LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
GINÉS SÁNCHEZ. ENTRE LOS VIVOS (Tusquets, Barcelona, 2015) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Hay protagonistas perversos o marginados en la literatura que nos fascinan por su propia maldad, que nos atraen en su perversión como nos atraen los peores anuncios, como nos atraen las fotografías de la muerte que invaden el imaginario colectivo. Hablando con mis alumnos del poder de fascinación de las imágenes llegábamos a la conclusión de que la concentración de información en unos segundos y en un pequeño espacio era altísimo, y que eso les atraía aunque ellos mismos reconocían su incapacidad para reconocer todo el mensaje o sus manipulaciones, y que la vista se iba tras lo llamativo, cómico, sexual o violento. Y, lo más importante, que sólo a veces les llevaba a la reflexión. Los malvados o marginales nos atraen porque siempre están las normas que calman y retienen la maldad intrínseca, podemos desahogarnos con esos protagonistas y llegar a identificarnos con ellos sin problemas, que luego ya recurriremos al orden restaurador. Por eso nos gustan los personajes de Tarantino, el Alex Delange de La naranja mecánica, y podemos controlar a Kurtz, Sorel, Bartleby… Están lejos. El problema viene cuando leemos a otros que nos perturban por su proximidad, esos que se acercan a veces hasta tocarnos y a diferencia de algunas imágenes, por el tiempo de lectura, sí nos hunden en la reflexión. Ahí están Pascual Duarte, Mersault, Raskolnikov o Bertomeu, y sobre todo los más cercanos generacionalmente que están en nuestras vidas nocturnas y urbanas: los Trainspotting, los personajes de Kiko Amat, Casavella, Gutiérrez, Gopegui, Ortiz, etc. Por ahí camina César Gálvez “Gusanito”, no por un lado salvaje y oscuro, porque no es tan salvaje ni tan oscuro, porque es algo tan fácil de reconocer en nosotros o nuestro vecindario que se convierte en algo, si no luminoso, al menos iluminado. El problema es ése, que César podemos ser cualquiera, que no tiene nada tan extraño que podamos expulsar de nuestro entorno y protegernos. El propio apodo en diminutivo banaliza al personaje y su odio, le quita importancia a su carácter, y sus reacciones se vuelven infantiles, quedando en ocasiones indefenso ante sí mismo. Pronto veremos que su inicial enfrentamiento al sistema no llega más lejos de su propio nombre, ni de su casa ni de tres o cuatro personajes más. La crisis no es el tema de la novela, la crisis ocurre. No es un asunto tangencial, es cierto, es un envoltorio terrible que a veces se clava más y obliga a medir los pasos, la comida, el tiempo, las drogas y el sexo. Pero el libro no va de ella sino de las reacciones de un ser que se quedó al margen de los vivos ante su situación actual. Sabemos que hay algo anterior que nos llevaría a conclusiones semejantes en entornos distintos, que Gusanito ya estaba hundido en sí mismo, que su problema es él mismo, independientemente de las situaciones envolventes. La crisis está ahí, lloviendo y mojándolo todo, bañando la novela de verdad. El auténtico tema de la novela es el odio, mejor aún, la construcción del odio: «Que, decía, yo lo que busco es algo más concreto. Algo, decía, que de verdad sea mío. Que sea mi odio y no el de nadie». César no se gusta, ni le gusta su vida, busca el odio como prueba de carácter y personalidad y, consecuentemente, la venganza; pero el odio es un odio familiar y doméstico y sus venganzas adquieren un tono pueril, que de nuevo nos acercan a él por lo posible y su caída se nos vuelve muy cercana. Busca construir el odio que le aparte de odiarse a sí mismo. El mundo de César Gálvez es el del simulacro. Le rodean los videojuegos y los chats (están presentes pero no invaden) las drogas y el sexo, relaciones simuladas que le parecerán tarde o temprano un fracaso. Todo es una ficción que le rodeará hasta que decida algo, pastilla roja o azul, o incluso, quién sabe, después de esa elección. Y ése es el problema, que todo es tan simulacro como la vida de cualquiera puede serlo, que los odios son nuestros aunque estén controlados y amortiguados, que las venganzas las planteamos aunque no las llevemos a la práctica y que todo es tan próximo que cualquiera puede pasar al otro lado de la delgada línea de las normas y el orden. Ni héroes ni antihéroes.
