LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LUIS SÁNCHEZ MARTÍN. CARRERA CON EL DIABLO (Lastura, Ocaña, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En Carrera con el diablo, la canción de Gene Vincent que da título a este libro, decía el rockero que había llevado una mala vida, y que cuando muriera tendría que echarle una carrera al diablo para intentar engañarlo. Luis Sánchez Martín, a juzgar por los poemas aquí recogidos (si entendemos el yo poético como el yo biográfico), también ha llevado una mala vida, y estos poemas vienen a ser una especie de relato de cómo sobrevivió a esa vida, de cómo le ganó la carrera al diablo. Paradójicamente, no venció acelerando al máximo, sino frenando cuando se dio cuenta de que esa carrera estaba trucada a favor del diablo; así que optó por pararse al borde de la carretera para despistarlo. Agazapado en el arcén de esa curva cerrada y ciega de la carretera que es un teclado, una página en blanco, Luis Sánchez ve pasar a su infernal rival, y ve pasar también toda su vida. Dice el pobre sentido común que la vida es real, y que la literatura es adorno o embellecimiento de esa realidad. Pero todos los que leemos de forma casi profesional sabemos que lo más normal y, casi siempre, lo más interesante, es cuando esa fórmula de la literatura como mentira embellecedora se invierte. Entonces, uno se da cuenta de que la mentira adornada es nuestra vida, la imagen que tenemos de nosotros, lo que encontramos en las capas superficiales de la memoria y del espejo. Y es la literatura, ese arcén desde el que miramos cómo el diablo nos busca para ganarnos la carrera, la encargada de decir la verdad sin maquillaje: es en la literatura donde nos quitamos la máscara, donde levantamos el vendaje para ver lo fea que es de verdad la herida; es en la literatura, en definitiva, donde llamamos a las cosas por su nombre, aunque duela. Y seguro que ha tenido que dolerle al autor escribir estos poemas, especialmente los de la primera parte. La primera de las dos partes del libro, titulada “Vivir despacio, morir viejo y dejar un ridículo cadáver”, está dominada por lo autobiográfico. La actitud con la que Luis Sánchez enfrenta este tema es la de entrar sin miedo en sus heridas y en su propia historia e identidad: «Penetro en la herida / soy la herida / y si soy la herida puedo ser / el antídoto». No sabemos si la literatura ha servido de antídoto para esa herida, si el proceso de escritura ha tenido alguna acción terapeútica. En cualquier caso, eso, a nosotros, los lectores, tampoco nos debe interesar demasiado. La cuestión es que, en esta primera parte, el autor enfrenta la escritura como un ejercicio de desnudez, de mirada sin piedad, a la propia vida. Parece que, llegado a un punto determinado de la vida y de la edad, ha llegado el momento de desmitificar ciertas ideas de juventud (vive deprisa, etc.), y ha llegado, sobre todo, el momento de decirse a la cara las verdades: «Es entonces cuando proyecto / mi vida en el espejo / para recordar de nuevo / que, al final, / Rosebud no era más / que un jodido trineo». En este recorrido por el pasado biográfico del autor tiene un protagonismo evidente su familia. La forma desnuda y descarnada en la que quedan retratadas las figuras familiares es brutal, y contiene alguno de los mejores momentos del libro: «El día que murió mi abuelo / mi madre me dio una paliza». No hay adorno ni concesión alguna. La madre, el padre y el hermano son retratados aquí con una dureza que nos deja helados, por dos razones. Primero, porque en casi toda la poesía biográfica, las figuras materna y paterna suelen ser positivas; incluso cuando los poetas con familias difíciles se atreven a revelar oscuridades familiares, suelen incluir en los poemas una idea de perdón, de apaciguamiento. No es el caso en esta carrera con el diablo, en la que el autor explica que «También tenía familia / en los noventa / pero no la usaba». Predomina pues, en esta primera parte, la mirada del poeta hacia su pasado que alguna veces adquiere un tono abiertamente narrativo, como en ‘Inquietud’, ‘Cementerio de relojes’ o ‘El ritual y los días’, mientras que en otras ocasiones el tono es más reflexivo, pero siempre marcado por la influencia de Bukowski: atención al entorno cotidiano desde un fuerte centro biográfico y expresión directa con poca confianza en la metáfora o en el lenguaje imaginario. En esa mirada sobre su pasado, el principal objetivo es ese que ya hemos señalado: analizar, deconstruir su identidad, su juventud, marcada por esa familia ausente o directamente hostil, pero también por la actitud del propio poeta, embarcado en una autodestructiva carrera con el diablo con frecuentes paradas en los bares y dando positivo en todos los controles de alcoholemia hasta que decide parar un poco, separarse y mirarse desde fuera, usando la segunda persona: «estoy dentro de la historia y / por lo tanto / formo parte del problema: / recurro a la segunda persona». Este desdoblamiento es la esencia de toda mirada autobiográfica, sea narrativa o sea poética, y es la distancia necesaria para que mirarse a uno mismo sea productivo, sirva para algo más que para decirse lo guapo que es uno y la razón que tiene en todo. Y este desdoblamiento tiene mucho también que ver con la edad, con la madurez, y con algo de lo que todavía no hemos hablado: el rock and roll. El rock and roll fue la música asociada a la invención de la adolescencia como rebelde. Hasta la aparición de los rockers en los cincuenta americanos, la juventud no había sido nunca tan rebelde, tan abiertamente contraria a encarnar el futuro que sus padres, que la sociedad, les tenía preparados. Y era un futuro esplendoroso, en los felices cincuenta de la pujante y recién convertida en potencia mundial USA. Y, justo en ese momento, nace una música bastarda, con sangre negra, que hace que los jóvenes blancos se conviertan en rebeldes sin causa y rechacen un recién estrenado sueño americano en el que parecía imposible no creer. Nace en esa grieta también una nueva mitología: la de la eterna juventud y la eterna marginalidad. Antes que el punk dijera que no hay futuro, los rockers estaban diciendo lo mismo: vive deprisa, muere joven, deja un bonito cadáver. El rocker no entiende la vejez, no entiende la sumisión a un trabajo y a una sociedad de seres muertos, apagados, conocidos como “personas maduras”. Para el rocker solo hay coches rápidos, alcohol, chicas, música y fraternidad. Nunca hay futuro, nunca se contempla la madurez como una opción. Por lo tanto, cuando un rocker ha acelerado el coche en el cruce y ha cerrado los ojos esperando el choque, y ha visto en el espejo retrovisor cómo James Dean se hacía pedazos y, sin embargo, él ha sobrevivido, y tiene cuarenta años, y tiene un trabajo, entonces, ese rocker tiene que ajustarse a las nuevas circunstancias: vive despacio, muere viejo, deja un ridículo cadáver. Y algo de eso, de esa mirada del autor maduro sobre el joven rocker que fue, hay también en esta primera parte: asumirse, perdonarse (la traición de envejecer), aceptarse y encontrar una identidad que, al menos, no sea muy vergonzosa en este mundo de la vida adulta: «al volver a la rutina de un triste contable / que ve difuminarse la estela del sueño vivido / merezca la pena sonreír a escondidas / sin pedir disculpas al espejo».
En esa reconciliación con el presente, en la auténtica carrera con el diablo que parece ir contando esta primera parte del libro, encontramos esa idea de “pasar de etapa”, de abandonar esa carrera cuyo único final era la derrota y la muerte, y hay dos poemas que abren un rayo de luz, de optimismo y de esperanza frente a la negrura del pasado; sus títulos dejan ya bien clara esa idea de grieta que se cierra “Como el oro que cierra las fisuras” y de etapa que se deja atrás “Cruzando un nuevo umbral”. En ambos poemas es el amor, la figura femenina, la que ejerce esa función redentora. La segunda parte se titula “El siglo XX no acabó hasta que murió Chuck Berry” y, en ella, la memoria ya no es la protagonista. Ahora predominan los homenajes a artistas, y se convierte casi en un santoral laico y rockero: James Dean como icono de esa juventud rockera de la que hemos hablado, Amador (cantante de Ferroblues, recientemente fallecido), Johnny Cash, Juan de Pablos, Bukowski... A pesar de la variedad de estos homenajes y de las circunstancias biográficas con que Luis los relaciona, no he podido evitar conectar estas figuras con esa idea que planeaba en la primera parte: en todos estos personajes podríamos decir que Luis Sánchez busca modelos de “viejos rockeros”. Todos ellos, de una u otra forma, son adultos que han mantenido unos estándares de dignidad, de rebeldía, de compromiso con una actividad musical o artística que los salva de la “muerte en vida” con la que la mitología rockera contempla la vida del adulto estándar. En estos modelos, la traición a la juventud queda atenuada: se puede seguir siendo rocker a pesar de la edad, a pesar de la madurez. El último poema del libro, que consiste en una idealización bukowskiana de un trabajo mal pagado, pero de compromiso artístico y personal, en un ambiente de precariedad (hostal barato de baño compartido y dudosa higiene) confirmó esta lectura psicoanalítica en la que el autor intenta salvarse a sí mismo, diciéndose, en medio de su edad y su circunstancia: «ESTO / Esto es rock and roll».
1 Comentario
JAVIER MORENO. NULL ISLAND (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Hay dos tipos de narradores: los que dicen “voy a escribir una novela”, y los que dicen “voy a escribir, en una novela”. El complemento directo de los verbos transitivos contiene una carga semántica que muchas veces se convierte en el verdadero foco significativo de la oración: “una novela” es lo importante, más que la acción verbal, que queda ensombrecida hasta el punto de ser sustituible en la oración (voy a armar/construir/desarrollar/ una novela). El complemento circunstancial, en cambio, es una información prescindible, que no puede rivalizar en importancia con el verbo intransitivo: “escribir”. Javier Moreno pertenece, claramente, a este segundo grupo. La escritura, para Javier Moreno, no es un medio para crear un producto que encaje en el género novela: es un fin en sí mismo que se justifica más allá de que el producto final se corresponda con lo que cierta tradición inmovilista, conservadora o reaccionaria, espere encontrar bajo la etiqueta “novela”. Pierre Michon, Pascal Quignard, Don DeLillo, Manuel Vilas, Luis Rodríguez, Agustín Fernández-Mallo, Eduard Levé, Mario Cuenca Sandoval, Ben Lerner... Son solamente algunos de los nombres que de una forma más evidente compondrían el segundo grupo y que se pueden considerar cercanas influencias o compañeros de equipo de Javier Moreno. Null Island es una muestra de escritura en estado puro: a diferencia de una novela convencional, en la que el narrador camina o corre con paso más o menos decidido para llevar al lector hacia un destino concreto, el desenlace de la acción. Aquí la voz narrativa se pasea sobre el vacío como un funambulista: avanza y retrocede, tiembla o se tambalea para no caer, se permite también piruetas que asombran al lector, que no cuenta con la intriga de saber a qué destino va a llegar, sino que comparte con el narrador-funambulista la apertura de un tiempo suspendido en el que la realidad se concentra y condensa en cada pequeño movimiento o temblor de ese cuerpo dividido entre el cielo y el abismo. Es el tiempo de la escritura, siempre, blanchotianamente, un tiempo de la posibilidad infinita y, por lo tanto, un tiempo del fracaso, de la impotencia: «Hay una belleza en el germen, en la semilla, en aquello que podría ser y que todavía no es o (tal vez) nunca será». La escritura de Javier Moreno siempre ha gozado de estas características, pero en esta novela las lleva un paso más allá. Siguiendo con la analogía: en Null Island ha decidido jugar sin red, o ha elegido el alambre más estrecho; pues renuncia, a diferencia de sus novelas anteriores, al concepto más tradicional de ficción (personajes, trama…) y hace que el narrador-protagonista de esta novela sea un escritor (fácilmente asimilable al propio autor) que se enfrenta a la tarea de escribir una novela sin personajes. Las reflexiones del narrador sobre ese reto narrativo que se ha autoimpuesto conforman la verdadera trama de la novela, en la que, por lo tanto, el elemento metaliterario es esencial. En paralelo a la trama metaliteraria se desarrolla una “trama” (cualquier terminología metaliteraria debe quedar entrecomillada al comentar una novela como esta, en la que dichas categorías son continuamente puestas en cuestión tanto explícita como implícitamente) relativa a la vida sentimental del narrador cuyo centro es un episodio de impotencia sexual. He dicho “en paralelo” por una inercia de comentarista, de forma irreflexiva y convencional; porque, obviamente, no se trata de tramas paralelas estricta o geométricamente hablando. El acontecimiento del “gatillazo” actúa como un generador de significados, como un objeto que el narrador inspecciona, analiza, sobre el que poetiza desde una variedad casi infinita de perspectivas que, de una forma esencial, implícita y explícita, se imbrica con la cuestión metanarrativa: «Pienso que la flaccidez de mi polla tiene que ver con la tesitura en la que me encuentro en relación a la escritura. En mi dimisión de los personajes. Se me aparece con toda claridad que un protagonista es una polla, del mismo modo en que la polla es el gran personaje que se esconde en todas y cada una de las peripecias de una trama y, por ende, de la gran trama que es la Historia». Durante toda la primera parte de la novela asistimos, por lo tanto, a un proyecto de escritura basado en la observación, la comparación, la yuxtaposición de elementos, de “cosas” que, puestas a jugar en el tiempo (o en el espacio) de la escritura, generan una cantidad prácticamente infinita de significados, de posibilidades. Es una operación (muy “moreniana”) de escritura en la que lo poético, lo ensayístico y lo narrativo se dan la mano de una forma absolutamente natural para producir en el lector ese asombro y ese placer estético que se deriva de la aparición de una “realidad aumentada” que se superpone sobre la limitada y empobrecida visión de la realidad que el lenguaje convencional estereotipado nos ofrece en la vida cotidiana y en la mala literatura. Si bien esa escritura ha definido desde hace años el estilo de Javier Moreno, en Null Island se intensifica y se justifica teóricamente gracias a la carga metaliteraria que en obras anteriores tenía menor peso o directamente no existía. En cierto modo, esta novela (especialmente su primera parte, “Falacia”) incorpora también una “poética” en la que Javier Moreno describe su narrativa de forma casi explícita, como puede observarse en esta clasificación “sexual” de la novela: «La aplazada expectativa del lector de lograr el clímax a través de la resolución de un misterio o del hallazgo del último eslabón de una cadena causal. Así cabría concebir la novela sexual como generalidad, contrapunteada por sus dos posibles excepciones: 1.