentación’, una magnífica reelaboración del origen del pecado que nos acerca las antiguas historias, o ‘Puro tecnicismo’, donde un personaje reflexiona sobre su condición, al igual que en otras muchas situaciones. Esto hace que Maleza viva se erija como un viaje, tal y como queda reflejado en ‘Navegación’, en el que el tiempo y la memoria de los instantes efímeros resultan esencial, como demuestran ‘El presente continuo’, ‘Estela de pájaro’ o ‘Emboscada’, historia que junto con ‘El que ahora soy’, buscan reivindicar el triunfo, pese a todo, del tiempo natural, de un susurro, en definitiva, perceptible sólo para los que buscan en cada rincón una nueva sensación. EL ESCULTOR Cuando el artista estaba a punto de terminar su obra, ella consideró llegado el momento de que le insuflara alguna impureza que la hiciera verdaderamente completa, pero el escultor no parecía dispuesto a escucharla. —La completud del ser roza lo putrefacto —le había desvelado en un hilo de voz apenas audible. DESTELLOS Guardan ciertas casas ajenas el misterio del espacio conocido, como si sus muros contuvieran, rezumantes, nuestros recuerdos, y les bastara revelárnoslos de pronto con sólo mirarlas. De modo que por casualidad —cómo si no— consiguen hablarnos, convencidas de que en esa otra vida que dejamos atrás, ellas habrían asumido los vacíos en sombra que exudamos a despecho de nuestras siluetas perfectamente inmaculadas; las cuales, a duras penas, si alcanzan a contenernos.
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DAVID YÁÑEZ. HOMBRES EN SILENCIO. MUJERES SIN MAQUILLAJE (Baile del Sol, Tenerife, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Con Hombres en silencio. Mujeres sin maquillaje, el segundo poemario de David Yáñez, comienza a entreverse un discurso poético sólido, decidido a tratar temas como la crisis, la pérdida del amor, la banalidad, la incertidumbre o la incomprensión. Aunque alejado de cierto espíritu analítico perteneciente a la poesía de la conciencia crítica propia de autores como Riechmann o Ismael Cabezas, los versos reflejan, con un pesimismo acentuado, la realidad económica de la población española, como ocurre en estos versos: «Antes hacía la compra en sábado / pero no quería gastar / el mejor día de la semana / haciendo una lista de las cosas que no tengo» (p. 35). De este modo, Yáñez refleja la vida de estos últimos años como una labor de supervivencia, una obsesión casi central de la humanidad que, aún más, penetra en el ideario y ocupa cualquier resquicio de reflexión o esperanza: «Mis problemas / ya nunca tienen nombre de mujer, / tienen nombre de grandes compañías / de suministro eléctrico o proveedores de gas». Por otra parte, como podemos adivinar en parte en este último fragmento, los poemas hablan en multitud de ocasiones del (des)amor desde un punto de vista nostálgico, amargo, que va dando cuenta de la ternura, del cariño pasado, hecho ceniza en la boca y el pensamiento del poeta. Desde este punto de vista, Yáñez muestra, al igual que en otros poemas, la incomprensión social, la incapacidad de la población para comunicarse, paradójicamente, en una era en la que las nuevas tecnologías han inaugurado un campo expandido de posibilidades: «Las listas de mujeres / que no se quedaron al desayuno / construía, / nombre a nombre, / una sólida explicación / del presente, / de quién era yo» (p. 23). Más allá, Hombres en silencio. Mujeres sin maquillaje elabora un discurso sobre el paso del tiempo y los puentes relacionales que establece la memoria con el pasado, con lo que una vez fuimos, o pudimos ser, y el presente, casi lleno de fracasos y ruinas industriales y emocionales. Por eso, Yáñez apuesta por una poesía más apegada al interior del alma, a la tradición, en contra de los juegos vanguardistas vacíos y la falsa sentimentalidad: «Me gustaría escribir que a veces lloro / y que no estoy seguro de si es por ella / o por cualquier otra cosa. / Sería terriblemente postmoderno y / vacío» (p. 30).
