LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
JULIO HARDISSON GUIMERÀ. COSTA DEL SILENCIO (Tercero Incluido, Barcelona, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La primera novela de Julio Hardisson Guimerà revela a un autor consciente y maduro, que nos ofrece una obra original, en la que la forma en que se presentan los materiales que la componen se convierte al mismo tiempo en filosofía, en expresión del núcleo ideológico de la misma. En los primeros capítulos, la novela parece respetar la tradicional estructura y sentido de la novela convencional: vemos a un hombre (sin nombre, siempre llamado así, “el hombre”) que llega a una isla del archipiélago canario (no se especifica cuál, aunque se intuye Tenerife) acompañado de su hija adolescente. Viene, además, como en la novela tradicional, con una misión: realizar un informe sobre la urbanización turística en la que se hospeda. Ese lugar, ya decadente y semiabandonado, no es extraño para él, pues está lleno de recuerdos de los años de infancia que vivió allí; su padre, además, fue uno de los que idearon y construyeron la urbanización, como un lugar de recreo y descanso para los trabajadores de la empresa finlandesa que financió su construcción. Pero, ya desde ese “convencional” comienzo, advertimos ciertas disonancias o desvíos. Muy pronto, el lector adivina que esta no es una de esas novelas “que te llevan” con el anzuelo de una intriga impostada y un planteamiento, un nudo y un desenlace. Tal vez, la primera extrañeza provenga de la voz narrativa. Es un narrador omnisciente que no renuncia a dar información (escasa) sobre pensamientos y sentimientos de este personaje, pero en el que predomina la objetividad y la distancia: no se implica con él, no hace que el lector se identifique emocionalmente con el protagonista. Y esta distancia será importante para el sentido de la novela: en esa distancia con la que el lector y el narrador observan las evoluciones del personaje sobre la isla queda un espacio silencioso. Por él, como por las grietas y ventanas de las casas abandonadas de la “agrupación”, se cuela el viento, se filtra la arena volcánica, se escucha el mar, se impone el paisaje. Y, en esa distancia entra, sobre todo, el inmenso silencio que domina esta novela. Entonces recordamos el título Costa del silencio. El silencio es un personaje más de la novela, me atrevería a decir que su verdadero protagonista. Esto es importante. Ese protagonismo del silencio también es una declaración, la propuesta que subyace a este texto: porque el silencio es aquello ajeno a lo humano, si entendemos lo humano como el pensamiento y el lenguaje. Creo que el sentido último de la novela es fundir o yuxtaponer al hombre sobre el paisaje, dejar que este se manifieste, no ocultarlo, no convertirlo en un fondo o decorado sobre el que brille el hombre, el héroe, el protagonista. Por eso, también, muy pronto nos damos cuenta de que predomina lo descriptivo sobre lo narrativo. Más que sentimental o intelectual, más que detenerse en las intenciones, deseos o temores del héroe, Julio Hardisson construye un narrador muy sensorial, que utiliza al protagonista como una sonda enviada al planeta Costa del silencio a través de la que el lector recibe imágenes, olores y sonidos. “El hombre” es, sobre todo, unos ojos y unos oídos, más que un sujeto emocional o una máquina de pensar e interpretar lo que ve. La siguiente extrañeza tiene que ver con el resto de personajes que van apareciendo en ese espacio. Su presencia inconsistente es la de los fantasmas. Y entonces surge la tercera extrañeza; porque esos espectros revelan un desorden temporal. Los hombres, los personajes, son fantasmas que transcurren en un tiempo irreal, en el que se superponen pasados y presentes, en el cual nunca sabemos si quien aparece entre las rocas, en los barrancos y en las cuevas, es alguien que habita el presente de la narración o es un espectro que habita ese tiempo indeciso y poroso de la novela. Los personajes son fantasmas y voces, lenguajes, textos, diálogos dialectales que han quedado flotando en el omnipresente viento que es la voz más reconocible del silencio. Los personajes, como los edificios, son ruinas también: la huella frágil de lo humano y temporal que se posa sobre el espacio y se deja absorber por él, es decir, por la tierra, por el volcán, por la costa, los barrancos, el “lapilli”, la arena negra, las dunas que invaden y engullen toda construcción humana. El espacio, la tierra, adquiere una dimensión más allá del significado; irreductible, es una presencia pura y absoluta que no admite palabra ni relato. Es un significante material que se resiste a dejarse unir a un significado conceptual que involucre futuro, proyecto, tiempo humano; es un significante que deja que los significados, los relatos, las intenciones con las que el hombre la interpreta, usa y maquilla a su imagen y semejanza, se posen sobre ella, con total indiferencia, sabiendo que el viento y las dunas pasarán y lo borrarán todo para que todo vuelva a empezar. Lo narrativo se subordina a lo descriptivo, lo temporal se diluye en lo espacial, lo humano se funde en el paisaje. Pedro Páramo, por supuesto, hace un inevitable cameo para reforzar ese desierto, para que también el viento y los fantasmas de la literatura se cuelen entre las líneas de la novela. Pero tampoco se consolida la obra en ese modelo narrativo. Esta no es una versión isleña de Rulfo. Lo ensayístico, a través de la excusa narrativa de la “investigación” histórica del protagonista, empieza muy pronto a adquirir peso. Los dos temas principales que involucra la dimensión ensayística de Costa del silencio son la arquitectura y la utopía. Por supuesto, están relacionados. Y, por supuesto, como he anunciado al principio, el sentido o la propuesta que se desprende de las reflexiones ensayísticas de la novela es el que justifican su peculiar composición técnica (es decir, en las elecciones del cronotopo, estructura, personajes y voz narrativa). La arquitectura es la actividad que relaciona al hombre con el espacio, a la persona con el paisaje, con la naturaleza. Por eso, en una novela tan determinada por lo espacial, por el conflicto entre el hombre y el entorno, se plantea como tema central y recurrente el de la arquitectura: es el motivo inicial de la novela (la investigación sobre ese complejo vacacional de reposo para trabajadores de una empresa finlandesa) y, desde ahí, se extiende a casi cualquier construcción que aparece, tanto del pasado, como de proyectos diseñados o pensados para el futuro. Hay una reflexión recurrente sobre la forma en que el hombre ocupa el espacio, la tierra, tanto en un sentido concreto e inmobiliario, como en su dimensión ecológica y filosófica. El protagonismo espacial de la isla y sus volcanes, el carácter secundario (y fantasmal) de los hombres que brevemente pasan sobre ese espacio, impone una visión de respeto por la tierra de la que parece desprenderse una llamada a la humildad, a abandonar las concepciones “conquistadoras”, idealistas y subjetivistas de la arquitectura y la explotación económica del espacio en las que se ignora por completo el elemento material. Así se habla, por ejemplo, del concepto arquitectónico de “espacios equilibrantes”: «Tenía una visión de la construcción muy ligada al territorio y, sobre todo, enfocada al bienestar y la calidad de vida de las personas que utilizaban los edificios (...), tras décadas de turismo extractivo, insostenible tanto para la naturaleza como para las personas que residían, trabajaban o veraneaban en la zona». (171) Para la dimensión más ensayística de Costa del silencio, además de los informes arquitectónicos, es esencial el personaje de la hija adolescente de “el hombre”. Ella incorpora la reflexión sobre la ecología y la utopía que, por supuesto, está relacionada también con la arquitectura y con la relación hombre-espacio, hombre-naturaleza. Por su edad, la hija representa, en sí misma, el futuro, la nueva generación, una nueva forma de pensar, y de actuar, que dialoga con la de la generación del padre. La dimensión teórica de esa visión “utópica” se expresa, principalmente, a través de los diálogos con Sabine Scholl, una artista alemana que está en la isla para participar en un congreso ecologista en el que la hija se interesa. Hay un capítulo esencialmente ensayístico, en forma de diálogo entre el protagonista y Sabine, en el que se debate la interesante cuestión de la utopía, de la posibilidad o la imposibilidad de pensar el futuro. Sabine defiende la posibilidad de una utopía “realista”, que tenga en cuenta las condiciones materiales y no trabaje solo desde el idealismo abstracto. Esa “utopía de lo inmediato” y ese rechazo a vivir en un mundo de ideas introduce también otra variante utópica, de más urgente actualidad: las redes sociales y su efecto sobre la psicología (sobre todo, pero no solo) de los jóvenes. Sabine Scholl y el grupo de jóvenes con el que la hija del protagonista se relaciona se adscriben a la corriente alemana de la “ecología gris” de Robert Habeck, un líder ecologista alemán que propone la desconexión de las redes sociales y “el retorno a la realidad”, para huir de esa ansiedad continua, la aceleración del tiempo, la polarización política y el narcisismo al que el diseño de las redes sociales (con sus premios psicológicos paulovianos del like y la recompensa emocional) nos empujan.
