LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JULIO ESPINOSA GUERRA. DE LO INÚTIL (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El poeta chileno Julio Espinosa plantea su último poemario como un tríptico, o como una casa con tres estancias bien diferenciadas, pero unidas por un mismo techo: “Elogio a la piedra” es la entrada, un jardín zen que nos abre paso a “Cosas que hay que decir”, que es la sala de estar, la habitación más grande y ecléctica (y la que más espacio ocupa) mientras que con “Trasluz” entramos en un pequeño dormitorio, minimalista, íntimo, que cierra el libro. Antes de hablar de cada una de las partes, que merecen comentarios independientes, hay que señalar que, si queremos buscar un elemento que dé unidad a De lo inútil, debemos buscarlo en la vieja dualidad filosófica y romántica, rilkeana, de la relación entre el sujeto y el objeto, el hombre y el mundo que necesita ser nombrado cada vez, para evitar que se convierta en algo transparente, insustancial. De ahí el título, porque “lo inútil” es, según Julio Espinosa, aquello que “no sirve” al hombre, lo que no es instrumento, objeto. Lo inútil es el mundo ajeno y pleno, y es la poesía la encargada (con su eterna inutilidad) de posar su brillo sobre esas cosas que están fuera del hombre. Si leemos este poema podemos, incluso, usarlo como guía para introducir cada una de las tres partes del libro: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra, / el ladrido de un perro, / la sonrisa de un extraño, / la noche misma y el sonido del mar. // Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón. Los dos primeros versos pueden ser la clave para entrar en “Elogio de la piedra”: Y ahí está lo que nos ha sido dado / lo que duerme bajo una piedra. Pues en esta primera parte lo que vamos a encontrar podría incardinarse en esa estética que se llamó “poesía del silencio”, heredera de Paul Celan, y que tiene en Hugo Mujica, José Ángel Valente y Roberto Juarroz a sus más destacados cultivadores en lengua castellana. Es decir, una poesía que renuncia a lo histórico y social para buscar, en el interior, un lenguaje del origen, de “lo callado”. De hecho, el primer verso de esta parte, “Piedra adentro”, recuerda inevitablemente al “Sed adentro” de Hugo Mujica, y es toda una declaración de intenciones: se crea un espacio de materia y silencio en el que el tiempo se concentra como la materia, del mismo modo que esta poesía concentrada quiere ser piedra, silencio. Encontramos en “Elogio de la piedra” poemas cortos (en torno a los cinco a seis versos) de métrica breve (entre tres y ocho sílabas por verso), sin puntuación y sin título, como si todos ellos formaran un solo poema en varios movimientos. En todos ellos aparece el motivo de la piedra, que se convierte en concentración-símbolo de todo lo material sin nombre, de todo lo ajeno, lo que no es humano. Véase, por ejemplo, este poema, donde tragarse una piedra significa metamorfosis, pérdida de lo humano, es decir, de su lenguaje: Saco una piedra del río / la trago / y soy mar y pato y pez / corriente / ciudad deshabitada / de lenguajes. Como en la poética juarrociana, se puede apreciar la aparición de una verticalidad descendente, que busca en la materia el origen, que interpreta que, para hallar un lenguaje o un ser puro de las cosas, hay que olvidar lo humano, su lenguaje, su historia. Verticalidad hacia abajo y hacia adentro, hacia el silencio y la negación del hombre como sustento de las cosas (raíz), y no verticalidad humana, hacia fuera, hacia arriba (ciudad): No buscar decir / Desdecir / Retroceder en el abecedario / Y en el damero / construir con la sombra / de las piedras / una raíz / Nunca / una ciudad. Hay varios poemas en los que utiliza la técnica del infinitivo-imperativo de tipo impersonal que tanto empleó Juarroz, que se plantea como una orden o como unas instrucciones de uso poético-personal (Dejar crecer el polvo (...) Hundir (...) Y escuchar(...). Y, también como en el poeta argentino, vemos cómo las tres acciones son la clave de la propuesta: el “dejar”, que es el abandono de la humanidad, de los usos y lenguaje del hombre-sociedad-historia; luego, “hundir”, es decir, profundizar, hacia abajo, hacia el origen y el silencio de la tierra-piedra y, entonces, “escuchar”: porque, una vez abandonado lo humano (que siempre es dominio-hablar-nombrar-usar), debe o puede aparecer ese “respeto” por el objeto, esa humildad del sujeto que deja de hablar para escuchar algo parecido a un origen, a un misterio vedado para el hombre-sujeto: Y escuchar / el latido dodecafónico / del corazón / cuando nace. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, del cual decía que podía servir como explicación en cierto modo tanto del sentido general de este libro como de definición de cada una de sus tres diferenciadas partes, encontramos estos versos que, en mi opinión, explican lo que vamos a encontrar en “Cosas que hay que decir”, la segunda parte del poemario. Decía en ese poema: Una colección de palitos resecos, / de antiguos billetes de tren / o de piedras / o de palabras escondidas en una postal. // Cosas que nadie quiere, / eso que llaman lo inútil. Esta segunda parte encajaría con esa idea de “una colección de...”, y con la idea de “cosas que nadie quiere”. Hay un cambio de estilo muy acusado respecto a la primera parte: los poemas son más largos y tienen título; los versos también ganan extensión y se reduce esa concentración “mineral” de la primera parte; se usa la puntuación… Todos esos cambios formales están relacionados con una mayor presencia del “yo” biográfico, histórico, frente a la impersonalidad de la primera parte. El título, “Cosas que hay que decir”, también parece acercarnos a la realidad más cotidiana, a las “cosas” que reclaman una especie de dimensión ética del poema, con esa perífrasis de obligación relativa al decir. El orden de los poemas es (casi) alfabético, según la primera palabra del título de cada uno de ellos, lo que aporta ese sentido de diccionario, de inventario de cosas vistas, vividas, como recogidas de la observación (“Una colección de…”), más que la indagación abstracta y concentrada de la primera parte. No obstante, pese a estos cambios sustanciales, sigue estando presente ese tema central de la presencia y de la ausencia, del ser y del no ser, de todo aquello que no se nombra y forma parte del mundo. Pero aquí lo hace con una mayor presencia del yo humano, cotidiano, a diferencia de la primera parte, en la que el yo casi desaparecía o era un yo más poético, de la escritura. Así sucede en poemas como ‘Abracadabra’ (Desaparecer del mundo / para aparecer en el mundo / aunque nadie reconozca tu cuerpo, / aunque habites en el osario / de los espejos) o en ‘Al otro lado’ (Al otro lado / está la ciudad que no se hizo, / la ventana por la que no miraste, / la puerta que no llegaste a cruzar. (...) En realidad, es este tema el que da unidad al todo el libro, el que justifica que tres partes tan distintas estilísticamente puedan convivir sin extrañeza en un mismo volumen. Este poema, (titulado ‘Palabra’) que propone el abandono, el intento de borrarse a uno mismo del lenguaje, de dejar un lenguaje “puro”, es un buen ejemplo: Corto una pequeña rama del árbol. / La deshojo, una a una, / y queda ella sola, / verde rama sin hojas: / esta palabra mía / sin mí. Podemos encontrar dos grandes líneas poéticas en esta segunda parte. La línea “juarrociana”, paradójica, atenta a las contradicciones del hombre inserto en un mundo y un lenguaje que se muestra insuficiente, que restringe la experiencia del conocimiento y frente al que se propone una especie de rebelión poética. Y la otra línea, más cotidiana, más anecdótica, donde conviven Simic con Ángel González. La influencia norteamericana le da también a esta parte esa atención por los detalles puramente biográficos, ese intento de rescatar la poesía de lo cotidiano olvidado, de la poesía de las pequeñas cosas insignificantes, que aparecen ligadas a una presencia muy rotunda del yo en poemas como ‘Aproximación’: Me he despertado tarde. / Sobre las tejas cae el sol y seca la noche. / Bajo la sábana de franela las cosas parecen agradables. (...) Universo cotidiano. / Lo que no aparece en los periódicos. / El revés del derecho de la trama. También está la pura observación poética de lo cotidiano, como en el poema ‘Poética del gato’, cuya esencia es proyectar una mirada poética sobre algo que tenemos delante a diario y a lo que no prestamos esa atención poética profunda, es decir, “lo inútil”. Por eso (glosando groseramente a Heidegger), lo inútil, lo que no tiene “uso”, lo que no es “objeto” bajo el dominio del “sujeto-hombre”; y ese es o debería ser el espacio de la poesía, la señal donde el mundo se nombra a sí mismo, que es donde el poeta escucha la llamada para hacer aparecer eso, esa ausencia, esa presencia sin uso, sin nombre, en el poema. Esto se ve muy bien en el poema llamado ‘Simplemente’, en el que ya desde el título se asocia lo simple con lo auténtico y lo auténtico con la desaparición del yo y del lenguaje: Atrapar el silencio, dicen, / y me quedo detenido en medio del campo. // Silencio, dicen, / y simplemente se trata de abrazar el mundo, / de dejar descansar las palabras. El poema que da título a esta parte, “Cosas que hay que decir”, parece declarar esa necesidad de nombrar las cosas cotidianas con un respeto que eluda la metáfora, que evite convertir la cosa en instrumento para el hombre. El viejo intento de mirar las cosas sin “contaminarlas” con lo humano que se proyecta sobre ellas. La eterna separación entre el mundo de los hombres y el mundo que rodea al hombre: Hablaré de las líneas que corren por las manos / como si simplemente fueran / las líneas que corren por las manos. (...) No pretendo decir nada con esto. / Qué decir, en realidad. /Quizá solamente que los pájaros siguen volando / y yo quiero verlos volar, desdoblarse, cruzar el cielo.” La tercera y última parte, titulada “Trasluz”, es en realidad como un único poema dividido en varias partes, una de ellas incluso en prosa. Si volvemos al poema ‘De lo inútil’, que he estado usando para extraer de él una especie de autodefinición poética de cada una de las tres partes del libro, esta última se correspondería con los siguientes versos de aquel poema: eso que llaman lo inútil, / y que, alguna madrugada triste, / algún año lejano, / le prende fuego a nuestro corazón.
