LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
BEA MIRALLES. OSCURA DEJA LA PIEL SU SOMBRA (Balduque, Cartagena, 2016) por OLIVIA MARTÍNEZ GIMÉNEZ DE LEÓN LA OQUEDAD DE LA SOMBRA Oscura deja la piel su sombra, es el primer poemario de Beatriz Miralles (1985), aunque previamente ya había sido publicada el cuaderno Y todo es silencio (2013), así como en volúmenes colectivos La soledad del hombre isla (2010) y 500 micrometros: El lugar del cuerpo en vano (2008). Este primer libro destaca por la madurez de la voz poética que lo sostiene, así como por la solidez que revela, que permite entenderlo, más que como un conjunto de poemas, como un único y extenso poema organizado en tres partes, en tres momentos que se suceden. La primera de las partes está formada por tres breves poemas que se organizan en torno al “no”; el poema se nos presenta como una forma de negación (no decir / ya más) que culmina en un lenguaje roto. Es este lenguaje roto el punto de partida desde donde la autora construye su discurso, ubicada entre el silencio y el lenguaje, en los márgenes de la palabra, asentada en la elipsis. El groso del poemario está en la segunda parte. El yo poético toma dos direcciones; en primer lugar, como señala el poema que abre este capítulo escribo/ para conocer la oquedad de la sombra, el sujeto poético se describe así mismo, repiensa su identidad a partir de un lenguaje inarticulable, herido, una enunciación obstaculizada por el dolor y paralizada por el mismo: soy llaga abierta/ del lenguaje// decir poco duele; o (…) raspar el lenguaje / hasta decir silencio. El sujeto no puede nombrar ni puede nombrarse; está herido y, poco a poco, va desapareciendo (escribo hasta perder el rostro/ sólo aquel que ya no soy puede decirme). Por otro lado, el yo poético se dirige a un tú inasible, que se ausenta (vacías de ti / estas manos/ balde seco), que se nombra desde la carencia (vacía su desaparición; o su terrible desamparo; o el lugar de las desapariciones) al que se invoca (dame, dime, amor), pero sobre todo al que se evoca. El tú, interlocutor ausente, se recuerda y se revive, desde una memoria física (manos, desnudez, cuerpo, piel) que una y otra vez culmina en ausencia y falta (te has borrado toda dentro de las manos). Ambas trayectorias, la del yo y la del tú, que a lo largo de esta parte describen el recorrido de la privación y el vacío, la soledad, el dolor y la merma, se unen en el último poema en un nosotros que cierra y busca reparar la grieta en una cicatriz que sella y permite avanzar (algo / que cicatrice / lo que no nombramos). En la tercera parte, el yo progresivamente recupera su palabra, parece poder volver a nombrar, después de la resaca del nosotros. De alguna manera, cuando ya no queda nada, sólo se puede volver a empezar. Así, desde su soledad, una soledad dolida que no abandona la semántica de la carencia y la tristeza porque se identifica con ella (muda sed, árida desnudez, hambre, amarga carnadura, yo soy el animal que callas) el sujeto poético arma un discurso que finalmente quiere sobreponerse al dolor vivido (nada / nuestra/ me hiera).
Retomo aquí la cita que abre el libro “Sombra de quién, preguntas”, de José Ángel Valente porque, si bien en cada uno de los tres momentos del poemario puede actualizarse esta interrogación (la sombra de ese lenguaje roto del no, al inicio; el tú que pregunta y el evocado, en la segunda parte), es en esta tercera parte donde adquiere más relevancia: triste / tú / sola / sombra / mía. Oscura deja la piel su sombra es un largo poema en torno a la sombra, entendida ésta como oscuridad y como figura. El camino de la oscuridad se nos narra desde la soledad y la tristeza, y se transita a ciegas, que es una forma ésta de silencio; por otro lado, la figura de la sombra es la de un sujeto que tiene una identidad inexacta, marcada por la tristeza y el dolor de la ruptura. No sabemos si la cita de José Ángel Valente sirve de aproximación a la línea poética que trabaja la poeta, pero sí nos aventuramos a señalar que la suya es una voz poética madura, reflexiva y esforzada que está más cerca del silencio que del ruido. Una voz que traza insistentemente el mapa de la soledad a través de una serie de repeticiones que son, como Beatriz señala, solo/ balbuceo. La autora consigue nombrar desde un mutismo denso, casi corpóreo, que cobra fuerza en los encabalgamientos y en los silencios del texto, en los intersticios y elipsis discursivas que deberán ser completadas por el lector. Oscura deja la piel su sombra es, en resumen, un primer libro excepcional que recorre el paisaje de la soledad y la ausencia, desde un lenguaje roto, con una voz poética sobria, madura y atinada, a la que auguramos grandes logros.