La dimensión práctica de esa reflexión sobre “nuevas utopías” también se representa en el personaje de la hija. Ella, junto con otros jóvenes, tanto lugareños como de extranjeros que asisten al congreso ecologista, habitan las ruinas (el minigolf, la pista de kart...) como materialización de esa nueva, humilde y modesta, pero realista, forma de utopía: aprovechan arquitectura decadente, juegan con ella, la resignifican, extraen nuevas posibilidades, y la ocupan con una inocente naturalidad y alegría cuyo carácter de utopía parece resistirse a esa definición, pues estamos demasiado acostumbrados a asociar “utopía” con “futuro”, con “perfección”. En el excelente prólogo, Bernat Castany dice que el autor «inaugura con esta obra una literatura de 360 grados. Y no solo porque invoca todo tipo de géneros escriturales, como el diálogo, la transcripción de entrevista, el diario, el informe o el programa de congreso, sino, sobre todo, porque multiplica las perspectivas narrativas con el objetivo de desplazar al ser humano del centro». Creo que ese es uno de los grandes aciertos de la novela. A pesar de todo lo que se plantea y propone, nunca hay una voz ni una intención abierta y molestamente pedagógica en la obra. La hábil yuxtaposición de todos esos heterogéneos elementos discursivos no solo aleja del protagonista y del narrador la defensa de una “tesis” impuesta para dejar que sea el lector quien “escuche” y reflexione; sobre todo, consigue materializar de forma técnica y compositiva esa propuesta utópica en la que el hombre se desplaza del centro, en la que “el hombre” no es protagonista que domina la naturaleza, el paisaje, negándolo en su extrema subjetividad, sino que es un elemento más, protagonista, pero fantasmal, temporal, que transcurre sobre un paisaje que permanece silencioso.
0 Comentarios
VICTORIA LOMASKO. LA ÚLTIMA ARTISTA SOVIÉTICA (Godall, Barcelona, 2022) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ «Se suponía que los autores del segundo mundo hacían arte político sobre la injusticia social y que crear sus propios mundos era un privilegio de los artistas de países prósperos», escribe Victoria Lomasko en el último capítulo de este libro, titulado significativamente “La última artista soviética se convierte en persona”. Acerca de uno de los creadores residentes en Moscú como ella a quienes entrevista en este tramo, la autora escribe: «Era obvio que a este artista solitario realmente le gustaba la energía oscura de ese lugar, le gustaba el drama. Y a mí, ¿qué me gustaba? Estaba segura de que ya no quería ser la última artista soviética. Terminaré este libro y basta». El agotamiento de la autora es artístico y existencial: la Rusia actual es invivible. Dos semanas antes de la invasión rusa en Ucrania, Lomasko dio por concluido su trabajo como “última artista soviética”. Poco después voló a Bruselas para no regresar a su país. Hoy vive como refugiada en Berlín. Varios años antes de hacerlo, exactamente desde 2008, empieza con su labor a pie de calle, recogiendo las conversaciones con la gente que se encuentra o a la que ella busca y dibujándola en muy diversos espacios y actitudes. Es así como la autora da inicio a una gran crónica escrita y dibujada sobre su propio país, con la complejidad que en su caso supone el mismo término. Este ciclo será recogido primero en Otras Rusias y después, con la contundencia final que ya hemos comprobado, en el libro que ahora reseñamos, La última artista soviética. En su día, de hecho, el padre de la autora trabajó como artista soviético. Mediante un estilo de dibujo con aires de muralismo soviético mezclados con cierta espontaneidad punk en el trazo, la viva expresividad que su ejecución “en directo” le confiere, Lomasko prolonga esa cadena familiar y pone su arte al servicio de una muy plural e históricamente castigada colectividad post-soviética que ya solo quiere librarse de la actual tiranía del poder oficial, con Putin y la Iglesia ortodoxa rusa a la cabeza. Su trabajo emparenta con el de las crónicas en forma de novela gráfica de Joe Sacco en Notas al pie de Gaza y Gorazde, zona segura o el de Guy Delisle en Pyonyang o Shenzen, aunque Lomasko se apoya en textos más amplios —texto e ilustración se reparten a la mitad el espacio de las páginas del libro, en una proporción aproximada— y no recurre al lenguaje secuencial entre las ilustraciones, que han sido realizadas in situ y conservan la espontaneidad y la urgencia de un arte tan testigo y descriptivo como social, reivindicador, político. En Otras Rusias, Lomasko retrató lo que ella denominaba allí “los invisibles”: «La vida de los adolescentes reclusos en los reformatorios, de los maestros y alumnos de las escuelas rurales, de los inmigrantes, de los ancianos entregados en cuerpo y alma a la iglesia ortodoxa, de las trabajadoras sexuales, de las mujeres solteras de la Rusia de provincias». Y escribe después: «Para mí, los “invisibles” no son personajes particularmente marginados, ya que en Rusia la mayoría de la población es invisible: los distintos grupos sociales están aislados unos de otros, no tienen acceso al ascensor social ni al espacio público». De la minuciosidad del trabajo de Lomasko, y también de su voluntad de reflejar el instante de manera veraz, pueden dar idea estas palabras de su autora en el inicio de este libro, como explicación de los ocho “Retratos negros” con los que inaugura su futuro gran fresco: «Cada retrato está dibujado a partir del encuentro casual con alguien, hasta entonces desconocido, que por una razón u otra quiso hablarme de su vida. Este tipo de situaciones no se pueden forzar, con lo cual esta serie de ocho láminas tardó tres años en tomar forma».
En 2012 da comienzo a la serie de crónicas de “Los airados”, con las manifestaciones multitudinarias y el activismo insólito que afloraron entonces. Y finalmente, en este La última artista soviética Lomasko viaja por diversos rincones de la antigua URSS —Kirguistán, Armenia, Daguestán, Georgia, Ingusetia y Bielorrusia— para retratar la vida diaria entre los cascotes del extinto monstruo soviético, una temática que comparten tantos y tan diferentes autores y creadores, desde la bielorrusa Svetlana Aleksiévich, también cronista, al novelista húngaro László Krasznahorka. La convivencia descrita y dibujada por Lomasko se halla marcada por tensiones étnicas y culturales de todo tipo. La autora prestará especial atención a la situación especialmente precarizada e invisibilizada de mujeres y personas pertenecientes al colectivo LGTBI, en el seno de muchas de estas comunidades, y al igual que hizo en Rusia, terminará de componer un valioso, detallado y muy intenso mosaico con las experiencias, las ilusiones, las reivindicaciones y los sueños de futuro de tanta y tanta gente allí. «No es asunto de un artista correr con su álbum en las manos para escapar de la policía; el trabajo de un artista es dibujar las formas del futuro deseado», escribe Victoria Lomasko al final de este libro, agotada. No es para menos. La intensidad de su trabajo habla por ella. El lector solo desea, al acabar este libro, que todas esas Rusias invisibles y airadas encuentren la forma de vivir por fin con dignidad y en libertad, en ese futuro deseado. JUAN GÓMEZ-JURADO. CICATRIZ (Ediciones B, Barcelona, 2015) por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ En mi opinión, su mejor novela. Comenzaré mi juicio con esta contundencia porque Jurado merece su momento de gloria. Siendo el autor de thriller español más leído en todo el mundo, a pesar de lo corriente de sus tramas, ha alcanzado con esta obra su culmen literario. Salto y bajo en un instante en ambas sentencias porque la realidad de Jurado es así. Lo corriente de sus tramas, como signo identificativo, vinculado al divertidísimo ritmo de las mismas, a una acción adictiva protagonizada por los personajes más normales y complejos a partes iguales. Su obra como deleite para el placer de leer sin sobrecargas, sin orgullos, con los nervios a flor de piel, pero la cabeza relajada. Así es este autor, un personaje real en un mundo normal que disfruta escribiendo, y disfruta de unos lectores que disfrutan, sin mayores pretensiones; que ofrece sobre el papel una película de acción taquillera, puede que demasiado comercial y sometida al cliché, puede que simplemente sencilla. Pero ojo y que no nos pierda la ausencia de una descriptiva más poética, del detalle de una complejidad emocional o la historia de alguna vida, porque el autor compensa el ahorro de la belleza narrativa con esa carga eléctrica de la acción bien llevada, del movimiento. Juan Gómez Jurado, hoy por hoy conocido como novelista, se formó en periodismo, lo cual podría explicar el frenetismo tan estudiado de sus tramas. A pesar de su éxito desde su primera novela y sobre todo con La dama roja, el libro más leído de España durante dos años consecutivos, continúa vinculado a su profesión inicial participando en los podcasts Todopoderosos y Aquí hay dragones, además de otra serie de colaboraciones puntuales que le dan esa vida tan plasmada en sus novelas. Estas últimas han sido diez en total, comenzando en 2006 con Espía de Dios y terminando en 2020 con Rey blanco. Ha trabajado con distintas editoriales, pero las últimas cuatro han sido de Ediciones B. Cicatriz es una novela de amor y engaños donde un joven protagonista, Simon Sax, habilidoso en lo suyo, pero social y comercialmente torpe, podría hacerse multimillonario vendiendo su invento, y conoce a una enigmática Irina que cargará nuestras páginas de secretos. Comienza con una escena rebosante de energía que no voy a desvelar, para lanzarnos enseguida al inicio que nos invitará a descubrir los errores de Simon, el primero de ellos, no preguntar por la cicatriz. Es una novela terriblemente actual en la cual rebosan los guiños a la realidad, donde la ficción se abre su sutil camino a través de la tecnología, que en esta obra supera a la propia historia. Una novela que, a pesar de su carencia artística, nos mantendrá en vela hasta devorarla por completo. Cuenta con dos introducciones, una para cada personaje, Irina y Simon, se divide en dos partes, Antes con treinta y dos capítulos y Ahora con Ocho, y se desarrolla sobre dos escenarios diferentes, Chicago, puede que llamando al americanismo que igual pudiera hacer tambalear la originalidad de la obra, y otros lugares que no son Chicago, pero no se dotan de una importancia propia de forma individualizada. Esa carencia artística, ese ahorro en la belleza narrativa, esa falta de descriptiva poética que comentamos, ponen a Jurado en una interrogativa constante en el mundo literario, en el eterno debate de si es un escritor que vende por ser un escritor vendido, o, si verdaderamente es un buen escritor, uno que baila con las palabras como estas lo merecen. En mi opinión, como cualquier cosa verdaderamente buena en esta vida tan exigente, no es ni una cosa ni la otra. Como ya anticipaba unas líneas más arriba, el autor tiene una facilidad pasmosa para romper los moldes con una trama y personajes asombrosamente corrientes, indudablemente inspirados en la realidad, lo cual es sin duda un don que solo un buen escritor sabría manejar, y aunque no es el deleite del gran fanático del arte, tampoco es una pretensión con nombre y apellidos sino un hombre tan corriente y complejo como sus personajes, que no pretende demostrar nada, que solo disfruta de la vida que infunde a sus libros.