-La novela onanista, autosuficiente, aquella que no necesita un prójimo sino que se satisface a sí misma a través de una sucesión ininterrumpida de intensidades, y 2.- La novela fláccida, la novela que es una sucesión de tentativas, que quiere y no puede y que precisamente hace de su no poder su justificación y su nobleza». El empeño del narrador de Null Island es, por lo tanto, construir una novela sin personajes, cuyo foco de atención no sean entes psicológicos de ficción envueltos en acciones causales y sentimentales, sino “las cosas”. Se rebela el narrador contra la consideración del “objeto” sometido siempre, desde su nombre, a esa distancia opaca que lo aleja del “sujeto” y lo inmoviliza bajo la etiqueta de un nombre que lo define y hace transparente, es decir, invisible: «Me levanto de la cama para darme una ducha. Bajo el agua me digo que hay que ser un escritor muy perezoso para despacharse así. Darse una ducha. Como si darse una ducha no fuera un acto maravilloso digno de ocupar cien o doscientas páginas de una novela». Poniendo el foco (un foco de lente caleidoscópica o cuántica) sobre ellos, es decir, desenfocándolos para recuperar su espesor, su irreductibilidad al nombre y al uso dado por el sujeto/personaje, el autor reclama la infinita posibilidad y la infinita (in)significancia del universo. Pero, para conseguir esto, debe hacer una operación más radical, lastrada por la imposibilidad, que solo puede intuirse o practicarse en “el espacio literario”: renunciar a ser sujeto o adelgazar su dominio, que viene a ser renunciar al significado: «Es la literatura la que nos permite situarnos junto al objeto sin dejar de ser sujetos, ubicados en ese punto de vista que es la tangencia que esos territorios comparten con lo humano». La renuncia del narrador a escribir una novela con trama y con personajes, para centrarse en una novela sin personajes, que se limite a dejar todo el espacio a “las cosas”, entra de lleno en esa línea blanchotiana de la escritura como espacio de desaparición del yo y de la realidad para dejar que sea la misma escritura la que revele un espacio original de la infinita posibilidad y el infinito fracaso. En Null Island la flaccidez del pene se corresponde con la atenuación o desaparición del sujeto (el que posee al otro, al objeto): «En realidad la impotencia puede abrir un universo de posibilidades hasta ahora inéditas. Una manera más serena de contemplar la belleza, sin el acuciante e irreprimible deseo de apropiársela». Todo lo dicho anteriormente responde fundamentalmente a la lectura de la primera parte de la novela, titulada “Falacia”, pues la novela tiene otras dos partes: “Segovia” y “Null Island”, que incorporan importantes variaciones sobre la primera. “Falacia” culmina con la definitiva conversión del sujeto en objeto a través de la narración de la esposa, que lo convierte en personaje/objeto. Por otro lado, las dos partes finales pueden considerarse dos relatos en los que Javier Moreno parece querer dar al lector un “orgasmo”, es decir, un relato en el que sí hay personajes y acciones. No obstante, los dos relatos finales funcionan, como dos tiradas de dados, también como dos propuestas en las que el objeto (la chica deseable, el objeto de deseo), que intenta ser poseído por el sujeto, se hace inapresable y huidizo en dos variantes (narrativas y argumentales) que tampoco me parece oportuno desvelar aquí. O tal vez sí, pero lo haré de una forma enigmática que solo quienes ya hayan leído la novela podrán descifrar. Además, lo haré a través de una cita de Blanchot, lo cual siempre garantiza un punto de oscuridad y misterio. Decía Blanchot: «Leer, escribir, tal como se vive bajo la vigilancia del desastre: expuesto a la pasividad fuera de la pasión. La exaltación del olvido. No eres tú quien hablará; deja que el desastre hable en ti, aunque sea por olvido o por silencio». Esta máxima parece estar grabada a fuego bajo cada una de las páginas de Null Island, en la que el desastre de la impotencia es aprovechado como espacio de creación literaria y de reflexión, en lugar de convertirse en previsible narración apasionada o sentimental. Y serán precisamente, como quería Blanchot, el olvido y el silencio los sustantivos más importantes en el desenlace de los dos relatos que cierran esta maravillosa novela. Null Island (nombre que se le da al espacio de 0 grados latitud y 0 grados longitud) es, en definitiva, una novela que hace disfrutar al lector desde la primera hasta la última página. Una fiesta de la inteligencia y la observación, cuyo lema parece ser siempre la intensidad: apenas hay “prosa circunstancial”: cada frase, cada párrafo y cada página están creando imágenes, comparaciones, relatos, comentarios que convierten la experiencia lectora en una experiencia estética e intelectual en la que el autor de Alma vuelve a triunfar sobre la mediocridad o la previsibilidad. Sobre Javier Moreno decía Agustín Fernández Mallo (con quien comparte muchísimos planteamientos estéticos) lo siguiente, que suscribo palabra por palabra para terminar mi recomendación de lectura: «De cada tres frases podría hacerse un poemario entero o una novela entera, concatenación de intuiciones audaces, exigentemente poéticas, inteligentes».
RAÚL QUINTO. LA LENGUA ROTA (La bella Varsovia, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La contraportada es muy esclarecedora para entender las claves intencionales y estéticas que guían este magnífico poemario con el que Raúl Quinto “vuelve” (las comillas se deben a que nunca la ha abandonado del todo) a la poesía, tras varias entregas de prosa “transgénero” (con mucho de ensayo y de poesía) como fueron Yosotros o Hijo. Transcribo aquí las líneas de dicha contraportada, por lo acertadas y hermosas que son: Diógenes Laercio contaba en su Vida de los filósofos ilustres que Zenón de Elea se arrancó la lengua de un mordisco, y se la escupió a la cara al tirano de la ciudad cuando este le exigió colaboración. Esa lengua rota es el símbolo desde el que Raúl Quinto diseña un mecanismo textual acerca del poder de la palabra y del precio a pagar por el decir contra el poder, con imágenes fulgurantes y a través de la puesta en valor de una memoria contrahegemónica: desde diversos activistas asesinados a oscuros episodios de la historia de España como la masacre de la carretera de Málaga o la estafa de la talidomida. La lengua rota habla sobre la necesidad de rescatar las palabras de la boca de los monstruos: una poética no ya del silencio, sino del silenciamiento y de la rebelión, y un análisis poéticamente preciso sobre la estructura de un mundo donde son otros los que tienen el poder de nombrar y decidir qué se puede o no decir. Tiene este libro muchas lecturas. Pero, sobre todo, este libro plantea una reflexión sobre el lenguaje a varios niveles. Por un lado, tenemos el viejo dilema o problema filosófico y poético que ha preocupado desde el romanticismo hasta hoy, y que sigue siendo fecundo en la reflexión poética y filosófica todavía hoy día: el lenguaje como paradójica barrera, que nos permite y nos prohíbe, al mismo tiempo, conocer el mundo. Por otro lado, se lleva esa dualidad también al nivel político. Ya desde el principio del libro se plantea esa doble apertura: Trazaron líneas en un plano / y brotaron los nombres / y las ciudades. Te dijeron: mira, / esta será tu casa, y la casa creció dentro de ti. // Como una sangre. La imposibilidad, la frontera, el muro, son ideas y símbolos que se repiten y entrelazan con esta reflexión sobre el lenguaje: la imposibilidad de conocer o acceder a la realidad de una forma “pura”, sin la mediación del lenguaje, que se convierte en casa y en sangre: en muro que limita y que define al mismo tiempo: que protege de la intemperie y que nos aísla de la intemperie. Una pared. Incomunica // la carne con la ropa, / la piel con su interior. / Solo sucede la pared. / Sólo pupilas. Solo dedos. // Como agujeros / por los que brota / la luz salina/ de las linternas. // La pared nos rodea / y nos encierra afuera. // Hablamos un idioma / de palabras quebradas. / Un mundo a medio hacer. Pero, como advierte la contraportada, hay un fuerte componente político en el libro. Porque este no se limita a esa reflexión sobre formas o accesos para la comprensión del mundo, sino que también plantea la pregunta de quién ostenta el poder de ese lenguaje: ese plano sobre el que brotan los nombres y ciudades, ese plano (no la realidad: el plano, el mapa) sobre el que somos obligados a vivir: quién lo hace, quién da los nombres a las cosas. Porque no somos nosotros: “Te dijeron”. Quién es el sujeto omitido. El poder impone su lenguaje, y lo defiende. El leit motiv que da título al libro, el de Zenón arrancándose la lengua para no pervertirla con la adulación y la mentira frente al poder, da una idea de la importancia de ese lugar de poder que es el lugar del lenguaje.
Esa vertiente política que establece la dualidad entre poder/rebeldía/impotencia y represión se manifiesta especialmente en los títulos de los poemas y los capítulos, porque nunca es evidente o explícita en el contenido de los poemas. Encontraremos los casos de gente asesinada por luchar, por usar un lenguaje que el poder no quiere permitir, porque sabe que el lenguaje de la rebeldía puede crecer y ocupar el lugar del poder, y por eso hay que erradicarlo, hacerlo desaparecer, aunque queden unas huellas en un muro. El lenguaje eliminado deja un rastro de sangre, como la sangre de Zenón en la cara del tirano. Hay una lucha por encontrar un lenguaje de resistencia, un lenguaje diferente al del poder, que es por lo tanto, una realidad distinta, habitable, humanizada por ese lenguaje de libertad: romper para construir, descoser para tejer: Descoser las partículas del aire / para poder seguir // respirando. Tejer un cuerpo nuevo / con los cuerpos perdidos y encontrados / tras el incendio. Decidir. / Golpear ese muro // pese a tanta ceniza / torcida en los pulmones. Pese a tanto / siglo volviendo. No cejar. Es muy interesante la forma en que Raúl Quinto plantea esa doble lectura: los poemas, leídos sin su título, pueden ser interpretados de una forma, totalmente coherente y correcta, como una reflexión sobre el lenguaje y sus límites, sobre el hombre, el mundo y la difícil relación entre ambos a la que llamamos “conocimiento”. Sobre el lenguaje como órgano, también, como sangre, como víscera o como órgano humano. Pero, cuando se introduce el paratexto (a través de los títulos, y a través de los relatos que cada título invoca y que aparecen a modo de epílogo), entonces vemos la otra cara de ese peso de la realidad y la otra cara, concreta, histórica y política, de las personas que han perdido su vida por escupir su lengua sobre el poder, sobre la lengua totalitaria del poder. Entonces la sangre es la sangre derramada por el poder para hacer que su lenguaje sea único y predomine. Entonces los órganos son los cadáveres de las personas que quedan fuera del mundo, fuera del discurso único, el discurso dominante, el que no acepta otredad alguna en su identidad. Los muertos, la necesidad de podar, de eliminar esos discursos disonantes de la voz dominante del poder demuestran, no obstante, la fuerza del lenguaje. Por qué, si no, todo poder se asocia siempre a la censura: porque el lenguaje abre mundos, crea posibilidades, y hay mundos y posibilidades que no deben ser imaginados. La lengua rota es poesía verdadera, que cuestiona, crea y canta al mismo tiempo que ilumina la memoria de la lucha y de las víctimas. Es un libro que escupe sus poemas sobre el tirano, que los mancha de sangre porque está hecho de sangre. Y rescata a esas personas, esos nombres con sus apellidos, porque el olvido es también una forma de silencio y de censura, y por eso debemos sacar esos nombres de las cunetas del inmaculado discurso único del poder, para poder recordarlos, honrarlos, rescatar sus lenguas rotas, asesinadas. EDUARDO RUIZ SOSA. CUÁNTOS DE LOS TUYOS HAN MUERTO (Candaya, Barcelona, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El pasado ha pasado, el acontecimiento tuvo lugar, la falta ha tenido lugar, y ese pasado, la memoria de ese pasado, permanece irreductible, intratable. Derrida El libro se abre con esa cita de Derrida, y no puede ser más oportuna esta clave que nos deja Ruiz Sosa. Y lo es en dos sentidos. Por un lado, por la “tematización” del pasado que encontramos en varios de los relatos, especialmente en el primero: la memoria aparece como un espacio cerrado, ausente, irreductible a la certeza y, por ello mismo, territorio del relato, de la invención, del contar las historias que nos definen y se asocian a nuestro nombre, a nuestro sentido. Pero no se asusten: Eduardo Ruiz Sosa no está aquí repitiendo Anatomía de la memoria en versión relato. No es tanto la memoria como la muerte el tema central de Cuántos de los tuyos han muerto. Y la forma en que plantea el hecho, el acontecimiento y el significado de la muerte nos lleva al “por otro lado” de la cita antes mencionada. Creo que es especialmente interesante la otra parte de la cita, la que convoca el nombre del autor: Derrida. Porque hay una esencia derrideana subterránea, casi nunca manifiesta de forma discursiva, sino inserta en la misma construcción imaginaria y textual de este maravilloso libro. Recordemos que el padre de la