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BASILIO PUJANTE. RECETAS PARA ASTRONAUTAS (Balduque, Cartagena, 2016) por JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ En Murcia es bien conocida la labor incansable y generosa de Colectivo Iletrados, dando cauces y espacios a voces nuevas y menos nuevas mediante recitales o la publicación de plaquettes y fanzines ya longevos, como Mursiya poética y Manifiesto azul. Ahora, uno de los motores del Colectivo, Basilio Pujante, debuta con un libro de relatos. No es extraño que lo dedique a sus compañeros Iletrados, ese admirable combo dinamizador que tanto ha hecho por la literatura y la vida cultural en la ciudad, y que de un tiempo a esta parte —Alberto Caride con sus dos libros de poesía, por ejemplo— prolonga su actividad, ya de manera individual, en los libros de sus integrantes. Este Recetas para astronautas anuncia desde su primer relato, titulado ‘Historia universal en un telegrama’, la voluntad de Basilio Pujante de ir a lo esencial tanto en el estilo como en sus temas: es una historia universal y consiste en cuatro palabras, todas onomatopeyas. A partir de aquí, los relatos se suceden en estricto orden de extensión. Un primer tercio del libro lo componen microrrelatos, género en el que Pujante demuestra ser no solo un experto teórico —se doctoró con una tesis sobre el relato hiperbreve—, sino también un consumado autor. Sin embargo, el interés del volumen todavía crece conforme avanzamos en su lectura y los relatos aumentan su extensión —el último, ‘La teoría del doble’ tiene ya cuarenta páginas—, componiendo un variado muestrario del buen hacer de este autor debutante donde domina siempre un estilo claro y preciso, así como un humor conseguido con gran economía, con el giro sutil de una palabra o situación; más allá del primer microrrelato mencionado, solo se permite sostener con otro juego de palabras otra historia, ya de dos páginas y de título ‘Follar, verbo transitivo’, para ofrecernos conclusiones no solo hilarantes, sino también lapidarias, filosóficas y rabiosamente vitales. El despertar amoroso, tanto sentimental como físico, y lo que tiene en ambos casos de fascinante o de espantoso, articula muchos de los relatos; también la identidad —«Lo que de verdad me preocupaba era quién era yo», termina uno de los relatos— y la memoria personal, incluso generacional, con una suma de inocencia y crueldad que se vierte con elegancia en el corazón de casi todo el libro. Hay un contraste acusado, y muy atractivo, entre la elegancia narrativa que demuestra el autor en todo momento con el desencanto constante de sus historias —‘El hombre de arena’, por ejemplo—; pero es que este contraste se dispara cuando dicha elegancia sirve de vehículo para narrarnos historias rebosantes de crueldad y de una cierta violencia sorprendente: así ocurre en ‘Verdadero amor’, ‘Aislado’, ‘Cuestión de confianza’ o ‘Señor juez’. Uno, además, conoce al autor y sabe de su bonhomía, su generosidad y la tranquilidad de su carácter, por lo que es aún más sorprendente y divertido descubrir el gusto de sus narradores por lo deforme y lo grotesco —así en ‘Vellas’, título que alude a mujeres barbudas; y también en ‘Cuestión de confianza’ o en ‘Cadáveres sociales’, otro de esos relatos que aborda la memoria generacional y que colinda con la expresión poética, una poesía cruel en todo caso: «Pudriéndose al sol de su propia adolescencia», escribe en algún momento de esta narración. La tranquilidad de la que acabo de hablar con respecto a Basilio aparece triunfante, como sueño de —o aspiración a— una norma, en ‘Verano del 99’; pero se irá resquebrajando a continuación, en relatos posteriores donde los elementos de esa norma y esa tranquilidad van desapareciendo, como ‘El hombre de arena’ o ‘El bebé del 3ºA’. Lo anodino deviene humorístico en ‘Un cartel con su nombre’ o en ‘Tortilla de patatas’, pero el camino inverso también es recorrido en ‘Siempre saludaba’, ‘Miss Pedanía’ o ‘15 de agosto’, porque en ellos se parte de lo extraño para acabar, humor mediante —el arma más importante de la que se sirve Pujante en este libro—, en otra normalidad tan anodina como “tranquilizadora”. El humor, como digo, aflora una y otra vez, así como lo deforme y lo grotesco, llevando sin embargo en ocasiones el relato hasta el terreno de la poesía; cuando los relatos alcanzan más extensión el mismo humor demostrado hasta