LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MÓNICA OJEDA. MANDÍBULA (Candaya, Barcelona, 2018) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Una chica secuestrada en una cabaña en medio del bosque. Un grupo de adolescentes pijas en un colegio del Opus, que se reúnen en un edificio abandonado para contar historias de terror y ponerse pruebas físicamente dolorosas. Una profesora psicológicamente inestable que tiene una relación casi “normanbatesiana” con su madre muerta. Con esos elementos se pueden hacer muchas cosas, casi todas malas, casi todas irrelevantes artísticamente o, en el mejor de los casos, irónicamente posmodernas, intertextuales, llenas de guiños inteligentes. Pero Mónica Ojeda hace una novela de una densidad, emoción y belleza que hace muy difícil ser consciente, durante la lectura, de esos alambres populares o intertextuales, es decir, de los elementos “de género”, que sostienen la abigarrada y precisa escultura que es “Mandíbula”. Creo que lo consigue (olvidar que estamos sobrevolando la literatura “de género”, quiero decir) gracias a tres características que son las que definen a gran parte de las buenas novelas: a) coherencia y riqueza de elementos mítico-simbólicos; b) uso poético del lenguaje (no confundir, por favor, “lenguaje poético” con lenguaje cursi; hablamos de lenguaje preciso, evocador, iluminador -u oscurecedor-, capaz de ir más allá del lenguaje convencional) y, c) por supuesto, habilidad, maestría narrativa desde un punto de vista técnico. Si han leído “Nefando”, tal vez sepan de qué hablo. Y, también, tal vez, duden un poco del último término de esa terna de elementos. En “Nefando” predominaba lo mitico-simbólico y lo poético por encima de lo narrativo. Se trataba de hablar sobre el horror de lo que no se puede decir, de un lenguaje del cuerpo y de indagar (a través de relatos y de imágenes poéticas) en esos espacios prohibidos en los que el placer, el dolor, lo prohibido, la infancia y el sexo se mezclan de forma confusa y culpable. Sobre esa idea, la novela lo confiaba todo a una estructura narrativa débil (entiéndase “débil” sin contenido peyorativo, como una opción novelesca tan válida como cualquier otra, gran parte de mis novelas preferidas son “débiles”), poética, con poco desarrollo narrativo: unos compañeros de piso (como estancias-relato independientes), un videojuego, una novela-dentro-de-la-novela erótica “a lo Bataille” de adolescentes crueles y perversos. Todos esos elementos funcionaban (y muy bien) por yuxtaposición, por lógica simbólica y poética, más que por lógica narrativa. En “Mandíbula”, en cambio, hay un desarrollo narrativo complejo y perfecto. Una disimulada pero eficaz estructura de thriller, que maneja los mecanismos del deseo del lector, pero de una forma nada grosera ni evidente, manteniendo ese mismo fondo poético-simbólico de “Nefando”. Y todo ello sin perder ni un ápice de esa capacidad “nefandiana” de sugerir el horror, de mantener al lector en el filo del lenguaje, de abrirle puertas a espacios que solo la poesía –la literatura- puede abrir. Pero antes de hablar de los elementos narrativos, centrémonos un poco en los elementos mítico-simbólicos que sustentan “Mandíbula” y que tienen cierta relación con los de “Nefando”. “Su imaginación es muscular, está unida a su esqueleto y es, no sé, real. Es algo que se mueve”. Especialmente importante es la idea del cuerpo. El cuerpo como elemento identitario complejo, conflictivo, que parece estar ausente, o no encajar, en un lenguaje que tiene su base en el “alma”, en la idea, en la abstracción de lo eterno e ideal. Ese tema, recurrente en “Nefando”, vuelve a aparecer en “Mandíbula” (“Toda mujer y todo hombre lleva por dentro un nuevo round de la mítica pelea entre la lógica de la mente y la lógica de los sentidos”). Además, esa dualidad tiene un reflejo en la topologia simbólica: el espacio del colegio del Opus frente al espacio del edificio abandonado. En el colegio se enseña la cultura, el lenguaje (casi siempre se habla de clases de Lengua y Literatura) y las normas estrictas que prohíben el cuerpo, el sexo; es decir, la ley de la sociedad y de la religión de un dios de la forma, un dios de las costumbres y un dios del alma pura e inmortal. Pero esas chicas reciben una educación paralela en el otro gran espacio de la novela: un edificio abandonado rodeado e invadido por la selva, por los manglares. El edificio está lleno de insectos, de sapos, de serpientes, de todo tipo de reptiles: aparece incluso un cocodrilo, para completar una simbología del arquetipo de lo primitivo más ajeno a lo humano que solo aparece en el inconsciente colectivo onírico. En ese edificio abandonado, las chicas se reúnen para contar historias de terror, para convocar al “Dios blanco”, para herir sus cuerpos y ver brotar su propia sangre. Ese “Dios blanco” se convierte en el gran referente mítico de toda la novela: el blanco como color de la pureza destinada a ser manchada, el blanco como color de lo informe, el blanco como color de la adolescencia, donde la pureza infantil empieza a ser pervertida por el dominio del cuerpo y sus cambios que anuncian y hacen presente lo que se quiere olvidar a toda costa: el blanco horror de la muerte, de la desaparición absoluta. En este sentido, alguien ha dicho, con acierto, que “Mandíbula” es una novela de formación, y una novela de deformación. Lo que tiene forma y lo que no la tiene. El lenguaje-razón de la escuela frente al relato de terror, la poesía-cuerpo, y la oración al dios blanco (tres lenguajes no racionales) que dominan en el edificio abandonado. El instituto es el lugar en el que se quieren formar los cuerpos y las