Porque aquí encontramos que “lo inútil” entra en contacto emocional y ardiente con “el corazón”, con un omnipresente “yo poético” que, en “una madrugada triste”, es decir, en un tiempo muy concreto, intenta explicar poéticamente esa relación o contacto o experiencia biográfico-poética de la extrañeza de las cosas y del hombre en medio del mundo. Es, tal vez, mi parte preferida de las tres. En realidad, es un solo poema, dividido en varias partes, en el que vuelve a desaparecer la puntuación (excepto en un poema en prosa), así como los títulos. Está protagonizado por un “yo” que, de forma casi narrativa, “cuenta” un despertar, un amanecer. El poema consiste en la poetización de una serie de elementos asociados a esa situación social del “despertar” o “levantarse de la cama”. Aquí, el café, la ducha, la toalla, los pasos dados del dormitorio al baño, son elementos a los que Julio Espinosa consigue dotar de una carga poética muy profunda, que demuestran de forma palpable que esas disquisiciones poéticas anteriores sobre la piedra, sobre la palabra, sobre el silencio y el mundo no eran “temas poéticos”, imposturas, cuestiones “filosóficas” ajenas o teóricas. Consigue magistralmente integrar todo lo anterior en una vivencia común y cotidiana. El elemento casi narrativo se llena de ese lenguaje interior confuso que nos acompaña siempre y que el poeta consigue concretar aquí con una voz poética poderosa y sutil al mismo tiempo, en lo que me parecen los momentos más altos del libro. Un ejemplo, que nos sirve también de cierre de estas impresiones de lectura: Camino por la habitación oscura / con los ojos abiertos / Sé cuántos pasos hay / del cabecero de mi cama / a la pared / De los pies de la cama / al baño / De mi mano / al interruptor de la luz // Cuando la enciendo / mi insignificante sabiduría de silencios / muere / Los ojos / llenan de palabras / el mundo
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ANTONIO AGUILAR. CANCIONES PARA EL DÍA DE DESPUÉS (Huerga & Fierro, Madrid, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Antonio Aguilar poetiza en “Canciones para el día de después” el tema de la separación amorosa. No lo hace como un arrebato lírico de dolor que se manifiesta visceralmente en la escritura, sino con una intención reflexiva que pone en cuestión tanto la propia identidad como la necesidad o conveniencia de la escritura o poetización de ese doloroso hecho biográfico. El propio poeta, en el prólogo, aclara esta distancia sentimental del hecho poetizado: “Ahora a los cuarenta y pico años, lejos ya en el tiempo y en los sentimientos del hecho que propició su escritura urgente y necesaria (así, al menos, lo percibí), con una vida en feliz equilibrio, padre, amante entregado, me veo, sin embargo, tentado de nuevo a publicar estos poemas.” En el breve pero iluminador prólogo, también nos aclara el autor la ascendencia literaria de estos poemas, es decir, declara públicamente las influencias más directas a la hora de poetizar una separación amorosa, nombrando a Anne Carson, Margaret Atwood, Kathleen Raine e Isla Correyero: “La lectura de las primeras me legitimó para tratar este tema mientras que la reciente aproximación al libro Hoz en la espalda me dio la determinación necesaria para que ahora se publiquen estas Canciones para el día de después.” Pese a esa declaración, hemos de advertir que este es, claramente, un libro de Antonio Aguilar, y que esos referentes sirven más como excusa para “atreverse” a llevar la cuestión del divorcio o separación al terreno poético, que como una influencia directa de tipo estilístico o de tono poético. La referencia a Anne Carson, así como esa estructuración del poemario en partes marcadas por la distancia temporal, podrían hacer pensar que la primera (“Canciones”) parte estará llena de una emoción directa, desgarrada, narrativa (como la de “La belleza del marido”) y que es en el apartado “Década” donde aparece ya la reflexión serena apaciguada por el paso del tiempo sobre la herida. Pero no es así. Porque la actitud poética de Antonio Aguilar está (casi siempre) muy lejos de la de Carson. Predomina en él un tono siempre mesurado, que huye del desgarro y lo exaltado. Y, sobre todo, no hay apenas elemento narrativo, aparición de anécdota directa: el poeta elabora, convierte todo hecho biográfico en símbolo que brilla en el poema de forma universal, sencilla y profunda a la vez; más cerca de Machado y de Rosillo que de Carson. El poema-prólogo que se sitúa al comienzo del libro es muy ilustrativo de lo que acabamos de señalar: “Ya no hay belleza entre nosotros, / un erial, un jardín de invierno / con sus flores quemadas por el frío.// Esta ceniza es parca. / Sin elocuencia, el tiempo / dibuja trazos / deshilvanados.” Un primer verso que sitúa el presente como el tiempo de la negación y la ruptura (“ya no”) y que supone, por tanto, la negación del “nosotros”, del pronombre que une amor e identidad. Y, a partir de ese elemento directamente enunciado, biográfico y narrativo, entra el elemento simbólico: los espacios sin vida, dominados por el frío; la presencia del tiempo, como personaje protagonista, como sujeto (“el tiempo dibuja”) y, sobre todo, la idea de la ausencia de significado, de forma, el dominio de lo informe que será una constante en todo el libro: “trazos deshilvanados”. Si extraemos esos elementos simbólicos que el poema-pórtico presenta al lector, y buscamos su presencia a lo largo del poemario, veremos la fecundidad con la que operan. Además, tanto el primer poema (es decir, el siguiente al poema-pórtico) como el último introducen la figura de Orfeo. Esto convierte todo el libro y, por extensión, todo el proceso de la separación, en una especie de reverso de dicho mito. Mientras que en el “original” Eurídice muere y Orfeo, que no puede soportar la separación, desciende al Hades para rescatarla e intentar llevarla de nuevo al mundo de los vivos, en “Canciones para el día de después” nos encontramos con esta variación: “Se levantó y apenas hizo ruido. / Arrastró su maleta hasta la puerta. / Un tropel de caballos negros cercenó / la luz de la mañana. / En esa luz sin alba / no fue capaz de descender al hades / detrás del sueño de una eurídice cualquiera.” Como vemos, este Orfeo abandonado no persigue a su Eurídice, que marcha esta vez por propia voluntad. Pero, pese a que no la siga hasta el inframundo, sí encontramos un espacio que se llena de elementos infernales, como si hubiera sido arrastrado tras ella hacia un mundo que no es, ciertamente, el de los vivos. Al final, en el último poema del libro, que hace referencia directa al primer poema citado aquí, Orfeo reaparece, podríamos decir que “victorioso”: no porque haya recuperado a Eurídice, sino porque ha salido del infierno: “Hace diez años / un tropel de negros caballos cercenó / la luz de la mañana.(...) //Las palabras dejaron de ser un círculo / para ser una línea recta. // En el jardín los perros daban caza / a las serpientes. // Orfeo sale de la noche. // Ahora igual que las palabras / la vida fluye en una dirección / que evita el círculo.” Si el infierno, según Dante, es circular, todos los poemas que anteceden, todas esas vueltas y recovecos en los que se intenta comprender, explicar, situar, serían los círculos infernales. Salir del infierno, salir de la noche, es romper ese círculo, buscar la línea recta. Es decir, buscar el futuro sin mirar, como Orfeo, hacia atrás, asumiendo que tanto Eurídice, como el Orfeo que desesperaba por encontrarla, ya no existen y pertenecen para siempre a esos infernales círculos que ya quedan atrás. Todo lo que queda entre estos dos poemas, es decir, el libro, sería, según este esquema mítico que propone Antonio Aguilar, un recorrido por un “hades particular”, por lo que la topografía simbólica de “Canciones para el día de después” es ciertamente infernal. Así, abundan los lugares sin vida, los espacios inhóspitos, antónimos de hogar. Parece querer decir que la pérdida de identidad es también la pérdida de los espacios donde se había construido una identidad ahora en crisis. Así, nos encontramos con el hotel hopperiano (“Imagina un paisaje sórdido, / una calle de extraños ventanales, / de ojos oblicuos.// Piensa en Edward Hopper” Habitación de hotel), el erial (“Las manos escarbaban / en un erial, en un baldío informe” Canción de los contrarios), la carretera en la que te pierdes tras ir por una autopista (“y ya es de noche y hace tiempo / que abandonaste la autopista.” Canción de la muchacha de provincias)... En la tercera parte, esos espacios de lo inhóspito e informe dan un giro hacia la reconciliación; así sucede con el solar en obras que, junto a la desolación propia de ese tipo de espacios, añade ahora, diez años después, la idea de la esperanza, de futuro, que pasa por la aceptación de uno mismo, del nuevo estado de la metamorfosis: “¿Qué te deparará este día?/¿Qué nueva y venturosa construcción / anidará en el solar?/¿Quién te amará que no seas tú mismo?” El frío es el ambiente simbólico que domina en el espacio de la ruptura porque supone la pérdida de la calidez del hogar, del nosotros. Para el poeta, la soledad no solo es inhóspita, también es fría (“Es como ir sobre un campo / agostando la nieve pura” Canción del frío) (“La luz de la mañana es limpia, / pero hace frío.” Las palabras eran el límite) Pero, al margen de esos espacios inhóspitos-infernales, el gran eje semántico y simbólico de “Canciones para el día de después” es el de la transformación, la metamorfosis. Como hemos visto antes, el mundo, antes amable, tras la marcha de Eurídice se transforma en infierno. Y todo, absolutamente todo, está tocado por esa idea de metamorfosis, porque ya nada es lo que era o nada es como era, tampoco el propio “yo poético”. Así lo vemos en el poema “Caracolas”, donde la caracola sufre una transformación de elemento musical a anuncio funesto: “Ya no guardaba la canción del viento, / era la boca desdentada del oráculo”. También ocurre con la nieve, que se transforma de belleza suprema en “río de agua turbia que se cuela por los sumideros”, incluso con un suéter (“Este ovillo de sombras / fue el suéter de tu vida.”) En cierto modo, hay una transformación “original” que mueve y provoca todas estas metamorfosis de lo bello en lo terrible: la de Eurídice en el primer poema, que pasa de viva a muerta; de esposa de Orfeo a esposa de la muerte, de propia a ajena. Esos cambios están relacionados con el tiempo, otro elemento muy presente en este libro. El tiempo como protagonista, como dios que provoca esas transformaciones dolorosas, esas metamorfosis imprevistas, caprichosas: “Conmueve todo lo que cambia, / lo que tiene principio y fin y punto medio.” Esa presencia del tiempo como elemento divino, superior, que rige y transforma las vidas aparentemente estables y seguras de los mortales en un caos infernal, otorga a la separación un muy interesante componente trágico, que evita el juego de culpables y humanas miserias. La separación es trágica, inevitable, parece decirse, porque los humanos, la pareja, es un elemento pequeño, frágil, siempre a merced de “los elementos”. Es por esta razón por la que también el libro se llena de tormentas, de vientos, de todo tipo de elementos que simbolizan ese golpe ajeno, de la naturaleza o de los dioses, que arranca lo que parecía estable, que se lleva los tejados de las casas que parecían sólidos y dejan a los hombres en la intemperie: “(...) y la historia fue sencilla / y llanamente un vendaval donde las partes / ya no fueron un todo. / Y cómo no sentirse vulnerable, / cuando la primavera desbarata / los planes del verano venidero / y el verdor de unos tallos se malogra. / Qué poco pesan nuestras decisiones. / En el fondo tan solo celebramos / el mañana de un todo que es incierto / y que la propia nada olvidará / en una casa a las afueras del poema.” (Canción de los contrarios). En otros poemas el vendaval se transforma en tormenta (“Fue la tormenta, fue el cansancio, la desidia / y no fuiste capaz de presentirlo.” Canción del miedo). Y, sobre todo, en ese infierno que habita Orfeo, al que ha sido arrojado por el tiempo, por el vendaval, lo que predomina es la idea de la pérdida de identidad (“¿Quién no seré en la voz de las palabras?”), que se refleja poéticamente de muchas formas, pero especialmente en la presencia constante de la idea de “lo informe”, lo indefinido, así como en la idea de la desorientación. Si la vida con Eurídice era un espacio seguro, una línea recta en la que el futuro estaba siempre presente y siempre a la vista, la desaparición de Eurídice provoca una doble desorientación: no solo desaparece la línea recta del futuro, que se convierte en algo incierto e indefinido; también desaparece o se enturbia el pasado: todo debe ser repensado, redefinido (“No encuentras una forma para todo, / nadie podrá decir así pasó, / estas fueron las cosas que pasaron, / ya nunca más, / o al menos nunca más de esta manera.” Las palabras eran el límite). Hay, como en el poema titulado “La belleza del marido”, que contar, es decir, reinventar, la historia; crear a los personajes que la protagonizaron, con respeto, con distancia. Y esa distancia con quien se pensaba que era una mismo, y con quien se pensaba que era parte de un “nosotros”, es lo que produce la desorientación. Se pierden las coordenadas de la identidad, y entonces hay que crear un mapa, como en el poema “El mapa”: “De pronto tienes que construir un mapa”, es decir, volver a un mundo distinto, es decir, también, inventar, recrear un pasado y, sobre todo, crear un presente y un futuro: “Pero un mapa también / debe tener sus puntos cardinales, / no lo olvidas, un punto al menos / al que poder llegar, de noche / con los ojos cerrados / como quien vuelve a casa.” Por eso, junto con la indefinición y la desorientación, la otredad, la sensación de que toda identidad es otra cosa, de que todo puede ser transformado, es otra constante: “Mi nombre era otro, / otra mi casa, /(...)otro mi amor / otro mi cuerpo, / la forma de mi entrega, / otro este yo, / la segunda persona, / la tercera, la cuarta.” (Canción del otro)
Como de la experiencia de la separación, Antonio Aguilar sale de este libro reforzado y redefinido como poeta. Es un gran libro, en el que se respira inteligencia, sensibilidad y originalidad en cada verso, en cada poema. Siempre con esa ausencia de estridencias típica de su poesía, que tanto en la celebración como en el dolor busca la armonía, la forma perfecta que apela a lo más noble del lector, que nunca infantiliza a sus lectores con exhibiciones sentimentaloides, sino que los eleva al lugar donde habita lo mejor de la poesía: (auto)conocimiento, contemplación, perplejidad, emoción, como demuestra, por ejemplo, este poema, titulado “La belleza del marido”: De contar nuestra historia, me dije, debes ser honesto, ser indulgente en la medida en que esta también es suya, la mitad que nadie va a contar, la mitad de cada línea que ahora duerme en otro cuarto de otro poema de otro libro. De hacerlo, dije, inventa un nombre, una ciudad, escribe en la tercera persona de los cuentos, una distancia, dije, que te sea si no un peso liviano al menos una carga que puedas soportar, sé indulgente con ella, dale el aura de la inocencia, di que al menos no supo lo que hacía. MÓNICA OJEDA. MANDÍBULA (Candaya, Barcelona, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Una chica secuestrada en una cabaña en medio del bosque. Un grupo de adolescentes pijas en un colegio del Opus, que se reúnen en un edificio abandonado para contar historias de terror y ponerse pruebas físicamente dolorosas. Una profesora psicológicamente inestable que tiene una relación casi “normanbatesiana” con su madre muerta. Con esos elementos se pueden hacer muchas cosas, casi todas malas, casi todas irrelevantes artísticamente o, en el mejor de los casos, irónicamente posmodernas, intertextuales, llenas de guiños inteligentes. Pero Mónica Ojeda hace una novela de una densidad, emoción y belleza que hace muy difícil ser consciente, durante la lectura, de esos alambres populares o intertextuales, es decir, de los elementos “de género”, que sostienen la abigarrada y precisa escultura que es “Mandíbula”. Creo que lo consigue (olvidar que estamos sobrevolando la literatura “de género”, quiero decir) gracias a tres características que son las que definen a gran parte de las buenas novelas: a) coherencia y riqueza de elementos mítico-simbólicos; b) uso poético del lenguaje (no confundir, por favor, “lenguaje poético” con lenguaje cursi; hablamos de lenguaje preciso, evocador, iluminador -u oscurecedor-, capaz de ir más allá del lenguaje convencional) y, c) por supuesto, habilidad, maestría narrativa desde un punto de vista técnico. Si han leído “Nefando”, tal vez sepan de qué hablo. Y, también, tal vez, duden un poco del último término de esa terna de elementos. En “Nefando” predominaba lo mitico-simbólico y lo poético por encima de lo narrativo. Se trataba de hablar sobre el horror de lo que