LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
MIGUEL SERRANO LARRAZ. RÉPLICA (Candaya, Barcelona, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Réplica es el último libro de relatos del zaragozano Miguel Serrano, después de su exitosa novela Autopsia. Consta de doce relatos en los que no hay una unidad temática o estilística evidente, es decir, que es una “colección de cuentos” al estilo tradicional, como también lo fue Órbita, su primer libro de relatos. No obstante, al terminar la lectura, pese a la diversidad de personajes y de voces narrativas, queda un inevitable poso de unidad. Por un lado, unidad de estilo en el protagonismo de la voz como elemento central del relato (por encima de la trama o de la caracterización de personajes); por otro lado, unidad también en los temas: la identidad, la simultaneidad, la percepción del mundo o de uno mismo como algo múltiple y simultáneo que encuentra dificultad para encajar en lo sucesivo del relato temporal basado en la causa y el efecto. Serrano incorpora esa cuestión temática o filosófica a la misma esencia formal y estructural de los relatos, porque convierte esa dificultad en voz, en ritmo, en narración, y ahí está el mayor acierto de este libro, la magia de Miguel Serrano. Cada relato de Réplica nos sitúa en ese punto en el que una ficción comienza, donde todo es posible, donde el lector se está preguntando todo el tiempo qué es esto, dónde estoy, cómo es este mundo. Y Miguel Serrano consigue mantener esa gozosa suspensión. Y no me estoy refiriendo a literatura fantástica, a mundos alternativos. Es la realidad, la representación, la mirada, la voz. Cada relato es una voz que mira el mundo y (no) lo entiende a su manera. Y puesto que estos personajes no terminan de entender el mundo, arrancan su propio discurso, un discurso que no es un esquema racional, un planteamiento, sino un ritmo que suele ser un movimiento de avance y negación, de prólogo, de nota al pie, de corrección. El oficio del lector es el de la racionalidad, el de la comprensión, el de la reducción de ese material ajeno a un esquema propio, reconocible. El oficio de las voces que hilan los relatos de Réplica es el mismo y el contrario: hay una lucha constante entre los personajes de Réplica y el lector, porque nunca nos van a dar lo que esperamos, porque siempre lo van a retrasar, siempre va a haber una digresión, una corrección, un meandro inesperado, y esa lucha que se da entre lector y relato suele ser la misma que mantienen los personajes para adecuar la percepción a la interpretación. Ven cosas, les pasan cosas, y su interpretación, el “relato” en el que ellos intentan insertar esos hechos o percepciones o recuerdos, suele ser crítico, inesperado, perplejo casi siempre. Así le ocurre, por ejemplo, al protagonista de ‘Oxitocina’, incapaz de distinguir dos patos de peluche, viviendo como observador y fracasado intérprete de una realidad que habla un lenguaje que no entiende, cuyos códigos son sin embargo transparentes para su pequeña sobrina. O como le sucede a la protagonista de ‘Central’, cuya percepción del movimiento es inversa, es decir, ella siente que está siempre quieta, y que es el mundo lo que se mueve a su alrededor. Percepción, representación, interpretación, realidad, eso es lo que siempre está en juego en estos relatos: Una vez uno de los profesores de Berlín les contó en clase que el vidrio en realidad era un líquido subenfriado, no un sólido, pero que tenía una viscosidad muy alta, tardaba muchísimo en fluir, y por eso no nos dábamos cuenta de sus propiedades líquidas. Si introdujésemos un trozo de vidrio dentro de un recipiente verdaderamente sólido, les dijo, el vidrio, como sucede con el agua, por ejemplo, o con la cerveza, acabaría adaptándose a la forma del recipiente debido a la gravedad. Eso sí, a temperatura ambiente el proceso tardaría muchos años en completarse. (‘Central’) Lo que he dicho de estos dos relatos, esa especie de paradoja perceptiva sobre la que reposa la trama, puede hacer pensar al lector de esta reseña que se trata de un libro de cuentos paradójicos, borgeanos, de ideas o abstracciones. Otro escritor tal vez podría haberlos hecho, con esas ideas, pero Miguel Serrano construye siempre vidas, impresiones, tiempo, recuerdos, emociones. Identidad y simultaneidad, dijimos que eran temas centrales, subterráneos, que están por todas partes. Por eso, cada relato es también una vida, y una voz, que se mueve alrededor de ese núcleo paradójico que pone en marcha el intento del personaje por entender la realidad multiforme, irreductible, a la que es arrojado. Tal vez el ejemplo más divertido y dramático de estos personajes sea el protagonista de ‘El payaso’, un escritor convencido de que su literatura es humorística, mientras que lectores y críticos ensalzan la valentía, la crudeza y la desesperación que sus obras transmiten. Y es que el humor, siempre sutil, está también muy presente en este libro. Un humor que puede recordar a Aira, como en el relato más “airano” del libro (‘Azrael’), por esa tensión entre la perplejidad y la naturalidad con la que los personajes se asumen a sí mismos, sus extrañezas, así como las incoherencias de la realidad exterior. Por otra parte, el ejemplo más evidente de ese estilo digresivo, en el que las “ideas” (aquellos elementos de percepción paradójica o recuerdos traumáticos o convencionalmente “cargados” de significado narrativo en la construcción de personaje) quedan sometidas, subordinadas a la propia voz del discurso digresivo que se convierte en el verdadero centro de la narración, sea ‘La disolución’, otra de las joyas de este libro, una mezcla perfecta de una voz digresiva y plural que entremezcla recuerdos de infancia dominados por unos extravagantes padres y trufado de anécdotas paradójicas, inolvidables, en las que, una vez más, la identidad y la simultaneidad, la percepción del mundo y su reducción al relato, son los pilares que sostienen la narración. El tema de la simultaneidad tiene protagonismo casi exclusivo en ‘Logos’, donde Serrano plantea un futuro en el que la linealidad temporal desaparece, y una especie de estudioso de la antigüedad (es decir, de nosotros, de nuestro tiempo) intenta hacerse entender, con poco éxito, sin recurrir a esa visión simultánea, no lineal, que el futuro ha desarrollado y que nosotros no podemos siquiera imaginar, dominados por lo sucesivo y lineal. El último relato, el que da nombre al volumen, ilustra muy bien esa técnica que no parece una técnica, que se percibe con una naturalidad absoluta, la naturalidad del discurso que habla, que (se) piensa mientras intenta encajar en una realidad incomprensible. Este relato insiste en la identidad, el otro “gran tema” (perdón) y recurre a un elemento casi fantástico como motivo central: el protagonista es continuamente confundido con todo tipo de personajes “famosos”, desde Kenny G hasta Santiago Segura, pasando por Enrique Bunbury. Pero el tema de la identidad no se resuelve en esa contradicción más o menos evidente de “la percepción que uno tiene de sí mismo vs. la percepción que los demás”, sino que Serrano deja que esa voz se expanda, que avance y retroceda sobre las anécdotas de las distintas “confusiones”, para entregar un relato en el que el pasado, las distintas etapas vitales, la música, la cultura, la sociedad y la propia biografía del protagonista son las que van conformando el auténtico relato de una identidad que es también generacional, de una generación llena de nombres, de grupos de música, de artistas, de referentes, para unos jóvenes cuya juventud se alarga hasta los cuarenta, una juventud perdida, buscando una identidad en la esquizofrenia infinita del capitalismo, de la sociedad del espectáculo, intentando salir de la alienación de vivir en una España que es solo un fondo sobre el que la cultura sajona, norteamericana, extranjera, en cualquier caso, se sobrepone de forma extraña, grotesca: Parecíamos, todos nosotros, drogados, ajenos. Vi la figura de Bunbury, a lo lejos, una presencia imprecisa que entraba después y se situaba en el centro. Un muñequito, en el fondo, o un monigote, sin aura, simplemente un bulto sin rasgos en un océano de bultos sin rasgos. ¿Para eso había ido hasta allí? Aquel bulto llevaba un sombrero de cowboy y se movía por el escenario, y podíamos imaginar que la voz que nos agarraba a todos en el fondo del pecho era la suya. La gente gritaba, o bailaba, toda la plaza se movía de un lado a otro, pero todo su ruido, toda su intención de individualizarse, de sobreponerse, quedaba derrotada por los músicos, que tenían la tecnología y la electricidad de su parte y nos abrumaban. Reconocí alguna melodía. Recuerdo que entre canción y canción la música paraba y él, Bunbury, contaba alguna cosa, hablaba de camaradería, o de hermandad, de lo contento que estaba, de algo que no tenía sentido verbalizar, y la gente que había a mi alrededor le gritaba: ¡Cállate y canta! Había un ambiente festivo, de euforia desatada. Pensé en la glorificación del rock ajeno, lejano, y en la burla hacia lo próximo, lo accesible. La extrañeza de Benasque en lugar de Nashville, de ese “también extraño en mi tierra” que cantaba Bunbury en alguna canción, y que los seguidores de aquella tarde corearon a voz en grito. También extraño en mi tierra, canta el cantante ante miles y miles de personas, y todos corean con él, todos se sienten extraños en su tierra cantando la misma canción de la extrañeza.
Para terminar: lean Réplica, lean Autopsia, lean a Miguel Serrano, porque es uno de los grandes, porque su literatura nos toca de forma directa, inteligente y sensible, y lo hace de una forma original sin pretensión de originalidad, que es lo más difícil; y él lo hace como quien respira, como quien, simplemente, cuenta cosas.
0 Comentarios
RAÚL QUINTO. HIJO (La Bella Varsovia, Madrid, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Hijo es un libro sobre la experiencia de la paternidad. Dicho así, a primera vista, parece que lo más prudente es salir corriendo lo más lejos posible. Quiero decir, que ya sé lo que estarán pensando muchos de ustedes, porque es lo que pensaría yo: “madre mía, otro libro de alguien al que le ha cambiado la vida el hecho de ser padre y quiere que todos nos enteremos”. Es lo que pensaría yo si, junto al título del libro, no hubiera un nombre: Raúl Quinto. Ese nombre, haber leído otros libros suyos, me animaba a confiar en que se trata de otra cosa. Y lo es, claro que lo es. Para empezar, habrá que advertir al lector sobre el género al que pertenece Hijo. Si han leído Idioteca o Yosotros, no hace falta dicha advertencia. De no haberlo hecho, hay que explicar que Hijo es un libro compuesto por treinta y un fragmentos en prosa. En ellos hay un hilo narrativo-ensayístico y poético que une la composición fragmentaria: el pensamiento, las imágenes y los ritmos son los que dan unidad al libro, que combina a la perfección el sentido lírico, el filosófico y el narrativo. El género es, por lo tanto, el texto. El lenguaje como máquina de crear realidad, de dar forma a la realidad. Quinto, de estirpe claramente romántica, es decir, consciente en toda su obra de hasta qué punto la modernidad y la posmodernidad son hijas del Romanticismo, utiliza la literatura como forma de pensamiento: pensamiento, encantamiento, emoción y crítica se unen en estos fragmentos, en el texto, que se piensa a sí mismo al tiempo que intenta pensar el mundo, el hecho original que motiva el libro, el acontecimiento que resuena en cada una de estas páginas: Aquí comienza un libro que podría titularse Desde, porque lo que hace es trazar un punto de partida y un límite sobre el que todo se pliega. También podría llamarse Con, porque su maquinaria solo se entiende desde la presencia de alguien muy concreto como raíz de la que brota cada frase y cada página; alguien que no soy yo ni eres tú, pero que está aquí como principio y como final. Este libro no se llama así, y además no quiere ser un libro. Pero comienza. Ese es el primer fragmento del libro. Un libro que se va haciendo mientras se lee porque es una maquinaria, un mecanismo generador de sentido(s). Es el libro, el lenguaje, quien nos va hablando. Es el verdadero protagonista. El hijo es la raíz, sí, pero el protagonista es el lenguaje. Un lenguaje que, como vemos en las últimas líneas de ese primer fragmento, está en constante mutación, en una continua mutación de sí mismo, que es consciente de que es y de que no es. Y esa brecha, esa grieta, provocada por el acontecimiento del nacimiento, es el vórtice de donde el lenguaje de este libro nace y muere, una y otra vez.