En última instancia, los versos destilan un sabor amargo vital, una sensación de pesadez que, esperemos, tenga una solución cercana en futuras obras, como ésta, a la que solamente podría achacársele, quizá, el hermetismo en el uso de la primera persona y, por tanto, cierta incomunicación y, también, el uso de una serie de lugares comunes, fruto de la sencillez de algunos planteamientos, que enturbian a veces la percepción general del poemario, pero es al fin y al cabo la voz poética: una construcción, un continuo aprendizaje que, en futuros versos, se irá asentando. LÍNEA RECTA Es simple: cuando se hace de día te levantas de la cama, coges aliento, y haces otras muchas cosas mientras esperas que llegue la hora en que te puedas meter en la cama de nuevo. No hay héroe en esta autobiografía. CLAUDIA GONZÁLEZ CAPARRÓS. SI LA CARNE ES HIERBA (SULLY MORLAND) (La Bella Varsovia, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Es el poema una búsqueda hacia la verdad, los sentimientos o, en todo caso, el centro exacto del laberinto existencial? De ser así, ¿quién o qué espera al final? ¿Termina, o es una caza sin fin? Y entonces, ¿puede el lenguaje agujerear, siquiera, esa última quimera? Claudia González Caparrós presenta en Si la carne es hierba (Sully Morland) un inventario de perspectivas, muchas veces suspendidas o pendientes de un cumplimiento directamente inalcanzable, que sumergen al lector desde el primer poema (véase el fragmento situado al final de la reseña) en un estado de oración perpetuo tenue, calmado. Un residuo, diríamos, en el que la voz del poeta, como la nuestra, no tiene la autoconsciencia de vivir, no siente la vida como tal al quedar atrapada en la incertidumbre, en el Vacío: «La soledad resbala y atrás deja brillar, / instantáneo, / su trazo / (como la baba de los caracoles) (…) Dejar / la soledad como se deja que el camino se construya en la intuición absurda, seguir un sendero en la hierba y no mirar a los lados / y sobre todo no buscar la orilla, / Déjame (…) También mi cuerpo / se está disolviendo en esta cama, y no es doloroso / pero es triste / dejarse resbalar así, / dejarse ir» (pp. 26-27). Aún más, si algo demuestra Caparrós es la potencia del deseo, de la obsesión, a la hora de seducirnos con su cántico singular y producir como consecuencia otra caída en el abismo, otro tropiezo en la misma piedra: «La mística más tonta y cotidiana le busca una / respuesta a esta pregunta: ¿qué quedará de mí cuando la / luz se apague?» (p. 23). Los poemas se inclinan hacia la búsqueda de cualquier resquicio de luz pero, a su vez, quedan engullidos, como venimos diciendo, en su propia autodestrucción, en un final cercano, relampagueante, en el que la herida no deja de crecer, de sangrar: «Porque en cada acto y porque en cada gesto hay algo / que se rompe / hay algo que no vuelve / hay algo que es asesinado / (y esto no es lo mismo que morir) (…) Pero está bien, está bien, está bien // Este dolor, Sully Morland, me permite la vida, / este dolor del cuerpo, / este dolor tan físico y profundo, // estas posibilidades de verlo todo —de quererlo todo— / de sentirlo todo» (p. 47). De este modo, la poesía nace de un choque: la necesidad desesperada del acontecimiento, del suceso, y la calma que se destila en los versos, en la autoconsciencia, como intentamos sugerir, de que quizá nada suceda, de que quizá el silencio sea la única solución. Quizá nunca lleguemos a saber, entonces, el desenlace o quién o qué significa, más allá, Sully Morland para la autora, pero sí podemos atisbar ciertos sentimientos, no exentos de la contradicción y la incoherencia, profesados hacia ésta: «Noli me tangere a media voz / noli me tangere, me acerco a ti, el tacto es / un salto de fe. (…) Necesito de / ti para mirarte y saberme mirada, configurarme en / eso y agarrarme a eso // noli me tangere porque estoy asustada de mi piel. (…) Noli me tangere, Sully Morland, deja / que me deshaga / como si fuera nieve» (pp. 43-45). Quizá, en ese mismo punto, resida la clave del poemario: de poco importa al final la voz del poeta pues, con gran maestría, toda la atención se ha desviado hacia la enigmática Sully Morland, hacia el objeto deseante que no deja de sugerir estados y reflexiones que se van superponiendo sin parar: «Algunas veces, no obstante, sé de lo que hablo / cuando me invade una inexplicable compasión por / las cosas del mundo, un sufrimiento que me llega sesgado / y que alguien denominó distancia estética» (p. 19). A pesar de las ocasionales dispersiones de los versos en torno mensajes o metáforas poco claras, Caparrós hace gala de un estilo aéreo, sutil, originado en la más profundad meditación y exhaustividad del objeto deseante para reflejar, en última instancia, la causa de nuestra salvación… y nuestra propia perdición: «Te pregunto cosas que tú no sabes / responder, y me preguntas cosas que yo no quiero responder» (p. 25).
ADRIÁN BERNAL. TODAS LAS CIUDADES DEL FUEGO (Difácil, Valladolid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Qué supone habitar la ciudad en pleno siglo XXI? ¿Modelamos nuestro entorno o sucede al revés? ¿Nos pertenecen los espacios a la población, o la denominación de “público” es ya algo del pasado? Adrián Bernal sitúa Todas las ciudades del fuego en esta encrucijada, tan actual, que alterna el empoderamiento y la incertidumbre, lo normativo y lo creativo, con el objetivo de reivindicar, ante todo, un lugar desde el que poder hablar, un sitio, en definitiva, al que llamar hogar. Publicado por Difácil, y ganador del XIII Premio Internacional de Poesía Martín García Ramos, el poemario participa del intento de desmenuzar, si no ver a vista de pájaro, los distintos elementos de la ciudad moderna, como ocurre en el caso del magistral Las ciudades invisibles de Italo Calvino, o los versos, más intensos y directos, de poetas como Cristina Morano: «haces tuya la ciudad que habitas / poniéndola a tus pies con insolencia / y dejas que la pueblen automóviles, / que la inunden las lluvias, los turistas / o los universitarios. // Si pudieras mirarte