La literatura de Ginés Sánchez (1967, Murcia), después de Lobisón y Los gatos pardos, tiene esa gran virtud: la verdad, esa forma de ficción que nos aproxima tanto que no podemos dejar de ver como verdadera (novela de reconocimiento, diría alguien). El estilo es tan directo como un pensamiento rápido y sin reflexión, aunque la haya, y nos introduce en la vorágine de personajes crudos. Se le dice cercano a Gutiérrez (Un buen chico) y a Ortiz, pero hay momentos de Belén Gopegui, y otros muy Chirbes, salvando las distancias. No creo que el libro sea un ejercicio de estilo ni un ejercicio generacional. Creo que todo está interiorizado y que de verdad estamos ante un autor que asume su generación, que se asume y que se sumerge en un estilo propio y necesario. Si no se ha leído antes a Sánchez, habrá que ir hacia atrás y recuperar los libros anteriores, sabiendo que vamos a lo seguro.
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ISMAEL CABEZAS. PISADAS EN LA NIEVE SUCIA (Baile del Sol, Tenerife, 2015) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Cuando leí por primera vez el título de este poemario me vino inevitablemente a la cabeza una de las imágenes que más han ilustrado el fracaso literario y vital: la fotografía de Robert Walser muerto en la nieve, un cadáver al que se acercan unas huellas muy marcadas, no sé si suyas o de otro, pero que parecen hechas para decir “esto fui, un paseante hasta el final, pero derrotado”. Veintitrés años de internamiento en un psiquiátrico y abandono editorial terminaron con unas pisadas en la nieve. Ismael Cabezas (La Línea, 1969) escribe un libro sobre la mirada, sobre ser testigo, costumbrista a veces, narrativo en ocasiones y creo que en su concepción, realista en los retratos que se convierten en autorretratos. Duro, de verso limpio, claro y crítico. La elección del punto de partida, los otros dañados por su trayecto vital, por el abandono o la enfermedad, los derrotados («gente a la que le presto mi palabra»), son en materia de arte la elección personal del autor («Ahora pertenezco a los excluidos, / a los que escupen a la cara / y en cambio nada tienen que decir») que vuelve todo eso sobre sí mismo para darnos un panóptico que le ilumina a él antes incluso de iluminarnos a nosotros, que también. Dice en Poética: sino de un simple y ligero ejercicio de la mirada, de observar a fin de cuentas todo eso que a veces, como las lágrimas o la sangre, hemos acordado en llamar vida. No hay arte sin ideología, y no pierde un solo verso Ismael Cabezas en enunciarlo desde la cita inicial de Miguel Tomás-Valiente: «En toda mirada hay ideología; la hay en la selección de lo mirado, como también la hay en la elección de mirar hacia otro lado». Los grandes del retrato moderno, y me acuerdo de Giacometti, o Freud (al que nombra en el título de un poema), nunca veían al retratado sino como la forma que le servía para crear el escenario de su enfrentamiento con la realidad. Y eso se vuelve sobre uno mismo como un autorretrato. El recorrido del poemario nos lleva, en veintiséis poemas, por ese camino de lo observado hacia el interior, como buscar nuestro reflejo en el afuera. Lo que veo, con lo que me identifico, lo que me marca, lo que recuerdo, lo que soy. El libro se convierte de manera brillante en esa trayectoria elegida llena de marcas que nos llevan desde el asombro y denuncia de lo externo al interior marcado por la memoria, de la búsqueda del otro a las huellas familiares y personales: «recuerdo ahora todo eso, / y que entonces estaba todo por decir». Cabezas utiliza sus referencias culturales para mostrar ese peso del autorretrato en el libro, esas ganas de unir el yo poético con el real, la ligazón entre arte y vida. La música, las lecturas, la ropa y el entorno cotidiano, identifican al autor con su generación de la misma manera que su mirada. Son otras marcas en el camino, otras huellas (‘Autorretrato a los cuarenta’).