El objetivo de Jurado con esta magnífica creación es empujar al lector a un viaje ligero pero acompasado donde dejarse llevar sería la clave para un disfrute máximo. A través de una puesta en situación de personajes maravillosa y sorprendente donde nada es lo que parece y todo va cobrando sentido con su justa pausa, hasta que el lector sabe más que los mismos, cargando dicho viaje de una apasionante tensión, saltando en infinidad de afanes, de la superación a la venganza, del éxito al amor... Y enganchándose a sus protagonistas en una red de emociones tan tangible que generan un doloroso vacío cuando el libro termina, porque parece que forman parte de esta vida y despiertan todo nuestro cariño, como poco. Mención especial aquí a Arthur, el hermano mayor de Simon, a quien este cuida y protege más que a nada en el mundo por tener Síndrome de Down y que nos arrastra inevitablemente a la angustia de descubrir si será víctima de alguna de las cargantes situaciones que se van sucediendo. Podríamos, de todas formas, una vez todo acaba, mantener la ilusión sobre las tres historias que plantea la novela y abren la posibilidad a otras tantas en un futuro, como sugerencia personal, porque, aunque esta obra tiene un final, no sorprendente, por cierto, y quizá uno de sus puntos débiles, pero bastante digno del vilo hasta sus últimas letras, parece que deja la puerta ligeramente abierta a una continuación. Cicatriz, además, sobre una base de recursos literarios interesantes y ágiles, como los flashbacks, propone un nuevo estilo de thriller que no perdona una masacre de uñas, pero que también plantea su tan merecida acción en el plano de una novela contemporánea, que además alardea de humor, ironía, romanticismo y, por qué no, cierta negrura, demostrando una vez más por qué, Jurado, aunque no se luce como poeta, lo hace de otras mil maneras. Por último, añadir que, en cualquier caso, la narración directa de Jurado no perdona la reflexión, lo cual es, también, digno de mención en un estilo tan escueto, atrapando la atención del lector y sumiéndole en las dobleces de unos personajes perfectamente construidos, con sus brillos y grietas, a través de la soledad, la comodidad de la mentira, la necesidad de ser amado, el valor para afrontar los errores, la desesperanza, el miedo, la desconfianza, la amistad y el instinto de supervivencia. CORMAC MCCARTHY. EL PASAJERO / STELLA MARIS (Literatura Random House, Barcelona, 2022) por ALEJANDRO SÁNCHEZ ROMERO Lo contrario al trabajo no es el entretenimiento sino la calma, la reflexión, la experiencia consciente frente a la extenuación mecánica; la exégesis de los acontecimientos vividos —directa o indirectamente— que nos permite armarnos para la elaboración del Dibujo —que bien puede ser un poema, un cuadro o una ecuación matemática...—, ese dibujo cuya finalidad será la de rescatar una mínima partícula del vasto océano al que van a parar sueños y recuerdos —vecinos pared con pared de lo que Jung convino en denominar «Inconsciente Colectivo»—, y que nos servirá para tirar puentes —dotar de cierta argamasa, esencia— a la sucesión constante y escurridiza de hechos disímiles que la sociedad ha convenido en denominar «Vida Real». No solo no tenemos idea de lo que pasará sino que ignoramos por completo el significado de lo sucedido. Nuestra situación, más que intermedia, es mareante. Fijado el culo a este infinito carrusel, ¿qué somos?, ¿heraldos de la divinidad o ridículas cabezas de turco? Cormac McCarthy, en el final de su Trilogía de la Frontera —páginas finales de Ciudades de la llanura—, escribió: «Los acontecimientos del mundo de vigilia [...] nos son impuestos y la narración es el eje insospechado a lo largo del cual se extienden. Nos compete a nosotros sopesar y clasificar y ordenar estos acontecimientos. Somos nosotros quienes los reunimos en la historia que es nosotros. Cada hombre es el bardo de su propia existencia». Por tanto, así como el mundo nos imagina es labor nuestra imaginarlo. Al igual que proyectar nuestro lugar en él. Convengamos entonces en este tiempo pautado —durante lo que dura la lectura de estas páginas— en vernos como algo más que seres sacrificables cuyo valor no es más que el de aplacar la sed de sangre de la tierra hostil que nos sustenta, pues estamos de celebración: ¡ha vuelto Cormac McCarthy después de dieciséis años! El pasajero y Stella Maris —un díptico, un doble espejo a imagen de Atala y René, de Chateaubriand— son sus dos nuevas novelas. Esto que van a ver ahora es solo un dibujo: mi dibujo de ellas. Cada uno tendrá el suyo —¡claro!—, por lo que disfruten y no me lo tengan demasiado en cuenta; nada cae en saco roto y todo es susceptible de arrastrarnos a las profundidades: «Lo que intenta la física es trazar un dibujo numérico del mundo [...] No se puede ilustrar lo desconocido. Signifique eso lo que signifique». 1) Son nueve pero ¿y el décimo pasajero? La acción de El pasajero comienza con su protagonista, Bobby Western, sumergiéndose de madrugada en las aguas del golfo de México, a la altura de la ruta Noventa camino de Pass Christian, Biloxi, Mobile —el adjetivo batipelágico es pronunciado—; suena el segundo concierto para violín de Mozart. El desconcierto campa entre los buzos de rescate; un avión de pasajeros se ha estrellado y se encuentra en lo profundo: «Los pasajeros en sus asientos respectivos, los cabellos flotando. La boca abierta, todos ellos, y en los ojos ni rastro de especulación». Ante tal concatenación de hechos extraños Bobby da en el clavo tras volver a la zodiac y quitarse la máscara: «Yo diría que ya estaban muertos cuando el avión se hundió». Lo que hasta entonces parecía una pena suspendida, aletargada y marcada por una desesperada pero queda fuga mundi --eremita procede del vocablo griego ἔρημος, que significa «desierto» o «del desierto»— se ve alterada; Bobby había conseguido ahogarla frecuentando esa clase de bares de la Estados Unidos profunda donde se rememora la guerra de Vietnam, se bebe Budweiser y se canta voz en grito ‘Can’t take my eyes off you’ de Frankie Valli, mientras se juega al billar; pero en una noche fantasmal —«A veces la ciudad parecía más oscura que Nínive»— dos hombres con placa aparecen en la puerta de su casa preguntándole por ese misterioso décimo pasajero; sospechan que Bobby, como uno de los buzos que participó en el rescate, pudo verse inmiscuido en la desaparición del cadáver o... ¿Acaso este pasajero estaba vivo y Bobby ayudó a llevarlo a la superficie?, ¿alguien lo avisó de que bajara en la parada correcta del autobús? Yo, personalmente, dudo que exista una parada correcta. Y menos aún que puedas elegirla. Llegado el momento siempre es ella la que te elige a ti. 2) Un trauma marcado por el número nueve. El consuetudinario hostigamiento al que se ve sometido a partir de ese momento por los hombres con placa comienza a agitar las aguas del trauma que asola su alma. Aunque llamar trauma a lo que sufre Bobby Western sería un eufemismo. Más acertado sería afirmar que vive por y para revisitar una y otra vez ese trauma, acunarlo, abrazarlo, zambullirse en él adoptando posturas de lo más peregrinas; las dos huellas negras en el extremo azul del trampolín. Ese trauma es la razón de que viva, aun si su cerebro está o no conectado a una cubeta de agua y sus sueños y recuerdos son fruto de impulsos electromagnéticos. Y qué más da, si ambos —y los de todos— reposan en el fondo de esa no cartografiable nada: «Se miró en el moteado espejo amarillento. El ligero alabeo del azogue convertía su rostro perfecto en un retrato prerrafaelita alargado y ligeramente torcido». Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el número nueve? El maestro Fulcanelli, en su icónico El misterio de las catedrales, se preguntó: «¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?», para luego más adelante añadir: «Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así la catedral tiene sus pasadizos ocultos. Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de la iglesia, constituye la cripta», y luego: «Sentada en un trono, lleva un cetro —símbolo de soberanía— en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho, yérguese la escala de nueve peldaños --scala philosophorum—, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor hermética». Según diversas teorías matemáticas actuales englobadas en ese cajón de sastre que hemos convenido en denominar «Matemáticas Vorticiales», el número divino a través de lo que todo gira es el nueve; el nueve es el Todo y la Nada, y el tres —del cual es múltiplo— simboliza el espacio, y el seis —también múltiplo del tres— simboliza el tiempo; en palabras de Alicia Western a su psiquiatra —¡hermana de Bobby!—: «En un espejo las tres y las nueve intercambian posiciones, pero las seis y las doce no. Es una pregunta de niños, pero algunos adultos tienen problemas para entenderlo. Si lanzas un puñado de palitos al aire y les haces una foto habrá muchos más orientados hacia el plano horizontal que hacia el vertical». 3) El mito de Géminis. En un universo —¡el nuestro!— regido por los opuestos, el nueve, por tanto, simboliza la conjunción de estos: el nueve es el guión del espacio-tiempo y —cómo decirlo— Bobby está profundamente enamorado de su hermana Alicia. Y Alicia —¡faltaría más!— está profundamente enamorada de él: «Debería haber sido tu sendero de la sombra, la guardiana de esa casa que es el único lugar donde tu alma permanece a salvo». Vaya coniunctio oppositorum, ¿verdad?: «A veces soñaba con la primera vez que estuviéramos juntos. Todavía ahora. Quería que me veneran. Que entraran a mí como en una catedral». Pero ¿cuál es el significado esotérico de esta irrefrenable pulsión incestuosa? Veamos qué dice sobre Géminis Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos: «Por el carácter dinámico de todas las contradicciones (lo blanco tiende hacia lo negro, la noche quiere transformarse en día, el malo aspira a la bondad, la vida va hacia la muerte), el mundo fenoménico está constituido por un sistema de perpetuas inversiones, figurado por el reloj de arena que gira sobre sí mismo para poder mantener su movimiento interior gracias al paso de la arena por el agujerito central o “foco” de la inversion [...] Géminis es el lugar de inversión, el monte de la muerte y de la resurrección». 