ahora aborda lo filosófico, incluso lo metafísico, sin olvidar nunca que de lo que se trata es de ofrecer al lector piezas narrativas; así sucede en el cuento que constituye, a mi juicio, una de las cimas de Recetas para astronautas, ‘Dios (Una historia de amor)’, y del que no me resisto a transcribir el principio: Partamos de la omnipresencia de Dios. Según las religiones monoteístas Dios puede estar en una piedra. O ser una mariposa. Dos mil años de cristianismo nos han hecho creer que Dios es también omnipotente, una especie de Supermán con una kriptonita llamada Ateísmo. Dios, por lo tanto, lo puede todo y está en todas partes. En este relato, sin embargo, Dios no será ese ser inabarcable y etéreo, sino una de sus múltiples encarnaciones. Tomará la imagen de una camarera de veinte años que atiende las mesas de una cafetería de la ciudad suiza de Berna. Porque Dios está en todas partes y lo puede todo, incluso hacer capuchinos y limpiar la barra en el invierno centroeuropeo. Dios se acuesta todas las noches muy temprano para poder ir a trabajar sin sueño al día siguiente. Dios suena lo justo, ya creó una vez un mundo y considera innecesario volver a hacerlo noche tras noche en su imaginación. Dios se levanta, también muy temprano, porque la mayoría de los días le toca abrir la cafetería suiza en la que trabaja cuando el sol aún es una ilusión lejana en el cielo. El final es aún mejor, pero lo reservaré para el lector. Creo que este relato y el titulado ‘Comunión’ podrían figurar con todo derecho en cualquier antología del cuento contemporáneo.
La última narración del libro, que llega las cuarenta páginas, constituye por su estructura y por su ritmo una novela corta; el tema del país extranjero y la experiencia común, generacional, de los estudios y el trabajo fuera de España, se suma al de la identidad —parecen confluir en la historia, además, la doble vertiente biográfica del autor como estudioso de la literatura y escritor— y se aproxima al tema del doble pero sustituyendo el carácter fantástico del mismo por el realismo y, de nuevo, el humor, esta vez a costa del tópico —tan común en la realidad— del escritor maldito; la tensión entre todos estos elementos se resuelve dando al elemento en principio perturbador, el doble que encarna el protagonista en su impostura, un papel irresistiblemente paródico para esta pequeña comedia de campus —otro género que añadir a la mixtura— que tiene ya un pie en la novela breve. Todas estas son, en definitiva, las posibilidades del firme y atractivo pulso narrativo que Basilio Pujante demuestra en su primer libro. HÉCTOR CASTILLA. CANTANDO EN VOZ BAJA (Balduque, Cartagena, 2015) por CRISTINA MORANO LÁZARO DE TORMES: CABREADO, ANTISISTEMA, RE-LOADED Empiezo / a odiar esta profesión Héctor Castilla Muchas cosas podemos creer o no de este libro vivencial y urgente, pero una de ellas es segura: el que habla está muy enfadado con el mundo, con su parte de culpa en él y con la culpa de los demás, con la vida, con las instituciones, con el sistema, con lo cotidiano, con las mujeres, con los jefes, con las ciudades. Es, al mismo tiempo, un cabreo de clase al estilo marxista: el cabreado sabe que todo lo que le pasa (su vida, su mundo, sus mujeres, sus jefes, sus ciudades), le pasa por pertenecer a la clase obrera. Es pobre y no le gusta. Sabe quiénes son los ricos y no le gustan. Sabe quiénes colaboran con los ricos y no le gustan. Eso no quiere decir que en este libro haya una toma de conciencia marxista y un posicionamiento con sus iguales: es un poemario de transición vital, vivencial, más narrativo que reflexivo. Como si Lázaro de Tormes hubiera levantado la cabeza y hubiera mordido la mano del clérigo, las botas del hidalgo, el cuello del ciego. Si en lugar de tartamudear y trastabillar y humillar la cerviz hubiera saltado y robado y huido con el pobre cargamento de calderilla, de queso, de panes roídos. Un Lázaro cabreado protagoniza este libro. A veces utiliza la picaresca clásica: asalta balcones, roba tangas, desvalija despensas, sonríe a los jefes si le invitan a algún extra, entra furtivamente en casas ajenas de la mano de mujeres feas, guapas, confundidas, malas o buenas, audaces siempre. Otras veces contesta con el sarcasmo o con la rabia, huye con lo puesto, sube el volumen de la música para no dejarnos dormir, o se caga en sus jefes o en Manhattan o en los libros. La mayoría de