LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MARIO MARÍN. JESUCLISTO (Ediciones del Viento, La Coruña, 2024) por JESÚS GONZÁLEZ FRANCISCO TEJER LA AUSENCIA DESDE LA PRESENCIA Jesuclisto es una novela distinta, pero distinta bien; distinta por fascinante, distinta por sorprendente, distinta por refrescante; desde la primera a la última palabra. En un ecosistema tan predecible y acomodaticio como el mercado literario español esto es mucho decir. Y aquí lo decimos con conocimiento de causa. Jesuclisto es un sensacional mirlo blanco, una rara avis articulada alrededor de una propuesta artística consciente que nos cuenta la historia de un artista plástico chino, abonado en su juventud a la estética heavy metal que, tras un episodio de pelea callejera es conducido al hospital, donde desaparece (o no) misteriosamente. Esta es la premisa, a modo de juego de espejos deformantes, que utiliza Mario Marín para tejer la narración de una ausencia desde la presencia más absoluta. Efectivamente, Zao Tianshou, el tercero de cinco hermanos del restaurante chino Gran Muralla, no está donde dicen que está, o quizás sí esté, aunque en cualquier caso, da igual que el cuerpo aletargado en su cama de hospital sea o no sea Jesuclisto, ya que su ausencia/presencia invade la memoria de los personajes que lo rodean, mediante los recuerdos y vivencias compartidas que construyen una figura casi legendaria, alrededor de la cual crece la trama en espiral de la novela. La historia de Jesuclisto transcurre entre los límites geográficos y emocionales de un barrio obrero de Huelva, un territorio de aluvión nacido al calor de los humos pestilentes del Polo Químico, un Far West de contornos míticos que es el espacio vital en el que habitan los personajes de Marín, como ya ocurriera en El color de las pulgas, Mañana es el día siguiente o Morir es un color (todas ellas con Ediciones del Viento). El barrio aquí es no sólo geografía o escenario, sino que cumple la función de personaje autónomo, entre cuyas calles se siente el pulso de la vida corriente, del bar donde los personajes comparten silencios o de las conversaciones cuyo oído atento tan bien plasma el autor en unos diálogos con sabor a verdad. Y decía antes que la narración funciona a modo de juego porque no es en Jesuclisto donde la novela se convierte en admirable, sino en la plétora de personajes secundarios (comenzando por el narrador en primera persona y mejor amigo del desaparecido —o no— artista plástico chino) que gravitan alrededor de la figura que yace en coma en la habitación de un hospital. Aquí es donde Marín despliega sus mejores recursos para entregarnos unas radiografías humanas veraces, con quienes el lector puede identificarse plenamente; unos personajes que hablan como usted y como yo, que sufren las mismas carencias y vicisitudes o que pisan el mismo asfalto que nosotros, aplicando sabiamente el equilibrio entre el lenguaje cotidiano de tradición oral y el enunciado literario esculpido a escoplo, palabra a palabra. La escritura de Mario Marín posee la impronta de la originalidad, no sólo en las premisas iniciales o los escenarios donde transcurre la narración, sino en la forma de contar, tan personal y absorbente, repleta de párrafos armónicos y vigorosos y hallazgos metafóricos de enorme eficacia, pese a su aparente simplicidad. Jesuclisto funciona como un mecanismo extemporáneo y fascinante, un juego de equilibrios entre profundidad y ligereza, entre oralidad y tradición literaria, entre lo cotidiano y lo mitológico, entre lo tangible y lo etéreo... en definitiva: una novela de obligada lectura para quienes buscan nuevos territorios literarios por explorar. Ofrecemos a continuación, como adelanto, el primer capítulo Todo lo que pasaba dejó de pasar. Encima, le dio un infarto al yorkshire de la mujer de Jesuclisto. Se lo había regalado él de cachorro, pero de la perrera de Diputación. Eso no es una protectora ni ningún rollo de sociedad de acogida ni de nada; allí los tienen metidos de normal, y tú vas, te pegas dos vueltas, lo eliges si te gusta y ya está. Le dio este sábado; más o menos al año justo de lo de la pelea. Le tuvo que pasar por la noche al principio, porque se lo encontró en el sofá con la postura de dormido, la lengua al bies y ya tirando a duro.
Yo ahora tampoco sé si lo de Jesuclisto es verdad o es cosa de la policía o es cosa de Lola. Me refiero a que lo conozco todo por los que nos bajamos al bar por la mañana temprano. Somos diez o doce, ninguno ya con enmienda, la mayoría repasados por la vida porfiada que nos hemos dado. Solo es una hora o poco más. Al ponche, al aguardiente y al DYC. Por el ansia de toda la noche secos. En el Salón de Juegos SPORTIUM de la calle Tariquejo, nada más abrir. Y de lo que hablamos es de fútbol, de pesca, de pájaros de jaula y de recuerdos de cualquier mierda de hace un montón de años en el barrio. No tenemos criterio ni información directa de nada y solo es las dos o tres copas y las salidas a fumar. A mí mi padre y mi madre se dejaron las espaldas para que pudiera estudiar en Sevilla. Bellas Artes, con Jesuclisto, en el mismo piso. Y he leído mucho y mejoro lo presente, pero eso da igual cuando tus días son bajar cuando abren y subirte luego a litrona, sofá, pipas y tele hasta la noche. Todas las fiestas también, pero de diario, rutina sobre rutina. Y al final da lo mismo lo que fuese, porque desde entonces, esto es una cosa de aburrimiento, de tristeza abúlica y desconsuelo, de mineralización poblacional, de amargura de bloque VPO y de imán por la nada. No de drama Benigni con su mierda de música de no puedo tragar. Me refiero al derrumbamiento de la gente por su defecto de fábrica, a su incapacidad para asumir lo sobrevenido, a los Zara Taras del aguante, a los fracasos irreparables y al fallo cansino y fatiga, a que por lo que sea tienes desnivelada la base y da igual las veces que te empinen porque de nuevo te vas a caer. Cuando te llega algo tan gordo, da lo mismo que te apartes; te arrolla. —Al café cortado le metes un dedo o dedo y medio de Ponche Caballero y lo multiplicas por diez —Jesuclisto siempre le dice lo mismo a cualquier camarero nuevo al que le pide café. DEDO/DEDO Y MEDIO.
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HILARIO J. RODRÍGUEZ. RECUERDOS DEL FUTURO. EL AÑO PASADO EN MARIENBAD (Providence, Madrid, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Fue en un cine de verano, con sillas incómodas y cerveza. La película había ido avanzando sobre las consecuencias del final de la guerra y por el encuentro y la historia personal de los dos protagonistas, cuando, de repente, los dos frente a una librería, todo se detiene en un solo fotograma. Un fotograma estático que no podía soportar el calor de la lámpara de proyección y tardó muy poco en empezar a quemarse, primero deformándose, luego cambiando de color del blanco y negro al marrón y al rojo y fundiendo, literalmente, en blanco. En ese momento me pareció una perfecta rima poética con el hongo nuclear de Bikini que se entrometía en la historia de amor. Naturalmente, hablo de Hiroshima, mon amour, la película de Alain Resnais de 1959, la primera que vi de él, su primera película, y a la que he vuelto tanto en cine como en literatura, a través del guion de Marguerite Duras. No ardió la película entera y pudimos volver a ver cómo el pasado de ella (Emmanuelle Riva) aparecía en el presente, nunca se fue, a través de la memoria y el dolor de la protagonista sin nombre en los finales de la guerra en Europa. Todo esto viene a cuento del pequeño gran libro de Hilario J. Rodríguez sobre la película de Alain Resnais El año pasado en Marienbad (1961), por el autor, porque se habla ampliamente de Hiroshima, mon amour y de Duras, por el tiempo pasado que domina el presente y el futuro, tal vez inexistente, la memoria, y por el análisis minucioso de una película hoy en día, estudio que en su tiempo no se hubiera podido hacer precisamente por ser cine y no vídeo y la imposibilidad de parar la imagen y rebobinar a voluntad de ahora. A este respecto, cita Hilario el detalle y el texto escondido en el cartel anunciador de la obra de teatro, principio y fin de la película, detalle que no podríamos haber atendido en su momento, juegos de autor que Resnais parece proponer a un futuro investigador. Mi recuerdo de esta película ha venido siempre marcado por sus imágenes, más incluso que por su ambiente fantasmal o su historia: los reflejos en los espejos que multiplican los planos, los brillos en las ropas y en los peinados, las luces que parecen oscurecer, los pasillos y, claro está, el jardín donde las figuras hacen sombra y los setos no; y leo algo que me confirma: «Sus imágenes asesinan al mundo porque no lo representan pero al mismo tiempo se salvan como imágenes». Imágenes que rompían con todo para quedarse, películas que quedarán ajenas al tiempo, imágenes que «seguirán inalterables, en presente, no conocerán el pasado ni el futuro». Y es que el tiempo y las heterocronías es el gran tema de la película, como es el gran tema del arte, de la literatura, del cine, un tema recurrente que nos hace conscientes de la importancia de lo que ya he tratado alguna vez y nos ocupa y preocupa a tantos, que es la capacidad humana para hacer que el pasado vuelva siempre, que esté al alcance, nos altere el presente, o más bien que lo construya y que influya en el futuro. En la película es él (Giorgio Albertazzi) quien pretende hacer recordar un pasado imposible para ella (Delphine Seyrig). Pero no es sólo el gran argumento de El año pasado en Marienbad, o de Hiroshima, mon amour, películas ambas en la que se recupera traumáticamente o se intenta recuperar el pasado, sino también de Recuerdos del futuro, el libro de Hilario J. Rodríguez, el título lo delata. Los que hemos seguido la obra de Hilario J. Rodríguez sabemos de un estilo que nos lleva atrás y adelante en el tiempo, y diría también en el espacio, del gusto por cruzar elementos que corresponden a los viajes, a los estudios, a los libros, es decir, a acontecimientos, que como en el cine se convierten en territorios que se atraviesan, con digresiones tomadas de recuerdos que como tales también son reconstrucciones literarias. Ya lo dice el propio autor: «Escribir sobre esta película no guarda relación con escribir sobre crítica cinematográfica, escribir sobre ella consiste en aprender de nuevo a escribir al posible dictado de sus hipnóticas imágenes o al posible dictado de su hipnótica voice-over». Pero yo añadiría que también hay una necesidad en Hilario Rodríguez de escribir sobre esta película, porque hay una proyección sobre ella, porque la película es la maravillosa obsesión que le permite a Hilario construir este pequeño artefacto literario que va a hablar de las películas de Resnais para poder hablar de sí mismo a través de cantidad de datos, informaciones y mundos paralelos a la película que le han rodeado desde siempre. Naturalmente, el trabajo es minucioso como corresponde a un experto en cine, es literario como corresponde a un gran escritor, pero yo diría que tiene más valor como obra literaria sin clasificar, en la que el pasado ocupa el presente, y el autor se entremezcla en los viajes, otros autores, el cine... Sí, ya sé que suena a querer ser actual, pero en Hilario es de pura cepa el establecer una investigación e infiltrarse en ella inevitablemente a través de la literatura y la memoria, porque somos así. Si fuera de otra manera se defraudaría a sí mismo y a nosotros. Esta película y las otras que hizo Resnais en colaboración con escritores ponían sobre la mesa la necesidad de la relación entre las artes que ampliaran el campo del cine y de la literatura, e incluso las artes plásticas, y es algo que cuenta bien Hilario con las figuras de Robbe-Grillet y Duras, guionistas, con la referencia a Bioy Casares de La invención de Morel, libro inspirador de El año pasado en Marienbad, o con las de otros realizadores que compartieron la instalación artística y el arte audiovisual. Hilario Rodríguez también incluye en este libro espacio y tiempo para las grandes referencias personales que ya hemos visto en otras ocasiones. Es así como van a aparecer Sebald y sus novelas, otra vez, Vila Matas, Robert Smithson, Borges, Foucault y otro más, traídos siempre muy a cuento de la narración y de las notas.