almas bajo la batuta del dios de la sociedad y del dios cristiano, el dios del alma que niega el cuerpo y que busca la forma definitiva, adulta y reconocible. El edificio abandonado y selvático es el lugar en el que Annelise quiere mantener abierto ese espacio del horror de la adolescencia, de lo que no tiene forma, ni cara, ni lenguaje, solamente relato, poesía, oración, mito: espacio de lo salvaje y de lo animal, del daño, el cuerpo y la muerte. Por otro lado, dentro de los elementos míticos y simbólicos de la novela, también es esencial la idea de lo femenino: la madre y la hija. La relacion materno-filial es la clave del personaje (grandísimo personaje) de Miss Clara, pero Mónica Ojeda extiende los elementos simbólicos a toda la novela: no los ciñe a un solo personaje o solo trama, todo se difunde y se extiende poéticamente al resto de tramas y espacios de la novela: la relación madre-hija, la madre que devora a la hija y la hija que devora a la madre, el parto, la gestación, el útero-mandíbula...son “topoi” simbólicos que hacen avanzar los elementos narrativos y definen las acciones y la psicología de todos los personajes. En cuanto a lo puramente narrativo, hay que quitarse el sombrero ante Ojeda. Esta novela parece tocada por la gracia en todo momento: siempre parece elegir la forma más adecuada para introducir y dosificar la información, para narrar el pasado de los personajes y para mantener la emoción o la intriga de las acciones en curso. Siempre parece elegir la voz y el tono adecuados a cada escena, a cada personaje, a cada situación. Así, por ejemplo, las escenas de la chica secuestrada en la cabaña se cuentan con una voz en tercera persona no omnisciente, estrictamente limitada a la percepción de Fernanda, constituyendo un relato plenamente sensorial (muy en relación con lo que hemos dicho antes del conflicto cuerpo/lenguaje/identidad), que mantiene la tensión de lo que no se ve, de lo que no se sabe, de lo que se presiente. En los fragmentos protagonizados por el grupo de chicas, tanto en el colegio como en el edificio abandonado, o en otras inolvidables escenas como la de la fiesta de universitarios, Ojeda maneja con una maestría total la técnica del “collage” o “zapping” narrativo, manteniendo varios relatos simultáneos. Sobre una situación “presente”, intercala otros segmentos narrativos (aparentemente sin relación directa con esa situación “presente”) con los que consigue una complejidad y densidad emocional y narrativa que funciona a la perfección. Consigue así configurar la estructura del capítulo como un “crescendo” en el que unos segmentos narrativos comunican con otros a nivel simbólico, emocional, casi rítmico, para llevar ir llevando al lector hacia el final climático del capítulo y dejarlo con ganas de aplaudir. Para las secuencias de la profesora, Clara, suele elegir una técnica que me recuerda mucho a ciertos pasajes de Foster Wallace. Esto es especialmente visible en dos capítulos magistrales: la entrevista de trabajo en el colegio del Opus y el primer día de clase. La técnica a la que me refiero consiste en plantear una situación presente (la entrevista, el primer día de clase) cargada de detalles sensoriales y descriptivos y, sobre ese eje “presente”, ir desvelando una historia de sufrimiento y “extrañeza” personal que va tomando cuerpo a través de todo tipo de paréntesis, digresiones, aclaraciones, cargadas ellas también de análisis sociológico, histórico, que consiguen que todo se vaya haciendo denso y complejo. En este estilo, narrar es analizar. Hay una parálisis, una inmovilidad que se asocia a una hiperconsciencia analítica a través de la que se informa de la relación madre-hija, del sistema educativo, y de un acontecimiento extraño y revelador que define esencialmente al personaje (el secuestro que sufrió a manos de unas adolescentes). Además de todas estas técnicas, es también un acierto la introducción de multitud de breves diálogos, a veces de tono poético, otras veces de tipo analítico (como las entrevistas de Fernanda con su terapeuta) que sirven para ir introduciendo información, a veces simbólica, a veces emocional, a veces analítica, de forma siempre natural. Además de todas estas técnicas, es también un acierto la introducción de multitud de breves diálogos, a veces de tono poético, otras veces de tipo analítico (como las entrevistas de Fernanda con su terapeuta) que sirven para ir introduciendo información, a veces simbólica, a veces emocional, a veces analítica, de forma siempre natural.
Solamente le pondría una pega a todo este magistral entramado narrativo que Mónica Ojeda ha construido en “Mandíbula”. Una pequeña pega, en realidad, que no puede afectar a una novela que funciona con tanta eficacia: me refiero al capítulo XXI, a ese ensayo que Annelise entrega a su profesora de Literatura, en el que explica y teoriza la mitología del “Dios blanco”, poniéndola en relación con toda una tradición de literatura de terror: Lovecraft, Poe, Machen, Melville, Mary Shelley. Creo que esa “racionalización” de un sustrato simbólico que estaba funcionando como eje generador de misterio y de horror de forma perfecta no necesitaba de esa justificación cultural o literaria. De hecho, como dice la propia chica en ese ensayo, creo que no era necesario, “porque para hablar del horror blanco necesitamos una revelación de lo que no puede conocerse: una claridad enmudecedora.” Con todo lo dicho, está claro que mi recomendación es clara: lean “Mandíbula”, lean “Nefando”, y esperen con impaciencia la próxima publicación de Mónica Ojeda. Esperen con esa impaciencia que te hace preguntarte: ¿hasta dónde puede llegar?, ¿qué será lo próximo?