ocasiones acaba solo, buscando techo, sangrando, recordando un hogar lejano que también le es, ya, sin remedio, ajeno. Pero no le tengáis lástima. Dice Lázaro/Castilla: «Hemos medido esta ciudad / recorriendo las discotecas del extrarradio / ignorando cualquier peligro / aprendiendo a licuarnos en la boca / del otro». Retrato exacto, narración de una noche de fiesta (el único lujo que le será permitido a estos nuevos pícaros); pero también fotografía de un cómplice: el que compra la coca, el que sabe dónde hay que ir a las 4 de la madrugada, el que le da el primer cabezazo a los porteros de la disco, el que se lleva a la chica pero parece que no se lleva a la chica, el que suspende en la Facultad pero conoce a los bedeles, el que buzonea las octavillas del partido, el eterno candidato a los gases lacrimógenos (ver Mafalda), el enlace con el comando operativo, el que una vez vio, de lejos, un AK47, el que le presta una púa al guitarrista, el que guarda debajo de la estantería de los isabelinos ingleses, una baldosa suelta donde cabe una bolsa enrollada y un carnet de conducir con su foto y otro nombre.
No le tengáis lástima: «Ensimismados, torpes, / creyéndose en posesión absoluta / de la verdad, esclavos de sus neuras». Esos somos los demás en Cantando en voz baja. Algunos le miran desde arriba. ¿Desde qué arriba? ¿Quién no ha sido despedido, abandonado, despreciado, ninguneado, empobrecido, exiliado, estafado en los últimos cinco años? La crisis ha compuesto, de nuevo, un país de pillos a-legales, de pequeños estraperlistas de cualquier mercancía, algunas inverosímiles. Nos ha recordado cómo es vivir con lo puesto. Sin futuro. Ya no hace falta que nos lo canten los punkis, ahora lo sabemos. No hay futuro para nosotros en el sueño de Europa. «Detrás de la esperanza / anida el linchamiento». «Por mí, / ya pueden caer las torres de Manhattan». Pasamos de todo. Trabajamos en negro, compramos química por internet, nos infectamos, caemos heridos, nos abrigamos con la ropa de hace diez años, comemos en Cáritas, robamos la wi-fi, «con los vaqueros y una camiseta / negra de homenaje al IRA». No es solo un Lázaro el que corre por la calle, somos casi todos. Pronto, este pícaro se juntará con otros. Tened cuidado entonces jefes, ciudades, instituciones, mundos varios, con las «Curvas pendientes, precipicios» y sobre todo con las «Cosas que caen a plomo». Hacen daño. Explotan. VICENTE VELASCO MONTOYA. PRINCIPIO DE GRAVEDAD (Balduque, Cartagena, 2015) por NATALIA CARBAJOSA ESPERANZA CON ALAS “Los pájaros. Vuelan pero no son ingrávidos”. Tampoco lo son los ángeles, ni los poetas, ni la esperanza, ni los astronautas con misión fallida (al menos no eternamente) o terminada. Y sin embargo, todos ellos son convocados en estas páginas para desafiar al principio de gravedad (“Disidencia ante la gravedad”, se titula un poema), concepto sobre el que pivota la trilogía de la cual este libro constituye la primera entrega. La empresa, como no podía ser de otra manera, está llamada al fracaso desde el mismo título: “Nada va a salir bien”. Y por si quedaran dudas, el poeta renuncia a sus ropajes de vate y a su legitimidad para hablar en nombre de la tribu: “No. No soy un iluminado./ Nunca me han hablado las estrellas”. Por suerte para los lectores, aunque Vicente Velasco dice la verdad, todo es falso. Porque por encima de la constatación que hace del gigantesco vacío del universo, la indiferencia de las leyes de la física para con la condición humana, y la imposibilidad del lenguaje para superar el aislamiento al que nos condenan las dos circunstancias anteriores, Vicente Velasco nos ofrece un libro inmenso en su expresión y su planteamiento. Escrito desde la duda permanente, sí. Pero dotado de tal fuerza y convicción (valga la paradoja), tanto en la dicción como en sus características principales (lucidez, extrañeza, belleza), que es imposible no reconocer en él, mal que le pese al autor, la aseveración del que habla por boca de todos, por estar más cerca de la ingravidez. Porque no es ingrávido, pero vuela. Principio de gravedad opera desde varios planos de la realidad humana, todos ellos permeables al marco científico del que claramente parte, y que en seguida conecta con el metafísico (“aún se toca Jazz en el Gueto/ y en todo este tiempo es lo único que he escuchado.