LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
LEONARDO CANO. LA EDAD MEDIA (Candaya, Barcelona, 2016) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Como en las mejores ofertas de Carrefour, Leonardo Cano nos ofrece un 3x1 en este impresionante debut en el género de la novela. Son tres novelas en una, con todas las consecuencias. Es decir, que no es un ensamblaje de tres nouvelles para colárnosla como una novela, sino que es una misma historia, con unos mismos personajes, pero con tres narradores distintos y tres estilos completamente diferenciados, en un alarde de dominio de técnicas narrativas que no acostumbramos a ver en una primera novela. Por un lado, encontraremos una historia de high school, con un narrador en primera persona del plural que, en mi opinión, es uno de los mayores aciertos de esta obra. Este nosotros relata las aventuras de tres estudiantes en un centro de enseñanza privado-concertado religioso. Utiliza un tono oral y poético, contagioso y rítmico, lleno de expresiones de la época (ochentas y noventas) que por un lado hará las delicias de los adictos a “Yo estudié EGB”; pero no hay en esos elementos nostálgicos nada de complacencia: el autor convierte ese nosotros en una maquinaria ideológica perversa, aniquiladora: una máquina de incluir y, sobre todo de excluir. Ese narrador en primera persona del plural contiene, de una manera implícita y sutil, toda una escala de valores dominada por el clasismo, el machismo, el culto al éxito y el dinero, así como el desprecio por todo aquel que no sea nosotros, que queda rápidamente humillado, apartado, ninguneado. Esa Bildungsroman que contiene La edad media tiene su continuación en las otras dos novelas que forman el 3x1. Una de ellas está narrada íntegramente a través de un chat entre uno de los chicos de ese instituto, ya adulto, y su novia. Aquí otra vez Leonardo Cano muestra su pericia narrativa al dominar perfectamente la técnica de la elipisis. El lector asiste a los mensajes cruzados de estos dos jóvenes adultos, pero el autor nunca cae en lo obvio de ir dosificando torpemente la información al lector, sino que respeta absolutamente la esencia del chat, dejando que los mensajes cruzados vayan girando alrededor de la elipsis central. En ese hueco no narrado, referido siempre tangencialmente a través de mensajes amorosos, la ideología que el nosotros del colegio había imprimido a sus estudiantes aflora continuamente en la madurez de los mismos.
La tercera novela del pack utiliza, para relatar la historia adulta de otro de los estudiantes de ese colegio, un narrador completamente objetivo, frío, que nunca entra en el relato de emociones o pensamientos de su protagonista. Es este un tipo de narración que puede recordar a Easton Ellis, y donde una vez más Leonardo Cano se muestra firme, respetando siempre de forma escrupulosa la perspectiva y la voz que ha elegido y, que una vez más, no deja de ser un reflejo de aquella ideología del nosotros del colegio religioso privado. Para terminar, solo diré que estamos ante una de las mejores novelas publicadas este año, con el agravante de que es un debut, y que nos deja deseando ver qué será lo siguiente que nos entregue este autor. Además, con esta novela, Candaya se consolida como la editorial con más olfato para descubrir nuevos talentos y sigue engrosando un catálogo plagado de aciertos.
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SERGIO CHEJFEC. ÚLTIMAS NOTICIAS DE LA ESCRITURA (Jekyll & Jill, Zaragoza, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR El escritor argentino Sergio Chejfec nos plantea en este ensayo una serie de cuestiones sobre la escritura en su sentido más literal. No debe pensar, quien lea el título, que esta obra va a tratar el tema de la escritura como creación de textos literarios: no se tratará aquí (no exclusivamente) de la escritura como creación literaria, sino de la escritura como actividad humana en sus aspectos más materiales: escritura manual, escritura mecánica, escritura informática… He dicho arriba que el autor plantea cuestiones, y no era una fórmula vacía. Chejfec no escribe este ensayo según el modelo “demostración de una tesis central con una serie de argumentos y ejemplos”. El libro (y en ello reside el encanto y la riqueza de este texto) se convierte en un recorrido sinuoso que, en torno a un tema central (los cambios en el hecho material de la escritura), va abriendo puertas, mostrando posibilidades de reflexión que aparecen como paisajes. Paisajes que estaban ahí, delante de nuestras narices, de nuestros teclados o nuestras libretas, y que no habíamos sido capaces de ver hasta que el autor nos los ha mostrado. Para los que conozcan su obra narrativa: es un libro de Sergio Chejfec. Cada lector encontrará más estimulante o interesante un territorio u otro de los que el autor muestra. Estoy convencido de que no habrá dos lecturas iguales de este ensayo, y que ciertos temas serán olvidados por algunos lectores y, en cambio, serán considerados como centrales por otros. Del mismo modo, por esa ausencia de jerarquía que rige la obra, aquellas cuestiones que más interesen al lector quedarán sin respuesta, con una sensación de querer saber más sobre ese aspecto, de profundizar un poco más en ese territorio recién abierto. Pero ya será nuestro trabajo: el de explorar esas tierras en las que Chejfec simplemente se ha limitado a descubrir y bautizar, pero sin colonizar. Al autor argentino le gusta la estética (así lo atestigua su obra narrativa) del paseo. Y así ocurre también con este ensayo, en el que él aparece como protagonista, como escritor que ha manejado todos los materiales de escritura y de lectura a lo largo de su vida. De hecho, el motivo central (y portada del libro editado con el mimo y cuidado a que Jekyll & Jill nos ha malacostumbrado) es el encuentro, en uno de esos chejfecianos paseos, de una libreta que compró y en la que se dedicó a anotar cosas. Cuando parece que esa libreta, y su relación con ella, con la escritura manuscrita y anotadora, va a ser la auténtica protagonista del libro, esta desaparece. O, al menos, desaparece de nuestra vista, pese a que actúa como un talismán oculto. Quien no desaparece nunca para entregar el texto a la voz impersonal y objetiva del ensayo es el autor. Una fina línea de anécdotas y experiencias autobiográficas va salpicando el texto. Todas ellas relacionadas con los “temas” de la obra: así, vemos a un joven Chejfec copiando a mano relatos de Kafka, con la intención de apresar en la materialidad de la escritura aquello que el acto intelectual de la lectura no conseguía retener. Y luego vemos a Chejfec paseando por una exposición de Tim Youd, consistente en mecanografiar novelas canónicas sobre una sola hoja, hasta conseguir un ilegible objeto lleno de tinta, en el que se supone que está contenida toda la novela. Eso, por poner solo un ejemplo, de los muchos que podrían citarse para ejemplificar la estética de este ensayo: obra en proceso, que anota, que nos muestra los mimbres con que se ha realizado, que no limpia el texto para mostrarnos la pureza de los temas y la reflexión sobre los mismos. Esa libreta, que desapareció pese a que el autor nos advirtió de que era central, está, efectivamente, en todas las páginas, en ese escribir dudando, tachando, mirándose a sí mismo, a su historia, y a la historia de la escritura, en ese mirar lo que le rodea anotando. He advertido arriba de que cada lector encontrará su tema en este ensayo. Se podrá elegir entre el subrayado como lectura apropiadora, la copia de textos, la historia de las máquinas de escribir, la relación del arte conceptual con la escritura, la lectura y la impresión, por citar solo algunos. El que a mí me ha parecido central (aun sabiendo que es difícil elegir un centro en esta obra) es la distinción o comparación entre la escritura manuscrita, la escritura mecánica, y la escritura digital. Las escasas conclusiones que nos ofrece Chejfec vienen de estas comparaciones, con algunas tan acertadas y llamativas, como la que le lleva a asemejar la escritura digital con la manuscrita, por encima de la mecánica, en virtud de la facilidad que comparten las dos primeras, a diferencia de la materialidad de esta última, caracterizada por una técnica pesada, llena de artilugios, de golpes de tecla y martillo sobre cinta y papel. Pero, como concluye el autor, «ahora, al contrario, el procesamiento de palabras es de tal modo táctil que aparenta ser una faena completamente alejada de una idea de manipulación, y resulta casi abstracta por la extrema impasibilidad de la que puede predicarse, como el movimiento sutil de la mano cuando dibuja una letra sin pensarlo». Es muy de agradecer que no haya la previsible complacencia en la nostalgia que muchos lectores pueden estar ya prefigurando; no encontraremos el típico y lamentable oh, escribir a mano, eso sí que era escribir, y no esto de los ordenadores. Olviden eso. Si conocen la narrativa de Chejfec, ya saben que no lo encontrarán. Vale, sí, antes se escribía a mano, y luego en máquinas de escribir, y ahora en una pantalla que procesa textos. Lo interesante no es una añoranza de unos tiempos pasados que siempre fueron mejores y más cerca de lo original (1). Chejfec evita ese tópico y nos plantea cuestiones realmente interesantes. Por ejemplo: la dualidad materialidad/inmaterialidad de la escritura en su relación con la misma esencia elusiva, anti-presencial del lenguaje. Y sí, gana (es un decir, claro) la escritura electrónica: «Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física. Como si la presencia electrónica, al ser inmaterial, se hermanara mejor a la insustancialidad de las palabras y a la habitual ambigüedad que muchas veces evocan». Esa reflexión le lleva a algo que me ha parecido lo más interesante de este ensayo: a una propuesta (que no desarrolla, ya dijimos lo de abrir puestas y, simplemente, mostrar paisajes) que lleve la propia inestabilidad e inmaterialidad de la escritura electrónica a un terreno estético. Él habla de la pensatividad de la escritura, y establece una oposición entre la escritura impresa y la escritura no impresa: manuscrita o digital. Considera que el texto impreso es el de lo categorizado, clasificado, fijado y jerarquizado («las jerarquías y las huellas ciertas, propio de la impresión gráfica, de los archivos, catálogos o clasificaciones, y de la organización material de las cosas») y hace una reivindicación de lo inestable, de la duda, de la relación de la escritura con un terreno pantanoso y cambiante. Evidentemente, si conocen la narrativa de Sergio Chejfec, sabrán que está intentando definir su peculiar estética a través de esta reflexión de la inestabilidad de la escritura no impresa: «quizás una de las pocas opciones de una escritura que busque preservar su aliento primario de pensatividad sea transfigurar una voluntad gráfica alternativa (lo manuscrito, lo digital) en operaciones y modulaciones estrictamente narrativas, relacionadas con la composición literaria en su sentido más constructivo, que reflejen la hesitación propia de toda escritura, de por sí con tendencia a ser siempre inestable (…) se podría identificar una pelea más o menos silenciosa entre ambas concepciones de escritura. En términos generales, una asertiva (la fijada físicamente por las instituciones vinculadas al libro y a lo impreso), y otra no asertiva (de un carácter más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico)».