ahora, / esperando la noche como cualquier adicto, / contando los trabajos perdidos este año, / ¿podrías afirmar que lo esperabas? / ¿Hasta dónde has ganado o perdido algo / que tuviera que ver con tu destino? // Tú tenías un nombre, / y una idea de lo que hacer / con el tiempo que te correspondiera» (Las rutas del nómada, p. 20). Desde luego, se podrían destacar otros muchos autores y corrientes, pero, a riesgo de caer en la simplificación, cabe situar el poemario en su misma, y terrible, actualidad: precarización de la vida, capitalismo emocional dominante en casi todos los elementos diarios (instrumentalizar a las personas, cuantificar los sentimientos), pérdida de la libertad de expresión gracias a la Ley Mordaza, etc. En un tiempo en el que, paradójicamente, el ser humano debería modelar su futuro, sentir la ciudad como algo propio, se produce, sin embargo, una desconexión: «se calcinan babilonias, / se funden vinilos / como papel en blanco / que alimenta otras palabras, / otros sonidos, / y reímos inmisericordes, / satisfechos / al comprobar / que nos arden las manos / y que ya es imposible / del todo / controlar / este incendio» (p. 20). El lugar aparece, como en los versos citados de Morano, como algo lejano, impropio, aunque sea en ese preciso momento donde la literatura, en relación a la teoría sostenida por Vicente Luis Mora en Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura, muestre su poder: la recuperación del sitio público mediante la escritura, la rememoración, la ferviente creencia, como ocurre en este caso, de que todavía hay esperanza a pesar de todo. Si la escritura tiene un lugar físico, también real, corpórea, es su reivindicación: «entonces la ciudad será con nosotros o contra nosotros / pero no sin nosotros» (p. 16). Aún más, frente al tiempo de la máquina, los objetos, el contacto “frío”, Adrián Bernal apuesta por lo íntimo: «nos ponemos en marcha y comienza la música, / a través de los cristales escucho la lluvia caer, / cierro los ojos / y siento cada gota en la cara, / cada nota, / cada acorde, / el tempo siempre el mismo: mi corazón que late» (p. 25). Dado que la ciudad arde y reclama a sus habitantes, el poeta alicantino resalta, a la vez que lamenta, el papel de la poesía: «los poetas ya no escriben poesía, / maldicen, aúllan, amuelan / hojas de afeitar, / se despiertan al alba, madre, / sobreviven. / Los buenos poetas ya no escriben poesía, / la vida dura demasiado poco / escondida debajo del colchón, / guardada a puñados en los bolsillos del gabán, / resumida a la deriva en una botella» (p. 56). En definitiva, desde un estilo directo, impotente, desesperado ante la situación actual y, como resultado, ardiente, doloroso, Adrián Bernal trata de situar la poesía en su contexto, en su espacio de ejecución para que así la ciudadanía, a la vez que el cariño y el amor, pueda sentir su hogar, su santuario, su banda sonora, diríamos, perfecta: «haz lo que sea preciso, sonríe, / roba, / mata, incluso / sueña, / pero que no deje de sonar la música, / viejo amigo» (p. 62). DULCE INTRODUCCIÓN AL INCENDIO [Fragmento]
Las calles, mi amor. Son estas calles las que nos vuelven locos. Estas calles nuestras que ya no conocemos. Estas calles nuestras abatidas por el frío o el calor. Estas calles abatidas y aun así no muertas. No muertas y aun así tampoco vivas. No del todo. Calles con grandes rótulos en las puertas de las casas y los comercios. Grandes rótulos como heridas monstruosas deletreando carnicerías, deletreando comisarías, deletreando bancos, franquicias, fosas comunes. Grandes rótulos como yugo en el cuello de los niños, de los esclavos, de burócratas, de animales; rótulos gangrenados por el peso de los días, por las piedras arrojadas desde los televisores, los campanarios, los palacios de invierno; rótulos cuya resina moribunda desciende las paredes y cubre el cemento y nos adhiere a una tierra sin dueño, como si un hombre o una mujer perteneciera a un lugar cuyo polvo no ha mordido. ERNESTO FRATTAROLA. UNO (Isla de Siltolá, Sevilla, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Se puede nombrar el dolor? ¿Cuándo actúa? ¿Duele más al echar la vista atrás? Desde la Isla de Siltolá, editorial que nutre de una manera envidiable y alocada la poesía nacional, Ernesto Frattarola intenta en Uno, su segundo poemario, aprehender lo invisible, el lento pero seguro paso del tiempo que, con la muerte, detiene el segundero en el momento más inesperado. De hecho, desde el título, Frattarola ya plantea una cuestión fundamental de la literatura de las últimas décadas: la identidad, la unicidad de una persona, situada entre el cero (la Nada), el uno (uno mismo) y el dos (la pareja, el amor). En esta encrucijada, la misión, como en otras ocasiones, falla de antemano, pero permite saber, en todo caso, qué lugar tiene o, mejor, de qué manera puede combinar el ser humano esas distintas capas, vidas, para intentar salir indemne. Aún más, muchos escritores han tratado esa duplicidad: desde Marcel Chateaubriand («el hombre no tiene una sola y única vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y ésa es la causa de su desgracia», citado en Paul Auster, El libro de las ilusiones) a Javier Moreno («los seres humanos aspiramos a ser más de uno. No nos basta con ser una sola persona. De ahí la necesidad de vivir aventuras, de tener dos mujeres o dos hombres o dos trabajos. Aunque al final esta dualidad sea insostenible. El problema es que los seres humanos somos más de uno pero menos de dos. Se trata de una superdotación y al mismo tiempo de una tragedia», Alma). Se podrían citar, insistiendo en ello, otras muchas referencias, pero al menos estas dos, breves y certeras, permiten añadir algo sobre la encrucijada: supone una verdadera tragedia, en el sentido de obra de teatro barroca, existir entre esos dos puntos tan ambiguos, tan difuminados cómo para tener claro qué es uno, o qué parte de los demás lleva consigo: «lloro por este alfabeto en ruinas. / Por la esfera del ruido. / Por ver. Por no haber visto. / Por esta casa siempre a veinte