LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ DE LEÓN. LOS AÑOS DEL HAMBRE (Candaya, Barcelona, 2022) por PACO PAÑOS GARCÍA En este libro hay verdad, pues no cabrían la impostura o el fingimiento. Lo recorre un grito, pero no os confundáis, nadie pide ser salvado. Es que hay cosas que solo pueden ser nombradas con un grito, y suele ser la poesía el lugar donde mejor resonancia tiene, donde mejor se construye y nombra aquello que tiene que ser dicho así. Aquí se escribe herida, llaga, violencia, violación, sexo, amor, deseo, sangre, mierda, regla, hambre. Qué importantes las palabras, su elección, para nombrar la fisura. No hay eufemismos que suavicen la lectura. Este es un libro que nos implica y nos concierne, nos abruma y nos deleita, que nos seduce y nos expulsa. La primera parte de las cinco en que está construido el libro, estremecedora y apabullante, titulada “Nueve meses”, se compone de nueve listados de ¿frases? ¿aforismos? ¿versos? No sé nombrarlos. En realidad, doscientas setenta y cinco vislumbres de vida que anuncian a quien se pasee por estas páginas, que no saldrá incólume, entero o sin mancha. Relato desgarrador donde se funden los terrores infantiles, el abuso, la violación, la anorexia, el sexo, el brumoso futuro; donde se nos cuentan las dos escisiones y sus fisuras, y todo el camino a recorrer hacia atrás para que una burbuja de sueño e invención protectora estalle, y lo que fue sea parte de la biografía. El desgarro se siente en las entrañas, así es la potencia de lo escrito. La segunda persona es la protagonista aquí. Ese Yo otro que permite a la autora mirar atrás, a otro tiempo sin que el rompimiento la paralice. 43. Hay un lugar y un tiempo en que debiste gritar y no supiste hacerlo. 47. Si alguien se come tu placer, creces partida. 245. Tendrás que caminar los kilómetros que llevan a los ocho años. 274. Sueñas con ser una y disipar la niebla. Unos poemas en prosa y primera persona, bellísimos, toman el relevo en “Poema de amor”. Búsqueda de equilibrio y refugio, intentos de escapada. Vanos la búsqueda y los intentos. O quizá no, pues el deseo permanece. Y yo, valle, quedé otra vez en esa oscuridad que tiende al rojo, porque es el centro de la tierra y arde. Tengo ganas de escribir un poema de amor pero soy una piedra dentro de una piedra; soy un valle rocoso y a oscuras. ¿Por qué voy a traer a nadie aquí? Quizá en enero vuelva a escribir un poema de amor. Es un mes frio y húmedo, y los poemas de amor sirven de alivio. La tibieza no tiene sitio en estas páginas. Y siguen el dolor, el sexo, la herida y el desgarro. Y la gran belleza, extrayéndola de todo eso y del atrevimiento, de la franqueza, del valor y el miedo. Porque la poesía se alimenta de eso. Porque un gran libro de poemas ha de ser escrito así. Y con esos elementos y esa fuerza avanzamos en la lectura y leemos “Animales”. La tercera parte. Quince poemas en los que la autora busca otras imágenes, otros símbolos o metáforas que relajen el tono corrosivo sin rebajar la intensidad. Preciosos poemas con sabor más clásico que nos dan idea de la sabiduría poética de Olivia.
2. GORRIONES ¿Cómo se dice la luz que entra en el mar? / ¿Cómo se dice este fuego que quiere nombrar sin tacto? / Voy a ir a la cueva de los gorriones para que me saquen del pecho // este incendio rojo. 3. CIERVO Soñé que mataba a un ciervo en la nevada, / y que cortaba su carne, / y que vaciaba sus vísceras calientes, / y que dormía en su esqueleto. // Soñé la mirada del ciervo que iba a matar más tarde, / y me sentí en paz siendo la bestia. 11. LAGARTOS Qué soledad es esta / si camina de espaldas / y corre al espigón / a romper la marea. / Qué soledad es esta / si se engaña con otros / y canta como lloran los lagartos. / Yo tengo el corazón hecho al estío / tan prendido de sed que se quebró. / Lo puse sobre el risco del tomillo / y se llenó de luz y caracolas. / Qué soledad palpita en su querer. La poeta no se ha relajado ni permitirá que lo haga quien, con su lectura, la ha acompañado hasta aquí. Otra vez la segunda persona y la prosa. Es “Hambre”, la cuarta parte. Es la parte del silencio. Hoy también has soñado. Llevas anillada la lengua al silencio: es tiempo de callar, te dices... Si dices monstruo, el monstruo aparece y el monstruo eres tú. Así que te sumergen en la profundidad de la ballena. Para no decir nada. Es la parte de Alguien. Alguien es bello, es deseo, es sexo, es falta, es hambre. Es así: os buscáis porque sois dos hambrientos, tenéis el ansia del que vive en la falta. Os reconocéis en la carencia y en el gemido. Le dices la belleza pero también le dices el horror. Alguien no quiere decirte su temor más negro, tú le hablaste de un sótano, la herida que te persigue. Alguien te abrazó. Es la parte de no final. ¿Puede acabar este texto en algún punto?... Este texto no se va a acabar nunca porque no pretende nada. Este texto, todo el libro, nace de lo hondo, de lo más profundo, de eso que casi no existe por lo oculto que está. Nace de la necesidad de contarlo, de contarse, y no tendrá final. “Malquista” es la última parte, la quinta. Las palabras, tan importantes, tan cuidadosamente escogidas para nombrar la herida, son ahora títulos de pequeños poemas, breves y exquisitos poemas construidos con un cuidado primoroso en unos pocos versos que la autora añade como coda final. 3. EMBESTIDA En la lentitud de lo salvaje, / su embestida. // Toda la lava de no poder decirnos. 5. MORDEDURA Enhebro mi canción en el silencio / la nana del secreto y de la falla. // El desvelo de la mordedura. 8. OLVIDO Qué brizna / de qué altura / con qué fin. // El cielo ya está claro / y las palabras viran al olvido. Ante esta hermosa coda final, nada le queda al lector por añadir sobre este libro. Solo la esperanza de que os guste.
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CRISTINA RIVERA GARZA. EL INVENCIBLE VERANO DE LILIANA (Literatura Random House, Barcelona, 2021) por JIMENA GONZÁLEZ LEBRERO «Mujeres siempre a punto de morir. Mujeres muriendo y, sin embargo, vivas. [...] Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre enrabiadas».