// La atonalidad del universo”). Está el plano personal, encarnado en la muerte de la madre y la herencia espiritual del padre, ese hombre que habla con los zapatos. Está la irrealidad con que la mirada poética reviste todas las cosas, llevándolas a una dimensión “proustiana”. Y aflora en cada uno de los poemas la colectiva concepción del “humanum genus” enfrentado a esos dioses de cuya existencia (que no de su brutal indiferencia) nos permitimos dudar. Es este último plano, antropológico, trascendente y cósmico, el que cierra el círculo de esta inclusiva aventura de existir convertida en poesía. Ya que una vez identificada nuestra indigencia como especie, el poeta llama a la objeción (“Que somos seres caduceos/ y podemos escapar y deshacer todas las leyes/ con tal de reivindicar nuestra disidencia/ a la misma realidad”); o bien al consuelo que conjura la palabra en medio del vacío: “Allí puedes escribir, poeta”.
A lo largo de diecinueve poemas enhebrados por un mismo hilo en tensión, el afinadísimo universo poético de Vicente Velasco mantiene intacto el pulso entre la esperanza y la desesperación, sin decantarse por ninguna de las dos opciones. Pero el poeta que no cree en los dioses reza (¿acaso no es escribir una forma de rezar?), y nos regala una sentencia última a la altura (sideral) de toda la obra: “La gravedad es el origen de toda palabra/ y todo estuvo escrito desde el final.” Cada uno de sus versos suena así, feroz, incontestable, traducido directamente (diga lo que diga su autor-médium) de las estrellas, puesto que ya está escrito. Suerte que, a pesar de la palabra “final”, el dístico que clausura el libro constituye solamente coda momentánea, y que habrá más poesía suspendida en imposible vuelo. Porque desde aquí, desde nuestra precaria base en la tierra, esperamos y queremos más. To be continued. FERNANDO GARCÍN. LOS PIES EN EL CIELO (Balduque, Cartagena, 2014) por JESÚS MAESTRO El nuevo libro de Fernando Garcín se define como un «dietario caleidoscópico cinematográfico» y resulta ser dicho dietario el adecuado para darse el banquete, un caleidoscopio de lentes precisas, una película de velocidades variables, entre la sustentación del blanco y negro francés y un vídeo acelerando su huella magnéticamente. Y es que, como dice Garcín: «Los libros son objetos insólitos entre la silicona y el cristal sintético». Sí, resulta un retrato acertado, sobre todo en estos tiempos en los que muchas veces parece que el “libro” es más el objeto físico de papel que las ideas que contiene. Así, vivimos el triunfo del libro como objeto, como continente, en contraposición con el libro como contenido. Las estanterías que mezclan tomos con merchandising y memorabilia y sets y boxes se convierten en las pretendidas defensoras de nuestra literatura frente a las persianas insólitamente cerradas de librerías centenarias cuya condena ha sido no saber “vender el producto”. Adviértase el contraste: Los pies en el cielo se reserva el derecho de admisión, sólo para locos, como el lobo estepario, alejándose de esos fast book con complejo de película blockbuster, destinados a hacer caja, pues la escritura de Garcín es el otro lado de la moneda, con reminiscencias de Peter Handke, Godard, la filosofía y la música europeas. Pero para tratar de papeles simplemente descriptivos y estéticos ya están los manuales de papiroflexia. Por suerte, a mí me toca señalar unas páginas entregadas al más trascendente de los propósitos de un escritor: acunar al lector hasta despertarlo. Como apunta Fernando Garcín en boca de su personaje: Hablo bajo porque todo el mundo emite alto sin razón, dejando caer, en ese susurro, que su literatura invita a aguzar el oído, una oportunidad para pasar de lecturas de laboratorio, esas que se reservan un lugar fresco y seguro como los calmantes artificiales, y asomar los pies al otro lado del espejo. Silenciada la platea, asoma tras el telón el personaje de Masha Mendes, entregándose con el lector a un salto ingenioso, marcando un cuatro por cuatro bluesero, cuarto y mitad de ritmo salvaje, el resto carne de corazón y otras piezas nobles. Un texto que nos acompaña y se desliza, que nos abraza y baila, ahora con nosotros y ahora para nosotros; una narración que discurre como azúcar en el café solo, desapareciendo para aportar su sabor a noche. Todo ello conformado con delicadeza en la colección de narrativa de la editorial Balduque. Dicho sin rodeos, leer Los pies en el cielo es un atrevimiento placentero: Hágalo.