grados.» (p. 21). El lenguaje, como muestran esos últimos versos, sirve de poco, o nada, a la hora de ahondar en el dolor, en el sufrimiento interno, invisible. Es ahí, precisamente, donde la poesía de Frattarola entronca con una gran tradición en el ahondamiento sin compasión, directo, de la herida, que tiene una de sus grandes figuras en Alejandra Pizarnik. Ella, en constante estado de agitación. Ella, que no pudo soportar siquiera el flujo de la vida, escribió: «el poema que no digo, / el que no merezco. / Miedo de ser dos / camino del espejo: / alguien en mí dormido me come y me bebe» (Poesía completa, p. 116), impacto, cicatriz en carne viva, muy relacionado con muchos de los versos de Frattarola: «se puede pronunciar lo que no existe. / Tu nombre» (p. 28), «quién te decide, / quién te modela. / Por qué escribir es escribir un nombre. // Qué significa un nombre» (p. 57). La poesía de Frattarola, en definitiva, trata de medir el paso del tiempo y, un paso más allá, de combatir la muerte, el Vacío, el destino que, en uno u otro momento de nuestra vida, habremos de afrontar. Con una marcada nostalgia que ensombrece algunos de los poemas de Uno, el poeta barcelonés muestra la riqueza que hay detrás de los temas más simples y claros, la complejidad misma de la existencia: de ser uno o dos, de ser un cero silenciado al fondo del tiempo. MEMBRANAS
Si viviera otra vez, me acordaría de mi nacimiento como me acuerdo ahora de mi muerte. Caminaría como un perro gris, como camina un hombre que no quiso. Husmearía las noches, los huecos, los buzones. Me dejaría crecer los dientes y la lengua. Si viviera otra vez, / no lloraría más. Con un puñal para romper membranas, rompería membranas. Inventaría un espejo desnudo, un cuerpo sin cristales. Lo llamaría yo. Me abriría la piel para guardar dos nombres. Si viviera otra vez, nacería. Sin luz, sin profecías, sin herencias. Y fundaría mi propio cansancio. Y dormiría en el único vientre. Si viviera otra vez. Si viviese. ELENA BARRIO. HORMIGAS EN EL AIRE (Valparaíso, Granada, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Cuánto dolor es capaz de soportar el ser humano? ¿Es posible expresar ese torrente sangriento, o es el lenguaje un artefacto fallido de antemano? ¿Cómo traducir entonces la cicatriz? Quizá nunca sea posible efectuar labor de transcripción, y muy probablemente nunca encontremos una respuesta que siquiera se acerque a la cuestión, pero es indudable que el lenguaje, y el verso como modelo, tiene todavía capacidad para apelar a las emociones y, de este modo, hacer de flecha directa hacia el profundo y complicado abismo de lo humano. De este modo, y desde diferentes perspectivas, algunos de los numerosos autores del panorama poético español, tales como Luna Miguel, Alberto Acerete, Berta García Faet, Álex Reig o David Sarrión, han virado hacia la confrontación del dolor, del vacío social y afectivo y, sobre todo, del fracaso. En esta línea, que conecta a varios autores y muestra, una vez más, que el ejercicio de escribir tiene un espacio, se hace en un contexto determinado por una serie de malestares (el capitalismo emocional en definitiva, atendiendo a las temáticas comunes), se sitúa el primer poemario de Elena Barrio, Hormigas en el aire. Obra que, como recorrido principal, ofrece un palimpsesto de sensaciones, de contrastes que se van superponiendo sucesivamente desde la angustia, el desasosiego y la soledad hasta el placer y la celebración de la vida como algo inevitablemente doloroso, pero bello y único a su vez. De este modo, los poemas reflejan el miedo hacia el exterior («me devuelve al útero, donde no necesitaba sentido, / donde el mundo no podía herirme», p. 13), el duelo entre el deseo y lo que la vida, de una manera normativa, acaba dando: «las sirenas regias / no viven en aguas turbias» (p. 25), e incluso una cierta apuesta por la pureza del sentimiento que, aunque pueda conducir a la sombra de la alteridad, mantiene un candor juvenil: «soy la niña de fuego de / ojos acalorados / sin color latente» (p. 22), hecho que, diríamos, convierte todo el poemario en un estado de oración perpetuo, dirigido hacia ninguna parte, en el que el lenguaje fluye libremente con violencia, con una fuerza que, por el desarrollo comentado antes, va guardando una esperanza desesperada en que las cosas pueden mejorar. En especial, la serie de poemas titulada “Ansiedad” muestra esta desesperación agresiva producida por el desencuentro con la otra persona, con el sentimiento amoroso: «me he destruido tantas veces / que no recuerdo la última vez / que me quise. / Rezo para que la aniquilación / pase de largo entre crisis y crisis, / entre violencias huracanadas / de las que nadie me puede hablar» (p. 28). El dolor lo inunda todo, en efecto, en una manera muy cercana a la poética igualmente desesperada, arriesgada, perdida ya de antemano, de Alejandra Pizarnik, cuya ‘Sala de psicopatología’, por ejemplo, entronca con lo que Barrio grita en sus poemas: «porque —oh viejo hermoso Sigmund Freud— la ciencia psicoanalítica se olvidó la llave en algún lado: / abrir se abre / pero ¿cómo cerrar la herida?» (Poesía completa, p. 415). No obstante, como contraste, también hay una apuesta, en relación también al duelo con lo normativo, por lo cotidiano, por una vida normal lejos del dolor incesante de la incertidumbre, de no saber nada, de sentir sólo angustia: «está cansado. / Estoy cansada. / Colócame con normalidad y aburrimiento. / Necesito calma, tedio» (p. 30). La voz de Elena Barrio, como otra cualquiera, también se extingue, se apaga, queda en susurro y refleja, mediante la quietud momentánea, los innumerables procesos que nos atraviesan a diario, las derrotas y, como consecuencia, el cuerpo como una ‘Tela translúcida’: «hoy me siento / translúcida, veo / las carreteras / al levantar las manos / llenas de sangre / con prisa. // La visión / me marea, me / recuerda / que la ansiedad / hoy me puede. // No es buena compañía, / cuando intentas dormir / respirar, sentir, / vivir los minutos / en sus sesenta segundos» (p. 39).