Porque donde más nos damos cuenta de que Hilario Rodríguez no se puede quedar en la crítica literaria es en el corpus de 42 notas que se expanden en una sucesión de desvíos en paralelo al propio libro y que ocupan casi la mitad del volumen, no a pie de página sino al final y con el mismo tipo de letra, lo que da idea de su equiparación al texto. Son parte de él pero se pueden leer de manera separada y en otro orden si quieres. De hecho, la lectura de alguna nota interrumpiendo el texto que anota me desviaba tanto que preferí dejarlas para el final del capítulo. No pude evitar pensar en Rayuela. La notas son una maravilla que complementa el trabajo crítico, un trabajo erudito que se puede disfrutar incluso sin ver o haber visto la película, porque de lo que se habla es de la creación artística y sus efectos en nosotros, de la compleja construcción de una obra cinematográfica que une literatura e imágenes, de los enigmas y no de las explicaciones, de su complejidad técnica y artística, de los técnicos y de los autores y actores, y de lo que es la visión de una película, de la obra abierta al espectador en que se convierte «una obra del mañana dirigida por un realizador de hoy». Quiero hablar también de las maravillosas citas que llenan el libro, no solo en el principio de cada capítulo, perfectas, sino también otras entrelazadas en el texto. Y por puro gusto personal me quedo con esta de Robert Smithson: «No hay futuro en Marienbad. Allí no se pregunta qué hora es sino dónde está el tiempo». Quizá sea eso, el espacio en el que está el tiempo, y nosotros en el tiempo (Tarkovski). Y esta otra de Resnais: «Mis películas son encuentros y desvíos; son encuentros de varias mentes que no ven una novela como algo cerrado, definido, sino más bien como algo en continuo proceso creativo, la excusa perfecta para que a partir de sus páginas se establezca una amistad que haga avanzar la trama». No me preguntéis cuando vi por primera vez El año pasado en Marienbad porque no lo sé, supongo que en la carrera o en los ciclos de cine francés en Valencia en sesión doble, pero como el tiempo nos envuelve, están a la vez El Resplandor y Hotel California, Hiroshima, mon amour y La invención de Morel, el arte Rococó y Paul Delvaux, Sebald y Vila-Matas y Smithson y sus monumentos... Quiero decir, que todo lo tengo al alcance y a la vez, y ahora Recuerdos del futuro, con ese título tan redondo. La foto que recoge el libro del final del rodaje de la película me ha llevado a aquella otra de El Resplandor en la que aparece Jack Torrance, pero en 1921. El pasado, ya se sabe, en el presente. Un libro excelente, editado en Providence Ediciones, en su colección Telemark, dedicada a los films que dejan huella. COLLEEN HOOVER. ROMPER EL CÍRCULO (Booket, Barcelona, 2024) Traducción: Lara Agnelli por JAVIER ÚBEDA y JORGE CERVERA Colleen Hoover podría ser la protagonista de una de sus novelas. Esta podría comenzar en Texas (Estados Unidos) en los años setenta del siglo pasado y continuaría con sus estudios universitarios, para dar paso a una vida de tantas (discreta, ya que todos vamos aportando algo, aunque sea desde el anonimato), como la de cualquiera de los millones de personas anónimas que pueblan el mundo. Escribiría, pues sería su pasión, unas obras en las que no depositaría mucha fe. Decidiría autopublicarse para que su madre pudiera leerlas en formato electrónico y, sorprendentemente, su éxito devendría en inesperado y descomunal: veinte novelas, veintiocho millones de ejemplares vendidos, ventas de derechos para llevar sus argumentos al cine (incluso sus cubiertas contendrían la imagen de la protagonista del film) y un verdadero ejército de lectores que adorarían cómo aborda y trata los sentimientos. El milagro se produciría en 2020, cuando permitiría en la pandemia que algunos de sus libros electrónicos se pudieran leer gratis. Abarcarían varios géneros, como thriller, novela juvenil, novela erótica, etc. Mediante TikTok, tendría lugar una explosión de recomendaciones que colocaría su obra en el disparadero de la popularidad, lo que supondría su elevación a los altares de la cultura pop y, por ende, el menosprecio de los críticos. No nos digan que no da para novelón. Otra cuestión no menor es que se trataría de una escritora de las denominadas híbridas: defendería una cierta autonomía y control sobre su obra con sus libros autopublicados y también firmaría con distintas editoriales (lo cual causaría que traducir toda su obra a otros idiomas se complicara, por cierto). Sería la autora de las trilogías Tal vez (Tal vez mañana, Tal vez nunca y Tal vez ahora) y Nunca, nunca (partes 1, 2 y 3); de bilogías como Romper el círculo (Romper el círculo y Volver a empezar); y de obras como Ugly Love: pídeme cualquier cosa menos amor; 9 de noviembre; Verity, la sombra del engaño; A pesar de ti o No te olvidaré. No escribiría únicamente estas obras, pero las citaremos porque serían las que, por el momento, estarían traducidas al castellano. Una vez concluido este ejercicio de ficción, hablemos de Romper el círculo. Se divide en dos partes, una primera, con diecisiete capítulos, y una segunda, con dieciocho capítulos. Se cierra con un epílogo, una nota de la autora (quizás lo más destacable) y los socorridos agradecimientos. «Desde la baranda donde estoy sentada, con un pie en cada lado, miro la caída de doce pisos que me separa de las calles de Boston y no puedo evitar pensar en el suicidio». Así arranca la novela, cumpliendo con el precepto de que la primera frase ha de ser la que cautive al lector. La narración en primera persona será la elegida para todo el texto. En este caso, la primera parte es donde se concentran más clichés. También se percibe una inexistente preocupación de la editorial por acompañar al lector con alguna nota del traductor que se echa a faltar y que señalaremos a su debido momento. La línea argumental de esta primera parte comienza, como hemos visto, con la protagonista en una azotea de un edificio de Boston tras la muerte de su padre. Lily Bloom Blossom (un nombre premonitorio para una enamorada de la jardinería) conocerá allí a Ryle Kinkaid, con el que intercambiará algunas confesiones basadas en «la pura verdad» y que incluyen los malos tratos de los que fue testigo en su día. Será este un coqueteo sin ninguna aspiración, pues ambos tienen distintos planes de vida. Comenzarán entonces idas y venidas, cambios de tercio y diversos impedimentos que harán que su atracción culmine en boda. En paralelo, Lily va relatando una historia de amor del pasado, que se introduce mediante el género epistolar, en forma de trasunto de «querido diario» que se transforma en «cartas que le escribía a Ellen DeGeneres, porque nunca me perdía su programa». Resulta curiosa y casi de otra época la incursión en el género epistolar, máxime porque posteriormente también se recurre a la mensajería instantánea. Tanto en DeGeneres como en la referencia a Nemo se podría haber situado una nota del traductor para los lectores no norteamericanos, igual que cuando se alude a la conducción de coches automáticos, muy comunes en Estados Unidos y casi testimoniales en Europa («como es el pie izquierdo, supongo que podré conducir sin problemas»). Se ve aquí el fenómeno fan y la televisión como medio de masas, recursos propios de esa iconografía pop y a tono con el libro. Así se presenta al compañero de instituto de Lily, Atlas Corrigan. Lily relata en las epístolas cómo descubre que Atlas está viviendo en una casa abandonada y le provee de mudas de ropa y comida, así como le permite asearse en su casa. La protagonista irá dejando testimonio de la pérdida de su inocencia, en todos los sentidos, tanto social («¿Cómo es posible que un adolescente acabe viviendo en la calle?») como sentimental y sexual. Finalmente, Atlas se enrola en los marines y le promete que volverá a buscarla. Las misivas también sirven para darnos a conocer ciertos episodios de violencia doméstica vividos en la infancia y adolescencia de la protagonista, justamente los que le expuso a Ryle. Seis meses más tarde del encuentro con Ryle, Lily ha abierto una floristería. Sin saberlo, contrata a la hermana de Ryle, una mujer muy rica que no tiene necesidad de trabajar, y también un personaje necesario para que se desencadenen una serie de coincidencias y casualidades que haga que se reencuentren y comiencen una relación sin compromiso. Ryle y Lily afianzarán su vínculo. La autora nos lleva a presenciar una cena entre ellos y la madre de Lily en el restaurante de Atlas. Este remueve los sentimientos de los antiguos amigos, para quienes este reencuentro es una sorpresa total. A partir de aquí se descubre la atroz realidad de Ryle, que no es capaz de dominar su ira («Quince segundos. Suficiente tiempo para cambiar la vida de una