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JUAN JOSÉ BECERRA. EL ESPECTÁCULO DEL TIEMPO (Candaya, Barcelona, 2016) por JAVIER MORENO Leí con enorme placer La interpretación de un libro, la primera novela publicada por Juan José Becerra en España, también en Candaya. Dicha novela me dio a conocer a un autor que poseía muchas de las cualidades que valoro como lector: expresión brillante, humor y, lo más importante, talento, ese imponderable que algunos reciben como don y que otros persiguen sin éxito durante toda su vida. El espectáculo del tiempo está constituida por una sucesión de fragmentos donde se narran las vicisitudes de una serie de personajes (amigos, amantes, familiares) que orbitan alrededor del narrador y al tiempo principal personaje, Juan Guerra. Lo primero que llama la atención es la estructura del libro. Todos los capítulos tienen como título un número, precisamente el año en el que transcurre la acción. La peculiaridad es que dichos capítulos no siguen un orden cronológico, sino que andan desbarajados, con lo cual el lector debe habituarse a los viajes temporales, hacia adelante y hacia atrás, cosa a la que por otra parte uno se acostumbra sin demasiado esfuerzo. Incluso hay capítulos que corresponden a una descripción de los orígenes del universo, así como otros en los que se narran supuestas escenas de un futuro más o menos lejano, un procedimiento (el del viaje en el tiempo y la contextualización de los personajes en el ámbito de la historia natural o la descripción científica) que recuerda al de autores como el danés Peter Adolphsen. El lector curioso se preguntará —legítimamente— hasta qué punto la vida de Juan Guerra se corresponde con la del propio autor Juan José Becerra. El autor juega premeditadamente con la ambigüedad y en ningún momento hace explícito el pacto autobiográfico, tal vez por innecesario, tal vez por desconfianza respecto a su propia biografía. Sospecho que en la batalla entre ficción y biografía en El espectáculo del tiempo es la primera la que se lleva el gato al agua. De hecho, Juan Guerra resulta a un tiempo tan singular y tan corriente como cualquiera de nosotros. Su principal singularidad radica en haber regentado una sala de cine (los cines Lumière) y en haber decidido finalmente contar esta historia que llega hasta nosotros en forma de novela. El punto fuerte de este libro no será por tanto el retrato de una ‘vida ejemplar’ en ninguno de los sentidos que queramos otorgar a la expresión, sino el modo en el que se nos cuentan esas cosas corrientes que son charlar con los amigos o follar con las amantes. La noticia, por poner un ejemplo, no es el sexo —muy explícito— de esta novela, sino cómo se narran dichas escenas de sexo. El sexo es un ingrediente de El espectáculo del tiempo, uno de muchos. Puesto que de lo que se trata es de componer un retrato —si quiera fragmentado— de una vida, habrán de comparecer el amor, la amistad, los odios, la relación con los padres (el padre, en este caso), el fútbol, el cine... Casi todo menos la literatura, omitida no sabemos si voluntaria o involuntariamente por el autor. Salvo alguna mención a Borges (un viejo choto a juicio del padre del protagonista) las referencias a la literatura son nulas, lo cual aleja esta novela de otras muchas cuyos protagonistas son escritores que reflexionan sobre su oficio (quizás porque Juan José Becerra ya cumplió con esta papeleta con creces en su anterior novela). Pero no solo se recrea aquí una posible biografía, sino que también aparecen capítulos que nos hacen viajar en el tiempo para asistir a los desvelos y rivalidades de los hermanos Lumière o, como ya dijimos antes, a los primeros instantes del universo.
El estilo ha de ser necesariamente el verdadero protagonista de esta novela. Uno no lee más de quinientas páginas de peripecias emocionales y deportivas de un sujeto cotidiano a no ser que esos nutrientes más o menos convencionales vengan aderezados por las mejores esencias de la literatura. Afortunadamente ese es el caso. De este modo Juan José Becerra consigue hacer de cada capítulo una aventura y de la novela al completo un menú de degustación apto para los paladares más exigentes. La impresión final tras la lectura de esta novela es la de haber completado un puzle cuya imagen corresponde a la vida de ese narrador, cuya vinculación con el autor poco nos importa. A quién le interesa la vaca cuando uno disfruta comiendo su hamburguesa. MIGUEL SERRANO LARRAZ. RÉPLICA (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Réplica es el último libro de relatos del zaragozano Miguel Serrano, después de su exitosa novela Autopsia. Consta de doce relatos en los que no hay una unidad temática o estilística evidente, es decir, que es una “colección de cuentos” al estilo tradicional, como también lo fue Órbita, su primer libro de relatos. No obstante, al terminar la lectura, pese a la diversidad de personajes y de voces narrativas, queda un inevitable poso de unidad. Por un lado, unidad de estilo en el protagonismo de la voz como elemento central del relato (por encima de la trama o de la caracterización de personajes); por otro lado, unidad también en los temas: la identidad, la simultaneidad, la percepción del mundo o de uno mismo como algo múltiple y simultáneo que encuentra dificultad para encajar en lo sucesivo del relato temporal basado en la causa y el efecto. Serrano incorpora esa cuestión temática o filosófica a la misma esencia formal y estructural de los relatos, porque convierte esa dificultad