LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
IRENE DE LA FÁBRICA. EL HOMBRE Y LA SERPIENTE (Talón de Aquiles, Madrid, 2023) por BEATRIZ VIDAL NUEVA PERO ANTIQUÍSIMA VOZ MURCIANA: LA POÉTICA ERÓTICO-TANÁTICA Y ANTROPOLÓGICA DE IRENE DE LA FÁBRICA A las seis de la mañana el mundo aún está por hacerse de poesía y yo, humildemente, sólo me aseguro de tener tabaco y café suficientes para estar bien despierta. En esta sostenida acronía que es la madrugada, no siento que me falte mucho más en la vida hasta que comienzo a leer el libro El hombre y la serpiente, ópera prima de la poeta murciana Irene de la Fábrica, a quien también podemos encontrar inéditamente en la revista Aullido. Poco más se puede decir ahora cuando la cosmogonía antigua ingeniada por Irene de la Fábrica insiste en fundarse sobre las ruinas del mundo que habrá diariamente cuando hayan puesto las calles conocidas por el pueblo y la clase trabajadora desfile sí o sí en procesión industrial al curro, cumpliendo con la obligatoria e intempestiva salida de sus nidos o nichos, quién sabe. Si analizamos la transfiguración poética de la obra, el título del libro, la dedicatoria (para mi padre) y la “Fábula oriental” que da inicio a los textos nos permiten interpretar que el hombre-maestro protagonista de la enseñanza oral podría resultar una alteridad positiva de la figura paternal de la poeta, mientras que la identidad ambivalente de la sierpe queda reservada como leitmotiv por y para la propia escritora con todo el arrojo de su ego poético incontestable: ella es el insulto bíblico, ella es la tentación, ella es la perversión, ella es el alcohol, ella es el sexo, ella es la destrucción, ella es el mal, ella es incluso la muerte diversificada: mudando de piel con cada vivencia. Así pues, el malditismo de una adolescencia y juventud difíciles se inauguraría, pero también se desvanecería sólo al inicio, con la genealogía de amor incondicional y ayuda imparable que la autora le reconoce a su padre. Si al comenzar el libro parece que la naturaleza de ese hombre del título es la del padre que no se rinde con su hija conscientemente endemoniada, al pasar de los textos, dicha expresión contraerá polisemia y ampliará su campo de referencias personales. La visión antropológica del ser humano en general, con todo tipo de matices y colores, será revelada por la poeta para comunicar lo que piensa de la vida, del amor y de la muerte. Sin embargo, ¿de dónde nace la sorpresa informativa, es decir, ese malditismo antropológico que nutre y desnutre las palabras que, como armas alucinógenas, nos dispara Irene de la Fábrica al corazón? Sin ir más lejos y como no podía ser de otra manera: de la experiencia del amor y del coqueteo involuntario con la muerte. En esta crítica, nos centraremos, sin embargo, en la dimensión sociológica y antropológica del poemario, líneas más estabilizadas para la explicación poética y menos exploradas para calibrar el inconsciente ideológico que empapa el florilegio en apenas ochenta y dos páginas. Después de la “Fábula oriental”, el libro ofrece un “índice onomástico” bastante curioso. Irrumpe extendiéndose casi a medio libro con la “I”, inicial de la Irene poeta como identidad autofictiva que más textos acumula, y continúa con las consonantes “J”, “K” y “L”, que se corresponden con las iniciales de los nombres de aquellos hombres múltiples que han tenido relevancia amorosa en la vida de la artista y que, por tanto, han sido metamorfoseados en literatura como alteridades primarias. Estas serían las dos partes claras del poemario o sudario, quién sabe, de Irene de la Fábrica. El primer texto que encontramos en “I”, titulado ‘Condicionada por la teoría / Ars poética’, funciona a modo de nota dramática o acotación («Entra el Hambre y se parte», porque «de su vientre sale un huevo»). En seguida, la poeta nos informa de que este huevo es abrazado por Ofión, un titán caótico que gobernó el mundo antes del reinado de Cronos y Rea, lo que nos remite al perfilamiento de una poética antiquísima, anterior a la que todo el mundo ha estudiado de Cronos devorando a sus hijos en ese cuadro tan famoso de Francisco de Goya y Lucientes. Dentro de “I”, encontramos una durísima crítica a las ruinas infectas de la globalización capitalista en las que intentamos sobrevivir los más comunes de los mortales, el 99% de las personas que diría el