No desarrolla este tema: ahí deja la puerta abierta. Su obra narrativa es un paisaje que se identifica mucho con esa propuesta de una escritura pensativa. Y también este ensayo, este Últimas noticias de la escritura, en el que no ha vuelto a aparecer la libretita protagonista, pero que volvemos a ver en la portada, cuando cerramos el libro; y entonces entendemos que sí, que estaba ahí, que todas esas páginas han sido como anotaciones manuscritas, que ha intentado en este texto impreso, una estética de lo fluido, de lo inestable, de la anotación mientras se pasea, se lee, se subraya, se contempla, se piensa, se vive o se escribe. _______ (1) Pero el tema de lo original también está presente, y mucho, en este ensayo. De hecho, hay toda una reflexión sobre la necesidad (¿casi innata?) de recuperar algo original, algo que estaba al principio aunque ya no esté y cuya ausencia define muchas formas de presentar y vender la escritura: véase cómo los procesadores de texto imitan la hoja de papel que ya no existe; o cómo las editoriales venden facsímiles y todo tipo de ediciones en que la letra manuscrita y original del autor viene a salvarnos de su ausencia. KATY PARRA. DELIRIUM TREMENS (Raspabook, Murcia, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Delirium tremens, de la poeta Katy Parra (Murcia, 1964), es la primera entrega de la Colección Malanoche, una ambiciosa iniciativa de la editorial Raspabook, consistente en la edición de antologías personales de algunos nombres ya consolidados de la poesía española actual. La edición está limitada a 171 ejemplares numerados, y Toño Jerez es el director de esta colección que toma el nombre de su programa radiofónico. Katy Parra recorre en Delirium tremens sus cinco libros publicados (Síntomas de olvido, Espejos para huir hacia otra orilla, Coma idílico, Por si los pájaros y La manzana o la vida) y completa el volumen con una breve colección de poemas llamada Carteles de trastienda (Premio de poesía de humor Jara Carrillo) y con un conjunto de veintitrés inéditos escritos entre 2010 y 2015. No voy a detenerme a realizar un análisis diferenciado de cada una de las siete partes de este libro. En primer lugar, porque nos llevaría a un terreno más cercano a lo académico que al de la reseña. En segundo lugar, porque hay una unidad estilística y temática que permite leer esta antología como un solo libro, sin que el lector aprecie saltos o vaivenes al pasar de una parte a otra. Parece que Katy Parra tenía muy claro qué debía ser su poesía ya desde su primer libro, y para ella la poesía es, ante todo, honestidad, rigor, precisión y lucidez. No hay grandes alardes técnicos, pero sí una precisión métrica que se mantiene fiel a la tradición del heptasílabo y el endecasílabo, sin caer en la superstición del contador de sílabas, dejando que el sonido fluya con naturalidad entre el verso libre y el verso blanco. El personaje que aparece tras la lectura de Delirium tremens es el de alguien que, ante todo, se mira a sí mismo, se analiza y se juzga, sin adornos, sin poses aprendidas, y que asume su dolor como un apellido, como un órgano más de su cuerpo: «Alma todo hacia dentro / hacia afuera la muerte y la derrota». Katy Parra se muestra como una poeta haciendo sombra. Hacer sombra es un entrenamiento de boxeo: el boxeador se planta frente a una pared para enfrentarse a su propia sombra, para luchar con esa imagen de sí mismo proyectada en la pared. Hay mucho de ese ejercicio en este magnífico libro. Derechazos lanzados a su propia mandíbula, intentos de zafarse de los golpes que esa íntima oscuridad que la persigue eternamente le lanza una y otra vez, y que son encajados con orgullo y con ironía de buen perdedor. Nadie puede vencer a la sombra. La victoria está en la manera de enfrentarla y está, sobre todo, en la manera en que aprendemos a mirar luego hacia fuera, hacia el mundo, con el recuerdo de los golpes dados o encajados: «Adónde acudirán / ahora tus palabras? / ¿Contra qué oscuro cielo / vomitarás tu ira? // Sin tregua, sin testigos, / sin oración ni dios que te libere, / tu boomerang retorna / con más fuerza si cabe / de la que lo arrojaste contra el mundo». Digna iniciadora de una colección llamada Malanoche, Katy Parra se mueve desde su propia noche hacia la oscuridad del mundo y viceversa: «En noches como ésta / los balances no ayudan demasiado. / Los recuerdos te escupen a la cara / y desde algún lugar del corazón /te arrojan trapos sucios. / No grites. A estas horas / no ha de escucharte nadie. // Sería preferible / que a golpes de martillo / desclavaras tu culpa de las cosas que amas. // No busques una excusa para retroceder /ni pongas esa cara de perro apaleado. / La noche te ha elegido y eso es todo. / Sabes que no hay salida de emergencias». Cuando, desde la oscuridad de su guarida, junto a sus gatos, mira hacia la calle, es el mundo el que recibe sus golpes: certeros, afilados, demoledores. Sabe el boxeador, entrenado en la imposible lucha contra su sombra, que tampoco pueden sus pequeños puñetazos derribar a un rival tan duro como el mundo; pero en su esencia está el mirar como quien golpea, como quien busca el punto débil y lo ataca con precisión: «La vida es una puta caprichosa. / Primero te convida a sus habitaciones, / después, sin previo aviso, se desdice / y te deja plantado, / con el alma en un puño / como un triste payaso sin oficio / y con los pantalones por el suelo». A veces se siente el peso de la derrota, la tentación de la renuncia, al reconocer lo inútil del empeño: «Renuncio a la ceguera permanente / de cuantos no disponen de sus lágrimas, /de los que no se atreven a levantar la voz / y renuncio también / a este trasfondo inútil de palabras / que quieren defender lo indefendible». Pero el espíritu de lucha siempre permanece, como permanece una actitud de compromiso y de denuncia que unas veces lanza elegantes golpes que dignifican al luchador: «Detrás de las paredes que nos roban, / quedarán encendidos los retratos / de los que defendieron con su vida / nuestro derecho a ser / humanos en un mundo de escombro y cataclismo». Otras veces, el boxeador, cegado por la ira y por el ataque brutal del enemigo, se viste del Miguel Hernández de trinchera, y se lanza a golpear enfurecido y sin control para humillar al adversario: «Señores y señoras: / Gusanos y gusanas del fascismo, / esta noche levanto mi puño con orgullo / y grito, ¡basta ya! / Nosotros no nos vamos a rendir. // Señoras y señores: / ¡váyanse ustedes a la mierda!». Es un ejercicio de locura: hacer sombra, hacer poesía. Desdoblarse, mirarse a sí mismo como a otro; hablar solo, alejarse de uno mismo, mirarse y juzgarse sin misericordia. Hay mucha locura en Delirium tremens. Hay miedo a la locura, a la soledad de vivir pegado a una sombra que te habla y te golpea: «Reconozco que ya no reconozco / quién es ese fantasma / que invade los espejos / y mis habitaciones». Y hay también una ironía que el púgil ha elegido como arma defensiva frente al combate amañado que es vivir y ser consciente: «¿Viaja en este tiovivo algún psiquiatra?».