deconstrucción arremetía contra la “metafísica de la presencia”, contra la idea de que las palabras convocan la presencia de la cosa mentada, y sostenía que, al contrario, es la ausencia de las cosas, su anulación, su desaparición, lo que permite y revela el lenguaje; por esta razón, el significado de las cosas no es nunca esencial, estable, eterno. Por esta razón, hay siempre una grieta. Esta ausencia original, este fundamento abismal sobre el que armamos la construcción de nuestro lenguaje y nuestro pensamiento se revela especialmente en el lenguaje literario, en el cual la aparente seguridad y estabilidad de la relación entre significante y significado se pone continuamente en duda. Ruiz Sosa, y esto es un logro literario especialmente destacable, traslada ese juego de desajustes ontológicos y abismos del significado a un terreno vital y dolorosamente humano. No hay que saber nada de Derrida para leer y disfrutar y entender estos relatos en que el cuerpo, la muerte, la familia y la memoria están en un baile continuo en torno a una ausencia: una muerte, una desaparición. Y en Cuántos de los tuyos han muerto hay siempre una ausencia que genera el relato porque el lenguaje, la identidad y la memoria son aproximaciones, variaciones o ficciones que buscan un fundamento que nunca está y que, en esa inaccesibilidad, motiva un discurso, un lenguaje que intenta convocar la imposible presencia. La primera frase del primer relato ya marca esa línea que nunca se abandonará y que adoptará múltiples y sorprendentes expresiones en los once relatos del volumen: «No sé en qué momento dejó de reconocerme». Ahí empieza el desajuste, la falta de identidad, la inestabilidad de la memoria, pero también la difícil ecuación entre lo aparentemente más incuestionable: la relación entre un cuerpo/significante y una identidad/significado. En cierto modo, en los once relatos que componen el libro, Ruiz Sosa indaga, a través de imaginativas variaciones, en esa saussiriana dualidad del “signo” que es el ser humano: con el cuerpo como el “significante material” y la identidad, el “nombre”, como el “significado”, es decir, la “parte inmaterial” del “signo humano”. Y esa relación siempre va a ser tan problematizada, puesta en duda, como Derrida hizo con la lingüística. Esta versión carnal y mortal de la deconstrucción es continua, es el hilo que articula todos los relatos. El segundo relato es especialmente importante para el libro, porque configura una imagen (la de una estatua a la que le falta una mano) recurrente en varios relatos y que será usada también como coda final. En ‘La garra de la estatua’, la muerte de la madre es una gran falta, un hueco intratable, irreductible e inaccesible; la memoria, el pasado, son opacos. Y la búsqueda de la mano que le falta a la estatua es una incógnita que no puede tener solución, que solamente puede generar mil significados, hipótesis, pero un solo sentido: su propia ausencia, la muerte: creo que sin decirlo, sin acordar de ninguna manera ni la búsqueda de la mano ni la entrañable deducción de los deseos de nuestra madre, nos dimos cuenta de que ella era la mano perdida y nosotros, que quedábamos ahí mancos amputados solos aunque estuviéramos juntos somos la estatua incompleta para siempre el deseo perdido. Pero es en ‘El dolor los vuelve ciegos’ donde esa asimetría entre nombre y cuerpo se lleva a unos extremos de belleza y terror a los que solamente Ruiz Sosa puede llevar al lector. Este cuento nos pone ante la dolorosa cuestión social de los desaparecidos en México. Aquí, la ausencia remite menos a un pasado que desaparece y se hace irreductible, y mucho más a otra característica de la desaparición: la indeterminación. Del mismo modo que la ausencia original es la que determina la indeterminación del signo que representa algo que no está, en este terrible relato los cuerpos son signos de un significado perdido: su hermano. Una y otra vez va a morgues donde debe decir «él no es», ante esos cuerpos muertos, esos cadáveres sin relato, sin nombre, en busca de un significado que los haga “ser”. Y una y otra vez debe decir «él no es». No voy a desvelar el desenlace del relato, que es absolutamente magistral; solo puedo recomendarles que lo lean, y que aprecien la cruel y sin embargo hermosa “rima” que se establece con el relato anterior, el de la mano de la estatua. Brillante es también el relato ‘El sanatorio de la intemperie’. Si en el relato del hermano desaparecido había un significado, un nombre, que no encontraba el significante que pudiera unirse a él, en este relato el juego es más complejo: el protagonista (“el Indio”) sufre un ictus y se le paraliza la mitad del cuerpo. Es un cuerpo mitad vivo y mitad muerto. Y la ruptura, la distancia, grieta se da ahora entre el significado que para el narrador tiene el nombre de “el Indio”, es decir, su ser (“ya no permite al Indio ser el Indio”), y el significante erróneo, partido por la mitad, que no encaja con el nombre. El nombre es el ser, y el cuerpo qué es, entonces. El cuerpo es el tiempo y es la muerte y es el silencio y es el error, la palabra mal escrita, cortada a la mitad, que no se puede leer, que no deja saber qué significa, que ya lo único que significa es la pérdida que había estado siempre ahí, desde que nació el signo, el cuerpo, la palabra, siempre con la ausencia a cuestas, pero disimulada, hasta que aparece, se manifiesta. Hay también una mano perdida aquí, toda una mitad, no solo la mano: toda la mitad derecha del Indio está perdida, oculta en la muerte: El Indio está encerrado adentro (...). El Indio es un objeto más allá de su cuerpo, un objeto encajonado en un cascarón que ya no le permite al Indio ser el Indio como si todos pudiéramos seguir siendo lo que somos más allá del cuerpo que somos. Basten estos tres ejemplos, porque la tentación es realizar un análisis completo de los once relatos desde esta perspectiva derrideana, pero no hay aquí tiempo y espacio para esa tarea. Sí me interesa destacar, antes de acabar, la habilidad con la que Ruiz Sosa crea unos argumentos verosímiles y apegados a la realidad (desapariciones, violencia de género, enfermedad, familia…) que son, al mismo tiempo, una profunda reflexión sobre lo que significa ser hombre, ser un cuerpo, estar expuesto al olvido, al tiempo y a la muerte. Esa “fisicidad” está presente en casi todos los relatos, salvo tal vez en ‘No tiene nariz ni ojos pero sí una boca’. Puesto que el tema de todo el libro es esa dualidad relato/cuerpo, este viene a ser un cuento metaficcional en el que se hace explícita esa cuestión: aquí lo que falta es el cuerpo, todo el relato es una voz perdida, libre, una especie de relato potencial, y por ser potencial, posibilidad, no es cuerpo, no es realidad, no tiene tampoco final: la voz va saltando de relato en relato, finge ser la voz del hermano asesinado cuyo cuerpo nunca apareció, va dando saltos, sin pies ni cabeza (chiste explícito con el título), como uno de esos espíritus malignos que en las películas de terror salen de un cuerpo y quedan flotando hasta que encuentran otro cuerpo del que tomar posesión.
Cuántos de los tuyos han muerto es, en definitiva, un grandísimo libro de relatos, en el que Ruiz Sosa mantiene esa prosa dura, honda y poética con la que maravilló a todos los lectores de Anatomía de la memoria, y en el que vuelve a demostrar que es un escritor con discurso, alejado del territorio de la ocurrencia y el efectismo, y que lo confirma como uno de los mejores narradores contemporáneos en lengua castellana. MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ. AQUÍ Y AHORA (Fórcola, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Miguel Ángel Hernández ya nos tiene acostumbrados a sus diarios. Este Aquí y ahora es, de hecho, el tercero que publica tras Presente continuo y Diario de Ithaca. No obstante, además de las semejanzas que puedan encontrarse entre ellos, hay un hecho que hace que este sea distinto a los otros, y ese subtítulo (“Diario de escritura”) explica claramente la diferencia y marca la esencia de este interesantísimo volumen. Mientras que aquellos fueron diarios “de encargo”, (propuesto el primero por el diario La Opinión de Murcia y el segundo por el programa de radio Preferiría no hacerlo), este último surgió de la necesidad del escritor por relatar el día a día del proceso de redacción de su tercera novela, El dolor de los demás. Cierto que luego recibió la propuesta de publicar semanalmente este diario en la sección digital de Eñe, pero la pulsión confesional, la necesidad de escribir la propia escritura y su relación con la biografía, partieron del propio autor que, tal vez, encuentra en la forma del diario, en la escritura obligada de lo cotidiano, una especie de entrenamiento y de reflexión que le ayuda a la creación de la obra narrativa. Es interesante leer la primera entrada del diario, para entender mejor su sentido y poder luego comentar su alcance, que es el objetivo de esta reseña: Comienzas. De nuevo. Otra vez. En segunda persona. Regresa el tono. El presente cortante. Te habías prometido dejarlo. Dejarlo después de Ithaca (...). Pero hay algo que no te deja a ti. Necesitas escribir. Son tus dedos. Se mueven solos sobre el teclado. Comienzan incluso antes de que tú les des permiso. O sí. Claro. Permiso. Se lo has dado mucho antes. El cuerpo, por delante de la razón. Siempre. El cuerpo piensa. Los dedos escriben. Después estás tú. Pero sólo después. (...) Pero también hay algo en el horizonte. Un objetivo. Una novela por escribir. Eso es el futuro. El camino. La escritura por venir. Por alguna razón, cuando la escritura se vuelve futuro, necesitas también la escritura del presente. Cuando todo se proyecta hacia un tiempo que tardará en llegar, regresa la necesidad de dejar constancia de los días y las horas. Cuando la vida desaparece porque todo se convierte en un medio para un fin, la escritura reclama su presencia como fin en sí mismo. Por eso regresas al diario (...). Porque la literatura no es nada sin la vida que hay tras ella. Ese objetivo del que habla en la primera página es lo que diferencia esencialmente este diario de los anteriores, y lo hace especialmente atractivo, hasta el punto de que puede leerse como una novela: hay una trama, un objetivo y, por ello, hay una tensión narrativa; encontramos a un escritor intentando crear una novela, enfrentándose a dificultades, y el lector del diario sentirá esa angustia y esa tensión de preguntarse si lo conseguirá (sí, aunque ya sepamos el resultado, la tensión permanece en el diario). Pese a la estructura de diario y al relato de otros eventos cotidianos, ese hecho central que unifica todo está siempre presente, y hace que la lectura sea ágil, que todo esté dominado por una unidad que “engancha” y nos hace pasar las páginas para conocer el desarrollo de la “intriga”. Hasta tal punto es así esta vocación narrativa del diario que, en el epílogo del mismo, Miguel Ángel Hernández ofrece a los lectores un giro propio de guionista. La primera parte del diario, es decir, la que fue publicada en Eñe termina con una foto del manuscrito impreso de El dolor de los demás y la sensación de triunfo: el héroe ha completado, pese a las mil dificultades, su misión. Pero entonces viene el epílogo, escrito en exclusiva para esta preciosa edición de Fórcola, en el que cuenta (ya sin respetar la separación por días del diario) lo sucedido con la novela desde que terminó ese manuscrito hasta casi hoy día. Y el primer hecho contado en esta “segunda temporada” es, precisamente, lo que lleva al escritor al punto de partida: su agencia literaria ha leído la novela y no le ha gustado nada; hay que volver a empezar, es decir, el héroe vuelve a la casilla de salida y comienza de nuevo la lucha y la angustia por alcanzar el objetivo final: la novela editada y el éxito de la misma. Y los lectores volvemos a leer con emoción y angustia esta nueva intriga: ¿logrará vencer los peligros?, ¿llevará a buen puerto ese manuscrito ahora casi destruido? También, por supuesto, está el interés exclusivamente literario. Todo escritor que cuente su experiencia creadora ofrece siempre algo revelador, que interesa a los lectores que también escriben o tienen una curiosidad por el proceso creativo. Pero, en este caso, ese interés se multiplica por la peculiar relación entre la novela y el diario. El dolor de los demás, la novela que está escribiendo, es la protagonista principal del diario; no obstante, su presencia constante es también una fuga continua, una ocultación que quienes hayan leído jugarán a completar. El autor habla del proceso de escritura, de las dificultades, de los placeres también que dicha escritura le proporciona personalmente, pero no ofrece detalles demasiado concretos de la trama de la novela, ni de las decisiones técnicas más concretas, voces narrativas, estructura... Se mencionan, pero rara vez se hacen explícitas. Son especialmente interesantes cuando lo hace, como en este fragmento: Por la tarde, acabas de leer A sangre fría. Te sorprende que el autor no aparezca en ningún momento de la novela —al menos no de modo evidente—. Piensas en la diferencia con la ficción posmoderna, en la que el escritor no se esconde. Capote inaugura la no-ficción, es cierto, pero se trata de un intento de reconstrucción de totalidad; el autor aún es todopoderoso; aún cree en una verdad total, más allá de la subjetividad. (...) Tu novela dejará mucho más claro al autor desde el principio. Quizá demasiado. En ese sentido, lo que quieres hacer se parece mucho más a lo que escribe Emmanuel Carrère, de quien llevas un mes leyéndolo todo. El autor no puede esconderse. Puesto que este diario se publicaba semanalmente, imagino que el autor no quería desvelar todos los detalles más concretos de la creación de una novela en proceso, en cuanto a su argumento, estructura y dificultades técnicas. Aparecen, como digo, en segundo plano, lo que hace, para todos los que hemos leído la novela, que la lectura de este diario se convierta también en un juego constante de adivinación muy interesante. Por ejemplo, cuando dice «la rutina ya está en marcha. Tienes la historia en la cabeza, pero sigues dudando respecto a la forma. Tres voces es demasiado para lo que quieres contar. Los recuerdos del