antropólogo David Graeber, incluida la poeta. Irene de la Fábrica remata el necroliberalismo, que no neoliberalismo, con el poema ‘Martes, 18 Julio’, que es toda una explosión de crisis existencial contra el turismo endocolonizador de nuestro país, lo que recuerda mucho a la novela Panza de burro de la canaria Andrea Abreu, si bien se echa de menos la presencia expresiva del panocho, la lengua puramente murciana que inmortalizó Vicente Medina en sus poesías populares. No obstante, De la Fábrica también se ocupa de criticar la sociedad crediticia, hecha a base de titulitis previo pago, que tenemos que soportar para abrirnos ventanas a una existencia digna. A continuación, lo reproducimos: MARTES, 18 JULIO Mil palmeras, suelo de mi cuarto, 2017. Ahora soy camarera en el hotel del final de la calle donde vivo en verano. Después de seis años de universidad así estoy: limpiando los platos de putos madrileños que se creen alguien y que te miran por encima del hombro. Una adorable familia ―hasta que hizo eso, claro― de extranjeros me regaló una postal con un bonito mensaje sobre Jesucristo. Dice que encuentre mi camino aunque me haya perdido, que Jesús tiene un plan para nosotros. Mi jefa es una bollera insoportable y dudo que Jesusito lo aprobase, y dudo también que la Virgen María me ayude a limpiar la mierda de los platos sucios para poder meterlos a esa cocina donde se respiran, amablemente, unos ciento cincuenta grados centígrados. Mamá, yo quiero ser cartera. ¡Ay! Qué bonito aquel verano dando vueltas por las calles buscando un maldito número que se cayó hace años, qué manera tan hermosa de cortar por carta con aquel novio insoportablemente alemán que tuve. Por carta, señores, por carta. Tengo que dejar de dejarlos. Al final moriré sola por dejar a los pobres hombres que me han querido algo. Pero bueno, qué más da: vivir juntos, morir solos ¿no? Si al final estamos solos, coño. Los amigos son como esos acompañantes que se sientan contigo en el tren y se bajan a las pocas paradas, la familia es el peso que no te deja de ser quien eres. ¿Cómo defraudarlos? No, mamá, no quiero limpiar platos a tres euros la hora para gastármelos en mi querido septiembre en otro máster universitario. ¿Para qué? ¿Para fregar los platos con orgullo? Mi tiempo vale más que tres monedas. Meteos el dinero por el culo, y el trabajo, las obligaciones, el propósito, el esfuerzo. Odio trabajar, odio madrugar, odio sonreír a esos clientuchos de mierda, odio a mi jefa, odio el dinero, odio el verano. No me siento más digna a cada plato, quiero mis libros, mis textos de personas muertas con una sola dirección en el diálogo, mi botella de vino y escribirlo todo. Pero claro, escribir no da dinero, al menos lo que escribo. Cincuenta sombras de Grey tendrá millones de copias, claro. En fin, Jesucristo, ¿cuál es el puto camino? Muy ligado a las sensaciones que deja el texto anterior, el poema ‘RRSS’ grita contra la alienación que provocan las redes sociales al escindir la identidad del yo en el yo real-físico y en el yo digital, distorsionando la autoimagen de los usuarios y, en el peor de los casos, provocándonos dismorfia corporal y narcisismo. Contrariamente a la pretendida “rebelión en la granja” que desearon tanto George Orwell como Ortega y Gasset, para Irene de la Fábrica ya está todo perdido: la masa se ha hecho la clase social dominante. A continuación, lo reproducimos: RRSS La posmodernidad ha calado. / El neoesperpento: ¡si V levantara la cabeza! / A ver quién da más diciendo menos. / Sólo son siendo un producto: / pulgares arriba ya apuntan al cielo, / HAY CORAZONES SIN AMOR POR TODOS LADOS / comienza la lluvia: / cerebros vacíos caen como piedras. / Están por todas partes. / Es imposible salir. // No hay LUZ. / No hay salvación. // La masa se hizo dueña. Con la ausencia de la luz del poema anterior nos quedamos, motivo que preocupa mucho a la poeta hasta el punto de que vaya calando su propia visión antropológica de los seres humanos. En el poema titulado ‘Lunes’ empieza el juego de los colores de las personas. que se extenderá a partir de ‘J’; en él, habla a los lectores como si estuvieran en el cine, cual espectadores de la vida de la poeta, y ya establece quiénes son los grises, poniéndonos ante un espejo nada gratificante pero crudo como la vida misma. Ni qué decir tiene que hay una rebeldía de la poeta contra los