ALEJANDRO HERMOSILLA. MARTILLO (Balduque, Cartagena, 2014) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO «Ahora viene cuando yo te soborno y tú… claro, ya sabes. Dejo a tu entera disposición miles de joyas, deseos y comodidades inimaginables… Estás en un laberinto sin minotauro, sin hilo, sin nada. Sólo la lucha en tu interior como un espejo efímero que se rompió. Abandona las dudas que te atenazan, las dualidades y los efectos en el que nos va sumergiendo la sociedad. Todo sucede muy rápido, ¿no crees? Pero no sé si me estás captando, posible portador. Lo que yo quería decir es que una vez me perdí por un laberinto y me encontré, pero fue un proceso arduo y lleno de rabia contra todo. Yo estoy diciendo que te saltes todo ese dolor, que puedes pegar un salto abismal, una mejora en cada una de tus posibilidades. No importa si eres de Occidente o de Oriente, si paseas o te dedicas a tomar té, al final todos somos iguales, te lo digo yo. Bueno, o no, quizá no (sólo quizá). A ver, tenía pensado decirte que las instancias superiores quieren hacernos ver que somos muy diferentes, pero claro, ¡si cada persona es un mundo! Me dan miedo los seres humanos (cada documento de cultura es un documento de barbarie). Pero si aceptas mi oferta te presentaré lo monstruoso, lo subterráneo, los dioses del submundo, y verás la verdad. Su justicia y cómo el ser humano estaba cegado desde el principio. Yo antes era otro, no, pero no otra persona. Tenía otra personalidad (tuve muchas), pero ahora estoy aquí, un martillo. Por favor, deja de apuntarlo todo en ese pergamino ruinoso, No Te Va A Servir De Nada. No pienses más y actúa. También habrá sexo, un harén lleno de las más bellas mujeres. Nunca se sacian. ¡Ah! No, no, el harén de Sardanápalo no, yo prefiero la vida, aunque la fusión entre eros y tánatos es uno de los temas preferidos del hombre. No sé. He visto el Principio y el Fin, un perfecto Jano, y he entendido una cosa: nada tiene sentido. Al menos no si lo sigues todo con una sola mirada, porque hacen falta muchas más: detalles mirados con lupa, hilos, puentes de niebla, relaciones que nadie quiere ver. No soy un héroe, soy más de Bernhard. Pero también soy más de romper los párrafos. No sé qué eres, más de uno, menos de dos. Veo un gran futuro, una potencia inimaginable. No tengas miedo, todos moriremos tarde o temprano». Ecos traducidos de los golpes de Martillo, época y momento desconocidos. Vayamos mejor por partes: __ Laberinto (periférico). Espacios donde el paseo cobra una importancia fundamental: el entramado urbanístico oriental, inesperado, lleno de recovecos, así como la construcción de las ciudades occidentales, perfectamente diseñadas para la alienación del sujeto, «contribuyendo a que, nos dirijamos a donde nos dirijamos, sintamos que no nos hemos movido. Que nos encontramos en el mismo lugar de partida. Lo que provoca que, al poco de entrar en la adolescencia, la mayoría de personas sufra cierta ausencia de sentido vital» (p. 37). Ante todo, además, domina el susurro, lo ausente, la periferia de los conceptos, las observaciones que rozan y giran en torno al hilo narrativo: «el centro de las ciudades europeas y americanas siempre está lleno, es un abigarrado onfalos que aglutina el conjunto de valores predominantes: religiosidad (lugares de culto), poder (oficinas), dinero (bancos), mercancía (grandes almacenes) y palabra (ágoras del café y el paso). Acudir al downtown es tropezar con la encarnación de una verdad social modificada a lo largo del tiempo y de las circunstancias históricas, ser partícipe de lo que Barthes denominó «la plenitud soberbia de la realidad» (MENÉNDEZ SALMÓN, Ricardo, Medusa, pp. 123-124). __ Lucha contra uno mismo. Hermosilla contra Hermosilla, «una alucinación que tuve en el transcurso de una cruenta batalla