Y hay también amor, y delicadeza, porque hasta el más aguerrido boxeador se quita de vez en cuando los guantes para acercarse al otro que promete una caricia. Hay amores que empiezan («Eran las tres en punto, / pero pudo haber sido cualquier hora. // Primero confundí tus manos con las mías, / después supe que todo / era ya irremediable. // Azul, contra la espera más azul, / amanecí en tus ojos, / inundada de pájaros».) y (muchos) amores que terminan («Solo somos dos sombras, / que, contra la pared / y a la luz de las velas, / perfilan su derrumbe»). Y hay silencios de amores rotos («La tarde se me ha puesto / romántica y lasciva. / No me atrevo a llamarte, / pero he puesto tus fotos / frente a mí, en la pared. / No quiero morir sola».) y de engaños, y conversaciones donde el amor termina («Lo siento —me dijiste—, / y la tarde cedió como una sombra / buscando su destino entre el escombro».) y recuerdos de amores que ni siquiera llegaron a ser. Y hay, sobre todo, una poesía sincera, visceral e irónica («Si supiera qué hacer con mi vida, no la tendría, / la habría subastado o malvendido. / La habría canjeado por canicas azules o tal vez / por una cafetera. / Cualquier cosa que sirva para huir, / por ejemplo, una escoba».) que encuentra una voz totalmente personal, que no original. Habrá quien piense en Blas de Otero, en determinado poema, especialmente en aquellos que recurren a la simbología religiosa: «Esto de andar a ciegas con la fe / me está dejando el alma en carne viva». Habrá quien piense en Ángel González cuando Katy Parra mira la sociedad para darle fuerte a sus defectos con sus ganchos de ironía: «FELICIDAD: Imprevisible dueña de los cuentos / que acaban en un baile de salón con música y perdices. / Muchos te llaman Gloria, Amor, Luz o Esperanza, / pero yo te llamo puta —con todos mis respetos—, / porque me dejas sola cuando te da la gana, / sin un maldito beso que llevarme a la boca». Pero todas esas influencias son solamente las fibras que forman un músculo que trabaja para dar sus propios golpes, y su forma de golpear es única, y merece la pena entrar en esta batalla, aunque salgamos con algún ojo morado. ANDREA AGUIRRE. EL MAPA DE LA EXISTENCIA (Tigres de Papel, Madrid, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Andrea Aguirre, de cuyo anterior poemario ya hablamos aquí, (http://elcoloquiodelosperros.weebly.com/la-biblioteca-de-alonso-quijano/la-infancia-suicida-de-veronica-que) acaba de publicar en la editorial Tigres de Papel su último libro, titulado El mapa de la existencia. Si lo comparamos con el anterior, se aprecia un cierto apaciguamiento en su voz poética. Donde en La infancia suicida de Verónica Qué había desesperación, surrealismo, y una composición sinfónica de poema único, de largo aullido visionario e introspectivo, aquí hay más orden, más reposo. Este proceso de madurez se concreta, a nivel formal, en un paso de la abstracción a la figuración, una vuelta al poema “con tema”, de extensión más breve. También se abandona el versículo y el poema en prosa para usar un verso libre de ritmo más pausado. El “mapa” que Andrea Aguirre nos invita a recorrer divide su territorio en tres grandes regiones: “El lenguaje y la luz”, “La intimidad de la lluvia” y “El secreto de los pájaros”. La primera parte (“El lenguaje de la luz”) está dominada por una idea general de desamparo, de desahucio, de abandono y de orfandad. Es un territorio inhóspito del mapa, pero es completamente nuestro. El primer poema de esta sección se titula ‘Linaje’, apuntalando ya desde el principio esa idea de que la voz poética se considera hija y heredera de la ausencia y del dolor; se sabe también huérfana y descendiente de la muerte: Existe un dolor inexplicable cercano a los relojes / y a las mantas de lana. (…) Todos los dioses se marcharon / hace siglos: somos niños en ayunas, / y así continuamos la existencia / muriendo en pañales. En este “páramo” del mapa, la voz poética habita profundamente el desamparo, con un tono que evita el dramatismo pero que no rehúye el dolor, sino que lo hace propio y esencial, hermano de la palabra y memoria, asumiendo el abismo como sustento: No hay suelo sobre el que sostenerse / en este cieno profundo, recordando incluso en su visión oscura al Lorca de Poeta en Nueva York, en versos como: Hay un naufragio consumado / en todos los amaneceres. // Ya nadie podrá nunca resarcir / al animal más triste de la Tierra. Los habitantes de esta inhóspita región, tan cercana a la muerte, son, por supuesto, hermanos de los fantasmas: Así descorren las cortinas los fantasmas / para observar los aviones desde el limbo. El título del poema del que se han extraído los versos anteriores es ‘Desahucio’ (otra vuelta al 27, ahora es inevitable pensar en el poema de idéntico título de Sobre los ángeles de Alberti). Y esa sensación de haber perdido el hogar (si es que alguna vez se tuvo) es constante en esta parte del libro, en esta oscura región del mapa. El gran logro Andrea Aguirre es conseguir que esa oscuridad no aparezca como lamento estéril, sino como reconocimiento de un ser esencial. Es nuestra región natal, la luz en la que aparece nuestro ser, la del lenguaje, legítima herencia de la ausencia: Los muertos nos ofrecen la existencia / en un pacto sagrado y ancestral / entre el tiempo, la palabra / y la memoria. La segunda parte, “La intimidad de la lluvia”, es la región luminosa de este mapa. Frente al desahucio y el abandono, aquí hay “refugio”; frente al páramo y el desierto, aquí hay lluvia, una lluvia que riega el árido territorio anterior y lo hace fértil, habitable. Se trata de la región del amor y el encuentro en el presente. Aquí el cuerpo, la sangre, la piel, dan pie a un nuevo lenguaje, hecho de amor y de presencia y que deviene refugio frente a toda esa desolación anterior. Abunda, como es habitual en toda poesía amorosa, el nosotros y el tú. Esta región amorosa es también la estación del presente, la estación de la lluvia y de todo aquello que es vida: la sangre, el cuerpo, todo lo que existe en el instante y está vivo: Esta lluvia intacta es el camino, / y así te amo, / como aquello que devuelve a la mirada / la alegría de ser alguien que vive. La lluvia se convierte en símbolo que recorre todos los poemas entregando su carácter de acontecimiento cercano y presente, frente a la ausencia que en la parte anterior caracterizaba todo lo que se ha buscado como sustento para el ser del hombre y su lenguaje: Pero el amor no es un asunto de dioses, / sino de entrañas y lluvias. Además, el amor cumple también una esencial función de expiación y absolución de culpas: Yo seré la voz clemente que te absuelva / y te demuestre la certeza de la lluvia. Como si tanto el “yo” poético, como el “tú” amoroso se hubieran encontrado en algún punto desolado de este mapa, donde el amor, y la lluvia (un nombre del amor en este libro) se convierten en aquello que lava la suciedad y la memoria, la culpa y el pecado: Lavaré tus pies desnudos con mis ojos / y de nuevo dormiremos sobre una tierra íntegra / sin dios, sin pena / y sin culpables. La lluvia y las lágrimas pueden fundirse en una sola imagen salvadora. El perdón es la aceptación necesaria para poder habitar el presente, y ese perdón necesita ser ofrecido por otra voz: Cargaré tu culpa antigua a través de los tiempos (…) / Cargaré tu culpa antigua. Borraré / tus huidas, tus fracasos y tus lágrimas. (…) Cargaré tu culpa antigua con mi llanto, / será el agua que te escueza en las heridas / y sabrás que nada hay imperdonable. // Cargarás mi confianza en tus bolsillos / y serás de nuevo libre para amarnos / bajo el peso de los años y de los muertos. La pareja se convierte, tras aceptar las culpas y el pasado, en un presente divino, inmortal: Mirar las estrellas no es lo mismo / desde que somos tan inmortales. […] Tú y yo seremos aquello / que dios quiso crear en un principio. La tercera parte, “El secreto de los pájaros”, levanta el vuelo sobre el mapa. Hay una tentación que nos llevaría a interpretar la primera parte como un pasado del yo poético, la segunda parte como un presente amoroso del yo poético más un tú, lo que casi nos obligaría a considerar que la tercera parte, por imperativo lingüístico, sería la región del mapa correspondiente al futuro. Sin embargo, esta tercera parte no tiene la unidad que mostraban las dos anteriores, y consiste más bien en una mirada general sobre el mapa de la existencia. Se celebra la conquista de ese espacio (Esta es la casa que quiero para nosotros. / Los cantos de las madrugadas. / Tus dioses en sus refugios. / Mis añejas lágrimas. / Los ritos del despertar. / Nuestra desordenada risa.), pero también aparecen sombras, dudas, inquietudes: Lo que más me da miedo es no saber / si la traición, en realidad, / es una trampa / o una derrota. Hay aquí una poesía más reflexiva, con una mirada en parte hacia el futuro y también hacia el pasado. Se trata de una mirada situada en un espacio poético, desde el que valora y sopesa la vida, la existencia y la posibilidad.
