VICENTE VELASCO MONTOYA. PRINCIPIO DE GRAVEDAD (Balduque, Cartagena, 2015) por NATALIA CARBAJOSA ESPERANZA CON ALAS “Los pájaros. Vuelan pero no son ingrávidos”. Tampoco lo son los ángeles, ni los poetas, ni la esperanza, ni los astronautas con misión fallida (al menos no eternamente) o terminada. Y sin embargo, todos ellos son convocados en estas páginas para desafiar al principio de gravedad (“Disidencia ante la gravedad”, se titula un poema), concepto sobre el que pivota la trilogía de la cual este libro constituye la primera entrega. La empresa, como no podía ser de otra manera, está llamada al fracaso desde el mismo título: “Nada va a salir bien”. Y por si quedaran dudas, el poeta renuncia a sus ropajes de vate y a su legitimidad para hablar en nombre de la tribu: “No. No soy un iluminado./ Nunca me han hablado las estrellas”. Por suerte para los lectores, aunque Vicente Velasco dice la verdad, todo es falso. Porque por encima de la constatación que hace del gigantesco vacío del universo, la indiferencia de las leyes de la física para con la condición humana, y la imposibilidad del lenguaje para superar el aislamiento al que nos condenan las dos circunstancias anteriores, Vicente Velasco nos ofrece un libro inmenso en su expresión y su planteamiento. Escrito desde la duda permanente, sí. Pero dotado de tal fuerza y convicción (valga la paradoja), tanto en la dicción como en sus características principales (lucidez, extrañeza, belleza), que es imposible no reconocer en él, mal que le pese al autor, la aseveración del que habla por boca de todos, por estar más cerca de la ingravidez. Porque no es ingrávido, pero vuela. Principio de gravedad opera desde varios planos de la realidad humana, todos ellos permeables al marco científico del que claramente parte, y que en seguida conecta con el metafísico (“aún se toca Jazz en el Gueto/ y en todo este tiempo es lo único que he escuchado.// La atonalidad del universo”). Está el plano personal, encarnado en la muerte de la madre y la herencia espiritual del padre, ese hombre que habla con los zapatos. Está la irrealidad con que la mirada poética reviste todas las cosas, llevándolas a una dimensión “proustiana”. Y aflora en cada uno de los poemas la colectiva concepción del “humanum genus” enfrentado a esos dioses de cuya existencia (que no de su brutal indiferencia) nos permitimos dudar. Es este último plano, antropológico, trascendente y cósmico, el que cierra el círculo de esta inclusiva aventura de existir convertida en poesía. Ya que una vez identificada nuestra indigencia como especie, el poeta llama a la objeción (“Que somos seres caduceos/ y podemos escapar y deshacer todas las leyes/ con tal de reivindicar nuestra disidencia/ a la misma realidad”); o bien al consuelo que conjura la palabra en medio del vacío: “Allí puedes escribir, poeta”.
A lo largo de diecinueve poemas enhebrados por un mismo hilo en tensión, el afinadísimo universo poético de Vicente Velasco mantiene intacto el pulso entre la esperanza y la desesperación, sin decantarse por ninguna de las dos opciones. Pero el poeta que no cree en los dioses reza (¿acaso no es escribir una forma de rezar?), y nos regala una sentencia última a la altura (sideral) de toda la obra: “La gravedad es el origen de toda palabra/ y todo estuvo escrito desde el final.” Cada uno de sus versos suena así, feroz, incontestable, traducido directamente (diga lo que diga su autor-médium) de las estrellas, puesto que ya está escrito. Suerte que, a pesar de la palabra “final”, el dístico que clausura el libro constituye solamente coda momentánea, y que habrá más poesía suspendida en imposible vuelo. Porque desde aquí, desde nuestra precaria base en la tierra, esperamos y queremos más. To be continued.