contra el más feroz y encarnizado de mis enemigos: yo mismo» (p. 19) al más puro estilo del escritor maldito Antonin Artaud: «estoy en el instante en que no me aferro más a la vida, pero llevo conmigo todos los apetitos y las insistentes titilaciones del ser. No tengo más que una ocupación: volverme a hacer» (ARTAUD, Antonin, El pesanervios, p. 65). (Re)hacerse, (re)mezclar los sentimientos, los referentes, surgir de las cenizas de los sacrificios como un ave fénix, resistiendo la pesadumbre, el fracaso, e incluso el éxito. __ Dualidad. El sujeto no es uno sólo, son muchos, pero tampoco es ninguno. Es un rumor en una esquina, un martillazo, una llamada a la oración. Todo se afirma y se desmiente, el único juez que puede valorar qué es verdad (si existiese alguna dentro del libro) es el lector («¿quién lo sabe? Desde luego, no yo», p. 132). Y es que, por desgracia, «el mundo es variado, múltiple, y nadie tiene en absoluto razón», p. 141). __Tiempo e identidad. Ruptura de los referentes, del tiempo corporal por el de la máquina. Mientras que sin la tecnología, que tanto odiamos, «no es extraño que una hora, parezca un día; un día, una semana; una semana, un mes; y un mes, un año» (p. 27); cualquier movimiento desemboca en su exacto opuesto, no existe una contracultura, la propia rebeldía es una moda, generando «espacios donde la diferenciación deviene semejanza, la diversidad, igualdad y la variedad, uniformidad» (p. 32). __ Perturbación. El libro, lejos de destilar un colorido puro, blanco, se sumerge en aquellos aspectos de la vida que nadie quiere tratar, que nadie quiere decir (pero que todos pensamos): «quemar las ciudades y pueblos o inmolarse ante un ídolo falso como respuesta ante tanta estulticia» (p. 25). Con sólo una posibilidad: «el caos que reina en mi cerebro. Mi absoluto desamparo» (p. 68). La obsesión, el miedo a fracasar fallando: «pero antes tiene tiempo para concederle un deseo al escritor, que no duda un instante en proferirlo en voz alta: ansía el éxito literario» (p. 101). __ El sentido. O, en todo caso, su tremenda ausencia. El silencio de algo a que nos aferrarnos, el sentimiento de pérdida irrecuperable: «esa búsqueda desesperada por no extinguirnos que nos empuja a tener descendencia, realizar obras de arte o ceremonias diabólicas» (p. 51), «y ambos moríamos sin comprender el sentido de esta prueba. El significado de nuestra existencia. Esclavos de un ritmo que nos maniataba y sometía a su antojo» (p. 29). Una angustia vital, «además de que existen circunstancias que prefiero no saber. Dejar en suspenso. Que sea la vida la que las quiera responder. No es de mi incumbencia entrometerme en sus designios. Ni soy yo quien puede determinarlos» (p. 65). __ Sampleado. Vidrio y música, siguiendo el concepto que acuñó Eloy Fernández Porta con su homo sampler, o la restitución del tiempo juntando los fragmentos, que permite traer elementos del pasado a la actualidad para que cobren nuevos significados, como la literatura de Lovecraft, «algo que también le ocurre, en cierto modo, a otro artista al que acostumbro a orientalizar como David Bowie, cuyos continuos cambios de look y aspecto a lo largo de su carrera me parece que contribuyen a desvelar el cinismo de la supuesta heterogeneidad de la sociedad a la que antes he aludido» (p. 48). Pero no sé si ha quedado todo explicado claramente, vamos a adentrarnos un poco más. Martillo se conforma como una larga oración desesperada en la que se van concretando, lamentando y maldiciendo las diferentes pulsiones que dominan en el ser humano. Y, por pura contradicción, el hilo central vuelve a traer a colación una serie de percepciones que refrescan, en parte, un debate ya estéril y desértico, por no decir alejado de la esfera de la vida (lo académico): entre el hombre oriental y