Sin embargo, mientras que en la primera parte, dominada por el dolor, por la profundidad de lo indecible, resulta evocadora, sugerente y profunda, conforme el poemario avanza, y se abre a la alegría, el placer o el amor desbocado se vuelve algo más personal, hermético, a la vez que arquetípico, en versos como «lleguemos juntos / sin quemaduras de cigarros sobre la piel / con el corazón gastado de rencor / expectante de besos mojados» (p. 66). Hormigas en el aire muestra, en su doble vertiente, el peligro del vuelo hacia el sentido vital, el riesgo que entraña dejarse llevar, en su fragilidad, por un viento que sopla desde todos lados y cuyo final, por desgracia, no es seguro ni conocido. En definitiva, el dolor de una vida que está comenzando y que, contra todo pronóstico, todavía guarda muchos tesoros por descubrir, estén éstos, para la autora, interconectados, desdibujados, como el ‘Elastic Love’: «amor contorsionista / tan elástico / que deja de doler: / el placer desbocado / en el punto de mira. // Amor contorsionista / en besos mojados, / rodillas temblorosas: / recuerdos vibrantes / que empujan al anhelo» (p. 92). ALBERTO ACERETE. YO QUIERO BAILAR (La Bella Varsovia, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO Qué es la realidad? ¿Cómo la producimos mientras vivimos? ¿Es existir sinónimo de vivir? ¿O es la vida más bien un ejercicio de supervivencia? Preguntar, evidenciar las fracturas, más que responder, es una de las principales tareas del arte en la actualidad. En un siglo en el que, efectivamente, la realidad se ha vuelto múltiple y el capitalismo ha inundado todos los aspectos de la vida cotidiana, la identidad supone una de las cuestiones más problemáticas: ¿y si en realidad todo está pre-fabricado y no existe lo “personal”?, podría preguntarse más de uno. Aún más, esa es la conclusión de algunos teóricos como Eloy Fernández Porta, referencia ineludible en el estudio de la temporalidad, la mercantilización de los afectos y la identidad que, con el término €®O$ incide en el vacío íntimo del consumismo: el euro (el mundo del consumo en su fase hiperconsumista), la marca registrada (el sujeto distintivo de esta fase), el cero (la ausencia de capital, su denegación por valores contrapuestos a lo financiero, y la intimidad como vacío), y el signo del dólar (la dimensión transferencial, intercambiable o relacional de esta fase, pues ambas monedas definen su valor por la comparación) (€®O$. La superproducción de los afectos, pp. 9-11). En este cruce de tensiones, pérdida e incertidumbre se sitúa, verdaderamente, el último poemario de Alberto Acerete, Yo quiero bailar, publicado por La Bella Varsovia, editorial que, junto con la Isla de Siltolá, es una de las mayores exponentes de la poesía joven. A lo largo del poemario la intensa y siempre creciente fragilidad del ser humano es el principal leitmotiv de la poesía de Acerete: «la precariedad convulsa del centeno» (p. 23), «que es cuestión de fe / toda crisis del origen» (p. 27), o «por eso, / familia en mano, pido / que nos dejen de engañar: // el amor no es más accesible / que la mentira» (p. 90). No obstante, y al contrario que buena parte de los artículos actuales, esa debilidad queda resaltada por el conflicto con los orígenes, con la familia, en lugar de las nuevas tecnologías o los medios de comunicación. Más que dejarse inundar por la información, el poeta entronca con sus orígenes, con el trauma de una infancia que jamás volverá: «ojalá pudiese haberte oído / ojalá te hubiese escuchado decir / si bien no / que sientes orgullo / lo mismo que ha pensado al rechazar la dispuesta // gracias / gracias / gracias // por haberme dado la vida» (pp. 30-31). Esto es importante porque, por lo que comenta el propio autor en el Cuestionario literario de Culturamas, los diversos productos de la cultura de masas, como la televisión, forman parte de lo que entendemos por “cultura”. Esta visión, que está relacionada con la conocida visión de Andy Warhol, explica el título del poemario, el estilo de algunos de sus versos y, también, algunas de las respuestas del autor en el ya mencionado cuestionario: «¿Cuál es su idea de felicidad perfecta? Fastfood y telebasura. Viajar en coche cuando tenía cinco años (…) ¿Cuál considera que es la virtud más sobrevalorada? La sinceridad» (Cuestionario literario de Culturamas). El carácter violento, místico, de las relaciones familiares en el ambiente rural, de este modo, también entronca con la introspección, autoconsciencia diríamos, de la temporalidad, de las consecuencias del presente, o la a veces exagerada idealización del pasado y la melancolía: «yo // que confundo tanto / amor romántico y cobijo. // En Belén estaría / recostado en los cimientos, // como un perro en la autopista / creyendo aún en el hogar» (p. 72), «Pero hemos nacido con suerte: // no / somos gente así. / ¿Como quién?, las escrituras. Gente como aquellos hombres: / ficción y lenguas de fuego. Realidades póstumas. Soledad» (p. 82). Todo ello, además, tratado con un estilo total, sin tonos grises, en escenas en las que por esa influencia de lo místico, de lo arcano, no hay grietas, dudas, como recuerda Fernández Mallo: «entender cómo es el mundo fijándose únicamente en los estados iniciales y finales de las cosas, sin preocuparse de cuanto ocurre en medio de ambos» (Limbo, p. 10). No obstante, desde una perspectiva general, los poemas a veces resultan demasiado herméticos, autobiográficos quizá, haciendo que la comunicación con el lector se interrumpa y le reste fuerza a la obra que, de hecho, tiene por otro lado una mayor concentración en el poema (artificios, recursos, aspectos formales) que la poesía en sí (el carácter orgánico, la fluidez, las metáforas potentes), lo que la convierte en un discurso acelerado, continuo, en el que se echan de menos más imágenes mentales.