persona por completo»). Se expone que Ryle no es mentalmente estable porque vivió el trauma de haber disparado a su hermano mayor cuando eran niños, lo que le causó la muerte. La demonización de las armas es tan sólo uno de los tópicos que abundan en el libro. Son algo simplistas y siempre moralizadores según la consideración de una parte de la sociedad norteamericana. Hagamos un recuento: las armas, el amigo gay de la chica, las donaciones a organizaciones benéficas como imperativo, las alusiones al dinero («Has ganado seis millones de dólares este año») y el más contradictorio de todos: la mujer fuerte, independiente y autosuficiente que suspira por una buena posición (véase el comentario materno: «—¡Lily! ¿Es médico?»). En la segunda parte, Lily conoce a los padres de Ryle, que son encantadores, por supuesto. La pareja decide casarse en Las Vegas (juraríamos que este libro parece concebido directamente como una película). Se llega a un culmen tan ñoño que resulta algo cómico, como los acuerdos que van concretando en el avión hacia la boda: cuentas separadas, donaciones, veganismo y votar en las elecciones. Se demostrará más adelante que las cuestiones cruciales han quedado sin tratar. Los malos tratos continúan, debido a que Ryle encontrará los objetos del pasado que unían a Lily y Atlas. Como prueba de amor, Ryle renuncia a trabajar en un hospital mejor. No obstante, llega un punto límite en el que un nuevo ataque de celos deriva en otra agresión, por lo que Lily se va a casa de Atlas. También sabremos que Lily se ha quedado embarazada. En esa situación, deberá tomar una decisión pensando en sí misma y en la criatura que espera, aunque no la desvelaremos. El mensaje de la autora, por boca de la protagonista, se centra en lo complejo de esa decisión, y es ciertamente interesante: «¿No deberíamos ser más duros con los que maltratan en vez de criticar a los que siguen amando a sus maltratadores?»; «Cuando alguien te hace daño, no dejas de amarlo de un momento a otro». Con respecto al epílogo, en él se deja un final abierto, propicio para la segunda parte de la bilogía, en el que destaca como clave el nombre del bebé. A nuestro juicio, la nota de la autora es lo mejor del libro. Gracias a ella comprendemos sus vivencias personales y lo que supuso para ella escribir esta historia apoyándose en su experiencia familiar, logrando así conjurar parte de su dolor. Una vez explicadas las dos partes que componen el relato, podemos apreciar que el grueso de la primera difiere totalmente del de la segunda: del enamoramiento tipo novela chick lit, un tanto zangolotino e insustancial, lleno de lugares comunes y frases manidas, pasamos a una etapa de crecimiento personal en el que la protagonista debe hacer frente a diferentes cargas y reflexiones. Así, pareciera que la primera mitad del libro se dirige a un público muy diferente al de la segunda; para el público adulto, la primera puede resultar cargante e invitar a dejar la lectura, lo que haría que se perdiera una serie de conclusiones y juicios que ya toman un peso más ponderado y maduro.
En la parte positiva, podemos afirmar que se lee con facilidad, ya que no propone un abordaje de la historia de tipo psicológico o antropológico, pero, al no ser esta su pretensión, tampoco hay nada que objetar. Los personajes arrastran sus propios traumas, lo cual trae a colación la superación personal, la ahora llamada resiliencia y el deseo tan humano de dejar un mundo mejor a los que nos siguen. Otro punto a su favor es que la autora insiste en el valor de no juzgar al prójimo. En ese sentido, emplea el recurso de los personajes secundarios, que están muy bien logrados, particularmente, la madre de Lily y Allysa, la hermana de Ryle. Aunque pueda parecerlo, Hoover no justifica la violencia, sino que crea personajes complejos y duales (¿quién no lo es?) que hacen comprender a la protagonista, sobre todo, a medida que avanza la acción. Puede ser que las personas con más años tengamos menos piedad con Lily y contemplemos sus primeras decisiones resoplando y a regañadientes, pero, sin conflicto, no habría novela, por lo que aconsejamos paciencia hasta la segunda parte para poder disfrutar de una segunda un poco más pensada y mejorada. VICENTE CERVERA SALINAS. EL SUEÑO DE LETEO (Renacimiento, Sevilla, 2023) por ÁNGEL ROSAURO SUEÑO ESPIRITUAL DE VICENTE CERVERA SALINAS La reciente publicación de la obra El sueño de Leteo de Vicente Cervera Salinas, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Murcia, contribuye a profundizar en un conocimiento poético mucho mayor en la lírica de este contrastado autor. En este caso, es una obra dividida en tres secciones que, si bien trazan marcadas líneas tras una primera lectura impresionista, acaban constituyendo las partes de una misma cosmovisión tras un nuevo acercamiento hermenéutico. En realidad, se presenta una combinación entre el pensamiento y el espíritu lírico, una emoción racionalizada y, en definitiva, un torrente de humana sentimentalidad. En la primera de las secciones se puede percibir cómo la cadencia severamente armónica de su forma configura el punto de partida para el desarrollo de una multiplicidad temática. De este modo, es posible apreciar la sutileza con la que las referencias mitológicas grecolatinas ayudan a apuntalar el tema del olvido de una falsa identidad humanitaria. Para ello, el empleo del distanciamiento irónico resulta fundamental, ya que es la vía a través de la que reflexionar sobre el encuentro con una verdadera esencia («aléjate del recuerdo obsesivo en el letargo»). Por otra parte, la versatilidad en la variación de las personas verbales también sería la herramienta con la que demostraría la forma de construir una latente musicalidad salmódica. Además, es evidente la apuesta por la filosofía propia del idealismo romántico alemán. De esta manera, se incluyen diferentes referencias hacia autores clásicos como Friedrich Hegel. En esta ocasión, se ahonda sobre la fidelidad fraternal asimilada como un amor que trasciende y sólo une al individuo en la magia del misterio poético. Es una obra que presenta también una gran profundidad en la erudición sobre la libertad sentimental («ajeno a las palabras que dictan y formulan») a partir de formas epistolares y conversacionales que ayudan a despertar el interés del lector en todo momento. Asimismo, también reflexiona sobre la pérdida del sentido en la búsqueda amorosa empleando el trasunto decorativo de la torre donde el poeta romántico Hölderlin estuvo recluido durante los últimos años de su vida. En adición, se plantea la “hastiada” búsqueda de un alma de juventud inmarcesible a partir de formulaciones que presentan un tono universalizador. Al mismo tiempo, también destaca la visión retrospectiva con la que la madurez humana provoca que el corazón “incauto” disminuya su nervioso latir condicionado por la mutabilidad de la candidez erótica. Es una composición que combina la descripción de efusiones sentimentales románticas a la vez que un poderoso humanismo permite la serenidad emocional. Esto ocurre así porque ayuda al lector a ser capaz de reflexionar sobre las dos caras del alma humana. El ser se presenta como la encarnación de un alma que puede ser febril e inconmensurable, pero que alberga una esencia de pureza y empatía. Sin embargo, es palpable la dirección hacia la construcción de un espíritu crítico que reconozca la corruptibilidad procedente de un cierto determinismo contextual («algún viento helado»). De este modo, siguiendo el trayecto de la obra es posible llevar a cabo una síntesis ontológica de una identidad humana tan compleja como incierta e inextricable en algunas ocasiones. No obstante, la presentación del texto desde la claridad de pensamiento e ideas permite su seguimiento en todos los planos de la lengua. De hecho, esa capacidad para la articulación de un discurso depurado es la que atrae la atención para su lectura. Por otro lado, uno de los temas más reseñables es la “otredad”. Sobre ella se presentará una visión con un carácter ágil y con matices pedagógicos. Por ello, es posible el análisis de un dinamismo especular que se combina con el legado humano donde “dos raíles” dejan de ser “líneas paralelas”. La búsqueda de lo ajeno como incorporación de lo propio es lo que aporta las claves suficientes para que se produzca el encuentro espiritual y físico. Por lo tanto, se consigue mostrar la apuesta por una solidaridad sentimental que se presenta desde un punto de vista musical y pitagórico. Además, el lector no quedará defraudado por ningún maniqueísmo ideológico, ya que el tema del recuerdo amoroso y melancólico desarrollado por la tradición literaria se recoge en la obra partiendo de una combinación simbiótica entre la cultura del pasado (por ejemplo, con la presencia de