4) Oppenheimer A.K.A. el juez Holden. Alicia y Bobby son vástagos de uno de los más brillantes físicos de su generación, el cual trabajó mano a mano junto a Oppenheimer —estamos hablando del Proyecto Manhattan— para dar a luz la bomba atómica. Ergo, su padre no solo los parió a ellos: «La finalidad de toda familia en sus vidas y sus muertes es crear al traidor que borrará por fin su historia para siempre. ¿Algún comentario por ahí?». Hermanos bastardos de la Muerte —¡con mayúsculas!—, de esa terrible muerte atómica de centenares de miles de seres humanos cuyo dolor y sufrimiento —¡sus últimos estertores!— sirven de inagotable combustible para la llama de su amor, la misma que los atormenta e ilumina en la noche oscura: «En algunas calles había armazones quemados de tranvías. El cristal había saltado de sus marcos, derretido por el fuego, y encharcaba los ladrillos. Sentados sobre los muelles renegridos los esqueletos carbonizados de los pasajeros ahora sin ropa ni pelo y negras tiras de carne colgando de los huesos. [...] Llevaban su propia piel en brazos como si fuera la colada [...] los que veían no más afortunados que los ciegos». Las primeras palabras de Oppenheimer —inspiradas en el Bhagavad-Gita— cuando fue testigo del poder destructivo de la bomba fueron: «Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos». Pero no es la primera vez que McCarthy liga el destino de sus personajes al destructor de mundos. O a la energía atómica. Recordemos estas líneas de Meridiano de sangre en las que se narra cómo el juez Holden se une al grupo liderado por Glanton —por si quieren jugar a ser Oppenheimer en casa—: «Fue hacia el meridiano de aquel día cuando nos topamos con el juez subido a su roca [...] tenía al lado ese mismo rifle que usa ahora, todo engastado en plata alemana y el nombre que le había puesto incrustado en hilo de plata debajo de la quijera, en latín: “Et in Arcadia ego”», y luego: «Dos hombres habían desertado aquella noche y por tanto solo quedábamos doce y el juez trece», y luego: «Pero en esos dos días el juez lixivió el guano de la cueva con agua de arroyo y ceniza de leña y lo hizo precipitar y luego construyó un horno de arcilla donde quemó carbón; de día apagaba el fuego y al caer la noche lo volvía a encender», y luego: «Se levantó al vernos llegar y fue hasta los sauces y volvió con un par de alforjas y en una había como ocho libras de cristales puros de salitre y en la otra unas tres libras de buen carbón aliso», y luego: «La luna estaba tres cuartos llena y creciendo», y luego: «El juez [...] se sentó y empezó a descamar la roca con su cuchillo [...]. Era azufre vivo [...] Nos pusimos a rascar las rocas [...] y fue hasta un hueco en las rocas y derramó el carbón y el nitro y lo mezcló todo con la mano y luego echó encima el azufre», y luego: «El juez [...] se había sacado la picha y estaba meando sobre la mezcla, meando con aires de desquite, y entonces nos exhortó a que hiciéramos otro tanto [...] convirtiendo aquella masa en un asqueroso mazacote negro», y luego: «Entonces el juez cerró su cuaderno y cogió su camisa y la extendió sobre el hueco en la roca y nos dijo que le subiéramos la cosa aquella. Todos sacamos los cuchillos y nos pusimos a raspar y él nos previno de que no sacáramos chispas a aquellos pedernales. Los amontonamos encima de su camisa y él se puso a cortarla y desmenuzarla con su cuchillo», y luego: «El juez [...] siguió moliendo la masa y luego nos gritó a todos que llenásemos los cebadores y las cofias», y luego: «Todos los tiros fueron certeros, ni un solo error con aquella pólvora misteriosa». 5) Alicia en el país de los Sombrereros Locos. Y es que cómo no va a estar loca Alicia Western, si está enamorada de su hermano, es hija de un destructor de mundos, es una brillante matemática que con catorce ya estaba siendo promocionada a la universidad y es capaz de leerse cuatro o cinco libros al día... Pero ¿qué es la locura —parece reflexionar de manera consciente McCarthy— sino una especie de enteógeno que nos hace vibrar y conectar con la divinidad, localizar las costuras de la Creación, acceder al poder de la sinestesia, ver los huesos de nuestra mano con los ojos cerrados o curvar ligeramente el mástil de un violín para hacer de él una pieza única? ¿O no fue para volvernos locos que decidimos morder la manzana? ¿Disfrutó Cristo siendo crucificado? Alicia, epígono de ínclitos genios locos como Kurt Gödel o el mismísimo Wittgenstein, comparte con ellos no solo su capacidad asombrosa para desmenuzar las hebras de la realidad sino también sus monstruos —monstruo proviene del verbo latino monstrare—, sin importar peculiaridades, pues dichas peculiaridades responden al tipo y tamaño de nuestra grieta y son solo una ilusión, ya que el tronco es el mismo y las raíces profundas. En el caso de Alicia se trata del Chico Talidomida —la Talidomida fue un fármaco muy popular a finales de los sesenta que provocó una gran cantidad de abortos y todo tipo de aberrantes e inverosímiles malformaciones en los bebés que fueron a nacer; acá una muestra—, un engendro de menos de un metro de altura, aletas en lugar de manos y un cráneo repleto de cisuras y remaches como si después de haber sido deformado a base de martillazos alguien hubiera tratado de hacer un burdo apaño. A lo largo de sus apariciones el Chico Talidomida ejercerá de contrapeso de la malograda psique de Alicia Western alzándose como una especie de guardián psicopompo de la barrera —siempre una de cal y otra de arena— generando en el lector una sensación cercana al desprecio sin paliativos y a la infinita pena, como si de un feto recién abortado se tratase. En una de las cumbres de la(s) novela(s) el Chico Talidomida salta de la psique de Alicia para salir al paso de la huida laberíntica en la que se encuentra inmerso su hermano Bobby y decirle lo siguiente: «Hay muchos pecios por ahí. Muchos agarravergas. Pero no pueden pasarse la vida agarrados. Hay gente que piensa que sería estupendo descubrir la verdadera naturaleza de la oscuridad. La colmena de la oscuridad y la guarida de la misma. Se los ve por ahí con sus farolillos». 6) «Siempre hay un barco que arriba en la españolidad perdida». Ese fue el mensaje que le mandé a mi buen amigo y pintor Adrián Mena Paredes cuando llegué al momento en que Bobby Western decide culminar su singladura fantasmal en la isla de Formentera: «Siempre hay un barco que arriba en la españolidad perdida». Esta fue su respuesta: Una tela de siete metros de ancho por cuatro de alto cuyo nombre es Ismael o el soñador. Una vez más McCarthy retornando hacia su españolidad. 7) «We shall live again». Suenan las últimas notas de la canción ‘We shall live again’ del disco From dreams to dust de The Felice Brothers: This world is ours and all the stars / It’s like the icing on the cake of death / And the only word that rhymes is breath / We shall live again, y John Sheddan a la luz fantasma de un cine vacío le confiesa lo siguiente a Bobby Western: «Cuando la sustancia de algo es un asunto poco claro, la forma de este algo difícilmente puede reclamar más terreno. Toda realidad es pérdida y toda pérdida es eterna. No la hay de otra clase. Y esa realidad a la que interpelamos debe en primer lugar contenernos a nosotros. ¿Y qué somos nosotros? Diez por ciento biología y noventa por ciento rumor nocturno». We shall live again. 8) Scire, Potere, Audere, Tacere. McCarthy, con El pasajero y Stella Maris, culmina en la cúspide una carrera sin parangón, donde la literatura se ha visto ungida y redimida frente a una maquinaria que no ha cejado un segundo de arrastrarla y politizarla hasta el punto de convencer a la morralla cretinoide de la necesidad de antes de loar una novela —si acaso esta lo mereciera— averiguar con lupa inquisidora las intimidades del que la escribió —si votó al PSOE en el ochenta y dos, si está o no vacunado, si le gusta que le den por el culo...—; una maquinaria, decía, abyecta, censora y supeditada a lo material, es decir, corrupta y desalmada, donde periodicuchos sufragados por un Estado orwelliano se arrogan el derecho a decidir —«Tú sí, tú no»— y donde sus no menos vomitivos suplementos culturales —sufragados estos por la calderilla sobrante del bolsillo de funcionarios de toda la laya, los mismos que pretieren a diario el genocidio moral y cultural del que son parte fundamental pero no así su mensualidad, por la que, llegado el caso, serían capaces de asesinar— tratan de afianzar un mercadeo ad infinitum de favores y aplausos fatuos con que asegurarse el derecho de pernada. Aun no teniendo dinero para calcetines o pasta de dientes no se rebajó a conceder entrevistas —es cierto que luego alguna de repercusión llegaría, pero ya con el pescado vendido—; hasta que sus libros no fueron suficiente divisa, Cormac McCarthy no dio un paso al frente para decir: «He sido yo». Jung, Papini, Eliade o Cirlot clamaron durante toda su vida por un nuevo héroe solar. Hoy —con casi noventa años— podemos decir bien alto que el gran héroe solar de la literatura mundial es Cormac McCarthy. Lestrigones, cíclopes, el salvaje Poseidón... A todos ha vencido. Sus libros son una bofetada en la cara de esta narcisista sociedad, un ejemplo de que con humildad, trabajo, valentía y silencio se puede. Y tal vez sea esa la única manera. Para finalizar, veo a mis amigos realmente preocupados, temerosos del sentimiento de orfandad que habrá de atenazarnos cuando llegue la muerte del Escritor. A ellos van dirigidas estas últimas palabras: «Cormac McCarthy solo responde ante Dios, la Hispanidad y Gilgamesh, así que no os preocupéis, sea lo que sea lo que haya al otro lado, volverá para contárnoslo». 9) Cójame la mano.