en voz, en ritmo, en narración, y ahí está el mayor acierto de este libro, la magia de Miguel Serrano. Cada relato de Réplica nos sitúa en ese punto en el que una ficción comienza, donde todo es posible, donde el lector se está preguntando todo el tiempo qué es esto, dónde estoy, cómo es este mundo. Y Miguel Serrano consigue mantener esa gozosa suspensión. Y no me estoy refiriendo a literatura fantástica, a mundos alternativos. Es la realidad, la representación, la mirada, la voz. Cada relato es una voz que mira el mundo y (no) lo entiende a su manera. Y puesto que estos personajes no terminan de entender el mundo, arrancan su propio discurso, un discurso que no es un esquema racional, un planteamiento, sino un ritmo que suele ser un movimiento de avance y negación, de prólogo, de nota al pie, de corrección. El oficio del lector es el de la racionalidad, el de la comprensión, el de la reducción de ese material ajeno a un esquema propio, reconocible. El oficio de las voces que hilan los relatos de Réplica es el mismo y el contrario: hay una lucha constante entre los personajes de Réplica y el lector, porque nunca nos van a dar lo que esperamos, porque siempre lo van a retrasar, siempre va a haber una digresión, una corrección, un meandro inesperado, y esa lucha que se da entre lector y relato suele ser la misma que mantienen los personajes para adecuar la percepción a la interpretación. Ven cosas, les pasan cosas, y su interpretación, el “relato” en el que ellos intentan insertar esos hechos o percepciones o recuerdos, suele ser crítico, inesperado, perplejo casi siempre. Así le ocurre, por ejemplo, al protagonista de ‘Oxitocina’, incapaz de distinguir dos patos de peluche, viviendo como observador y fracasado intérprete de una realidad que habla un lenguaje que no entiende, cuyos códigos son sin embargo transparentes para su pequeña sobrina. O como le sucede a la protagonista de ‘Central’, cuya percepción del movimiento es inversa, es decir, ella siente que está siempre quieta, y que es el mundo lo que se mueve a su alrededor. Percepción, representación, interpretación, realidad, eso es lo que siempre está en juego en estos relatos: Una vez uno de los profesores de Berlín les contó en clase que el vidrio en realidad era un líquido subenfriado, no un sólido, pero que tenía una viscosidad muy alta, tardaba muchísimo en fluir, y por eso no nos dábamos cuenta de sus propiedades líquidas. Si introdujésemos un trozo de vidrio dentro de un recipiente verdaderamente sólido, les dijo, el vidrio, como sucede con el agua, por ejemplo, o con la cerveza, acabaría adaptándose a la forma del recipiente debido a la gravedad. Eso sí, a temperatura ambiente el proceso tardaría muchos años en completarse. (‘Central’) Lo que he dicho de estos dos relatos, esa especie de paradoja perceptiva sobre la que reposa la trama, puede hacer pensar al lector de esta reseña que se trata de un libro de cuentos paradójicos, borgeanos, de ideas o abstracciones. Otro escritor tal vez podría haberlos hecho, con esas ideas, pero Miguel Serrano construye siempre vidas, impresiones, tiempo, recuerdos, emociones. Identidad y simultaneidad, dijimos que eran temas centrales, subterráneos, que están por todas partes. Por eso, cada relato es también una vida, y una voz, que se mueve alrededor de ese núcleo paradójico que pone en marcha el intento del personaje por entender la realidad multiforme, irreductible, a la que es arrojado. Tal vez el ejemplo más divertido y dramático de estos personajes sea el protagonista de ‘El payaso’, un escritor convencido de que su literatura es humorística, mientras que lectores y críticos ensalzan la valentía, la crudeza y la desesperación que sus obras transmiten. Y es que el humor, siempre sutil, está también muy presente en este libro. Un humor que puede recordar a Aira, como en el relato más “airano” del libro (‘Azrael’), por esa tensión entre la perplejidad y la naturalidad con la que los personajes se asumen a sí mismos, sus extrañezas, así como las incoherencias de la realidad exterior. Por otra parte, el ejemplo más evidente de ese estilo digresivo, en el que las “ideas” (aquellos elementos de percepción paradójica o recuerdos traumáticos o convencionalmente “cargados” de significado narrativo en la construcción de personaje) quedan sometidas, subordinadas a la propia voz del discurso digresivo que se convierte en el verdadero centro de la narración, sea ‘La disolución’, otra de las joyas de este libro, una mezcla perfecta de una voz digresiva y plural que entremezcla recuerdos de infancia dominados por unos extravagantes padres y trufado de anécdotas paradójicas, inolvidables, en las que, una vez más, la identidad y la simultaneidad, la percepción del mundo y su reducción al relato, son los pilares que sostienen la narración. El tema de la simultaneidad tiene protagonismo casi exclusivo en ‘Logos’, donde Serrano plantea un futuro en el que la linealidad temporal desaparece, y una especie de estudioso de la antigüedad (es decir, de nosotros, de nuestro tiempo) intenta hacerse entender, con poco éxito, sin recurrir a esa visión simultánea, no lineal, que el futuro ha desarrollado y que nosotros no podemos siquiera imaginar, dominados por lo sucesivo y lineal. El último relato, el que da nombre al volumen, ilustra muy bien esa técnica que no parece una técnica, que se percibe con una naturalidad absoluta, la naturalidad del discurso que habla, que (se) piensa mientras intenta encajar en una realidad incomprensible. Este relato