Bach) y la contemporaneidad popular (con Iggy Pop y Prince). Es un amor que, en el inicio, se refleja desde el punto de vista de la soledad y el llanto y que, posteriormente, queda incluido en una dimensión de deseo infructuoso, de reminiscencias nostálgicas y de conexión intemporal. Asimismo, se engloba la vertiente de los mundos oníricos como refugio del ser condicionado por un hastío inmóvil. De esta forma, se construye un correlato objetivo con la idea del tedio vital y cotidiano, que estaría complementada con la concepción del recuerdo hiriente, del dolor punzante y, al final, de la cicatrización a través de la sombra del olvido. No obstante, se edifican contraposiciones mediante la descripción del gélido despertar empleando un campo léxico muy variado y enriquecido. Se muestran así planteamientos relacionados con la destrucción de la humanidad, lo oxidado y harapiento o lo inhumano de un “mundo salvaje”. A lo largo de la obra se configura paulatinamente el reconocimiento de un ser escindido entre la evasión espiritual y la materialidad palpable al igual que se ilustra la distancia insalvable que puede existir entre almas humanas irreconciliables. Esto sucede así porque se dibuja la sinuosa sombra de una complicidad amorosa que puede acabar divergiendo al tomar diferentes direcciones sentimentales. Finalmente, esta primera sección acabará mostrando cómo la melancolía intimista puede llegar a unos niveles desconocidos de turbiedad y de asfixia existencial. La segunda sección, más breve como la tercera, comienza exhibiendo el tema continuista de aquel que vaga sin rumbo en busca de una certeza identitaria para evolucionar hacia una revitalización canalizada a través de un ímpetu genésico y del armonioso canto de una naturaleza fecunda. A todo ello lo acompaña el empleo de una estructura funcional y cuidada con la que se utilizan formas verbales futuras para ilustrar posibilidades, certezas y esperanzas. Por otra parte, se produce la unión de un dolor vallejiano con la tenacidad y fortaleza vital. De esta manera, esto se presenta como un deseo que se nutre de la utilización de referencias culturales mediante tópicos literarios (locus amoenus o tempus fugit). Esa erudición espiritual queda completada progresivamente con alusiones a autores ingleses (Lord Byron) y alemanes (Schiller). Asimismo, esa recuperación humana de la fuerza vitalista se ilustra a partir de una incesante metamorfosis social e individual condicionada siempre por un afán creador e imaginativo. De hecho, eso ayudaría a construir los cimientos de una sentimentalidad de trazos más firmes y serenos. Por lo tanto, se profundiza de forma precisa en la capacidad del individuo para reconstruir su tejido espiritual. La última sección será aquella en la que se percibe una mayor agilidad en el estilo con un carácter de influjo elegiaco. Esta vez de muestra la parte más personal e íntima del ser humano en el ámbito de su infancia. Así, se configura un ejemplo de vitalidad febril y plena cuando se señala el ímpetu y la intensidad emocional que se experimentan en los primeros años de descubrimiento infantil y juvenil.
Además, otros temas tienen cabida en esta parte, ya que se entremezclan las cavilaciones sobre diversos sentimientos como la vergüenza, la pobreza física o la resignación ante un presente desesperanzado. Todo ello complementará una honda meditación sobre el agradecimiento y el legado familiar de una iluminación espiritual e intelectual. Esta obra publicada en 2023 es una de las composiciones más recientes sobre lo que entraña la naturaleza humana desde un punto de vista individualizado que se extiende a la universalidad colectiva. De hecho, otros autores como Francisco Javier Díez de Revenga han reconocido la «originalidad» y la «cohesión intelectual» de una obra tan equilibrada con una «profunda lectura de mitos» y una división estructural que organiza una gran riqueza reflexiva. En conclusión, es una composición reseñable debido a su variedad temática y a su precisión emocional y filosófica. El lector queda satisfecho de iniciar un viaje de descubrimiento y de reafirmación de su configuración humanística. Por ello, se anima a otros lectores a que disfruten de una obra de madurez que tan cuidadosamente queda cohesionada en todos sus planos. VEGA CEREZO. LOS PRIMEROS FRÍOS (Páramo, Valladolid, 2024) por Mª ÁNGELES CARNACEA Vega Cerezo. La primera vez que oí su nombre imaginé un bosque. Un nombre y su resonancia. Un nombre y la naturaleza. La naturaleza guardada en un nombre. Una poeta que nombra a los árboles, los animales, sus perros, los perros que abandonan, las morsas de la Antártida. Nos conocimos en 2017, el año que se publicó Lo salvaje, uno de los libros de poesía que más he regalado y recomendado. Y nos conocimos en un centro penitenciario, gracias al programa de Cultura en prisiones en el que trabajo en la ONG Solidarios para el Desarrollo, donde Vega viene aportando tanto desde entonces y hasta hoy. Una mujer que deja la ciudad y elige vivir en la naturaleza entre 407 árboles y todas las vidas que pueden albergar cada uno de ellos. Una casa, otra casa diferente a la de la infancia, que nombra en este libro. Y su familia, su Juan, su Iván, su Rocío, su Darija, su Kira y todos los seres que ya no están, animales no humanos y animales humanos, y la abuela Antonia a la que dedica el libro, por enseñarla a amar. Celebro a Vega Cerezo, a la poeta, a la lectora, a la feminista, a la mujer que milita por la justicia social, por la igualdad, por los derechos de todas las personas, a la que se conmueve con el dolor de los demás, a la amiga. La celebro y le canto: Tiene mi Tarara un vestido blanco / que no se lo pone ni en el jueves santo, / ay Tarara sí, ay Tarara no, / ay Tarara niña de mi corazón. La abuela de Vega canta ‘La Tarara’ en la cocina, ella tiene 6 años, es invierno y es una fotografía que la niña ya guarda para siempre. En el poema ‘El primer frío’ la poeta conoce la ternura en un gesto, en ese planeta que es la cocina en la que la abuela canta y la besa con los labios y las manos, tras secárselas en el mandil. Yo también conocí ese planeta. Por eso lo celebro y lo canto. Este poema como principio de todo. Y su resonancia. Subrayo estos versos del libro: Escribo para salvaguardar la desobediencia y no enloquecer. Cierran el poema en que habla de su escritura (p. 54). Siento que escribe para la reparación. El daño, nombrar el daño, es recurrente en su obra y en este libro. El poeta Yorgos Seferis en los años 70 decía en sus cuadernos que «la poesía tiene la fuerza suficiente para ayudar». Y es entonces, añado, cuando su capacidad de reparación se hace patente. Vega es rotunda, y dice también en el poema citado que la literatura no nos salva de nada, pero hay que contar. Gracias por contar, Vega, porque cuando cuentas nos cuentas a todas, a todos. Por contar lo que desaparece, tus escalofríos... «Es un oficio durísimo el de contar, te dejas la vida en ello», escribe Vega. Y nombrar, qué difícil es hacerlo cuando se siente frío. Porque el frío de Vega, sus fríos, son el principio y son también el final. Con su poesía, con su mirada y su voz tan reconocibles y auténticas, Vega inaugura un mundo en el que cabemos todas las que creemos que las palabras son campo de batalla, espacio de resistencia y de consuelo. Hay poemas en este libro que son como kintsugi. Vega señala y nombra la herida, su cicatriz. Ella la destaca, la acaricia y le pone esa resina mezclada con polvo de oro. Ese hilo de oro nos permite no olvidar y reconocer que en la rotura también habita la belleza. No la oculta, la hace bella en su poesía. Cuando una pieza se quiebra, se rompe, en Japón, ver sus cicatrices marcadas en hilo dorado es una forma de reparar la rotura, el daño y de no olvidar que ese daño nos constituye. Así reparan en Japón las piezas que se rompen, así restauran su vida y su memoria. Vega no es japonesa, pero podría serlo, podría ser de cualquier lugar del mundo. Su poesía transciende la historia personal y alcanza eso que destacamos tanto y repetimos tanto, la universalidad. Esos rotos, esas fracturas de la infancia, de la adolescencia y de la edad adulta, esos fríos que parecen quedar descolgados en la memoria pero que no se borran nunca, todo eso que nos constituye se mueve en las páginas de este libro de belleza conmovedora y asombrosa. Vega y el asombro. En la conmoción de esa belleza una puede cantar y bailar también. La memoria de los fríos, el kintsugi que hace Vega cuando escribe sobre ellos es motivo de celebración. Mirando desde el presente y haciendo balance de esos fríos de la infancia, de la adolescencia, acude la ternura, esa abuela que canta y la besa. Este libro conoce bien el significado de esta palabra, ternura: sentimiento de cariño entrañable, requiebro.