I will be your child to hold And you be me when I am old The word grows cold The heathen rage The story’s told Turn the page. RAFAEL CHIRBES. DIARIOS. A RATOS PERDIDOS 3 y 4 (Anagrama, Barcelona, 2022) por PEDRO GARCÍA CUETO LA MIRADA DE CHIRBES A LA VIDA La tercera y cuarta parte de estos Diarios son un testimonio feroz de la vida de un hombre que se bebió la vida a tragos amargos y a veces dulces. Hay en todo el libro el pensamiento de un hombre que sabía que escribir también era una forma de renunciar al mundo, de adentrarse en el vacío de los seres inanimados, que nunca existieron. Creamos una vida con volutas de humo y queremos trasmitir, a trompicones, la sensación de veracidad que la nuestra tiene. Pero el problema es de fondo, escribir también es soledad, desvelar nuestras obsesiones, abrigar el aire triste de una mañana, cuando nadie nos abraza. Hay en Chirbes comentarios a viajes y a lances sexuales, todo ello atravesado de la melancolía del que no vive su vida realmente, del que se ve vivir a través de lo que hace, como si fuera un impostor el que ocupara su lugar. La clave de todo, y creo que es meter el dedo en la llaga, es la fantasmagoría de la vida, porque se entrecruzan sus pasiones literarias: todo Galdós, el Quijote, La Regenta, con sus odios: Bryce Echenique, Ricardo Piglia. El escritor va tejiendo el tapiz de unos diarios que nos atraviesan, porque cada mañana es un amanecer gris ante un mundo que no te llama, ante un teléfono que no suena, ante un universo que, en realidad, ya te ha olvidado. También los Diarios son el escalpelo de la escritura, la dificultad de acabar una novela, la impotencia de decir el lenguaje exacto, como buscaba Juan Ramón: «Cavar en la retórica, en la masa informe o deforme de las frases hechas, para encontrar palabras verdaderas que nombren y no envuelvan. Ese es el trabajo del escritor, limpiar la roña que se le pega al lenguaje». Como un amanuense descifra el sentido de las palabras, para desechar todo lo que sobra, para corregir incesantemente, para abandonar novelas, bocetos, borrones de unas vidas que solo existen para él. Por ello, estos Diarios arrancan con la descripción de Nueva York, como si Lorca resucitase y esa ciudad que es todo luz y sombra volviese a él. Ciudad de mendigos, de opulencia, de asesinatos, de hombres enloquecidos por la soledad, para Chirbes es la urbe de donde sale un Travis Bickle (recordando al taxista en brumas de Taxi Driver) en cada rincón. Califica a Barcelona con crueldad: «Una vieja puta que vende hasta el último centímetro de su cuerpo» y solo encuentra el sosiego en París, ciudad que ama como ninguna: «ninguna ciudad del mundo me transmite la sensación de que el hombre es un animal civilizado». La lucidez de un hombre que ve a las ciudades como personajes, como paisajes que respiran y ofrecen su mercancía, que ve en las aceras rastros de tristeza, congoja y miseria, pero que también encuentra en los amaneceres el esplendor que irá apagando el día. Como la vida humana, la ciudad envejece a lo largo de las horas. Así es Rafael Chirbes, entregado a la literatura como al sexo salvaje con otro hombre, abandonado de las palabras que le traicionan, quemado por la inmensa soledad de la propia vida.
El alcohol, el insomnio, la lectura compulsiva, todo vive en él como el ladrón que arrebata cuerpos del depósito de cadáveres para rejuvenecer su cuerpo herido y que se consume. De hecho, es consciente del maltrato que ejerce sobre sí mismo, porque vivir es también herirse, detestarse y olvidarse. Para Chirbes la vida consiste entonces en beber, hacer sexo, escribir, mirarse al espejo y olvidar quién es realmente. Un espejo que le ofrece su rostro cansado, abatido, desolado. Nos encontramos con unos diarios que no dejarán indiferente a nadie, porque solo el que sufre puede escribir con rasgos geniales, solo el que ha dejado su vida en la página puede ofrecer destellos de luz y vida. Sentimos que ha agotado su vida deprisa, como un Fassbinder que no dormía y que un día un amigo le dijo, cuando el cineasta llamó a su puerta de madrugada, que por qué no dormía, aquel le comentó que había demasiado que crear para perder el tiempo durmiendo. Consumió su vida con el alcohol, las drogas, el cine, el sexo y un día se suicidó. Hay en Chirbes algo canalla, la de un ser humano que lucha por ser entendido, mientras se enfrenta a la indómita creación, sabiendo que, al final, la muerte lo iguala todo y nada queda de lo que aspiramos, solo humo y ceniza. Cuando leemos el libro, ya sabemos nuestro destino y que todo es un entretenimiento para dejar de ser, para que un día casi nadie se acuerde de nosotros. OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ DE LEÓN. LOS AÑOS DEL HAMBRE (Candaya, Barcelona, 2022) por PACO PAÑOS GARCÍA En este libro hay verdad, pues no cabrían la impostura o el fingimiento. Lo recorre un grito, pero no os confundáis, nadie pide ser salvado. Es que hay cosas que solo pueden ser nombradas con un grito, y suele ser la poesía el lugar donde mejor resonancia tiene, donde mejor se construye y nombra aquello que tiene que ser dicho así. Aquí se escribe herida, llaga, violencia, violación, sexo, amor, deseo, sangre, mierda, regla, hambre. Qué importantes las palabras, su elección, para nombrar la fisura. No hay eufemismos que suavicen la lectura. Este es un libro que nos implica y nos concierne, nos abruma y nos deleita, que nos seduce y nos expulsa. La primera parte de las cinco en que está construido el libro, estremecedora y apabullante, titulada “Nueve meses”, se compone de nueve listados de ¿frases? ¿aforismos? ¿versos? No sé nombrarlos. En realidad, doscientas setenta y cinco vislumbres de vida que anuncian a quien se pasee por estas páginas, que no saldrá incólume, entero o sin mancha. Relato desgarrador donde se funden los terrores infantiles, el abuso, la violación, la anorexia, el sexo, el brumoso futuro; donde se nos cuentan las dos escisiones y sus fisuras, y todo el camino a recorrer hacia atrás para que una burbuja de sueño e invención protectora estalle, y lo que fue sea parte de la biografía. El desgarro se siente en las entrañas, así es la potencia de lo escrito. La segunda persona es la protagonista aquí. Ese Yo otro que permite a la autora mirar atrás, a otro tiempo sin que el rompimiento la paralice. 43. Hay un lugar y un tiempo en que debiste gritar y no supiste hacerlo. 47. Si alguien se come tu placer, creces partida. 245. Tendrás que caminar los kilómetros que llevan a los ocho años. 274. Sueñas con ser una y disipar la niebla. Unos poemas en prosa y primera persona, bellísimos, toman el relevo en “Poema de amor”. Búsqueda de equilibrio y refugio, intentos de escapada. Vanos la búsqueda y los intentos. O quizá no, pues el deseo permanece. Y yo, valle, quedé otra vez en esa oscuridad que tiende al rojo, porque es el centro de la tierra y arde. Tengo ganas de escribir un poema de amor pero soy una piedra dentro de una piedra; soy un valle rocoso y a oscuras. ¿Por qué voy a traer a nadie aquí? Quizá en enero vuelva a escribir un poema de amor. Es un mes frio y húmedo, y los poemas de amor sirven de alivio. La tibieza no tiene sitio en estas páginas. Y siguen el dolor, el sexo, la herida y el desgarro. Y la gran belleza, extrayéndola de todo eso y del atrevimiento, de la franqueza, del valor y el miedo. Porque la poesía se alimenta de eso. Porque un gran libro de poemas ha de ser escrito así. Y con esos elementos y esa fuerza avanzamos en la lectura y leemos “Animales”. La tercera parte. Quince poemas en los que la autora busca otras imágenes, otros símbolos o metáforas que relajen el tono corrosivo sin rebajar la intensidad. Preciosos poemas con sabor más clásico que nos dan idea de la sabiduría poética de Olivia.