no se puede decir, de un lenguaje del cuerpo y de indagar (a través de relatos y de imágenes poéticas) en esos espacios prohibidos en los que el placer, el dolor, lo prohibido, la infancia y el sexo se mezclan de forma confusa y culpable. Sobre esa idea, la novela lo confiaba todo a una estructura narrativa débil (entiéndase “débil” sin contenido peyorativo, como una opción novelesca tan válida como cualquier otra, gran parte de mis novelas preferidas son “débiles”), poética, con poco desarrollo narrativo: unos compañeros de piso (como estancias-relato independientes), un videojuego, una novela-dentro-de-la-novela erótica “a lo Bataille” de adolescentes crueles y perversos. Todos esos elementos funcionaban (y muy bien) por yuxtaposición, por lógica simbólica y poética, más que por lógica narrativa. En “Mandíbula”, en cambio, hay un desarrollo narrativo complejo y perfecto. Una disimulada pero eficaz estructura de thriller, que maneja los mecanismos del deseo del lector, pero de una forma nada grosera ni evidente, manteniendo ese mismo fondo poético-simbólico de “Nefando”. Y todo ello sin perder ni un ápice de esa capacidad “nefandiana” de sugerir el horror, de mantener al lector en el filo del lenguaje, de abrirle puertas a espacios que solo la poesía –la literatura- puede abrir. Pero antes de hablar de los elementos narrativos, centrémonos un poco en los elementos mítico-simbólicos que sustentan “Mandíbula” y que tienen cierta relación con los de “Nefando”. “Su imaginación es muscular, está unida a su esqueleto y es, no sé, real. Es algo que se mueve”. Especialmente importante es la idea del cuerpo. El cuerpo como elemento identitario complejo, conflictivo, que parece estar ausente, o no encajar, en un lenguaje que tiene su base en el “alma”, en la idea, en la abstracción de lo eterno e ideal. Ese tema, recurrente en “Nefando”, vuelve a aparecer en “Mandíbula” (“Toda mujer y todo hombre lleva por dentro un nuevo round de la mítica pelea entre la lógica de la mente y la lógica de los sentidos”). Además, esa dualidad tiene un reflejo en la topologia simbólica: el espacio del colegio del Opus frente al espacio del edificio abandonado. En el colegio se enseña la cultura, el lenguaje (casi siempre se habla de clases de Lengua y Literatura) y las normas estrictas que prohíben el cuerpo, el sexo; es decir, la ley de la sociedad y de la religión de un dios de la forma, un dios de las costumbres y un dios del alma pura e inmortal. Pero esas chicas reciben una educación paralela en el otro gran espacio de la novela: un edificio abandonado rodeado e invadido por la selva, por los manglares. El edificio está lleno de insectos, de sapos, de serpientes, de todo tipo de reptiles: aparece incluso un cocodrilo, para completar una simbología del arquetipo de lo primitivo más ajeno a lo humano que solo aparece en el inconsciente colectivo onírico. En ese edificio abandonado, las chicas se reúnen para contar historias de terror, para convocar al “Dios blanco”, para herir sus cuerpos y ver brotar su propia sangre. Ese “Dios blanco” se convierte en el gran referente mítico de toda la novela: el blanco como color de la pureza destinada a ser manchada, el blanco como color de lo informe, el blanco como color de la adolescencia, donde la pureza infantil empieza a ser pervertida por el dominio del cuerpo y sus cambios que anuncian y hacen presente lo que se quiere olvidar a toda costa: el blanco horror de la muerte, de la desaparición absoluta. En este sentido, alguien ha dicho, con acierto, que “Mandíbula” es una novela de formación, y una novela de deformación. Lo que tiene forma y lo que no la tiene. El lenguaje-razón de la escuela frente al relato de terror, la poesía-cuerpo, y la oración al dios blanco (tres lenguajes no racionales) que dominan en el edificio abandonado. El instituto es el lugar en el que se quieren formar los cuerpos y las almas bajo la batuta del dios de la sociedad y del dios cristiano, el dios del alma que niega el cuerpo y que busca la forma definitiva, adulta y reconocible. El edificio abandonado y selvático es el lugar en el que Annelise quiere mantener abierto ese espacio del horror de la adolescencia, de lo que no tiene forma, ni cara, ni lenguaje, solamente relato, poesía, oración, mito: espacio de lo salvaje y de lo animal, del daño, el cuerpo y la muerte. Por otro lado, dentro de los elementos míticos y simbólicos de la novela, también es esencial la idea de lo femenino: la madre y la hija. La relacion materno-filial es la clave del personaje (grandísimo personaje) de Miss Clara, pero Mónica Ojeda extiende los elementos simbólicos a toda la novela: no los ciñe a un solo personaje o solo trama, todo se difunde y se extiende poéticamente al resto de tramas y espacios de la novela: la relación madre-hija, la madre que devora a la hija y la hija que devora a la madre, el parto, la gestación, el útero-mandíbula...son “topoi” simbólicos que hacen avanzar los elementos narrativos y definen las acciones y la psicología de todos los personajes. En cuanto a lo puramente narrativo, hay que quitarse el sombrero ante Ojeda. Esta novela parece tocada por la gracia en todo momento: siempre parece elegir la forma más adecuada para introducir y dosificar la información, para narrar el pasado de los personajes y para mantener la emoción o la intriga de las acciones en curso. Siempre parece elegir la voz y el tono adecuados a cada escena, a cada personaje, a cada situación. Así, por ejemplo, las escenas de la chica secuestrada en la cabaña se cuentan con una voz en tercera persona no omnisciente, estrictamente limitada a la percepción de Fernanda, constituyendo un relato plenamente sensorial (muy en relación con lo que hemos dicho antes del conflicto cuerpo/lenguaje/identidad), que mantiene la tensión de lo que no se ve, de lo que no se sabe, de lo que se presiente. En los fragmentos protagonizados por el grupo de chicas, tanto en el colegio como en el edificio abandonado, o en otras inolvidables escenas como la de la fiesta de universitarios, Ojeda maneja con una maestría total la técnica del “collage” o “zapping” narrativo, manteniendo varios relatos simultáneos. Sobre una situación “presente”, intercala otros segmentos narrativos (aparentemente sin relación directa con esa situación “presente”) con los que consigue una complejidad y densidad emocional y narrativa que funciona a la perfección. Consigue así configurar la estructura del capítulo como un “crescendo” en el que unos segmentos narrativos comunican con otros a nivel simbólico, emocional, casi rítmico, para llevar ir llevando al lector hacia el final climático del capítulo y dejarlo con ganas de aplaudir. Para las secuencias de la profesora, Clara, suele elegir una técnica que me recuerda mucho a ciertos pasajes de Foster Wallace. Esto es especialmente visible en dos capítulos magistrales: la entrevista de trabajo en el colegio del Opus y el primer día de clase. La técnica a la que me refiero consiste en plantear una situación presente (la entrevista, el primer día de clase) cargada de detalles sensoriales y descriptivos y, sobre ese eje “presente”, ir desvelando una historia de sufrimiento y “extrañeza” personal que va tomando cuerpo a través de todo tipo de paréntesis, digresiones, aclaraciones, cargadas ellas también de análisis sociológico, histórico, que consiguen que todo se vaya haciendo denso y complejo. En este estilo, narrar es analizar. Hay una parálisis, una inmovilidad que se asocia a una hiperconsciencia analítica a través de la que se informa de la relación madre-hija, del sistema educativo, y de un acontecimiento extraño y revelador que define esencialmente al personaje (el secuestro que sufrió a manos de unas adolescentes). Además de todas estas técnicas, es también un acierto la introducción de multitud de breves diálogos, a veces de tono poético, otras veces de tipo analítico (como las entrevistas de Fernanda con su terapeuta) que sirven para ir introduciendo información, a veces simbólica, a veces emocional, a veces analítica, de forma siempre natural. Además de todas estas técnicas, es también un acierto la introducción de multitud de breves diálogos, a veces de tono poético, otras veces de tipo analítico (como las entrevistas de Fernanda con su terapeuta) que sirven para ir introduciendo información, a veces simbólica, a veces emocional, a veces analítica, de forma siempre natural.
Solamente le pondría una pega a todo este magistral entramado narrativo que Mónica Ojeda ha construido en “Mandíbula”. Una pequeña pega, en realidad, que no puede afectar a una novela que funciona con tanta eficacia: me refiero al capítulo XXI, a ese ensayo que Annelise entrega a su profesora de Literatura, en el que explica y teoriza la mitología del “Dios blanco”, poniéndola en relación con toda una tradición de literatura de terror: Lovecraft, Poe, Machen, Melville, Mary Shelley. Creo que esa “racionalización” de un sustrato simbólico que estaba funcionando como eje generador de misterio y de horror de forma perfecta no necesitaba de esa justificación cultural o literaria. De hecho, como dice la propia chica en ese ensayo, creo que no era necesario, “porque para hablar del horror blanco necesitamos una revelación de lo que no puede conocerse: una claridad enmudecedora.” Con todo lo dicho, está claro que mi recomendación es clara: lean “Mandíbula”, lean “Nefando”, y esperen con impaciencia la próxima publicación de Mónica Ojeda. Esperen con esa impaciencia que te hace preguntarte: ¿hasta dónde puede llegar?, ¿qué será lo próximo? J. S. T. URRUZOLA. STARRING JUAN (Bruda, Berlín, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Starring Juan, la primera novela de J. S. T. Urruzola, es un debut prometedor, que deja con ganas de más y que, sobre todo, demuestra originalidad, riesgo y talento, herramientas imprescindibles para que estemos atentos a las próximas publicaciones de este autor. La novela se plantea como una estructura líquida, cuya unidad reside apenas en la voz en primera persona. En cierto modo, puede leerse casi como una colección de relatos a los que se da unidad a través de un personaje autobiográfico que los va enlazando, a veces como protagonista y otras veces como simple testigo. Ese carácter líquido de la estructura es algo que va más a allá de una decisión puramente técnica y se instituye en el sentido general de la novela, a nivel artístico y, por ello, a nivel vital: A mí me gustaba lo que sucedía en las películas, desde siempre me gustó la vida que se desprendía de la vida, la vida que se da en los viajes o en los sueños, la vida sin lazos ni continuidad que solo es en pequeños fragmentos dispersos, esa es la vida-cine que a mí me gusta. Así, con el tiempo, descubrí que yo no quería hacer películas sino vivir películas. Así, el mundo que narra Urruzola no está dominado por la lógica causa-efecto, sino que los acontecimientos se enlazan sobre una lógica emocional-simbólica o poética, lo que hace que todo el mundo narrado (una vez el lector sale de él) permanezca en el recuerdo con esa calidad neblinosa de lo onírico (de hecho, los sueños de los personajes son otro elemento recurrente en la novela). Analicemos brevemente los elementos que componen la novela: el primer capítulo (“Huérfana”) aparece ante el lector para dar una engañosa y peligrosa visión de lo que va a leer: es un capítulo dominado íntegramente por la primera persona, por una voz en la que el elemento narrativo prácticamente desaparece en favor del lírico. Lo que encontramos es a un Yo que vive en México en una especie de huida de un amor imposible y que se dedica a pasear, emborracharse, acostarse con mujeres, y escribir las líneas que leemos: Cuando me giré para siempre y pensé que todo era una pena comencé a sentir sosiego en ese vacío, comencé a transformar todo en un silencio escrito, ese que ahora he de expresar para que no viva la tristeza. Ese tono lírico es el que domina en el primer capítulo, y siempre que el “yo” toma las riendas de la narración. El lector terminará este primer capítulo pensando, tal vez, las siguientes cosas: a) este hombre escribe bien, tiene metáforas cojonudas; b) madre mía, no sé si voy a aguantar 200 páginas de un tío contándome que se emborracha y folla y tiene resacas en México para olvidar a una chica de la que apenas se cuenta nada. Afortunadamente, el segundo capítulo (“Nombre de Hijo”), comienza un alejamiento de ese “yo” como tema central de la novela. Ahora el personaje sigue emborrachándose y follando en México pero, más que a analizar sus sentimientos en relación con Huérfana, se dedica a escuchar. El diálogo aparece para dar un giro y salvar a la novela de un presumible naufragio yoísta, dejando que otros personajes cuenten su historia, y que lo hagan con su voz, dando entrada a otros sonidos, otros mundos. Este relato, el de Nombre de Hijo, sirve para demostrar el buen oído de Urruzola: la narración oral de este personaje funciona de maravilla y abre todos los poros de la novela que empieza a respirar de una manera diferente. Este proceso de distanciamiento del “yo” continúa en la tercera parte de la novela (“Darío Cebra”), en la que se consolida la técnica del diálogo y del relato oral, pero en esta ocasión dando un paso más en el alejamiento del yo: si en el capítulo anterior quien contaba su historia al narrador era el propio protagonista de la misma, aquí el narrador escucha la historia de labios de la hermana del protagonista. Para cuando llegamos a la cuarta parte (“Mateo Sarsil”) ya estamos en una novela muy alejada de ese lirismo solipsista del primer capítulo. Urruzola ha conseguido crear un mundo muy atractivo de personajes extravagantes, perdidos. Cada uno es portador de un relato, de una voz propia y es, al mismo tiempo, un fragmento de algo mayor: un mundo de extrañeza, de belleza, de intensidades fugaces. Pero con la cuarta parte llega también un nuevo giro de la novela, y aparece el elemento simbólico. El personaje de Mateo Sarsil, el director de cine, no tiene voz, como los personajes anteriores: no cuenta su historia a través de diálogos orales: él es el Director. Su papel es buscar las historias, dejar que aparezcan, es el creador. Y, por ser el creador, no tiene historia propia. A partir de aquí, lo abstracto empieza a formar parte de la novela, y lo simbólico. El narrador-protagonista, Juan, ayudante de producción de las películas de Mateo, termina siendo el protagonista de una de ellas. Es una especie de culminación del proceso que había comenzado en el capítulo uno de la novela: de ser el narrador-protagonista marcado por una ruptura y encargado de convertir el silencio y la ausencia de ese amor en palabras, pasó luego a ser espectador, oyente de las historias de los demás, para convertirse, al final, de nuevo en protagonista, pero un protagonista en tercera persona: en un actor que no cuenta su propia historia, sino que la interpreta, la vive. Es como el final de un proceso de maduración (vital y estética), pero muy alejado (¡Gracias a Dios!) de los típicos relatos en que el protagonista transita el camino desde el dolor hacia la aceptación de los dones de la vida. El narrador, Juan, acepta protagonizar esa película sin guion ni indicaciones: acepta volver a ser protagonista aunque no sepa exactamente de qué; como decía la cita del principio, «la vida sin lazos ni continuidad que solo es en pequeños fragmentos dispersos, esa es la vida-cine que a mí me gusta. Así, con el tiempo, descubrí que yo no quería hacer películas sino vivir películas». La última parte (“Epílogo”) consolida esa mezcla simbólica con Mateo Sarsil. El epílogo consta de una entrevista que Juan le hace a Mateo Sarsil en la que este desarrolla sus ideas sobre el cine, que sirven en gran medida como justificación teórica de la propia estética de la novela: Para mí una película es solo un pedazo de realidad que contiene muchos acontecimientos. Cuantos más acontecimientos tenga, mejor. Un acontecimiento sería un momento de mayor intensidad, claridad o emoción. A continuación, casi como una demostración práctica de las declaraciones estéticas anteriores, se narran una serie de “películas”: seis relatos breves de tres o cuatro páginas. Estos relatos suponen el último paso de ese proceso de alejamiento del yo de la novela: son historias abstractas, despojadas de toda idea del “yo”, protagonizadas por “el actor” como personaje genérico. Por imitar el lenguaje del guion cinematográfico, se trata de narraciones objetivas, externas a la conciencia de unos personajes que actúan movidos por fuerzas extrañas, buscando esa idea de “acontecimiento”, de intensidad o de emoción, que no reside en la acción clásica ni en la psicología convencional. Por último, la novela se cierra con unas páginas de un diario en el que la primera persona ya no es la de Juan, sino la de Mateo Sarsil, confirmando ese carácter de alter ego, entregando definitivamente la primera persona a una voz ajena, a una voz que sea una mirada sobre el mundo, una voz de narrador.