insiste en la identidad, el otro “gran tema” (perdón) y recurre a un elemento casi fantástico como motivo central: el protagonista es continuamente confundido con todo tipo de personajes “famosos”, desde Kenny G hasta Santiago Segura, pasando por Enrique Bunbury. Pero el tema de la identidad no se resuelve en esa contradicción más o menos evidente de “la percepción que uno tiene de sí mismo vs. la percepción que los demás”, sino que Serrano deja que esa voz se expanda, que avance y retroceda sobre las anécdotas de las distintas “confusiones”, para entregar un relato en el que el pasado, las distintas etapas vitales, la música, la cultura, la sociedad y la propia biografía del protagonista son las que van conformando el auténtico relato de una identidad que es también generacional, de una generación llena de nombres, de grupos de música, de artistas, de referentes, para unos jóvenes cuya juventud se alarga hasta los cuarenta, una juventud perdida, buscando una identidad en la esquizofrenia infinita del capitalismo, de la sociedad del espectáculo, intentando salir de la alienación de vivir en una España que es solo un fondo sobre el que la cultura sajona, norteamericana, extranjera, en cualquier caso, se sobrepone de forma extraña, grotesca: Parecíamos, todos nosotros, drogados, ajenos. Vi la figura de Bunbury, a lo lejos, una presencia imprecisa que entraba después y se situaba en el centro. Un muñequito, en el fondo, o un monigote, sin aura, simplemente un bulto sin rasgos en un océano de bultos sin rasgos. ¿Para eso había ido hasta allí? Aquel bulto llevaba un sombrero de cowboy y se movía por el escenario, y podíamos imaginar que la voz que nos agarraba a todos en el fondo del pecho era la suya. La gente gritaba, o bailaba, toda la plaza se movía de un lado a otro, pero todo su ruido, toda su intención de individualizarse, de sobreponerse, quedaba derrotada por los músicos, que tenían la tecnología y la electricidad de su parte y nos abrumaban. Reconocí alguna melodía. Recuerdo que entre canción y canción la música paraba y él, Bunbury, contaba alguna cosa, hablaba de camaradería, o de hermandad, de lo contento que estaba, de algo que no tenía sentido verbalizar, y la gente que había a mi alrededor le gritaba: ¡Cállate y canta! Había un ambiente festivo, de euforia desatada. Pensé en la glorificación del rock ajeno, lejano, y en la burla hacia lo próximo, lo accesible. La extrañeza de Benasque en lugar de Nashville, de ese “también extraño en mi tierra” que cantaba Bunbury en alguna canción, y que los seguidores de aquella tarde corearon a voz en grito. También extraño en mi tierra, canta el cantante ante miles y miles de personas, y todos corean con él, todos se sienten extraños en su tierra cantando la misma canción de la extrañeza.
Para terminar: lean Réplica, lean Autopsia, lean a Miguel Serrano, porque es uno de los grandes, porque su literatura nos toca de forma directa, inteligente y sensible, y lo hace de una forma original sin pretensión de originalidad, que es lo más difícil; y él lo hace como quien respira, como quien, simplemente, cuenta cosas. LEONARDO CANO. LA EDAD MEDIA (Candaya, Barcelona, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Como en las mejores ofertas de Carrefour, Leonardo Cano nos ofrece un 3x1 en este impresionante debut en el género de la novela. Son tres novelas en una, con todas las consecuencias. Es decir, que no es un ensamblaje de tres nouvelles para colárnosla como una novela, sino que es una misma historia, con unos mismos personajes, pero con tres narradores distintos y tres estilos completamente diferenciados, en un alarde de dominio de técnicas narrativas que no acostumbramos a ver en una primera novela. Por un lado, encontraremos una historia de high school, con un narrador en primera persona del plural que, en mi opinión, es uno de los mayores aciertos de esta obra. Este nosotros relata las aventuras de tres estudiantes en un centro de enseñanza privado-concertado religioso. Utiliza un tono oral y poético, contagioso y rítmico, lleno de expresiones de la época (ochentas y noventas) que por un lado hará las delicias de los adictos a “Yo estudié EGB”; pero no hay en esos elementos nostálgicos nada de complacencia: el autor convierte ese nosotros en una maquinaria ideológica perversa, aniquiladora: una máquina de incluir y, sobre todo de excluir. Ese narrador en primera persona del plural contiene, de una manera implícita y sutil, toda una escala de valores dominada por el clasismo, el machismo, el culto al éxito y el dinero, así como el desprecio por todo aquel que no sea nosotros, que queda rápidamente humillado, apartado, ninguneado. Esa Bildungsroman que contiene La edad media tiene su continuación en las otras dos novelas que forman el 3x1. Una de ellas está narrada íntegramente a través de un chat entre uno de los chicos de ese instituto, ya adulto, y su novia. Aquí otra vez Leonardo Cano muestra su pericia narrativa al dominar perfectamente la técnica de la elipisis. El lector asiste a los mensajes cruzados de estos dos jóvenes adultos, pero el autor nunca cae en lo obvio de ir dosificando torpemente la información al lector, sino que respeta absolutamente la esencia del chat, dejando que los mensajes cruzados vayan girando alrededor de la elipsis central. En ese hueco no narrado, referido siempre tangencialmente a través de mensajes amorosos, la ideología que el nosotros del colegio había imprimido a sus estudiantes aflora continuamente en la madurez de los mismos.