«En México se cometen diez femicidios cada día»; en la Argentina, uno cada 28 horas. El término femicidio se homologó recién el 14 de junio de 2012; antes la violencia de género (una de las violaciones de los derechos humanos más tolerada en el mundo) que terminaba en asesinato se consideraba un crimen pasional como consecuencia generalmente de algún comportamiento llamado inapropiado por parte de la mujer: ropa demasiado sugerente, padres descuidados, malas decisiones, falta de fortaleza y decisión para abandonar al agresor. La bien conocida frase, algo habrá hecho. La madrugada del 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza fue víctima de femicidio. Su ex novio, Ángel González Ramos, la asfixió con una almohada. Liliana tenía 20 años. El femicida sigue libre e impune. Liliana, libriana con ascendente en capricornio, era una chica especial. Estudiaba arquitectura en la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) y vivía en la colonia Pasteros en Ciudad de México. Según sus amigos, era nerd, simpática, amiguera y protectora de ellos, inteligente y fuerte; era curiosa y enfrentaba todo sin quejarse. Leía el diario de izquierda todos los días, era honesta, no usaba maquillaje y elegía ropa suelta y siempre llevaba unos lentes redonditos muy al estilo John Lennon. Le gustaba ir al cine y reía mucho. Liliana era luminosa y luchaba por ser libre. Ángel González Ramos, dos años mayor que ella y su novio durante la secundaria, decidió que dejara de existir y terminar con ella. «Mi privacidad está siendo bombardeada, mi individualidad. Me siento vigilada, observada. La soledad que me protegía sufre resquebrajos, esa capa que tanto cuidé está siendo agujereada». A 30 años de su muerte y con el caso todavía sin resolver, Cristina Rivera Garza decide solicitar el expediente de su hermana menor y abrir por primera vez las cajas con las pertenencias de Lili que siempre «estuvieron ahí, a la vista, pero no al alcance». Allí encontró cuadernos con anotaciones personales, cartas a sus amigas que nunca envió, poemas, casetes, agendas, citas de diferentes autores... Allí encontró la vida de su hermana, una joven que hablaba del amor y de la libertad. Gracias a sus notas y cartas, la autora pudo entrar en lo más íntimo de los últimos años de vida de su hermana y, especialmente, reconstruir los últimos seis meses. Ángel está ahí presente, desde 1984. Las risas y la diversión devenidas en enojo y en hartazgo; los engaños, el maltrato, la luna de miel con sus bombones y flores e idas al cine. En los diarios de Liliana se puede ver que «hay una forma de querer que le choca, de la que huye, y ante la que se resiste». ¿Cómo nadie se dio cuenta del peligro mortal que la acechaba? El tema es, «¿estaba capacitada una chica de dieciséis años para reconocer las señas tempranas del depredador?». No. Menos sin el lenguaje para poder identificar esas señales de peligro inminente. Es lo que la escritora llama «una ceguera social». Lili lo intentó todo; tener un círculo de amigos que la contenga, enamorarse de otros chicos de forma libre, dedicarse con pasión a la arquitectura y prepararse para la vida. Y ese último verano, ese de 1990, Liliana había decidido que sería invencible; se iría a Inglaterra a estudiar y dejaría atrás de una vez por todas lo que tanto daño le hacía: el enojo, la envidia, la bronca «que se expresaba en celos, golpes, acoso constante, amenazas de suicidio y (...) amenazas contra otros seres queridos». Sin embargo, «su contexto la maniataba» porque un comportamiento así es natural en una sociedad machista y patriarcal, y entonces «las mandíbulas poderosas del machismo» no la dejaron. Treinta años después puede Cristina Rivera Garza enfrentar el hecho más doloroso de su vida y pedir justicia. Leerá todo lo que Lili escribió y entrevistará a amigos, vecinos, familiares para no solo tratar de entender qué fue lo que pasó y por qué nadie pudo prever su asesinato, sino también para que se sepa. Si no hablamos, si no luchamos, no hay justicia y no hay cambio. La única diferencia entre Cristina y su hermana, entre Lili y yo, y vos, es que Lili se cruzó con un asesino. NO ES CULPA NUESTRA. NO TIENE QUE VER CON CÓMO NOS VESTIMOS, NI SI ANDAMOS SOLAS. NO DEPENDE DE QUE NOS SEPAMOS DEFENDER. ES ODIO DE GÉNERO. «Al patriarcado lo vamos a tirar». Leamos sobre Lili, en el nombre de todas. Aunque nos rompa el corazón. EDUARDO RUIZ SOSA. EL LIBRO DE NUESTRAS AUSENCIAS (Candaya, Barcelona, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Eduardo Ruiz Sosa consiguió situarse en un lugar de privilegio en la narrativa escrita en castellano con su primera novela: Anatomía de la memoria. Tras aquel éxito, pasaron unos años de silencio que se rompió con su libro de relatos Cuántos de los tuyos han muerto y, ahora, con la novela que acaba de publicarse (en Candaya, como el resto de su obra): El libro de nuestras ausencias.
Si en la recepción crítica de Anatomía de la memoria fue un lugar común trazar un paralelismo entre Ruiz Sosa y el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes (pues en ambas se daba una búsqueda de un grupo artístico-revolucionario), ahora ese paralelismo podría extenderse a su segunda novela pues, como en 2666, el tema central de El libro de nuestras ausencias es el de los desaparecidos en México. El acercamiento de Ruiz Sosa es, sin embargo, muy distinto al de Bolaño. En la novela del mexicano, junto a la dimensión social y documental de esta tragedia humana, hay una cuestión filosófica que recorre el libro: la forma en que la ausencia (de un cuerpo, de una presencia) genera un lenguaje. Es decir, como planteaba Derrida, el lenguaje nace de la desaparición, de la ausencia; por tanto, esa asimetría entre cuerpo e identidad (entre cuerpo y lenguaje), el hueco que genera la desaparición, hace que la identidad quede en entredicho y que se generen todo tipo de relatos que intentan acercarse a la verdad, reconstruir la unidad significante-significado, cuerpo-identidad: Un desaparecido es una voz sin cuerpo (...); son cuerpos lo que deseamos, decía pero hay que aprender a buscar lo otro porque hasta el recuerdo se corrompe. Esa búsqueda es doble, por lo tanto: en la memoria, donde se multiplican los relatos que definen la identidad de la persona ausente (Orsina, en esta novela, es la actriz desaparecida que origina la búsqueda); y en el “mundo físico”, es decir, en la tierra, en las fosas comunes, en las salas forenses atestadas de cadáveres sin identificar, de cuerpos que esperan un nombre que cierre esa grieta que los mantiene en el infierno de la separación del anonimato. Los elementos de la trama se mantienen en el territorio de la verosimilitud, pero están seleccionados por su valor simbólico. Así, al tema central de las desapariciones, se añade el del teatro (los personajes están relacionados con una compañía teatral), donde se da también ese desajuste entre cuerpo y relato: el actor es un cuerpo que debe vaciarse de su nombre y de su relato para acoger en él otro nombre y otra historia: Un personaje es una voz sin cuerpo, gritaba la Inga en los ensayos, el trabajo del intérprete es lograrse un cuerpo sin voz. La búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos ofrece las páginas más estremecedoras de la novela: el descubrimiento de las fosas comunes, la descripción de “la sala de los muertos”, el dolor de las madres y los familiares que escarban entre la tierra y los huesos, entre los cadáveres de desconocidos, nos dejan páginas de una dolorosa belleza. El libro de nuestras ausencias es también (o sobre todo) un lenguaje roto y desmembrado, un flujo de voz que rompe el párrafo, la línea, incluso la sílaba; que difumina las fronteras entre la prosa y el verso. Así lo declara el autor en el prefacio: México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas. Este es un libro roto, de palabras rotas, voces quebradas, personajes que ya no están, pero tampoco se han ido. No he encontrado otra forma de mirar a este presente. Con esta segunda novela, Ruiz Sosa se confirma como uno de los narradores más atrevidos, ambiciosos y originales del panorama actual en lengua castellana. Su modernidad mira también al pasado; no tanto, en mi opinión, hacia Bolaño, sino hacia autores del boom como el Donoso de El obsceno pájaro de la noche o el Roa Bastos de Yo, el Supremo. Es de agradecer esa valentía, esa ambición para atreverse a crear esa Gran Novela que parecía haber perdido atractivo como referente estético en los narradores contemporáneos. ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO (Barcelona, DeBolsillo, 2021) Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Albert Camus nació en Argelia en 1913. Su infancia ya vino marcada por ser un pied-noir, que era la denominación que recibían los hijos de los colonos franceses. Su familia no contaba con muchos recursos, a lo que se añadió la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial, cuando Camus contaba con solo dos años. Pudo estudiar al verse beneficiado con una beca para los hijos de las víctimas de la guerra. Se dedicó al periodismo como corresponsal, ya que no lo aceptaron ni como docente ni como soldado a causa de la tuberculosis que padecía. Falleció en 1960, tres años después de haber sido merecedor del Premio Nobel de Literatura (1957). El extranjero (1942) fue su primera novela. Quizá La peste y La caída sean las más conocidas, pero, sin duda, esta primera incursión y presentación es gracias a la cual el autor halló su voz, su temática y su manera de expresarse. Su lista de obras incluye también teatro (Calígula y El malentendido) y ensayo (El mito de Sísifo y El hombre rebelde). «Uno de los grandes méritos de El extranjero es, según Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero esta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental». Sigue diciendo Mario Vargas Llosa en su obra: «Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción». «El extranjero (opina Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras), como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él». Para celebrar la histórica visita de Albert Camus a la ciudad de Nueva York en 1946, el actor Viggo Mortensen dio, en 2016, una lectura de la conferencia de Camus, La Crise de l’Homme (La crisis humana) en la Universidad de Columbia, el mismo lugar donde Camus pronunció la conferencia el 28 de marzo de 1946. En ella se dice, entre otras cosas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, solo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El contenido de la misma causó fuerte impacto en Europa. Las pinceladas biográficas son de especial relevancia e interés en este autor. La orfandad a edad temprana, el sentimiento de no encajar en la sociedad circundante, su enfermedad, vivir una posguerra, etc., fueron traumas de gran calado, obviamente, que determinaron, en cierta medida, su visión del mundo. Nada tienen que ver la actitud de Camus (agnóstico, no ateo) y la de Sartre (afirmó que «aun en el caso de que Dios existiera, seguiría todo igual»; pero confesaba sin reparos que su conclusión procedía de premisas ya ateas, que es tanto como decir condicionadas por una determinada actitud acrítica previa). No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. A este respecto, es necesario incluir un apunte: pese a que se ha intentado explicar su obra partiendo del existencialismo, movimiento con el que se lo trató de ligar a causa de su relación meramente intelectual y disquisitiva con Sartre, él rechazó formar parte del mismo. Su obra no era una defensa del absurdo de la existencia, sino un testimonio de que el mundo solo responde con el absurdo a la inquietud del corazón humano por encontrar el sentido. «Albert Camus (en palabras de Fernando Arnó) se planteó siempre desde la honestidad intelectual que su obra literaria no era una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, sino una reflexión en voz alta sobre la incapacidad del mundo para dar una respuesta satisfactoria». En aras de la razón científica hay que preguntar: ¿la nada se ve?, ¿cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia?, ¿cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción?, ¿cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella? Camus rompió relaciones con su amigo Jean-Paul Sartre, quien había simpatizado con las teorías stalinistas. La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus era un pensador respetable, como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que, sin duda, unas conductas valen más que otras. «Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas», declaraba en 1946, a un periodista de Lelitteraire. Hoy sabemos que el buscador de sentido lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien, cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con él en París. La editorial Voz de Papel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus (Madrid, 2005, con prólogo de Daniel Sada y estudio introductorio, semblanza muy ilustrativa del nobel francés, de José Ángel Agejas, 180 páginas). Una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de La peste y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limita a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou. Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. En cuanto a su creencia en Dios, Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo». Comprendía que, si no hay verdad, de leyes solo queda la de la selva. Intentará encontrar un sentido para Sísifo, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo. La estructura de la obra es sencilla, pues se divide en dos partes. La primera contiene seis capítulos y, la segunda, cinco. En la primera, se nos presenta a Meursault, el protagonista, y a las personas a las que conoce y con las que mantiene alguna relación. Camus entra directamente en harina a indicarnos cómo es el carácter de Meursault con una frase que cualquier profesor de escritura consideraría idónea para empezar un libro: «Mamá se ha muerto hoy. O puede que ayer, no lo sé». Su progenitora vivía en una residencia de ancianos, lo que le valdrá a su hijo todo tipo de reproches y admoniciones. Lo cierto es que esto no afecta al protagonista, algo que perciben el director del asilo, el conserje y un amigo de su madre. Tras el sepelio, regresa rápidamente a Argel. Allí se reencuentra con Marie, una antigua compañera de trabajo con la que inicia una relación ese mismo día. También se desplegarán datos sobre el aludido carácter de Meursault a través de sus vecinos, Salamano y Raymond, así como Masson, amigo de este último. A raíz de un problema que, todo hay que decirlo, se crea Raymond, y en el que Meursault trata de ayudarlo, tiene lugar una refriega, a resultas de la cual el protagonista comete un asesinato, que desembocará en la segunda parte, en la que veremos a Meursault en la cárcel, a la espera de juicio. Aquí serán tres los personajes que destacarán: el abogado, el juez y el cura, cada uno en un aspecto. El resultado del juicio es una condena a muerte. Toda la narración transcurre en primera persona, en un lenguaje sencillo, medido, sin florituras, aunque se entrevé un cierto lirismo en algunos momentos, de los que el autor no abusa nunca («El atardecer, en aquella comarca, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol rebosante que estremecía el paisaje lo tornaba inhumano y deprimente»). Si es una obra breve, cuyo estilo no es particularmente bello, si los personajes y la acción están bastante simplificados, ¿por qué es un clásico? ¿Qué bondades son, entonces, las que la han encumbrado de tal forma? No cabe duda de que esta respuesta está en las disquisiciones de tipo moral y social: aquí tiene cabida el maltrato hacia las mujeres, que el sistema no reprende, y hacia los animales, que tampoco cuenta con una reprobación; incluso diría que existe un cierto maltrato laboral. Meursault carece, podría afirmarse, de brújula moral en tanto en cuanto no cree en Dios ni en una vida después de esta; no le da importancia a las convenciones sociales o maneras de actuar de los demás; acepta la muerte de su madre sin mayor complicación, igual que lo hace con el hecho de que su novia lo ame y desee casarse con él, pese a que él, naturalmente, no llegue a sentir ese amor. El único sentimiento que observamos llega al final: «[...] noté que había sido feliz y que seguía siéndolo. Para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio». Meursault decide no mentir, no fingir. ¿Para qué debería hacerlo, si todo le resulta ajeno? Él cumplía con las convenciones, en cierta forma (tenía sus rutinas, que nos relata, y era un trabajador puntual y eficiente), y lo único de lo que se lo podría acusar es de relativizar todo hasta el extremo. No se cuestiona nada, no busca significados ni trascendencias. Meursault encontró una manera de estar aislado, tranquilo, funcional e impasible, al margen, pero eso no resultó suficiente: se juzgó su personalidad y su modo de ser y el veredicto fue que era culpable por no adaptarse y por no mentir, por no decir las palabras que los demás querían que pronunciara. No he podido evitar recordar, al leer El extranjero, otra obra, situada, en su caso, en el extremo opuesto, que es Crimen y castigo, de Dostoievski. Aunque Raskolnikov asegura no sentirse culpable por el crimen cometido, ya que, a su entender, el asesinato ha sido moralmente justificable, lo cierto es que la presión social resulta determinante para que acabe confesando. Vive un auténtico martirio externo que acaba repercutiendo en su conciencia; al no lograr desligarse, como sí lo consigue Meursault, de todo el mundo exterior, el alivio llega con la confesión, mientras que, para Meursault, la admisión del delito es tan solo un trámite más que no lo afecta en absoluto. Bibliografía
—Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997. Traductor: Mauro Armiño. —Lottman, H., Albert Camus, Taurus, Barcelona, 2006. Traductora: Inés Ortega. FERNANDO DE VILLENA. LOS NUEVE CÍRCULOS (Carena, Barcelona, 2021) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ
Fernando de Villena hace un balance de todo ello a través del niño, el muchacho y el joven que fue, contado por Arturo como si fuese un alter ego del autor. A mi entender, las partes del relato narradas por este personaje resultan quizás más creíbles, ricas y enjundiosas que las que atribuye a Margarita; quizás también menos argumentadas, como por otro lado pudiera parecer lógico, en lo que respecta a su visión de los acontecimientos políticos partidistas, frente a los que se esfuerza en mostrarse equidistante y opinar con absoluta independencia de criterio. Afirma así, explícitamente, que el escritor o intelectual han de situarse siempre en oposición frente al poder. Crítico riguroso ante a los gobernantes del país y los tejemanejes de los políticos locales o autonómicos, no le duelen prendas en expresar todo aquello que siente y piensa a este respecto y se duele del desastroso cambio urbanístico a que los sucesivos alcaldes de su ciudad la condujeron en los años de la transición y la democracia. Hay que valorar, pues, esa valiente actitud de denuncia que inspira al escritor en estos temas, aunque, como resulta lógico, habrá lectores que disientan de su visión de los acontecimientos en el cambio y desarrollo vivido por su ciudad en las últimas décadas, así como en el país. El narrador no repara en audacia a la hora de diseccionar, en su análisis, el clasismo de la sociedad granadina y las desigualdades sociales y hasta entre sexos, ya entrados los años sesenta. Muestra cierto resentimiento por ello a través de las ideas plasmadas por Margarita, que actúa casi como adelantada de la clase trabajadora a la que representa y quien va escalando socialmente, gracias al esfuerzo, el sacrificio, las oportunidades del acceso a la educación y los apoyos de la clase política o de los sindicatos a sus afiliados. Tampoco el gobierno autonómico escapa a su afilado estilete ni queda a salvo de su inequívoca crítica, ni determinados aspectos de la política internacional como la guerra del Golfo, la sombra del dominio económico judío en el mundo, la represión del pueblo palestino o la guerra de Siria. Tras dar cumplida cuenta de un país que vivió durante décadas por encima de sus posibilidades, la realidad de la vida y los acontecimientos devuelven a cada cual, con mayor o peor fortuna, a su situación perentoria, aquella que en verdad los constituye. Ella lleva a Arturo y a Margarita, ya adentrados en los sesenta de su edad, a la antesala de un hospital en la epidemia del coronavirus que aún padecemos y al personal sanitario que los atiende ante la diatriba de elegir a cuál de ellos, en opción con un tercero de mayor influencia social y política, habrán de intentar salvar.
El título de la novela está tomado de la Divina Comedia de Dante, donde aparecen los nueve círculos vinculados al Infierno: limbo, lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, ira y pereza, herejía, violencia, fraude y traición. Resulta ya proverbial la agilidad narrativa de Fernando de Villena, su capacidad para dotar de frescura y ligereza al discurso, de manera que el lector se ve atrapado en él y no descansa hasta haber concluido su lectura. Una virtud que el narrador posee y el lector agradece en este ameno “paseo” de 250 páginas. GIOVANNA RIVERO. TIERRA FRESCA DE SU TUMBA (Candaya, Barcelona, 2021) por CARMEN Mª PUJANTE SEGURA Si nos atrevemos a franquear el umbral en el que reina un manso buitre apostado sobre el montón de tierra fresca de una tumba entre tumbas y mirarlo además a contraluz con el sol cayendo, nos adentraremos en un libro firmado y editado por valientes (la escritora Giovanna Rivero para la editorial Candaya en el año 2021) y escrito para valientes. Tierra fresca de su tumba es su título, que de manera sublime entra en correspondencia con la imagen de la cubierta, una portada en tonos amarronados en la que se contraponen el cielo y el suelo, un cielo nublado y un suelo terroso unidos y ocupados por aquel buitre: lo miramos irremediablemente aunque él no nos mire, desdeñoso y peligroso como el mismo sol de frente (¿la propia verdad de frente?), esa luz que crea el aura del animal, la misma aura que se apoderará de los cuentos reunidos en el libro (‘La mansedumbre’, ‘Pez, tortuga, buitre’, ‘Cuando llueve parece humano’, ‘Socorro’, ‘Piel de asno’ y ‘Hermano ciervo’). Aunque cuando llueva, todo pueda parecer humano, en ciertos momentos de su lectura darán ganas de pedir socorro, sobre todo cuando nos acechen las dudas sobre lo que es realmente lo animal, lo manso, lo vivo, lo oscuro. Las seis historias nos mantendrán en esa temeraria posición, flanqueada por dos abismos que no son sino la completud: el de lo humano y lo animal, lo luminoso y lo oscuro, lo vivo y lo muerto, lo materno y lo paterno, en los más diversos cuerpos sobre la tierra. La tierra servirá para cubrir gritos (pág. 28) en ‘La mansedumbre’, la historia de una «anunciación bastarda» (pág. 19). Pero la tierra también es el lugar que marca a quien procede y, en no pocas ocasiones, huye de ella, en este caso, Manitoba, donde se halla instalada una colonia menonita que habla plautdietsch. En ese primer cuento del libro lo dual se manifiesta de muchas formas, pero sobre todo a través de la conversación entre dos personajes alternando las voces (las suyas —pensadas o verbalizadas— en cursiva, pero también la de la voz narradora, en redonda). El diálogo (que no la comunicación) será entre el Pastor Jacob y Elise, en quien fue depositada una semilla de varón aquella misma noche en la que unos jóvenes fueron «poseídos por el diablo» (hecho que realmente sucedió en esa zona de Bolivia). Pero entrará en juego la imprescindible figura paterna: a través de ese personaje, junto a la voz narradora, podremos realmente acceder a las palabras puesto que Elise, a sus quince años, no es capaz, no entiende casi nada, ni del idioma español ni del de los adultos, pero sí del lenguaje y los sentimientos de los animales, en especial los de Carolina, la vaca; pero también a través de él como ha de consumarse la venganza, igual que sucederá con otros progenitores de los cuentos de Rivero. De mano de la madre se intentará llevar a cabo la venganza en la historia siguiente, ‘Pez, tortuga, buitre’. Los dos primeros animales ya anuncian un cuento “acuático” (el elemento del agua es relevante en el resto de historias también), en el que también goza de protagonismo un buitre leonado (como en la portada), el que se apostaba en la proa del barco del joven Coronado y el viejo Amador. Estos protagonistas son los dos «hermanos de naufragio» (pág. 47) que tiene lugar bajo el augurio de las nubes y la poca luz (también marcado por la imagen de la portada del libro): «Las nubes se habían desintegrado en hilachas ridículas. El sol era una purga constante» (pág. 42). El joven estaba convencido de que se trataba de esa especie animal, mientras que el otro tripulante albergaba sus dudas, no tanto sobre la especie ni tampoco sobre la elegancia de tan agorera ave, sino sobre la cordura de aquel, el único acompañante después de demasiados días a la deriva con mucha hambre y mucha sed. Pero es que las dudas también se apoderan del lector, pues esta historia también se construye sobre dos planos: el del relato de lo sucedido durante aquel naufragio (en el que el mayor bebe y come de lo menos pensado, de lo más repugnante, y, por lo tanto, sobrevive) y el del diálogo posterior entre el único superviviente y la madre del fallecido. Durante esa irónica conversación ella no parará de ofrecer comida y él no parará de comer (pecado presente en otros cuentos de la autora y también de una no corta tradición literaria), incluso cuando ya esté en sobre aviso de que algún bocado puede no ser tan bueno y sí mortal. El tercero también es un cuento lleno de agua, ‘Cuando llueve parece humano’, un título poético pues, en efecto, procede de unas «poesías cortitas» (pág. 60). Esos textos le encantan a la señora Keiko, tan protagonista de la historia como lo es su jardín, una tierra fértil removida por ella con la ayuda, no de su hija, sino de otra joven, Emma, que vive en su casa mientras cumple con sus estudios de literatura (si es que eso se puede estudiar, tal como se pregunta la casera; de hecho, ese detalle puede ofrecer una clave metaliteraria para lectura de este relato). Forman parte de otra comunidad singular, la de Santa Cruz, en la que la familia de Keiko se instaló procedente de un lugar cercano, la Colonia Okinawa (también en Bolivia), al igual que otras familias japonesas después de pasar por Brasil y Perú a mediados del siglo XX. En este cuento de protagonistas femeninas también tiene gran importancia la comida y el cuerpo, la memoria y la imaginación, la revelación y el tiempo, la oscuridad y la luz. Y es que de las semillas vegetales nacen bellos y humanizados jardines, así como de las semillas humanas nacen bellas y extrañas jóvenes que, ciertamente, bien podrían ser hermanas (de un padre tan ausente y sospechoso como otros en los cuentos de Rivero).