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FERNANDO GARCÍN. LOS PIES EN EL CIELO (Balduque, Cartagena, 2014) por JESÚS MAESTRO El nuevo libro de Fernando Garcín se define como un «dietario caleidoscópico cinematográfico» y resulta ser dicho dietario el adecuado para darse el banquete, un caleidoscopio de lentes precisas, una película de velocidades variables, entre la sustentación del blanco y negro francés y un vídeo acelerando su huella magnéticamente. Y es que, como dice Garcín: «Los libros son objetos insólitos entre la silicona y el cristal sintético». Sí, resulta un retrato acertado, sobre todo en estos tiempos en los que muchas veces parece que el “libro” es más el objeto físico de papel que las ideas que contiene. Así, vivimos el triunfo del libro como objeto, como continente, en contraposición con el libro como contenido. Las estanterías que mezclan tomos con merchandising y memorabilia y sets y boxes se convierten en las pretendidas defensoras de nuestra literatura frente a las persianas insólitamente cerradas de librerías centenarias cuya condena ha sido no saber “vender el producto”. Adviértase el contraste: Los pies en el cielo se reserva el derecho de admisión, sólo para locos, como el lobo estepario, alejándose de esos fast book con complejo de película blockbuster, destinados a hacer caja, pues la escritura de Garcín es el otro lado de la moneda, con reminiscencias de Peter Handke, Godard, la filosofía y la música europeas. Pero para tratar de papeles simplemente descriptivos y estéticos ya están los manuales de papiroflexia. Por suerte, a mí me toca señalar unas páginas entregadas al más trascendente de los propósitos de un escritor: acunar al lector hasta despertarlo. Como apunta Fernando Garcín en boca de su personaje: Hablo bajo porque todo el mundo emite alto sin razón, dejando caer, en ese susurro, que su literatura invita a aguzar el oído, una oportunidad para pasar de lecturas de laboratorio, esas que se reservan un lugar fresco y seguro como los calmantes artificiales, y asomar los pies al otro lado del espejo. Silenciada la platea, asoma tras el telón el personaje de Masha Mendes, entregándose con el lector a un salto ingenioso, marcando un cuatro por cuatro bluesero, cuarto y mitad de ritmo salvaje, el resto carne de corazón y otras piezas nobles. Un texto que nos acompaña y se desliza, que nos abraza y baila, ahora con nosotros y ahora para nosotros; una narración que discurre como azúcar en el café solo, desapareciendo para aportar su sabor a noche. Todo ello conformado con delicadeza en la colección de narrativa de la editorial Balduque. Dicho sin rodeos, leer Los pies en el cielo es un atrevimiento placentero: Hágalo.
ALEJANDRO HERMOSILLA. MARTILLO (Balduque, Cartagena, 2014) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO ![]() «Ahora viene cuando yo te soborno y tú… claro, ya sabes. Dejo a tu entera disposición miles de joyas, deseos y comodidades inimaginables… Estás en un laberinto sin minotauro, sin hilo, sin nada. Sólo la lucha en tu interior como un espejo efímero que se rompió. Abandona las dudas que te atenazan, las dualidades y los efectos en el que nos va sumergiendo la sociedad. Todo sucede muy rápido, ¿no crees? Pero no sé si me estás captando, posible portador. Lo que yo quería decir es que una vez me perdí por un laberinto y me encontré, pero fue un proceso arduo y lleno de rabia contra todo. Yo estoy diciendo que te saltes todo ese dolor, que puedes pegar un salto abismal, una mejora en cada una de tus posibilidades. No importa si eres de Occidente o de Oriente, si paseas o te dedicas a tomar té, al final todos somos iguales, te lo digo yo. Bueno, o no, quizá no (sólo quizá). A ver, tenía pensado decirte que las instancias superiores quieren hacernos ver que somos muy diferentes, pero claro, ¡si cada persona es un mundo! Me dan miedo los seres humanos (cada documento de cultura es un documento de barbarie). Pero si aceptas mi oferta te presentaré lo monstruoso, lo subterráneo, los dioses del submundo, y verás la verdad. Su justicia y cómo el ser humano estaba cegado desde el principio. Yo antes era otro, no, pero no otra persona. Tenía otra personalidad (tuve muchas), pero ahora estoy aquí, un martillo. Por favor, deja de apuntarlo todo en ese pergamino ruinoso, No Te Va A Servir De Nada. No pienses más y actúa. También habrá sexo, un harén lleno de las más bellas mujeres. Nunca se sacian. ¡Ah! No, no, el harén de Sardanápalo no, yo prefiero la vida, aunque la fusión entre eros y tánatos es uno de los temas preferidos del hombre. No sé. He visto el Principio y el Fin, un perfecto Jano, y he entendido una cosa: nada tiene sentido. Al menos no si lo sigues todo con una sola