pasado, la noche en que sucedió todo y el proceso de investigación desde el presente. Va a ser demasiado difícil seguir la trama», quienes hemos leído la novela rápidamente reconstruimos sus dudas, intentamos imaginar El dolor de los demás narrado en tres voces, intuimos las decisiones que hubo de tomar, lo que hace que a la “intriga” que he explicado anteriormente, se sume también esta otra. Pero la peculiar relación entre diario y novela va más allá. Si han leído El dolor de los demás, sabrán que se trata de una novela de autoficción en la que, como dice en el diario, «el autor no puede esconderse». Por esa decisión de incluir al autor como protagonista central, la novela también tiene mucho de diario: cuenta la “realidad diaria” de un Miguel Ángel Hernández que relata las dificultades (reales, biográficas) que tiene tanto para investigar y conocer detalles de un crimen cometido en su adolescencia por su mejor amigo, como para encontrar la forma de contar unos hechos que le afectan de forma muy intensa, tanto a él (amigo íntimo del asesino) como a su familia y vecinos, que tal vez querían olvidar aquel hecho terrible. Por eso, la lectura de Aquí y ahora se convierte en un exquisito complemento de mucho interés que continuamente nos lleva al mundo de la novela; algo de lo que ya, en el proceso, era consciente y queda reflejado en el diario, el 19 de octubre de 2016: Eres consciente de que hay un momento en el que el diario y la novela van a coincidir. De hecho, juegan a reflejarse, son reverberaciones. Quien lea esto, cuando llegue a la novela, recordará algo de lo escrito; tendrá una experiencia previa de aquello a lo que se va a enfrentar. Y, al revés, quien lea la novela primero y, por curiosidad, se acerque entonces al diario, revivirá estos momentos de construcción. “Escribir una novela a lo Panenka”, se te ocurre tuitear. Una novela en dos tiempos, una novela en el espejo.” Pero esas conexiones van mucho más allá, especialmente en el epílogo, donde ofrece información de gran relevancia que, por causas obvias, no pudo contar en la novela: me refiero a un encuentro con una jueza que, tras leer la novela, le brinda la oportunidad de acceder a una documentación sobre el crimen. Y, también, y sobre todo, a cómo vivió el autor el conflicto ético que tantas páginas ocupa en El dolor de los demás, en la que el autor-narrador continuamente se pregunta dos cosas: cómo reaccionará la familia de su amigo y, sobre todo, si tiene él derecho a escribir esa novela, y si tiene sentido remover ese pasado. Esa pregunta ética queda en cierto modo respondida en el epílogo, donde cuenta la reacción y la acogida que la novela tuvo entre familiares y amigos cercanos a la tragedia. Podríamos seguir comentando extensamente estas vertientes literarias del diario, tanto las reflexiones en general sobre el proceso de escritura, como las concretas y reveladoras concomitancias entre El dolor de los demás y Aquí y ahora, pero en este Diario de escritura no solamente hay escritura, también hay diario, es decir, vida cotidiana de una persona, o de un personaje, llamado Miguel Ángel Hernández Navarro. Al escribir de forma pública, y semanal, sobre lo que uno a ido haciendo día a día, se impone, lógicamente, un proceso de selección: qué es lo que uno quiere o puede mostrar públicamente. Es decir, se está creando un personaje que trabaja sobre hechos reales, de los cuales unos se harán públicos y conformarán a ese personaje, y otros quedarán silenciados, fuera del personaje. Ya hemos dicho que la parte mayor de esa selección está dominada por la escritura de El dolor de los demás. El protagonista de este diario es, por lo tanto, el escritor de dicha novela. Pero, también, el protagonista es un escritor, a secas. Y ahí es admirable la desnudez, la generosidad y sinceridad de Miguel Ángel Hernández para mostrar sus dudas, sus inseguridades que, en un escritor de trayectoria consolidada y éxito constante como es su caso, podrían pensarse inexistentes, y que él expone sin tapujos. Dentro del personaje del “escritor”, encontramos otras constantes que se van repitiendo a lo largo de todo el diario: A) Los viajes. Casi todos laborales, debido a su doble trabajo: profesor universitario y escritor. Hay muchos viajes, da la sensación de que, entre conferencias sobre historia del arte, lecturas de tesis doctorales y viajes de promoción literaria, apenas pasa tiempo en su casa. Estos viajes son interesantes tanto en su dimensión social o puramente “cotilla” (por la cantidad de editores, escritores y agentes que van apareciendo en las páginas) como en su dimensión de “obstáculos” para la consecución del “objetivo”, es decir, terminar la novela; al lector le va pareciendo imposible que pueda conseguir sacar tiempo para escribir en ese constante ajetreo de compromisos laborales y sociales. B) Las noches de copas. Leyendo este diario llega a doler el hígado, y parece apuntalar el tópico de la vida social de los escritores y el alcohol. Se bebe, mucho. “Mañana de resaca” se convierte en casi un estribillo del diario, casi en una especie de “parte meteorológico”: mañana de resaca, resaca monumental, resaca ligera... Según el estado de la resaca, la escritura de la novela será más o menos provechosa. C) Las lecturas y series: el diario se llena también de interesantes microrreseñas en las que el autor da su opinión y breve análisis sobre lo que va leyendo (casi todo novedades, excepto las lecturas “de trabajo”, es decir, las más relacionadas con su novela), o de las películas y series que va viendo. Es interesante la mirada de escritor con novela en proceso, cómo todo lo relaciona, por semejanza o por contraste, con lo que él está haciendo o intentando hacer en su propia escritura. D) El Real Madrid. (No comentaremos esta constante casi sagrada). E) El cuerpo. Es muy interesante también la constante presencia del cuerpo. Ya en la primera entrada, relacionaba el autor cuerpo y escritura (El cuerpo, por delante de la razón. Siempre. El cuerpo piensa), pero su protagonismo en el diario es esencial: por un lado, su lucha con el peso, la comida, la bebida, el gimnasio como expiación y como proyecto de vida ordenada que se pone en relación directa con la escritura: el deseo de centrarse y escribir, dejando viajes y compromisos aparte. Pero, también, hay una relación estrecha entre esa novela en concreto, los dilemas éticos y las pesadillas personales que le provoca, y el cuerpo: se produce una somatización de los problemas de la novela que alcanzan dos clímax, relacionados con los dos finales del diario: el final de la primera parte (con una ceguera por estrés cuando está terminando el primer borrador) y el final de la segunda (con una vesícula extirpada cuando tiene que deshacerse para siempre de la novela para poder escribir otras cosas). La forma en que “la trama del cuerpo” y “la trama de la creación de la novela” alcanzan ambos puntos álgidos es una maravilla de control de la escritura y de coincidencias literarias de la realidad “en bruto”. Hay muchísimos más temas interesantes que podríamos tratar, por ejemplo, la relación entre el uso de la segunda persona en el diario y en una parte de la novela. Pero creo que basta, para terminar, con recomendar este diario: divertido, agudo, entretenido, interesante para cualquiera que guste de husmear en el proceso cotidiano de la creación de una novela y/o en el día a día de un escritor con la dimensión social de Miguel Ángel Hernández. Pero, sobre todo, este diario es prácticamente imprescindible si te gustó El dolor de los demás, ya que arroja luz sobre algunos aspectos de la novela; no sólo de su creación, sino también de su posterior recepción. Este es, sobre todo, un libro escrito con sencillez y maestría, que consigue que lleguemos a pensar, como dice el autor, que la realidad, sin duda, tiene la estructura de la ficción.
ALEJANDRO CÉSPEDES. LAS CARICIAS DEL FUEGO (Amargord, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR En el año 2007, Alejandro Céspedes ganó el Premio de Poesía Blas de Otero con un libro titulado Los círculos concéntricos. Era un libro con 29 poemas, en verso y en prosa, protagonizados por un personaje llamado “Aurora”, víctima de abusos sexuales por parte de su padre. Un gran libro, que yo compré (usado, porque no había otra forma) cuando, deslumbrado por la lectura de ese libro esencial para la poesía española contemporánea que es Topología de una página en blanco, decidí que debía leer todo lo que ese tal Alejandro Céspedes, al que no conocía, había publicado. Ahora aparece este libro titulado Las caricias del fuego, que es una reedición de aquellos círculos concéntricos, pero es mucho, muchísimo más que una reedición; por eso, creo que el cambio de título es un gran acierto. En el epílogo, el propio autor explica el origen y el sentido de este nuevo libro: los poemas presentados a aquel concurso eran solo una pequeña parte de un proyecto mucho mayor que, por azares del tiempo, las mudanzas y los cambios de ordenador, se perdió o se creyó perdido. En 2018, el editor le propuso una reedición de Los círculos concéntricos y, como una especie de magia o de justicia poética, cuando ya el autor iba a enviarlo al editor, una amiga le escribió diciéndole que había encontrado el original en unos folios impresos hacía veinte años. Esa versión extensa es la que el lector encontrará bajo el título de Las caricias del fuego, con un 136% más de contenido que Los círculos concéntricos. Es, por lo tanto, un libro nuevo, mayor, y mejor que aquel. No solo por la gran cantidad de nuevos poemas que desarrollan aspectos nuevos del personaje (llamado aquí no ya Aurora, sino Aurelia), sino por la maravillosa edición con que Amargord ha arropado este texto: unas bellas ilustraciones de Eva Hiernaux acompañan a los poemas, y un pendrive diseñado como la portada del libro nos entrega también un material poético audiovisual para hacer que la experiencia de Las caricias del fuego vaya, como suele suceder siempre con Alejandro Céspedes, mucho más allá del concepto tradicional de “poema”. Como sucedía en Los círculos concéntricos, el lector encontrará en Las caricias del fuego una historia, un relato. Pero no se trata de poesía narrativa. Hay un sustrato narrativo porque hay una serie de hechos, de acontecimientos que generan y organizan las distintas partes del libro: los orígenes del abuso sexual, la muerte del padre-abusador a manos de Aurelia, la cárcel, el manicomio… Pero el modo elegido por Céspedes para trabajar con ese material narrativo, con esa historia familiar heredada y transformada, es el del monólogo dramático. Será la voz en primera persona de Aurelia la única que escuchará el lector. El sujeto lírico identificado tradicionalmente con el autor y su biografía es algo de lo que la poesía de Céspedes ha estado huyendo continuamente, hasta alcanzar un grado de perfección y objetividad-objetualidad máxima a partir de Topología de una página en blanco. Pero ya aquí, con un material poético tan delicado y terrible, se advierte esa decisión poética de dejar que la voz sea ajena; de manera que es el lenguaje en sí mismo, el lenguaje de Aurelia, sí, pero sobre el lenguaje como tal, quien hable de Aurelia, del sexo, de la inocencia, de la locura. Así comienza el libro: Traspasar la frontera era tan fácil… Quién le dice a la caricia cuál es el territorio prohibido. Cómo sabe la piel que a partir de una célula inexacta comienza la maraña del deseo a enredarse y hacerse vulnerable. Y esa voz, ese lenguaje concéntrico, lleva a los lectores a unos territorios bellos, terribles, desde la infancia, la inocencia y el amor puro y confuso, hasta el sexo, la muerte, la locura: y todo ello con una coherencia poética admirable, dejando ver en todo momento el armazón (narrativo y moral) del relato que subyace, pero sin dejarse dominar por él: se da toda la libertad a esa voz que da vueltas y vueltas, en círculos concéntricos, desde la caricia hasta el amor, desde la identidad y el espejo hasta la enajenación, desde la infancia hasta una edad que se borra en los espejos y los recuerdos como pozos de infinitos fondos que llevan a infinitos infiernos:
No busco la certeza. Quiero no recordar. Ser, en el tiempo que me quede, nueva. El universo y cuanto en él habita es artificio. Todas las existencias son extremos de cuerdas que conservan en los nudos deshechos la sustancial razón que las desdice. El libro se estructura en siete partes. De hecho, no en la portada, pero sí en la página inicial, encontramos el subtítulo siguiente: Las Siete Palabras. Cada una de las siete partes del libro va estar encabezada, y dominada temática o simbólicamente, por una de las siete últimas frases que Jesús dijo en la cruz antes de morir. Esa estructura también otorga al libro otra de sus características: una concepción trágica, más que narrativa. Porque la narración subyacente, los hechos del abuso, la muerte del padre, el encierro, no son tratados como sucesión de elementos narrativos, sino como escenas que tienen más que ver con la concepción atemporal de la narrativa del mito. Cuando uno termina de leer este libro no lo recuerda como “el relato de Aurelia”, sino como “el mito de Aurelia” o, para ser más exactos, “la tragedia de Aurelia”. Así como el relato de Jesús en la cruz, abandonado y sacrificado por su Padre no es una narración, sino un mito, el monólogo dramático de Aurelia nos sitúa en un marco atemporal y recurrente, en una repetición infinita de un hecho: como Cristo está eternamente en la cruz, Aurelia está eternamente siendo violada por su padre, eternamente matando a su padre, eternamente mirándose al espejo en un manicomio. Es, también, el tiempo mítico de la tragedia griega. No solo por ese elemento atemporal, por ese castigo repetido eternamente, sino porque, como en el mito de Cristo en la cruz, lo que tenemos en Las caricias del fuego es a un Dios violando a su hija, a un Dios sacrificando a su hija, porque todo padre es siempre, para una niña, el Padre: Soy Creusa y soy Casandra, violada por un dios y no creída. Si eso me hace culpable es preferible que pongáis más empeño en engendrar silencio en vez de hijas. Dice el autor en el epílogo: «El cambio radical que se produjo en mi forma de escribir en 2010 con Topología de una página en blanco y posteriormente con Voces en off, me hizo considerar toda esta producción anterior como una parte menor —y antigua— de mi obra que tal vez no mereciese la pena publicar». Afortunadamente, Céspedes ha cambiado de opinión para no privarnos a los lectores de versos como estos: Nunca tuve razones para habitar mis sueños porque aprendí de niña, como el agua, a rellenar los huecos del cuenco en que me echasen. DAVID TRASHUMANTE. APENAS (Ya lo dijo Casimiro Parker, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Me interesan especialmente aquellos libros que, como este, se vuelven contra sí mismos y contra el mundo. Es decir, que se rebelan contra el lenguaje, contra el concepto de poema y de poeta; que no dan nada por sentado e intentan mantenerse siempre cerca del origen: eso los convierte en radicales. Y Apenas es un libro radical en todos los sentidos de este término. David Trashumante parece querer excavar en busca de algo que podríamos llamar “verdad” y que, obviamente, nos devuelve continuamente a la casilla de salida porque la verdad es una palabra de significado cambiante, esquivo y, muchas veces, cargada de nada; porque también el nihilismo está presente en este libro. Esta búsqueda, esa ausencia o imposibilidad central, provoca una serie de tensiones que articulan todo el libro: la lucha entre la palabra y el silencio, entre la idea (¿la palabra?) y la víscera, entre el poema y el mundo, entre el individuo (¿el poema?) y la sociedad (el lenguaje). Puede parecer que estoy forzando la interpretación para situar el lenguaje como eje de todo el elemento conflictivo del libro, pero es justamente esto lo que da un sentido unitario a todas las decisiones estéticas y formales (muy variadas y experimentales a veces) que el autor ha tomado. Tal vez suene muy ambicioso porque, efectivamente, lo es, y eso le honra. Apenas articula esta búsqueda conflictiva y dolorosa, llena de “penas”, en tres partes bien diferenciadas en las que, no obstante, se mantiene siempre como eje central esa tensión entre la poesía y un lenguaje siempre sospechoso, nunca aceptado como ingenuo o mero “transmisor de ideas”. De esa unidad puede dar idea el hecho de que el primer verso de la primera parte sea un anuncio de un lenguaje/canto que nace: «rueda un canto en la punta de la lengua» y el último verso del libro sea una onomatopeya del silencio: «$hhhhhhhh». (Nótese el intencionado uso de la polisemia en ambos versos: canto-piedra/canto-poema, y el doble significado de la “$” como letra del silencio y del dólar. La polisemia y la paronomasia son usadas con mucha frecuencia y acierto, por revelar en sí mismas, en su arbitrariedad, esa tensión intrínseca entre lenguaje y realidad, y lo hace desde el título, con el juego de palabras entre “apenas” y “a-penas”: el adverbio indica esa situación de “cercanía” o de “roce” que la poesía intenta con el mundo, mientras que el libro se mueve a golpe de “penas”, de dolores y frustraciones). Pero entremos ya a comentar por separado cada una de las tres partes de este gran libro. La primera de ellas viene enmarcada por una cita de Alejandra Pizarnik, y es una referencia muy adecuada, porque asume una búsqueda similar (en oscuridad y en desesperación) a la de la poeta argentina. El primer poema ‘eres o eras’, ya da clave estética del libro de esta parte del libro: acumulación e imágenes, el verso largo separado por barras, la ausencia de puntuación, de mayúsculas, el tono de salmodia y de monólogo interior. Además, la aparición de otra voz, de ese “dice” que desdobla el poema y abre la distancia de la escritura, de la conciencia, y nos pone a los lectores en el punto en que nace el poema. Y ese punto es un abismo, donde habita la nada, la posibilidad extrema, donde todo se mezcla y las definiciones se confunden: es el territorio de la disyuntiva que iguala y niega los significados, ‘eres o eras’, donde la identidad deja de ser afirmativa, donde se nace y se muere al mismo tiempo, donde está la memoria y el insomnio, donde se confunden lo profundo y lo ridículo. La primera estrofa lo indica todo a la perfección, creando ese espacio mágico entre respiraciones, ese hiato de vida y muerte, esa suspensión, esa espera: «rueda un canto en la punta de la lengua aterida como lisergia en el nombre / la luz que se aclara en todos los cabellos / el diafragma quieto / calderón de un instante / y no llega la respiración / sin mundo, muda / quizás estés dice/ la luna robada en el cajón de la mesilla y el niño sin ojos jugando a ser nadie dice». Predomina en esta parte el imaginario nocturno, el frío, la madrugada, y la lucha con la escritura, así como el conflicto entre las palabras, las ideas y el cuerpo, la víscera. El insomnio, el silencio son espacios o tiempos donde encontramos una madrugada alucinada de imágenes que son y no son, con la muerte y la memoria vomitando imágenes que luchan y se chocan con el cuerpo, mintiendo y desmintiendo la escritura: «ahora el silencio en la hora del alba y parece que saltaran agujas de todos los relojes / para clavarse sobre las omátidas de los ojos de la metástasis y así / se nace el zumbido ciego de tu muerte que es todas las muertes / ni sendas ni estelas ni ligero de equipaje solo la sangre caliente perdiéndose por los fregaderos dice». Especialmente interesante es el poema insomnio, en el que esa lucha entre el poeta y la palabra, entre la voluntad poética como revelación de la verdad y el hecho poético como acumulación de significados estéticos sociales y gastados mantienen una pugna gráfica y dialogada con esa segunda voz que ironiza ante el fracaso de las imágenes poéticas que intentan la expresión de algo cercano a una “verdad”: «están las sirenas... / no dice / la noche abre sus párpados negros dentro solo pupilas…(no no dice) el amor del laberinto concreta en las horas... / vas mal dice / nace lo negro.../ manido dice /si al respirar anidan los murciélagos... / no me hagas reír dice». (1) La segunda parte comienza con un poema llamado ‘fingidor’, en referencia a Pessoa y a la imposibilidad de la poesía como confesión o sentimentalidad biográfica. Sirve también esta refutación de la pena individual y cantada para introducir la cuestión social y política, ausente en la primera parte del libro. En este primer poema encontramos una lucha entre el poema y la vida que ya estaba anunciada en la primera parte, que aquí se aplica a la necesidad e imposibilidad de cantar la pena: «todo es mentira dice // miente ahora llenando el renglón de entrañas de carne que vaga hacia las mandíbulas (...) // no serás tú en realidad quien olvide dice / mírate al espejo de veras y me verás dice // cientos de pessoas se reflejan simultáneos y me miran / poeta no eres más que un fingidor dice». Pero, ya desde el segundo poema de esta parte (“vacío”) acumula imágenes de la nada, del nihilismo contemporáneo consumista y acelerado, consiguiendo un bello equilibrio entre el aspecto lírico de las imágenes, el deseo de desaparición, de cansancio, de derrota total, y la crítica social a la pérdida de identidad y de sentido del lenguaje. Algunos ejemplos de este bello y duro poema: «caen en su hueco los surcos horadados de la luz y estrían los días de trabajo / al igual que un disco acabado de soñar sigue girando en su materia oscura / y emite un ruido como de cosmos y la televisión sin canal sintoniza / la misma radiación de fondo que los radiotelescopios y una no quiere ideas ni estímulos ni mucho menos el desfile rítmico de las preocupaciones / tan solo dejar de envidiar por un segundo a los embutidos que refulgen envasados al vacío en la oscuridad de la alacena / tal vez morir de placer al escuchar el “clack” que abre la lata de un corazón en conserva con el que poder vaciarse en otros ojos / al fin escindido del espacio y el tiempo / precalienta el horno y olerás tu alma dice // (...) eso quiero / ser el avestruz que hundirá su cabeza en la tierra a pesar de la muerte por asfixia / cobarde dice // y qué / deseo ser seriada ubicada en un estante / ¡qué dicha la nada de un código de barras!». Se pasa, en esta segunda parte, del conflicto o la pena íntima de la noche, el silencio y la palabra, de la nada, el cuerpo y la muerte, a la lucha del poeta con la persona, al conflicto de la poesía con el mundo: «No te queda otra que erguirte frente al pelotón de tus mentiras dice / e intentar vivir a pesar del lenguaje dice». Y qué puede la poesía frente al ataque del mundo. Es una variante de esa idea de lucha entre el poeta y su poesía, por encontrar un lenguaje que no sea vacío, que no sea mentira, que no sea hueca y pervertida emanación del poder, como dice en el poema ‘Volkán’: «cruje el volkán en sus hielos definitivos forjados con el goteo ninguneado de las nadie / cadáveres que se deshacen como cubitos en sus nichos de whisky y anfetaminas / de nicotina y amnesia / ardidos para siempre ya sus nombres / y atrapa el habla en su ámbar ígneo con la negrura y el silencio de un murciélago calcinado / y al fin su ira se enfría y se solidifica la estrechez de literato iracundo que quiere encrestar su corteza y erigir su atlas al hundir bajo su manto los continentes florecidos en las blancas nubes de la libertad y así conformar / la fosa abismal de la que / según él / nacen todos los buenos poemas / se te va a quedar la lengua pegada a un témpano dice / como quien se aferra a un clavo ardiendo dice». El aspecto social de esta segunda parte se confirma y se torna positivo en poemas como ‘revuelta’ y ‘casa okupa’. En ambos poemas desaparece la pena para transformarse en rabia, en lucha, para abrir un horizonte que hasta ahora había sido negado, un horizonte de orden natural y humano «no me interesa tu bisutería / mejor hazme coronas de laurel para todas las cabezas / cada una emperadora de su cuerpo a la conquista del territorio infinito que somos por dentro / y te daré un beso en tu frente de cajero automático después de quemar tu dinero frente al mercado de valores / ese que los ha vendido todos / y solo nos quedará nuestra propia carne por quemar y pérdida la larga mecha de esta desobediencia que marcha sin descanso / nuestras hijas / semillas de ceniza / verán arder tu codicia / porque solo nosotras conocemos el verdadero secreto del fuego». La lluvia, el ‘diluvio’, aparece cerca del final de la segunda parte como elemento natural de necesaria limpieza y purificación, de revolución poética y social, a hard rain isgonnafall: «bésenos el tiempo las mejillas empapadas / cómbense los rostros antepasados en los charcos tras los pasos / descalzas vamos al encuentro del diluvio». Y es justamente un diluvio gráfico y poético lo que vamos a encontrar en la tercera y última parte, donde se da una materialización performativa de lo que ya había aparecido anteriormente tanto en forma temática, como en otras manifestaciones formales (el uso de las cursivas y el “dice”, los versos tachados de ‘insomnio’): es decir, esa lucha entre el decir y el no decir, entre la palabra y el silencio, entre la verdad y la mentira, entre la literatura y la vida, o entre la tristeza, la pena y el complejo de asumir dicha pena de forma literaria y personal sin caer en lo patético. Aquí se radicaliza esa tensión hasta el punto de crear una poesía performativa y plástica: a primera vista las páginas se convierten en caligramas, con unas barras diagonales llenando/vaciando las páginas, como una especie de lluvia (¿el ‘diluvio’ de la segunda parte?). Pero esas barras son las pausas del verso, pausas que pautan unos versos inexistentes, unos silencios blancos interrumpidos, como un balbuceo a punto de nacer a cuyo nacimiento, crecimiento y desbordamiento final asistimos página tras página. En la primera solo encontramos esa “lluvia” de barras; en la segunda página, aparece solamente la palabra “apenas”, en la tercera y cuarta se repite esta palabra y variaciones de la familia léxica de la misma; en siguientes páginas empieza a aparecer un nuevo vector lingüístico, todavía espaciado, inconexo, solo como unas gotas de lluvia más densas que esas barras diagonales que siguen llenando las páginas: “lengua”, “habla”, “dice”, “palabras”, “callar”... Luego se da paso a los deícticos, que ya suponen una manifestación todavía difusa pero central del “yo”: “aquí”, “así”, “lejos”, “antes”, y también a los determinantes y pronombres, con los que va naciendo, junto al “yo”, el tiempo, ya no el ser, sino el “estar”: “una”, “otro”, “están aquí”; y luego, como ha ido apareciendo en partes anteriores del libro, también lo corporal/visceral empieza a manifestarse todavía de forma inconexa, sin relación, sin sintaxis, como golpes de voz, de intuición, de ritmo sin música ni pauta, pese a que siguen estando las barras diagonales dividiendo/lloviendo la página: “axilas”, “órganos”, etc... Y así van apareciendo los verbos: dos páginas llenas de verbos y barras diagonales, otras dos páginas para los artículos sin nada que determinar, artículos que flotan sin sus sustantivos, entre las lluviosas barras, hasta que, poco a poco, empiezan a articularse en las páginas siguientes algunos sintagmas o fragmentos de sintagmas, como si el poema empezara a aprender a hablar, o como una lluvia que empieza tímida e insegura hasta que paulatinamente su sonido empieza a ser compacto, uniforme, decidido, como ocurre en las siguientes páginas, torrenciales, cargadas de versos en los que las barras diagonales vuelven a su función rítmica y ya no gráfica. Todo termina con otra vuelta de tuerca, con otra refutación del lenguaje tras la exuberancia torrencial anterior: todo vuelve al silencio de la letra aislada, sin palabra: la letra “s”, la interjección, la frase hecha, el lenguaje como sonido, como fragmento sin sentido, ajeno e íntimo a la vez. Este libro es, en definitiva, un “penoso”, bello y arriesgado viaje. Un viaje sin lugares comunes, abierto a la aventura de mirar de verdad, que huye de los tópicos turísticos y que, por ello mismo, recomiendo vivamente a todos aquellos que entienden la lectura de un libro de poesía como una aventura y no como una cómoda visita guiada de tour operador por los tópicos de la fácil sentimentalidad. (1). En el original, los versos que hemos "aclarado" o "difuminado" van tachados por el autor (Nota del editor).
DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. FACTBOOK (Candaya, Barcelona, 2018) por IGNACIO GARCÍA FORNET FACTBOOK: UNA DISTOPÍA EN TRES CANCIONES DE RADIOHEAD Había muchas ganas de leer lo nuevo de Diego Sánchez Aguilar como narrador, después de ese agudísimo y sutil retrato de las pequeñas miserias de la clase media que fue Nuevas teorías del orgasmo femenino (Balduque, 2016). Y la verdad es que no ha defraudado con una novela que escapa de cualquier etiqueta fácil, pese a que, cuando se habla de ella, está siendo habitual hacerlo en los términos de una distopía. Sobre esa premisa genérica se construye un discurso complejo en el que se alternan tres voces narrativas. Dos de ellas, la de Rosa, una profesora de pasado reivindicativo, desencantada con la sociedad en la que le ha tocado vivir, y la de Gustavo, su expareja, un exitoso guionista de televisión, egocéntrico, diletante y snob, a punto de criogenizarse, asumen la forma autodiegética. Un tercer personaje, innominado, que se dedica a revisar publicaciones en las redes sociales para perseguir a aquellos que se muestran disidentes con el sistema imperante, nos ofrece su voz como serie de respuestas a una entrevista de la que se nos han escamoteado las preguntas. Los tres componen una historia con muchos niveles de lectura perfectamente conectados entre sí, por momentos, de un lirismo subyugante, a partir del asesinato de tres grandes personalidades, que han aparecido ahorcadas en un toro de Osborne sobre el que se ha impresionado el logotipo de Factbook, una red social muy especial. Aprovechando la excusa musical que brindan los gustos de Gustavo, vamos a acercarnos a esta historia compleja y sugerente acompasando su avance al ritmo de tres canciones de Radiohead que, creo, constituyen un fondo adecuado. no surprises LA DISTOPÍA QUE ES Y LO QUE NO ES I’ll take a quiet life A handshake of carbon monoxide With no alarms and no surprises ‘No surprises’ (OK Computer, 1997) es una brillante sátira contra una sociedad aletargada, que se conforma con una felicidad consumista, que vive una vida estandarizada en la que no tiene cabida ningún sobresalto que saque al individuo de su miserable zona de confort. Muy parecido es el mundo que pueblan los personajes de Factbook, en el que, tras años de crisis económica, las nuevas generaciones han acabado asumiendo el empobrecimiento que se les impone como el único escenario posible. Lo estremecedor de la distopía que nos propone Diego es que es una leve evolución de lo que llevamos viviendo desde que estalló la crisis económica hace unos años, en los que los derechos sociales están retrocediendo progresivamente ante la pasividad de la mayoría. La sociedad que refleja Factbook está sometida por completo al poder de los Mercados, como si cualquier otra opción fuera imposible (¿os suena esto de algo?), algo que se encarga de garantizar un Estado policial que condena cualquier expresión disonante. Ese modelo social lo encontramos ampliamente desarrollado en los capítulos que corresponden a la tercera de las voces, la del defensor del orden oficial, que llega a citar a Parménides para cimentar la validez de su relato: —Pues eso es lo que hacemos aquí. Es la labor esencial de toda civilización, de toda cultura. Separar lo que es de lo que no es. —Exacto. Lo que se puede publicar, lo que se puede decir, es lo que es. Nuestro trabajo es limpiar el ser de nuestro país, hacer que España siga siendo como es y evitar que España sea como no es. —Los que piensan que puede ser de otra manera se están equivocando. Efectivamente hay una España oficial, cuyo discurso construyen diariamente los medios de comunicación, la televisión y las redes sociales convencionales, que, como en la canción de Radiohead que titula este epígrafe, aspiran a una sociedad conformista en la que la felicidad es algo impostado que se mide en el volumen de publicaciones con el que proyectamos nuestro yo ideal en internet, una España pensada para una clase media empobrecida y aborregada ante lo que le muestran las pantallas. En los capítulos en los que la voz corresponde a Rosa se insiste en esa idea de un estándar social que se inocula en el yo colectivo de un círculo social muy concreto. La voz del presentador está cuidada y diseñada para hablarnos a nosotros, a los que todavía tenemos un trabajo y vivimos en casas que pagamos con nuestro salario. Es nuestra voz y nuestro lenguaje; todo lo que está sobreentendido en ella somos nosotros, es nuestra vida y nuestro mundo. El silencio entre las palabras del presentador está compuesto por todas las leyes tácitas de la civilización occidental, por el dinero, el intercambio y la justicia de la deuda. La clase media, los votantes, los consumidores. Esa evolución hacia una sociedad cada vez más limitada y unidireccional se nos transmite con gran habilidad a través de las distintas voces pero es especialmente interesante un recurso muy efectivo en la voz de Rosa: la dispersa enumeración de los Change.org que ha ido firmando durante los últimos años, en los que se mezclan situaciones que hemos vivido realmente con otras que solo pertenecen a la ficción pero que resultan terroríficamente verosímiles. Firmé un Change.org pidiendo que no aplicaran la Ley de Terrorismo Global a un periódico satírico que hizo un chiste sobre la monarquía. Da mucho miedo el mundo que, con una inteligente economía de medios, se despliega ante nuestros ojos, sobre todo porque a veces cuesta distinguir lo que es realidad de ficción. No nos hace falta más para entender la sociedad en la que se mueven nuestros personajes, superándose anticuados discursos explicativos, habituales en el género distópico, todo un acierto de Diego en la construcción de su relato. Junto a los medios de comunicación, otra poderosa herramienta de cohesión social en el mundo de Factbook es la ficción televisiva, que ofrece una alternativa escapista o defiende los valores del mundo que es, frente al que no puede ser, según convenga. Buena parte de la historia de Gustavo tiene que ver con este motivo, dibujando una de las líneas argumentales de la novela más paródicamente divertidas. Me refiero al fáustico pacto con el Señor Guevara que le lleva a escribir sus dos series de éxito: Maquetas y Crisis. Desde su primera aparición en una de las sesiones que Gustavo organiza con sus amigos, el señor Guevara se nos muestra como una especie de Mefistófeles parecido a Andy Warhol que, vestido de negro y calzando unas botas Nike de suela color rojo infierno, se enfrenta a Gustavo con la superioridad de quien despierta un temor reverencial y parece controlar los destinos de quienes lo rodean. El “viaje” que le provoca a Gustavo la droga que Guevara le proporciona, en un cartoncito con una imagen del Fausto de Murnau en la que el diablo envuelve la ciudad con sus alas, lo enfrenta por primera vez en la novela con la aparición expresionista del diablo que parece guiarlo en la creación de sus dos series. La primera de ellas, Maquetas, es una sitcom semejante a Friends que vende a sus espectadores la hedonista libertad de unos personajes que viven el presente al margen de cualquier proyecto de futuro. La posibilidad de una evasión de la realidad es el mensaje más conveniente para las oscuras fuerzas que representa el señor Guevara y Gustavo va a encargarse de introducirla en cada hogar. El mismo escapismo lo encontramos en las RRSS convencionales, como Facebook, en las que se suceden las expresiones de exaltación de un yo hedonista y atractivo que pocas veces se corresponden con la realidad de sus usuarios pero les hacen mucho más digeribles sus vidas, como muy bien señala el investigador. Queremos parecernos a esos anuncios de cerveza, y eso está bien. Queremos que nuestra vida imite esos anuncios de cerveza, queremos ser felices, joder (...) y, si no podemos, aunque estemos hechos una mierda, queremos que el mundo, o que nuestros amigos, piensen que lo somos, y que nuestra vida es lo más parecido a un anuncio de cerveza. Tras Maquetas, Crisis, en clave dramática, desarrolla el discurso del sacrificio que tanto hemos escuchado estos últimos años; en una nueva alucinación, el personaje de Murnau le da las claves a Gustavo de lo que va a ser su obra maestra. Que la cruda realidad. Que el día. Que la solidaridad. Que la familia. Que iba a ser la serie de la gran familia que se apoya y se sacrifica y trabaja duro para sacar las cosas adelante. Que el espíritu emprendedor. Que la gente corriente. Que un canto a las pequeñas cosas buenas de la vida. Que la épica de lo cotidiano, que el sentido del deber, de pagar las deudas, de ser honrado y amar a tus hijos y a tus padres. El éxito de la propuesta de Gustavo es total y lo contemplamos a través de los ojos de Rosa en una de las imágenes más potentes de la novela: el destello acompasado de los televisores que se percibe en las ventanas de los edificios vecinos, conectados a una misma ficción, que dirige a toda una sociedad hacia un pensamiento único como si se estuviera produciendo la invasión alienígena de La invasión de los ultracuerpos y nos condujera a una sumisión en la que la palabra “vida” sustituirá a nuestra palabra “crisis”. Las pantallas encendidas en las ventanas de todos esos edificios, parpadeando, enviando señales eléctricas, como una imagen de la actividad neuronal del país. Él no se daba cuenta de ese poder, o lo fingía, o quería renunciar a él porque sabía que lo usaba de una forma perversa, aparentemente inocente. (...) Se realizaba, ante nuestros ojos, la sinapsis entre las pantallas y la imaginación de los espectadores. Mientras descansan, mientras cenan, los personajes de la serie les explican cómo son ellos, cómo es su mundo, cómo podrían llegar a ser. Pero, frente a esa España oficial, hay otra realidad que no tiene cabida en los telediarios o cualquiera de los medios que utiliza el Sistema para construir su discurso unívoco. A esa realidad es a la que da voz Factbook, una red social que funciona como negativo de Facebook y que aparece vinculada a los crímenes sobre los que gira la novela. El toro de Osborne se convierte en un sutil símbolo de esas dos realidades confrontadas cuando, ya en el primer capítulo, Rosa muestra su sorpresa al descubrir una realidad oculta tras el anuncio icónico, al contemplar en la televisión la noticia del asesinato del presidente de la CEOE. El reportero está debajo de las vigas: parece pequeño, parece perdido en esa ciudad esquemática de estructuras vacías y enormes a las que nunca había prestado atención cuando veía las siluetas de los toros desde la distancia de mi coche. La clave está en la mirada, la nueva perspectiva de Rosa es la que tal vez, nos lleve a otra posibilidad que pueda imponerse al castrante discurso admitido, el país de aquellos a quienes no está destinado el relato del telediario. Pero eso lo veremos un poco más adelante. idioteque LA SOLEDAD Y LA ALIENACIÓN Who’s in a bunker? Who’s in a bunker? I have seen too much. I haven’t seen enough. ¿Cómo son las relaciones entre los personajes de Factbook? Hacia el final de la novela, Gustavo expresa su devoción por ‘Idioteque’ (Kid A, 2000), canción de Radiohead, cuyo sampler suena acompañando el discurso de bienvenida del responsable de la empresa ilegal de criogenización que le va a facilitar el “suicidio” con el que tanto había fantaseado. Pero, más adelante, en el relato que está haciendo de su vida a modo de copia de seguridad de sus recuerdos para su despertar futuro, una confesión que debería representar su alma, la identificación del personaje con la canción y, más concretamente, con su videoclip se hace mucho más evidente. Nunca había pensado que ese videoclip, aparentemente neutro, poco importante, pudiera resumir de una forma tan perfecta toda mi vida de personaje de dibujos animados, mi vida de osito insignificante que da vueltas en la nada sin acercarse jamás a nadie. Efectivamente, Gustavo, que se define como egohólico, ha vivido siempre al margen de los demás, encerrado en una hermética burbuja, alimentada por cierto snobismo cultural y por las drogas, motor de buena parte de su biografía. El enfrentamiento entre el personaje y su familia, de perfil tradicional, es claro desde el principio y expresa un rechazo mucho más amplio hacia los convencionalismos del trabajador medio, gris, consagrado al cuidado de los suyos, para el que el deber siempre está por encima del placer. (...) era como nosotros, es decir, era otro pez en la corriente de las sesiones y de los proyectos artísticos infinitamente postergados y de las conversaciones sobre música, cine, arte y literatura con las que nos sentíamos tan especiales, es decir, tan únicos, o tan superiores a toda esa gente que madrugaba a diario para ir a sus trabajos de mierda en los que solamente la alienación y el embrutecimiento podía esperarles tras el café con leche y las porras que se comían ante nuestros asqueados ojos de habitantes de la madrugada eterna y química. Gustavo desprecia continuamente ese mundo real y se recrea muchas veces en una contemplación artística de sus propias vivencias, distanciándose de ellas al verse como el protagonista de una ficción, lo que lo lleva al autismo emocional y una profunda incomunicación con aquellos que lo rodean. (...) y, aunque sentía que debería hacer algo, que debería levantarme, y abrazar a mi padre, y tal vez llorar, veía cada una de esas posibles imágenes de mí mismo haciendo esas cosas como si fueran escenas de una película malísima que me daba una infinita vergüenza interpretar (...) En su retiro final en una Manga apocalíptica donde espera la criogenización que haga real sus fantasías suicidas, la incomunicación es también abrumadora. Los miembros de la comunidad que aspira a formar la empresa Investigation on Cryogenesis and Eternity (I.C.E) no interactúan entre ellos y apenas cruzan tímidas miradas en los escasos momentos que comparten en los espacios comunes, celosos de su burbuja solipsista. Se comportan como espectros que habitan planos distintos, en un espacio también fantasmagórico, propicio para una introspección en la que el vacío vital del personaje resulta obvio. Y, una vez que te das cuenta de que tu alma solamente es la acumulación de los tópicos narrativos y culturales que te ha tocado vivir, puedes sentir una especie de paz, una paz que se parece mucho a una derrota. El carácter de Gustavo chocaba en muchos aspectos con el de la Rosa más optimista, la militante que todavía creía en fenómenos como el del 15M. Su vivencia de ese acontecimiento es muy distinta y, así, mientras para ella todo es luz y cambio, cada amanecer entre las tiendas de campaña, el guionista no puede evitar una actitud cínica y descreída, que lo aleja de la emoción del momento, incapaz de conectar con los demás. Y yo podía ponerme los auriculares siempre que quisiera, para no escuchar los gritos de los que estaban siendo jodidos de verdad, los que siempre son los primeros en caer, es decir, los obreros, la mano de obra más barata y menos cualificada, los inmigrantes, toda esa gente que yo no conocía y de la que nada sabía y que ahora eran considerados por todos nosotros como nuestros hermanos, nuestros compañeros, cuando esa era justo la gente de la que siempre habíamos estado huyendo, la masa que no sabía quién era Bill Viola y que nunca había escuchado a La Velvet. Esa enorme distancia entre los dos personajes, lógicamente, acaba con una relación, que, retrospectivamente analizada por Rosa, no fue más allá de compartir aficiones y una cierta complicidad, un fracaso más entre una serie interminable que hacen de ella un personaje agotado, conectado con la realidad sólo a través de las pantallas de la televisión y de su tablet, en las que espera con ansiedad noticias de un nuevo crimen que rompa su rutina y acabe con un mundo en el que no es capaz de encontrar su espacio y que contempla desde su particular atalaya. Creo que no nos enfadábamos porque no esperábamos nada el uno del otro. No sé si él esperaba algo de mí, si lo decepcioné de alguna manera. Nunca me había planteado eso. Lo pienso ahora y me parece algo inverosímil, que Gustavo esperara algo de mí. Tampoco sé qué pensaba él de nada, en realidad. El aislamiento de los personajes, por tanto, es completo. Como hemos visto, ni siquiera en el entorno más privado de la relación de Gustavo y Rosa se produce una verdadera comunicación, de manera que la imagen del vídeo musical de Radiohead de esos dos osos que giran uno alrededor del otro sin llegar nunca a unirse es una metáfora perfecta de la gelidez que domina las relaciones humanas en esta distopía. Ahora bien, esa soledad y el ejercicio introspectivo que conlleva en los dos personajes centrales toma una deriva muy distinta en cada caso. De ello nos vamos a ocupar en el último apartado. how to disappear completely LA APOCALÍPTICA DISOLUCIÓN DEL YO This isn’t happening I’m not here I’m not here In a little while I’ll be gone The moment’s already passed Yeah it’s gone And I’m not here Como en la canción de Radiohead que da título a este último apartado (Kid A, 2000), la salida de Rosa y Gustavo del estancamiento en el que viven inmersos y el avance del relato pasa en ambos casos por una disolución del yo, que para mí tiene un mismo punto de partida, el sentimiento de culpa, pero una dirección muy distinta según de qué personaje se trate. Lo religioso cobra mucha importancia en la dimensión semántica de buena parte de la novela, de