El hijo es, claro, el origen. Y no hay mito más poderoso, fuerza que ponga en marcha la maquinaria del lenguaje, la búsqueda del sentido, la creación de sentidos, que el mito del origen. El nacimiento del hijo opera como sacudida física y telúrica que pone a funcionar la máquina del lenguaje con un ímpetu visceral: esta vez sí, parece decir: esta vez sí, hay un origen, hay un sentido, y estas palabras, esta máquina, se pone en marcha para explicarlo, para darle forma: Hubo un momento previo. Fuimos antes del lenguaje y fuimos antes de ser. Antes de las máscaras hubo semillas, vientos y caminos. Por eso es un ejercicio imposible esto de querer decir lo que hay antes de la dicción (…). Vamos a transitar sobre esa imposibilidad (…). Para intentar contarme lo que soy en tanto que especie, en tanto que hijo y padre. Para buscar el hilo perdido en el laberinto y recogerlo pasillo a pasillo sabiendo que no hay salida. La memoria, la familia, los abuelos, los ancestros, los homínidos, todo acaba remitiéndose al origen, viajando atrás hasta llegar a ese punto de abismo o de silencio, a ese muro que expulsa al lenguaje, a la imaginación, que hace aparecer esa crítica, esa consciencia de la imposibilidad. Y entonces vuelve la imagen del hijo, el relato del nacimiento del hijo, y así se abre otra línea, otra cascada de imágenes, de relatos: la ciencia, los cromosomas, la sangre, pero también el cosmos, los planetas… Es un viaje de ida y vuelta en torno al origen, a todas las teorías del origen que el hombre y su lenguaje, y su ciencia, y su filosofía, han ido creando. Y es también el relato de un padre, de un padre y una madre y un embarazo y un parto. Y la máquina del texto va saltando de uno a otro, rebotando continuamente, como rebotan siempre las palabras contra la realidad opaca, para volver a perderse en imágenes, en ritmos, en poesía, en formas de ordenar la realidad para hacerla habitable, humana. Aquí opera la mecánica del balbuceo. Un idioma en blanco. Como la lengua sin verbo de mi hijo, sin signos ni referencias. Así debería funcionar este libro. Un idioma sin idioma, que explicase los huecos de cada letra. Hijo es, en definitiva, una máquina inteligente y sensible. Un viaje en mil direcciones que es un placer recorrer. ¿Pero la paternidad le ha cambiado la vida? Sí, sí, le cambia la vida. JOSÉ ÓSCAR LÓPEZ. FRAGMENTOS DE UN MUNDO ACELERADO (Balduque, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Fragmentos de un mundo acelerado es el último libro de relatos del lorquino José Óscar López, después de Los monos insomnes y, en mi opinión, lo confirma como uno de los más importantes cuentistas del momento. En este caso, a diferencia de Los monos insomnes, que estaba compuesto por relatos de generosa extensión, José Óscar López ha optado por el relato breve e hiperbreve. El libro consta de 107 relatos repartidos en 200 páginas. A su vez, organiza las piezas en diez apartados de carácter temático con títulos tan sugerentes e irónicos como “Historia de las grandes ideas”, “Principios de astronomía”, “Así me quedé sin conversación”, “Catálogo de patologías” o “Reyes cansados”, por poner solamente algunos ejemplos. Como en su poesía, y como en su narrativa anterior, lo que define a José Óscar López es la imaginación. Creo que hay en España pocos autores que tengan una imaginación tan desbordante, tan disparatada, tan divertida y, al mismo tiempo, tan inteligente. Podríamos decir que lo que es acelerado no es el mundo, sino la cabeza del autor, en la que las historias imposibles, las paradojas, los mundos posibles, los personajes geniales y las situaciones cotidianas llevadas a un absurdo divertido y significativo, bullen y salen disparados en todas direcciones. Si la OMS estableciera una CDR (Cantidad Diaria Recomendada) de ficción, como hace con los alimentos, este libro debería llevar una leyenda que indicara que este libro cubre dichas necesidades ficcionales durante al menos un año completo. Fragmentos de un mundo acelerado se convierte en una especie de enciclopedia borgeana de mundos (im)posibles, en los que la imaginación desplegada, pese al disfrute que proporciona, no cumple una función evasiva. Los mundos acelerados que se van acumulando en el lector, según avanza por estas extrañas y maravillosas páginas, nos recuerdan que la realidad es solamente una posibilidad, una interpretación. Como decía Juarroz: lo posible es solo una provincia de lo imposible. Cuando hablamos de la imaginación desbordante de José Óscar López estamos hablando de esa esencial capacidad humana para dar sentido al mundo a través de historias, de relatos, de teorías. Y en estas páginas, precisamente, encontraremos inventores, científicos, escritores, personajes cuya visión del mundo es siempre otra. Se plantean teorías, mitos, reinos, universos, se cumple esa función primaria que une la ciencia, la filosofía, la religión y la literatura: explicar el mundo, es decir, crear el mundo, crear el sentido del mundo para hacerlo inteligible, para explicar una relación entre el hombre y todo aquello que no es el hombre. Los mundos que crea el autor impugnan el sentido de la realidad tal y como lo conocemos, y nos dejan siempre ante un espacio de conflicto, de imposibilidad, de paradoja, como ocurre en el magnífico relato que abre el libro (‘La máquina’) o en el llamado ‘Ambición’ que, por su brevedad, me permito reproducir íntegramente. La paradoja, la ironía, el humor están muy presentes en estos relatos: toda interpretación del mundo a través del lenguaje y de la imaginación está siempre condenada a ser incompleta, refutada, engullida por un silencio final o por otra teoría igual o más disparatada que la anterior. Hay ecos de Borges, claro, pero también, muchos, de Kafka, de Manganelli. En otros casos es la ciencia ficción quien domina, y podemos pensar en novelas condensadas de Philip K. Dick, y también hay espacio para relatos de corte más poético y surrealista en los que el lenguaje mismo es la ficción, en los que la imagen va creando mundos imposibles llevada por su propia fuerza rítmica y visionaria. Este libro es una maravilla. Creo que es lo más importante que puedo decir. Es un libro que te hace disfrutar, con una prosa maravillosa, cuidadísima, rítmica y precisa. Es un libro que pide ser leído en pequeñas dosis, porque cada página está tan cargada de ideas, de imágenes, de paradojas, que hay que levantar la mirada de la página para mirar el mundo de fuera, sonreír, ver cómo todo se desmorona al más puro estilo Matrix, volver a sonreír y dar las gracias a José Óscar por este libro, por este exceso de imaginación con el que otros autores habrían escrito veinte o treinta libros. Termino con un relato hiperbreve que explica mucho más de todo lo que yo pueda escribir. BIG BANG ¿Fue con un estallido, que comenzó el universo, o terminó con él y nosotros tan solo somos su demorado eco? AMBICIÓN
—Todos nuestros esfuerzos son inútiles —dijo a su ayudante, y ambos dejaron de pedalear a lomos del nuevo ingenio que habían terminado de construir esa misma tarde; efectivamente, el Sol y la Tierra continuaban su marcha sin apartarse un ápice de sus senderos prefijados: el astro se escabullía bajo una de las lindes del planeta, y él y su ayudante contemplaron impotentes cómo retornaban alrededor de ellos las sombras. DAVID PÉREZ VEGA. KOUNDARA (Baile del Sol, Tenerife, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Este libro de relatos engaña al lector con su título y su portada. No hay exotismo, no hay aventuras en estas historias realistas, cotidianas, con las que David Pérez Vega nos cuenta la España de la clase (que fue, o se creyó, o se cree) “media”. Son siete relatos largos, de unas treinta páginas, una amplitud que permite que los personajes se desarrollen, que los ambientes se enriquezcan, que los elementos sociales, económicos, o laborales no sean un mero fondo desenfocado sino parte esencial del relato. Una amplitud que, también, sirve para alejarse del relato más convencional, de ese concepto de relato “canónico” en el que “no ha de sobrar ni una palabra”. Además de esa extensión, otro factor que ayuda a que Koundara se convierta en un perfecto análisis de nuestra sociedad es la gran unidad que encontramos en los siete relatos. Por un lado, en la elección de personajes, parece que David Pérez Vega ha querido hacer un retrato no sólo social y espacial (España), sino también generacional. Todos los personajes son “jóvenes adultos”, en torno a los treinta años y, pese a que el libro se divide en dos partes (los tres primeros relatos suceden fuera de España, en viajes realizados por protagonistas españoles; los cuatro restantes se sitúan en España), la unidad es total: la vida cotidiana de personas, de parejas, de familias, que no viven grandes aventuras ni situaciones extraordinarias. Son pequeños dramas, de esos que se viven en silencio, imperceptibles para casi todo el mundo, pero reveladores de una forma de ser, tanto individual como social. Por otro lado, esa unidad temática viene acompañada de una unidad formal y de tono. Si bien se alterna el uso de la primera y la tercera persona en los relatos, se trata siempre de narraciones que buscan un tono desapasionado, una mirada analítica y sin estridencias sobre los acontecimientos narrados y, sobre todo, con una ausencia total de subrayados innecesarios. No busca nunca el autor construir el cuento con un final “en alto”, ya sea por una sobrecarga emocional o por un giro inesperado de la narración. Suelen ser cuentos que terminan como empezaron, en silencio, en actos cotidianos que, una vez que se ha desarrollado el relato, se cargan de un sentido: el de la vida del personaje en cuestión, con todas sus pequeñas miserias y miedos y ternuras. Otra cosa que me ha gustado de Koundara es que se habla de dinero y se habla, mucho, de trabajo. No es necesariamente un libro de la crisis, ni sobre la crisis. Cuando digo que se habla de dinero y de trabajo quiero decir que son partes indisolubles de la trama, de la construcción de los personajes. Parece una obviedad, pero no es tan frecuente esa inclusión tan natural de estas cuestiones, especialmente la cuestión laboral, en la narrativa española que, o bien ha obviado el tema o, algunas veces, lo ha incluido de una forma demasiado forzada, antinatural, como diciendo: “Mira, soy un novelista realista y social, mira cómo hago que este personaje sufra por su economía”. En Koundara, en cambio, el trabajo, las condiciones laborales, las remuneraciones, las posibilidades de ganar o de perder dinero, de ganar o de perder calidad de vida en relación con las horas de trabajo, todo aquello a lo que gran parte de nosotros dedicamos gran parte de nuestros pensamientos y nuestras conversaciones (y que, luego, generalmente, no consideramos “apropiado” para construir narraciones, literatura), está siempre en primer plano: forma parte de los personajes y es, en gran medida, lo que los define. Me interesa mucho ese intento de neutralizar o matizar o cuestionar el mito del “ser especial”, del “individuo excepcional” con el que se ha forjado nuestra educación sentimental y artística y que, de una forma tan perniciosa, ha utilizado el Neoliberalismo para convencernos de que todos somos únicos, emprendedores, potenciales millonarios, genios, todo, cualquier cosa, menos un grupo, una clase, una colectividad. Libros como este ayudan a contarnos nuestras vidas, en las que (sí, vale, todos somos especiales, todos somos “nosotros mismos”, claro, qué otra cosa podemos ser) el héroe, el protagonista, es su trabajo, su pareja, su dinero, su familia, su barrio, su intento de hacerse una vida con los elementos que tiene a mano. Pero que nadie se asuste. No es este un libro político, explícitamente político al menos. No hay ni una sola palabra sobre el tema, ni en los relatos en primera persona ni en los que usan un narrador omnisciente. El tono, como he dicho, es siempre objetivo, descriptivo, poco dado a análisis políticos de las situaciones narradas, responsabilidad que recae sobre el lector.