2. GORRIONES ¿Cómo se dice la luz que entra en el mar? / ¿Cómo se dice este fuego que quiere nombrar sin tacto? / Voy a ir a la cueva de los gorriones para que me saquen del pecho // este incendio rojo. 3. CIERVO Soñé que mataba a un ciervo en la nevada, / y que cortaba su carne, / y que vaciaba sus vísceras calientes, / y que dormía en su esqueleto. // Soñé la mirada del ciervo que iba a matar más tarde, / y me sentí en paz siendo la bestia. 11. LAGARTOS Qué soledad es esta / si camina de espaldas / y corre al espigón / a romper la marea. / Qué soledad es esta / si se engaña con otros / y canta como lloran los lagartos. / Yo tengo el corazón hecho al estío / tan prendido de sed que se quebró. / Lo puse sobre el risco del tomillo / y se llenó de luz y caracolas. / Qué soledad palpita en su querer. La poeta no se ha relajado ni permitirá que lo haga quien, con su lectura, la ha acompañado hasta aquí. Otra vez la segunda persona y la prosa. Es “Hambre”, la cuarta parte. Es la parte del silencio. Hoy también has soñado. Llevas anillada la lengua al silencio: es tiempo de callar, te dices... Si dices monstruo, el monstruo aparece y el monstruo eres tú. Así que te sumergen en la profundidad de la ballena. Para no decir nada. Es la parte de Alguien. Alguien es bello, es deseo, es sexo, es falta, es hambre. Es así: os buscáis porque sois dos hambrientos, tenéis el ansia del que vive en la falta. Os reconocéis en la carencia y en el gemido. Le dices la belleza pero también le dices el horror. Alguien no quiere decirte su temor más negro, tú le hablaste de un sótano, la herida que te persigue. Alguien te abrazó. Es la parte de no final. ¿Puede acabar este texto en algún punto?... Este texto no se va a acabar nunca porque no pretende nada. Este texto, todo el libro, nace de lo hondo, de lo más profundo, de eso que casi no existe por lo oculto que está. Nace de la necesidad de contarlo, de contarse, y no tendrá final. “Malquista” es la última parte, la quinta. Las palabras, tan importantes, tan cuidadosamente escogidas para nombrar la herida, son ahora títulos de pequeños poemas, breves y exquisitos poemas construidos con un cuidado primoroso en unos pocos versos que la autora añade como coda final. 3. EMBESTIDA En la lentitud de lo salvaje, / su embestida. // Toda la lava de no poder decirnos. 5. MORDEDURA Enhebro mi canción en el silencio / la nana del secreto y de la falla. // El desvelo de la mordedura. 8. OLVIDO Qué brizna / de qué altura / con qué fin. // El cielo ya está claro / y las palabras viran al olvido. Ante esta hermosa coda final, nada le queda al lector por añadir sobre este libro. Solo la esperanza de que os guste. CRISTINA RIVERA GARZA. EL INVENCIBLE VERANO DE LILIANA (Literatura Random House, Barcelona, 2021) por JIMENA GONZÁLEZ LEBRERO «Mujeres siempre a punto de morir. Mujeres muriendo y, sin embargo, vivas. [...] Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre enrabiadas».
«En México se cometen diez femicidios cada día»; en la Argentina, uno cada 28 horas. El término femicidio se homologó recién el 14 de junio de 2012; antes la violencia de género (una de las violaciones de los derechos humanos más tolerada en el mundo) que terminaba en asesinato se consideraba un crimen pasional como consecuencia generalmente de algún comportamiento llamado inapropiado por parte de la mujer: ropa demasiado sugerente, padres descuidados, malas decisiones, falta de fortaleza y decisión para abandonar al agresor. La bien conocida frase, algo habrá hecho. La madrugada del 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza fue víctima de femicidio. Su ex novio, Ángel González Ramos, la asfixió con una almohada. Liliana tenía 20 años. El femicida sigue libre e impune. Liliana, libriana con ascendente en capricornio, era una chica especial. Estudiaba arquitectura en la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) y vivía en la colonia Pasteros en Ciudad de México. Según sus amigos, era nerd, simpática, amiguera y protectora de ellos, inteligente y fuerte; era curiosa y enfrentaba todo sin quejarse. Leía el diario de izquierda todos los días, era honesta, no usaba maquillaje y elegía ropa suelta y siempre llevaba unos lentes redonditos muy al estilo John Lennon. Le gustaba ir al cine y reía mucho. Liliana era luminosa y luchaba por ser libre. Ángel González Ramos, dos años mayor que ella y su novio durante la secundaria, decidió que dejara de existir y terminar con ella. «Mi privacidad está siendo bombardeada, mi individualidad. Me siento vigilada, observada. La soledad que me protegía sufre resquebrajos, esa capa que tanto cuidé está siendo agujereada». A 30 años de su muerte y con el caso todavía sin resolver, Cristina Rivera Garza decide solicitar el expediente de su hermana menor y abrir por primera vez las cajas con las pertenencias de Lili que siempre «estuvieron ahí, a la vista, pero no al alcance». Allí encontró cuadernos con anotaciones personales, cartas a sus amigas que nunca envió, poemas, casetes, agendas, citas de diferentes autores... Allí encontró la vida de su hermana, una joven que hablaba del amor y de la libertad. Gracias a sus notas y cartas, la autora pudo entrar en lo más íntimo de los últimos años de vida de su hermana y, especialmente, reconstruir los últimos seis meses. Ángel está ahí presente, desde 1984. Las risas y la diversión devenidas en enojo y en hartazgo; los engaños, el maltrato, la luna de miel con sus bombones y flores e idas al cine. En los diarios de Liliana se puede ver que «hay una forma de querer que le choca, de la que huye, y ante la que se resiste». ¿Cómo nadie se dio cuenta del peligro mortal que la acechaba? El tema es, «¿estaba capacitada una chica de dieciséis años para reconocer las señas tempranas del depredador?». No. Menos sin el lenguaje para poder identificar esas señales de peligro inminente. Es lo que la escritora llama «una ceguera social». Lili lo intentó todo; tener un círculo de amigos que la contenga, enamorarse de otros chicos de forma libre, dedicarse con pasión a la arquitectura y prepararse para la vida. Y ese último verano, ese de 1990, Liliana había decidido que sería invencible; se iría a Inglaterra a estudiar y dejaría atrás de una vez por todas lo que tanto daño le hacía: el enojo, la envidia, la bronca «que se expresaba en celos, golpes, acoso constante, amenazas de suicidio y (...) amenazas contra otros seres queridos». Sin embargo, «su contexto la maniataba» porque un comportamiento así es natural en una sociedad machista y patriarcal, y entonces «las mandíbulas poderosas del machismo» no la dejaron. Treinta años después puede Cristina Rivera Garza enfrentar el hecho más doloroso de su vida y pedir justicia. Leerá todo lo que Lili escribió y entrevistará a amigos, vecinos, familiares para no solo tratar de entender qué fue lo que pasó y por qué nadie pudo prever su asesinato, sino también para que se sepa. Si no hablamos, si no luchamos, no hay justicia y no hay cambio. La única diferencia entre Cristina y su hermana, entre Lili y yo, y vos, es que Lili se cruzó con un asesino. NO ES CULPA NUESTRA. NO TIENE QUE VER CON CÓMO NOS VESTIMOS, NI SI ANDAMOS SOLAS. NO DEPENDE DE QUE NOS SEPAMOS DEFENDER. ES ODIO DE GÉNERO. «Al patriarcado lo vamos a tirar». Leamos sobre Lili, en el nombre de todas. Aunque nos rompa el corazón. EDUARDO RUIZ SOSA. EL LIBRO DE NUESTRAS AUSENCIAS (Candaya, Barcelona, 2022) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Eduardo Ruiz Sosa consiguió situarse en un lugar de privilegio en la narrativa escrita en castellano con su primera novela: Anatomía de la memoria. Tras aquel éxito, pasaron unos años de silencio que se rompió con su libro de relatos Cuántos de los tuyos han muerto y, ahora, con la novela que acaba de publicarse (en Candaya, como el resto de su obra): El libro de nuestras ausencias.