manera que la culpa conduce a los protagonistas a una especie de confesión. Gustavo busca sintetizar lo que ha sido, apresar su alma, en un discurso que permita recomponer su memoria, en previsión de algún problema en su despertar de la criogenización. El resultado lo lleva continuamente al sentimiento de asco y vergüenza por lo que ha sido toda su vida. La imagen de la pistola en la sien lo había acompañado desde bien joven, como una fantasía en la que desahogar su desprecio de sí mismo, acostumbrado a vivir una realidad paralela en la que solo él tiene cabida, incapaz de comulgar con nada que vaya más allá de su ego. O estoy aquí por la culpa, porque en algún momento empezó esta voz, de la que siempre me he querido librar con las drogas, a entonar el canto de la culpa. La culpa por qué; la culpa por todo, por supuesto… Sus contemplaciones alucinógenas de la realidad, el surfing, en el que las drogas llevan su percepción a otro nivel son un buen ejemplo de la desconexión del personaje de todo lo que no sea su propia burbuja, en un ensayo de desaparición que ahora va a llevar hasta sus últimas consecuencias. Todo en mi vida ha sido una forma de desaparecer, de no estar donde estaba, de no mirar donde se supone que había que mirar. Mesías de la Nada, como en algún momento de la novela la alucinación fáustica lo denomina, sacrifica esa obra maestra siempre postergada que de él se esperaba por creaciones televisivas comerciales, de dudosa ética y cómplices del poder, que no hacen sino alimentar el vacío, la insatisfacción, que lo han acompañado cotidianamente. (...) era un vacío porque era yo el que había vuelto, porque era mi mundo real, sin talento, sin arte alguno, el que había vuelto. La solución pasa por hacer real su fantasía suicida pagando con el dinero ganado en televisión una criogenización en vida, con la dudosa promesa de una reanimación futura, en una apoteosis de su individualismo, entregado al dios del frío. Se trata de desaparecer, de desvanecerse en este hotel condenado, en esta ciudad deshabitada (...) estamos negando el futuro porque no soportamos nuestro pasado. Por el contrario, la disolución del yo de Rosa tiene un sentido totalmente distinto, en su caso no constituye una aniquilación sino su integración en un grupo, el de los usuarios de Factbook, que se comportan espontáneamente como un todo orgánico, movidos por una fiebre apocalíptica. Frente al falso sentimiento de comunidad que vendía el presentador de I.C.E cuando hablaba de las bondades de su producto a un auditorio fantasmagórico y estéril, los usuarios de Factbook inician un movimiento de incierto destino pero que supondrá un cambio, muchas veces anticipado en la novela, como cuando Gustavo habla de la inquietud que en su elitista círculo se está despertando, que lleva a muchas fortunas a abandonar el país, o las visiones apocalípticas del investigador, sobrecogido por aquello que es incapaz de comprender. Cada vez que intentaba poner una imagen al líder o a los líderes de Factbook, fracasaba. Y entonces aparecía ese vacío extraño que hacía que tuviera que levantarme de la cama con palpitaciones, con asfixia. (...) Porque lo que veía en esos momentos era el mundo en llamas. Era el caos. (...) era esa imagen de un dios sin rostro y sin forma, un dios de la historia, del futuro o yo qué sé…, era esa imagen la que hacía que el corazón me latiera más rápido. A lo largo de la novela, asistimos al proceso de evolución de Rosa que pasa de ser una emocionada militante del 15M, con un pasado de joven antisistema, a una desengañada firmante de causas de Change.org, dominada por el fracaso cotidiano. Capítulo a capítulo, vamos viendo sus avances hacia el colectivo que compone Factbook, la red social paralegal a la que no le interesan las vidas falsamente luminosas de sus integrantes sino los datos puros que hacen a la sociedad ser como es. Otra vez el motivo de la confesión aparece, esta vez de forma explícita, ante una pantalla en la que se hace recuento de las faltas de un personaje, que pese a sus principios revolucionarios, se estaba integrando peligrosamente en el sistema que desprecia. Reverso negativo de Facebook, Factbook no le pregunta a Rosa “¿qué estás pensando?” sino “¿qué has hecho?” Y la conclusión de la profesora es que nada distinto de trabajar y consumir. También tenía vergüenza de estar en este piso, de ser una profesora que vive con un hombre, de estar en un sofá y no con ellos en las calles. Antes, cuando yo sabía hacer un cóctel molotov, cuando llevaba botas reforzadas, a eso lo llamábamos “aburguesarse”, lo llamábamos “morir”. Siguiendo la semántica religiosa, Rosa se comporta a veces como una figura profética, que proyecta visiones sobre el fin del mundo tal como lo conocemos, como cuando contempla las torres de oficinas que se pueden ver desde su apartamento, un claro símbolo del sistema contra el que se rebela. Cuando Gustavo se vino a vivir aquí, las torres estaban recién terminadas: ya no había grúas, ni focos. A veces, cuando había niebla, yo seguía viéndolas como una ruina. Veía superpuesta sobre la poderosa imagen que entregaban, la ruina que serán en el futuro, envuelta en niebla, con los contornos dentados e irregulares de los pisos altos desmoronados. A veces, pensaba en la Torre de Babel, de Brueghel el Viejo. Frente al individualismo hipertrofiado de Gustavo, Rosa ya proponía, cuando jugaba a sugerirle ideas para sus guiones, una ficción protagonizada por un colectivo impersonal que parece anticipar las reuniones de los seguidores de Factbook, al final de la novela. Una ficción donde desaparezca el hombre como individuo. Una historia de gente. Eso es lo que había que hacer. Estaba harta de individuos, le decía, harta de personajes. Despojada de su nombre y reducida a una cifra, Rosa se convierte en un componente más de un todo que se arrastra como movido por una fuerza superior hacia una suerte de juicio final. El sacrificio que deben asumir todos aquellos que profesan esta nueva fe pasa por renunciar a todo lo accesorio que servía para identificarlos cotidianamente y consagrarse a la esencia de los actos. Esa disolución del yo es lo que desconcierta al investigador que busca el sentido de esas publicaciones y un responsable para los crímenes que se han cometido, incapaz de entender qué puede llevar a esas personas a comportarse de forma tan atípica. Gente que de repente decide que tiene que escribir solamente hechos, que se borra, que se borra a sí misma: su nombre, su imagen, sus deseos… (...) Es como si Factbook fuera una secta que está esperando la aparición de un Mesías, de un dios que viniera a salvarnos, o a condenarnos, o yo qué sé. ¿Se da cuenta? No importan los nombres, no importa la individualidad de cada uno de los apóstoles. Una nueva fe en un dios primordial, vengativo e inmisericorde, que asume la potente imagen del toro de Osborne, arrastra a todos los descontentos usuarios de Factbook, como Rosa al campo. Otra vez las tiendas hacen acto de presencia, como en las acampadas del 15M, pero el optimismo de entonces se convierte en una fiebre que aspira a arrasar con el orden establecido sin una idea clara de qué es lo que vendrá, a la expectativa solo del próximo ahorcado, el nuevo sacrificio que se ofrece al dios del nuevo mundo, un dios del fuego frente al gélido dios al que se consagra Gustavo. Este discurso alucinado, cargado de retórica religiosa, es asumido también por el investigador, que traza el paralelismo entre la “secta” de Factbook y el nacimiento del cristianismo. Tampoco sé si los cristianos sabían a qué dios esperaban, qué nuevo mundo iban a traer con su extraña fe. Lo que sí que tengo claro, o casi claro, es que los que escriben en Factbook no lo saben. (...) Me parece que su única fe es la del apocalipsis, que su Espíritu Santo es solamente el espíritu de la destrucción. Efectivamente, todo parece indicar que algo está cambiando y va a arrastrar todo lo que el investigador daba por inmutable a su paso, como ese viento que sopla entre los hierros de la estructura del toro de Osborne al final de la novela y que parece dotarlo de vida reproduciendo un mugido metálico. Tal vez era necesario disolver el yo, con sus imposturas y elementos accesorios para que la distopía cayera. Como si ya, para siempre, este viento fuera a acompañar la vida en La Tierra. *Aprovechando que se cita tanta buena música en la novela,
el autor de la reseña se ha permitido hacer una playlist de Spotify. ALEJANDRO HERMOSILLA. EL JARDINERO (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El jardinero es la tercera novela de Alejandro Hermosilla tras Martillo y Bruja. Con estas tres obras ya se ha creado un hueco en la narrativa española más experimental. Comparte espacio ahí con autores como Rubén Martín Giráldez (Menos joven, Magistral) o Alfonso García-Villalba (Esquizorrealismo, Homoconejo) por citar dos nombres que me gustan especialmente en el rincón más salvaje y menos cuerdo de la narrativa actual española. Porque, más aún que en sus novelas anteriores, el lector tendrá siempre esta frase en la cabeza mientras lea: “¡¿Pero esto qué es?!” Esta frase podrá enunciarse en forma admirativa, perpleja o despectiva, según los gustos lectores y las expectativas ante el hecho narrativo que tenga cada lector. Yo lo he hecho en las dos primeras formas, porque he disfrutado enormemente este artefacto literario que rebosa maldad y odio por los cuatro hermosos costados con que Jekyll and Jill ha vestido (una vez más) la novela. Pero vayamos, sin más rodeos, a intentar explicar a los potenciales lectores qué es El jardinero. Si uno mira la contraportada del libro, verá que en ella se explica que la novela nace de una anécdota biográfica del autor, consistente en una disputa que tuvo hace años con el jardinero de su urbanización. Si alguien no conoce la literatura de Hermosilla, estará tentado de sospechar que se encuentra, pues, ante otra muestra de narrativa de autoficción. Jajaja (léase con entonación malvada esta risa, por favor, y sirva como evidente negación de tal supuesto). De hecho, si el lector abre el libro por la última página, se va a encontrar unas pistas mucho más certeras del ecosistema literario al que pertenece Alejandro Hermosilla: avisa ahí de que en la novela se han intercalado frases o “entonaciones” de los siguientes autores: Blanchot, Beckett, Bernhard, Kafka, Lautremont, Sade… Con estos nombres, podemos darnos cuenta de unas de las características más significativas del libro, y de una de las respuestas que me iba dando a mí mismo ante la pregunta (¡¿Pero esto qué es?!) que me acompañaba continuamente: este es un libro de otro tiempo, que se inserta en el nuestro de una manera extraña y luminosa. Me ocurre lo mismo que cuando leo a Cărtărescu, por decir un nombre que casi todo el mundo puede reconocer. Siento esa misma extrañeza gozosa. Esa intensidad radical por la cual la literatura es todavía algo importante, algo en lo que quien escribe se juega la vida, algo que se lee sin sonrisas irónicas, sin complicidades intelectuales, que se lee lleno de admiración y de odio, o de amor, pero con la certeza de que se está ante un acontecimiento importante. Son libros, en definitiva, que se niegan a ser libros (o, todo lo contrario, que, como el Magistral de Martín Giráldez, pretenden ser el libro que acabe con todos los libros, el último libro), que siguen enzarzados en esa utopía previa a la posmodernidad, por la cual, la literatura tenía que ser llevada al límite, negarse a sí misma, negar lo dado, la tradición retórica y previsible que convertía en falso cualquier intento comunicativo radical. Desde la óptica posmoderna, esa utopía ya terminó. Y asumir que un libro es una obra de arte, que se está trabajando con un material limitado por su género, recepción, tradición, etc., es algo incorporado a casi toda obra contemporánea. El deseo de superar las barreras vida/literatura persiste, pero ha mutado hoy en el triunfo de la autoficción, que mezcla la autoconsciencia textual posmoderna con el rechazo de lo falso o ficticio de la convención literaria. Perdón por la digresión, pero siempre me sucede cuando tengo que comentar libros que se escapan a una recepción “transparente”, y eso es bueno, al menos desde mi criterio. Volvamos a El jardinero. La novela comienza con un sueño. Y en ese sueño aparece un mundo medieval donde un conde pasea con su noble y venerable madre por los jardines de su feudo hasta que tienen un inquietante encuentro con su jardinero. El autor nos quiere introducir en su ficción narrativa con un sueño, como una forma de avisarnos de lo onírico y alejado de los caminos de la narración realista que vamos a encontrarnos. Porque, a diferencia de otras novelas en que las escenas de sueño son un paréntesis de onirismo, aquí, cuando el personaje despierta y entramos en el mundo “real”, lo que vamos a encontrar va a ser una realidad tan bizarra o más que aquella relatada en el sueño. Así, los materiales narrativos con los que se construye esta novela son, por un lado, la historia de este Conde que mantiene un enfrentamiento con su jardinero y, por otro lado, unos fragmentos ensayísticos que se intercalan, interrumpiendo la narración: son fragmentos apócrifos de Artaud, de Teofrasto de Ereso, Kafka, etc, así como de herramientas y técnicas de jardinería. Estos fragmentos construyen una delirante “enciclopedia del jardín” que mezcla erudición con surrealismo de una forma magistral: en ellos se ofrecen teorías y versiones sobre el jardín y los jardineros en un interesante juego intertextual que ayuda, además, a variar y a “descansar” del obsesivo tema y estilo de la narración principal. Pero volvamos a esta narración principal. El carácter claramente onírico nos obliga a hablar de Kafka, el tono repetitivo y obsesivo nos obliga a hablar de Bernhard: creo que estos dos son los referentes más directos que pueden ayudar a entender el propósito de esta novela. Como en Kafka, estamos todo el tiempo ante una historia extraña, ante una pesadilla que nos ofrece una intención alegórica. Pero, como en el caso del checo, esa alegoría no se deja reducir: no hay un “mensaje” o una “correspondencia” directa y evidente con la que podamos “traducir” los personajes y hechos. Sabemos todo el tiempo que, a pesar de lo extraño de los sucesos y personajes narrados, es del ser humano y de su maldad de lo que se habla. Y es también de la sociedad y de sus problemas, pero nunca podremos “despejar” la ecuación de la alegoría, porque es el lenguaje de la novela, es su (i)lógica interna la que toma las riendas y nos introduce en su vorágine del mal. Porque, todavía no lo he dicho, en primer lugar, hay que explicar que este es un libro sobre el Mal, así con mayúsculas. Es un libro lleno de odio, cargado de elementos desagradables tanto a nivel físico (son importantísimas y abundantes las escenas sexuales muy, muy alejadas del concepto de “amor”, así como todo tipo de elementos escatológicos) como a nivel moral. En cuanto a Bernhard, su huella está muy presente tanto en cierta actitud de desprecio y misantropía que el Conde ostenta en su continuo monólogo como, sobre todo, en lo obsesivo del tema, en la repetición continua de ciertas acciones, frases y motivos que acaban convirtiéndose en algo asfixiante. Pero El jardinero nos va a desconcertar aún más (¡¿Pero esto qué es?!) que estos dos referentes, y eso es debido al manejo del tiempo narrativo que hace Hermosilla. Aquí experimentamos el tiempo como pesadilla: la pesadilla de la simultaneidad. Esto no está en Kafka, ni en Bernhard. Las pesadillas de Kafka, a las que hemos asemejado antes este libro, relatan de forma lineal y angustiosa hechos extraños y oníricos, cargados de espesor, pero avanzan: es un tiempo inexorable en el que los hechos se van sucediendo, con una lógica interna e irracional, pero reconocible. En Bernhard el tiempo está estancado y da vueltas, pero también sus reiteraciones funcionan dentro de cierta linealidad. Aquí, en El jardinero, asistimos a una ruptura total del tiempo del relato. Los hechos relatados no siguen ninguna linealidad, los fragmentos que componen la novela no están atados a una línea temporal, sino que se diseminan en una especie de simultaneidad, como si estuviéramos mirando El Jardín de las Delicias de El Bosco deteniéndonos en sus aberrantes figuras, saltando de una a otra, repitiendo la contemplación, abrumados. La fragmentaria narración se sostiene por la obsesiva voz en primera persona del Conde que, principalmente, habla del jardinero, de su odio por el jardinero, de cómo el jardinero está destruyendo su condado y su vida. El personaje del jardinero es un objeto. No es un sujeto, en ningún momento se le concede la voz. Es el objeto que va siendo creado párrafo tras párrafo por la voz del señor del castillo. Es el objeto/ausencia sobre el que se crea todo un relato de horror, que absorbe, como un agujero negro, todo un catálogo de vicios, defectos y miserias del ser humano. Pero el sujeto, el conde, el señor, el que habla, al crearlo, al escupir sobre él todo su odio, es también el jardinero y toda su inmundicia. La intenta expulsar o expiar en esas retahílas interminables, en esas infinitas variaciones del horror pero, más que conseguir sacarlas de sí, lo que hace es objetivarlas, crear un rival al que tiene que matar para matar todo eso de sí mismo. Para negar que la posibilidad de que el jardinero y él mismo puedan ser la misma persona.