Destaca en esta última parte la idea de lo posible: la nostalgia del pasado vivido y del no vivido, la muerte, la mirada sobre el mundo como un mapa sin coordenadas que se va desarrollando y ofreciendo cosas que son o que no son, se viven o no se viven. En este sentido, el poema titulado ‘Mapa’, central de toda esta última parte, es la mirada al exterior, al mundo entendido como mapa de todas las posibilidades, con una anáfora (En todos los lugares…) a la que siguen unas imágenes, preferentemente duras, visionarias, que pintan un mapa de dolor y de injusticia: En todos los lugares una madre llora por un hijo muerto / y teje flores secas para su cama desierta / donde ella habita ausente desde entonces. (…) En todos los lugares un amor es derrotado y se desgaja. / Y una planta palidece en un salón insípido / o en la mesa desahuciada de la cocina. ‘Universal’ y ‘Planeo’, los dos poemas que cierran el libro, ejercen esa responsabilidad con solvencia y maestría, ofreciendo en el primero una mirada que sobrevuela el mapa, el mundo, llenándose, tanto la mirada como el lector que terminan el recorrido, más de preguntas que de certezas: preguntarás / para qué hemos venido / tristes cantos tantas tardes / en los rincones de los viejos sitios / que nos rompían los ancestros / somos carne de pájaros / carne de todo aquello que sobrevuela (…) somos nada más que nada / en esa nada nuestra esa nada / y para qué / para qué hemos venido. ‘Planeo’, el último poema, se atreve a revelarnos “El secreto de los pájaros”, que es al mismo tiempo una poética y una metafísica. Hay en estos versos una misma forma de entender la vida y la poesía: la de alguien que ha recorrido el mapa desde el desierto de los dioses y el abandono de todo fundamento hasta la presencia cierta y palpitante del amor. A ese amor se agarra, aceptando una entrega al otro, al mundo, al vacío donde es posible el vuelo: Toda la angustia del mundo se concentra en nuestro abrazo, / sedante que nos salva de todas las quemas. (…) Vivimos desplegando nuestras alas azules / y confiamos a ciegas en que el viento sople siempre / en cualquier dirección. / Este es el preciado secreto de los pájaros. JAVIER MORENO. LA IMAGEN Y SU SEMEJANZA (La Garúa, Barcelona, 2015) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Este libro reúne en un solo volumen once años de obra poética de Javier Moreno. Si bien, gracias a sus últimas novelas (Alma y 2020), muchos conocen al autor como uno de los grandes renovadores de nuestra narrativa, este libro viene a recordarnos que, sin duda, estamos también ante uno de los poetas más interesantes de la poesía española del siglo XXI. Cuatro de los seis poemarios recogidos en este volumen ya habían sido publicados (La elocuencia del azar, Cortes publicitarios, Acabado en diamante y Renacimiento) y otros dos (Recuerdos de nube y Cifra o arena) ven la luz por primera vez. En el prólogo, el propio autor nos advierte de que no se trata de unas obras completas, sino de una selección realizada por él mismo. También advierte de una organización cronológica inversa, poco habitual en este tipo de selecciones: va desde el 2009 (Renacimiento) hasta 1998 (La elocuencia del azar), en lo que se puede considerar, siguiendo palabras del propio autor, un intento de reconocerse a sí mismo yendo hacia atrás, hacia el origen. Para su análisis crítico, yo dividiría este volumen en dos partes. El Javier Moreno del siglo XX, con sus libros del 98, 99 y 2000 por un lado, y el Javier Moreno del siglo XXI, con sus libros de 2006, 2008 y 2009 por otro. Quien no haya leído nunca a este poeta, puede agradecer a La Garúa la posibilidad de tener en uno solo tres libros que, sin lugar a dudas, estarían en mi “top ten” personal de lo que llevamos de poesía del siglo XXI: Cortes publicitarios, Acabado en diamante y Renacimiento son tres joyas imprescindibles. Los que ya hayan tenido la suerte de leer esos libros, encontrarán aquí una excusa para releerlos, con el placer añadido de conocer al Javier Moreno del siglo XX, muy diferente del poeta que es en el XXI, pero como insinúa el autor en el prólogo, con unos temas comunes que iremos viendo a continuación. Pero empecemos por el principio, es decir, por el final, por el siglo XXI. En Renacimiento y en Cortes publicitarios leeremos un tipo de poesía que, por su originalidad y coherencia, solamente puede calificarse de (con perdón) “moreniana”. Una poesía ambiciosa y arriesgada, tremendamente coherente, que se atreve a mirar la realidad sin aceptar su sentido dado, evidente, y que en un ímpetu claramente filosófico (y lírico, si alguien lo considera incompatible, tiene una idea muy pobre de la poesía) apela nada más y nada menos que al origen, al pensamiento del ser y del sentido de la realidad, en una experiencia estética que busca la emoción en el descubrimiento de la grieta temporal y ontológica de toda representación. Y todo esto de una manera plenamente contemporánea, disfrutable por el lector medio, sin que sea requisito obligatorio conocer las obras completas de Heidegger. Lo que tienen en común estos dos libros es una técnica poética que responde a una filosofía: una técnica que podríamos llamar deconstructiva, según la cual una imagen hace referencia a otra imagen, que puede a su vez hacer referencia a otra imagen. Se puede entender como un neobarroco, mezcla de conceptismo y culteranismo: hay un barroquismo del concepto, de la imagen, y de la referencia, que juega tanto con la mitología como con la ciencia y con la filosofía. Se resume todo en la imagen, en el juego de imágenes y de metáforas que se contienen unas dentro de otras. Pero no de una manera puramente ornamental, ni lúdica, ni pedante. No se trata de jugar para apabullar al lector, sino de mostrar esa cadena de imágenes que somos nosotros, que es la realidad sin origen (esa puesta en escena) que habitamos. Si nos fijamos en el primer poema de Cortes publicitarios, se puede observar con claridad. Se titula ‘Himno a George Eastman’. G. Eastman fue el fundador de Kodak, el democratizador de la fotografía popular y portátil en cuyo seno vivimos ahora de una forma casi enloquecida, con o sin paloselfie. En los primeros versos cita a Daguerre como pionero de la fotografía, pero inmediatamente después salta a Aristóteles para recuperar su «no es posible pensar sin imagen». A continuación cita el Mercurio necesario para el proceso químico de la impresión luminosa, pero Mercurio no solo es el nombre del elemento químico, sino también del dios mensajero, («mediador entre lo visible y lo invisible»). Las analogías se fundan en sí mismas. Es decir, que no es una relación simbolista basada en percepciones sensoriales, sino que se nos muestra con estas aparentemente sorprendentes uniones, que la realidad misma es metafórica y analógica. Que la imagen está en el origen, sobre el origen, mejor dicho, sobre su abismo, y que las imágenes se transforman y mutan eternamente, dándose fundamento unas a otras: nombres, imágenes, fantasmas, sin los que es imposible pensar. De Aristóteles a Daguerre, a Kodak, a la fotografía digital, todas las técnicas de creación y reproducción de la imagen pasan por el poema, pero al final (spoiler) siempre aparece la ausencia sobre la que se funda toda imagen y todo signo: «usando el zoom puedo aproximarme / a tu rostro(…)hasta el negro abisal de la pupila / Y ahí acaba todo / y empieza tu ausencia / desbordando píxels y pronombres». Para terminar con Cortes publicitarios hay que señalar que el mundo de referentes que fundamenta el libro es, como indica el título, la publicidad, la imagen por excelencia del mundo contemporáneo de las sociedades occidentales capitalistas. La publicidad, que se basa precisamente en el dominio de la imagen, en el poder que tiene la imagen para crear, sobre la nada que es el dinero, o el deseo (ausencia pura), la compulsión consumista, un mundo, un significado donde el hombre se sienta representado, explicado. Coca Cola, Nike, Mercedes, Christian Dior, Private, Bayer, Telefónica, Lucky Strike, son los héroes que protagonizan estos pindáricos himnos que pretender cantar nuestro siglo a través de sus imágenes. Es decir, de su mitología, de las imágenes y nombres que determinan el espacio en el que la realidad cobra sentido, el espacio al que las palabras y los nombres se refieren. La presencia casi constante de la mitología clásica asomando por detrás de los nombres, de las imágenes