Si en la recepción crítica de Anatomía de la memoria fue un lugar común trazar un paralelismo entre Ruiz Sosa y el Roberto Bolaño de Los detectives salvajes (pues en ambas se daba una búsqueda de un grupo artístico-revolucionario), ahora ese paralelismo podría extenderse a su segunda novela pues, como en 2666, el tema central de El libro de nuestras ausencias es el de los desaparecidos en México. El acercamiento de Ruiz Sosa es, sin embargo, muy distinto al de Bolaño. En la novela del mexicano, junto a la dimensión social y documental de esta tragedia humana, hay una cuestión filosófica que recorre el libro: la forma en que la ausencia (de un cuerpo, de una presencia) genera un lenguaje. Es decir, como planteaba Derrida, el lenguaje nace de la desaparición, de la ausencia; por tanto, esa asimetría entre cuerpo e identidad (entre cuerpo y lenguaje), el hueco que genera la desaparición, hace que la identidad quede en entredicho y que se generen todo tipo de relatos que intentan acercarse a la verdad, reconstruir la unidad significante-significado, cuerpo-identidad: Un desaparecido es una voz sin cuerpo (...); son cuerpos lo que deseamos, decía pero hay que aprender a buscar lo otro porque hasta el recuerdo se corrompe. Esa búsqueda es doble, por lo tanto: en la memoria, donde se multiplican los relatos que definen la identidad de la persona ausente (Orsina, en esta novela, es la actriz desaparecida que origina la búsqueda); y en el “mundo físico”, es decir, en la tierra, en las fosas comunes, en las salas forenses atestadas de cadáveres sin identificar, de cuerpos que esperan un nombre que cierre esa grieta que los mantiene en el infierno de la separación del anonimato. Los elementos de la trama se mantienen en el territorio de la verosimilitud, pero están seleccionados por su valor simbólico. Así, al tema central de las desapariciones, se añade el del teatro (los personajes están relacionados con una compañía teatral), donde se da también ese desajuste entre cuerpo y relato: el actor es un cuerpo que debe vaciarse de su nombre y de su relato para acoger en él otro nombre y otra historia: Un personaje es una voz sin cuerpo, gritaba la Inga en los ensayos, el trabajo del intérprete es lograrse un cuerpo sin voz. La búsqueda de los cuerpos de los desaparecidos ofrece las páginas más estremecedoras de la novela: el descubrimiento de las fosas comunes, la descripción de “la sala de los muertos”, el dolor de las madres y los familiares que escarban entre la tierra y los huesos, entre los cadáveres de desconocidos, nos dejan páginas de una dolorosa belleza. El libro de nuestras ausencias es también (o sobre todo) un lenguaje roto y desmembrado, un flujo de voz que rompe el párrafo, la línea, incluso la sílaba; que difumina las fronteras entre la prosa y el verso. Así lo declara el autor en el prefacio: México es un país esquizofrénico. Un país lleno de fantasmas. Este es un libro roto, de palabras rotas, voces quebradas, personajes que ya no están, pero tampoco se han ido. No he encontrado otra forma de mirar a este presente. Con esta segunda novela, Ruiz Sosa se confirma como uno de los narradores más atrevidos, ambiciosos y originales del panorama actual en lengua castellana. Su modernidad mira también al pasado; no tanto, en mi opinión, hacia Bolaño, sino hacia autores del boom como el Donoso de El obsceno pájaro de la noche o el Roa Bastos de Yo, el Supremo. Es de agradecer esa valentía, esa ambición para atreverse a crear esa Gran Novela que parecía haber perdido atractivo como referente estético en los narradores contemporáneos. ALBERT CAMUS. EL EXTRANJERO (Barcelona, DeBolsillo, 2021) Traducción: Mª Teresa Gallego Urrutia y Amaya García Gallego por JAVIER ÚBEDA IBÁÑEZ Albert Camus nació en Argelia en 1913. Su infancia ya vino marcada por ser un pied-noir, que era la denominación que recibían los hijos de los colonos franceses. Su familia no contaba con muchos recursos, a lo que se añadió la muerte de su padre durante la Primera Guerra Mundial, cuando Camus contaba con solo dos años. Pudo estudiar al verse beneficiado con una beca para los hijos de las víctimas de la guerra. Se dedicó al periodismo como corresponsal, ya que no lo aceptaron ni como docente ni como soldado a causa de la tuberculosis que padecía. Falleció en 1960, tres años después de haber sido merecedor del Premio Nobel de Literatura (1957). El extranjero (1942) fue su primera novela. Quizá La peste y La caída sean las más conocidas, pero, sin duda, esta primera incursión y presentación es gracias a la cual el autor halló su voz, su temática y su manera de expresarse. Su lista de obras incluye también teatro (Calígula y El malentendido) y ensayo (El mito de Sísifo y El hombre rebelde). «Uno de los grandes méritos de El extranjero es, según Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002), la economía de su prosa. Se dijo de ella, cuando el libro apareció, que emulaba en su limpieza y brevedad a la de Hemingway. Pero esta es mucho más premeditada e intelectual que la del norteamericano. Es tan clara y precisa que no parece escrita, sino dicha, o, todavía mejor, oída. Su carácter esencial, su absoluto despojamiento, de estilo que carece de adornos y de complacencias, contribuyen decisivamente a la verosimilitud de esta historia inverosímil. En ella, los rasgos de la escritura y los del personaje se confunden: Meursault es, también, transparente, directo y elemental». Sigue diciendo Mario Vargas Llosa en su obra: «Aunque es muy visible la influencia en ella de Kafka, y aunque la novela filosófica o ensayística que estuvo de moda durante la boga existencialista haya caído en el descrédito, El extranjero se sigue leyendo y discutiendo en nuestra época, una época muy diferente de aquella en que Camus la escribió. Hay, sin duda, para ello una razón más profunda que la obvia, es decir la de su impecable estructura y hermosa dicción». «El extranjero (opina Vargas Llosa en su libro La verdad de las mentiras), como otras buenas novelas, se adelantó a su época, anticipando la deprimente imagen de un hombre al que la libertad que ejercita no lo engrandece moral o culturalmente; más bien, lo desespiritualiza y priva de solidaridad, de entusiasmo, de ambición, y lo torna pasivo, rutinario e instintivo en un grado poco menos que animal. No creo en la pena de muerte y yo no lo hubiera mandado al patíbulo, pero si su cabeza rodó en la guillotina no lloraré por él». Para celebrar la histórica visita de Albert Camus a la ciudad de Nueva York en 1946, el actor Viggo Mortensen dio, en 2016, una lectura de la conferencia de Camus, La Crise de l’Homme (La crisis humana) en la Universidad de Columbia, el mismo lugar donde Camus pronunció la conferencia el 28 de marzo de 1946. En ella se dice, entre otras cosas: «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si en ninguna parte se puede descubrir valor alguno, entonces todo está permitido y nada tiene importancia. Entonces no hay nada bueno ni malo, y Hitler no tenía razón ni sinrazón. Lo mismo da arrastrar al horno crematorio a millones de inocentes que consagrarse al cuidado de enfermos. A los muertos se les puede hacer honores o se les puede tratar como basura. Todo tiene entonces el mismo valor... Si nada es verdadero o falso, nada bueno o malo, si el único valor es la habilidad, solo puede adoptarse una norma: la de llegar a ser el más hábil, es decir, el más fuerte. En este caso, ya no se divide el mundo en justos e injustos, sino en señores y esclavos. El que domina tiene razón». El contenido de la misma causó fuerte impacto en Europa. Las pinceladas biográficas son de especial relevancia e interés en este autor. La orfandad a edad temprana, el sentimiento de no encajar en la sociedad circundante, su enfermedad, vivir una posguerra, etc., fueron traumas de gran calado, obviamente, que determinaron, en cierta medida, su visión del mundo. Nada tienen que ver la actitud de Camus (agnóstico, no ateo) y la de Sartre (afirmó que «aun en el caso de que Dios existiera, seguiría todo igual»; pero confesaba sin reparos que su conclusión procedía de premisas ya ateas, que es tanto como decir condicionadas por una determinada actitud acrítica previa). No es justo meterles en el mismo saco del existencialismo ateo. Camus anhelaba valores, sentido; Sartre quería ser creador de valores y de sentido, es decir, dios. Para Sartre, el ateísmo era una premisa dogmática y, en rigurosa consecuencia, el hombre una pasión inútil; y la libertad, una condena. A este respecto, es necesario incluir un apunte: pese a que se ha intentado explicar su obra partiendo del existencialismo, movimiento con el que se lo trató de ligar a causa de su relación meramente intelectual y disquisitiva con Sartre, él rechazó formar parte del mismo. Su obra no era una defensa del absurdo de la existencia, sino un testimonio de que el mundo solo responde con el absurdo a la inquietud del corazón humano por encontrar el sentido. «Albert Camus (en palabras de Fernando Arnó) se planteó siempre desde la honestidad intelectual que su obra literaria no era una respuesta a la cuestión del sentido de la vida, sino una reflexión en voz alta sobre la incapacidad del mundo para dar una respuesta satisfactoria». En aras de la razón científica hay que preguntar: ¿la nada se ve?, ¿cómo afirmar que el principio y el destino de cuanto existe es la nada, si la nada no es experimentable, si carece de toda magnitud, dimensión, en una palabra, de existencia?, ¿cómo afirmar la existencia de la nada sin contradicción?, ¿cómo afirmar que el destino del hombre es la nada, si la nada, nada es; si no se puede saber nada de ella? Camus rompió relaciones con su amigo Jean-Paul Sartre, quien había simpatizado con las teorías stalinistas. La cuestión del sentido era la cuestión de Camus, al extremo de afirmar: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. La decisión sobre si vale la pena vivir o no... es la más urgente de