El mayor logro de la novela contiene también su mayor peligro. El peligro reside en que en esa búsqueda de lo líquido, lo evanescente, del acontecimiento emocional no convencional, a veces puede llegar a provocar cierto rechazo por artificioso o por “excesivamente estético” (ya, no estoy seguro de que eso signifique algo, y, en el caso de que lo signifique, tampoco sé en qué lugar me sitúa a mí como lector, porque parece que estuviera pidiendo, no sé, una historia de mineros en huelga o algo así y que cualquier relato un poco más evanescente fuera condenable; no sé si me explico, espero que ustedes me entiendan). Reconozco que es una sensación que no me pasó durante la lectura, sino al pensar sobre ella, especialmente al pensar sobre la construcción de ese “yo” que domina en la primera parte de la novela y en ciertos momentos del resto de la misma: entonces, cuando sumaba-resumía todo lo que los personajes hacían, veía un mundo excesivamente “cool”, de personajes que se pasan el día bebiendo, acostándose, pensando en sus relaciones, rechazando cualquier idea estable o comprometedora, buscando instantes artísticos, “instalaciones”, es decir, buscando convertir su vida en arte en cada instante. Pero, como he dicho, ese peligro no apareció durante la lectura, porque ahí está el logro de la voz y el estilo del autor que casi siempre encuentra el tono adecuado, y es capaz de iluminar esos “acontecimientos” y construir un mundo poblado de personajes que se buscan a sí mismos, o que buscan algo que no saben muy bien qué es. Es, por lo tanto, una novela sobre ese proceso de inmadurez-madurez, que es algo que no está solamente en las biografías y en los relatos de los personajes, sino también en la misma estructura de la novela y en su planteamiento estético y metaliterario: buscar una forma lo suficientemente informe o abstracta como para expresar o reflejar esa forma sutil, emocional, de habitar el mundo. Es decir, buscar una vida alternativa a la forma establecida que se ofrece como inevitable aunque se derive en locura; o buscar una novela que se sostenga solo por fragmentos de intensidad, rechazando la forma establecida de novela; o buscar un cine en el que el director no tiene guion, sino que se limita a poner la cámara y los actores y esperar a que la película surja sin dominio, ni órdenes, como un surfista que flota en el mar esperando que aparezca la ola adecuada. MANUEL VILAS. AMÉRICA (Círculo de tiza, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Se supone que lo primero que ha de hacer un crítico (o reseñista o comentarista) es informar al público del género al que pertenece la obra tratada. Reconozco que a mí me produce una pereza infinita dicha tarea: creo en el texto, en su poder comunicativo, en su libertad salvaje, especialmente visible en libros como América. Digamos que es un “libro de viajes”, claro, para que no haya equívocos. Pero América es ante todo un texto de una potencia poética inmensa, como casi todo lo que escribe Vilas: da igual que se etiquete como cuentos, como novelas o como libro de viajes o libro de poemas. Vilas, como su adorado Whitman, convierte en poesía todo lo que toca, desde Walmart hasta el Mini Cooper. Su mirada y su imaginación es la de un poeta. Y su respiración, y su ritmo. Pero vamos a América. Lo primero que ha de saber el lector es que este libro está lleno de Vilas, lleno de la primera persona. Que nadie espere un razonado, mesurado o documentado tratado sociológico, económico, antropológico, sobre América. Lo que encontramos es a Manuel Vilas recorriendo América, mirándola, mirándose a sí mismo en América, pensando en su vida y en las vidas de todos los que han pasado y no han pasado por América: «Este libro es autobiográfico y cuenta mis viajes por muchas ciudades norteamericanas. Entonces, dedico este libro a mi desesperación americana. Por muy grande que sea la desesperación de un país o de un continente, más grande será siempre la mía». Esas palabras de ecos juanramonianos que encontramos en la ‘Dedicatoria’, situada a modo de prólogo, dejan claro el propósito y el tono lírico del libro. Cada capítulo de América cuenta la estancia o, mejor dicho, el paso del autor por una ciudad americana (Iowa City, Houston, Chicago, Panamá City, Miami, Nueva York, etc.). Habla de ellas, recorre sus calles, sus cafeterías y restaurantes, sus hoteles, sus museos. Pero, según avanzan las páginas, el lector se va dando cuenta de que el tema central de América no es el país, ni el continente, ni sus ciudades. El tema es la vida, y es la muerte y, sobre todo, es el tiempo. El tema de América es el hombre, enfrentado a la trascendencia y la insignificancia del olvido. Es, por eso, un libro lleno de emoción, de la emoción poética y humana de quien consigue situar todo aquello que observa frente al abismo de la muerte, que es el espacio donde trabaja la mejor poesía y la mejor literatura, la que define al hombre en sus límites, en su grandeza trágica y en su miseria cómica. El gran “truco” de América es conseguir que lo que debería ser un libro sobre un espacio (un país, unas ciudades) se acaba convirtiendo en un libro sobre el tiempo. Porque, aunque el viajero, el protagonista (Vilas) ocupa y observa ese espacio en la actualidad de 2014 o 2015, en realidad hay una técnica continua por la cual el eje temporal se agranda, hacia el pasado y hacia el futuro. El resultado es que el espacio se convierte en recordatorio de la muerte, en lo no humano que permanece, frente a las vidas de todos los que han pisado esa ciudad, que son efímeras, a pesar de su fama, su éxito, su gloria: son ciudades llenas de muertos, de gente que ha vivido y ha amado y ha muerto como todos los que habitan ese presente que observa el autor. Esa asimetría entre la vida breve del hombre, que pisa un espacio eterno e infinito, llena el libro de una melancolía que Vilas consigue hacer épica y celebratoria al mismo tiempo. Es la melancolía del que quiere ser eterno, la desesperación de quien ama tanto la vida y la celebra en tan alto grado, que se asombra ante la muerte, ante la imposibilidad de que no haya espacio en la eternidad para el hombre, para ningún hombre: ni siquiera para Cervantes, ni para Elvis, ni para Lou Reed, ni, por supuesto, para Vilas: Aún se venden vinilos de John Denver en los mercados de discos usados en Madrid. Un apellido de músico y una ciudad. El músico está muerto, pero la ciudad vive. ¿Quién recuerda a John Denver? ¿Quién me recordará a mí? ¿Quién recuerda a nadie? Las ciudades permanecen, pero sus ciudadanos se marchan, y vienen otros ciudadanos. Vilas es el protagonista del libro, no América. Y Manuel Vilas es un escritor, un poeta español, viajando por América, la tierra del pop, la tierra que hace a sus artistas universales, famosos a escala mundial. Y la melancolía que respira este libro es la de su protagonista, consciente de que no es Elvis, ni es Lou Reed, porque es un escritor, un poeta, condenado a la insignificancia social, que tiene vedada la inmortalidad de la fama. Y es la melancolía también de quien es consciente de que tampoco es Auster o Philip Roth o Allen Ginsberg, porque es español, escribe en español y tiene también cerrada esa puerta de la fama literaria universal. Y, al mismo tiempo, es una celebración de todos los músicos pop y un canto de amor por la literatura norteamericana, y la española y la latinoamericana, por todos esos hombres que han dedicado su vida y su miseria a la creación. Una celebración de esos hombres, más que de sus obras, porque el protagonista se hermana en ellos, en su humanidad, en su vejez (Bob Dylan) o en su niñez (T. S. Eliot) o en su miseria económica (Poe). Es un libro sobre el hombre, que quiere ser inmortal, que quiere, al menos, ser famoso, amado por el mundo entero. Qué menos que eso. Es este un libro, pues, sobre Vilas, un escritor español, y es un libro sobre cultura. Cada ciudad americana es un nombre asociado a ella. Se habla de cultura pop y de “alta cultura”. Se lamenta (mejor dicho, se constata) la pérdida de importancia de la literatura: Se quiera o no, los Sex Pistols fueron la última provocación consistente, de carácter político, que trajo el pop. Una simple canción como ‘God Save the Queen’ removió más conciencias que cien años de literatura social. El pop se llevó por delante a la literatura, en tanto en cuanto esta ya era incapaz de escandalizar. No es un lamento decadentista al estilo de, por ejemplo, José María Álvarez. Es decir, no adopta Vilas ese papel de ser el último ser civilizado frente a la llegada de la barbarie. Hay una melancolía, no un lamento. La melancolía de saber vedado el acceso a la fama mundial, a la influencia global. La melancolía de saberse equivocado, como si se diera cuenta de que ha errado el camino: La poesía es un género literario muerto. No le importa a nadie. En eso coinciden Estados Unidos y España: la poesía en papel o en libro está tan muerta en un país como en el otro. (...) El libro que tengo entre las manos se titula Tus pies toco en la sombra y otros poemas inéditos. En realidad, Pablo Neruda, como Cervantes, Shakespeare o Dante, es inédito y seguirá siendo inédito para la mayoría de la gente. Podría reeditarse Residencia en la tierra bajo las mismas premisas: aparece un libro inédito de Pablo Neruda titulado Residencia en la tierra, magnífico título, y para un noventa y cinco por ciento de los quinientos millones de hablantes del español sería una noticia aceptable. Es un tema recurrente, que contribuye a esa melancolía general que respira todo el libro. Pero nunca suena a queja contra el mundo, contra las nuevas generaciones, contra una juventud que apenas aparece: Se murió no hace mucho el escritor español Rafael Chirbes, la muerte de Bowie me lo ha recordado, y me resulta inevitable comparar las dos muertes. No hay nada más triste que un escritor español muerto. Si vivos ya son tristes, imagínatelos de muertos. La muerte de David Bowie ha sido un acontecimiento universal, y la de Rafael Chirbes no lo ha sido, porque la muerte es hija de las categorías de la vida. La muerte en la literatura, a día de hoy, no tiene fama. El entierro de Víctor Hugo fue multitudinario porque en el XIX la literatura era el pop de hoy. Bowie fue un nuevo Víctor Hugo. No hay un ataque al “enemigo”: la cultura pop aparece ensalzada, comentada y analizada desde esa perspectiva más poética que ensayística que define todas las reflexiones del libro. La cultura pop es la cultura de América y, por tanto, es la cultura del presente y la que permite el acceso a esa inmortalidad de segunda categoría que es la fama. Pero la melancolía se extiende también sobre los grandes nombres de la cultura pop. Ellos tienen la fama y la influencia, no los escritores. Pero tampoco su nombre será inmortal, porque también esa fama va a desaparecer, porque el Tiempo es el otro gran protagonista de América: Sus fans no lo saben, pero David Bowie va ya camino del olvido. Dentro de diez años su recuerdo entrará en la zona brumosa y aburrida que produce lo que se va quedando antiguo. Dentro de veinte años comenzará el desvanecimiento de la cultura y de la mitología donde Bowie reinó. Dentro de treinta años, será nostalgia. Dentro de cuarenta, historia antigua. Nadie puede luchar contra la muerte y su sentido dentro de la Historia. David Bowie, dentro de cien años, será la nada. Como hemos dicho, es un libro sobre Manuel Vilas, escritor español en América. Y esa, la de ser español, es otra de las frustraciones, de los elementos de melancolía. Ser español, escribir en español es otro error, cuando lo que se busca es la inmortalidad: No es lo mismo ser un escritor neoyorkino que un escritor madrileño. No es lo mismo ser Philip Roth que Francisco Umbral. Uno lleva dioses confusos en la cabeza. A unos les ayuda su lugar de nacimiento a construir un mensaje universal. Nueva York ayuda a sus hijos. Está protegiéndolos siempre. No es lo mismo ser Dustin Hoffman que Alfredo Landa. No es lo mismo ser Julio Iglesias que Elvis Presley. Pero da igual. Todos se mueren, y eso tiene gracia. Al final todo es podredumbre: podredumbre de oro y podredumbre de viento. Pero, además de la melancolía de esos temas, está siempre la visión humanista y materialista de Vilas. A pesar de que el libro está lleno de grandes nombres, nombres inmortales, autores de grandes obras inmateriales, espirituales, artísticas o como queramos llamarlas, Vilas siempre pone el foco en el hombre y, el hombre, al margen de su fama o de su lugar en el mundo, no es más que un ser sometido al tiempo: ¿Con quién habla Bob Dylan todos los días? ¿Con sus hijos? ¿Con su manager? Tal vez no hable con nadie. Tal vez solo vea la televisión. Tal vez solo esté, y el simple hecho de estar explique su vida de hoy. Además, los amigos se han muerto. Se murió Johnny Cash en 2003 y se murió con solo setenta y un años, con tres menos de los que tiene Dylan hoy. Se murió George Harrison y se murió Lou Reed. ¿Qué piensa Bob cuando los colegas se van de gira con los muertos? No piensa nada, simplemente viaja y se sube a un escenario. Decide no pensar. Para no pensar que se está