El kintsugi es el arte de querer nuestras cicatrices, de celebrar la historia de cada objeto poniendo énfasis en sus fracturas en lugar de ocultarlas o disimularlas. Kintsugi en japonés quiere decir «reparar con oro» y eso es este libro, oro. Oro para las lectoras y lectores que admiramos la poesía de Vega Cerezo. Hay tres palabras, intimidad, fragilidad y vulnerabilidad, muy presentes en la lectura del libro y en la poesía de Vega. «Los lugares de la intimidad tienen una resistencia propia, su fragilidad es su punto fuerte: nadie puede quitarnos la vulnerabilidad. Nadie puede quitárnosla», escribe la artista visual Laía Argüelles Folch en un libro delicioso, Breve ensayo sobre la carta (Temporal, 2021). Y cierro con Mary Oliver, poeta por la que compartimos querencia: «Observar el mundo fue una parte importantísima de mi vida, y eso fue lo que hice», Nuestro mundo (Comisura 2024). Eso es lo que hace Vega, observar el mundo, el de afuera y el de adentro, y contarlo, porque «hay que contar», ella misma lo escribe con énfasis. Si como escribe Mary Oliver en uno de los ensayos del libro La escritura indómita, «lleva unas setenta horas arrastrar un poema hasta la luz», puedo imaginar el largo número de horas que Vega ha dedicado a construir Los primeros fríos. Algunas veces la poesía se empaña y no deja entrar la luz. En este conjunto de poemas la luz vence. Este libro, Los primeros fríos, es una gramática de la belleza. NATXO VIDAL. PROYECTO ÍTACA (La Fea Burguesía, Murcia, 2024) por ANTONIO GÓMEZ RIBELLES Un título como el que nos encontramos en la portada de la primera novela de Natxo Vidal, poeta con ocho libros publicados y uno de relatos, nos puede avisar de dos cosas: la primera es que estamos ante una historia que se relaciona, aunque sea figuradamente, con los relatos homéricos o con la también ya clásica idea cavafiana del viaje; y segundo y evidente, la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, la poeta novohispana del barroco y su posible último poema. Ambas cosas y el autor, conocido poeta, no nos despegan mucho de la poesía, aunque podríamos pensar en algún tratado más cercano a la investigación académica, así que el mismo autor lo explica: Proyecto Ítaca es una novela de aventuras en la que, eso sí, el cofre del tesoro no contiene monedas, copas ni medallas de oro, sino un poema desaparecido hace más de trescientos años. Puede que el mejor poema jamás escrito en lengua castellana, robado a sor Juana Inés de la Cruz en su lecho de muerte y traído a España a escondidas, donde, con la connivencia de unos y de otros, ha permanecido oculto desde entonces. La suposición de la existencia de un último poema de Sor Juana, la posibilidad de haber encontrado la documentación necesaria para su hallazgo posible pero remoto, convierte a los dos protagonistas principales en una especie de enfermos literarios y obsesivos perseguidores de la Belleza condensada en un solo poema de una monja del XVII. Es eso y no solo eso. En la novela, además de acción, disparate, humor e ironía, se esconden ideas muy importantes alrededor de la literatura y sus personajes. Hablamos de obsesiones, y las dos principales son la dedicación a la literatura y la Belleza, en mayúscula. El personaje de Rodrigo Argento es el que abre el libro y es un personaje que se construye en torno a su eterna obsesión literaria que se viene desarrollando en todas sus actividades desde la investigación y la crítica. Que sea mexicano, profesor de una asignatura de intertextualidad en la Universidad Autónoma de Nuevo León en Monterrey, está muy pensado: la asignatura y el lugar serán necesarios para el libro. Profesor muy peculiar, muy bien dibujado en la novela incluso con una particular forma de hablar cercana a la tartamudez expresada con puntos suspensivos y repeticiones, que lo que señala en realidad es un pensamiento más rápido de lo que su boca puede expresar, excéntrico y muy dotado para el enfrentamiento público y la crítica de los asuntos del mundo de las letras, con duras referencias a Vargas Llosa, Isabel Allende, o citando a Octavio Paz y muchos más. Es un ser literario, una persona que vive de la literatura y de la búsqueda de la Belleza (como Azorín, que va a aparecer ya en la primera frase, o Sor Juana Inés de la Cruz, monja por su amor a la literatura), preocupado por la dictadura del lenguaje, que arrebatado por sus hallazgos, obcecado en la lejana posibilidad de hallar el mayor tesoro literario de todos los tiempos embarca al segundo protagonista, Jacobo Montes, sin darle opción a otra cosa que no sea seguirle casi obligatoriamente. Para pasar a la novela después de sus ocho poemarios, Natxo Vidal recurre a una minuciosa documentación y ambientación y a un trabajo diario de mucha constancia que le permite la fluidez y continuidad necesarias. En la novela hay un narrador en primera persona, que es Jacobo Montes, un personaje distinto, profesor de conservatorio «gris y anodino», que tiene características que lo acercan al propio Natxo Vidal, también profesor de conservatorio, con mujer y dos hijas, también nacido en Monóvar, donde vive, relacionado con Cartagena y Murcia..., en fin, rasgos que unidos a la primera persona de la narración, nos harían pensar en una suerte de autoficción, al menos un trasunto del autor, si no fuera porque los que lo conocemos vemos rápidamente que él no es así, que más parece el recurso a un territorio conocido, y bien conocido, por Natxo Vidal. A Jacobo le va a sacar de su vida monótona una llamada desde México («Rodrigo me saca de mi vida») y él se va a dejar arrastrar durante unos días acelerados en todos los sentidos, vertiginosos. Mucho tiene que ver Azorín desde la primera hasta la última página, el pinche Azorín («Ahí no más nos vamos a la simple verga por las pendejadas de Azorín»). Mucho tiene que ver y no mucho se puede decir por cuidar el misterio de la búsqueda, pero sí merece la pena dedicar un tiempo a una figura grande de las letras españolas al que todos hemos conocido en nuestra vida de varias formas, creo que las mismas que recoge Natxo en Jacobo: La primera, y utilizando palabras del libro, «Azorín es un rollo». Es así y ha sido así cuando nos hicieron leerlo de adolescentes con textos en los que apenas pasaba nada, casi ni el tiempo, aunque esa manera de hablar del paso del tiempo me lo señalaran a mí como virtud. La segunda: «En Monóvar casi nadie sabe nada de él». Es el caso habitual de los autores que nacieron en una ciudad o pueblo pero apenas vivieron en ella. La donación de su biblioteca a Monóvar y la creación de la casa-museo y su gestión no han garantizado el conocimiento de su obra ni generado tanto amor por su figura. Reconozcamos que mejora, y el impresionante valor de su biblioteca de más de 14.000 volúmenes, su correspondencia y otros documentos, de un valor inmenso. No sólo eso: la visión de ese piso de la casa que alberga la biblioteca causa una impresión física a los que hemos estado que explica muy bien Natxo Vidal en la reacción de Jacobo Montes primero y Rodrigo después (—La Belleza —ha dicho finalmente— se manifiesta... en fin... de muchas maneras... una biblioteca como esta... sin duda... es una de ellas...”) y que nos lleva a recordar a Borges, a Eco, o a Alejandría. Ahí estará y está el Volumen II de las obras de Sor Juana Inés de la Cruz, que tanto tiene que ver en la historia, por poner un ejemplo de obras muy valiosas, además de una excelente colección de obras de literatura francesa y en francés. La tercera: Azorín es un militante de la Belleza. Azorín trabajó en todos los géneros menos en la poesía. Pero supo llenar de poesía y de belleza lo que escribía, al menos es la visión de Jacobo: A base de impresiones, en las que lo particular prevalece sobre lo general, de libritos pequeños, de miles de artículos y cartas, Azorín había llegado a desarrollar un lenguaje impresionantemente poético sin escribir, apenas, un solo poema. Se dedica mucho a la biografía e ideas de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), algo necesario para dar valor a la búsqueda de su último poema. La décima musa, hija ilegítima de criolla y español, una mente prodigiosa y valorada en la corte y en los ambientes de alta cultura, es de una importancia tal en la poesía del barroco que era conocida no solo en México, sino también en España. En vida se publicaron sus obras completas en dos volúmenes, revisadas por ella, y fue de influencia decisiva en la literatura española coetánea y posterior. Pero para desarrollar sus conocimientos y dedicarse a escribir se quiso alejar de la corte virreinal en la que ya era dama de la virreina y decidió ingresar en un convento para huir del matrimonio y de todo aquello que le apartara de su obsesión, la escritura y la literatura. Y seleccionó cuál de las órdenes religiosas le permitiría más tiempo para su estudio personal y una vida más relajada y libre. No fue nada excepcional que un gran número de mujeres ingresaran en conventos con poca devoción, por escribir, huir de los hombres... En la Antología de poetas españolas de la editorial Alba, en el espacio dedicado a los siglos XVI y XVII, entre Santa Teresa y Sor Juana, se citan a 29 poetas, de ellas diecisiete fueron monjas, una vivió soltera toda su vida, una vivía con otra mujer, de cinco no se sabe apenas nada, solo algún poema y solo cinco son de la corte, de familia de alta sociedad y que pudieron escribir. De las monjas escritoras, no eran todas el caso místico de Teresa de Jesús. La