lectores grises, que a saber si los tendrá, muy improbablemente, pero poco le importa. Desde un punto de vista pragmático, los lectores no tienen más remedio que mantenerse bien comprometidos como espectadores de su experiencia vital y poética. Dice así: «Todos tienen miedo de algo, problemas absurdos y vidas tan grises, tan grises, que me hacen llorar por las mañanas». Más adelante, en el poema ‘Cine’, hasta ella misma decide presentarse, sentada en una butaca de la primera fila del cine, como una espectadora más de su propia existencia. Para los amantes de la filología clásica, de La Odisea, no podemos dejar de reivindicar el poema ‘Sal’, donde la poeta se pone en la piel de Penélope con su alma de sierpe y nos ofrece otro final muy distinto al acostumbrado: nada más y nada menos que Penélope mudándose de piel e incluso de hogar, convirtiéndose en viajera como su ex marido, abrazando la chulería, cabe interpretar. No podemos descuidar las referencias a la luminosidad, que van abarcando todo el poemario. Disfrutémoslo: SAL Y se deshizo dentro de mí. / Miles de gotas se dividían a su vez en / otros miles de puntos de luz que crearon / una lluvia suave en mi interior... / y se deshizo dentro de mí. / Pero no hubo Ítaca, ni barco, / ni perro, ni héroes. / Tejer, tejí: un sudario con el que pasar el invierno. / Y ya no hace frío. / «Y la primavera me trajo la risa espantosa del idiota», / me trajo arena de África, tráfico y alas. / Y te he dejado las escamas encima de la mesa, / cariño, que me mudé (,) por si vuelves. En el segundo poema del libro, ‘La renacida’, la poeta nos confiesa ya muy pronto que no le pueden negar ni «bailar con los caracoles, ni sonreírle a los bichos de luz ni pintarse de colores». Estos bichos de luz y estos colores se irán materializando a lo largo del libro; en concreto, a partir de la parte onomástica “J”. Desde su inconsciente ideo-antropológico, la poeta diferencia entre personas azules, verdes, rojas, marrones, grises y amarillas. Tanto es así que, dentro de “J”, en el texto ‘Incorpóreo’ la poeta reprocha a un conjunto de álguienes no ser «luz». Tendrá que llegar el poema ‘Amarillos para que descubramos el lado más antropológico del poemario, motivo por el que lo reproducimos a continuación pero no sin permitirnos un guiño generacional milenial a Los Simpsons: AMARILLOS Creo que cada persona es de un color. Sí, sí. Y no hablo de la piel, no hablo de blancos y negros; hay que tener otros ojos para verlo. Una vez estuve con un chico azul: era paz, era tranquilidad, era suave. Olía a mar y rara vez se enfurecía. Los azules son remansos de quietud en el frenético caos en el que vivimos. También he conocido el verde: la bondad, la naturalidad. La vida en ellos crece como un árbol, con sus raíces y sus pájaros. Siempre felices, positivos, te dejan volar aunque no vayas a volver al nido. Esos están bien. Los marrones: fuertes, duros, estables. Uffff, el rojo. Sin embargo, la mayoría de la gente es gris, sobre todo cuando no los miras bien. Voy andando por la calle y todos están muy grises: caras grises de ojos grises, zapatos grises y sueños grises. Si te acercas mucho a ellos puedes distinguir algo de color al fondo pero bah, no merece la pena el esfuerzo. Y a veces, entre esa multitud, entre esa lluvia monocromática y deprimente aparece alguien amarillo y ¡¡BOOM!! Es absolutamente increíble. Todo un espectáculo. Puedes ver hasta los rayos de luz amarilla que emiten y que ciegan y eclipsan a los grises. Durante unos instantes, apenas ves otro color, todo se ha inundado de amarillo. Son pura vida, son el sol sofocante del desierto y el polen de las flores multiplicando la vida. Son verano. Son sequía y lluvias tropicales. Son llamas que queman y calientan tu piel. Esos son los mejores. Esos son los imprescindibles. No puedes estar mucho tiempo a su lado porque te quemas. A no ser que tú también seas amarillo. Ahora, tal y como no podemos dejar de preguntarnos de qué color somos nosotras mismas, tampoco podemos dejar de relacionar el diseño antropológico de De la Fábrica con aquel fragmento de En el camino de Jack Kerouac donde dice lo siguiente: «la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un ¡Ohhh!». Estas personas a las que se refiere Kerouac son, sin duda, las personas amarillas que alaba Irene de la Fábrica. Tampoco deberíamos olvidarnos de la sinestesia de la canción de Extremoduro ‘Si te vas’, cuando Robe canta lo siguiente: «Se le nota en la voz, por dentro es de colores», perspectiva que nos anima a decidir a cada segundo que intervenimos en la vida, cuál será nuestra esencia cromática con respecto a los demás. Tanto estas alineaciones intertextuales como las mencionadas anteriormente y muchísimas más que modestamente se nos escapan gestan el tremendo valor de universalidad de la obra El hombre y la serpiente.