La tercera novela del pack utiliza, para relatar la historia adulta de otro de los estudiantes de ese colegio, un narrador completamente objetivo, frío, que nunca entra en el relato de emociones o pensamientos de su protagonista. Es este un tipo de narración que puede recordar a Easton Ellis, y donde una vez más Leonardo Cano se muestra firme, respetando siempre de forma escrupulosa la perspectiva y la voz que ha elegido y, que una vez más, no deja de ser un reflejo de aquella ideología del nosotros del colegio religioso privado. Para terminar, solo diré que estamos ante una de las mejores novelas publicadas este año, con el agravante de que es un debut, y que nos deja deseando ver qué será lo siguiente que nos entregue este autor. Además, con esta novela, Candaya se consolida como la editorial con más olfato para descubrir nuevos talentos y sigue engrosando un catálogo plagado de aciertos. ÁNGEL GRACIA. CAMPO ROJO (Candaya, Barcelona, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO CENIZAS DEL NOVICIADO VITAL La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo. Don DeLillo Punto omega ¿Es posible huir de la infancia, olvidar la humillación, la desorientación, el tempo presto en el que se forja aquello que actualmente llamamos “identidad”? Y, más aún, ¿cómo vuelve?, ¿quema?, ¿llama a la nostalgia?, ¿surge como mera anécdota? Quizá nunca lo sepamos con certeza, pero temas como la memoria, la temporalidad o la identidad están en el centro del debate que se ha generado en la última década en ensayos como Homo sampler de Eloy Fernández Porta, La Guerra Civil como moda literaria de David Becerra o El tiempo de lo visual. La imagen en la historia de Keith Moxey. Quizá, repetiríamos para asegurar, nunca lleguemos a conocer del todo nuestra relación con nuestro entorno temporal, pero es indudable que en casos como el de Campo rojo la literatura ayuda y conecta, desde luego, con aquello que perdemos y posteriormente anhelamos, con la evidencia que necesitamos para darle un sentido al puzzle que ya, en la madurez, intentamos resolver. La editorial Candaya, de este modo, refuerza con la publicación de esta novela la recuperación del pasado en diversas facetas, como pueden ser la política (Anatomía de la memoria de Eduardo Ruiz Sosa; El anticuario de Gustavo Faverón) y la traumática o nostálgica (Autopsia de Miguel Serrano Larraz). Todas ellas, además, tienen como tema central el ejercicio desmedido de la violencia, que acaba por desestabilizar emocionalmente a sus protagonistas de un modo irreparable. Los personajes buscan, pero no encuentran debido a su deslocalización, quedan “tocados” para la posteridad como les ocurre a las atmósferas de Un buen chico de Javier Gutiérrez, Cicatriz de Sara Mesa o El límite inferior de Nere Basabe. El suceso tiene un origen: la infancia. Ángel Gracia compone una novela coral, llena de matices, en las que los personajes luchan por salir lo más indemnes posibles de un contexto árido, destruido con anterioridad, en el que no es posible rescatar nada, claro, salvo el futuro. En un tono directo, alejado de grandes frases o reflexiones, el Gafarras cataloga sus fracasos, su incapacidad para hacer frente a la vida: «eres un pelele en sus manos, no se puede caer más bajo. Lo peor que te puede pasar en este mundo es que alguien se burle de ti» (p. 17). Dominado por el miedo a destacar de alguna forma, de arriesgarse a una paliza siempre injusta, al final acaba avergonzado por cualquier cosa, queda herido por cada variable que no es capaz de controlar: «tu madre, sus decisiones, te hacen a menudo sentir culpable» (p. 25). La violencia y el miedo son las dinámicas que empujan al Gafarras a intentar salir del círculo desmedido de sus compañeros de clase, liderados a su vez por un capo que toma las decisiones («el Farute no toma partido por ninguno de sus esbirros. Calla y exhibe el poder de su silencio», p. 168). Sin embargo, con el progreso de la historia las dinámicas cambian, las bromas se van intensificando, cobran matices serios, dejando las buenas notas, los estudios o los problemas cotidianos en un segundo plano. Hacia la mitad de la novela la narración se va despojando de la complicidad con el lector, de la risa hacia las bromas pesadas, para transformarse en una bomba de relojería que, cargada día a día, explotará en el momento menos pensado. Las sensaciones, las bromas, algo repetitivas, se van estrechando y ahogan a los personajes con la propia vida, el punto sin retorno, hasta llegan a contagiar a su principal protagonista: «si por fin le pegan, será uno de los momentos más felices de tu vida. Solo deseas que no suceda demasiado rápido, que puedas regodearte en cada hostia que reciba» (p. 188).
No obstante, ¿podríamos decir que estamos ante un libro generacional de los años 80? Aquella década podría parecer muy diferente a la de ahora con el triunfo de internet, los nuevos términos como bullyng y una cierta concienciación social, pero reducir a aquellos años el intenso argumento de la novela sería, en todo caso, una acción malograda, un intento por constreñir la barbarie alojada en la naturaleza humana. Campo rojo, el contexto lo es todo. Frente a construcciones sociales más o menos kitsch, banales, o superficiales (cada uno puede elegir su término preferido) fabricadas en obras como Yo fui a EGB, una mercantilización de la nostalgia encubierta, la novela de Ángel Gracia muestra las terribles infancias que se suceden a cada segundo por todo el mundo, rehace, en todo caso, y muestra todo aquello que no queremos recordar, que no queremos mirar: la cara siniestra de la vida, la necesidad de mecanismos que solucionen estas situaciones. Ángel Gracia, a quien es fácil imaginar como el Gafarras, dibuja una infancia nada nostálgica, dura, difícil de relatar, y pasajera, en cierto modo, triunfante frente a las adversidades, a la teoría de que, como el loto, la sangre también ayuda al crecimiento: aunque todo suceda tan deprisa que lo que quede al final sean cenizas, fotografías de una obra teatral cuyos personajes son irreconocibles, el pasado importa, importa porque