todas las cuestiones». No le faltaba cierta razón. Camus era un pensador respetable, como diría Spaemann, no un agnóstico que trivializara el problema del sentido de la vida. Reconocía honradamente que la filosofía del absurdo era impracticable, incluso inimaginable. Se daba cuenta de que, sin duda, unas conductas valen más que otras. «Busco el razonamiento que me permitirá justificarlas», declaraba en 1946, a un periodista de Lelitteraire. Hoy sabemos que el buscador de sentido lo halló. Lo conocemos gracias al pastor de la iglesia metodista Howard Mumma, quien, cuarenta años después de la muerte por accidente de automóvil de Albert, ha revelado una parte sustantiva y sustanciosa de las conversaciones que mantuvo con él en París. La editorial Voz de Papel, dentro de la colección Veritas, las ha publicado en un libro titulado El existencialista hastiado. Conversaciones con Albert Camus (Madrid, 2005, con prólogo de Daniel Sada y estudio introductorio, semblanza muy ilustrativa del nobel francés, de José Ángel Agejas, 180 páginas). Una de las últimas palabras de Camus a Mumma: «Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!», que desmonta tantos clichés fabricados sobre el autor de La peste y tantas otras biografías que desconocemos en su entraña. Con la publicación de este testimonio de primera mano, se presta al mundo intelectual contemporáneo una múltiple lección. Ahora la lectura de Camus se convierte, para el estudioso, en la lectura de un buscador de sentido, largo tiempo insatisfecho; que busca y no encuentra. Procura incluso apartar de su mente la cuestión, se limita a preocuparse de su prójimo sin saber por qué, como el doctor Tarrou. Tras múltiples frustraciones y desalientos, EL SENTIDO le sale al encuentro. En cuanto a su creencia en Dios, Camus afirmó en 1956, en una entrevista publicada por Le Monde: «No creo en Dios, es verdad. Y, sin embargo, no soy ateo». Comprendía que, si no hay verdad, de leyes solo queda la de la selva. Intentará encontrar un sentido para Sísifo, para todos los sísifos del mundo: el hedonismo. La estructura de la obra es sencilla, pues se divide en dos partes. La primera contiene seis capítulos y, la segunda, cinco. En la primera, se nos presenta a Meursault, el protagonista, y a las personas a las que conoce y con las que mantiene alguna relación. Camus entra directamente en harina a indicarnos cómo es el carácter de Meursault con una frase que cualquier profesor de escritura consideraría idónea para empezar un libro: «Mamá se ha muerto hoy. O puede que ayer, no lo sé». Su progenitora vivía en una residencia de ancianos, lo que le valdrá a su hijo todo tipo de reproches y admoniciones. Lo cierto es que esto no afecta al protagonista, algo que perciben el director del asilo, el conserje y un amigo de su madre. Tras el sepelio, regresa rápidamente a Argel. Allí se reencuentra con Marie, una antigua compañera de trabajo con la que inicia una relación ese mismo día. También se desplegarán datos sobre el aludido carácter de Meursault a través de sus vecinos, Salamano y Raymond, así como Masson, amigo de este último. A raíz de un problema que, todo hay que decirlo, se crea Raymond, y en el que Meursault trata de ayudarlo, tiene lugar una refriega, a resultas de la cual el protagonista comete un asesinato, que desembocará en la segunda parte, en la que veremos a Meursault en la cárcel, a la espera de juicio. Aquí serán tres los personajes que destacarán: el abogado, el juez y el cura, cada uno en un aspecto. El resultado del juicio es una condena a muerte. Toda la narración transcurre en primera persona, en un lenguaje sencillo, medido, sin florituras, aunque se entrevé un cierto lirismo en algunos momentos, de los que el autor no abusa nunca («El atardecer, en aquella comarca, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy, el sol rebosante que estremecía el paisaje lo tornaba inhumano y deprimente»). Si es una obra breve, cuyo estilo no es particularmente bello, si los personajes y la acción están bastante simplificados, ¿por qué es un clásico? ¿Qué bondades son, entonces, las que la han encumbrado de tal forma? No cabe duda de que esta respuesta está en las disquisiciones de tipo moral y social: aquí tiene cabida el maltrato hacia las mujeres, que el sistema no reprende, y hacia los animales, que tampoco cuenta con una reprobación; incluso diría que existe un cierto maltrato laboral. Meursault carece, podría afirmarse, de brújula moral en tanto en cuanto no cree en Dios ni en una vida después de esta; no le da importancia a las convenciones sociales o maneras de actuar de los demás; acepta la muerte de su madre sin mayor complicación, igual que lo hace con el hecho de que su novia lo ame y desee casarse con él, pese a que él, naturalmente, no llegue a sentir ese amor. El único sentimiento que observamos llega al final: «[...] noté que había sido feliz y que seguía siéndolo. Para que todo se consumara, para que me sintiera menos solo, me quedaba por desear que el día de mi ejecución hubiera muchos espectadores y que me recibieran con gritos de odio». Meursault decide no mentir, no fingir. ¿Para qué debería hacerlo, si todo le resulta ajeno? Él cumplía con las convenciones, en cierta forma (tenía sus rutinas, que nos relata, y era un trabajador puntual y eficiente), y lo único de lo que se lo podría acusar es de relativizar todo hasta el extremo. No se cuestiona nada, no busca significados ni trascendencias. Meursault encontró una manera de estar aislado, tranquilo, funcional e impasible, al margen, pero eso no resultó suficiente: se juzgó su personalidad y su modo de ser y el veredicto fue que era culpable por no adaptarse y por no mentir, por no decir las palabras que los demás querían que pronunciara. No he podido evitar recordar, al leer El extranjero, otra obra, situada, en su caso, en el extremo opuesto, que es Crimen y castigo, de Dostoievski. Aunque Raskolnikov asegura no sentirse culpable por el crimen cometido, ya que, a su entender, el asesinato ha sido moralmente justificable, lo cierto es que la presión social resulta determinante para que acabe confesando. Vive un auténtico martirio externo que acaba repercutiendo en su conciencia; al no lograr desligarse, como sí lo consigue Meursault, de todo el mundo exterior, el alivio llega con la confesión, mientras que, para Meursault, la admisión del delito es tan solo un trámite más que no lo afecta en absoluto. Bibliografía
—Todd, O., Albert Camus. Una vida, Tusquets, Barcelona, 1997. Traductor: Mauro Armiño. —Lottman, H., Albert Camus, Taurus, Barcelona, 2006. Traductora: Inés Ortega. FERNANDO DE VILLENA. LOS NUEVE CÍRCULOS (Carena, Barcelona, 2021) por JOSÉ ANTONIO SÁEZ
Fernando de Villena hace un balance de todo ello a través del niño, el muchacho y el joven que fue, contado por Arturo como si fuese un alter ego del autor. A mi entender, las partes del relato narradas por este personaje resultan quizás más creíbles, ricas y enjundiosas que las que atribuye a Margarita; quizás también menos argumentadas, como por otro lado pudiera parecer lógico, en lo que respecta a su visión de los acontecimientos políticos partidistas, frente a los que se esfuerza en mostrarse equidistante y opinar con absoluta independencia de criterio. Afirma así, explícitamente, que el escritor o intelectual han de situarse siempre en oposición frente al poder. Crítico riguroso ante a los gobernantes del país y los tejemanejes de los políticos locales o autonómicos, no le duelen prendas en expresar todo aquello que siente y piensa a este respecto y se duele del desastroso cambio urbanístico a que los sucesivos alcaldes de su ciudad la condujeron en los años de la transición y la democracia. Hay que valorar, pues, esa valiente actitud de denuncia que inspira al escritor en estos temas, aunque, como resulta lógico, habrá lectores que disientan de su visión de los acontecimientos en el cambio y desarrollo vivido por su ciudad en las últimas décadas, así como en el país. El narrador no repara en audacia a la hora de diseccionar, en su análisis, el clasismo de la sociedad granadina y las desigualdades sociales y hasta entre sexos, ya entrados los años sesenta. Muestra cierto resentimiento por ello a través de las ideas plasmadas por Margarita, que actúa casi como adelantada de la clase trabajadora a la que representa y quien va escalando socialmente, gracias al esfuerzo, el sacrificio, las oportunidades del acceso a la educación y los apoyos de la clase política o de los sindicatos a sus afiliados. Tampoco el gobierno autonómico escapa a su afilado estilete ni queda a salvo de su inequívoca crítica, ni determinados aspectos de la política internacional como la guerra del Golfo, la sombra del dominio económico judío en el mundo, la represión del pueblo palestino o la guerra de Siria. Tras dar cumplida cuenta de un país que vivió durante décadas por encima de sus posibilidades, la realidad de la vida y los acontecimientos devuelven a cada cual, con mayor o peor fortuna, a su situación perentoria, aquella que en verdad los constituye. Ella lleva a Arturo y a Margarita, ya adentrados en los sesenta de su edad, a la antesala de un hospital en la epidemia del coronavirus que aún padecemos y al personal sanitario que los atiende ante la diatriba de elegir a cuál de ellos, en opción con un tercero de mayor influencia social y política, habrán de intentar salvar.
El título de la novela está tomado de la Divina Comedia de Dante, donde aparecen los nueve círculos vinculados al Infierno: limbo, lujuria, gula, avaricia y prodigalidad, ira y pereza, herejía, violencia, fraude y traición. Resulta ya proverbial la agilidad narrativa de Fernando de Villena, su capacidad para dotar de frescura y ligereza al discurso, de manera que el lector se ve atrapado en él y no descansa hasta haber concluido su lectura. Una virtud que el narrador posee y el lector agradece en este ameno “paseo” de 250 páginas. |
LABIBLIOTeca
|