mirada, porque hacen falta muchas más: detalles mirados con lupa, hilos, puentes de niebla, relaciones que nadie quiere ver. No soy un héroe, soy más de Bernhard. Pero también soy más de romper los párrafos. No sé qué eres, más de uno, menos de dos. Veo un gran futuro, una potencia inimaginable. No tengas miedo, todos moriremos tarde o temprano». Ecos traducidos de los golpes de Martillo, época y momento desconocidos. ![]() Vayamos mejor por partes: __ Laberinto (periférico). Espacios donde el paseo cobra una importancia fundamental: el entramado urbanístico oriental, inesperado, lleno de recovecos, así como la construcción de las ciudades occidentales, perfectamente diseñadas para la alienación del sujeto, «contribuyendo a que, nos dirijamos a donde nos dirijamos, sintamos que no nos hemos movido. Que nos encontramos en el mismo lugar de partida. Lo que provoca que, al poco de entrar en la adolescencia, la mayoría de personas sufra cierta ausencia de sentido vital» (p. 37). Ante todo, además, domina el susurro, lo ausente, la periferia de los conceptos, las observaciones que rozan y giran en torno al hilo narrativo: «el centro de las ciudades europeas y americanas siempre está lleno, es un abigarrado onfalos que aglutina el conjunto de valores predominantes: religiosidad (lugares de culto), poder (oficinas), dinero (bancos), mercancía (grandes almacenes) y palabra (ágoras del café y el paso). Acudir al downtown es tropezar con la encarnación de una verdad social modificada a lo largo del tiempo y de las circunstancias históricas, ser partícipe de lo que Barthes denominó «la plenitud soberbia de la realidad» (MENÉNDEZ SALMÓN, Ricardo, Medusa, pp. 123-124). __ Lucha contra uno mismo. Hermosilla contra Hermosilla, «una alucinación que tuve en el transcurso de una cruenta batalla contra el más feroz y encarnizado de mis enemigos: yo mismo» (p. 19) al más puro estilo del escritor maldito Antonin Artaud: «estoy en el instante en que no me aferro más a la vida, pero llevo conmigo todos los apetitos y las insistentes titilaciones del ser. No tengo más que una ocupación: volverme a hacer» (ARTAUD, Antonin, El pesanervios, p. 65). (Re)hacerse, (re)mezclar los sentimientos, los referentes, surgir de las cenizas de los sacrificios como un ave fénix, resistiendo la pesadumbre, el fracaso, e incluso el éxito. ![]() __ Dualidad. El sujeto no es uno sólo, son muchos, pero tampoco es ninguno. Es un rumor en una esquina, un martillazo, una llamada a la oración. Todo se afirma y se desmiente, el único juez que puede valorar qué es verdad (si existiese alguna dentro del libro) es el lector («¿quién lo sabe? Desde luego, no yo», p. 132). Y es que, por desgracia, «el mundo es variado, múltiple, y nadie tiene en absoluto razón», p. 141). __Tiempo e identidad. Ruptura de los referentes, del tiempo corporal por el de la máquina. Mientras que sin la tecnología, que tanto odiamos, «no es extraño que una hora, parezca un día; un día, una semana; una semana, un mes; y un mes, un año» (p. 27); cualquier movimiento desemboca en su exacto opuesto, no existe una contracultura, la propia rebeldía es una moda, generando «espacios donde la diferenciación deviene semejanza, la diversidad, igualdad y la variedad, uniformidad» (p. 32). __ Perturbación. El libro, lejos de destilar un colorido puro, blanco, se sumerge en aquellos aspectos de la vida que nadie quiere tratar, que nadie quiere decir (pero que todos pensamos): «quemar las ciudades y pueblos o inmolarse ante un ídolo falso como respuesta ante tanta estulticia» (p. 25). Con sólo una posibilidad: «el caos que reina en mi cerebro. Mi absoluto desamparo» (p. 68). La obsesión, el miedo a fracasar fallando: «pero antes tiene tiempo para concederle un deseo al escritor, que no duda un instante en proferirlo en voz alta: ansía el éxito literario» (p. 101). __ El sentido. O, en todo caso, su tremenda ausencia. El silencio de algo a que nos aferrarnos, el sentimiento de pérdida irrecuperable: «esa búsqueda desesperada por no extinguirnos que nos empuja a tener descendencia, realizar obras de arte o ceremonias diabólicas» (p. 51), «y ambos moríamos sin comprender el sentido de esta prueba. El significado de nuestra existencia. Esclavos de un ritmo que nos maniataba y sometía a su antojo» (p. 29). Una angustia vital, «además de que existen circunstancias que prefiero no saber. Dejar en suspenso. Que sea la vida la que las quiera responder. No es de mi incumbencia entrometerme en sus designios. Ni soy yo quien puede determinarlos» (p. 65). ![]() __ Sampleado. Vidrio y música, siguiendo el concepto que acuñó Eloy Fernández Porta con su homo sampler, o la restitución del tiempo juntando los fragmentos, que permite traer elementos