y de los anuncios de nuestra contemporaneidad, quiere insistir en esa necesidad de crear una mitología, un conjunto de dioses o de imágenes poderosas sobre las que siempre se ha explicado el mundo. Y la marca, la imagen de marca, es sin duda la manera en que el siglo XXI se explica a sí mismo. No obstante, no hay que pensar que Cortes publicitarios es un libro de crítica sociológica o puramente ideológica. Las asociaciones de imágenes infinitas con que juega el autor devienen casi siempre en profundidad, sitúan lo temporal de una época en lo intemporal del ser humano y su relación con el propio ser. Esto se muestra de forma magistral en el poema ‘Top manta’. El fenómeno de la falsificación del “top manta” le vale al autor como excusa para iniciar una reflexión sobre la reproducción más allá de Benjamin, y de ahí entra en su gran tema, el que recorre toda su obra: la relación entre original y copia; la diferencia, en definitiva. De manera que el poema, que había comenzado haciendo un apunte social sobre la caída de las marcas como la caída de los dioses, en virtud de su pérdida de aura de originalidad y exclusividad por la reproducción masiva y democratizada, se convierte de pronto en una reflexión sobre la ausencia, llegando a identificar genialmente, en los últimos versos del poema (spoiler) “madre” y “ausencia” como sinónimos: «Lo aprendemos en la cuna / la primera vez que lloramos / y no acude el pecho. Entonces / madre y amor dejan / de ser tibieza próvida / solo palabras, otra manera / —la más cruel, quizás— / de llamar a la ausencia». Renacimiento juega con la misma técnica poética, pero esta vez el mundo icónico no es el publicitario, sino el que el título indica: el Renacimiento, especialmente la pintura y la escultura de ese periodo. El yo poético que enuncia es, no obstante, una conciencia del siglo XXI, una mirada de turista, que abre la perspectiva del tiempo y de la recepción e interpretación contemporánea de dichas imágenes. Una mirada en que todo es analogía, todo es significante, todo está relacionado con algo anterior, que tiene historia: la ausencia del tiempo pesando sobre la imagen original, significante sobre significante en una huida eterna que siempre posterga el significado o lo resume en la carne, en la sangre, en el olvido, en la ausencia: «Piensa en esas estrellas de cine que / muestra la pantalla (otra ventana) / que al igual que las del cielo / ya no existen // Y que sin embargo iluminan nuestras noches». Atendiendo al título del libro (Renacimiento), y a la técnica filosófica del poeta, es inevitable recordar lo que Foucault decía sobre el Renacimiento. Este decía que lo propio del lenguaje renacentista era su carácter de comentario. El lenguaje era un ser más de la realidad (que no sólo incluía la percepción, sino también otros textos. Ejemplo: cuando se escribía un tratado sobre una planta, no se limitaba a la descripción de la planta y sus propiedades; lo que Aristóteles había escrito sobre ella era un elemento más del nombre de esa planta), y la realidad era un gran texto que los textos-comentarios pretendían descubrir o revelar, llevados por la seguridad de un fundamento superior que daba sentido al texto-mundo divino. Pues bien, esa idea del lenguaje como “comentario” está aquí plenamente presente. No obstante, se añade la perspectiva derrideana: nada fundamenta el texto; el comentario es siempre comentario sobre comentario. Eso se ve muy claro en estos poemas, especialmente en los que terminan con ese asomarse al vacío bajo el significante: «Se quebró la analogía / La metáfora es un salto al vacío / sobre la rota red de las palabras». Para terminar con el Javier Moreno del siglo XXI, hay que pasar ahora a Acabado en diamante. Este libro completa la magnífica trilogía, pero con un desplazamiento en el objetivo poético. Mientras que Renacimiento y Cortes publicitarios mostraban el recorrido de las imágenes, el juego de espejos entre significante y significado ampliado por la eterna diferencia del tiempo, de la interpretación, del error y la semejanza, para terminar asomándose muchas veces a ese abismo original sobre el que (no) se fundamenta toda imagen, toda analogía, en Acabado en diamante el foco se pone directamente en ese final, en el origen, en la oscuridad o vacío original que genera el castillo de naipes de la realidad: «La mirada que indaga la ubicua / diferencia de lo uno / consigo mismo // El tajo del vacío». La voz poética recurre con menor frecuencia a lo histórico y lo social. La iconografía básica sobre la que gira todo el libro es la del carbono. Se juega con el carbono como origen de la materia, y aparecen, claro, las variantes, las copias, las formas: el carbón, el diamante, como metáfora de la forma pura y perfecta; el grafito (del lápiz, de la escritura), como variante física del mismo elemento que es la posibilidad infinita, el origen de la palabra y el poema. También está el diamante en los meteoritos, con lo que al origen metafísico de la vida, une el poeta el origen biológico de la vida en la Tierra («Científicos autorizados contemplan la posibilidad de que el germen de la vida viajase en el interior de un meteorito que cayó sobre el planeta, que la vida anide alojada / en algún incierto lugar / entre el carbón y el diamante»). E incluso consigue el poeta convertir el diamante en muerte biológica: «Extremadamente novedosa resulta la posibilidad de fabricar diamantes a partir de las cenizas de los difuntos». Aquí el barroquismo es menor, y dada esa obsesión por insistir en el origen, podemos percibir a veces (salvando muchísimas distancias), a Valente, Juarroz, Hugo Mujica, en algunos poemas («Busca lo oscuro / la transparencia del diamante»; «El silencio que antecede al vuelo / de la flecha / Navega la luz del origen»). Pero hay una diferencia, especialmente con Mujica: no hay un sentimiento místico del silencio y del origen. Lo que encontramos generalmente es la muerte como forma original o final («Todos desapareceremos, aunque sean distintos /los modos de marchitarse») y la ausencia como desaparición («Si el duelo es cuidado y batalla declarada contra el olvido entonces yo podría soñar al fin con tener un oficio. Duelo por todo aquello que me precede.») Las semejanzas con los poetas mencionados, poetas de la ausencia y del origen, aparecen en los poemas más breves, en determinadas imágenes aisladas. Sin embargo el tono y el estilo de Acabado en diamante es totalmente opuesto las más de las veces: poemas en prosa, mezcla de prosa y verso en el mismo poema, poemas planteados como problemas, como ecuaciones, referencias culturales, matemáticas, físicas, referencias históricas y biográficas… todas ellas, eso sí, relacionadas con ese tema central. Por poner un ejemplo muy significativo, la recurrente aparición de Coleridge y su Kubla Kahn, es decir, la imposibilidad de detener la imagen, la ausencia que queda entre lo posiblemente original (el sueño del poema) y la materia verbal resultante: el poema, los fragmentos del poema que giran en torno a la ausencia de la que nace el poema. Al final, la pregunta por el origen («¿Está oscuro / tras la luz, o es la luz / la que anida en lo oscuro?») resulta siempre la pregunta por la ausencia. Y la pregunta por el origen es siempre una pregunta por el ahora. No un origen temporal, arqueológico, sino el origen como brecha eterna de la representación, como abismo eternamente encontrado cuando se cuestiona la relación entre el significante y el significado, entre lo que representa y lo representado: «La realidad / como un castillo de naipes / se asienta sobre lo fantástico». Así, Acabado en diamante funciona en cierto modo como comentario de Renacimiento y Cortes publicitarios, confirmando ese tema esencial que, como sospechaba el autor en su prólogo, puede que aparezca en toda su obra, y que explica el título que ha decido dar a esta recopilación: «La imagen y su semejanza». Haciendo un juego de palabras con el título, podríamos decir que La imagen pertenece a Cortes publicitarios y Renacimiento; que la “y”, es decir, el tajo, la separación o unión, la pausa o abismo que hay en toda representación, en toda imagen o signo, es Acabado en diamante. ‘Su semejanza’ sería la otra parte del libro. El Javier Moreno del siglo XX. Porque si el Moreno del siglo XXI ha conseguido una voz absolutamente propia, inimitable, original, el Javier Moreno del siglo XX es totalmente siglo XX. Es