muriendo. Porque se está muriendo, pero los Estados Unidos perseverarán, durarán, continuarán. Tras su muerte, el país prevalecerá. También es un libro que habla mucho de dinero. El dinero como una forma de situar al personaje en lo humano, en el mundo real. Y aparece de muchas formas. La pobreza de los escritores, esa falta de reconocimiento social que se une a la falta de recompensa económica, es una de ellas: La pobreza de los escritores me deprime en este instante. Vuelvo a mirar a las bibliotecarias de Special Collections y pienso que ellas no son pobres. Tendrán una nómina razonable. Me levanto de mi silla y salgo a los enormes pasillos de la biblioteca, en donde hay sofás, con alumnos tumbados en ellos y trabajando en sus ordenadores portátiles. No hay ninguna relación posible entre el tiempo pasado que registran estas cartas de escritores latinoamericanos con el presente. Esa desconexión me desconcierta. No sé qué sentido tiene perder mi tiempo con las cartas que escribieron los muertos. Porque todas estas cartas están escritas por muertos, o por ancianos a punto de morir, y yo aún soy joven y debería dedicar mi tiempo a alguna empresa más decente, más viva. (...) Salgo de la biblioteca, salgo a la calle y está nevando en Iowa y ha salido la luna y me alegro de estar vivo y de no ser un muerto ilustre con su nombre escrito en un remite. La bestia innoble del fracaso echa su aliento en mi nuca. Hay muchos más temas, claro, y aparecen, como en la buena poesía, unos motivos líricos que van resonando de capítulo en capítulo: los Simpson, el frío, los zombis, etc. Con los Simpson intenta captar Vilas la esencia política y sociológica del presente basada en la ausencia de gravedad o de trascendencia, en la superficialidad y el dominio de la familia como entidad suprema occidental: Nadie lo diría: es la hermosa y estrellada noche americana en que Martin Luther King abrazó a Homer Simpson. Una noche de igualaciones sociales y políticas, sí. Porque ser americano es ser Homer Simpson, cualquiera, al fin, puede ser americano. De eso se trataba. De la obtención de la ciudadanía estadounidense desde la nimiedad, desde la obesidad, desde las razas fallidas. (...) Un anti-William Faulkner, eso son los Simpson. Un antídoto contra cualquier drama pasional, religioso o étnico. Con la figura del zombi entramos en un símbolo más complejo, en el que se une la relación del americano con su urbanismo sin centro y con un territorio inmenso, dentro del cual desaparece la idea de pueblo, de comunidad, y la soledad del zombi es la que predomina. Pero el zombi también hace referencia a esa soledad mayor, la soledad del hombre frente la inmensidad de un tiempo y un espacio que se los va a tragar. En cierto modo, Vilas es también un zombi, como lo son todos esos escritores españoles o latinoamericanos que van, como él, de congreso en congreso, de universidad en universidad, vagando sin rumbo y sin más destino que la muerte y el olvido. El frío, por el contrario, es la naturaleza, lo real: la manifestación de una divinidad que dignifica al hombre, lo sitúa en el universo como una certeza. El frío no es americano. Es un dios que habita en América como en Huesca («Te puedes enamorar perdidamente del frío. El frío es real»). Hay una presencia oscuramente y melancólicamente manriqueña en América. No en la vertiente moralista de Manrique: no hay moralismo aquí. Pero sí en el continuo ubi sunt que contienen estas páginas. Y también en la idea persistente de la memoria, de la fama, de la inmortalidad, así como en la repetición de la idea de la fugacidad y la mortalidad. Es Manrique mezclado con Whitman, algo que tal vez solamente Vilas puede hacer. Es un libro profundamente melancólico, con esa melancolía de quien ama demasiado la vida y se ama demasiado a sí mismo como para permitirse aceptar el olvido y la muerte, aunque continuamente intente adoptar esa serenidad que Jorge Manrique ensalzaba en la muerte de su padre. Y con la muerte, la de Vilas, claro, porque de eso trata América, termina el libro:
Y mi sueño crepuscular es envejecer en una buena habitación en algún hotel perdido en el Midwest. (...) Y que la ventana dé al aparcamiento, y contemplar el movimiento diario de los coches. El envejecimiento de los coches. La oxidación de la vida. El paso de los años sobre las naciones. El paso del capitán del tiempo sobre los imperios. Y que cuando me muera los trescientos veinte millones de estadounidenses que aún sigan vivos recen una buena oración por mi memoria. Y que digan: Verdaderamente, este tipo era uno de los nuestros. JUAN GÓMEZ BÁRCENA. KANADA (Sexto Piso, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Aviso: esta reseña contiene spoilers. Tampoco es que Kanada sea un thriller cuya experiencia lectora pueda quedar arruinada por el hecho de anticipar algún dato de su trama, pero creo necesario hacer esta advertencia por si hubiera por aquí algún lector quisquilloso y, sobre todo, porque casi todo el texto que aquí sigue es un enorme spoiler. Corrijo: en realidad, esto no es una reseña, sino una lectura interpretativa en la que comento y valoro determinados aspectos de esta obra. Llamarlo análisis sería pretencioso, pero decididamente no pretende cumplir esa función esencial de una reseña que es mostrar al público la aparición de una novedad editorial y valorar la calidad de la misma. Bueno, basta, empecemos. No había leído ninguno de los dos libros anteriores de Juan Gómez Bárcena. Ni su novela El cielo de Lima, ni su libro de relatos Los que duermen. Tras leer Kanada tengo claro que esos dos títulos entran a formar parte de mi cada vez más extensa, casi inabarcable, lista de lecturas pendientes. Y tengo ganas de leer más de Gómez Bárcena porque con esta novela me ha demostrado que puede ofrecerme dos cosas que busco en la literatura: calidad y riesgo. Respecto a su calidad, es indudable: Juan Gómez Bárcena escribe muy bien. Abrir al azar y leer cualquiera de sus páginas es una prueba de fuego que siempre hago con los libros antes de comprarlos. Kanada pasa esta prueba con sobresaliente: su estilo es brillante, tiene esa capacidad de la buena literatura para convertir las palabras no en narración plana e informativa, sino en un texto capaz de crear una realidad independiente, densa, rítmica y extraña. La segunda cualidad es la del riesgo. Me gustan los escritores que arriesgan, y Juan Gómez Bárcena ha hecho en esta novela una apuesta casi suicida, y a muchos niveles. En primer lugar, la decisión de escribir sobre el Holocausto. Un treintañero español que no ha vivido ni tiene relación alguna con este tema se lía la manta a la cabeza y decide que su segunda novela tratará sobre una persona que sobrevive a un campo de concentración y vuelve al que fue su hogar. Hay que ser valiente para eso, hay que estar un poco loco para escribir sobre un tema así después de Primo Levi. Y lo hace, y supera la prueba con nota gracias a ciertos “trucos” que comentaremos luego. Pero no queda ahí la cosa. No contento con jugárselo todo a un tema que, a priori, le puede quedar tan grande, o por el cual le pueden llover las típicas críticas del tipo “qué sabrá este crío del Holocausto, cómo se atreve”, etc.), Juan Gómez Bárcena decide además que va a contar la historia ¡en segunda persona! El narrador más raro, el más difícil, también. Con un par. Narrar en segunda persona es una decisión tan marcada, tan excepcional, que debe tener una estrecha relación con el sentido de la novela para que funcione, para que no sea una simple exhibición técnica de “originalidad”. Hay que decir que aquí, dadas las características del personaje y de aquello que se quiere contar, la elección de la segunda persona es todo un acierto (en casi toda la novela, con una excepción que explicaré más adelante). Para explicar lo acertado de este narrador tenemos que entrar ya en la materia narrada, porque esta novela comienza contando el regreso de una persona, de la que no sabemos nada, a una ciudad, cuyo nombre no se dice, arrasada tras una guerra que tampoco se especifica. Esta persona vuelve cambiada, vacía, como si no reconociera nada de lo que encuentra, tampoco a sí mismo. Por eso, narrar en primera persona habría sido un error: la narración en primera persona de sus pensamientos y sentimientos nos introduciría en un alma, en un ser que habita plenamente la realidad, algo incompatible con este personaje. La tercera persona serviría para establecer la distancia necesaria, pero ese alejamiento sería menos efectivo porque, gracias a la segunda persona, consigue que parezca una voz desdoblada: una voz que se habla a sí mismo, como si hubiera muerto y se viera a sí mismo hacer y pensar cosas que son y no son él al mismo tiempo: «Piensas en la lluvia que otra vez vuelve a batir las ventanas. Piensas en Kanada, no quieres pensar pero igual piensas, y luego cierras los ojos y piensas en ti como un objeto más del despacho, no más importante que la propia estufa o el colchón destripado». La “primera parte” de la novela (entrecomillo lo de “primera parte” porque es una división puramente crítica, personal: en la novela no hay partes; hay división en capítulos, pero sin título ni número) consiste en un proceso de aislamiento. Esta persona vuelve, no sabemos desde dónde, a lo que fue su hogar. Y lo que debería ser un proceso de readaptación a la realidad, a la normalidad, es decir, un proceso de re-identificación o de reconocimiento, se convierte en un proceso de aislamiento, de alejamiento de la realidad. En esta primera parte, la voz del Vecino (los personajes no tienen nombre) es la de la realidad, la que cuenta, la que ordena las cosas, la voz de la historia, del orden; es la voz de la supervivencia, por eso se asocia a la comida, por eso habla de dinero, de trabajo, de supervivencia. El silencio que recibe esa voz y que no responde, el tú al que le habla el narrador y al que le habla el vecino, es el silencio de la perplejidad, la ruina o los restos de un hombre. Igual que la novela comienza con la descripción de un edificio sin paredes, donde todo parece normal, pero sin un elemento tan esencial como las paredes; igual que el protagonista, el tú, llega a un edificio que parece su casa, pero al que le falta algo para ser “su casa” y es solamente “la casa”, así el hombre que llega, que abre esa puerta, al que el Vecino le habla como si fuera un hombre, no es un hombre del todo. Parece un hombre, pero le falta algo. El proceso narrativo de esta primera parte está marcado por esa dualidad antes descrita: el Vecino intenta que el protagonista vuelva a la normalidad, mientras que este avanza en un proceso de aislamiento y de alejamiento de la realidad de tintes kafkianos. Esta declaración que se dice a sí misma esa segunda persona podría ser el motor narrativo de las primeras 70 u 80 páginas de la novela: «Saldrás a la calle cuando todo esté en orden. Eso te dices. Y sin embargo es tan difícil dar con ese orden, encontrar un sentido allá donde solo hay caos». Esa pérdida de humanidad conlleva una pérdida no sólo de la identidad, sino de lo que sería la percepción humana de la realidad. El primer lugar, desaparece el lenguaje: «El rompecabezas inútil del lenguaje, no menos absurdo que las palabras que seleccionas al azar en las páginas de los libros. Tratas de componer alguna palabra con las letras de los cubos, como si fueras un arqueólogo enfrentándose al enigma de una inscripción desconocida. No encuentras ninguna». Pero, según avanzan el encierro y la inmovilidad del protagonista, se desarrolla también una desaparición de la medida humana de las cosas. No solo del lenguaje, sino de las cosas como objetos para uso del hombre, las cosas como cosas que “sirven al hombre”. Al ser el hombre un objeto más entre esas cosas, sin la referencia humana, la habitación se convierte en un universo inconmensurable, lleno de cifras, de números que convierten la realidad en infinita, en inabarcable: «Piensas en la casa no como un rincón diminuto del mundo, sino más bien como un mapa a escala del universo. (...) Piensas: si la casa fuera la tierra emergida, entonces el ser humano viviría en un único azulejo, y el resto de la casa serían cordilleras, de desiertos, tundras». El hombre también deja de ser visto como ser humano para convertirse en números, en cantidades, en fórmulas en la misma relación que el resto de objetos: «Ves la población mundial desparramada sobre una inmensa balanza, con sus cuerpos dispuestos en forma de pirámide sobre el platillo, como balas de cañón o piezas de fruta, escribes los cálculos en la pared de tu despacho (...). La humanidad ronda los cincuenta millones de toneladas (...). Y luego contrastas esa carga despreciable con el peso del mar, de un bosque o de una estrella». Al final de la novela, el lector descubrirá que gran parte de esas obsesiones deshumanizadoras que han caracterizado el peculiar comportamiento y pensamiento del protagonista durante su kafkiano encierro silencioso están relacionadas con su experiencia como preso en el campo de concentración, estableciéndose ciertas “rimas” muy interesantes en la tercera parte de la novela. Este