«No hay melancolía, sino rabia. Y más escepticismo que tristeza», son las palabras con las que Juan José Téllez inicia el prólogo ‘La mirada de frente’. Las anécdotas, dejadme que las llame así, que pueden aparecer en los poemas marcan un fragmento tan solo de una realidad, una realidad que tiene un antes y un después que solo somos capaces de imaginar, pero que queda pegada en el álbum donde se juntan todas las que vamos viendo por los barrios, las oficinas, tiendas o calles, o la casa propia; y el álbum al final somos nosotros. Algo así me pareció siempre la gran virtud de Ignacio Aldecoa en sus cuentos más breves, y algo así consigue Ismael Cabezas al transmitirnos una situación generalizada y generacional por la elección y síntesis de su álbum. Ya nos gustaría que la crítica en poesía funcionara y que fueran los poemas capaces de mover a la acción como lo han conseguido algunas fotografías, pero esto queda fuera de nuestro alcance y del suyo. Tal vez la nieve que rodeaba a Walser fuera limpia, pero sigo pensando que le vendría bien esa metáfora del título de Ismael Cabezas. La nieve es sucia porque la vida que les toca a los personajes del libro lo es, lo que atraviesan no es un paisaje hermoso. No hay atisbo de esperanza: «Springsteen decía algo sobre los perdedores, / y sobre que ellos son el motor que mueve el mundo, / puede que sea así, yo no lo sé, yo sé muy pocas cosas». La identidad de la huella acaba por no importar, no importa la pisada en una nieve blanca o sucia, porque lo único que dejamos la mayoría son rastros que borrará la próxima nevada. por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Paseo por Valencia y desvío un poco el camino. En el escaparate de una librería en la que siempre me detengo encuentro La necesidad del ateísmo y otros escritos de combate, una selección de los textos críticos y de activismo político del poeta romántico inglés Percy Bysshe Shelley, que el cartagenero Julio Monteverde edita, traduce y prologa para la editorial Pepitas de calabaza. Que un libro como éste ocupe un lugar visible antes de entrar en una librería no especializada me alegra. La portada nublada, la playa y el humo que sale de la pira de Shelley en el cuadro de Fournier aparece entre best sellers y otra narrativa. Poca poesía en general. Entro, siempre entro, y después de recorrer el pasillo de novedades de la librería y colecciones sobre guerras, literatura infantil y libros técnicos, llego al fondo, a la sección de arte y de saldos que esta cadena mantiene desde hace tantos años, y me encuentro con otro libro dedicado a la representación del naufragio en la pintura del XIX (1)[1]; abro y leo una cita: «lo sublime es aquello que produce la emoción más fuerte que la mente es capaz de sentir» (Edmund Burke). El naufragio cierra el círculo, desde el primer texto revolucionario de Shelley que da título al libro hasta su desaparición en el naufragio del Ariel, el barco en el que encontró su muerte romántica junto a Williams en el golfo de Spezia. Imaginar que las dos cosas están enlazadas en ese recorrido entre literatura de todo tipo por las estanterías de una librería me parece una especie de homenaje privado a Shelley (no puede ser de otro modo), un homenaje al “Shelley real” que aúna al activista radical con el gran poeta romántico, que dibuja una personalidad dorada por el exceso visionario, por la rebeldía, y a la vez por la atracción por lo sublime que le llevó a arrastrar a su amigo y acompañante en la tragedia fácilmente evitable y a rehusar después el rescate de un pesquero. ¡Ah, lo sublime! Tempestades, el mar que trae el horror, cuerpos que aparecen en la playa, piras funerarias para quemar los restos, un corazón que no puede ser consumido, y que será enterrado en