Si le tuviera que poner una pega a Koundara, tendría que advertir de que es una debilidad o manía personal, que me ha granjeado muchas discusiones o conflictos con amigos “letrados”. Quiero decir, que los referentes estéticos en la manera de narrar de David Pérez Vega se sitúan en La Gran Novela Americana. Y, aunque esto sea un libro de cuentos, esa unidad de la que he hablado le otorga en cierto modo esa intención de retratar una sociedad, una generación, un momento de la Historia a través de la observación detallada de la vida de algunos personajes. El problema al que me refería es el mismo que tengo con esos grandes narradores norteamericanos como Philp Roth, Saul Bellow, Franzen, etc, y es esa tendencia a relatar cada uno de los aspectos de la vida de los personajes, de su pasado, de su infancia, renunciando casi por completo a la elipsis, abarcando unos arcos temporales muy amplios que, indudablemente, favorecen la creación del personaje, pero a mí siempre me hacen preguntarme si son necesarios, si no hubiera bastado con centrarse en el presente de la narración. No es algo que me haya pasado en todos los relatos, claro, pero sí que es algo que he advertido en algunas ocasiones. En cualquier caso, es una lectura absolutamente recomendable y una muestra de que el realismo está muy vivo también en el género del relato, tan frecuentemente colonizado por lo fantástico. Y es una muestra también de que realismo no tiene por qué ser rutina, género literario, ejercicio de estilo sobre un esquema dado e inamovible. El realismo, como tendencia literaria por la que los elementos sociales e individuales se convierten en el material narrativo esencial es polimorfo, cambiante, evoluciona continuamente. Porque contarnos a nosotros mismos, mirarnos como seres sociales en un tiempo y un espacio concretos, seguirá siendo una de las funciones elementales del relato, de la literatura. JAVIER TORTOSA. TRAZOS EN FALSO (Boria, Cartagena, 2017) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Trazos en falso es un libro de relatos de la recién nacida editorial Boria, que viene a sumarse, con este segundo título de su catálogo, a la efervescencia editorial que la Región de Murcia está viviendo en este nuevo milenio. Como siempre ocurre con las cuestiones de género, podemos decir que es un “libro de relatos” y seguir hablando de otras cosas, o podemos detenernos sobre esta cuestión un poco más, porque no es un libro de relatos “al uso”. No encontramos aquí un conjunto de relatos heterogéneo que se han imprimido juntos bajo un mismo título. La otra opción sería, pues, que se tratara de un libro de relatos unidos por una temática común. Y algo de eso hay. Pero tampoco así podríamos explicar al lector qué es Trazos en falso. Porque no está compuesto íntegramente por “relatos”, si nos ceñimos a la definición más tradicional del género. Lo que encontramos aquí es un espacio común a todo el material narrativo (el pueblo Albert Lee, de Minnesota) y unos personajes que también reaparecen constantemente (especialmente Harvey Townshend) a lo largo del libro. Como su título parece indicar, se trata, más bien, de una especie de novela a medio armar o, mejor, de los trazos en falso con los que se podría haber armado una novela. Es en nosotros, en los lectores, donde esa unidad (suponiendo que la “unidad” sea la característica esencial de la novela, algo muy discutible también, pero vamos a jugar a que nos entendemos así) debe rearmarse, y donde esos trazos en falso que Javier Tortosa ha dibujado deben unirse, formar un dibujo, una historia, una imagen de Albert Lee, de la vida de la gente de Albert Lee. Porque, además de algunos relatos más convencionales (‘Cuento de Navidad’, ‘Mardou’, ‘Shakopee’, ‘Una cortina de gafas oscuras’…), el resto de este libro está formado por una serie de materiales narrativos “menores”: fragmentos, voces, escenas que apenas aparecen y se desvanecen, personajes que asoman la cabeza, dicen unas frases y se esfuman. Y es esta originalidad compositiva, esa manera de crear un mundo narrativo a través de fragmentos, de relatos, de escenas, uno de los mayores aciertos de este (si no me equivoco) debut editorial de Javier Tortosa. Por otro lado, hay otra cosa muy particular en este libro, algo que me ha acompañado desde que empecé su lectura y que imagino que le sucederá a cualquier lector que se acerque a él. ¿Por qué Albert Lee? ¿Por qué la Norteamérica profunda, pueblerina? Hasta donde yo sé (información de la solapa), Javier Tortosa nace en Alcoy y vive en Murcia. ¿Qué lleva a un escritor a sufrir esa colonización cultural tan radical, como para crear un mundo total y exclusivamente norteamericano? Creo que quienes no compartan la fascinación del autor por la cultura norteamericana se verán expulsados de este libro. Quiero decir, que se encontrarán con el inconveniente de cierto aire de “falsedad” en el, por otra parte, bien construido mundo narrativo de Trazos en falso. Porque, en cierto modo, esta obra puede considerarse literatura de género. Podríamos llamarla “literatura blues” (y aquí extiendo el género a todos sus hijos más o menos bastardos: rock and roll, americana, etc.). Porque las historias y los personajes que encontramos parecen vivir en una canción blues: personajes solitarios, derrotados, alcohólicos, que cuentan sus penas de manera lacónica y resignada, casi orgullosa, en la barra del bar de Austin. Personajes conscientes de la destrucción, personajes de rock and roll, autodestructivos, fugaces, del “club de los 27”, aunque tengan 54. Ese es el verdadero género de este libro: el blues. La tristeza de un lugar, de la gente de un lugar, ante los golpes de la vida, y su manera de recibir esos golpes, en silencio, casi siempre; en el bar, casi siempre. Entre fragmento y fragmento, como para afianzar esa idea, el autor intercala citas, todas ellas de canciones: Neil Young, Wilco, The Jayhawks, Bob Dylan, Rocky Votolato, Tom Waits, Bruce Springsteen, 091…
Y creo que ahí, en esas canciones, está la clave de este libro, lo que Javier Tortosa quería contar: el mundo de una canción de Springsteen, un mundo americano de trabajadores y de perdedores, y cómo no, de balas perdidas, de borrachos de Tom Waits; un mundo en el que también pueden aparecer escritores (sin guitarra) como Bukowski y como Kerouac, escritores que contaron América o, al menos, cierta América, y lo hicieron con esa actitud de rock and roll con la que han quedado marcados, pese a pertenecer ellos al jazz (pero es que lo que significaba jazz en los 50 no tiene nada que ver con lo que significa ahora, por eso es más fácil entenderlos como rock and roll.). Y eso puede ser lo mejor y lo peor de este libro, y eso dependerá mucho de las filias y las fobias del lector. Apostar por ese mundo conlleva el riesgo del cliché, de provocar la sospecha, de hacer saltar la barrera de la inverosimilitud. Javier Tortosa nos propone un pacto que hemos de aceptar. ¿Queremos entrar en ese mundo americano, legendario, mítico, musical? ¿Queremos que suenen de fondo Neil Young y Sprinsteen mientras leemos? Los lectores que acepten ese pacto previo, disfrutarán con un mundo que se va haciendo sólido conforme se avanza en la lectura y Albert Lee y sus habitantes, sus vidas, sus derrotas y su compasión van acumulándose en el tiempo de la lectura. No obstante, siempre queda ahí esa sensación de estar en un mundo que, pese a tratar temas universales (tiempo, derrota, destino, amistad...), es el mundo de una canción, de una película, de una literatura. Podemos poner un disco de Tom Waits y dejarnos llevar, y disfrutar del viaje, sin hacernos demasiadas preguntas: «La cuestión no es perder. Es el modo de hacerlo. De ser capaz de mantener el tipo. De apretar los dientes. Hará un par de días escuché una canción de un songwriter, no recuerdo su nombre. Decía algo como que la clave está en ser capaz de encajar directos sin dar opción a que se te vayan las costuras. De encender un cigarrillo mientras todo arde a tu alrededor. De perder, sí. Pero con dignidad». DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR: NUEVAS TEORÍAS SOBRE EL ORGASMO FEMENINO (Balduque, Cartagena, 2016) por ANDRÉS NORTES MARTÍNEZ-ARTERO PROPIEDAD TRANSITIVA Compré Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino en el mes de noviembre con una sensación dual en mi cabeza: el título, pseudoacadémico y pseudorrijoso, me parecía una humorada fenomenal, pero el pequeño grabado que ilustraba su portada bajo el nombre de la obra y del autor, me daba un poco de vergüenza. Sí, vergüenza. Me sentí un poco ridículo de ser un hombre de cuarenta años sonrojándome por esto y la primera de las impresiones fue la que triunfó. Además, Alfonso, el librero, es un viejo amigo de años. Como para andarnos con tonterías... Pasaron unas semanas antes de abrir sus tapas. Esto ya era una sorpresa, porque a quien le guste leer (y tenga tiempo para ello) se reconocerá en la figura de un acumulador (almacenista, me llaman los amigos) de mercancías culturales que a veces saca trabajo adelante. Que un libro se empiece a leer con solo quince días de envejecimiento en estantería no es lo habitual. Pero Nuevas teorías... tenía un dibujo de un índice a punto de introducirse en la oquedad formada por las respectivas primeras falanges de otro índice y su correspondiente pulgar, y tenía las palabras “orgasmo femenino” en la portada. Y tenía premios y aparecía con mucha frecuencia en mi muro de Facebook. Y había escuchado a su autor en unas jornadas sobre series de televisión celebradas en Alguazas. Y había charlado con él en la cerveza posterior. Así que empecé lo que otros habían disfrutado antes. Y descubrí la rueda. Por eso esta reseña es tardía. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro de cuentos con siete relatos ligeramente más extensos de lo que vengo leyendo últimamente. (Veo que el microrrelato e internet han bajado un par de tallas al tradicional cuento literario). Cuentos que toman como tema —aunque generalmente no principal— el sexo. Pero si el sexo es parte de la vida, entonces los cuentos tratan sobre la vida. Y si los cuentos tratan sobre la vida burguesa, más convencional (‘Comida de empresa’, ‘Cuba’) o más bohemia (‘El perfume’) pero burguesa a fin de cuentas, entonces los cuentos de Sánchez Aguilar son cuentos sobre la vida burguesa. Cuando he encendido el ordenador, se me ha ocurrido escribir un par de párrafos sobre los personajes de Galdós quitándose a toda prisa —o más bien, con escasa prisa y escasa ansiedad— las enaguas o desmadejándose los compuestos bigotes al meterlos en los lugares donde los bigotes se desmadejan. Pero me ha parecido que no era apropiado y lo he descartado. Los siete cuentos de esta colección me han encantado. Intento demorar y dilatar el momento de mi opinión, pero hoy la cosa ha ido rápido, valgan las contaminaciones. Me han encantado. Voy ahora a decir por qué, al menos. Cuando uno lee ‘Comida de empresa’ sabe desde la segunda página cómo va a acabar, pero eso no causa desazón ni desilusión, sino todo lo contrario. Cada descripción es necesaria y es bella y no solo porque tenga que ver con objetos de deseo —al contrario, muchos de los personajes, pensamientos o espacios descritos no son nada atractivos—, ni tampoco porque introduzca elementos de un mundo reconocible de nuestro presente llamados quizá a morir dentro de cien años —si bien para leer a Cervantes hay que usar edición, no jodamos con exquisiteces—. Resulta un todo coherente en su incoherencia, como veremos más adelante. Quiero profundizar un poco en esas ideas. Los objetos de