incide en el presente y, al fin y al cabo, en la construcción de algo supuestamente “mejor”. Muy felices, muy entusiastas, muy psicóticos, las contradicciones explotan, la mascarada se diluye, el viento sopla en todas direcciones, pero siempre permanecerá la resistencia con la que afrontamos aquello a lo que vagamente le damos valor, la vida: «por la música que se nos roba en la infancia y no vuelve, salvo como vuelve en ruido lo perdido, por el primer beso que se recuerda, por el último que olvidas» (Agustín Fernández Mallo, Carne de píxel, p. 26). KOBO ABE. IDÉNTICO AL SER HUMANO (Candaya, Barcelona, 2010) por PEDRO PUJANTE Leer a Kobo Abe (1924-1993) produce la extraña sensación de que en la literatura, mundo subterráneo que todo lo comunica, no hay aduanas ni extranjerías. Y esa sensación es debida a que algunos grandes autores como el tokiota son capaces de catalizar las perturbaciones, desasosiegos e incertidumbres que acosan a todo ser humano desde lo nimio y particular. Como Borges, que encontró el universo en el hueco de una escalera; como Cervantes, que inventó el antihéroe moderno mediante un hidalgo de un pueblo sin nombre. Idéntico al ser humano fue publicada en 1967; es una novela corta, de lectura fácil, pero de difícil asimilación. Digamos que de una densidad disimulada por una aparente frivolidad. La historia es estrafalaria, imprevisible y con grandes dosis de ironía. Un presentador radiofónico, que tiene un programa titulado Hola, marciano sufre un varapalo cuando un cohete espacial despega destino a Marte. Como su espacio de radio se basa en un supuesto fantástico, a base de conversaciones con un inexistente marciano, la noticia de la llegada del hombre a Marte amenaza con desbaratar todo su ‘mundo ficticio’. Estando el abatido narrador en su casa recibe la visita de un hombre que dice provenir de Marte. A partir de esta peculiar premisa, la novela consistirá en un tour de force entre los dos interlocutores. El uno, tratando de demostrar que en realidad es un extraterrestre. El otro, empeñado en refutar a su adversario. Los derroteros de la conversación y la trama se irán enrareciendo en un diálogo de lo más disparatado y zigzagueante. Ambos, testarudos y afianzados en su parcela de razón, enfocarán su discurso para tratar de desmontar el de su oponente. Pero, lejos de presentarnos Abe un combate dialéctico lógico, coherente y previsible, el lector se verá sumido en un caos absurdo, repleto de recovecos y sorpresas, giros verbales vertiginosos y desquiciantes situaciones surrealistas. En algún momento la escena nos recuerda a esa novela de Tomeo, Amado monstruo, en la que dos hombres conversaban en una extraña entrevista de trabajo, y en el transcurso, sus fantasmas y obsesiones afloraban. De forma análoga en Idéntico al ser humano los laberintos psicológicos de los dos protagonistas irán, como cebollas mentales, deshojando un sinfín de pliegues, verdades, excentricidades, propuestas inusuales y muchas mentiras. El lector no sabrá hasta qué punto lo que dice el supuesto alienígena está revestido de veracidad o no. De hecho uno de los asuntos capitales en la novela es la verdad, la realidad y las apariencias.
En esta novela, a diferencia de otras obras de Abe, la ironía afecta a toda la narración y consigue distanciarnos engañosamente de los problemas que en ella se abordan. El visitante que afirma provenir de Marte variará su discurso cuando se vea en un callejón sin salida, pero no por ello dejará de parecer menos elocuente. De hecho, su capacidad para la dialéctica nos hará dudar de si estamos ante un lunático o ante un verdadero marciano. Y si es un marciano, ¿cuáles son sus intenciones? Pienso, tras la lectura, en una película de Kevin Spacey, no su mejor película pero sí muy afín al espíritu de esta novela: K-Pax. En ella Spacey interpretaba a un hombre que pretendía ser de otro mundo, de otra galaxia. No sabemos al término de la cinta si hemos sido testigos de un drama sobre el delirio de un chiflado o si hemos visionado una verdadera película de ciencia ficción. Aquí ocurre algo parecido. Pero con un desenlace más delirante e inesperado que el amante de finales tortuosos aplaudirá, sin duda. Como apunté al principio, esta nouvelle se lee fácil pero no por ello es una obra ligera. Kobo Abe plantea grandes interrogantes que son de orden universal: la identidad, la realidad, la asfixia del mundo en el que vivimos, las apariencias, la locura, el éxito o el descrédito. Y en ese equilibrio perfecto que se establece entre narración divertida, prosa de factura precisa y píldoras para reflexionar encuentra la armonía esta pequeña joya de la literatura japonesa. Miguel Serrano Larraz. Autopsia (Candaya, Barcelona, 2013) por ANTONIO GALIMANY Entre las diferentes obsesiones o manías que asume el narrador de Autopsia, me interesa puntualmente su preocupación por el estereotipo, por los tópicos del pensamiento y del lenguaje. El lugar común: esa rueda de auxilio poco fiable en el automóvil de cualquier escritor. Hay un pasaje que contiene una estupenda intuición al respecto y que, como efecto colateral, constituye evidencia suficiente del formidable escritor que es Miguel Serrano Larraz. «Le digo a Mensajero —escribe el narrador de la novela— que siento el libro como algo muy lejano, ajeno. Mi comentario es tan estereotipado que dobla la distancia, la hace casi insoportable, de tan lejana. Los lugares comunes nos sacan de nuestro cuerpo, de nuestro nombre, y nos arrojan a la fosa común del idioma, del pensamiento compartido o heredado». Si hay una escritura tópica, de hecho, esa es la del reseñismo, la del comentario, la del periodismo. Nos entrenan para ejecutarla y, en ocasiones, lo hacemos implacablemente. Lo prueban las notas que tomé mientras leía la novela: Autopsia es una novela sobre la culpa y la muerte y la amistad. Sobre la violencia y la venganza y la humillación. Una novela sobre el amor y el sexo y el fin del amor. Una educación sentimental, un volumen de memorias anticipadas, un monólogo febril. Autopsia es una novela sobre los padres y sobre los hijos, y sobre esos hijos