Roma. Lo romántico über alles. Y sin embargo, una de las primeras normas de un revolucionario es no morir en un empeño vano, y él o cayó en el error, o bien se encumbró en un suicidio contra el mar, «el límite natural del espacio de las obras humanas». ¡Ah, el romanticismo! Su activismo vital y contra normas establecidas se inicia públicamente con la quema de los ejemplares de La necesidad del ateísmo en Oxford y le llevó al abandono de su familia y a llevar una vida de semiexilio, vida difícil e incómoda pero buscada, marcada siempre por su carácter, la exigencia moral y por la unión de vida y poesía en acciones que nada tendrían que envidiar a algunas expresiones del arte político contemporáneo actual, como lanzar botellas al mar o globos Montgolfier al aire con mensajes revolucionarios: acción poética, acción artística y acción política. Apoyó movimientos revolucionarios en Gran Bretaña y Europa, y todo ello, unido a su fama de amoral, le costó el odio de la clase conservadora inglesa y las fuerzas capitalistas contra las que arremetía en sus escritos críticos. Pero lo que llega y se mantiene durante mucho tiempo al mundo cultural y social es el poeta Shelley, el gran poeta romántico inglés junto a Byron y Keats (calificados de malditos, satánicos y escandalosos). Debemos su prestigio, merecido, al esfuerzo de su nuera Lady Jane Shelley, su viuda Mary y sus amigos por transmitir tras su muerte una idea del poeta más admisible para una sociedad burguesa amante de la poesía, y convertirlo en un autor socialmente admitido, excedido de emociones pero aceptable como artista, reconocible: …aplicándose a la recuperación de su figura purificada de contenidos político… Esta visión pretendía, y finalmente casi consiguió, despojar a Shelley de todo contenido emancipador, construyendo una figura etérea de poeta apartado del mundo, solo atento a la belleza abstracta del pensamiento y la naturaleza. Hubo de pasar el tiempo hasta que se recuperara la figura radical y política de Shelley, y entre la portada del libro y el naufragio se reúnen todos estos “escritos de combate” que nos presentan a un revolucionario o al menos reformista convencido, que probablemente lo hubiese seguido siendo el resto de su vida si no hubiese ahogado en el Ariel ese espíritu combativo. Figura necesaria para comprender el verdadero poeta unido a la acción. El primer texto, el que da título al libro, escrito con 19 años, es el que inaugura una vida destinada a una lucha contra normas, por las libertades propias y de otros. El romanticismo como movimiento histórico nace entre dos revoluciones, la francesa y la industrial, y Shelley representa un modelo intelectual y activo de lucha contra las injusticias del capitalismo y de amor a la humanidad. Los textos nos parecen a veces exaltados, otras inocentes y superados, pero la reunión de estos textos, muchos de ellos traducidos por primera vez al castellano, darán idea de un poeta unido en cuerpo y alma a la lucha social, a vivir la experiencia y a la historia que vendría, adelantándose a su tiempo. En el libro se reúnen textos sobre el ateísmo, contra el matrimonio, por el amor libre, a favor de la dieta natural, contra la pena de muerte, por la no violencia, y los más combatientes sobre la política, contra la monarquía, himnos revolucionarios que lo fueron (Canto a los hombres de Inglaterra). Se cierra con el famoso Defensa de la poesía: poesía en la crítica y crítica en la poesía, ambas unidas indisolublemente como necesidad de hacer su vida visible:
Pues en Shelley, visión y agitación, vida cotidiana e historia, forman un continuo que desborda la lectura de sus obras porque en la conjunción de ambas es posible encontrar todavía, como quien encuentra en la orilla una botella cargada de mensajes a su nombre, gran parte de ese mismo fuego que algunos hoy continúan buscando. Julio Monteverde ha realizado un excelente trabajo como editor y traductor, pero además su trabajo en el prólogo, titulado El corazón que arde y no se consume, ilumina con claridad la figura del Shelley real y la posición política del romanticismo. Es necesario conocer todo el conjunto de la obra para romper con ideas preconcebidas sobre el movimiento histórico, que se convierte también en tradición y que reencontraremos periódicamente desde el XIX en otros momentos e inscrito en movimientos de vanguardia. Ha sido miembro del Grupo Surrealista de Madrid, colabora en la revista Salamandra y ha publicado los poemarios La luz de los días, Planetario, La llama bajo los escombros, prólogos para obras de Apollinaire, Panizza, Antonio de Hoyos, y en 2012 el libro De la materia del sueño. Un excelente libro y un magnífico prólogo que, si se leen antes de leer o releer la poesía de Shelley, cambiará notablemente las ideas preconcebidas que tenemos de cierto romanticismo. ————-- (1) Naufragios. Guillén, Esperanza (Siruela, 2004). NATXO VIDAL GUARDIOLA. ÍCAROS DESORIENTADOS (Raspabook, Murcia, 2015) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Natxo Vidal entró en la publicación con el accésit del Premio Dionisia García en 2006 con el poemario Atrás no es ningún sitio (Universidad de Murcia, 2006), al que siguieron Sal en los ojos (Los papeles del sitio, 2012) y La niña que jugaba a la pelota con los dinosaurios (Huerga y Fierro, 2013). Colabora habitualmente con revistas literarias como El coloquio de los perros y aparece en antologías. Es profesor superior de música en el conservatorio de Elche en la especialidad de Trombón. Este es su cuarto poemario, pues, editado en esta ocasión por la editorial Raspabook, editorial murciana que, junto a otras, está llenando el espacio de papel de la poesía en tiempos de crisis y de desprecio oficial. Ícaro, reconozcámoslo, era un personaje lamentable: dibujado por Ovidio como un niño que juega con las cosas de su padre mientras ablanda la cera para unir las plumas, representado como un adolescente en la pintura, se le ha utilizado como parábola de la juventud inconsciente e irresponsable que no obedece las normas del padre, un padre ingenioso, hábil constructor de muñecas y arquitecto, pero para nada un modelo de virtud, que fue capaz de matar a su sobrino por celos profesionales, que refugiado en Creta tiene a su hijo con una esclava, que ayuda a Pasífae a engañar al toro blanco con un disfraz; producto del engaño y el adulterio nacerá el Minotauro, para el que luego tendrá que construir el laberinto que lo encerrará, al Minotauro y al propio Dédalo y a su hijo después tras el cabreo de Minos. Provoca esta historia la aparición en Creta de Teseo, otro héroe advenedizo que mostrará con un simple hilo cómo ese laberinto no era para tanto, cómo Ariadna le importaba bien poco, y cómo en realidad entró en el laberinto animado por los gritos de Houellebeq para poder contarlo después. Parece que sea él el que pregunta a Ariadna en los versos de Natxo: ¿QUÉ harías, hasta dónde estás dispuesta a llegar por mí? o ¿Hasta qué punto ciñe la cuerda con la que hemos atado nuestros sueños? Y luego la abandonó en una isla… Mitos tejidos con muchos seres triunfadores, irascibles y crueles, para quedarnos con uno, Ícaro, que sólo nos muestra el fracaso y la caída tras desobedecer la razón de los sabios. Una historia llena de plumas y cera derretida, un personaje que solo sirve para dar nombre a un mar y para dar lecciones a los rebeldes. ¿Entonces por qué Natxo Vidal nos propone a este personaje conformista, triste y fracasado (como un Kurt Cobain sensible e insatisfecho)? Porque voló.