deseo, realmente son deseables. Cristina en ‘Comida de empresa’ es deseable por cercana pero lejana. Gema en ‘Gemidos’ —simpática paronomasia ahí— es deseable por incorpórea. Cristina, Amelia y Aurora en ‘Cuba’ tal vez sean la excepción, por las razones de que este es posiblemente el cuento más material de todos en mi opinión y de que en él la perspectiva ha cambiado en tanto a la idea del consumo (de sexo, de experiencias, de mojitos, de colonia). Contrastando con el anterior, en ‘Vecinos’ el objeto de deseo está desdoblado en el aquí y el allí más cercano aunque de manera diferente a ‘Comida de empresa’, con alcance social, el nosotros y el ellos, la alteridad; debo decir que es un cuento con mayúsculas que pugna por ser mi favorito de la colección y que me encanta, a pesar de que la crueldad de su realismo de entre bambalinas hace daño de veras. ‘Injusticia’ resulta terriblemente evocador de la vida de pareja y en él es el egocentrismo más absoluto el auténtico protagonista, espoleado por la soledad en multitud; y ante ese panorama, nada más deseable que la juventud, la propia juventud. ‘Anunciación de María’ también toma como objeto de deseo el yo más egoísta y es un cuento brutal que no sé por qué mi imaginación dice que podría haber escrito Dostoievski. Por último, en ‘El perfume’ Sánchez Aguilar se reserva como grand finale el gran objeto de deseo de nuestro mundo contemporáneo: la publicidad. ¿Y los sujetos de deseo quiénes son? Los cuentos de esta colección están protagonizados por hombres y mujeres españoles de la clase media de la generación de los cuarenta años, caldo de cultivo de profundas insatisfacciones y desilusiones. No son los únicos insatisfechos de esta sociedad, está claro, pero yo observo una decidida búsqueda de objetivo por un narrador que con la mercancía que tiene a su disposición se frota las manos y se dispone a disfrutar de su omnisciencia como pocos otros. ¿Para qué excusarse? Y continúo —mis disculpas— glosándome: sobre la coetaneidad o contemporaneidad. Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino es un libro escrito para leer hoy, y menos mal que no me lo dejé para dentro de dos años: no porque no lo disfrutase, sino porque cada vez que tus ojos encuentran la palabra “Spotify” o “Lexatín” te puedes reconocer a ti aquí y ahora, siete de enero de dos mil diecisiete. ¿Un placer culpable? Puede ser. Cada sustantivo está o especificado o explicado, con agudeza, con ironía, con mordacidad, pero sin llegar al sarcasmo, en una elección de escritura que al principio me resultó excesiva pero que al final vi natural, porque lo que Diego Sánchez Aguilar cuenta no es una singular historia sino un mundo, todo un mundo de dudosos triunfadores. Hay mucho que decir. Y secundariamente, en este mismo sentido, quiero reseñar también las notas. En el libro hay numerosas —más al principio que al final— notas a pie de página, como las que Francisco Rico pondría a Cervantes pero que Sánchez Aguilar se pone a sí mismo para ir ahorrando trabajo... La nota a pie de página es un mal a veces necesario, una ironía en la que una aclaración distrae la lectura para mejorar la lectura. Las notas a pie de página de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino son fenomenales: historias paralelas geniales. Cada vez que me encontraba con un numerito de superíndice, he disfrutado como un enano y me he reído en todas ellas. Para el final he reservado qué es lo que más me ha gustado de Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino. Me voy a remontar unos cuantos años a la mitad de mi vida, cuando asistía a clases en la Facultad de Letras. Hace pocos años escuché por primera vez la palabra spoiler, relacionada, claro, con series de televisión, Perdidos, Prison break. Y como conocí al autor de este libro en unas charlas sobre series, me ha parecido pertinente traerlo a colación. Spoiler... Y un día pensé: “Madre mía, Filología para mí ha sido la madre de todos los spoilers”. En las clases de la Facultad, mientras se nos contaban todos los finales de todas las grandes novelas, se nos bombardeaba con ideas como que “el final no es importante”, “lo único importante es el lenguaje literario”, “la anécdota es trivial”, “la avidez de los finales es pequeñoburguesa” (sic) o que “el texto es inmanente”. Cuando uno pensaba que el final de El rojo y el negro era emocionante y los profesores le decían estas cosas desde la tarima, uno salía de allí peor que cuando le decían en catequesis que masturbarse era el peor de los pecados que se podía cometer porque se ejecutaba un genocidio, micro, pero no menos genocidio. La culpa, de nuevo la culpa. Mientras que, con moderación, suscribo algunas de las anteriores ideas, la elevación a dogma de opiniones político-estéticas no me ha parecido nunca bien y, la verdad, me siguen gustando los buenos finales. ¿Por qué me gusta tanto entonces el final de los cuentos de Nuevas teorías...? ¿Dejo caer con esta pregunta que los finales de los relatos de este libro de cuentos no son buenos? No, por supuesto que son fenomenales. Pero, bien, quiero explicar esta paradoja tirando de clásicos. Juan de Mairena, AKA Antonio Machado, desdeñaba en El arte poética de Juan de Mairena a Calderón, llamando a sus versos sobre el paso del tiempo «escolástica razonada». Bueno, pero la narrativa es el arte del tiempo. La crono-lógica de la que nos cuesta tanto despegar la lógica: los seres humanos queremos ver lógica en nuestros actos, nuestras actividades, nuestras ideas, y también en las de los demás. Leemos relatos, temporales, y no somos unos enfermos al querer encontrar lógicas: vínculos aceptables entre premisas, argumentos y tesis. Sí, a veces (muchas veces) somos silogísticos y no tenemos que avergonzarnos de ello. Los cuentos que tanto baquetean nuestra imaginación normalmente tienen finales sorprendentes, pero los de Sánchez Aguilar (quizá salvo ‘Anunciación de María’, pero tampoco mucho) no tienen finales sorprendentes. Y claro, la misma palabra “conclusión” se refiere tanto a resultado de un proceso lógico como a final de un segmento temporal. Estamos culturalmente entrenados para leer cuentos, y cuentos de finales sorprendentes como dije. ¿Qué estamos leyendo entonces en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino? Cuentos igualmente: si un cuento de Poe, por ejemplo (joder, Poe, ni más ni menos), comienza con la premisa de que la vida es plana y en ella irrumpe un argumento difícil —maravilloso o simplemente sórdido—, la onda sacude a una conclusión también sorprendente. Mi idea, sin ínfulas de teoría, es que para Sánchez Aguilar es la vida la que prepara premisas extravagantes, puntos de partida incomprensibles, encrucijadas nunca cartografiadas, y sus argumentos por especiales que sean, no van a cambiar nada. Eso para mí ha sido el mayor acierto de la colección.
Y eso es lo que quería decir, algo tarde, algo atropelladamente, sobre estos cuentos. Si se encuentra una portada así (a->b) con un contenido así (b->c), entonces la próxima vez que vea algo similar, no dejaré que pase tanto tiempo entre tenerlo delante de mis ojos y arrojarme a ello (a->c). ÁNGEL CERVIÑO. ¿SALPICA DIOS COMO UN EXPRESIONISTA ABSTRACTO? (Balduque, Cartagena, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Tal vez sea inevitable citar Niebla, de Unamuno, a la hora de realizar una reseña o un comentario sobre la última novela de Ángel Cerviño. En ambas encontramos el llamativo recurso metanarrativo de la búsqueda del autor. Niebla se publicó en 1914, ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto? un siglo después. Y ese siglo es, al mismo tiempo, un punto de unión y un abismo. El abismo reside en la intención del recurso metaficcional. Aquel hacía que el protagonista de Niebla encontrara a su autor y hablara con él sobre su destino de personaje, para exponer así las obsesiones religiosas del propio Unamuno: la existencia de Dios y el libre albedrío (más cerca, pues, de Calderón que de Beckett). En cambio, Ángel Cerviño descarta la pareja personaje/autor, para poner el foco sobre el narrador omnisciente. Es un desplazamiento esencial: ya no es hombre/Dios, sino el Lenguaje, el Discurso y el Relato en primer término. Así, Cerviño nos muestra a un narrador omnisciente desorientado, anticuado (unamunesco, casi, en su lenguaje, en su actitud de anciano indignado ante el mundo absurdo que le rodea) buscando a un autor que da órdenes aparentemente azarosas y que nunca se deja ver. Aquí hay cien años de distancia con Unamuno. Ya no es poner en duda la libertad del hombre frente a su Creador, sino que se desplaza el conflicto hacia el sentido, hacia la voz que ordena y da sentido al mundo: ni Dios, ni el ser humano. Cerviño nos muestra con este juego metaficcional que es ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto?, una crisis de la identidad, entendida la identidad como relato. Esa diferencia es el abismo de los cien años del que hablaba antes. Pero también he dicho que había un punto que hacía que esas dos fechas (1914/2016) parecieran cercanas. Y aquí hablo de vanguardia. Unamuno no era, desde luego, un vanguardista. Pero publica su atrevida e innovadora novela (nivola, la llamó, consciente de su alejamiento de la narrativa realista que, todavía, sigue el siendo el arquetipo del género) en la fecha clave de las vanguardias. Cerviño recupera, con esta novela, un espíritu vanguardista que ha estado muchos años desaparecido de la narrativa y ahora parece resurgir de nuevo. Hemos asistido durante décadas a una renuncia a toda experimentación y a todo cuestionamiento sobre el género mismo, a un retorno a la pura narración. Pero en los últimos años estamos viendo aparecer una tendencia que vuelve a cuestionar el género, el hecho mismo de la narración, del pacto narrativo, o que convierte la novela en experimento, en algo así como una acción artística, un gesto que pretende ser acto, liberación y cuestionamiento, más que relato de hechos representados (pónganse aquí los nombres que cada uno prefiera de esta tendencia; a mí, ahora, se me vienen a la cabeza Bellatin, Tom MacCarthy o Rubén Martín Giráldez). Todo en esta novela es crisis, cambio, ruptura. Los materiales narrativos no se aceptan nunca como hechos ciertos y estables. La novela se compone de diferentes historias y personajes, de distintos subgéneros narrativos que emergen para volver a sumergirse en ese espacio original donde la narración todavía no existe y puede ser cualquier cosa, o no ser nada. En esa exhibición de la tramoya, en ese intento de contar no lo que se cuenta, sino dónde se cuenta, Cerviño introduce también unas iluminadoras reflexiones teóricas sobre el mismo significado de la novela, sobre la intención o posible interpretación de estos juegos metaficcionales. De este modo, también la reflexión sobre la obra se convierte en material narrativo, algo muy habitual en las artes plásticas, pero que siempre, todavía, sorprende o ha de justificarse, cuando se lleva al terreno de la literatura: «La obra se nos ofrece inacabada y exhibe sin rubor sus carencias. El supuesto narrativo se revisa en cada nuevo movimiento, el narrador se quita por un momento la máscara para enjugarse el sudor de la frente, muestra entonces su verdadero rostro… o quizá un nuevo disfraz. El pacto de lectura, con sus constantes decepciones e incumplimientos, sus fintas y quiebros, con sus, a cada paso, traicionadas negociaciones, sus autodescalificaciones, sus juegos de manos y sus fuegos de espejo, se convierte en el rutilante e indiscutible protagonista de la narración». Un relato estable, con un pacto