proceso de irrealidad y aislamiento culmina con una quema de libros. (Esto puede recordar al Quijote, claro. De hecho, puede verse en el Vecino a una especie de Sancho Panza que le señala cómo es el mundo real, mientras que el protagonista es un don Quijote que vive en su enajenación provocada, no por una locura idealista, sino por un trauma de exceso de realidad que provoca que la realidad cotidiana y racional, la del Vecino, sea la verdadera ficción absurda a la que no puede plegarse). Descubrimos que el protagonista había sido profesor de astrofísica y, en un momento dado, decide quemar todos sus libros, a los que obviamente, por la lógica interna de la narración, ya no encuentra sentido alguno. Quema todos sus libros, todos sus conocimientos, menos una página en la que se habla de Schneider, quien mantenía en pleno siglo XVIII un modelo astronómico geocéntrico y pronosticaba el fin del mundo, pues sus cálculos preveían un choque de La Tierra con Marte. Se obsesiona el protagonista con esa página, con ese astrónomo quijotesco, el último geocéntrico, al que nadie hace caso, con una visión del mundo completamente organizada, matemática, calculada, pero alejada totalmente de la realidad. Y eso sirve para reflexionar sobre lo absurdo y lo hermoso al mismo tiempo de todo modelo, de todo cálculo, de toda fórmula que intenta comprender y apresar el mundo, la realidad, a través de la razón: «Sí; puede que no sea más que un loco. Que su idea de devolver La Tierra al centro del cosmos sea absurda, (...) como es absurda tu vida, enterrada en una habitación de tres metros de ancho por cuatro de largo. Y, sin embargo, la suya es la única que puedes tomarte en serio: su empresa, la única que te conmueve. Echar abajo los cimientos de la física y después ponerlos en pie de nuevo para servir a una idea. (...) Un sistema perfecto, piensas, al que le toca representar una realidad imperfecta. Porque el universo sería un lugar más hermoso, más admirable, si se pareciera aunque fuera un poco al modo en que Schneider lo concibe». Toda la primera parte ha sido una brillante forma de superar esa dificultad que planteaba al principio de cómo puede un joven español atreverse a hablar del Holocausto. Y esa abstracción total que hace el autor de la Historia, esa decisión de no nombrar la guerra, a los nazis, de no nombrar siquiera a los personajes, funciona perfectamente: la abstracción le permite evitar la tentación de lo testimonial para alguien que carece de cercanía a lo narrado, y lo lleva al terreno de lo universal humano. Con la obsesión por el astrofísico empezaría lo que podríamos llamar la segunda parte. Su modelo de Universo le hace pensar también en la cinta de Moebius, que al fin y al cabo resulta ser la estructura temporal y narrativa de la novela cuando se llega al final, que es el principio. Pero el modelo de la cinta de Moebius supone también una torsión en la novela, al menos en mi experiencia lectora: se retuerce ahora la historia porque ese planteamiento inicial de abstracción total ya no vale para la siguiente pretensión de su autor; ahora se empieza a contar la revolución patriótica de Budapest contra la ocupación soviética de 1956. Y esa torsión hace que mantener los pilares estilísticos y narrativos (segunda persona, aislamiento, abstracción) que habían sustentado la novela se retuerzan y todo sea menos fluido. Esta parte, desde el momento en que empieza a organizarse la resistencia patriótica anticomunista, es tal vez la peor parte del libro, porque ese narrador en segunda persona, que está siempre dentro y fuera del protagonista, pero que carece de cualquier omnisciencia (es decir, que es la propia y ajena voz del protagonista), esa voz tiene que contarse a sí misma todos los ruidos que le llegan de sus nuevos inquilinos, de la Vecina, de la calle…, y los lectores debemos ir traduciendo todos esos ruidos sin significado al lenguaje o a la narración de los humanos “normales” y de la Historia lineal y “Real”; y eso se llega a hacer pesado, porque es un proceso demasiado prolijo, cuyo resultado es rearmar un significado demasiado obvio. Es en estos momentos cuando esa voz en segunda persona, que se había mostrado tan útil y acertada para narrar ese proceso de aislamiento y deshumanización, se convierte en un lastre, en algo un poco forzado que entorpece la narración y la hace artificiosa, forzada. En la página 125, a raíz de la visión de la Esposa desnuda en la bañera, comienzan los recuerdos del campo de concentración y, con ellos, lo que yo considero la tercera y última parte de la novela, donde el relato, que estaba un poco estancado, en una tierra de nadie concreta/abstracta, histórica/aislada/extraña, vuelve a oxigenarse y empieza a cobrar verdadera fuerza.
Los recuerdos de su cautiverio se narran en un acertado tiempo presente, favorecido por esa alucinación temporal de la cinta de Moebius, y por un imperativo traumático que justifica las acciones de toda la primera parte de la novela, y que explica el propio narrador: «No recuerdas. No piensas nada. Simplemente regresas, pisas otra vez su nieve, sus avenidas de tierra, porque Kanada no tolera el pasado; es un lugar en el que se está o en el que no se está, pero que de ninguna manera puede recordarse». Hacia el final de la novela aparece de forma explícita un tema que explica en gran medida el comportamiento aparentemente absurdo del protagonista: el tema de la culpabilidad y la inocencia, de la capacidad de la culpa para ser razón de ser, explicación, necesidad, frente a la arbitrariedad de la inocencia: «La culpabilidad puede arrostrarse de un modo u otro. Ser inocente, en cambio, es un peso que te aplasta: la inocencia compromete al mundo entero. Si es posible sufrir los mayores castigos por nada, entonces es la realidad la que se erige en culpable, la que deja de tener sentido; un torbellino de cuerpos inertes que chocan sin razón, sin ningún motivo. Y hay que encontrar ese motivo. Hay que inventarlo si hace falta. (...) Porque si de verdad fueras inocente, si ser inocente en este mundo fuera todavía posible, entonces todo lo que ves, los soldados y las alambradas, los barracones, las chimeneas, la rampa de selección y las casamatas, la enfermería, todo sin faltar un solo ladrillo ni un solo esfuerzo sería inútil, habría sido construido por nada.(...) ¿No eres culpable tú con tus zapatos nuevos, esos zapatos que pertenecieron a alguien que ahora está descalzo, a alguien que hoy se raja los pies contra las costras de hielo?». En toda esta tercera parte, hasta el maravilloso final, la narración recupera el aliento y, además, justifica y da sentido a todo lo anterior: la abstracción se recupera y lo hace a través, de nuevo, del símbolo de la cinta de Moebius, pues en la narración, la aparición del ejército ruso en Budapest para sofocar la revuelta es igual que la invasión nazi. Los recuerdos del campo de concentración están narrados con una fuerza literaria impresionante, con esa voz en segunda persona que se dice a sí misma todo lo que está viendo, todo lo que está haciendo. Empiezan a aparecer también esas “rimas” que hacen referencia a los extraños comportamientos del protagonista al regresar a su casa y encerrarse: los cálculos, las filas, las pirámides, el cubo de excrementos… Como un mago que quiere dar el golpe de efecto al final de actuación, Juan Gómez Bárcena se reserva su “más difícil todavía” para los últimos capítulos: el final de la novela está, contado “al revés”, es decir, con el tiempo invertido. Y el resultado es una auténtica maravilla narrativa, porque no se trata solamente de una exhibición manierista de dominio de la técnica, sino que consigue, con esa pirueta narrativa, incorporar y resolver de una forma excepcional el tema de la culpabilidad, haciendo que pase de ser culpable a ser cada vez más inocente, pues cada acto, al contarse al revés, se convierte en una especie de expiación, de paso hacia la inocencia. Todo lo que le ha hecho culpable ha sido lo que ha tenido que hacer en el campo de concentración para sobrevivir; y cada paso que da hacia atrás, hacia la salida de ese campo, es una culpa menos, un proceso de limpieza que consigue narrar con una habilidad descomunal y emocionante que hará las delicias de los profesores de talleres de narrativa a los que ya imagino fotocopiando esas páginas y mostrándolas a sus asombrados alumnos. JAVIER MORENO. UN PASEO POR LA DESGRACIA AJENA (Salto de Página, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Antes de empezar con este libro en concreto, que es de lo que se trata: Javier Moreno es uno de los escritores españoles más interesantes de la actualidad. Hay que decirlo, repetirlo, porque es un escritor “de obra”, y por eso no quiero entrar a comentar este nuevo libro sin hacer esta mención. Lleva veinte años consolidando una obra narrativa, poética y teatral en la que, pese a su variedad, ha conseguido eso tan difícil para un escritor: una marca de estilo inconfundible, caracterizada por la habilidad con la que fusiona lo sociológico, lo filosófico, lo poético y lo científico en una prosa (o un verso) siempre llena de hallazgos, de esas que te hacen tener a mano un lápiz para subrayar, hasta que te rindes porque te das cuenta de que estás subrayando el libro entero (1). En Un paseo por la desgracia ajena, su último libro de relatos, encontramos unas líneas que bien podrían servir como autodefinición de su peculiar estilo (2): Es necesario por tanto introducirse dentro de las cosas, ser intrínseco a ellas, mostrarse, como se dice, subjetivo, porque solo en la combinación de una mirada externa e interna, entre la generalidad y la abstracción de lo objetivo y la radical singularidad de lo subjetivo, puede encontrarse algo parecido a la verdad, sea esto lo que sea. Un paseo por la desgracia ajena es uno de esos libros de relatos marcados por la variedad. El conjunto de cuentos recogidos bajo ese título no pretende acotar o diseccionar un solo tema, o explorar un determinado estilo. Son cuentos escritos con total independencia y reunidos en un volumen, si bien en todos ellos se reconoce esa combinación de mirada externa e interna con la que Javier Moreno intenta explicar el mundo. Porque esa es otra de las virtudes de su literatura: la idea de que solo a través de la palabra (y, en el caso de este libro, también de la ficción) se puede intentar entender una realidad que, en bruto, carece de significado (3). Javier Moreno opera como un filósofo que descree de la filosofía, como un matemático que aprecia la belleza de la forma, pero que al mismo tiempo es consciente de que no hay sistema, no hay verdad; que toda fórmula, toda abstracción totalizadora, son hermosos intentos de atrapar la realidad, y que esos intentos son todos fallidos, y que por eso hay que seguir, y escribir más poemas, más novelas, más cuentos, porque el pensamiento, contrariamente a lo que durante muchos años intentó sostener la filosofía, no es sin el hombre, no existe el pensamiento puro, y por eso hay que escribir ficción: Cualquier pensamiento atraviesa todos los estadios: la rabia, el miedo, la emoción…, como un feto recorre todas las fases de la evolución (reptil, pez, ave, mamífero) hasta llegar a su definitiva forma humana, hasta dar (cualquier pensamiento) con la razón y las palabras capaces de expresarla, pero no por ello deja ese pensamiento de llevar dentro de sí todo el miedo y toda la emoción, y así todo pensamiento conlleva la historia de nuestra especie y de todas las que le antecedieron. Y así tras cada pensamiento anida la esperanza, pero también el terror, el miedo a la disolución y la muerte. La raíz y la condición inicial. (pág. 79) Javier Moreno es un escritor tremendamente ambicioso, capaz de meterse en esos terrenos, sin miedo a etiquetas como “pedante”, “difícil”, “raro”. Yo valoro esa ambición. Prefiero, antes que el virtuosismo y la perfección, la valentía para intentar hablar de lo que importa, aunque eso pueda negarte cierto público. Y, como Javier Moreno sabe y demuestra libro tras libro, lo que importa es lo que está fuera del tópico, del lugar común, de la trama previsible, del dibujo de personajes efectivo y académico, es decir, de la repetición de lo mismo. En estos 17 relatos encontraremos todo tipo de historias y personajes, por lo que el análisis pormenorizado de todos los cuentos sería excesivo. Podríamos intentar agruparlos. Así, hay tres relatos que podríamos llamar “blackmirrorianos” (4): ‘Phoenix’ (la posibilidad de enviar mensajes post mortem a través de un servicio de internet), ‘Selfie vamps’ (la búsqueda de la inmortalidad a través del selfie macabro), ‘Ello’ (el Big Data como alma y destino). El género distópico no es nuevo para Javier Moreno. Más que distopías, lo que plantea son realidades paralelas, posibilidades no desarrolladas a partir de elementos del presente, que es una forma muy adecuada de entendernos a nosotros mismos (5). Ya lo vimos en sus novelas 2020 y en Acontecimiento y, como en estos tres relatos, Moreno consigue esa dualidad entre análisis sociológico y verdad individual con una maestría envidiable. Precisamente, ya que hemos citado Black