decir, es deudor de una serie de estéticas poéticas que dominaron parte del siglo XX y que se reconocen inmediatamente. Empecemos con ‘Recuerdos de nube’. Este libro puede adscribirse, sin ninguna duda, a ese estilo poético tan importante para la poesía del siglo XX que fue la “poesía pura”. Valèry, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez… todas esas voces resuenan en un libro que cumple los requisitos esenciales de la “poesía pura”: verso corto, poema breve, ausencia de referencias históricas, culturales o sociales, carga semántica máxima de cada palabra, tensión del verso, búsqueda de la esencia, en definitiva, en cada palabra, cada verso y cada poema. Si antes hemos hecho referencia a cierto barroquismo en el estilo del autor, no he podido evitar recordar, al leer este libro, el neogongorismo de Miguel Hernández en su Perito en lunas. En cierto modo, este libro es el ‘Perito en nubes’ de Javier Moreno. Como aquel, se centra en un solo referente: la nube (bueno, Hernández usó más referentes además de la luna, pero se entiende lo que quiero decir). Y sobre ese único referente despliega un soberbio ejercicio poético de transformaciones metafóricas que construyen un universo de imágenes y sentidos a partir de esa imagen central y única. La nube, sus transformaciones, y el poeta. Con esos tres elementos Javier Moreno consigue cuajar un libro excelente, más allá del déjà vu estilístico que primeramente nos golpea. Es un gran libro porque no es un mero ejercicio de estilo, sino que la nube le sirve para desplegar una serie de temas que hemos visto aparecer en sus libros posteriores. La imagen y su semejanza sigue siendo el tema, el hilo de Ariadna, aunque ahora Ariadna se haya vestido con ropa vintage. Así, la nube se convierte en imagen ambigua, generadora de imágenes, símil de la palabra creadora: «Eres perfil del agua / blanco incierto / de la luz la llave cernida / en lo claro / de la tierra: tú siempre / distinta: paradoja pura / de la palabra». Es también, cómo no, imagen de la ausencia: «Pasas sólo pasas / pasas sin dónde / No ahí sino viento / pronuncia tu labio / Pasas y no te olvido / no te olvido / Aquí no estás ya / no estás tú: / ausente de ti». Tenemos, en definitiva, en la serie de variantes que es este libro, en esas mutaciones constantes con que se manifiestan las nubes en el mundo natural, pero también en el de este poemario, una pregunta por la presencia y la ausencia, por el hiato temporal de la representación que abre siempre el espacio de la ausencia: «No basta el rayo / para decir tu presencia / Varado en el extremo / de tu luz espero / tu sombra el trueno / la música del drama / que diga que nada / ocurre en el instante / sino un súbito modo / de la ausencia».
Unos versos de uno de estos poemas pueden ser casi proféticos de lo que luego sería su estética. El amor por la imagen, por el juego de la imagen sobre el vacío, asumiendo ese vacío, dejándolo atrás para amar y entregarse con pasión a la construcción y deconstrucción de imágenes y significados que es su poesía en el siglo XXI: «…amarte / siempre así / copia sin original». Y seguimos hacia atrás, hacia el origen, y seguimos en el siglo XX, bajo el signo de “su semejanza”, para llegar a Cifra o arena, de 1999. Aquí encontramos a Paul Celan como referencia. Poesía pura, más oscura, más unida a la idea de creación, de artefacto abstracto autorreferencial y sustentado solo en la palabra y sus torsiones sobre un espacio de ausencia y nacimiento original: «Esto sea / el envés del cisne / lo azul de la rosa / el disfraz de la cifra / Memorable / pulposo mugrón / del olvido / Lo que no fue sido». Heredero de la vanguardia más profunda, dura y concentrada del siglo XX: de Paul Celan, de René Char, del Vallejo de Trilce, Moreno se muestra en Cifra o arena otra vez magistral. Sigue el lector sintiendo ese déjà vu, pero eso no resta mérito a un libro oscuro, denso y lleno de hallazgos, en el que logra retorcer cada palabra, inventar neologismos sugerentes, y hacer estallar pequeñas bombas de significado, siempre bordeando el pozo de la ausencia, siempre creando imágenes que nos llevan al borde de ese pozo y nos dejan luego con su silencio: «Si dices FLOR / se derrama la llama / de una vela cae / al fondo / del abismo / salpica la luz / que petalea y deslumbra / un qué». Para terminar, en el origen encontramos a un jovencísimo Javier Moreno en La elocuencia del azar, de 1998. Poesía de juventud y de talento. Ecos de los novísimos, de ritmo sincopado a veces, de inteligencia y culturalismo en algún poema, de hallazgos («Ahora lo sabes / El mundo es obvio / Como el canto de un pájaro») y de libertad. A veces recuerda a Martínez Sarrión, otras a Cirlot o a Carlos Edmundo de Ory (véase ‘Meristema’), si bien ya hay un interés, que luego será esencial para su estética, por introducir la fórmula matemática o física como elemento poético, como ocurre en ‘El principio de indeterminación de Heisenberg’. Para terminar con este recorrido, me gustaría insistir en esa imagen central que es el título: La imagen y su semejanza, que recoge perfectamente el tema sobre el que el autor (y la humanidad, podríamos decir) ha hecho girar su obra poética: esa “diferencia” derrideana, ese espacio o tiempo de retraso o de pausa entre lo representado y su representación; esa imposibilidad de un origen sobre el cual realizar copias estables con que entender el mundo. Creo que todo eso lo expresa de muchas maneras, todas ellas geniales, a lo largo del libro; pero el poema en que lo hace de una manera más sencilla, más efectiva y emocionante, puede que sea este, que me permito usar como despedida: «Como un pez fuera del agua / durante el breve instante que dura su salto / vislumbra a un hombre asomado a la cubierta de un / barco / observándolo // Y se sumergen de nuevo / en el mar / en la soledad / infinita del camarote // Donde trenzar el sueño: // Dispuestos en el tapiz / la urdimbre y la trama / fractal del deseo / interpuesto / entre dos nadas». José Óscar López. Vigilia del Asesino (Celesta, Madrid, 2014) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR ¿Se puede escribir un canto épico sobre nuestra sociedad occidental contemporánea, postcapitalista, postindustrial, post-postmoderna? ¿Se puede crear un héroe que a lo largo de las noventa páginas del poemario, conduciendo a 250 por hora, escuchando a Primal Scream, va viendo todas las cosas que nos definen, sin entender nada, en un estado de fascinación esquizofrénica, como si sobre su parabrisas pasara en scroll toda la realidad que somos o fingimos ser? ¿Puede hacerse que este héroe épico sea un asesino, un viajero insomne, Caín, y todos nosotros cuando no podemos dormir? ¿Y, además, se puede poner al lector al filo de un acantilado con los pies sobre el ser de nuestra identidad y nuestra época y, al mismo tiempo, los ojos en el abismo donde desaparecerá y sobre el que ha sido creado? (Advertencia: no lo intenten en casa. Este poemario ha sido escrito por un especialista, José Óscar López, en circuito cerrado. Abróchense los cinturones, disfruten el viaje.) Vigilia del asesino, el último poemario de José Óscar López, es una aventura lírica monumental, arriesgada, excesiva y grandiosa. La contraportada define el libro como «letanía insomne, road movie en verso, largo poema épico y alucinado». De estas tres definiciones es la última, la relativa a la épica, la que más me interesa y en la que creo que reside la esencia y el valor de esta obra. Todo poema épico refleja, a través de su héroe, de su protagonista, los valores de su tiempo, su cultura, su sociedad. José Óscar López, se ha atrevido, nada menos, que a cantar el ser de nuestra época, de nuestra sociedad occidental postindustrial del siglo XXI. ¿Quién es el héroe, entonces, de esta epopeya postmoderna? Todo el libro se sostiene por una voz, por un yo que se va (des)dibujando de forma acelerada y esquizoide a lo largo de los versos. No es un personaje definido, estable. No tiene una personalidad, un trabajo, una nacionalidad, no tiene siquiera un nombre. Es una voz que viaja en coche, en avión, que se mueve a toda velocidad, que no duerme, que no deja de ver cosas. Es un visionario, en el sentido etimológico del término: ve, es atravesado, saturado, bombardeado y emborrachado por imágenes. Así empieza el poema I: Estuve en Singapur, ciudad de rascacielos futuristas / y ganchos carniceros. // Vi mis mascotas