narrativo sólido, por el cual el lector confía en un invisible narrador omnisciente que le ofrece un mundo cerrado, perfectamente relatado, es un mecanismo que se corresponde, parece querer decirnos Cerviño, con una idea de la identidad esencialista. Pero la identidad no es esencia, es relato. Y es un relato múltiple, lleno de voces, propias y ajenas (si es que tiene sentido esa distinción entre dentro y fuera, entre propio y ajeno). Esta idea se explica también en esas reflexiones teóricas que forman parte de los materiales novelísticos de esta obra que «se puso en marcha como proyecto que perseguía la puesta en abismo de los mecanismos de la ficción, y terminará convertido en un proyecto que naufraga en la puesta en abismo de los mecanismos de la identidad. Una rara síntesis que podría enunciarse así: la puesta en abismo del relato de la identidad». Por lo tanto, hay una unión simbólica entre relato e identidad. Y si esta novela está hecha con fragmentos heterogéneos, con personajes que parecen consolidarse para desaparecer luego en la libreta de un desorientado narrador omnisciente, es porque la identidad, según Cerviño, se construye de la misma caótica y fragmentaria manera: «El yo como construcción, como autoconstrucción, tarea de montaje (bricolaje) a partir de restos encontrados aquí y allí, restos de lenguaje que recolectamos para armar las obras, para componernos a nosotros mismos. (…) El yo como ready made: rastrear hasta qué punto lo que llamamos intimidad se construye con retales servidos por la industria de la conciencia, puro trabajo de patchwork. El sujeto adelgaza hasta el umbral de la desaparición cuando retiramos, capa tras capa… (sigue un texto tachado, ilegible)». También he pensado en Mallarmé, en su Igitur, al leer esta novela. No se parecen en nada, narrativa ni estilísticamente, pero creo que en ambas narraciones está el intento imposible de instalar la palabra y el relato en el instante del origen, en la grieta o abismo donde el significado (o el ser, o la identidad, o como queramos nombrar al sentido) se presiente como posibilidad absoluta que, al mismo tiempo, ha de negar toda forma y todo significado estable para poder volver a ese absoluto (in)significante. También Cerviño nos ofrece esa reflexión sobre el espacio donde quiere situar la narración, explicando que la manera en que los relatos aparecen y desaparecen continuamente en la obra son un intento de mantener abierta esa grieta: «la obra no quiere seguir funcionando como una máquina generadora de sentido. Su mecanismo desea seguir produciendo, sin pausa, conflictos de recepción. Lo que llamamos conflictos de recepción no son sino las artimañas de la novela para ganar tiempo y evitar la paralización de la máquina (la fijación del sentido): sembrar dudas, abrir fisuras en la interpretación, sugerir nuevos caminos y posibilidades de lectura; tareas compartidas en las que el autor y el espectador pueden colaborar e intercambiar, por puro deleite, las posiciones». Este tipo de pensamiento recuerda inevitablemente a las teorías de la Deconstrucción y a Derrida, claro. La identidad, la novela, todo relato como sistema inestable en cuyas grietas se profundiza para buscar un sustento u origen que no puede ser sino vacío o ausencia, nos lleva siempre a las reflexiones de Derrida sobre la palabra, sobre la ausencia como elemento original del signo lingüístico y su capacidad representadora de realidades ausentes. Esa filiación parece estar también reconocida por el autor, cuando en las reflexiones sobre el sentido de la propia obra incluye unas líneas como estas: «La sospecha, o más bien la franca convicción, de que cualquier palabra puede significar cualquier cosa en según qué contexto, ese es el pecado original que empuja al texto a su infatigable errancia, la falta por cuya imposible exculpación prosigue su merodeo sin descanso. Así la escena originaria (Urszene), aquella que nos sitúa frente al turbio y gimiente acto que nos dio la vida, se equipara al no menos desasosegante descubrimiento de la insaciable concupiscencia de las palabras y los jadeos descontrolados del significante». Desde un punto de vista simbólico, esa ausencia previa entendida como origen de la representación se manifiesta de diversas formas en la obra. Una de las más interesantes puede ser la constante referencia a lo teatral. Veremos, en muchas ocasiones, a los personajes que tienen que entrar a formar parte de “la novela” como actores. Actores que están en un escenario con su tramoya, siempre antes o después de empezar la representación. Actores que pueden representar cualquier papel, porque siempre nos los muestra Cerviño en la evidencia de su dualidad, de su potencialidad, nunca como personajes cerrados y estables: siempre como actores que descansan, que ya no son o todavía no son un relato (1). Actores en un escenario que representa un oasis en medio de un desierto: el oasis de la identidad y del sentido, en medio del desierto original, lo que carece de forma y de sentido.
También puede advertirse la simbología deconstruccionista del origen ausente como motor de todo relato y todo sentido en el último de los materiales narrativos que componen la novela: la historia epistolar de Hansel y Gretel, ya adultos, ancianos que recuerdan, sin nombrarlo nunca, aquel episodio trascendental de sus vidas en casa de la bruja. La clave de todo lo que son, de toda su identidad estaba allí, en aquel origen. Hansel recuerda que ha soñado, o ha soñado que recuerda que enterró algo allí, enterró en aquella casa de caramelo algo esencial que hay que recuperar y que explicaría todo lo que pasó en aquellos años perdidos. Ese objeto enterrado, que puede existir o no, es lo que mueve toda la narración, lo que da sentido a sus vidas. Estamos, por lo tanto, ante una obra ambiciosa y audaz, que aúna lo barroco con lo vanguardista. Antes he mencionado a Calderón, como autor al que Unamuno se acercaba en su metanarrativa búsqueda de Dios y el albedrío, pero es cierto que hay también mucho Barroco en Cerviño. No solo el tópico del mundo como teatro, que también está presente en esa imaginería de lo teatral que antes hemos comentado. También está la inevitable hermandad cervantina, como ocurre siempre que se habla de metanarración. De hecho, el comienzo del capítulo 17 parece un homenaje directo al Quijote, y más concretamente al episodio del vizcaíno, donde Cervantes juega con la narración, dejando detenida la acción para intercalar una larga digresión. En este capítulo, como en aquel de Cervantes, el narrador detiene la acción justo antes de una posible pelea o enfrentamiento físico para introducir una digresión sobre sí mismo, sobre su doble y paradójico papel de narrador omnisciente y a la vez personaje de la narración. Deconstrucción, Barroco y Vanguardia, tres claves estéticas y filosóficas que se unen en Cerviño y que también se pueden encontrar en otra reciente obra metanarrativa como Magistral de Rubén Martín Giráldez. ¿Estará teniendo la crisis económica una consecuencia estética barroca?, ¿estamos asistiendo a una estética del desengaño como efecto colateral del estallido de la burbuja financiera? Son preguntas al aire, algo gratuitas, claro, cuando estamos hablando de un corpus tan limitado de obras, pero creo que puede ser una línea interesante de investigación o de observación. ¿Salpica Dios como un expresionista abstracto? es, por lo tanto, una novela muy recomendable para aquellos lectores que entiendan el acto de la lectura como una aventura en la que se van a ver necesariamente implicados. Ese narrador omnisciente anticuado, perdido, continuamente enfadado con un autor invisible y caprichoso nos sitúa a nosotros, el otro extremo del pacto narrativo, ante un abismo por el que debe pasearse continuamente. Y los abismos son espacios siempre recomendables, porque su cercanía nunca nos deja indiferentes. ————-- (1) Esta relación entre el espacio teatral y el cuestionamiento crítico de la representación, llevada también a un cuestionamiento del género literario al que supuestamente se adscribe la obra, así como a la misma identidad, es algo que me ha recordado al uso de la escena teatral que Alejandro Céspedes hace en su última obra Voces en off. LUIS PÉREZ OCHANDO. TODOS LOS JÓVENES VAN A MORIR. IDEOLOGÍA Y RITO EN EL SLASHER FILM (Micromegas, Murcia, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El último título de la editorial Micromegas es un ensayo sobre el cine slasher. Por si alguien no entiende el anglicismo en cuestión, el propio autor se encarga de aclararlo ya desde el primer capítulo, consistente en una delimitación y definición del género que va a analizar en el resto de la obra. Reproduzco aquí una definición breve y sencilla, en palabras del propio autor: «un grupo de jovencitos sin control parental que se ven acosados y perseguidos y finalmente asesinados por una figura encapuchada que va acabando con ellos uno a uno, de manera que sólo sobrevive un personaje, casi siempre una chica, gracias a las virtudes que tiene, mientras que los otros, que han ido pecando, mueren a lo largo del metraje». El autor, Luis Pérez Ochando, doctor en Historia del Arte por la Universidad de Valencia, consigue combinar el rigor académico con un estilo desenfadado y en ocasiones humorístico, que parece más que adecuado para tratar este subgénero cinematográfico enraizado en la serie B y acostumbrado, casi desde su origen, a todo tipo de parodias. El slasher es un cine dirigido al consumo de las masas, especialmente de masas adolescentes. Por ello, un análisis ideológico y sociológico como el que realiza el autor sobre algo tan aparentemente “descerebrado” (y que los jóvenes suelen consumir en una nube de marihuana y cerveza) es algo, más que interesante, necesario. El título explicita desde el principio cuáles van a ser los dos pilares del acercamiento teórico a este paradójico fenómeno que consiste en que un público de adolescentes disfrute enormemente contemplando cómo un grupo de jóvenes son torturados y asesinados cruelmente. Estos dos pilares son: “Ideología y rito”. En cuanto a la ideología, el material con el que el autor se enfrenta al análisis es de estirpe marxista: Adorno, Marx, Weber por un lado y, por otro, el neomarxismo sociológico de Owen Jones y, por supuesto, Zigmunt Bauman. Y es en el aspecto ideológico/sociológico, precisamente, donde Luis Pérez encuentra los que son, en mi opinión, los grandes aciertos de este estudio. Así, por ejemplo, consigue una interpretación coherente y ajustada del mismo esquema narrativo de este género, consistente en el asesinato de todos los miembros de un grupo de adolescentes, salvo uno (generalmente una), apelando a la misma esencia del capitalismo: «Debemos buscar los motivos de la crueldad fílmica en la razón instrumental del capitalismo y, más concretamente, en sus principios de competencia y exclusión. Si vivimos en un mundo en el que todo es mercancía, nosotros mismos acabamos siéndolo también. La estructura del slasher vende a sus jovencitos bajo dos etiquetas distintas: como un modelo de lujo, la final girl, o como cuerpos de marca blanca, consumibles, reemplazables, los que caen bajo el cuchillo». El público adolescente norteamericano, educado desde pequeño en un sistema educativo basado en la competitividad, en centros educativos de élite y de segunda o tercera, entiende perfectamente esa esencia narrativa que, ahora, aquí, con el recién implantado sistema LOMCE de reválidas y competición continua entre centros educativos, empezamos a asumir lenta y cruelmente, como en una de esas películas.