Mirror, podemos decir que Javier Moreno triunfa allí donde la serie fracasa. Porque, pese a que soy seguidor de la serie (por esa capacidad que tiene, no tanto para predecir el futuro, sino para mostrar el presente a partir de un falso futuro), siempre me queda la sensación de que lo hace muy bien en lo abstracto, en lo social y tecnológico, pero fracasa en lo concreto, en lo individual y en la técnica narrativa, donde siempre suele caer en el tópico, en lo previsible. En cambio, Javier Moreno hace literatura, con mayúsculas, y es capaz de unir lo general y lo particular en estos tres soberbios relatos, dejando que la literatura hable donde debe hablar, muy consciente de que la ficción televisiva o cinematográfica tiene sus convenciones (en el mal sentido de la palabra) en las que la literatura no debe caer si quiere seguir siendo literatura. Otros, como ‘El discurso del método’ o ‘El arquitecto y la modelo’ muestran al Javier Moreno que nos recuerda más al de sus novelas Click o Alma: relatos con una fuerte carga ensayística, analítica, en los que un personaje intenta atrapar el sentido de la realidad en un gesto, en una forma definitiva. La búsqueda de la forma, de la fórmula, de aquello que hace que la realidad quede explicada o detenida o conservada (como en los maravillosos fragmentos de ‘Gota de ámbar’) es una de las obsesiones de la literatura (incluyo aquí, por supuesto, la poesía) de Javier Moreno, y es un terreno en el que se maneja con maestría, en esa ambigüedad entre la belleza y el caos, entre la perfección y el fracaso. Javier Moreno, heracliteano convencido, siempre ha mantenido la obsesión por el error, por la fecundidad de la diferencia como motor del mundo frente al mito del origen y de la identidad estable (6). Por eso encontramos relatos en que esa idea trabaja como detonante mismo del relato, del argumento, en relatos impecables, con un tono de humor muy oscuro y sutil. Así, en ‘Dos camisas iguales’ el protagonista siente que, de dos camisas idénticas, una le queda perfecta, y la otra le queda fatal. Esa nimiedad, ese mínimo error que no sabemos si sucede en la realidad objetiva o en la percepción íntima del protagonista, provoca toda una teoría personal sobre la realidad y la identidad. También podríamos encajar en este grupo a ‘La criada’, donde una pareja ve alterada no solo su cotidianeidad, sino toda su estabilidad emocional y vital por la introducción en su cerrada intimidad de ese personaje ajeno de la criada. Una simple sonrisa, un simple gesto que no encaja en lo previsto, en el esquema de la identidad, sirve para que todo se venga abajo, para que se genere un caos que requiere que una nueva forma se instale sobre esa casa (7). Puesto que el número de relatos es elevado y no todos permiten encajar en clasificaciones como las que he ensayado aquí arriba (8), creo que basta lo anterior para que el lector se haga una idea de lo que tiene o tendrá entre manos: un gran libro de relatos, por supuesto, eso lo primero, con algunos cuentos que estarán sin duda en antologías del género (‘La criada’, ‘Selfie vamps’, ‘Ello’...) y, además, un libro de Javier Moreno, con todo lo que eso conlleva de atrevimiento, inteligencia y audacia narrativa y filosófica. ————--
(1) No sé, por poner algún ejemplo: «La madurez es un estado ficticio, un mito sociológico que busca atemperar el deseo y el instinto a cambio del disfrute de cierta seguridad económica y emocional. A un hombre maduro le delatan sus convicciones, como si el objetivo de su vida fuese extraer un conjunto de reglas a las que atenerse y juzgar a los demás». (pág. 55) o este: «Y ahora que los seres humanos se ausentan a través de la multitud de dispositivos, diluyéndose en las redes sociales o en la nube de información, es ahora cuando, convertidas aparentemente en un amasijo de datos, de cifras combinables con otras cifras, las cosas campan al fin a sus anchas, dejadas de la mano del hombre, convertidas en imprevisto, en incesante acontecimiento, en accidente. De manera que puede decirse que las cosas sólo aparecen por sí mismas, aunque sea a través del hombre, cuando el hombre se ausenta». (pág. 72). Y así podría estar un buen rato, llenar unas cuantas páginas. (2) Estas líneas aparecen en el relato titulado ‘El discurso del método’, que consiste en el monólogo interior de un personaje que, disfrazado de Descartes, o de estatua inmóvil de Descartes, está quieto en la plaza de Sol, detenido en el instante de escribir el famoso e inaugural “Pienso luego existo”. Esta situación, imaginar esta situación como motor de un relato, es algo que todos los lectores de Javier Moreno reconocerán con una sonrisa como algo típicamente “moreniano”. (3) «Si el hombre quiere saber algo de sí mismo y de las cosas que lo rodean, entonces debe hacer uso del lenguaje y, por tanto, del pensamiento, y el lenguaje siempre es discontinuo, una letra y luego otra, una palabra y a continuación la siguiente, una frase y otra frase, la misma separación inconmensurable que existe entre lo analógico y lo digital, el lenguaje como un compresor de la realidad porque el lenguaje debe necesariamente comprimirla, nunca expandirla, porque el lenguaje no puede ir nunca más allá de lo inabarcable y si a veces tenemos la impresión contraria no se trata más que de un artificio de nuestra imaginación, de la imaginación de quien escribe y, consecuentemente, de quien lee esas palabras, porque la densidad de la realidad, un solo instante, un centímetro cuadrado de materia, supera con creces todo lo imaginable y por tanto nuestro lenguaje solo puede aspirar a comprimir lo que allí ocurre». (pág. 81) (4) Para quien no conozca la serie: el adjetivo inventado “blackmirroriano” hace referencia a pequeñas distopías de un futuro, casi presente, relacionadas con la tecnología y su impacto sobre la sociedad. (5) Un ligero desvío nos ayuda a mirar mejor, como explicó Sklosvki con su teoría del extrañamiento o desautomatización. (6) «El pensamiento nunca nace de la serenidad, la serenidad es la naturaleza y la naturaleza y el instinto son todo lo contrario del pensamiento. El pensamiento nace de la inquietud. Sólo puede pensarse desde la inquietud, desde la incomprensión del mundo y la incomprensión del mundo hacia uno mismo. Desde esa disonancia y ese desacuerdo». (7) Permitáseme citar el genial arranque de ese cuento, en el que se pone de manifiesto ese humor negro con el que el autor introduce esa obsesión temática del desvío, del error que pone en jaque la identidad: «Empecé a preocuparme cuando descubrí que experimentaba cierto placer morboso al dejar restos de mierda en la taza del váter». (pág. 31) (8) Uno de los relatos, ‘Dos parejas’, es, de hecho, casi totalmente dialogado, con unas mínimas intervenciones del narrador que parecen acotaciones. Este cuento es, o parece ser, el origen de su obra de teatro Sala de juegos, representada en Murcia y en Madrid. SAÚL LOZANO BELANDO. MADE IN: LA BESTIA (Boria, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Saúl Lozano tiene veintidós años y, según se lee en la solapa, canta en «la banda de punk llamada BETOVEN IN YEYO». Con esto quiero decir que es fácil, casi obligatorio, viendo la portada, leyendo esa solapa en la que se autodefine de forma paródica, grotesca, punk («Aficionado a la masturbación, muy aficionado»); es fácil, decía, caer en el prejuicio (positivo o negativo, da igual, según las simpatías o fobias de cada uno) de decir: “Ah, vale, un libro punk, rompedor, joven, irreverente”. Y yo también caeré, porque yo he crecido con Lou Reed y con Iggy Pop y porque casi le doblo la edad a Saúl Lozano, y hay una tentación muy grande de ser condescendiente y ser paternal; y si no consigo evitarla pido perdón de antemano, antes de empezar a hablar de poesía, porque de eso se trata, claro. Y sé que me va a costar separar poesía y vida, poesía y biografía, poesía y personaje, y creo que eso ya está diciendo algo de este libro y de este poeta. Porque los poemas de Made in: la Bestia son un canto a la exaltación, a la intensidad, a la juventud (1) entendida como caos, como amor infinito y doloroso, como locura. Y es difícil separar la literatura de la vida y del personaje porque todo el libro consiste en la creación de un personaje, de un Saúl que está presente en todas las páginas, como un ser angelical y demoníaco que deambula por las calles de la ciudad amando todo lo que ve y sufriendo con todo lo que ve. Los poemas están hechos con trozos de vida, con anécdotas de bares, con conversaciones oídas en la calle, y todo resuena en ese personaje que se llama Saúl y que quiere ser un Jesucristo ebrio y perdido en un mundo que no puede entender, porque la esquizofrenia capitalista no da opciones a la razón, solamente a la celebración, a la locura, a la ebriedad: de mí solo conocéis las ruinas / 21 años 8010 días como 8010 meteoros impactando contra el suelo / lo siento tanto, / te saludo muy lento aunque me alegre de verte / te beso el cráneo y quiero invitarte a cosas / si estoy bien de dinero / de mí solo conoceréis las ruinas / 21 años 8010 días como 8010 hachazos / no soy revolucionario / o soy el mayor revolucionario / por estos puñetazos en la cara interior de la carne / de mí solo conocéis las ruinas / y esta tristeza matemática / que es como una combustión una potencia interior / que me pone un pie delante del otro / que me mantiene atento / a ti y al número y a la línea vertical / que va desde el núcleo de la tierra a mi cráneo / y baja por la línea del nervio a la línea de la losa / y llega a la vertical de la farola hasta la bombilla / y entonces la luz impacta en la materia que confieso ser / dejando caer mi sombra en cualquier ángulo. Hay tres poemas encabezados por citas de Manuel Vilas. Hay un poema encabezado por una cita de Bukowski. Ellos son los dos padres espirituales de este libro, de una forma muy clara, especialmente la paternidad de Vilas es muy patente: la exaltación, la construcción de un personaje que se convierte en el núcleo del poema, la continua aparición del amor, de la santidad, de la ebriedad, de la sociedad de consumo hacen imposible no pensar en Manuel Vilas mientras se lee este libro. Vilas y Bukowski. Ambos han hecho de su vida su literatura, convirtiéndose en personajes. Ambos han intentado saltar el muro vida/literatura de esa manera, y Saúl Lozano ha tomado nota de esa maniobra y la ha aplicado a conciencia, con talento, con una energía contagiosa, con una cantidad de aciertos poéticos (mirar el brillo del plástico es un dolor moderno un dolor / que no es dolor) que superan en mucho los inevitables defectos de un primer libro de un jovencísimo poeta. Pero es casi inútil hablar de defectos cuando el libro se ha planteado de esa manera excesiva y torrencial. Es la tentación paternalista y condescendiente del poeta adulto que intenta guiar al joven poeta, y ese es un papel que no voy a encarnar en estar líneas. Dejemos que el gran himno de “la Bestia” siga su canto, que nos lleve y nos eleve en su vilasiana santidad. Brindemos con Saúl y con Vilas y con Bukowski: disfrutemos del canto y del dolor. Ya sé que no estoy siendo crítico, analítico, como debería ser. Solo estoy recomendando un libro que se puede disfrutar mucho: Mamá besa vírgenes y cruces / pidiendo la salvación familiar / la redención / con el metal de la fábrica en su carne / yo beso a las muchachas como queriendo redimirme / salvarme / del hachazo continuo. // Debe haber un lugar donde corran los ciervos / los brillantes ciervos los brillantes ciervos y la pureza. // Cuántas veces hemos hundido la cabeza en la bebida y lo sintético / como queriendo redimirnos / salvarnos / del hachazo continuo / destrozos inmaculados // yo sé del fondo antiguo del lago antiguo / el lodo santo y el agua / el agua el agua / quiero estar ahí desnudo y puro y ligero / donde el agua donde el agua donde la carne de pez. // Hace años había un loro en casa / en las antiguas broncas familiares / en la cocina // yo me quedaba junto al loro y su jaula y me sentía mejor casi / fui el primero en verlo muerto / sus alas estaban extendidas y el pico lo tenía enganchado a los barrotes / lo mató el frío la congestión la presión interior / murió intentando escapar el loro aquel. // Cuántas veces arañamos esto cada día el cemento el óxido el número / buscando la pureza cristalina buscando / cristalina desnuda. // Debe haber un lugar donde corran los ciervos / los brillantes ciervos los brillantes ciervos y la pureza. // Todos nosotros tenemos derecho a salvarnos / bien lo sé / todos nosotros tenemos derecho a salvarnos / a salvarnos / todos nosotros / bien lo sé. ————--