propia Sor Juana escribía por encargo poemas de todo tipo, didácticos, religiosos e incluso amorosos, y se conoce que ganó mucho dinero con su poesía. La poesía de Sor Juana es de alto nivel y novedad, basta leer Primero sueño, según ella el único poema que escribió sólo para sí, y abarcaba todos los temas, llegando a discusiones sobre la capacidad y el derecho de la mujer a opinar y escribir. Fue precisamente eso y los problemas que le ocasionó (está todo en la novela) lo que le llevó a decidir dejar la escritura. Pero ser enferma de la belleza tiene eso y durante años de silencio pudo escribir en su cabeza, es el argumento de la novela, el poema más bello en lengua castellana, y que recitó en su lecho de muerte. Partiendo de Kavafis y su Viaje a Ítaca que da título al libro, me he acordado, cómo no, de La Odisea y de su narración por partes basada en un viaje y los largos períodos en islas. La novela me recuerda esa idea de islas separadas, que alguien, el narrador y el autor, van recorriendo mientras unen los relatos. Así que sin contar nada ahora que desvele la trama, se van desarrollando las vidas y obra y obsesiones, sobre todo de los cuatro protagonistas, dos que son verdaderos protagonistas en la ficción y dos históricos de la literatura, y se desarrolla a caballo (principalmente) entre Monóvar, Murcia, Madrid, Monterrey y Ciudad de México. Es así como se habla de Rodrigo Argento, de Azorín y su biblioteca, de Sor Juana Inés de la Cruz en tres intervalos, de Jacobo, su familia y un conjunto de secundarios deliciosos que introducen todo el estupor que en ocasiones nos causa el relato, y de otras referencias literarias, poéticas, cinematográficas (pobre Nicolas Cage) y hasta del mundo de la canción y del fútbol. Natxo Vidal no deja de ser él mismo como autor, el que conocíamos como poeta, y consigue llevarnos por la narración con soltura, sin que su voz aparezca entrometida, siempre un logro. Y se consigue porque es fácil verse arrastrado por la información de los protagonistas, el humor de algunos acontecimientos y la posible solución del enigma, tensión que no deja caer. Ha conseguido diferenciar a los personajes en su forma de hablar y que responda ésta a su forma de ser, hacer hablar a Rodrigo como un mexicano sobrepasado por sus conocimientos, a Jacobo como el profesor gris y dubitativo pero rápidamente interesado y confiado en su amigo de años, ensalzar a Sor Juana y dar una idea compleja de Azorín y un paraguas rojo, sin dejar de lado la importancia de los secundarios.
Desde el principio hasta el final, el tema es la búsqueda de la Belleza, ese concepto evasivo, trastocado, manipulado socialmente, y la amistad, la amistad que hace a unos amigos implicarse en algo a priori difícilmente realizable, pero que los arrastra por situaciones disparatadas, cómicas, irónicas y obsesivas: la búsqueda se convierte en «un canto a la Belleza en sus múltiples formas». Y la sensación de «eternidad presente» de Azorín: «Junto a nosotros presentimos como presentes el pasado y lo futuro», «una eternidad en la que todos, los de antes y los de ahora... estamos a la par». SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ. NICOMEDES MÉNDEZ, EL VERDUGO DE BARCELONA (Alrevés, Colección Archivos del Crimen, Barcelona, 2024) por JUAN CANO CONESA SALVADOR GARCÍA JIMÉNEZ RESCATA DEL OLVIDO AL VERDUGO MÁS FAMOSO DE ESPAÑA No se puede decir que Salvador García Jiménez (Cehegín, 1944) haya bajado la guardia para gozar de algún que otro descanso creador. Cuando se trata de escribir, me consta y declaro que su dedicación y su empeño llegan a ser patológicos, líricamente patológicos. En alguna ocasión llegó a afirmar, siguiendo a Enrique Vila Matas (El mal de Montano), que estaba enfermo de literatura. En su ánimo y en su visión estética del mundo siempre renace como un acontecimiento radiante cualquier asunto que ocupe su dedicación, su sorpresa y su entusiasmo. Entonces, con la voracidad de un adolescente a quien produjera un rasguño el roce de la inspiración, se pierde por entre los vericuetos de la lucidez y entra de lleno en las sinuosidades del alma de personajes atrayentes, siniestros o angelicales. Salvador García Jiménez vuela por el firmamento de las letras como aquel niño que cazara las palabras al tiempo que intentaba pescar al vuelo golondrinas en las alturas de su niñez. Así sorprende al mundo literario este indestructible escritor que obliga a los lectores a detener el tiempo y a sumergirse en las procelosas vísceras de la sorpresa y del bello desconcierto. Cada vez que García Jiménez descubre un tema, se apaga la luz de la cotidianeidad. Este narrador, poeta, ensayista y mil cosas más, con la obra Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona, nos ha conducido, a quienes conocemos su producción narrativa, desde aquellos espacios tremendistas de su juventud creadora hasta las biografías más tiernas y dramáticas de su madurez fecunda. Ha conseguido adquirir la estatura de la pasión compartida dando una lección investigadora tan interesante e insólita como la que nos presenta en la obra de la que hablaremos a continuación, mitad novela, mitad ensayo. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona tiene como protagonista a dicho ciudadano, nacido en 1852. Como queda claro en el título, ejerció la profesión de verdugo. Y lo hizo durante once años en Valladolid y durante los años 1877 a 1908 en la Audiencia de Barcelona. Llegó a ser conocido por Blasco Ibáñez, quien quiso escribir un cuento sobre la vida de Nicomedes como ejecutor de la justicia. En su relato ‘El funcionario’ se refiere al citado verdugo, aunque según García Jiménez, el escritor valenciano sólo pensaba en obtener éxito, mientras el inocente verdugo abría en canal su alma. Sabemos por García Jiménez que ni la hija de Nicomedes se suicidó cenando cabezas de fósforos, como sostuviera Blasco Ibáñez, ni su hijo Juan se lanzó al mar para acabar con su vida. Muchos asuntos como estos hacen correr ríos de tinta, se asientan en la sociedad como verdades legendarias y acrecientan los tentáculos de la mentira hasta que llega el investigador cabal y, con toda la honradez del mundo, pone las cosas en su sitio. La lectura de la novela llega a convertir al lector en cómplice de su protagonista, sobre todo, cuando se conoce buena parte de su vida y, sobre todo, se contagia de la cordialidad y la ternura con que el autor la presenta. Nicomedes Méndez (así ocurrió y así lo cuenta García Jiménez), tras un matrimonio familiarmente incomprensible, tuvo cinco hijos, tres de los cuales fallecieron. Los dos restantes tuvieron un final dramático: la hija, de veinte años, se suicidó cuando fue abandonada por su novio, al enterarse este de la profesión del padre de ella. Nicomedes también pretendió pegarse un tiro, aunque lo impidió la guardia civil. Por otra parte, Juan, el otro hijo, se volvió loco y murió en un manicomio. Para Salvador García Jiménez, Nicomedes Méndez siguió una «ruta literaria trágica» porque siempre anduvo cambiando de residencias y domicilios, pues era objeto de amenazas, sobre todo de familiares de ajusticiados o de objetores a la pena de muerte. Para mí, el personaje es tan poderoso y tan contundente, que se sale de las páginas de la novela y podríamos encontrárnoslo paseando por las calles de nuestras ciudades, como ocurriera en su tiempo. Incluso puede provocar taladros negros en el pecho cuando leemos, por ejemplo: «Nicomedes se encerró de nuevo en su habitación [...] Allí dejaba brotar sus lágrimas y luego, de pie sobre la terraza, rememoraba las noches de su estancia junto a las capillas de los reos, invadido por un sentimiento de ternura que le avergonzaba. A nadie podría confesarle aquella debilidad, ni siquiera a su mujer. Un verdugo que llora ante una puesta de sol, ante unas fotografías, hubiera sido el hazmerreír del mundo». Este es el personaje en cuya vida se sumerge García Jiménez, al tiempo que recorre lo más monstruoso de las existencias de más de 80 condenados a muerte. Se le ha considerado el verdugo más famoso de la España de los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Nicomedes Méndez fue el último eslabón de la justicia, un profesional que cumplió con las exigencias de su profesión con una dedicación y competencia tristemente impecables. Vivió una vida de novela, intensa, triste y llena de desventuras. Diez años dedicó Salvador García Jiménez a seguirle la pista y a narrarla. La obra consta de 455 páginas cuidadosamente trabajadas y asombrosamente cotejadas. A ningún lector de la obra de Salvador García Jiménez le sorprenderá la competencia investigadora y la sagacidad que atesora para adentrarse en las profundidades de las almas de sus personajes. Sobre todo, teniendo en cuenta la admirable honradez con la que cuenta lo que cuenta. No se le escapa ni una anécdota extraída del ámbito de la realidad. Todo es verdadero y todo es indiscutible. Digo que esta obra supone un enorme trabajo que, excluidas las inevitables concesiones que García Jiménez concede a su imaginación, las direcciones, nombres, delitos, penas e instrumentos están extraídos del conocimiento de cuanto ocurre a personajes y de cuantos actos transcurren por sus historias más verdaderas. Resulta llamativo el hecho de que tantos asuntos y detalles tratados hayan conseguido hilvanarse y formar una unidad tan indisoluble y fluida. Esta condición no es ninguna novedad en Salvador García Jiménez, si recordamos lo que escribió sobre Cervantes, don Juan