A diferencia de los lugares de aquellas historias en las que no se sabe bien en qué momento se vive y se cuenta, en el siguiente cuento, sobre «dinámicas afectivas» (pág. 88) y sobre «traumas y nostalgias» (pág. 88), se concreta un tiempo, el nuestro (por ejemplo, a través de drones y de bótox). Esa proximidad casi concreta se consigue por medio de la voz narradora de un yo, la que, apenas iniciada la historia, se hará presente y contrastará con aquella persona que, no obstante, será la primera en hablar y llevará por nombre ‘Socorro’ (coincidente con el título). Todo es irrupción en este cuento, como la propia conversación inicial: Socorro le está diciendo a su sobrina que, a su juicio (¿y el del lector?), sus hijos gemelos no son realmente de su marido. Estallan de nuevo, pues, extrañas relaciones familiares, sospechosas herencias neuróticas, aquí reflejadas en raros espejos personales, pero también en flores y pájaros. Aquí, además, la cuestión de la identidad viene remarcada también respecto a los chilenos a propósito del problema causado por el agua: la escasez de agua puede marcar las relaciones entre países (hermanos), del mismo modo como la ausencia que convierte en protagonista a todo lo que toca como, de hecho, sucede en esta historia con ese extraño familiar en una suerte de historia paralela oculta, la del “ahorcadito”. Al final, son los ausentes, son los muertos, los que reinan en las historias. De hecho, los que han muerto y también los que van a morir marcarán el siguiente cuento, ‘Piel de asno’, en el que vuelve a hacer acto de presencia la primera persona narradora, en este caso, la de Nadine Ayotchow, que comparte cierto protagonismo con un hermano, Dani (y el nombre ya es como un espejo). Entonces iremos sabiendo qué ha pasado para que ella en ese mismo momento esté contando su historia ante el público de una Asamblea (con el Preacher Jeremy a la cabeza) que considera su curación de interés médico, para que ella ahora sea una cantante de góspel en el Tempo Niágara (Estados Unidos). Ese lugar es el que le ha sido «deparado por el Señor» y al que ha llegado después de haber vivido en Manitoba con su madre (ahora fallecida) y en Canadá con su tía materna (que también tiene un huerto), en concreto, en una (otra) comunidad, la de los métis (cuyo idioma es el “michif”). En ella habían conseguido hacer amigos (espejo) y se habían iniciado en el sexo y las sustancias y la libertad: la fiesta, de hecho, será el inicio del fin. Por otro lado, la enfermedad mental aquí vendrá asociada con otra cuestión, con la de «ser boliviano» (pág. 111), del mismo modo como el castigo y la culpa parecen venir de la glándula pineal. Más olores, más auras, más enfermedades y dudas mentales se apoderan del último relato, ‘Hermano ciervo’, el animal con el que logra haber comunicación, aunque sea sin palabras, aunque sea únicamente con la imaginación. Posibles hijos, posibles animales, posibles muertes, todo ello alberga un cuento en el que otra voz femenina narra una singular vivencia con su marido, Joaquín, un investigador que se está sometiendo a extrañas pruebas médicas a cambio de un sueldo y en pos de la ciencia y el progreso (¿o no?). Así, en Tierra fresca de su tumba nos perderemos en comunidades relegadas perdidas y en laberintos familiares, entre predicadores (y) prevaricadores y entre creencias y augurios. Solo podríamos salvarnos de la mano de una escritora con experiencia, audacia y talento, una escritora en movimiento (nacida boliviana y ciudadana norteamericana) y con conocimiento (como escritora y como estudiosa de la literatura). Pero no por ello hay que perder cuidado, con la tierra y el agua, con la palabra y la fe, con la venganza y el diablo. Cuidado con las dudas: ¿Qué siente un hombre que dice que es agua, que es tortuga? ¿Qué es lo que parece humano cuando llueve? ¿Qué es ser boliviano, o español, o migrante? ¿En qué momento se abandona la infancia? Para valientes son estos cuentos, diferentes pero hermanos, de seres o cuerpos anfibios, de respiración contenida, de digestión lenta, de epifanías suspendidas, de bocado desagradablemente exquisito. ¿Y tú, lector, eres manso o fiero, valiente o cobarde, animal o humano? JAVIER CASTILLO. EL JUEGO DEL ALMA (Suma de Letras, Barcelona, 2021) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Javier Castillo, a sus treinta y tres años de edad, fue en 2020 el tercer escritor más vendido de España. Terminó su primera novela, El día que se perdió la cordura, a los veintisiete años, con menos de dos horas al día, el tiempo libre que le dejaba su profesión como consultor, pero orgulloso de ella. Entonces, contactó por primera vez con más de una decena de editoriales que nunca llegaron a responderle, por lo que optó por autopublicarse en la plataforma de venta online Amazon al precio de tres euros. Dos semanas después, El día que se perdió la cordura era ya número uno en España y el nombre del autor aparecía junto al de Ken Follet y Pérez-Reverte. Hoy, dicha novela espera la trigésimo cuarta edición y las otras tres que ha publicado desde aquella, ya de la mano de Suma de Letras, han conocido todas ellas el primer puesto en ventas durante más de ocho semanas consecutivas. A pesar de este fenómeno, Javier Castillo no ha sido un autor especialmente aclamado por la crítica. Su obra general se ha descrito como «consumo rápido», un entretenimiento algo falto de maestría y arte, lo cual, en contraste con su éxito, no parece ser meritorio de una atención literaria, ni en el buen sentido, ni en el malo. Ante esta situación, aunque inicialmente Castillo se mostró algo decepcionado por no haber logrado despertar el interés de sus colegas, dice, en mi opinión algo soberbio, estar «feliz» por poder ceder la publicidad que la crítica suele ofrecer «a otros autores que lo necesitan más», en sus propias palabras, en lugar de asumir con humildad que su éxito tan popular podría deberse más a su estilo ameno y ligero y no tanto a una verdadera destreza literaria, igual más suculenta para la crítica. Con este breve e inicial inciso sobre el autor, podríamos decir que ya nos hacemos una idea del perfil al que nos enfrentamos una vez abrimos alguna de sus novelas. Javier Castillo es un autor con sus más y sus menos, quien, a pesar de haber superado el millón de ejemplares en ventas, levanta opiniones muy contradictorias con cada una de sus novelas, ausentes en el frente literario, y dispares entre los lectores. Se abre el debate acerca de la verdadera naturaleza de sus obras, si son, hoy por hoy, ya un mero producto comercial o si pueden considerarse arte literario. El juego del alma es una de ellas. La crítica generalizada presentará contrastes y no es difícil comprender ambos puntos de vista. En mi opinión el regusto es bueno, no excelente, pero merece la pena por el escaso tiempo que consume su lectura. La sinopsis, sin spoilers, tal y como la venden, presenta a través de cuarenta y nueve capítulos a una chica de quince años crucificada a las afueras de Nueva York en el año 2011 y a Miren Triggs, periodista de investigación del Manhattan Press, quien recibe una misteriosa carta con una fotografía de otra adolescente maniatada y amordazada con una anotación: «Gina Pebbles, 2002». La trama se desplegará con Miren Triggs y Jim Schmoer, su antiguo profesor de periodismo, quienes tratarán de resolver el misterio entorno a la chica crucificada y a la foto, qué les sucedió, quién envía la foto y si ambas historias están relacionadas, adentrándose en una institución religiosa en la que todo son secretos. Esta trama, de primeras, resulta tan intrigante como tópica y plantea de salida una serie de reparos que no se ven decrecentados por el esfuerzo comercial invertido en su publicidad, pero una vez dentro, sorprende gratamente, no en exceso, pero lo suficiente.