(1) Bueno, vale, ya he caído. Quiten “juventud” y pongan “vida”. JOSÉ MANUEL JIMÉNEZ. HOMBRE SIN FIN (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La novela comienza con un acto objetivo, inapelable: «El impacto de la cabeza de Elena contra el asfalto, el golpe seco y definitivo, y después las réplicas sobre el cuerpo inerte que resbala y que se aleja». El título de este primer capítulo es ‘Lo que no puede ser contado’, porque sobre ese hecho “original”, es decir, sin significado, sin explicación, es sobre el que va a construirse la novela que es Hombre sin fin y que, precisamente, va a tratar sobre la necesidad que todo ser humano tiene de un relato para entender las cosas, la necesidad casi física, violenta, de reducir los hechos brutos e incomprensibles a la forma de un relato, a ser posible, con buenos y malos, en blanco y negro, sin zonas grises que puedan confundirnos. El narrador que ha elegido José Manuel Jiménez para esta novela (la primera que publica) es un narrador omnisciente que le permite entrar en los pensamientos y recuerdos de todos y cada uno de los personajes. Esta elección tiene que ver con la intención de mostrar cómo cada uno de los personajes de la novela reacciona a ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Lo que nos cuenta José Manuel, con gran habilidad narrativa, manteniendo siempre el pulso y la intensidad, es cómo cada uno de los personajes va a intentar contarse a sí mismo un relato que explique ese hecho original del «impacto de la cabeza de Elena sobre el asfalto». Usando un narrador omnisciente, el autor nos muestra cómo cada personaje va montando un relato que encaje con su propia vida, su psicología, su historia, sus necesidades. La verdad no va a importar nada a estos “buscadores de la verdad”. La tesis que parece sostener el autor (1) es algo que está de plena actualidad, como muestra el éxito de ensayos como Arden las redes de Juan Soto Ivars: a veces, quienes dicen buscar la verdad olvidan lo más importante, es decir, que no hay verdad sencilla, que la verdad está hecha de muchas cosas y, sobre todo, que la verdad está hecha de hombres y que, si olvidamos lo humano, la comprensión, entonces la verdad se convierte en un dios peligroso, ajeno, voraz. Y ese dios voraz nos lleva a la siguiente clave de esta novela: su sentido de tragedia. En un sentido totalmente etimológico, asistimos al sacrificio del chivo expiatorio. Parece que José Manuel Jiménez se ha planteado esta obra con ese objetivo tan elemental y primario de la literatura, de los orígenes de la literatura como elemento social, como espacio de ficción que interpela al lector sobre cuestiones sociales y éticas. Y este planteamiento implica directamente al estilo de esta obra: todo en la novela está al servicio de una historia que avanza hacia un desenlace inevitable, hacia el sacrificio trágico que se adivina desde el primer capítulo. El propio narrador omnisciente se viste en algún momento de “coro” para advertir a los lectores, al público, sobre el avance de los acontecimientos y el peligro en que está sumido el protagonista: «Pero no es ese el camino que Miguel ha decidido emprender. Y si no es ese, ¿cuál diría él que es? Sea cual sea la decisión que haya de tomar, ya puede darse prisa en hacerlo y volver a escena cuanto antes, porque los de afuera no parecen dispuestos a permitir que sea él quien marque los tiempos». Es, por lo tanto, una obra deliberadamente no original, sencilla, directa. Se abre con una cita de Coetzee, y puede que ahí resida la clave estilística y, en cierto modo, también temática de la novela: sinceridad, estudio de lo humano, de lo mejor y lo peor, sin miedo a mancharse, con una actitud ética y humanista siempre por delante, para hacer que el lector se mire a sí mismo ante la pregunta eterna: ¿cómo actuar?, ¿qué hacer? Como en algunas novelas de Coetzee, hay un conflicto entre un individuo que intenta ser fiel a unos principios éticos personales, más o menos discutibles (definitivamente no sociales, de ahí la decisión del protagonista de encerrarse, de no hablar, de no explicarse) y un grupo social que se ha formado sumando una serie de individualidades parciales. El grupo, la masa social, es solamente la coincidencia de determinadas circunstancias que coyunturalmente han unido a una serie de personas que solamente tienen en común ese hecho, esa idea, esa circunstancia. Pero, nos parece decir José Manuel Jiménez, he ahí el peligro de las redes sociales, de los linchamientos virtuales y los juicios sumarísimos de esos tribunales improvisados de Twitter (2): su lógica no es la del ser humano, es otra cosa, una bola de nieve de trayectoria errática e imprevisible incluso para las personas que la forman. ————--
(1) No es una novela de tesis, ¿vale? Por otro lado, creo que ya está bien de ese miedo a hablar de “tesis” o de “mensaje” o de “ideología” en la narrativa contemporánea. Hay temas de los que hay que hablar, y la novela es un medio excelente para pensar el mundo, para plantear problemas y analizarlos a través de unos personajes creíbles. De eso va José Manuel Jiménez. De eso va Coetzee, de eso iba Baroja, no sé, por citar autores que considero grandes y que no tuvieron el temor a enfrentar los problemas de manera directa, sin el rodeo o la vacuna de la ironía y la distancia. (2) Hay también una comparación implícita entre las nuevas formas de socialización a través de internet y la opresión de los pequeños pueblos, del mundo rural. Es como si de la expresión “aldea global”, el autor hubiera querido destacar (a través de uno de los personajes que vive en la ciudad huyendo de un pueblo cerrado y violento) cómo las redes sociales pueden resucitar ese ambiente cerrado, opresivo, que en los pueblos pueden ejercer los vecinos, las murmuraciones, la moral tradicional que juzga y condena entre susurros y reuniones siempre a las espaldas de la persona condenada de antemano. La Justicia del Pueblo, o peopleyastizz.org, convierte, en esta novela, a la ciudad en una pequeña aldea de murmuración y condena de la que no se puede escapar. HUGO ARGÜELLES. CUENTOS GRISES (Boria, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Cuentos grises es una colección de diez relatos distribuidos en 90 páginas. Cinco de los nueve relatos están escritos en primera persona y los otros cuatro optan por la tercera. Estos cambios de voz suponen en cierto modo una especie de dualidad en este libro. Por un lado, los relatos en primera persona remiten a un mismo mundo, un mismo personaje, una especie de apuntes de autoficción (pese a que el nombre del narrador protagonista no aparezca explícito). Los relatos en tercera persona, en cambio, aportan la ficción “tradicional” basada en personajes y acciones inventados. En los relatos de “autoficción” encontramos un personaje, una técnica, voz y estilo muy similares: son relatos basados en la anotación, en la observación, en los que la trama casi no existe, ni la acción. Toda la actividad se resume en el paseo (hay muchos paseos, es una especie de Walser triste y existencialista) y el comentario, la anotación, la breve descripción tanto de lo que ve como de su propia mirada. Esa unidad en la falta de acción, en el tipo de comentarios y de actitud vital de los personajes-narradores de estos cinco relatos hace pensar en un mismo personaje que, excepto en el último relato (‘Smart T.V.’, en el que habla de su mujer e hijos) es un joven/maduro que vive solo, que escribe no profesionalmente, que viaja en solitario (hay muchos viajes, muchos relatos parecen notas de cuaderno íntimo de viajero: Dublín, Cartagena, Pirineos, Arlés...), que no encuentra modo de encajar en una sociedad que parece no tener hueco para su individualidad depresiva y artística. Hay también una visión irónica sobre sí mismo, sobre su inadaptación. A pesar de que, en esencia, ese personaje encarna a la perfección en el modelo de artista existencialista inadaptado en una sociedad vulgar y mercantil dominada por la mediocridad y la vulgaridad, el narrador/protagonista evita caer en el patetismo de sentirse gratificado por encarnar ese personaje y juega a la frialdad consigo mismo, a la distancia en los juicios sobre su vida y sobre la de aquellos a quienes observa: Hay parejas de todas las edades paseando por Arlés. Son turistas que miran las fachadas verticales de color. Sólo pienso en las parejas que se aburren como ostras en los viajes porque estoy solo. Estoy aburriéndome a solas, masturbándome en la habitación del hotel o desayunando un cruasán. Decidí hacer este viaje solo porque no tenía a nadie que me acompañara. Los días transcurren lentos con sus invariables ritos alimenticios. No tengo ni idea sobre qué podría visitar o hacer. Cuando entro en unas ruinas lo hago solo mientras el resto camina en grupo. Los miro desde la distancia y no cruzo palabra con nadie. Podría regresar a casa, pero no doy el paso, aunque la situación de viajero fatídico es cada día más insoportable. No es una demostración o una prueba. Tampoco masoquismo. Es una cuestión de adaptabilidad. Soy joven y estoy cansado, pero quiero ser infeliz aquí y allí. [de ‘El viajero experto recorre la Provenza’] El aburrimiento, la soledad, la búsqueda del contacto humano ( a través de la amistad y del sexo, siempre negados, siempre vistos como un imposible, como una realidad paralela a la cual él nunca tiene acceso) la ausencia de horizonte, de expectativa vital más allá de una adaptación a algo que ya sabe que le defraudará de antemano (pareja, trabajo estable, etc.) y que, sin embargo, también le es negada, son los ejes semánticos de estos relatos impresionistas/existencialistas en primera persona, que también juegan a veces a introducir el hecho de la escritura del propio relato, a destacar la distancia entre el yo que escribe y el yo que protagoniza la escritura. La ausencia de trama, de “fábula” en el sentido tradicional del término, lo apuesta todo a la baza de la voz, del tono de ese narrador, de lo acertado de sus observaciones, lo cual es siempre un riesgo que Hugo Argüelles salva con nota, consiguiendo crear un ambiente de desolación y soledad, pero evitando siempre lo cargado, lo sentimental, lo autocompasivo. La rutina y la cotidianeidad vacía de nuestra sociedad aparecen fríamente analizadas, pegadas al corcho del relato con una aguja precisa que no muestra la sangre, pero sí el dolor del pinchazo.
De los relatos en tercera persona, destaca especialmente ‘Sólo leen novelas’. En cierto modo, es el más tradicional, porque hay personajes y una trama, pero es también el que consigue un efecto más poderoso sobre el lector, el que desnuda unos personajes y unos ritos sociales con más dureza y más precisión que los apuntes de observador de los relatos en primera persona. Es uno de esos relatos brutales y perfectos que justifica él solo todo el libro: contundente, preciso, como muestra simplemente el inicio del mismo: El matrimonio Palomeque no tuvo hijos. Habían vivido juntos. Se habían querido el uno al otro. Ella tomaba la píldora. A veces él se desmenuzaba entre sábanas y pieles. No sintieron la llamada del gen. Eran muy tranquilos para todo, y así querían continuar sus vidas. Su boda fue oficiada por una notaria. Eran jóvenes. Hubo pocos testigos. No llamaron a sus padres. Sólo porque les creaba tensión, y ese día era para pasarlo bien. O al menos para sentirse seguros. Estuvo la hermana de Elisa. Tenían el mismo perfil larguirucho, pero en el caso de su hermana éste se acentuaba por una ristra de dientes salientes, que remataban su imagen como un instrumento musical por el que se debía soplar para emitir notas. También les acompañó Carmen. Era una amiga de Elisa que había conocido cuando ambas iban a la guardería. A pesar de lo precoz del encuentro, habían mantenido el contacto y las conversaciones. No se lo contaban todo. Sólo lo más evidente. Su relación era como la lectura de los titulares de un periódico. En el resto de relatos en tercera persona observamos mayor variedad. ‘Radio Song’ es, como el anterior, un relato de corte más tradicional, con personajes y trama. Pese a que es un relato correcto, triste, onettiano, no consigue la altura de ‘Sólo leen novelas’. ‘Juande’ es un híbrido, un relato de comienzo humorístico que termina llevando al personaje a encarnar la figura del perdedor de la que nadie de este libro es capaz de escapar, mientras que ‘Neutralidad benevolente’ es, pese a estar en tercera persona, una especie de variación de la técnica de los relatos en primera persona: es pura observación, desaparece el personaje, que es solo una tercera persona de los verbos, que es una mirada, unas piernas que pasean y registran, sin intentar encontrar significado, sin juzgar, sin comentar, porque es esa idea existencialista de la ausencia la que domina todo el libro, la que sirve de final a ese relato: No se avista nada en la montaña. El sol no se oculta tras ella. Faltan las aves sobrevolando la cúspide. Está muy cerca, sin transmitir nada. Cuentos grises es, en definitiva, un libro recomendable, cuya dualidad de estilos deja buenas sensaciones y ganas de más en ambos. Como libro de “autoficción”, hay muchos aciertos en el tono y la observación de la sociedad y del propio observador; como libro de “fábulas”, con relatos como ‘Sólo leen novelas’, nos deja con ganas de más de esas ficciones frías, brutales, objetivas y un poco crueles que abandonan el “yo”. Y nos hacen también preguntarnos hacia dónde, hacia cuál de esas dos vertientes de la narrativa (ficción o autoficción) se encaminará el siguiente libro de Hugo Argüelles. |
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