Para concluir, podríamos atinar al definir este libro como toda una experiencia literaria intergenérica abierta. Empezamos con una acotación dramática que viene seguida por todo tipo de poemas de verso libre, prosas líricas, enunciaciones cinematográficas, juegos lingüísticos, segmentos de preguntas retóricas que te destrozan el pecho de repente... Me gustaría poner fin a esta crítica con una afirmación del primer texto de “I”, ‘Condicionada por la teoría / Ars poética’, que es emitida por el Hambre como persona dramática o personaje parlamentario: «Sólo la belleza os hará libres». Yo te creo, De la Fábrica.
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SANDRO LUNA. LA NOCHE QUE A EDDIE FELSON LE ROMPIERON LOS DEDOS (Menoscuarto, Palencia, 2024) por RAÚL PIZARRO NO SE PERMITEN DISPAROS MASIVOS La lectura de un libro toma un carácter peculiar cuando hay que comentarlo o presentarlo. Libre de estas circunstancias, leer un libro de poemas, que además nos emociona, es un acto gozoso e irresponsable, desprejuiciado e íntimo. Aunque hay ocasiones en las cuales hay que explicar y conversar sobre determinados aspectos, aquello que sé resumiría en privado al calor de una copa con un «a mí me gusta». De cualquier manera, al decir de Proust, «la lectura es una amistad», una amistad pura y transparente, así que si pasamos la velada en compañía de un libro es porque realmente nos apetece. Por tanto, esto sería como una breve conversación, no una reseña mientras leo y después de leer. Dicho esto, voy a hablar de lo último de Sandro Luna (L’Hospitalet de Llobregat, 1978), con un estupendo título, La noche que a Eddie Felson le rompieron los dedos, que ha recibido el VII Premio Internacional de Poesía Jorge Manrique y que publica Menoscuarto. El autor, residente en Esplugues de Llobregat, es profesor de instituto, donde imparte Lengua y Literatura Castellana y Filosofía. Ha publicado los siguientes libros de poesía: ¿Estamos todos muertos? (Pre-Textos, 2010), Eva tendiendo la ropa (Pre-Textos, 2015), Casa sin lugar (Canto y cuento, 2018), la plaquette Fuego de San Telmo (Banda legendaria, 2020) y El monstruo de las galletas (Hiperión, 2020), según nos señala la solapa de la cubierta del libro, que, sin embargo, no nos dice nada acerca de que casi todos ellos fueron premiados en importantes concursos. El libro está dividido en tres partes, denominadas “No hay escapatoria”, “La caja de Jem” y “Girasoles”, siendo este último al que le veo más unidad. Me encuentro en el poema que cierra el libro y que además da título a esa sección lo que bien podría ser una poética, una aceptación del don donde se justifica la entrega a la poesía por parte del autor. En los tres bloques se descubren poemas rotundos, llenos de verdad, donde no se escatima la emoción, que nunca se desborda, aunque roce el descarnamiento y que por eso duele más. Por ejemplo, las páginas en las que orbitan su familia, sus amigos, la rutinaria vida diaria recogida por los versos y que son los más emocionados, y es donde se expresa con más firmeza la luminosidad de Sandro Luna, para hacernos partícipes de lo prodigioso: aquello que queda tras destilar la vida, la alegría, la pena y sus golpes en el alambique de la poesía. Sandro es un referente poético ineludible en estos días de versos cortados y mal medidos, sin intención ni emoción, de palabritas huecas reunidas en torno a una idea como quien reúne fichas de póker o fotos canónicas de poetas que escriben sin poesía y sin verso. Él tiene mucho que decir y lo dice desde la periferia geográfica y espiritual donde vive, porque la poesía siempre es extremo e intemperie (concluye el poema ‘Contra la muerte’ «Vivir es un milagro ajeno al mundo»). Un rincón del mundo que no es necesariamente un lugar toponímico e identificable, sino un espacio de pensamientos y palabras, y donde él vive con una mujer y una niña. Un rincón del mundo compartido