Hay una cita de Bernard Noël que sitúa bien el contexto del libro: «No hay respuesta. Igual daría esgrimir en primer lugar un NO ya que se trata de cortar por lo sano. Como consecuencia no hay asentimiento posible. Nos dejamos arrastrar solitarios a merced de una ficción. No sé si el “yo” es en ella algo más que un acontecimiento. Uno de esos acontecimientos que hoy en día dan la medida de la realidad, que hacen que se desvanezca en humo. Todo está por retomar ¿Pero por dónde empezar? Siempre flotando en mitad del tiempo y los propios puntos de referencia solo sirven para extraviarnos más en él». Natxo ve volar a Ícaro por la ventana, volar un Ícaro con abrigo, un Ícaro postmoderno, post postmoderno, que planea sobre la generación X, que planea sobre los nocilla, sobre el afterpop, sobre Íñigo Montoya, mientras suena la música de décadas gloriosas, versos de siglos. Natxo e Ícaro quieren gritar bajito que son de una generación, que han decidido serlo y participar de ello. Y sus héroes se amontonan en un laberinto, conformados y también crueles: Cierra los ojos abre la boca ponte de rodillas. Natxo actualiza el mito en un recorrido generacional, emocional, social y privado que viene de los clásicos y acaba con Andrés Calamaro, que nace de la música, pasa por la literatura y vuelve a la música, (como a otros poetas, Juan de Dios García, José Oscar López, Diego Sánchez Aguilar, Andrés García Cerdán, Alberto Soler, José Alcaraz…). Pero en el libro se atasca el recorrido, se atasca en la realidad, una realidad que no era la que esperábamos, que incluso envidia al clásico (Ojalá mi fracaso pudiera compararse al de Ícaro) como si fuéramos proyectos de héroes que, si bien no han muerto estrellados en el mar, sí se han quedado encerrados en el laberinto del fracaso, laberinto incluso del amor: Ahora ya lo sabes: no estábamos cargados de futuro. Reconozcámoslo: no era verdad que el mundo estaba más allá de las botellas, detrás de los neones del sexo y el exceso. No quiero que se entienda mal: estuvo bien, pero no nos llevó a ninguna parte. Está claro, las cosas buenas no duran mucho tiempo, lo que quedó fue solamente nada: Y luego nada. Y otra vez nada y nada más que nada para siempre. Poemas sin título, continuidad del pensamiento. Versos sin adjetivos. Esencialidad e imagen. Dentro y fuera. Amor y dolor. Poco humor, algo más de ironía ¿Y ya está? ¿Todo está perdido? Todo el pesimismo de un atasco entre dolor y nada? ¿Entre dolor o nada? ¿Entre nada y nada? De un hombre implicado en la gestión pública no se puede esperar eso. Cito de nuevo a Bernard Noël: «Olemos el desastre y el resto en vaguedad. Un agujero de aire: caemos en la nada. Pero me detengo: no, una vez más NO para detenerse. Es preciso romper». Y, efectivamente, es preciso romper. Ícaro cae, pero primero vuela. La muerte no invalida lo vivido. Las cosas no acaban así. A lo mejor hay que cambiar la cera por resina epoxi, a lo mejor la ironía y el lenguaje pueden quitar la razón a Dédalo. Aunque los últimos acontecimientos precisamente en Grecia parezcan repetir el mito y las voces que recuerdan a las amenazas de un Dédalo europeo. Aunque las respuestas son los libros, en este caso la respuesta va más allá del libro. TONINO ALBALATTO. CON TODO EL BARRO DE LA VIDA (Raspabook, Murcia, 2014) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES ![]() La aparición de este supuesto autor italiano llamado Tonino Albalatto, nacido del bautismo de Soren Peñalver y explicada su presencia de manos del mismo Soren, Ángel Paniagua (presunto traductor) y Juan Cartagena, viene unida a Antonio Marín Albalate, o como quiera que se quiera llamar en otro momento. Heterónimo o no, los que hemos asistido al nacimiento de este nombre y su poesía, rodeado de cierto humor, no esperábamos un