En definitiva, Acerete explora desde una voz íntima, incluso innovadora, la estrecha relación entre la infancia, la identidad y el tremendo peso que tiene todo ello en las relaciones amorosas, en las decisiones, de cualquier tipo, haciendo que en muchas ocasiones, a pesar del ritmo acelerado de la vida, necesitemos un descanso: «es domingo. Llamaría verano a este exceso de expectativas» (p. 53). ÁNGEL GRACIA. CAMPO ROJO (Candaya, Barcelona, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO CENIZAS DEL NOVICIADO VITAL La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo. Don DeLillo Punto omega ¿Es posible huir de la infancia, olvidar la humillación, la desorientación, el tempo presto en el que se forja aquello que actualmente llamamos “identidad”? Y, más aún, ¿cómo vuelve?, ¿quema?, ¿llama a la nostalgia?, ¿surge como mera anécdota? Quizá nunca lo sepamos con certeza, pero temas como la memoria, la temporalidad o la identidad están en el centro del debate que se ha generado en la última década en ensayos como Homo sampler de Eloy Fernández Porta, La Guerra Civil como moda literaria de David Becerra o El tiempo de lo visual. La imagen en la historia de Keith Moxey. Quizá, repetiríamos para asegurar, nunca lleguemos a conocer del todo nuestra relación con nuestro entorno temporal, pero es indudable que en casos como el de Campo rojo la literatura ayuda y conecta, desde luego, con aquello que perdemos y posteriormente anhelamos, con la evidencia que necesitamos para darle un sentido al puzzle que ya, en la madurez, intentamos resolver. La editorial Candaya, de este modo, refuerza con la publicación de esta novela la recuperación del pasado en diversas facetas, como pueden ser la política (Anatomía de la memoria de Eduardo Ruiz Sosa; El anticuario de Gustavo Faverón) y la traumática o nostálgica (Autopsia de Miguel Serrano Larraz). Todas ellas, además, tienen como tema central el ejercicio desmedido de la violencia, que acaba por desestabilizar emocionalmente a sus protagonistas de un modo irreparable. Los personajes buscan, pero no encuentran debido a su deslocalización, quedan “tocados” para la posteridad como les ocurre a las atmósferas de Un buen chico de Javier Gutiérrez, Cicatriz de Sara Mesa o El límite inferior de Nere Basabe. El suceso tiene un origen: la infancia. Ángel Gracia compone una novela coral, llena de matices, en las que los personajes luchan por salir lo más indemnes posibles de un contexto árido, destruido con anterioridad, en el que no es posible rescatar nada, claro, salvo el futuro. En un tono directo, alejado de grandes frases o reflexiones, el Gafarras cataloga sus fracasos, su incapacidad para hacer frente a la vida: «eres un pelele en sus manos, no se puede caer más bajo. Lo peor que te puede pasar en este mundo es que alguien se burle de ti» (p. 17). Dominado por el miedo a destacar de alguna forma, de arriesgarse a una paliza siempre injusta, al final acaba avergonzado por cualquier cosa, queda herido por cada variable que no es capaz de controlar: «tu madre, sus decisiones, te hacen a menudo sentir culpable» (p. 25). La violencia y el miedo son las dinámicas que empujan al Gafarras a intentar salir del círculo desmedido de sus compañeros de clase, liderados a su vez por un capo que toma las decisiones («el Farute no toma partido por ninguno de sus esbirros. Calla y exhibe el poder de su silencio», p. 168). Sin embargo, con el progreso de la historia las dinámicas cambian, las bromas se van intensificando, cobran matices serios, dejando las buenas notas, los estudios o los problemas cotidianos en un segundo plano. Hacia la mitad de la novela la narración se va despojando de la complicidad con el lector, de la risa hacia las bromas pesadas, para transformarse en una bomba de relojería que, cargada día a día, explotará en el momento menos pensado. Las sensaciones, las bromas, algo repetitivas, se van estrechando y ahogan a los personajes con la propia vida, el punto sin retorno, hasta llegan a contagiar a su principal protagonista: «si por fin le pegan, será uno de los momentos más felices de tu vida. Solo deseas que no suceda demasiado rápido, que puedas regodearte en cada hostia que reciba» (p. 188).