Hay muchos más temas interesantísimos que podríamos seguir intentando interpretar, comentar, porque la novela se presta a ello. La idea del paraíso perdido, del Jardín del Edén y el Jardín de las Delicias; la idea de la decadencia, así como su relación con un pasado de esplendor muy sospechoso; la cuestión edípica y la sexual; el odio a uno mismo, y la esquizofrenia social entre la auto imagen y la realidad de los hechos… Pero el espacio aquí es limitado y esa tarea quedará para el ámbito académico que esta obra merece. En cualquier caso, para terminar, solo me queda recomendar esta fiesta del lenguaje y de la imaginación que se recrea de forma obsesiva y compulsiva en el odio, en la tortura, en lo más inmundo de la palabra y del ser humano, como una espiral en la que cada círculo es más desagradable y violento que el anterior. MIGUEL ÁNGEL CARMONA DEL BARCO. KUEBIKO (Pre-Textos, Valencia, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Después de un gran libro de relatos (Manual de autoayuda, finalista del Premio Setenil 2016), Miguel Ángel Carmona del Barco publica “Kuebiko”, una novela que ha visto la luz en la editorial Pre-Textos gracias al Premio Vicente Blasco Ibáñez. Kuebiko es una novela que ofrece muchas lecturas, todas ellas interesantes, manejadas con maestría por Carmona: es un relato sobre la experiencia del exilio, es una distopía ambientada en una España/Europa demasiado cercana o creíble para no temblar y es, también, una historia sobre relaciones humanas: familiares, amorosas y de amistad. Pero, antes de comenzar, una pequeña aclaración sobre el título: Kuebiko es un dios sintoísta que se representa en forma de espantapájaros. Es decir, un dios inmóvil, atrapado, consciente de todo el mal y el dolor, pero incapaz de actuar. Y es exactamente así como se sentirán los lectores, porque el relato que plantea el autor, todas las desgracias y miserias humanas que van mostrándose en estas páginas, convierten al lector en un ser sufriente e impotente. No tanto por los personajes de la novela, lo que sería un pasatiempo estéril y tolerable, sino por la certeza de que la ficción que aquí se narra está pasando, ahora mismo, ante nuestra total consciencia e impotencia. La distopía que se plantea es la siguiente: en un tiempo sin especificar, que podemos intuir paralelo o muy cercano al nuestro, España está sumida en una guerra civil y los protagonistas huyen de la violencia hacia el norte de Europa. La trama de la novela es, por tanto, el viaje, el camino desde España, donde comienza la acción, hasta el destino final en otro país europeo que no desvelaremos para no incurrir en spoilers. Es muy interesante la forma en que el elemento distópico está manejado en Kuebiko. Los elementos de ese amenazante mundo son totalmente creíbles, cercanos, por lo que se convierten en más terribles todavía. Sin embargo, a diferencia de otras novelas de este género, cuya esencia consiste en la creación y explicación de los elementos políticos y sociológicos que conforman esa realidad imaginaria, en la novela de Carmona no hay explicaciones detalladas: es un telón de fondo construido con apuntes, retazos. Así, intuimos que esta nueva guerra civil también tiene origen en un choque izquierda/derecha, y se deja adivinar que, de alguna manera, las políticas de recortes de la UE y el poder de “los Mercados” están detrás de ese estallido. También se deja ver una ruptura sur/norte en la UE, así como una generalización del fascismo y el racismo en toda Europa. Sin embargo, como he dicho, todo el entramado histórico-político es algo secundario que, no obstante, al lector le parecerá escalofriante por lo verosímil y cercano, porque todos los elementos de ficción tienen una sólida base en hechos reales sucedidos en España y Europa desde 2010. Así, por poner un ejemplo, sin destripar demasiado la novela, esa “institución para refugiados” privada, en la que el gobierno de un país europeo ha delegado (o “concertado”, o “privatizado”) la atención al refugiado y que se convierte en una especie de cárcel esclavista, nos parece totalmente creíble porque vemos día a día cómo las privatizaciones continuadas y las políticas neoliberales van imponiendo esa lógica inhumana del beneficio económico, del desprecio y el sacrificio de lo humano en aras del dinero, con la connivencia de los gobiernos. Para terminar con el elemento distópico, dos apuntes. El primero, que es un acierto de Miguel Ángel Carmona conseguir que todo nos parezca tan cercano, tan creíble y tan terrible, gracias a su capacidad para entender y analizar la realidad contemporánea y extrapolar sus elementos a ese futuro. El segundo apunte: puede que, tal vez, a los lectores nos parezca todo tan creíble porque nuestra imaginación está preparada, dada la situación actual, para la distopía, para el desastre, porque las políticas neoliberales parecen llevar al pensamiento a ese callejón sin salida en el que, inevitablemente, todo se desmorona y el sufrimiento es el único horizonte que nuestra imaginación nos permite vislumbrar. De hecho, el aumento de novelas distópicas en los últimos años, podría ser una prueba de esto. A pesar de que el elemento socio-político de la distopía es borroso, insinuado más que narrado o explicado, tiene una solidez destacable. Tal vez, esto se deba a que el autor sí tenía desarrollado en versiones previas de la novela esos elementos, que decidió atenuar en la versión definitiva. Él mismo explicó esto en una entrevista: La novela está trazada para proyectar, en un futuro no demasiado lejano, las características del desastre actual en nosotros. Lo que ocurre es que durante ese proceso de escritura y reescritura he ido extirpando toda referencia sociopolítica que sí aparecía en los primeros borradores. Y creo que ha hecho que el texto resulte más comprensible, más cercano, y más asequible. Sin embargo, hay una gran diferencia entre proyectar un marco social y político en el que encuadrar una historia humana, y después retirar ese marco, como hacían con las cimbras que soportaban las cúpulas renacentistas, y no crearlo. Ese marco me ha permitido definir las relaciones con mucha más precisión y propiedad. La decisión de retirarlo tiene que ver con mi obsesión por no desviar el foco de lo exclusivamente humano. (Entrevista de Laeticia Rovecchio Antón para la web Pliegosuelto publicada el 26/05/18). Como dice el autor en la cita anterior, el desplazamiento del foco de la novela desde lo político hacia lo humano consigue que el lector perciba que, en definitiva, el verdadero tema de Kuebiko es el de los refugiados. El eje narrativo de la novela es el periplo de dos familias que salen de España y buscan refugio y futuro (o supervivencia, que aquí viene a ser lo mismo) en el norte de Europa; son sus aventuras, sus sufrimientos, las relaciones que se van estableciendo entre ellos y entre todo tipo de personajes que van encontrando en su camino, los elementos centrales de la novela. El retrato de la vida del refugiado o exiliado es tremendo, sobrecogedor. Si decíamos antes que lo distópico era verosímil, aquí, en la cuestión del exilio, esa verosimilitud alcanza cotas de detalles físicos y psicológicos absolutamente desgarradores. Mientras leía, me sorprendió ese nivel de detalle y precisión en alguien que, por lo que yo sabía, era un escritor español que no conocía de primera mano esa experiencia. Sin embargo, consultando luego entrevistas del autor para preparar esta reseña, descubrí que Miguel Ángel Carmona estuvo acompañando durante meses a exiliados por varios países como Grecia, Austria, Alemania, compartiendo con ellos barcos y trenes. Esa labor de documentación es esencial y nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿por qué trasladar a una distopía futura o ficcional todas esas experiencias reales, que han sucedido y están sucediendo ahora mismo en nuestra Europa? ¿Por qué no escribió un reportaje, o una novelización directa de su experiencia? La respuesta parece clara, y supone otro acierto del autor: trasladar esa vivencia a España, a personajes que llevaban una vida “como la nuestra” y que, de repente, se ven obligados a salir a un mundo hostil, violento e inhóspito donde las leyes conocidas no rigen, hace que el lector empatice con la experiencia del exilio de una manera mucho más efectiva. En cierto modo, aunque sea un poco triste y no diga nada bueno de nosotros como lectores (ni como seres humanos), tenemos tan asumida la imagen del exiliado sirio, hemos visto ya tantas veces su sufrimiento, su muerte, incluso, que nos conmueve y apela con mayor efectividad imaginar a alguien “como nosotros” pasando por esas penurias. Si dejamos por un momento el mundo y los temas desarrollados en la novela, para centrarnos en elementos técnicos de composición y estructura, lo más importante sería la división de la novela en cuatro partes que se corresponden con cuatro voces de cuatro personajes. Esta polifonía está unida también al avance de la trama y del tiempo de la narración; es decir, que los cambios de voz funcionan como una carrera de relevos. Primero Ulises cuenta desde que salen de España hasta un punto determinado de su “odisea”. Cuando la voz de Ulises da paso a la de Tin, este comienza narrando desde el punto en que aquel lo dejó, al igual que sucede cuando la voz de Tin deja la narración en manos de Isabella, y esta en manos de Elías, el padre de Ulises. No obstante, ese elemento coral, si bien va siempre avanzando en la cronología lineal de la acción, le permite al autor que determinadas escenas del pasado, con gran importancia para la trama y la relación entre personajes (que no podemos desvelar), aparezcan narradas desde distintos puntos de vista.
Esta división en cuatro voces facilita también al autor poner el foco de la novela en otro de los temas fundamentales, que es el de las relaciones humanas y familiares. Si bien lo más impresionante es ese retrato casi documental de las experiencias del exilio, y es el movimiento de los personajes de sur a norte lo que organiza narrativamente la obra, es también fundamental la compleja red de relaciones familiares (padre-hijo, marido-mujer, etc.) que van desvelándose y modulándose muy hábilmente a lo largo de la novela. Así, cada vez que la voz cambia, se iluminan aspectos nuevos de estas relaciones, demasiado complejas para analizarlas aquí sin incurrir en spoilers. Esa estructura cuatripartita, polifónica y lineal funciona a la perfección, manteniendo la intriga y haciendo que el lector comparta y sufra todas las penurias e incertidumbre de los exiliados. La voz de Ulises es la primera y la más larga, pues ocupa casi la mitad de la novela y lleva todo el peso inicial de presentar, desde la primera persona, todo un mundo desconocido y unos personajes nuevos, jugando con el difícil equilibrio entre el avance lineal del exilio y la introducción de saltos al pasado para explicar su situación presente. Esto está perfectamente resuelto, aunque no puedo dejar de señalar un pequeño elemento que no me parece del todo bien integrado en la voz de Ulises, y es el uso de la segunda persona. Ulises narra alternando la primera y en segunda persona, como si, mentalmente, se dirigiera a su padre. Pero he de reconocer que esa esporádica aparición del tú siempre me desorientaba, me pillaba por sorpresa y me obligaba a resituarme; me incomodaba y me costaba entender esa peculiar elección. Será al final de la novela, cuando su voz, la de Elías (que es la parte más corta de las cuatro, apenas un epílogo) tome el mando de la narración, cuando esta elección esté justificada temáticamente. El segundo narrador, Tin, el niño “abandonado” es el que tiene el privilegio de conseguir las mejores páginas de la novela. Las cuarenta o cincuenta páginas en que la voz de Tin toma el mando de la narración son una maravilla absoluta que justifican por sí solas cualquier premio o reconocimiento de Kuebiko. Es también la narración más terrible, que se lee en medio de una paradoja lectora: disfrutando de su ritmo, de su inmensa calidad literaria, al mismo tiempo que se sufre con el brutal relato de sus experiencias del exilio. La voz de Isabella es totalmente epistolar, conformada por una serie de cartas enviadas a Ulises desde su posición de Penélope que espera su regreso. Es aquí donde el autor aprovecha para introducir una mayor carga de elementos poéticos, aprovechando tanto la formación literaria del personaje (Licenciada en Filología), como el hecho de que sean cartas en las que puede dar rienda suelta a ese tipo de reflexiones más íntimas, una vez que ya todo el elemento puramente narrativo ha sido desplegado por las dos primeras voces, la de Ulises y la de Tin. Kuebiko es definitiva, una gran novela que mantiene al lector pegado a sus páginas, que consigue retratar el sufrimiento de los exiliados sin regodearse ni ejercer una crueldad gratuita sobre los personajes; es una historia muy bien contada que nos hace sufrir, porque vivimos de forma muy intensa la realidad del exiliado, y porque nos retrata como sociedad y como individuos, y nos apela éticamente. No creo que esta novela pueda dejar indiferente a nadie, y menos ahora con el ascenso del fascismo en países tan importantes de la UE como Italia y Francia. Y, además de todo lo anterior, Kuebiko tiene un nivel literario altísimo, como ya lo encontrábamos en Manual de autoayuda, que demuestra que Miguel Ángel Carmona es un escritor al que tendremos que estar muy atentos. |
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