El inicio de la lectura resulta algo complejo debido a una serie de saltos, en el tiempo y entre personajes, no demasiado intuitivos, pero el lector enseguida comprende por el desarrollo de los acontecimientos que realmente es la mejor forma de seguirlos, y le atribuye una estética peliculera que a muchos gustará y a otros les producirá el efecto opuesto. Del mismo modo, Castillo emplea un cambio de persona en la narrativa, entre tercera y primera recurrentemente que acompaña la lectura de forma armoniosa y dinámica, y que, en mi opinión, sí está más lograda. En cuanto a la madurez de la obra, comienza a notarse la experiencia más pulida del autor, quien teje una trama detallada que gira sobre los acontecimientos más de lo esperado y que libera con gracia una serie de pistas para implicar al lector cuyo control requiere de unas habilidades literarias que solo un autor con dicha experiencia podría manejar. Sin embargo, los habrá seguramente quienes crean que abusa de los recursos a falta de una calidad real, y es que el resultado final, aunque no malo, es flojo. En este sentido, entendería que quien no guste detenerse demasiado a analizar el trasfondo, encuentre en esta pieza algo de lo más elemental y plano. Con relación al ritmo, tan bien manejado por otros autores de thriller mencionados entre estas reseñas, no es el punto fuerte de Castillo, pero tampoco entorpece la lectura, más lento al principio, mejor llevado en la segunda mitad, manteniendo el vilo necesario, aunque sin conducir al lector a ese punto angustiante de no retorno. Lo más destacable, en el sentido positivo, de esta obra serían los personajes. Jim representa esa dualidad tan humana del hombre demasiado serio que en realidad lo daría todo por lo que ama, en este caso ellas, su compañera y su profesión. Miren Triggs, por otra parte, y quien aparentemente ya protagoniza otra obra del autor que todavía no he tenido el placer de leer, sufre una evolución propia del ser más humano, como mujer, amante, madre... Como persona en definitiva y como periodista e investigadora, capaz de vencer cada pena para superarse a sí misma y continuar con la vista al frente, dejándose llevar. La relación entre ambos personajes es además fascinantemente natural y entregada, inspiradora incluso, y Castillo no se queda corto con el resto del elenco, contribuyendo a sumar carga emocional a través de sus misteriosas personalidades. Aunque, por añadir otro pero, igual abusa en exceso de algún drama forzado. En conclusión, podríamos decir que El juego del alma es una obra correcta, que, a pesar de caer en más de un tópico y no resultar sobresaliente en prácticamente ningún aspecto, sí ofrece un rato de lectura entretenido y ligero amenizado por unos personajes contundentes y una trama que entremezcla abiertamente la condición humana con la religión, la fe y el amor. Castillo, a pesar de no ser un Autor, con mayúscula, de esos a quienes merece la pena estudiar en profundidad en su arte al completo, no es tampoco poco meritorio de su éxito comercial y se convierte, a través de ella, en un digno director del cine escrito. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS (Anagrama, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Rafael Chirbes fue un gran novelista, un hombre que supo mirar a su tiempo con la luz de aquellos que saben que todo es derrota, al fin y al cabo. Su crítica al capitalismo en Crematorio ha quedado para la historia de la literatura. Ahora llegan sus Diarios, editados por Anagrama, con un prólogo luminoso de Marta Sanz, que expresa muy bien el universo Chirbes, porque logra hallar en las claves de su obra la importancia del proceso, el ir creando, porque todo libro nace de un paisaje previo que lo alumbra: «A Chirbes claramente le interesa más el proceso que el resultado, la búsqueda que la concreción sucia, el miedo a no poder más que los logros y el acomodamiento». Era Chirbes un hombre que se fustigaba en el proceso literario, que sufría la demonización de su creación. Era también un buscador de sensaciones, un hombre cuyo espejo estaba siempre manchado por la duda y por las sombras que deja la alegría en el interior. En sus diarios escuchamos la respiración de Chirbes, oímos su lirismo, sentimos su penar. Nos habla de los amores clandestinos, no escatima ninguna descripción de lo sexual, de las escenas de coito o de felaciones, todo está permitido en este sincero paisaje de un hombre melancólico que quiso trazar su luz en la ventana, fulgurante quizá, pero resplandeciente a veces, efímero transeúnte de un mundo en el que no creía. Todo es literatura en los Diarios, porque él, en la línea de Genet, derrocha belleza desde su mundo, su pensamiento, sus estados de ánimo: «El tiempo perdido. Se escaparon los días sin dejar apenas huella (parece más triste así, en indefinido, ya solo narración: tiempo de cosas concluidas, de tiempos cerrados). Melancolía que, en algunos momentos, se vuelve angustia: como cuando el actor descubre que, por mucho que se esfuerce, el público que asiste a la representación permanece frío, indiferente a su empeño». El escritor va pulsando el tiempo, encuentra en su afán de escribir una forma de estar vivo, pero atraviesan los diarios muchas lecturas, muchas impresiones. La canallesca de la vida nocturna, de los garitos de noche donde los amantes furtivos se buscan va encontrando un paisaje de dolor y éxtasis, de huellas que quedan para siempre en los labios cansados de besar a desconocidos. Hay mucha historia de amor en estos diarios: el amor por François, que morirá de sida, o la pérdida de los amigos, en un universo de alcohol y drogas. Pero también el amor por los libros, que va abriendo un nuevo diario, el que se piensa y el que se escribe, obra en marcha en definitiva siempre. Rafael Chirbes habla mucho del cuerpo, de sus dolores, de todo lo que nos hace humanos, pero luego se enreda en lo ficticio para huir de la vida y ver en los libros ese remanso, ese refugio que lo devuelva a la niñez asombrada y feliz. Su amistad por Carmen Martín Gaite, el deterioro físico de su madre, sus impresiones sobre cine, todo cabe en este testimonio sincero, donde no hay artificio alguno. Creo que Chirbes amaba escribir al igual que la vivencia de una noche eterna de amor. Creía en lo fugaz, en la chispa que enciende la palabra, como si el mundo terminase y acabase en otro cuerpo o en una página escrita.