preferidas / colgar, en mis paseos. // Vi atardeceres radiactivos. // Y vi a los hombres caminando como zombis / hacia lugares más allá de donde yo podía ver, / con sus costumbres más allá / de toda comprensión. // Demasiado borracho / para sacar ninguna conclusión, / he regresado al dormitorio. // Aviones, dormitorios. Así conocemos a este héroe, así conocemos la esencia de nuestro habitar este mundo. Visionario que no deja de ver cosas y que no es capaz de entender ninguna, siempre toda imagen más allá de toda comprensión. Ebriedad y movimiento perpetuo, desaparición del pensamiento estructurado, de las conclusiones estables para entendernos como sociedad; presente continuo de la fascinación y la imagen sin historia, sin lenguaje: aquí, siempre en el hoy: un presente continuo (…) Viajo, vivo en el movimiento, / en mi flamante coche nuevo, un automóvil / mental. // Si me detengo, moriré. Este personaje-voz-conciencia que ha creado José Óscar. Este asesino insomne y viajero, es el héroe que, dentro de toda su extrañeza lírica, refleja las transformaciones más profundas que se han operado en nuestra identidad dentro de las sociedades capitalistas occidentales. En cierto modo, el héroe épico de esta obra, al menos una de sus máscaras, que son muchas, responde perfectamente (incluso en el uso imaginario del lenguaje) al análisis que César Rendueles hizo sobre esta cuestión en Sociofobia: La modernidad líquida es un entorno extremadamente hostil para quienes aspiran a desarrollar una identidad sólida, una subjetividad continua basada en una narrativa teleológica. El triunfador del turbocapitalismo es profundamente adaptativo: tiene distintos yoes, diversas personalidades familiares, ideológicas o laborales. (…) se ha producido una transformación radical de la identidad personal, es decir, del modo en que nos entendemos a nosotros mismos. Se supone que ya no nos pensamos como un continuo coherente vinculado a un entorno físico y social más o menos permanente. Nos vemos como una concatenación incoherente de vivencias heterogéneas, relaciones sentimentales esporádicas, trabajos incongruentes, lugares de residencia cambiantes, valores en conflicto… El héroe no deja de mutar, de ver, de reflejarse para que nos veamos en él. Hago referencia al título del libro de Rendueles: Sociofobia. Y al único “oficio” conocido del héroe épico de este canto: asesino. Una característica esencial del personaje es la soledad, que tan bien define nuestra esencia (a)social hoy día: soledad, indiferencia, intercambiabilidad de las personas, las amantes, objetualización del otro, que es ignorado o consumido: Porque ya no soy nadie, me avergüenzo / de lo que fui, lo que seré, / de la falta de amor con la que desdeñé / ser alguien, ser cualquiera. // Al fin soy nadie, no te amo y destruiré / a aquellos que amenacen / mi sagrada carencia de emoción, / mi impasibilidad sangrienta y mística. Entonces, a la pregunta inicial, ¿quién es el héroe?, la respuesta ha sido ya dada, vía negativa. El héroe no es nadie, porque no es posible la identidad tradicional que nos define. Ser nadie o ser todos. La indiferencia como tesoro sagrado, aquel que permite seguir viajando, que no frena la velocidad del viaje y las visiones. Esa es nuestra épica, este es nuestro héroe: Porque he logrado ser todos, /cualquier hombre, con la llegada / de una sagrada indiferencia: // otra forma de amor, /más vasta y duradera Pero no solo hemos de preguntarnos por el héroe para entender y disfrutar de este glorioso canto épico. Otra cuestión fundamental es la espacial, histórica, nacional. Es decir, la épica nace siempre ligada a un país, a una nación, generalmente a mayor gloria de la misma. Ya hemos visto que los primeros versos sitúan al héroe en Singapur; pero dos versos después está en Bangkok; diez versos más tarde, en Australia; en otro poema encontramos una ambientación plenamente norteamericana, propia del cine negro, atraído al poema por el tema del asesino; también hay un poema dedicado a La Manga; y veremos bloques de edificios, ciudades sin nombre, muchas ciudades, centros comerciales, muchos centros comerciales, a veces, épicamente convertidos en titanes, en verdaderos dioses en los que reposa lo más sagrado de nuestra civilización (Soñé con un titán y era un sueño magnífico, / su cuerpo era diez centros comerciales: / tendido sobre un vasto páramo, dormía.). Tenemos, en definitiva, una paradoja respecto a la épica, cuya explicación nos ofrece también otra clave de ese ser de nuestra realidad que José Óscar revela a la perfección. Si no hay identidad, tampoco hay Nación, ni hay Estado. Las nacionalidades ya no significan nada, como no lo hace la Historia ni los héroes a ellas asociadas, que contribuyeron a su forja. El viaje de un ser fantasmal e indiferente no acepta un país al que pertenecer, más allá de su propia mirada transparente. Nuestro mundo globalizado aparece en estos versos poetizado de una manera entre indiferente, fascinada, apocalíptica y visionaria. El no-lugar es la nación del asesino. La Manga del Mar Menor, Venecia del futuro. El centro comercial. Sitios de paso, en los que no se reside, rodeados por el mar, acechados por el mar, edificios abandonados por la crisis, también fantasmales, deshabitados, sin alma o sin identidad como el héroe. José Daniel Espejo escribía hace poco un artículo, en el que citaba el libro de relatos de José Óscar López, Los monos insomnes, como otro ejemplo más de la descentralización de las ficciones contemporáneas que abandonan los escenarios centralizados, las grandes capitales, para ubicarse en la periferia: En algún sentido, somos como Atila, donde pisamos, lo que brota es el no-lugar. El escenario intercambiable. El sitio sin atributos. Así es también el espacio que recorre nuestro héroe: hecho de grandes periferias geográficas como el sudeste asiático o de pequeñas y cotidianas periferias urbanas: La Manga, las urbanizaciones abandonadas a las afueras de las ciudades, las promociones en ruinas sin venderse… Un héroe sin identidad recorre un espacio sin nombre, al que uno no puede vincularse, un no-lugar, un centro comercial, una autopista. El sitio sin atributos. Es inevitable comparar, en este, y en otros muchos sentidos, la épica de Vigila del asesino con ese otro canto épico de la poesía moderna como es el Canto a mí mismo de Walt Whitman. No solo arroja luz sobre el género de una épica lírica, no narrativa, que cultiva aquí José Óscar López, sino que nos hace comprender, por oposición, el mundo épico de este libro. Es un viaje no tan largo en el tiempo, pero sí en el ser de una y otra época. En Canto a mí mismo tenemos una épica basada en la afirmación de identidad, en el amor casi místico a la naturaleza, al trabajo, y al hermano trabajador. Tenemos, en definitiva, un yo, un héroe que se define desde el amor, el socialismo o la solidaridad, la ecología, la fraternidad y, por supuesto, la nación, América. Ciento cincuenta años después tenemos a este héroe que también se canta a sí mismo, pero lo hace desde la ausencia de identidad, desde la indiferencia, desde la ciudad intercambiable, el centro comercial. ¿Qué ha pasado en este intervalo para que pueda escribirse hoy una épica como la de Vigilia del asesino? No será nuestro héroe, desde luego, quien responda a esa pregunta: demasiadas visiones, demasiada velocidad y demasiado presente se lo impedirán. Es esta que canta José Óscar López una sociedad líquida, como definió Bauman a las sociedades occidentales capitalistas en las que el Estado desaparece ante el Capital y la Multinacional triunfa sobre la nación y el individuo debe ser adaptable, rápido, indiferente y sin arraigos éticos, políticos, afectivos. Una sociedad de sujetos líquidos y de objetos plásticos: Mi pensamiento es líquido, / dibuja círculos, /evita los pantanos. Pienso en bolsas de plástico. / Recuerdo a mis amantes Pienso en el plástico y mi fácil convivencia / con su entidad flexible Porque amo el plástico, el vinilo, / la vida que reside, con su complejidad, /brillante e inservible, en ese tiempo opaco / que brilla cuando quiere el usuario. Una sociedad en que la velocidad, el movimiento y el cambio, la indefinición de la identidad, privilegian la juventud como el ser supremo del sujeto-usuario-consumidor. La juventud como única identidad significativa en el escaparate del centro comercial, como decía Debord, en su Sociedad del espectáculo. La juventud