poemario como el que nos hemos encontrado. La parte lúdica que podíamos esperar en todo juego se convierte a la vuelta de unas páginas en algo tan personal y confesional que nos duele. Magnífico y atormentado. El heterónimo ha existido siempre como propuesta, no tanto creativa sino más bien como una manera de sujetar yoes poéticos que pudieran dar capacidad a las divergentes intenciones y personas del poeta, no como meros ejercicios creativos o retóricos, sino como necesidad de sustento a formas diversas de reflexión. Pero, ¿para qué le sirve un heterónimo, otro, a Antonio Marín Albalate? Podríamos responder que para adoptar una personalidad que, siendo suya, no sea la dominante; o para disfrazarse, para mentir protegido, relativamente, por un yo distinto, y reírse; o para ponerse máscaras de barro que se deshacen con el tiempo y las lágrimas y hablar de lo íntimo doloroso y muy cercano. Éste último es el caso ante el que nos encontramos. Sirve el sentido del barro como material de erosión y depósito, arcillas y materiales arrastrados por la actividad humana en este caso, por la vida, que cargan con un sentido de suciedad y a la vez con el sentido de lo vivido, de las cenizas que quedan tras el fuego. Pero este barro no deja de ser un deseo tras la lectura del libro. Queda claro en el epígrafe que abre el libro del poeta Leopoldo María Panero, tan querido y admirado por Antonio Marín Albalate, del que toma prestado el título: No es tu sexo lo que en tu sexo busco sino ensuciar tu alma: desflorar con todo el barro de la vida lo que aún no ha vivido. Bien usada, pues, la imagen de la máscara que utiliza Domingo Llor en la portada del libro, barro, mujer y deterioro. No podemos pensar que la aparición de Tonino Albalatto cumpla con la literalidad de la heteronimia; más bien es una máscara para contar la verdad de forma autobiográfica reservada desde hace tiempo. Surge Tonino de un limo retenido en los cajones —qué tópico éste de los cajones de los escritores, pero qué cierto en este caso, por el tiempo transcurrido—. Es una excusa propicia. Creo que Albalate ha encontrado en Albalatto la ocasión que buscaba para usar un nombre que no le protege ni le esconde, pero sí le da la excusa que a nivel personal necesitaba para sacar a la luz los poemas de los días de la ira, el material escondido que necesitaba alumbrar, y que suponemos tan o más verdadero que cuando la firma es otra. ![]() No hay variaciones estilísticas ni estéticas entre Albalatto y Albalate, como bien dice Soren Peñalver en el prólogo: «forma un conjunto más unitario de lo que en principio sospechamos». Así que las variaciones no son de ese tipo, y de hecho nos encontramos con un Antonio Marín en estado puro, con la noche, el barro, el sexo, y sus obsesiones de siempre, como la nieve, tópicos que son señales de vuelo que utiliza de manera recurrente y coherente. En este poemario se unen a la soledad, las cuatro de la madrugada, la ira y el abandono. Las variaciones son, pues, argumentales, poemas nacidos «en días de ira y tempestad». Parece que la verdad aflora del dolor que a veces cuesta dominar. Si alguien esperaba encontrar aquí algo más erótico, pornográfico incluso, se encuentra sorprendido con un libro duro, de inmersión en un yo sangrante que no se permite ni una broma, si acaso la ironía amarga, atrapado en un espacio circular de ira, soledad y angustia ante lo perdido, un abandonado en presencia de quien le abandonó y que se sentirá a su vez abandonada. ¿Qué lleva al poeta a la confesión que no pide absolución ni entendimiento, ni comprensión, porque por momentos todo se vuelve incomprensible, como la cerrazón, la violencia soterrada, la entrega al dolor de estar solo? Podríamos contestar con la cita de Verlaine que usa Juan Cartagena y que ilumina el