Y París, que está siempre presente, ciudad amada que va dejando una huella en cada página. Cuando Chirbes describe París parece besar el labio de una amante. Hay mucha ternura y luz ahí: «En la ventanilla vuelve a aparecer el Sena entre los árboles y bajo la lluvia, gris, tristón. Como si París descansara de representarse, apagara las luces de las candilejas y fuera ella misma viviendo en una casa modesta». Hallamos poesía en estas páginas, mucha verdad, que irradia en una prosa limpia y exenta de formalismos. Respira el narrador en ese viaje interior, donde conocemos mejor a un hombre que vivía por y para la literatura. Como he dicho, el proceso de creación es más importante que lo creado. Así fue en este novelista que, después de recibir las buenas críticas por algunos de sus libros, creía que todo era realmente fracaso. Ardía en él el hombre pensativo, cuya literatura verdadera es la que no está escrita, cuyo verdadero rostro es el que no aparecía en ninguna parte. El afán de ser otro le llevó a vivir intensamente. Leyéndolo le conocemos, le seguimos y le comprendemos. Nos colamos en su intimidad y sufrimos con él, porque vivir es siempre volver a empezar. Un libro necesario para conocer a un escritor irrepetible. MANUEL VILAS. LOS BESOS (Planeta, Barcelona, 2021) por PEDRO GARCÍA CUETO Después de los éxitos de Ordesa y Alegría, Manuel Vilas vuelve a una narrativa entrañable de un ser que mira el tiempo y la vida con extrañeza, porque en la retina de este escritor late una forma de ver que lo hace singular y que da a la novela la textura necesaria para atraparnos. Los besos es nos cuenta la historia de Salvador, un hombre que, al inicio de la pandemia, decide irse a un pueblo. Es un profesor ya jubilado, cuya falta de comunicación con sus alumnos le llevó a un ensimismamiento que sigue presente en él. Esa falta de sociabilidad con otros seres le hace aislarse y contemplar la pandemia como si todo un mundo hubiese caído en desgracia. Pero es precisamente su afán de detenerse en detalles que otros no percibirían lo que dota a Salvador de particularidad. Su encuentro en el supermercado con una mujer, Montserrat, quince años menor que él, sirve de puente para expresar su pasión ante la idea del amor y su total devoción a ella, llegando a considerar el amor como el único eslabón que nos puede salvar de la locura. Con estos mimbres, Vilas avanza en una especie de diario donde encontramos una oda a la naturaleza, al paisaje del campo, a su pasión por comprar verduras o a esa tensión que supone robar en el supermercado. Los besos es un acto narrativo de reflexión, una especie de confesionario donde late el espíritu de un hombre impar. Hay muchos párrafos donde Vilas se detiene con maestría en lo cotidiano, como si el virus no fuera lo más importante, sino su reacción ante lo que le rodea. Otro aspecto es la lectura de la novela El Quijote de Cervantes, a través de la cual está interpretando el mundo. Al llamar a la chica Altisidora, está reafirmando su deseo de huir de la realidad, de construir un universo alternativo, un espacio totalmente cerrado a lo que ocurre en el exterior, para aislarse, a través del sexo, de una sociedad destruida. Cito algunas líneas de la novela, como ese canto al medio natural: Oh, viento, oh, carne, oh cuerpo humano, y el bosque al lado de mi casa, donde los virus no están, donde la luna y el sol se alternan sin escrúpulos políticos, donde la belleza persevera porque no sabe que es belleza... Se trata de un caballero sin fotos en la cartera, porque todo es hondura, los rostros se confunden y él mira el tiempo como si fuese contemplado por primera vez. En el capítulo 35 podemos ver cómo penetra el escritor en el ser que ama, cómo se convierte en el amanuense que la descifra, porque este nuevo libro de Vilas es, en el fondo, un viaje a nuestro propio cuerpo: Ha sido al notar su aliento, la carnosidad de la lengua, cuando he accedido a la parte invisible de Montserrat/Altisidora, al lugar en que ella habla consigo misma. Y veo lo que es. La veo por dentro.
Los comentarios sobre personajes políticos o sucesos de nuestra España, como el 23 F, van dotando a la novela de un tempo, van arraigando la historia a una época. Pero lo que importa no es todo eso, sino ese descenso a los infiernos de uno mismo y a los del ser amado, como si volviera Dante montado en su famosa Comedia. Porque comedia es en realidad la vida y Manuel Vilas lo sabe muy bien. Y no elude lo escatológico (hay un instante decisivo, que no revelo, que conduce al desengaño amoroso), porque Vilas contempla el cuerpo y lo disecciona como si realizase una radiografía del ser amado: aparecen piernas, labios, bocas, brazos, todo ese cosmos que va conformando el paisaje corporal. No elude tampoco, como he dicho, la naturaleza: los árboles, los pájaros... Porque sabe Vilas que todo se reduce a un encuentro entre dos seres en la inmensidad del planeta, que permanece pese a nosotros, tan perecederos. Sin duda, nos hallamos ante una novela intimista. Una pandemia ha detenido el tiempo y ahora todo es un afán de regresar a la niñez y encontrar en los besos la única luz de la existencia. Una gran novela. JUAN LUIS RAMOS. CON PÁJAROS QUE IGNORO. POESÍA REUNIDA (Ultramarinos, Barcelona, 2017) por BERTA GARCÍA FAET La editorial Ultramarinos, nacida en 2016, sigue consolidándose como uno de los grandes proyectos de recuperación y difusión de obras poéticas indispensables que tenemos a nuestro alcance: latinoamericanas, ibéricas y, desde este año, más allá. En estos momentos vale la pena volver la vista atrás y fijarnos en una de sus primeras apuestas, de 2017: Con pájaros que ignoro, la poesía reunida del valenciano Juan Luis Ramos (1957). Cuatro años después sigue siendo un libro fascinante, de feliz relectura. A la vez arroja luz sobre algunos de los hilos conductores que ha ido demostrando la propia editorial. Comencemos por decir que Ramos, que hizo parte del panorama lírico valenciano de los primeros años de la democracia, publicó sus tres poemarios hace cuarenta años, siendo veinteañero: Tiempo y práctica del círculo (1979), Climas impuros (1983) y Balada del indiferente (1983). No llegó a publicar lo siguiente en lo que trabajó: Un pasajero en la provincia (1983-1989). Después no hemos sabido mucho más de él. La razón de que Ultramarinos haya querido traer de vuelta estas obras, reconocidas en los ochenta pero no más tarde, se encuentra en ellas mismas. Estos textos, juveniles aunque de fuerte regusto añejo, airean su calidad desde el primer vistazo. Y no podemos sino preguntarnos por qué no ha estado Ramos en tantas antologías que pretendían radiografiar lo más valioso de la Transición y sus alrededores en las que hubiera debido estar. Sea cual sea la respuesta, Ultramarinos la zanja con contundencia y sin entrar en hipótesis: poniéndonos al alcance de la mano lo que después, en cuanto lo tocamos, se nos evidencia como imperdible. Ramos como un “olvidado” ahora inolvidable. La poesía de Ramos es un viaje a un universo como un círculo (temporificado, practicado) plisado sobre