Manuel, Enrique Martín, García Lorca, Kafka, San Juan de la Cruz, etc. No pretendo exponer aquí parte de su producción narrativa, pero puedo aseverar rotundamente que el autor hace magia literaria al jugar con los tiempos, las valientes descripciones, las condicionales y las representaciones que adornan las teselas inolvidables de sus constantes mosaicos, magistralmente trazados. Esas piezas individualmente desestructuradas se unen con una naturalidad que causa admiración a quienes se asoman a las páginas de unas historias tan complejas como las de la presente novela. Lo confirma al propio García Jiménez: «...comencé a desenterrar el drama del oscuro botxí Nicomedes, llegando hasta el fondo de todas sus angustias y secretos. Estudié a conciencia el hábitat y la historia en que le correspondió vivir. El mapa de sus actuaciones para agarrotar a los condenados a muerte fue extenso...» (A. Valle, The New Barcelona Post). Lo repito: une los flecos de sus historias como quien respira. Ya he dicho que fueron muchos los años que dedicó Salvador García Jiménez a bucear en archivos, a consultar periódicos y leer artículos y libros. Así llegó a descubrir lo que él mismo denomina «joyas en forma de documentos inéditos». Y lo hace como cuando, de joven, «buscaba entre un bosque de palabras una humilde metáfora». No podemos obviar la cantidad de fotografías (también joyas inéditas) que se incluyen en la obra. Una de estas fotografías representa el ajusticiamiento de cuatro reos, hecho acaecido en Villanueva del Penedés. El relato de los ajusticiamientos es sobrecogedor: los reos temblaban, los sacerdotes les prodigaban los consuelos de la religión, los hermanos de la Cofradía de los Desamparados aliviaban la angustia de aquellas horas y, mientras tanto, Nicomedes y el carpintero levantaban el patíbulo. Nicomedes sobrellevaba sus tareas y su mala fama con dignidad, pues si entraba a los bares, los clientes salían despavoridos o salían de los tranvías si coincidían con él. A pesar de todo, amaba su trabajo y trataba con humanidad a los condenados, antes de hacer el giro letal del garrote. Cuenta Salvador García Jiménez que Nicomedes siempre evitaba el dolor del condenado, pues siempre encontraba en alguno de los inculpados algún rasgo que despertara no poca ternura en el autor. Cuenta que Santiago Iglesias García, alias ‘Pilatos’, se dirigía al verdugo suplicándole: «Sea rápido y deme una buena muerte». Nada tiene de raro que el narrador destaque estos detalles, pues él siempre se definió como un ser compasivo; parece como si al propio Salvador García Jiménez le importara tanto como a Nicomedes que el reo no sufriera. Para aligerar el sufrimiento y el dolor, el verdugo añadió un pincho al garrote vil que atravesaba el bulbo raquídeo cuando el artefacto se ajustaba sobre el cuello.
El interés que suscita la obra comienza con una pregunta inevitable: ¿Quién fue Nicomedes Méndez? El simple enunciado de su título o el conocimiento de la sucesión de la trama vital del personaje despiertan ya cierto desasosiego. Pero más angustia despiertan la relación de ejecutados y ejecuciones. Y aquí no hay ficción. Todos son reales, todos han vivido y todos han muerto. En el relato de las muertes no hay ficción que valga. Algunos detalles llaman la atención del lector, como aquel en que Nicomedes Méndez «viajó una vez a París para ver cómo funcionaba la guillotina». También es curioso el hecho de que fueran ejecutadas cinco mujeres, nombradas en la novela con sus nombres reales y sus delitos correspondientes. El libro contiene una inquietante biografía que, antes de salir a la luz, fue objeto de plagios. Nos lo explica el mismo Salvador García Jiménez: «En mi anterior libro [ensayo No matarás. Célebres verdugos españoles] afirmé que la mujer de Nicomedes se llamaba Alejandra Amor, y así figura en Wikipedia. Es un dato que me han copiado muchos autores. Ahora he descubierto, gracias a un archivo parroquial, que, en realidad, se llamaba Alejandra Barriuso. Él le llevaba 18 años de diferencia cuando se casaron, y eso es algo significativo, pero no es lo único...». Estas palabras y, por supuesto, la cantidad de datos sorprendentes e insólitos que discurren por la obra, nos dan idea de la exactitud y prodigalidad investigadoras del escritor, usuario, desde siempre, de una prosa rigurosa, fluida y original. Y elegante. La elegancia estilística del autor es redonda, definitiva. Hace fluir la realidad de sus personajes con un estilo impermeable a los anacolutos o a los solecismos. No hay grietas sintácticas en su estilo ni en ninguno de los niveles de sus enunciados. Se trata, pues, de un ensayo-novela de prosa exquisita. Nicomedes Méndez, el verdugo de Barcelona es una obra de arte, un compendio de verdades documentales y escrupulosas espléndidamente narradas. No sobra ni una coma ni falta una mínima anécdota en sus páginas. Mantiene vivo el deleite y el horror de quien se sumerge en la curiosidad más periodística y en el estilismo más exigente. Como se ha dicho tantas veces, crea adicción. Creo que abrir las compuertas al caudal de sensaciones de la novela dejará al lector un arañazo de dolorido sentir y de deslumbrante complacencia estética. ANA BELÉN MARTÍN VÁZQUEZ. ASTILLAS (Bartleby, Madrid, 2024) por ALBERTO CUBERO CONSTRUIR UN REFUGIO CON LAS ASTILLAS DEL DOLOR Ya no sabes quién eres / ni el origen de la herida / Tu boca es sed. Estos versos, que aparecen hacia el final del libro, resultan paradigmáticos del poemario. Sin demasiadas dificultades podemos perder el rastro de la herida, que percute incansablemente y atora nuestra identidad, si es que el concepto de identidad nos resulta válido aún. Sí, escribimos desde la herida y es así como se despliegan ante la palabra el deseo y la memoria (Memoria turbia / que aguarda; o bien: Escribes un tiempo sin sentido / despeñadero del deseo), pero también lo real en el sentido lacaniano del término, esto es, el cuerpo, lo que fluye por él y lo tensa y lo destensa, y que difícilmente resulta identificable. Lacan diría que lo real sólo emerge bajo ciertas formas de lo poético. Así pues, la palabra junto a la sangre, la piel, el miedo, la angustia y hasta el suicidio de las células. La escalera de la muerte / es inexacta / como la dentellada del oxígeno / o el suicidio de las células. El dolor atraviesa el texto (cuál era la frontera del daño) y la envoltura de la palabra genera, cómo no, una suerte de catarsis, de posicionamiento renovado frente a uno mismo y frente al mundo, a lo Otro y a los otros. No importa que el significante arrastre aridez (Odias la risa del otro / Ese siniestro contrario / te enfrenta a quién eres), porque lo verdaderamente relevante es que haga aflorar las sombras de quien escribe y, de algún modo, las elabore. Intentas aquietar / la fiereza de la luz / y domar la herida / ante lo oscuro. A mi entender, este hecho es suficiente para que podamos afirmar que la escritura y, en concreto, la poesía conlleva una ética, un modo tan singular como afilado de relación con el adentro y el afuera. Que da cuenta de la organización pulsional del sujeto, que supone un camino de conocimiento, de indagación en lo que tiende a escapar de los planos de lo evidente. En este sentido, la mirada y la piel son superficies fronterizas privilegiadas, de intercambio imaginario, por un lado, y de marcas tan directas como contundentes, por otro. La apariencia serena del abismo / te crece dentro. No quieres imaginar / cuando esas aristas resulten / incorregibles / y sus vértices / sean piel. Decíamos que la escritura se constituye en catarsis. En refugio. Pero también en ese lugar del que de ninguna manera uno puede salir, el espacio y el tiempo en los que, acaso, ese uno mejor se desempeña. Tu condena: / escupir palabras. Porque el lenguaje es don y, efectivamente, condena. Y también se constituye la escritura en una política, en el sentido primordial de la palabra, aristotélico si se quiere. Creo pertinente traer aquí un verso de Adrienne Rich: el instante en que un sentimiento penetra el cuerpo es político. La política, como sabemos, comienza en el cuerpo. Buena parte de la manera en que acudimos a los otros depende del resultado de la citada organización pulsional, de cómo se va resolviendo la relación con el engranaje emocional que constantemente nos atraviesa. En mi opinión, buena parte de la fuerza y la tensión que atesora Astillas está en esa conexión con los pálpitos, en el sentido fuerte del término. Me atrevería a decir, con todas las puntualizaciones que admite esta afirmación, que si el anterior poemario de Ana Belén Martín Vázquez, De paso por los días, es poesía de la realidad, Astillas lo es de lo real. En esta línea de contraste entre ambos poemarios, cabe resaltar que en el texto que nos ocupa el mundo, y más en concreto la naturaleza, no se muestra, con carácter general (como sí sucedía en De paso por los días), como un espacio de salubridad y sosiego, de acogimiento, sino que lastra, más bien, cierta enfermedad. Como si la tara del mundo que los seres humanos hemos construido fuera contra la vida y contra la naturaleza: Los árboles grises pronuncian / un rumor de luto; Un horizonte de cipreses te deslumbra; Los artificios vegetales / reniegan del verde / De negro, / la hiedra tatuada / y el pétalo de la rosa; Ilumina tu negrura / la muerte de los pájaros. Tendríamos aquí el conflicto entre mundo y vida en el que han insistido en los últimos tiempos, entre otros pensadores, Carlos Skliar y Byung-Chul Han.