occidental, aunque no lo parezca, hay muchísimos hilos, finos e imperceptibles, que los relacionan por oposición y semejanza. Como un suave arabesco que nunca cruza el centro (está vacío), como una idea apuntada largo tiempo pero no comentada, una nueva pregunta fundamental en una conversación, en Martillo van surgiendo digresiones que van enriqueciendo como un palimpsesto toda la narración. Pero tiene truco, porque la reconstrucción del espejo roto nunca se llega a producir. Alejandro Hermosilla ha ido colocando, durante cuatro meses, en sus estancias en Fez y en la lámpara de un Genio, las piezas del puzzle/vidrio unas junto a otras… sin llegar a ensamblarlas, para no obtener una única verdad reduccionista, sino para apreciar en cada fragmento, único por sí mismo, una emanación especial. Más allá de la reverberación aguda del vidrio, de la infinitud de la arena, del calor del sexo y las picaduras del Sol, se encuentra la batalla, de proporciones míticas, entre el ser humano y… ¿el ser humano? Acostumbrados a mirar hacia arriba para ver a los dioses, la grandeza (amenazante) de los rascacielos, y los cambios meteorológicos (que tanto nos molestan) olvidamos que el enemigo siempre estuvo a nuestro lado desde nuestros orígenes. Que no hacía falta invocar seres extraños ni monstruosos, que el propio Cthulhu no pudo siquiera aterrarnos porque habíamos realizado tantas barbaridades que estábamos curados contra toda posibilidad de barbarie, fuera real o no. ¿Es posible sobrevivir en un desierto en el que no nos queremos dentro? ¿Es compatible la naturaleza del ser humano sin el poder de quitar la vida? Y, una vez más, un leve desplazamiento que cambia su sentido. El hilo narrativo se convierte en escarificación, en marcaje a fuego: el único enemigo de Alejandro Hermosilla es el propio Alejandro Hermosilla. El escritor recita, pero ¿a quién? Desde luego, no al público sino al lector (al sultán), que escucha la historia antes de que Sherezade sea llevada a las garras de la muerte. De ahí las digresiones, el alargamiento, el impulso por la vida, la huida por la ciudad en busca de su salvación. Judith no mata a Holofernes, no hay heroicidad. Para evitar la muerte la historia nunca debe terminar (o el impulso de escribir). Fragmentos, lágrimas y sangre que se llegan a manifestar en pocas ocasiones, por no decir casi ninguna, ante la apabullante ausencia de diálogos, de verdadero contacto entre las personas de Fez. Sentimientos, pulsiones, obsesiones que nunca se comparten pero que, si se dijeran, el lenguaje demostraría su fracaso al no poder abarcar nunca lo que experimentamos a diario, por lo que quizá deberíamos aprender más de los animales: «Quizás alguna vez los animales tuvieron la facultad de hablar, pero al cabo de los milenios, aburridos, incluso decepcionados de lo poco para lo que aquello parecía servirles, sencillamente volvieron a olvidarse de cómo hacerlo» (LÓPEZ, José Óscar, Los monos insomnes, p. 171). «Que las palabras dejaran de resonar en sus paredes. Y nadie, a poder ser, las escuchase» (p. 139). Experimentando lo que nos legaron como desierto y no supimos repoblar. Escuchando el Ruido inexistente del calor, de los granos de arena. Meditando sobre el Vacío para luego girar, hacer un círculo, volver al principio sin estar exactamente en el mismo punto. Entonces, empuña el Martillo, experimenta la nueva literatura que aquí está surgiendo. La apuesta periférica, el golpe total. Lo independiente surge con fuerza en la Región, ¿no lo notas? Si luego pretendes hablar de cosas modernas y no lees esto te van a mirar raro. Siente el poder, la fuerza, la furia, pero ten cuidado, viejo amigo, de cómo lo usas cuando te susurre: «Ahora viene cuando yo te soborno y tú… claro, ya sabes»... |
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