Esta perspectiva es la que ofrece los mejores hallazgos y donde reside la que, en mi opinión, es la tesis más poderosa del ensayo: que este subgénero del terror es, por un lado, un reflejo de la ideología social en la que nace («El slasher encaja bien con el dogma neoliberal: ocupas el lugar que mereces según tus aptitudes y ambiciones. El dogma neoliberal, según Jones, es que yo debo mirar solo por mí, de manera que la gente se sienta responsable de sus éxitos y sus fracasos, y el éxito se mide por lo que posees. Asistimos en el slasher a la representación imaginaria de nuestras condiciones reales de existencia: una competencia despiadada, una amenaza constante, un intento de supervivencia individual en el que nuestros amigos perecen a lo largo del camino».) y, al mismo tiempo, es un relato que se convierte en una advertencia a los jóvenes de aquello que les espera en el cruel mundo de los adultos: «El relato del slasher avanza solo cuando se va librando de sus personajes supernumerarios. Sin embargo, este excedente humano no es secundario no accesorio, sino una pieza crucial en la estructura del slasher, la auténtica razón de ser de su relato, pues cada una de sus muertes ilustra lo que puede pasarnos si perdemos la carrera por la supervivencia. Como la masa de parados que amedrenta al trabajador sumiso, la muchachada muerta del slasher advierte a la adolescente del peligro de alejarse del recto camino o, más incluso, del peligro de no ser capaz de convertirse en la estrella del relato, del peligro de no saber cómo convertirse a sí misma en un producto valioso, deseado por los demás». En este sentido es donde la “Ideología” y el “Rito” del título se unen. El autor nos propone leer estas películas, protagonizadas por adolescentes que están a punto de entrar en el mundo adulto, como un “rito de paso”. Como tal, está la muerte y el renacer, el sufrimiento que culmina en supervivencia o en resurrección y, como rito de paso, se convierte también en una experiencia educativa, de la que la superviviente, llamada en la jerga del género final girl, emerge con una nueva sabiduría, impuesta desde el dolor y el sacrificio: hay que sobrevivir, hay que triunfar, nuestra sociedad neoliberal no perdona a los perdedores, y perdedor es todo aquel que no ha sobrevivido. Encontraremos muchas más reflexiones interesantes en Todos los jóvenes van a morir, sobre la caracterización de la Final girl, sobre el machismo de muchas de estas películas, sobre su carácter moral (si tienes sexo, mueres; si te drogas, mueres), sobre la relación entre el asesino enmascarado y el clasismo social, sobre las similitudes entre este género y los cuentos populares para niños, también caracterizados por ese carácter ritual y pedagógico algo cruel, etc. Pero, al fin y al cabo, esto es simplemente una reseña, con sus límites de espacio y tiempo, por lo que terminaré, simplemente, recomendando esta lectura. Que tiene, además la virtud de ser útil tanto a investigadores académicos sobre el tema (pues cada una de sus hipótesis interpretativas está apoyada concienzudamente por multitud de ejemplos fílmicos) como para lectores ajenos a esta disciplina, simples curiosos, como es mi caso, que consideran que la interpretación ideológica y sociológica de los productos culturales es algo absolutamente necesario y, lamentablemente, no tan presente como debería. ALEJANDRO CÉSPEDES. VOCES EN OFF (Amargord, Madrid, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Tras el magnífico y monumental Topología de una página en blanco, muchos nos preguntábamos qué estaría preparando Alejandro Céspedes. Algo en aquel libro, en aquella profunda y hermosa indagación sobre los límites del libro, de la palabra y del silencio, llevaba a pensar en un posible agotamiento, en ese silencio del que ha llegado demasiado lejos, demasiado alto. Pero ahora aparece Voces en off y lo primero que hay que celebrar es que la ambición de este poeta no solo no ha decaído, sino que ha subido la apuesta. Confieso mi debilidad por este tipo de poetas, no tan abundantes en nuestra época y nuestro país. Me refiero a poetas ambiciosos, que prefieren lanzarse a una indagación sobre el mismo género que cultivan y sobre las “grandes cuestiones” (con perdón) que mantenerse en la zona de confort donde se pueden hacer poemas correctos, muy correctos, y hasta perfectos, que no arriesgan nada y que, algunas veces, dicen poco. Siempre he añorado, del Romanticismo, aquella concepción (luego consolidada por Heidegger en su obra filosófica) que consideraba la poesía como un medio de pensamiento totalizador. Hace mucho que la poesía se ha desentendido del pensamiento y de esa enorme ambición romántica que pretendía que el espacio poético fuera el espacio del pensamiento más profundo, más completo, combinando pensamiento y símbolo para superar las carencias que el positivismo y el academicismo habían inoculado en el pensamiento filosófico “puro”. Alejandro Céspedes se ha lanzado de cabeza a un tipo de poesía que no solo no renuncia al pensamiento, sino que lo sitúa en el mismo origen de su proceso creativo y, con Voces en off, nos ofrece un libro que se propone tratar el tema del ser. Además, como explica el autor en la introducción, este volumen (de 220 páginas) constituye solamente el primero de un proyecto titulado Las 7 catástrofes elementales. 7 teorías sobre la existencia. Es decir, que a este seguirán otros seis. ¿No querías ambición? Pues toma tres tazas, como dicen en mi tierra. Pero Céspedes, aunque heredero en cierto modo de ese pensamiento poético heideggeriano, lo lleva un paso más allá, hacia el paso que Alain Badiou reclamaba: «¿Qué será el poema después de Heidegger, el poema después de la edad de los poetas, el poema post-romántico? Los poetas nos lo dirán, lo hemos dicho, pues desanudar filosofía y poesía, salir de Heidegger sin recaer en la estética, es también pensar de otro modo la procedencia del poema, pensarlo en su distancia operatoria, y no en su mito». Alejandro Céspedes se sitúa en esta línea, porque no acepta el espacio poético como lugar privilegiado donde el mito se considera premisa desde la que lanzar el pensamiento, sino que cuestiona una y otra vez los límites del propio género, del propio instrumento poético que, en sí mismo, no garantiza ninguna verdad. Para esta indagación ontológica y poética, el autor toma como punto de partida simbólico y filosófico el marco del pensamiento topológico de René Thom y su Teoría de las catástrofes elementales. En la introducción, el autor nos explica que «el término catástrofe designa el lugar exacto donde un estado cambia bruscamente de forma o configuración». He de reconocer que, tras la lectura del libro, he intentado profundizar en esta teoría, y que mis limitaciones en el campo de las matemáticas me han impedido poder establecer relaciones serias entre los poemas de Céspedes y las fórmulas matemáticas de Thom. No obstante, hay que advertir que, para el disfrute de esta obra, no es imprescindible el conocimiento previo de la teoría matemática en la que el autor se ha basado para emprender este proyecto poético. Para esta primera catástrofe (el pliegue), el autor ha elegido una fórmula textual que, como ya hiciera en Topología de una página en blanco, intenta (y consigue) superar el marco tradicional del “libro de poemas”. En este caso, además de todo tipo de juegos textuales con la disposición del texto sobre la página (como ya vimos en Topología), el espacio dramático se constituye como el verdadero eje topológico sobre el que se desarrolla el texto y el pensamiento. Alejandro Céspedes crea un teatro donde el lector ha de entrar (hay ilustraciones del ticket de entrada, del telón) y que unos personajes y un coro habitan de forma ininterrumpida. Se crea así el espacio de la representación, el espacio teatral en que todo es y no es al mismo tiempo, que configura una temporalidad de un presente eterno que permite, no obstante, sentir también el fluir del presente como tiempo que transcurre, que sucede. El autor consigue extraer de la característica dualidad ficción/realidad del teatro, es decir, esa mezcla de lo estable, lo que no cambia (el papel de los personajes, sus palabras eternamente repetidas e inalterables) y el suceder (el acontecimiento presente y temporal de la representación), un marco simbólico y conceptual perfecto para su investigación ontológica. Entre esos dos extremos o caras de la moneda humana va a transcurrir esta “comedia”. Esta representación involucra al mismo tiempo a Beckett (ahí están Vladimiro y Estragón, en ese absurdo presente infinito de la espera) y a Brecht (los mecanismos de distanciamiento, que recuerdan al lector que está ante una obra de ficción, son infinitos en Voces en off; puede que el más llamativo, el que más distancia proporciona sea el de los códigos QR que nos sacan literalmente del libro para ir a la pantalla). El autor nos pide continuamente que reflexionemos, no solo que nos emocionemos pasivamente ante la escena: «Si el lector no abdica de su aprendido rol entre los brazos de su cómoda butaca, el destino de esta tinta y de este libro será el mismo que le aguarda a la muñeca de la caja de música en la página 167». Se nos pide que entremos y salgamos de ese espacio, de ese teatro: que observemos esos movimientos de “el pliegue”, donde las cosas son y no son al mismo tiempo, y donde los personajes y las palabras van continuamente escenificando ese espacio o ese tiempo de frontera en que la estabilidad del ser y la identidad se ve interrumpida por el caos de lo informe y lo absurdo. Para hacer un análisis que dé cuenta de todo lo que hay en este libro sería necesario mucho más que un artículo/reseña como este. Sería necesario un ensayo en toda regla, casi una tesis doctoral, en realidad. Yo me limitaré a exponer algunos elementos que me han parecido especialmente relevantes, que han de ser asumidos como notas al margen, como simples intuiciones que puedan ayudar al lector de estas palabras a hacerse una idea de qué va a leer cuando tenga entre sus manos el libro. Si bien la teoría matemática de René Thom me tumbó por KO en el primer asalto, hay que advertir que la Teoría de las Catástrofes también tiene una aplicación lingüística y semántica. Y esta nos puede ser de ayuda para un somero análisis de Voces en off. Así, esta primera catástrofe o “Catástrofe del pliegue”, en su extrapolación semántica, sería de la siguiente manera: a) La semántica de los procesos de aparición o desaparición súbita. Como los parámetros son el espacio y el tiempo, se admiten las dos interpretaciones: desde un punto de vista espacial, la catástrofe «pliegue» simboliza la frontera y los extremos; desde un punto de vista temporal, comenzar algo y finalizarlo. b) Es el arquetipo del nacimiento / muerte. Y también el arquetipo de las fronteras, de los bordes. Define las situaciones en que una corriente se canaliza, de manera que ya no se extiende ilimitadamente, dando lugar al nacimiento de cilindros, de conducciones, de cauces. Especificaciones: a1) Entrar, salir, abandonar. a2) Perder una cualidad estable: casarse, morir... a3) Nacer / Morir; Llegar a / Salir o Arrancar; Alargar / Dejar. b1) Perder / Encontrar. b2) Aparecer / Desaparecer Comenzar / Terminar. (…) Este arquetipo es asimétrico; contiene dos estados que son contradictorios: estabilidad o existencia e inestabilidad o no-existencia. Es, por tanto, la base de la negación, irreductible a su conceptualización lógica. (Pérez Herranz, Fernando-M.: «Lenguaje e intuición espacial») Este espacio semántico es el teatro en el que entraremos al abrir Voces en off, un espacio de frontera, un espacio en que el límite (como también sucedía en Topología) es una constante significativa y simbólica. Es un espacio del que entramos y salimos, pero del que también los personajes se cuestionan continuamente por los conceptos de dentro y fuera (el dentro y fuera de la representación, el dentro y fuera de la casa de muñecas). Y es, por supuesto, el espacio del nacer / morir, del aparecer / desaparecer. Así, tras las primeras páginas en prosa que consisten en la presentación y creación del espacio, del teatro como edificio, pero también del escenario donde tendrá lugar la representación (que es eterna: «Las representaciones se repiten en un ciclo continuo, día y noche, a todas horas».), el Acto I, subtitulado “La libertad del títere (la noción de “acto”)” nos sitúa en una situación originaria en la que se dan todos los