convertidos en padres. Sobre la infancia y la adolescencia y el tránsito súbito hacia la madurez. Sobre la crueldad y sobre el dolor. Una novela de aprendizaje o de iniciación, una novela generacional, un elaborado ejercicio de autoficción o de metaficción. Autopsia es una novela sobre la admiración y sobre los ídolos y sobre los héroes. Sobre la noche, sobre la experiencia con las drogas, sobre el alcohol. Sobre la música, sobre el rock, sobre el arte y el artista. Una novela sobre la intimidad, y sobre las redes sociales e internet. Sobre las fiestas, y las discos y los bares. Sobre la intrascendencia, sobre el tedio, sobre la incomunicación. Autopsia es una novela sobre una ciudad de provincias: Zaragoza. Sobre la contracultura, y sobre las tribus urbanas y sobre clases sociales enfrentadas. Sobre la intolerancia y la irracionalidad y el miedo. También sobre el arrepentimiento, sobre la vergüenza. Autopsia es una novela sobre la incidencia de una novela y sobre la inclemencia de los escritores y sobre la inevitabilidad de la literatura. Y es que Autopsia es una novela magnética y agobiante a partes iguales pero, sobre todo, es una novela difícil de reducir. (Por cierto: creo que, en este sentido, Miguel Serrano ha construido una trampa de osos para críticos y reseñistas.) Su estructura digresiva y de acumulación habilita una serie de lecturas complementarias difíciles de agotar por completo. Comentar Autopsia brevemente, implica tomar una decisión: elegir una o dos de esas lecturas posibles y avanzar en esa dirección. Eso es lo que haré. Autopsia es también una reflexión de madurez, originada parcialmente en un viejo episodio de acoso escolar que el narrador protagonizó en calidad de perpetrador, de victimario. Miguel Serrano ha dicho, en diferentes ocasiones, que creía que el narrador de su novela, de algún modo, busca un castigo. La escritura de la novela como el contenido de la penitencia. Retomar el control de una voz desaparecida para forzarla a producir una confesión tardía y dolorosa. Hay en la novela un pasaje descarnado en el que leemos: «Saldré adelante, seguro, volveré a intentarlo, no puedo evitarlo, pero este libro, en el que he puesto lo mejor y lo peor de mí, o en todo caso todo lo que creía tener en mí, todas las herramientas que consideraba mías, a mi disposición, será para siempre un recuerdo doloroso, porque me habré expuesto por completo, con todas mis miserias, con todos mis recursos (al fin y al cabo las miserias y los recursos son lo mismo, una misma fotografía, se funden o se solapan) y no habré recibido nada a cambio, nada más que un desencanto persistente, posibilidades de abrir la lata del cinismo». De esa expedición al pasado y a la culpa y a la humillación y a la vergüenza, el narrador regresa con una confesión expansiva, prácticamente total. También, con una comprobación angustiante: la conciencia, el lugar que habitamos la mayor parte de nuestro tiempo, es un sitio incómodo. Hay algo cautivador en la escritura de Miguel Serrano Larraz: su opción por la incertidumbre, por la exploración errática de una idea o de un concepto, por la vacilación. Una escritura del vértigo, de la inestabilidad. De a tramos, el narrador duda. A menudo, incluso, enseña las dos o las tres posibilidades entre las que no ha podido decidirse y las escribe: dos o tres verbos, dos o tres sustantivos, dos o tres adjetivos. Como si calibrase en tiempo real la precisión de un recuerdo, o de juicio ético o estético. La memoria y el lenguaje —las dos caras de la forma de la conciencia— como territorios volubles y contradictorios. Ingobernables. «Si tuviera certezas —ha dicho Miguel Serrano— hubiese escrito un ensayo, no una novela». Quizás mi capítulo preferido de la novela sea el 52. Una decisión tan arbitraria como difícil de justificar. Se trata de un capítulo breve articulado en torno a una serie de comentarios sobre las páginas de las esquelas de los periódicos que desembocan en una revelación importante que por supuesto no anticiparé. Releí varias veces el capítulo 52. Más adelante en la novela, y por motivos que tampoco conviene comentar, aparecen referencias al otro género al que recurre la prensa cuando sucede la muerte: el obituario o la nota necrológica; esa glosa reservada para personajes de alguna manera relevantes. Un par de días después de concluida mi lectura, di en Youtube con el vídeo de una presentación de Órbita, el volumen de relatos que Miguel publicó hace unos cinco años. En la cinta, Miguel lee un texto. «Mi vida ha sido bastante aburrida —dice—. Ha habido muchos muertos, eso sí, pero pocos crímenes». Creo que en la intersección entre la esquela y el obituario hay una clave para una posible lectura de Autopsia. No sólo porque es un libro en el que muere gente —muertes que se anuncian en esquelas y muertes que merecen obituarios— sino, sobre todo, porque en cierto modo es una novela sobre el fin; una larguísima nota necrológica concentrada en el comentario de una vida desaparecida. El narrador admite que ha escrito el libro ante la inminencia del nacimiento de Sara, su primera hija. No es casual que apenas diga nada sobre la pequeña o sobre su mujer. El presente y el futuro no son los materiales sobre los que trabaja un obituario. Su tema, como el de Autopsia, es el pasado. Hace un par de años, comencé a leer La vida nueva, de Orhan Pamuk, atrapado por el contenido de la primera línea. La novela comienza así: «Un día leí un libro y toda mi vida cambió». Volví a pensar en el arranque de aquel libro cuando leí Autopsia y acabé fabricando una conexión que quizás ni siquiera exista pero que me ayudó a proyectar la ilusión de que al fin había encontrado esa síntesis esquiva que buscaba de la novela. Imaginé al narrador de Autopsia remixando a Pamuk a lo DJCastrop para producir una primera línea alternativa, una variación que desplaza el sentido de epifanía del original para privilegiar el carácter expiatorio de su confesión. Esa apertura apócrifa sería, aproximadamente, así: «Un día escribí un libro porque toda mi vida cambió».
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