manda y tiraniza nuestra manera de vernos: madurar es petrificarse en una identidad, un trabajo, una pareja, una vivienda. Hay que ser joven, es decir, líquido, ligero, rápido, cambiante, con movilidad laboral y sentimental total: Borrachos de nosotros mismos, / de nuestra juventud; / sumidos en visiones camino del lavabo, / en visiones magníficas / donde somos nosotros los primeros / en arder. Envejecer es el gran pecado, lo que te convierte en ridículo, en fuera de lugar. No hay viejos en los centros comerciales. Son una extrañeza, una incongruencia: Envejezco, eso es todo, y los colores y las luces / de burgers y avenidas, de ferias y de centros comerciales / se ríen cuando paso, me señalan y dicen: / Míralo, / es otro idiota más, y como todos /envejece. Pero hay mucho más que sociología en Vigilia del asesino. Todo lo anterior sirve para entender solamente una parte de este enorme poemario. Esa voz épico-lírica que nos lleva en su ritmo frenético y alucinado no es un solo un retrato del ser de nuestro tiempo y nuestra civilización. José Óscar también se atreve, como todo gran poeta, a seguir bajando, a poner todo ese aparato sociológico frente al negro espejo de lo que no es, de lo que puede ser, de ese enorme abismo del que entran y salen las civilizaciones, las formas de ser y entender la realidad, las palabras. Como ocurre en La Manga, en Bangkok, en Singapur, hay una precaria solidez (urbanística, identitaria, periférica) que tiene que lidiar con El Gran Líquido. No ya ese pensamiento líquido que nos define ahora mismo, sino el Mar entrando en las ciudades: ciudades de canales, como Bangkok; ciudades ganadas al mar con toneladas de dinero imaginario y arena real, como Singapur; ciudades que perecerán anegadas por el Mediterráneo como La Manga, Venecia del futuro. El Mar, la Oscuridad. Siempre bordea el héroe esos dos abismos. Sus débiles, indiferentes y fragmentarias afirmaciones identitarias bordean un espacio del no-ser que parece (deseablemente) inevitable en la poesía desde, al menos, Mallarmé. Así, el héroe se debate entre esa disyuntiva que Heidegger explicó con su hoy detestada jerga. Decía el filósofo que la esencia de nuestra civilización técnica y tecnológica se basaba en varios elementos, algunos de ellos muy presentes en esta odisea criminal en la que nos embarca José Óscar López. (Atención filósofos, a continuación encontrarán mutiladores, jiferos y groseros resúmenes/simplificaciones de Heidegger a los que me veo obligado por cuestiones de espacio). Uno de ellos era que, según el alemán, habíamos confundido el ser con el ente, por medio de un olvido del ser (es decir, el olvido del origen misterioso que reside en cada manifestación de la realidad tal y como la conocemos y que reside en la capacidad del lenguaje de significar todo). De esta manera, la esencia de la sociedad industrial y de cumplimiento total de la metafísica, era la ausencia de misterio, la transparencia absoluta en nuestra manera de conocer-confundir las cosas con el ser de las cosas. Nuestro héroe se mueve entre el olvido y el no-olvido de ese ser. Como buen héroe épico que representa su sociedad, puede afirmar cosas como la siguiente: Asumo esta total ausencia de misterio / en mi interior —soy transparente como un cielo /rabioso y líquido, dispuesto a derrumbarse. Además, esa comprensión de la realidad en la que estamos inmersos por nuestro lenguaje, llevaba también a una negación de la otredad del objeto, a considerar el ser de las cosas como el uso que hacemos de ellas, negando así todo misterio y reduciendo la otredad de los objetos al dominio aplastante, negador, asesino, del sujeto-usuario. Nuestro héroe también cumple con esa definición del ser de nuestra época heideggeriano: mundo de objetos de plástico, mundo de sujetos-usuarios, canto épico en el que el héroe es un asesino (Recordemos cómo Baudrillard llamó a este proceso de dominación y anulación del misterio y otredad de las cosas a través del sujeto-usuario: El crimen perfecto) que niega toda otredad, que la consume, la usa. Incluso la Gran Otredad, la muerte, es una incongruencia para un sujeto que lo domina todo y no acepta nada fuera de sí mismo, de su voluntad y su poder sobre el mundo. José Óscar hace que el héroe torne la velocidad de su viaje en suicidio, en decisión de dominar también la muerte, negar el poder de esa otredad máxima que es la muerte a través del suicidio: Acelero despacio pero firme, / furioso, muy seguro / de mi propia teoría, / la relativa condición / de mi ley, más allá / de los doscientos veinte / kilómetros por hora. // Atrás quedan los días y las horas / -minuto tras minuto, segundo tras segundo-/ en que la muerte conspiraba lenta / contra mí, sin contar conmigo, ajena / a la furiosa voluntad con la que piso / el acelerador. Pero como poeta (y era en la poesía donde, según Heidegger, ese olvido no sucedía, de ahí su predilección por el lenguaje poético), como voz que se mueve en un no-espacio poético, las imágenes de la Oscuridad, de la posibilidad infinita, aparecen también una y otra vez negando la estabilidad de esta manera de ser. Se asoma nuestro héroe con frecuencia a ese espacio misterioso y límite total del hombre, en el cual se quiere una comprensión de las cosas sin sujeto, sin subjetividad, manteniéndose en el paradójico e inhóspito lugar (el bosque del poema III) donde no se da ese olvido del ser: Mi cuerpo es una casa y no me pertenece. / Un hogar transitorio / para citarnos con la noche / tú y yo / de forma duradera. // Hoguera de la mente, estoy quemando mis recuerdos / y vivo en esa luz que produce la combustión / de mis recuerdos. Es un fuego / que nunca va a agotarse. En ese espacio místico de oscuridad, sombra y bosque, donde la luz lo llama y es él al mismo tiempo, la sombra aparece como primigenia; el no ser aparece como origen del ser: Sólo sé que la sombra / es dueña de la sombra y de la luz. Pero la conclusión es la imposibilidad de la conciencia de objetivarse. El sujeto ha de ser luz, conciencia que ilumina el mundo, pero no puede conocerse a sí mismo como sujeto: esa es la paradoja de la luz y del ángel. La luz que lo llama pero que no puede conocer porque la luz es él mismo, es el reflejo que él emite, el sujeto ilumina toda la realidad con su luz, pero no puede conocer el origen de esa luz porque siempre ha sido ya: No puedo ver la luz, y me limito / a ser la luz / servil que te ilumina. // Tu luz. Al final del libro, al final del insomnio, el tema del Apocalipsis va dominando el tono épico. La desaparición de La Manga, engullida por el mar sin significado, el deseo de suicidio del héroe, todo va empujando a un deseo de escapar de la realidad que se nos ha dado a comprender y a habitar, un deseo de detener esa velocidad de los objetos y del sujeto que los mira y que no puede pararse, un deseo de dormir y hacer que cese el insomnio. Un deseo de Apocalipsis y de Resurrección; de aparición (desde la oscuridad y la destrucción sin nombre, natural, no plástica, misteriosa) de un una nueva realidad. Así, una de las últimas definiciones del yo, del héroe, se carga de esos significados oscuros que quieren escapar de todas las formas anteriores, de las formas plásticas y definidas. Las imágenes de misterio y final, de lo que hay detrás, del viento, de furia, de lo que no ha empezado todavía y, sobre todo, ese heideggeriano olvido del fin cuando termina todo nos lleva hacia esa interpretación liberadora: abrir la puerta, abrir la posibilidad de una nueva vida, un nuevo ser para las cosas, una Resurrección. Con estos versos, y con la recomendación entusiasta de la lectura de Vigilia del asesino, me gustaría terminar: Soy el viento que azota los paseos marítimos, / el monstruo que se agita en alta mar; / rehén en todas las ventanas abiertas al océano / porque soy furia, la marea que se eleva / en la consciencia trágica de un siglo / que acaba de empezar / cuando el siglo anterior aún no está saldado. / Soy la continuidad de un tiempo / que no ha empezado todavía, / el animal que sobrevive en todos los naufragios, / el olvido del fin cuando termina todo aquello / que ves a cada instante. // Soy tu sangre y también ese veneno / que devora tu sangre. // Soy tu padre, tu madre, tu hermano y tu asesino, / tu custodio. // Soy el fin de tus días y quien te abre la puerta, / quien te franquea los senderos de la resurrección. |
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