elementos semánticos del “pliegue”: arrancar, nacer, salir. Dentro de la casa de muñecas, el títere corta los hilos, como el niño que corta el cordón umbilical. Es un símbolo de nacimiento, entendiendo el nacimiento como catástrofe, como discontinuidad. También puede ser el nacimiento de la conciencia, entendiendo la conciencia como separación, como desgarro. El títere como símbolo del hombre, como personaje que, al mismo tiempo que tiene conciencia y desgarra los hilos que lo mantienen, está limitado y definido por esos hilos: el lenguaje, el ser dado, el espacio en el que ha de desarrollar su acción. Más allá está el silencio, o el abismo, o la caída, o la utopía, el no-espacio donde el títere ya no es títere sino otra cosa. «Queda un hilo. / El que hizo posible desenganchar el resto. / Cómo romperá entonces / lo último que sigue atándolo a sí mismo. // Así se terminaba / y así comienza la genealogía». Parménides, René Thom, Hegel, Goethe, San Agustín… son algunos de los personajes que aparecen sobre el escenario para discutir entre ellos las implicaciones de las acciones del títere, de ese acto de desgarramiento que consiste en cortar los hilos que lo mantienen y definen, y que tanto tiene que ver con la conciencia, con ese límite o frontera por la que el hombre es consciente de sí mismo y, por lo tanto, separado, apartado. La “historia” que se narra en este escenario es la historia, ya lo hemos advertido, del ser: Más tarde es la conciencia la que instaura el principio de la separación interior / fuera ser / no ser” El Acto II, subtitulado “Ser o no ser (el actante en conflicto)” está dominado por la casa de muñecas, y por unos niños en los que adivinamos a los hermanos Trakl: otra forma de plantear los temas de la identidad y la ruptura, de lo que ha de separarse. Y, si llevamos estos elementos a un esquema más sencillo de narración simbólica temporal, podríamos ver que, tras el nacimiento, el parto, el corte del cordón umbilical, entraríamos en el territorio de la infancia: la casa de muñecas, el paraíso de la infancia o el paraíso del amor (incestuoso) por lo idéntico, por el reflejo de uno mismo. Es un paraíso que encuentra como otra topología simbólica, junto a la casa de muñecas, la del tablero de la oca, con lo cual se intenta trasladar el espíritu topológico de las teorías de Thom: todo cambio está previsto, el azar puede formularse y ser definido de alguna manera. Así es el tablero de este juego: un espacio donde el azar y el caos se reúnen y en el que se contemplan todas las opciones; todas las catástrofes están recogidas en esa topología del tablero que abole el azar de los dados, convirtiendo cada tirada en una jugada prevista de una u otra manera. Y la casilla central, el gran agujero o abismo del origen: —Para empezar es necesario un punto de partida. Tal vez también un tiempo y un espacio. Un recorrido. Un orden. —Orden no es necesariamente ni equilibrio ni armonía. —Entrad al laberinto. Quizá no estén en él ni todas las preguntas ni todas las respuestas, pero al menos jugad con el azar y sus misterios para llegar al centro mientras la periferia se va haciendo un ovillo. —La expectativa se enrosca sobre sí, nos quiere hacer creer que el centro es lo inmutable, que todo tiende a él y en él termina. El Acto III, titulado “Los intrusos (el conflicto”) está dominado por los espejos. Aquí el no-ser, lo ajeno, entra en juego para desestabilizar el juego de la identidad donde la reproducción y la repetición se convierten, con la participación de la ausencia, en catástrofe, en discontinuidad: Soy el intermediario de tu prójimo. / El testamento de lo que no ha ocurrido. / El tú inúmero. / El cuerpo de los cuerpos desgarrados que difieren / en la deformación de la inexperta semejanza. / El sin nombre. / Soy aquel que te encuentra y que se evade, el ojo / que da forma a tu absurda realidad domesticada. / Vuelvo para hacerte pensar en lo excluido. / Le dicen esas voces. El Acto IV, titulado “La morfogénesis de la disolución (el arquetipo estructural)” está dominado por la idea de lo vivo, por una definición de lo vivo como lo carnal y temporal sujeto a la disolución y a lo no estable. Aquí toman más sentido que nunca aquellas palabras sobre la aplicación semántica de la catástrofe del “pliegue” que sustentan en gran medida el imaginario simbólico de todo el libro. Me permito repetir la cita concreta en este contexto, para destacarlas: «Este arquetipo (el pliegue es asimétrico; contiene dos estados que son contradictorios: estabilidad o existencia e inestabilidad o no-existencia. Es, por tanto, la base de la negación, irreductible a su conceptualización lógica». Se prepara así la aparición del personaje de la muerte, que deviene sin embargo escena cómica e irónica. Es también, y sobre todo, el acto de las preguntas, de las eternas preguntas sin respuestas, lo que define al hombre es la interrogación, la cuestión, la incertidumbre. La idea de incertidumbre está presente desde el mismo comienzo de la obra, pero es en este acto donde se convierte en el eje central. Por supuesto, toda esta investigación poética y dramática sobre el ser del hombre no puede llevar sino a la incertidumbre, y mucho más aquí, tras la aparición del factor carnal y temporal que viene a alterar los ya alterados intentos de definición estable previos: «Toda pregunta ahonda en una zanja, pero al final del día /sobre las respuestas cae la misma noche». El Último Acto se titula “El hombre superviviente (Histéresis, rupturas y singularidades”, y en él encontramos una especie de conclusión que bien podría servir como auténtico prólogo del libro, o como texto de contraportada. Creo que en las siguientes palabras se resume la “idea” que ha guiado todo el proceso creativo de Voces en off: Tras el hundimiento de los llamados grandes discursos de la modernidad y de los mini discursos posmodernos bien vendrá ensayar una nueva vía. No dejen pasar esta ocasión, pues si ya no hay “razón” ni “modernidad” ni “caos”, como quería la posmodernidad, ¿qué puede haber? Yo se lo digo: no parece que haya otra cosa que soluciones locales, y enigmáticas metamorfosis. Pero, de momento, hay que saber cómo el hombre conserva su identidad a través de su metamorfosis y su catástrofe. Se lo advierto, será un saber apropiado para supervivientes, que es lo que somos todos. En cuanto tales, solo disponemos de un futuro y, aunque sería exagerado decir que no tenemos pasado, la verdad es que nos sirve de tan poco que es como si no lo tuviéramos. Lo único que nos ha quedado como herencia es el nombre de las cosas. Obviamente, el que estas palabras resuman una idea de Voces en off no quiere decir que resuman el libro Voces en off, que puede llegar a abrumar por la cantidad de imágenes, pensamientos, recursos poéticos y no poéticos, imágenes, iluminaciones, juegos, ironías, en este valiente intento de “libro total” que Alejandro Céspedes nos ha entregado. De hecho, tal vez, el único “pero” que se le podría poner a esta obra sería precisamente ese: el enorme despliegue de líneas de pensamiento, de haces simbólicos, de referencias históricas, literarias, filosóficas…, de giros, de cambios de tono, de saltos desde la ironía más distanciada y cínica a las imágenes poéticas más poderosas y bellas. Parece que Alejandro Céspedes ha querido meter todo dentro de este teatro, y tal vez no haya otra manera de hacerlo, cuando de intentar una historia del ser se trata. En cualquier caso, en esta selva de poesía y pensamiento estaremos muchas veces perdidos, y no importará demasiado, porque estaremos siempre ante unos paisajes donde se adivina algo muy cercano a la verdad.
Volveré a unas palabras de Alain Badiou (sí, también aparece él en Voces en off) que me parece que definen muy bien el riesgo que Céspedes ha asumido y que creo que es el que cierta poesía debe siempre asumir si quiere intentar llegar a algo: «Para nombrar un suplemento, un azar, un incalculable, es preciso apoyarse en el vacío del sentido, en la ausencia de las significaciones establecidas, con peligro de la lengua. Es necesario entonces poetizar, y el nombre poético del acontecimiento es lo que nos lanza fuera de nosotros mismos, a través del cerco en llamas de las previsiones». Quedamos entonces, como los “seriófilos”, esperando la prometida aparición del segundo volumen, la segunda temporada, la siguiente catástrofe que, según la teoría de René Thom, es la de “fruncido o cúspide”. RUBÉN MARTÍN GIRÁLDEZ. MAGISTRAL (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR "El autor que escribe para un público, a decir verdad, no escribe: quien escribe es ese público y, por esta razón, ese público no puede ya ser lector; la lectura no es más que en apariencia, en realidad no la hay. De ahí, la insignificancia de las obras hechas para ser leídas, nadie las lee. De ahí, el peligro de escribir para otros, para despertar el habla de los demás y que se descubran a sí mismos: los demás no quieren oír su propia voz, sino la voz de otro, una voz real, profunda, incómoda como la verdad." Maurice Blanchot He querido empezar con esta cita de Blanchot porque creo que resume una de las ideas principales de Magistral, y porque me identifico plenamente con ella, con ese deseo que me lleva, cada vez que abro un libro, a buscar la voz de otro, una voz incómoda como la verdad. En Rubén Martín Giráldez he encontrado esa voz y, sí, es incómoda como la verdad. Y mucho más incómoda es cuando hay que hacer una reseña, cuando hay que hacer un comentario sobre una novela que se ríe de los autores que escriben para un público, y que se ríe de los lectores que rechazan esa verdad, y que se ríe de los críticos que ensalzan las obras que no están escritas sino por el público. Es difícil escribir una crítica de Magistral porque esta novela incluye dentro de su material narrativo varias críticas de Magistral. Podría decir, por ejemplo, que es una obra “inclasificable”, y ya Magistral se está riendo de mí: «El hueco perfecto para que la prensa metiese la palabra “inclasificable” como cuña de hospital». Es difícil escribir sobre Magistral porque esta novela nos está provocando para que, como críticos, como prensa, advirtamos al lector de que no es una novela. Y ya al plantearse el crítico el hacer esta advertencia, está dando la razón a la durísima diatriba o sátira que incluye esta novela. Es decir, por qué todavía tenemos que plantearnos si una obra como esta es o no es una novela. Hasta qué punto todavía estamos apegados a la tradición de la novela realista que exige un argumento y unos personajes, para que nos veamos tentados a poner “novela” entre comillas: «El probador de venenos quiere que le contemos una historia, una ficción manipulativa que le ponga puño en las tripas y satisfacción estética en las mientes. ¿No hay epopeya acaso en un discurso, en una doctrina escrita o en una homilía? ¿Y si lo que se dice no es ficción, sino verdad? ¿La enunciación es menos elevada que la invención? La opereta debería construir su lenguaje tratando de solventar las carencias del lenguaje, y no resignarse a usar la lengua dada como una llave de boca fija». Y bien, lo que está claro tras esta introducción es lo que no es Magistral. No es una novela convencional. Metamos la cuña de hospital y digamos que es inclasificable, como si no hubiera existido toda una tradición de novelas inclasificables, como si no hubiera existido Thomas Bernhard, ni Gombrovicz, ni André Breton, ni Maurice Blanchot, ni Lautréamont, ni Kafka, ni Vilas, ni Alejandro Hermosilla, ni Mario Bellatin, ni etc. Magistral es un discurso, una sátira, un panfleto, una diatriba y muchas cosas más. Podríamos caer también en la tentación de ser ordenados y disciplinados y decir que esta novela tiene tres partes. Una primera parte en la que el narrador, caracterizado como un rey o déspota encumbrado por haber escrito una novela llamada Magistral, monologa incesantemente contra la literatura española, contra los lectores españoles («Si eliges escribir, lo haces para gente muy poco habituada a comer sin morral».), contra la crítica española y contra la propia lengua española, por haberse convertido esta en una lengua muerta, sin espacio para la verdadera creación: «La cadavérica oficial (…) dijo de mi prosa de rebaba sórdida lo mismo que de la prosa inconsútil de mis coetáneos, que más parecía que estuviesen de vacaciones en el lenguaje que escribiendo. Vale al todo vale, pero no al todo vale igual, amigos. Ante este estado de cosas se me