poemario: «El arte es ser uno mismo del modo más absoluto». La necesidad de publicarlo hace creer en la verdad del artista, en la pureza de unas intenciones que se agradecen en su sinceridad desde la absoluta libertad y experiencia que le dan los años y los poemarios publicados. Abrir el dolor más personal e íntimo a la lectura de los otros no es una pose que podemos encontrar en cierta poesía dolida, no es dado este poeta a esas tonterías ni a ninguna cuando escribe, sino arte, aunque esté formado por cenizas y posos de arcilla sucia. Y hacerlo además con el convencimiento de que la escritura es el camino «para no perderse» (impresionante ‘Por donde rompe la soledad’, pág.45). No hay secciones en el libro, no hay capítulos que nos marquen el paso del tiempo, el libro es un contínuum que podría volverse un bucle perfecto, el eterno retorno de la soledad. Un gran acierto que construye el libro como unidad. No hay escenarios narrados y sin embargo entendemos el contexto de la casa, de lo doméstico, como envoltorio común a la familia, a la pareja. Pero se diría que es una casa dibujada en un suelo de asfalto, casi imaginamos a Lars Von Triers dibujando el escenario de algunas de sus películas, o como una rayuela en círculo. Es una obra de teatro que se desarrolla en una caja negra, escenario de la noche, en la que dos personas se dan la espalda, y uno de ellos habla mientras el conjunto da vueltas lentamente, echando en cara al otro, la otra, la pérdida de lo que hubo, la ausencia en compañía, la soledad en pareja y el abandono, y solo de vez en cuando apareciera algún rastro de otros personajes, los hijos, que salen y entran rápidamente, la poesía como refugio, y de fondo un reloj que marcara siempre una hora en torno a las cuatro de la madrugada, la hora más triste, «la hora de arena de un reloj parado», en la que todo acaba y vuelve a empezar. ![]() La voz que habla es, lógicamente, la del poeta (‘Ira’, pag. 41), pero teniendo a la pareja como reflejo anamórfico, «somos dos sombras apenas equidistantes / una de otra y, sin embargo, tan lejanas» el yo que es ante la otra, con la que habla, a la que reprocha, en la que se refleja, «en tus propias lágrimas me busco» (‘Como tú’, pág. 20); y cómo no, también presentes la casa y los hijos. No se habla, porque no hay que hacerlo, de las razones que llevan a estos sentimientos; la confesión no llega a tanto y se queda en una narración del sufrimiento creado, se habla de la situación provocada, no de la culpa. Antonio Marín Albalate es un poeta que nos han mostrado siempre el dominio ágil de la palabra, del ritmo y de la imagen. Y que también sabía subir a cielos y bajar a infiernos de tristeza y dolor. Pero este libro es un pozo oscuro que no deja ni un breve atisbo de salida posible, si acaso un breve reconocimiento de lo que fue y de lo que queda (‘Te escribo’, pág. 53). Los dos poemas finales muestran una intención de cierre que, sin embargo, también queda en el aire, un deseo que no se cumple, una aceptación cansada, y de nuevo la escritura; y el verso final en interrogante, duda que muestra la circularidad a la que he hecho referencia: Tranquilo, en silencio, tan solo escribiendo sentado en mi sitio: te miraré quizás un instante desde el cansancio de mi pluma. Empezaré, seguramente, a pensar en otra. ¿Daré, al fin, por concluido tu… mi libro? Seguiremos hablando de Antonio Marín Albalate porque no puede dejar de escribir aunque le duela, lo cómodo y lo incómodo, ni de tener en mente proyectos nuevos o retomar antiguos. Veremos también a Tonino Albalatto, seguro, porque tiene una entidad reflexiva poderosa. Albalate le da el poder de la palabra dominada, brillante, Albalatto pondrá una vida, a su manera y en su momento. Vale. |
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