sí. Autónomo, como la mejor literatura, y no por eso menos esponjoso. Por su cualidad de mundo propio pero a la vez por sus ecos antiguos, románticamente remotos, podemos pensar en Borges. Como en él, en Ramos se palpa el placer de la invención, el gusto por el detalle y la reformulación fragmentaria de diversas tradiciones. Estos gestos van más allá de cualquier culturalismo. Por supuesto, es desde esas lentes que podríamos entrarle a su escritura; por ejemplo, comparte bastante con la de Guillermo Carnero en los setenta. Sin embargo, su compromiso con la modestia estilística destaca en comparación con otros autores de la época, en el sentido de que no hace alharacas sino que sus alhajas se nos aparecen casi imprevistamente y con un gran sentido del equilibrio, con la sabiduría de no querer apabullar. Además, hay en Ramos una sensualidad que no es sólo esteticista y decadentista (aunque también lo es). Es cierto que la alegría (melancólica) de fantasear y prorrogarse en los matices se alía con una sensorialidad desatada que nos lleva a Italo Calvino, Álvaro Cunqueiro y al primer Luis Alberto de Cuenca. Pero también más lejos: por otros laberintos, más neblinosos. Sus lenguas son muchas y esotéricas: esotéricamente pegadas a la materia. Se meten adentro de la búsqueda de belleza vía los cinco (o más) sentidos. Igualmente vía la recreación pictórica de atmósferas: con sugerencias, pistas de lo que viene o vestigios de lo que hubo. Close-ups de figuras o fondos cazados en el instante en que van a desaparecer o va a desaparecer el rayo de luz que pasaba por allí y, de pronto, los ha iluminado. Raras sinécdoques cautivantes. Veamos algunas de estas imágenes desmandadas más allá de lo estrictamente visual. En las páginas de Con pájaros que ignoro hay navegantes que surcan mares sin ancla, aventuras en océanos como (cito) «láminas sembradas de brillos». Hay viajeros en busca de sí, o de la amada, o de algún El Dorado o de un Tritón, una Gorgona. Hay un Amadís (muchos en realidad) que salen al afuera y la consistencia de esa realidad no les satisface, y se echan a los campos polvorosos de la otra realidad. Se entregan a ellos tal vez sin rumbo, tal vez acompañados apenas por el «dulce sol de la nada». Hay «sueños equívocos», motores de caprichosos desplazamientos. Hay «paseos en bicicleta al borde del abismo». Hay fracasos vitales y espirituales anunciados en los cielos, relatados con deleite perezoso y hasta anticlimático. Hay magos que no arreglan la vida. Hay alquimistas que no la extraen, que no la sintetizan en ningún preciado aceite. Hay paseantes que contactan con monstruos. Hay «niñas locas», hay «niñas rubias que escupen avellanas», hay «cielos musculosos». Hay amantes en busca de sus «ritmos privados» (que no pueden fijarse en el instante de la letra): añoranzas, mutuos desconocimientos, incompletitud. En Con pájaros que ignoro hay elegías y exhibición de lo ruinoso; lo ruinoso que, todavía, se coagula de preciosismos. Una percepción de lujo, modernista pero post-modernista (por desordenada), que se concreta en la suntuosidad de lo que atrapa para sí. La voluptuosa conspiración de los cinco (o más) sentidos atronando juntos nos llama a estar ojo avizor con respecto a lo tibio, lo crujiente, lo húmedo, lo resbaloso. Lo que se cuela, lo que gotea. El mármol, los ungüentos, las sombras, las manchas. Por eso hablo de raras sinécdoques cautivantes: lo que bulle por esas páginas son retazos de lo arquetípico de lo literario-occidental (al borde de lo oriental y orientalista en ocasiones) cuya combinación idiosincrática resulta tan pasmosa como seductora.
La poesía de Ramos se ocupa de la vida en tanto que juntura de «sangre y existencia» (materia) y en tanto que peripecia literaria (pseudo-tramas). Porque cuando es narrativa, presenta historias confusas y aún más confusas moralejas. Cuando no lo es, luce percepciones que nos invitan a observar tenues historias y a encajarlas con las historias que nos suenan porque son las nuestras, las heredadas, las espiadas. Ya sea que hable un yo lírico parco y celoso de su intimidad que cuenta (y no cuenta) sus «malas andanzas y tropiezos»; ya sea que un narrador turbio se complazca en posarnos a los lectores no en atalayas sino en añicos; ya sea que tome la voz poética la sacudida de lo matérico (que no de lo impersonal); la vida es aquí palabras a mitad, vivencia hecha mitos, mitos a mitad. De ahí que nos perdamos en salones, galerías, canales, parques; en fin, espacios públicos o semipúblicos donde sentir la soledad y la intensidad de lo que se mueve ligeramente y aumenta la niebla. Porque son espacios de tránsito, de umbral: de relato y de impresión; ambos resbaladizos. Nos pierde «el oscuro vientre de las plazuelas». La oscuridad de lo que pasa. Los títulos de los distintos poemarios del conjunto matizan esta visión. Está lo circular, aunque difuminado: la odisea no se acaba. Está el jalón del clima y lo mezclado o lo poluto. Está la conciencia del viaje y del margen (en sentido metafórico y literal: la provincia, el afuera del canon y el prestigio). Está esa subjetividad “indiferente” que, en su pesimismo (que es una forma de pasión) y su tenebroso o, de repente, jovial erotismo, se contradice a sí misma y ya no es indiferente. Lo es y no lo es: de nuevo, tránsito, umbral. Lo que cambia. Lo que no dura pero se rumia. Esta narratividad a medias mezclada con los regodeos de la sensorialidad a veces se choca con ciertos límites. Algunos de los hallazgos matéricos, en especial hápticos, que hay en ella a menudo ni siquiera pueden ajustarse a un cuento fijable. Difícil imaginar qué es, cómo hablan, huelen o palpitan, por ejemplo, «las terrazas cotidianas de la luz», «los días enredados» a una «piel» (quizás la de la mal amada) «como tejidos cremosos». Difícil imaginar «una tarde / brotada de castillos y calle», «el yeso de morir». Difícil y tentador ese «cuando la tarde es un delfín encendido», o esos «astros que caen al otro lado del verano». Difícil esa «avidez de animal sonámbulo» que es lo humano mismo, o «los cuerpos eucarísticos de las muchachas» ante los cuales no cabe sino la devoración. Difíciles e inolvidables las «ciervas lunares». Dice quien habla (que quién será) que hay pájaros, pero que los ignora: no sabe quiénes, cómo o por qué son, pero no les hace el vacío: los mira largo y tendido, no olvida, no facilita. Releer a Ramos es seguir ignorando sus esencias, y al tiempo es seguir colmándonos con lo irresistible de su poder de evocación. Releer a Ramos en Ultramarinos en poder prever retrospectivamente (y anti-biográficamente) qué seguiría haciendo Ultramarinos en su vertiente de poesía joven. Por la vía de la narratividad-sensorialidad a medias, Ramos va de la mano de Emma Villazón y Ruth Llana. Por la vía del sujeto indiferente-no indiferente-diferente (merodeando ciertas morgues de los cuerpos y el tiempo, casi a lo Gottfried Benn), Ramos se deja acompañar por Xaime Martínez. Releámoslo como lo releamos (las codas posibles son muchas), sigamos. |
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