bajaron los humos y se me subieron los colores, me convencí de que era yo, en efecto, de este mundo, de que no había venido aquí a acaecer, sino a palidecer como cualquier otro pese a mi condición de jerarca (que me pesa). (…) habíamos llevado el idioma al cero, habíamos vuelto la lengua castellana muelle y fantocha». Esta parte se caracteriza por un estilo ciertamente barroco. No solamente por el juego cervantino de incluir la novela Magistral y su recepción crítica en la propia novela, sino por un lenguaje rico, humorístico, lleno de cultismos, de arcaísmos, de neologismos insultantes o desternillantes o abiertamente chuscos y malsonantes que casi siempre se convierten en dardos para denunciar el actual estado de la literatura española, caracterizada por la cobardía y la neutralidad, por la falta de riesgo y la complacencia. La voz que habla en esta primera parte constituye el monólogo delirante de un rey impotente, de un dictador/escritor que desprecia a sus súbditos, a los lectores, a los críticos que alaban su obra. Y en ese desprecio lo que hay es una afirmación de su propia voz, de su propio estilo, al mismo tiempo que una crítica a toda literatura que no ponga toda la carne en el asador, literatura tímida, cobarde, que no arriesgue. Es la voz de un narrador que molesta, que incomoda como incomodan los adolescentes rebeldes e ingenuos, un adolescente que se ha enganchado a las vanguardias, que puede sonar muy francés, muy Lautréamont, con un malditismo que oscila entre lo violento y ególatra por un lado, el desprecio de la mediocridad al estilo Bernhard por otro (repetitivo, aristocrático, aislado; pero un Bernhard humorístico, pasado por Quevedo y Rabelais) y la reflexión sobre el lenguaje, sobre el poder ajeno y total del lenguaje y la relación del autor y el lector con el lenguaje que puede tener ecos de Bataille, de Blanchot. Todo, por lo tanto, como decimos, muy antiguo, muy de una época que (lamentablemente, opino yo, ahora, de forma totalmente subjetiva) ya no es la nuestra, ya está quedando atrás o ha quedado atrás y puede incluso mirarse con el correspondiente desprecio, ironía, condescendencia. Aquellos vanguardistas exaltados, aquellos violentos que se empeñaban en no separar literatura de vida, en considerar la escritura más un destino y un espacio de muerte y sacrificio que, como ocurre en la corriente que ahora domina, como un espacio de prácticas literarias, de ejercicios de estilo, de probatura de técnicas y juegos con la biografía y el narrador: «¿Qué son nuestros libritos? Nada de lo que haya que avergonzarse: productos de ocio, animales inanimados de compañía para la muerte». Compárese esta afirmación con una similar de André Breton, para explicar mejor ese “afrancesamiento vanguardista” que hay en este planteamiento: «Escribir, quiero decir, escribir tan difícilmente, y no para seducir, y no, en el sentido que se entiende corrientemente, para vivir, sino, parece, todo lo más para basarse uno a sí mismo moralmente y, a falta de poder permanecer sordo a una llamada singular e incansable, escribir así no es ni jugar ni hacer trampas, que yo sepa». O compárese también con estas de Maurice Blanchot, autor en el que he pensado mucho leyendo Magistral: «Escribir no es nada, si escribir no arrastra al escritor a un movimiento lleno de riesgos que le cambiará de una o de otra manera. Escribir es solo un juego sin valor, si este juego no se convierte en una experiencia aventurera, donde quien la persigue, comprometiéndose en una vía cuya salida se le escapa, puede aprender lo que no sabe, y perder lo que le impide saber». Es, en definitiva, el lenguaje de un rey apocalíptico y suicida, que dimite de su cargo, de su lenguaje, del idioma español porque no puede soportar la mediocridad en la que se ha instalado el escritor medio y el lector medio. Es una voz violenta y humorística, ciertamente antipática, que se reclama a sí misma como único escritor válido del español, pero que al mismo tiempo siente inútil su tarea por esa masa de lectores y críticos que son incapaces de ver la verdadera grandeza de su obra. Es también, en su barroquismo, una voz un poco quijotesca: un Quijote engreído y soberbio que, harto de que no se reconozcan como es debido sus méritos, sus hazañas, se plantea dejar la orden de caballería. Es como un Quijote cansino y repetitivo que nos machaca a nosotros, los lectores, porque no somos capaces de ver los gigantes y porque solamente vemos molinos cotidianos y sin significado. Es un Quijote sin Sancho Panza, que rehúye así el diálogo porque solamente quiere escuchar su voz, y porque prefiere imaginar a sus propios enemigos, creándolos él mismo, dándoles él su voz de pantomima. Sin embargo, en la segunda parte, parece que este rey impotente, este rey al que nadie valora como él quiere ser valorado, este Quijote adolescente y gritón, se harta de todo, abdica, deja las armas, y se pone a los pies de otra lengua, el inglés americano, y de otro rey: el escritor norteamericano Ben Marcus. Como un caballero derrotado, se rinde ante alguien que considera superior. Su enorme ego vanidoso lucha y nos cuenta el enorme sacrificio que supone esta sumisión, esta inclinación ante alguien superior. Pero consigue seguir siendo el rey, si no de la literatura, sí al menos de la lengua castellana, a la que abandona, por indigna, para servir a la Boca Americana y a Ben Marcus. Se convierte ahora en escudero. Y la novela que había sido un monólogo o diatriba incendiaria contra la España literaria, se convierte ahora en una especie de crítica o reseña de la obra de Ben Marcus. Esta segunda parte incluye también una reflexión sobre la traducción, que es al mismo tiempo una lucha del ego del narrador/autor de Magistral contra la existencia de Ben Marcus y de su novela Notable American Women. Reflexiones sobre el hecho de pasar un texto a esa lengua española que considera arruinada y miserable, y reflexiones sobre la conveniencia de sacrificar su voz para convertirse en la voz de Ben Marcus: «Todo mi esfuerzo por deshomologar Occidente quedará en nada. O producirá comentum, lo que es aún peor. Nuestra Historia está harta de inaugurar dioses de mandato rotatorio, así que no voy a dejarme suplantar por Ben Marcus (…). ¡Pero si había planeado yo para todos un fin del mundo precioso! No le guardo rencor a Marcus, ese destronador que me ha hecho meter la cabeza en la Boca Norteamericana». A partir de aquí, y a partir de los juegos textuales con la portada, contraportada y otros textos de la novela de Ben Marcus, esa voz se va convirtiendo en un lenguaje cada vez más torrencial; ese personaje dictatorial va desapareciendo en el texto, su lugar va siendo ocupado por un torrente verbal cada vez más irracional, cada vez más verborreico, incontinente, exuberante: «¿Estaré diciendo lo que no quiero? ¿Me pertenezco ahora mismo o estoy poseído y dictado, con la voz prestada?». Es un lenguaje cercano a la escritura automática («Lengua pastosa tropezona, 100 palabras solas et puis, florescencia, romanpaladeo, ramón paladino, que lo que comiença la lengua lo acaba de exprimir el gesto».), y creo conveniente recordar aquí lo que Blanchot decía sobre la escritura automática, pues puede servir de ayuda para entender el final o tercera parte de la novela: «(en la escritura automática) el lenguaje no solamente parece sacrificado, sino humillado. Sin embargo, se trata de otra cosa: el lenguaje desaparece como instrumento, pero es que se ha convertido en sujeto. Gracias a la escritura automática, es elevado a la más alta promoción». Entraríamos así en la tercera parte, siempre teniendo claro que no hay partes que valgan, y que todo esto lo hacemos para que sea más fácil escribir sobre el texto Magistral. El final del libro confirma esa pérdida de identidad, esa suplantación por la que la voz del autor queda desautorizada por la anárquica voz del lenguaje deshaciéndose, formándose, creando palabras y frases sin sujeto, sin razón de ser, puro lenguaje desatado más allá del dominio del autor. Como decía Blanchot, el lenguaje desaparece como instrumento, pero se convierte en sujeto. Rubén Martín, del que me atrevo a apostar que lee con frecuencia a Blanchot, lo confirma a estas alturas de la novela: «Tenías muy presente que si jugabas con la voz, la voz buscaría la manera de apuñalarte. ¿Para qué despiertas a la voz? ¿Qué te ha hecho la voz para que no te calles, para que no sepas ya callarte? Si la voz se levanta por las mañanas lo hace sólo para ser tu mesías salvaje, el idioma de la masacre, la lengua de chacinería; poco importa que te hayas disfrazado durante unas pocas horas de nuncio marquiano». Todo el final de la novela lo he interpretado en clave blanchotiana. Se pregunta quién es esa voz que habla, que ha usurpado o ha tomado el libro, y esa voz responde y no responde, juega, se esconde: ¿es Ben Marcus?, ¿es el lector? Es muchas cosas y es ninguna: es la inspiración, es una voz ajena, que no corresponde al autor, es el lenguaje hablando y hablándose, haciéndose visible como un fantasma: «Los amanuenses confundís con inspiración la psicosis-despertador que os inoculamos. Cuando dictamos, dictamos, y es fácil, todo son facilidades, todo va rodado, hasta parece que tengáis talento; cuando cuesta, es que no estamos dictando: no hay equivocación posible (…) Tú mismo te estás diciendo; Para, déjalo, pon a salvo tu dignidad. Si no te escuchas a ti mismo, dime, ¿de qué te sirves?».
El sentido de toda la novela, especialmente por cómo evoluciona en la última parte de la misma, va muy en consonancia con ciertas tesis de Blanchot sobre la escritura, como esta que cito a continuación: «Ese lenguaje no supone a nadie que lo exprese, a nadie que lo escuche: él se habla y él se escribe. Ésa es la condición de su autoridad. El libro es el símbolo de esta subsistencia autónoma, él nos sobrepasa, no podemos nada sobre él y no somos nada, casi nada, en lo que él es. (…) Él es una especie de conciencia sin sujeto, que, separada del ser, es desapego, impugnación, poder infinito de crear el vacío y de situarse en una falta. Pero es también una conciencia encarnada, reducida a la forma material de las palabras, a su sonoridad, a su vida, que recomienda creer que esta realidad nos abre una vía desconocida hacia el fondo oscuro de las cosas. Acaso esto es una impostura. Pero tal vez esta superchería es la verdad de cualquier cosa escrita». En la cita anterior veo, prácticamente, un resumen de Magistral, si nos olvidamos ya de esa tramposa división en tres partes que tan útil nos ha sido. Todo el texto, todo el monólogo incontinente que conforma esta obra nos habla del poder aniquilador del libro, del poder impotente de la literatura, del sentimiento ególatra y omnipotente del autor que es expulsado de su propio libro y de su propia lengua. Es un lenguaje que, después de criticar a su homólogo, el lenguaje cerrado y cotidiano, y después de criticar a la literatura cobarde que no arriesga fuera de ese lenguaje dado, se va volviendo él mismo conciencia, sujeto, desplazando al “autor”, derrocando a ese falso rey que es el escritor y abriendo esa vía oscura que es el final de la novela: fondo oscuro, verdad, o superchería. Para terminar, debemos decir que Magistral es una obra para disfrutar de ese lenguaje. Una novela que levantará la inevitable polémica por sus críticas a la lengua española y a los escritores españoles, y que esa polémica se verá avivada por la construcción de ese personaje bernhardiano, soberbio, redundante y antipático. Pero creo que hay mucho más que esa polémica en Magistral, y que bien merece un aplauso, al menos para los que disfrutamos de una literatura “dura”, que no rehúsa la experimentación y que nos devuelve esa tradición tan antigua, tan “pasada de moda”, que nos entregaron las vanguardias: la literatura como apuesta vital, como entrega total, como suicidio en el lenguaje. Ese intento siempre imposible de crear una obra que sea vida, de crear una obra que no sea literatura, de morir en ella, aunque sea morir de risa y de asco y de impotencia: «Como si alguien creyese de verdad que no se estaba escribiendo a cada instante un libro de una potencia carismática tal que podría (en caso de leerse de forma adecuada) destruiré-dit-elle las conveniencias de esa nación y avergonzarnos a los pusilánimes, impulsarnos a rebanar varios cuellos políticos, convencernos de nuestra idoneidad para hacer algo grande, dar ejemplo y no volver a mentir nunca más». |
LABIBLIOTeca
|