Querría acabar estas líneas deslizándome por los guiños a la esperanza que brotan en el poemario como un viento fresco. Sí, la esperanza, ese sentimiento que parece tan denostado en esta postmodernidad de cuchufleta, sentimiento sin el cual, en mi opinión, la existencia de un sujeto queda deteriorada. De hecho, me cuesta creer que se llegue a perder toda esperanza. Precisamente, esto último se plasma en Astillas: un sendero que nos done la posibilidad de atisbar la luz, aunque sea una luz manchada de ruido. Casi como en aquel bosque / donde anidaban / pájaros invisibles / flores azules; Tus días anhelan / la patria que no existe / dormir junto al cauce / mecerte sin riesgos. Porque hoy es el cumpleaños de las algas (por cierto, un verso que huele maravillosamente a surrealismo). FER GUTIÉRREZ. HASTA DÓNDE EL DAÑO (RIL, Santiago de Chile/Barcelona, 2024) por BLANCA ESTELA DOMÍNGUEZ UNA CONSCIENCIA ESTREMECIDA DE LUCIDEZ La poesía no es un paraíso de imperturbables regocijos. «La misma mano que amortigua el daño / corta una flor / Zurce / descose / lanza una moneda al aire / cara y cruz» (página 59).
No más anécdota. Ni paisajismo. Ni visión pintoresca de la realidad. Aquí hay ochenta poemas escritos con un profundo sentido de la consciencia humana. De la dignidad. Hasta dónde el daño pone de relieve la Ética. Aquella que pretende descubrir qué hay detrás de la forma de ser y de actuar del ser humano. «¡Qué lejos el hombre del ser humano! / ¡Qué negra la ira! / (alimaña que no pregunta / qué muerte será la última) / ¡qué sorda la violencia! / y las manos que la tienden / cómo de títeres / orquestada existencia / ¡Qué negra la ira! / el hombre/ ¡qué lejos!» (página 14). El hombre qué lejos del hombre, por eso hasta dónde el daño... El primer poema del volumen habla de la muerte y la vida. El poeta se queda en ese punto inmóvil, deteniéndose para percibir la co-presencia de destrucción y germinación, resolviéndose poéticamente en algo que permanece más allá del conflicto. En una huella. En algo que trasciende. En un poema. «Escribí tengo frío / y le prendí fuego al poema» (página 19). Hay que resaltar el trabajo de la edición. Muy cuidado. Con respeto a la distribución que hace el poeta de sus versos. Página 29. 90, 107... Acordémonos que los espacios en el poema son silencios indispensables para interpretar el sentido del texto. Ah, y también una mención al prólogo. Pozo pródigo de sensibilidad y glosa. Firmado por Laura Giordani. «Estamos frente a una escritura poética con vocación de intemperie...», dice. Ahora me recuerdo de un poema del libro anterior del autor. Todos los febreros cada dieciocho. Editado por La Garúa. Barcelona 2020. Poema 10. «Tu habitación es un cuchillo / algún día / dejará de clavar su soledad / en mi costado / hoy no». Me recordé por ese lenguaje depurado y rotundo. A Fer Gutiérrez hay que leerlo. Porque su rostro no surge aislado. Hay cada vez más voces que piden un poco de cordura en estos tiempos convulsos. Él no pide nada, pero lo da todo con sus poemas. «Pregunto hasta dónde el daño / y el bosque entero calla / en medio de ese silencio / el pájaro de la mañana / inicia la esperanza. / Para Blanca» (que soy yo). Es la dedicatoria de mi ejemplar. Gracias, Fer. ALMUDENA SÁNCHEZ. GRAMÁTICA DE MI MADRE (La Uña Rota, Madrid, 2024) por ANA ALICIA GARCÍA LÓPEZ La mallorquina Almudena Sánchez, seleccionada entre los diez mejores escritores treintañeros de España por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, tiene ya dos libros a sus espaldas: La acústica de los iglús, finalista de los premios Ojo Crítico y del premio Setenil, del que se han publicado ya ni más ni menos que ocho ediciones, y una original y valiente novela, Fármaco, sobre el difícil y apasionante tema de la depresión. Ella, al menos, lo convierte en apasionante, en poesía... como todo lo que toca...
Gramática sobre mi madre es su primera obra estrictamente poética. Como indica su título, este fantástico libro es un homenaje al propio acto de decir como necesidad biológica y emocional. La literatura como lenitivo, consuelo, antídoto o terapia, y también como juego, como acto lúdico y placentero en sí mismo, además de como una fuente de autoconocimiento, como un batiscafo que ahonda en el propio abismo... La reflexión sobre el lenguaje y la fascinación por él, por tanto, dan unidad al poemario. Habla la autora de hacer retumbar palabras, del idioma de las madres, de esa gramática prehistórica impracticable, de una escritura (la suya) fragmentaria e irregular, tartamudeo o casi contar, de aprender a leer de nuevo, de un lenguaje que se escapa descarriado... Junto al del lenguaje trata con honestidad, sentido y sensibilidad el tema del binomio madre-hija, de la búsqueda del otro, del amor y la frustración... Siempre he intentado evitar a mi madre. Que no me viera Tan sincera e impactante afirmación abre el libro, en un prólogo en el que aborda sin tapujos ese doloroso desencuentro, esa permanente falta de comunicación (Solo en las catacumbas acepto abrazos de madre), esas dos vidas paralelas, dos túneles que, como el de Sábato, no confluyen en el otro, no se encuentran... Somos amantes afónicas... El poemario está plagado de paisajes desolados y extraños, al modo del Alberti de Sobre los ángeles; objetos o seres que descolocan por sí mismos o por el lugar en el que están: los murciélagos dormidos en una percha, los periquitos estrellados contra una tapia donde graban los enamorados sus iniciales vertiginosas o la moqueta, rasposa como mi propio vientre, o esos cinco relojes que marcan horas distintas... Hay algo inquietante, desasosegante y misterioso en esa sucesión de lugares-sentimientos, en ese descampado que somos y ese cráter que es Dios, que emociona, que conmueve hondamente. El original y, al mismo tiempo, universal y reconocible, retrato de la infancia es otro de los logros de este conjunto poético. Dice Miguel d’Ors que «cada verso tiene en su pasado un niño con las alas malheridas». Almudena transmite a la perfección la infancia y sus sinsabores (he corrido por los pasillos resbaladizos de la orfandad), la atmósfera de esa orfandad, no física sino anímica o sentimental, el dolor que provocan las preguntas infantiles que quedan sin contestar (recogidas en un pequeño ataúd de flores blancas), los fracasos de la hija al intentar encajar o ser lo que se espera de ella (rompo a llorar entre dos palabras porque tú querías, tú soñabas y anhelabas una hija de titanio), la necesidad de reconocimiento materno... (Toco el piano para que me oigas y tu orgullo electrifique los guantes de podar). No sé si su destreza con el piano y la belleza de la música consiguieron electrificar esos guantes o ese corazón pero realmente la lectura de este libro lo hae, con sus imágenes oníricas, gráficas y expresivas, que te paran el pulso o simplemente te ponen ante tu propio pasillo largo, ante tu propia orfandad. Ante tus propios domingos... los domingos creo que me quedaré sin voz de tanto que tengo que decirte y no puedo, no procede, no me sale... En Wild rose, una maravillosa película que gira en torno a la música (otra forma de poesía), la protagonista, una aspirante a cantante folk, afirma que le gusta especialmente ese tipo de música porque el country es «tres notas y la verdad»... Eso pienso yo que es, exactamente, este libro que, siendo complejo y profundo, se lee con tanta facilidad; se bebe, más bien... Y, por supuesto, tiene verdad. Tengo el pecho ametrallado, reza... Ese sacarse el corazón del pecho y ponerlo ahí, en el libro, y hacerte oír cómo late... La intensidad, la energía, el sentimiento desbordado y desbordante, que te golpea... Eso es... Este era un libro necesario, urgente, lo que hay dicho aquí tenía que decirse. Eso sientes al leerlo. Es una protesta, como anuncia el primer poema: Protesto: todo pertenece al vacío y el vacío no hace más que electrificar nuestras espaldas raquíticas... Quiero aprender a leer de nuevo. Las obras de arte, las de verdad, las buenas, nos hacen sentir, renovada, la emoción que experimentamos, en su día, con el primer libro, con la primera frase. Con cada texto que nos emociona aprendemos a leer de nuevo. Eso consigue Gramática de mi madre, un conjunto de poemas de una belleza catastrófica. |
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