del pasado a la actualidad para que cobren nuevos significados, como la literatura de Lovecraft, «algo que también le ocurre, en cierto modo, a otro artista al que acostumbro a orientalizar como David Bowie, cuyos continuos cambios de look y aspecto a lo largo de su carrera me parece que contribuyen a desvelar el cinismo de la supuesta heterogeneidad de la sociedad a la que antes he aludido» (p. 48). Pero no sé si ha quedado todo explicado claramente, vamos a adentrarnos un poco más. Martillo se conforma como una larga oración desesperada en la que se van concretando, lamentando y maldiciendo las diferentes pulsiones que dominan en el ser humano. Y, por pura contradicción, el hilo central vuelve a traer a colación una serie de percepciones que refrescan, en parte, un debate ya estéril y desértico, por no decir alejado de la esfera de la vida (lo académico): entre el hombre oriental y occidental, aunque no lo parezca, hay muchísimos hilos, finos e imperceptibles, que los relacionan por oposición y semejanza. Como un suave arabesco que nunca cruza el centro (está vacío), como una idea apuntada largo tiempo pero no comentada, una nueva pregunta fundamental en una conversación, en Martillo van surgiendo digresiones que van enriqueciendo como un palimpsesto toda la narración. Pero tiene truco, porque la reconstrucción del espejo roto nunca se llega a producir. Alejandro Hermosilla ha ido colocando, durante cuatro meses, en sus estancias en Fez y en la lámpara de un Genio, las piezas del puzzle/vidrio unas junto a otras… sin llegar a ensamblarlas, para no obtener una única verdad reduccionista, sino para apreciar en cada fragmento, único por sí mismo, una emanación especial. Más allá de la reverberación aguda del vidrio, de la infinitud de la arena, del calor del sexo y las picaduras del Sol, se encuentra la batalla, de proporciones míticas, entre el ser humano y… ¿el ser humano? Acostumbrados a mirar hacia arriba para ver a los dioses, la grandeza (amenazante) de los rascacielos, y los cambios meteorológicos (que tanto nos molestan) olvidamos que el enemigo siempre estuvo a nuestro lado desde nuestros orígenes. Que no hacía falta invocar seres extraños ni monstruosos, que el propio Cthulhu no pudo siquiera aterrarnos porque habíamos realizado tantas barbaridades que estábamos curados contra toda posibilidad de barbarie, fuera real o no. ¿Es posible sobrevivir en un desierto en el que no nos queremos dentro? ¿Es compatible la naturaleza del ser humano sin el poder de quitar la vida? ![]() Y, una vez más, un leve desplazamiento que cambia su sentido. El hilo narrativo se convierte en escarificación, en marcaje a fuego: el único enemigo de Alejandro Hermosilla es el propio Alejandro Hermosilla. El escritor recita, pero ¿a quién? Desde luego, no al público sino al lector (al sultán), que escucha la historia antes de que Sherezade sea llevada a las garras de la muerte. De ahí las digresiones, el alargamiento, el impulso por la vida, la huida por la ciudad en busca de su salvación. Judith no mata a Holofernes, no hay heroicidad. Para evitar la muerte la historia nunca debe terminar (o el impulso de escribir). Fragmentos, lágrimas y sangre que se llegan a manifestar en pocas ocasiones, por no decir casi ninguna, ante la apabullante ausencia de diálogos, de verdadero contacto entre las personas de Fez. Sentimientos, pulsiones, obsesiones que nunca se comparten pero que, si se dijeran, el lenguaje demostraría su fracaso al no poder abarcar nunca lo que experimentamos a diario, por lo que quizá deberíamos aprender más de los animales: «Quizás alguna vez los animales tuvieron la facultad de hablar, pero al cabo de los milenios, aburridos, incluso decepcionados de lo poco para lo que aquello parecía servirles, sencillamente volvieron a olvidarse de cómo hacerlo» (LÓPEZ, José Óscar, Los monos insomnes, p. 171). «Que las palabras dejaran de resonar en sus paredes. Y nadie, a poder ser, las escuchase» (p. 139). Experimentando lo que nos legaron como desierto y no supimos repoblar. Escuchando el Ruido inexistente del calor, de los granos de arena. Meditando sobre el Vacío para luego girar, hacer un círculo, volver al principio sin estar exactamente en el mismo punto. Entonces, empuña el Martillo, experimenta la nueva literatura que aquí está surgiendo. La apuesta periférica, el golpe total. Lo independiente surge con fuerza en la Región, ¿no lo notas? Si luego pretendes hablar de cosas modernas y no lees esto te van a mirar raro. Siente el poder, la fuerza, la furia, pero ten cuidado, viejo amigo, de cómo lo usas cuando te susurre: «Ahora viene cuando yo te soborno y tú… claro, ya sabes»... |
LA BIBLIOTE
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