No obstante, ¿podríamos decir que estamos ante un libro generacional de los años 80? Aquella década podría parecer muy diferente a la de ahora con el triunfo de internet, los nuevos términos como bullyng y una cierta concienciación social, pero reducir a aquellos años el intenso argumento de la novela sería, en todo caso, una acción malograda, un intento por constreñir la barbarie alojada en la naturaleza humana. Campo rojo, el contexto lo es todo. Frente a construcciones sociales más o menos kitsch, banales, o superficiales (cada uno puede elegir su término preferido) fabricadas en obras como Yo fui a EGB, una mercantilización de la nostalgia encubierta, la novela de Ángel Gracia muestra las terribles infancias que se suceden a cada segundo por todo el mundo, rehace, en todo caso, y muestra todo aquello que no queremos recordar, que no queremos mirar: la cara siniestra de la vida, la necesidad de mecanismos que solucionen estas situaciones. Ángel Gracia, a quien es fácil imaginar como el Gafarras, dibuja una infancia nada nostálgica, dura, difícil de relatar, y pasajera, en cierto modo, triunfante frente a las adversidades, a la teoría de que, como el loto, la sangre también ayuda al crecimiento: aunque todo suceda tan deprisa que lo que quede al final sean cenizas, fotografías de una obra teatral cuyos personajes son irreconocibles, el pasado importa, importa porque incide en el presente y, al fin y al cabo, en la construcción de algo supuestamente “mejor”. Muy felices, muy entusiastas, muy psicóticos, las contradicciones explotan, la mascarada se diluye, el viento sopla en todas direcciones, pero siempre permanecerá la resistencia con la que afrontamos aquello a lo que vagamente le damos valor, la vida: «por la música que se nos roba en la infancia y no vuelve, salvo como vuelve en ruido lo perdido, por el primer beso que se recuerda, por el último que olvidas» (Agustín Fernández Mallo, Carne de píxel, p. 26). ANTONIO SCURATI. EL PADRE INFIEL (Libros del Asteroide, Barcelona, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ¿Qué es el amor? ¿Qué entendemos por amar? Son preguntas que surgen diariamente en el momento más inesperado, pero que, por desgracia, todavía no han sido resueltas. La búsqueda puede llegar a ser esclerótica, pero no por ello infructuosa, como bien muestran las últimas novelas de la editorial Libros del Asteroide: Canciones de amor a quemarropa de Nickolas Butler, ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? de Hillel Halkin y El padre infiel de Antonio Scurati, que demuestran que todavía no está todo dicho y que, en definitiva, todavía podemos curarnos del veneno de la vida. En esta ocasión, Scurati nos sitúa en el diario mental de Glauco Rivelli, chef y padre de familia, que intenta repasar, a la vez que combatir, la confesión que le hace su mujer tras varios años de matrimonio: «quizá no me gusten los hombres» (p. 12). Ésta es, en efecto, una narración que surge de la extrañeza del momento inesperado o imposible en el que se introduce algo incomprensible al igual que, por ejemplo, la efectuada por Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa, con menos dosis ficticias, a partir de «calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos» (p. 16). La novela, a su vez, está fragmentada en numerosos capítulos que parten de un hecho vital para más tarde perderse en una reflexión sobre el pasado, la existencia o el dolor en un ejercicio de flashback cinematográfico con el que a veces, debido a la incidencia en el punto de vista externo, es difícil conectar. Sin embargo, si hay algo que predomina a lo largo de la novela es la sensación de amargura, decepción o incertidumbre que tan presente está ahora en nuestros días y que supone, quizás, su mayor logro. De este modo, el protagonista refleja la incidencia de los medios de comunicación: «ahora estás fuera de la pantalla. Ahora has visto el anuncio de la pasta Barilla. Y te has sentido solo. No hay nada que hacer, no hay vuelta atrás.» (p. 22), a la vez que reflexiona sobre los males sociales predominantes: la búsqueda obsesiva de la felicidad («siéntete parte de la humanidad, de esa humanidad cuya esencia radica en el delirio de la felicidad», p. 25), o la insistencia en no admitir la responsabilidad de nuestras propias acciones («la instructora insistía machaconamente: en la sociedad de la superficialidad y del desorden se creía que todo dependía del azar, de la suerte, o bien se confiaba ciegamente en la ciencia médica», p. 60).
Frente a esta realidad rota, aunque no sin cierta nostalgia, es el amor, o más en general el calor humano, el elemento que permite que la vida sea algo que de verdad merece la pena: «si algún día concluyéramos que el amor, ese sentimiento que hace un par de siglos era la máxima expresión del hombre, vive solo en un imaginario caduco, entonces deberíamos admitir, tristemente, que todas las cosas importantes de la vida suceden en la abstracción de las películas sensibleras» (p. 185). Sin perder de vista que, por añadidura, uno de los mejores sentimientos en esta línea es el de ser padre, el de ver cómo en un mundo en el que todo va mal todavía hay un esfuerzo que hacer por los que todavía no tienen guía: «me di cuenta de que tener hijos significa esencialmente mantenerlos con vida» (p. 134). Por último, a la novela se le añaden numerosas referencias teóricas, más o menos veladas, que se complementa, además, con numerosas referencias teóricas, más o menos veladas, que amplían la historia. Si algunos de los fragmentos citados remitían al capitalismo emocional de Eva Illouz, según el cual las leyes económicas han invadido el último estadio de nuestra intimidad, o la agonía de Eros de Byung-Chul Han, según la cual no podemos imaginar ni valorar a las otras personas en sí mismas, otros aluden a grandes ensayos del siglo XX. Por un lado, el concepto del mal de Hannah Arendt («después de un siglo de banalidad del mal, la promesa de felicidad que revelaba el nuevo milenio no podía ser más que igualmente banal», p. 23) y, por otro, la intensa introspección realizada por Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso («me parecía algo gracioso que decir, un fragmento amoroso de un discurso que nunca se pronunciaría en su conclusiva totalidad», p. 52). Elementos que, por superposición, hacen de esta novela una lectura más que recomendada. THOMAS BERNHARD. EL MALOGRADO (Alfaguara, Madrid, 2011) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO «Como es natural, sólo conseguía hacer un relato fragmentario, comencé diciendo que yo estaba en Viena, ocupado en levantar mi piso, un gran piso, dije, demasiado grande para una persona sola y totalmente superfluo para alguien que se ha establecido en Madrid» (p. 105). El monólogo interior del narrador fluye de manera furiosa, sin detenerse, en tan solo cuatro párrafos que despliegan una historia iluminada por la pasión musical, aunque gravemente ensombrecida por el temor al fracaso. De esta manera, el relato, lleno de anotaciones y retazos, ofrece una poliédrica visión sobre la condición humana desde un punto de vista íntimo, como ocurre igualmente con los protagonistas de Corrección (1975) y Maestros antiguos (1985). Más allá, el ventrílocuo al que hace referencia Paul Auster en el comienzo de la desnortada La trilogía de Nueva York (1985-1987) se transforma aquí, por medio del narrador, en la voz del obsesivo Thomas Bernhard que, con música de fondo, arremete sin piedad con la sociedad y los valores de la época que, a su pesar, le tocó vivir, con el objetivo de registrar algo incomprensible para él («Al escribir sobre Glenn Gloud, conseguiré claridad sobre Wertheimer, pensaba camino de Traich», p. 136). Sobre todo porque el devenir de la vida, incierto y cruel, puede configurar toda una vida en cuestión de segundos («Si Wertheimer, hace veintiocho años, no hubiera pasado ante el aula treinta y tres del primer piso del Mozarteum, como recuerdo, exactamente a las cuatro de la tarde», p. 134): tanto el narrador como Wertheimer disfrutan de su pasión musical en una calma absoluta, altamente concentrados por su futuro como músicos profesionales, hasta el momento en que, por coincidencia, conocen al genial Glenn Gloud, que los aniquila con la inmensidad de su talento para dejarles el único camino del descenso al infierno, de la amargura por su propia incapacidad ante el ciclo vital: mientras que el narrador consigue escapar de su fatalidad inmanente, Wertheimer se convierte en el Malogrado, en el personaje que, sucesivamente, se mueve por callejones sin salida («Sin la música, que de la noche a la mañana no pude soportar ya, me atrofié […] Y como siempre quería en todo sólo lo más alto, tenía que separarme de mi instrumento, porque con él no alcanzaría, con toda seguridad, como de pronto había comprendido, lo más alto», p. 12). Y, no obstante, todo se acaba despedazando en la obra, incluyendo al propio Gloud, que sucumbe ante su propio talento: «Y la verdad es que Glenn sólo tocó dos o tres años en público, luego no lo soportó más y se quedó en casa, convirtiéndose allí, en su casa de Norteamérica, en el mejor y más importante de todos los pianistas», p. 20. La música, centro absoluto de los acontecimientos, participa así de un doble movimiento como en la película La muerte tenía un precio (1965), de Sergio Leone, donde la melodía es el trasfondo de un verdadero duelo sostenido entre la vida… y la muerte: por un lado, solo la música anima a los protagonistas a luchar por su futuro de manera apasionada, mientras que, por otro, hace emerger el peligro de la obsesión por la perfección artística con la ruptura de los límites sin importar las consecuencias. Pero no se trata de la clásica contraposición entre vida-muerte, sino que, más bien, se trata de una existencia inevitable («Somos, no tenemos otra opción, según Glenn una vez», p. 41), marcada siempre por el poder devastador de la muerte, vigilante en cada rincón. Con mayor profusión, es el piano el instrumento musical que se erige como principal protagonista del relato, conformándose como una prolongación natural del cuerpo, pero también como el panóptico que Michel Foucault esquematizó en Vigilar y castigar (1975) en relación al esquema circular con una torre en medio que permitía la vigilancia constante de los presos. Y es que, en realidad, los protagonistas también se hallan sometidos por la grandeza del piano, participando de su pasión, pero también del encarcelamiento del talento musical. En definitiva, vida-muerte-perfección conforman un triángulo, como los protagonistas, que se disputan la lucha por la gloria musical, como gladiadores en la arena. Mediante los hechos sufridos por los personajes Bernhard va desgranando, como en todas sus obras, sus lamentos sobre todo lo que acontecía en ese momento: no solo el arte queda eliminado («La mayoría de los artistas no saben nada de su arte. Tienen una concepción artística diletante y se quedan durante toda su vida en el diletantismo, hasta los más famosos del mundo», p. 15), sino las propias ciudades («Tres días había estado Glenn, me dijo, enamorado del encanto de esa ciudad, luego había comprendido de pronto que ese encanto, como se dice, estaba podrido, que esa belleza, en el fondo, era repulsiva y que los seres humanos que había en esa belleza repulsiva eran abyectos», p. 16), el anticuado sistema educativo («Qué profesores más detestables tuvimos que soportar, y maltrataron nuestras cabezas. Exorcistas del arte eran todos, aniquiladores del arte, asesinos de espíritu, verdugos de estudiantes», p. 21), e incluso la propia sociedad («En teoría, comprendemos a las personas, pero en la práctica no las soportamos, pensé, la mayoría de las veces sólo tratamos con ellas de mala gana y las tratamos siempre desde nuestro punto de vista», p. 115). Nada se salva, en última instancia, de la quema, del fuego necesario para que otros valores puedan aflorar a modo de ave fénix. La historia sumerge al lector en un remolino en el que todas las sensaciones se confunden, conformando una sensación extraña, que ya apuntó Miguel Ángel Hernández Navarro en su temprana Infraleve. Lo que queda en el espejo cuando dejas de mirarte (2014): «Unheimleich. Realmente siniestro. Es la misma sensación que produjo en ti la grabación de 1957 que Glenn Gloud hizo de las variaciones Goldberg, aquella que escucha Thomas Bernhard en el sillón del malogrado, la que, precisamente, hizo malograrse al malogrado, y sientes que la frontera entre el dolor y la belleza es extremadamente estrecha y difusa» (p. 64). De hecho, el límite es tan gaseoso, tan imperceptible, que la obra concluye con un no-final, que cierra pero abre toda una serie de hechos que, por desgracia, tendrán que repetirse mientras la vida siga durando con un eterno retorno imparable, ensordecedor, que cierra una de las obras imprescindibles de la literatura universal. |
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