hasta hace poco con su fiel Dylan, su perro, protagonista de uno de los más delicados poemas del libro. Siguiendo una hermosa tradición de poemas dedicados a esos fieles compañeros que ya encontramos en Unamuno, Alexandre, Alberti o en otros autores más cercanos a nuestros días, como Cuenca o d’Ors. Igual que un perro lame los pies de su dueño, los versos de Sandro lamen las heridas propias, para devolverlas ya como poemas de otra manera, a su manera, en su decir poético tan personal: «Apoya su cabeza en mi rodilla, / se hace respiración el cuarto. / Cae la luz de la tarde en el alféizar / y todo cuanto miro me conmueve». Los poemas del libro oscilan (y precisamente es en ese movimiento pendular donde encontramos un lugar propio) entre lo racional y lo irracional, lo lineal y lo discontinuo, lo discursivo y lo fragmentario, fruto del eclecticismo de las fuentes en las que bebe el autor. Se construyen desde territorios donde está muy presente lo vivencial junto a sus influencias literarias, las cinematográficas, las mitológicas, las musicales... Es fácil rastrear estos alimentos en el libro, pues Sandro nos señala el camino tanto en el título como en las citas con las que se abren muchas páginas. A partir de la síntesis de tantas ascendencias ha conseguido modelar una visión muy personal, que de una reflexión sobre lo cotidiano es capaz de levantar una intensa estructura que nos emociona y nos interpela, un entramado que, de cualquier situación personal, hacer zumo, dar un paseo, una hoja que cae sobre una mesa, un recuerdo, ir al hospital, una música o una lectura, provoca un acontecimiento poético que trasciende el hecho que lo provoca: «Si me olvido de mí, / todo desaparece / y la vida se yergue desde el centro / de las constelaciones / con un amor más grande». Mira Sandro el mundo con los ojos del alma. No obstante, lejos de la abstracción encontramos en casi todas las páginas reverberaciones sensoriales, palpables, masticables, que surcan los poemas, donde lo que quiere expresarse parece que no puede hacerse desde los territorios de lo teórico, sino acudir a los sentidos para asirse. Así, encontramos poemas donde se huele, se siente, se toca, se saborea, como aquellos que se guardan en el primer bloque del libro, en ‘Pinaza’, nos presenta una experiencia sensitiva, o en ‘Hecha añicos’, donde cierra el poema con estos versos: «El aire huele / a cenizas de libros de poemas». Son los finales exquisitos y paradójicos, en contraste con el desarrollo del poema, una seña de identidad del libro. Como truco literario los requiebros finales están bien, cuando suenan a verdad, como es el caso, son algo excepcional. Un ejemplo de ello son los versos últimos que nos tropezamos en el que le da título al libro, ‘La noche que a Eddie Feldon le rompieron los dedos’: «Y empiezo comprender al escribir: / tengo los dedos rotos». Son varios los poemas que deben su contenido y el título a la película El buscavidas, como ‘A doble o nada’, que se enhebran en su historia poética durante todo el libro. Entretanto se va componiendo un volumen de variado cuerpo y forma, que sin perder la voz particular suya nos remite a las influencias de César Vallejo, de Claudio Rodríguez, de Antonio Gamoneda, pinceladas que sobrevuelan por el libro a ritmo de jazz y blues. A golpes de lucidez, como la que provoca el dolor rezumado, es capaz de disparar con versos contenidos y equilibrados que no se desbaratan en alharacas, y así nos elevan, obligando a pensar y a sentir. Uno de los temas del libro es Dios, más el deseado y deseante de Juan Ramón Jiménez o el del Gran Silencio de José Mateos que el Dios teologal del catolicismo que necesita clérigos, iglesias y manifestaciones públicas de fe. Aunque el poema ‘Sacramento’, que se abre con una cita de Leonard Boff, pueda desmentirme. En el libro hallamos un Dios, heredado de nuestros mayores, que se presenta entre preguntas, como en los versículos del poema ‘Padre Nuestro’: «¿A quién estoy rezando, qué Dios me multiplica en estas hordas / de luces imposibles, de fragmentos de luz deshabitados?» y que justifica otros tantos poemas, como ‘Trenzas’, que habla de la abuela o ese otro, exaltado y sacrificial, que se titula ‘Agnus Dei’. Hallaremos en el libro desde poemas extensos a poemas brevísimos, donde la intensidad se condensa en esperanza. Uno de estos poemas cortos, titulado ‘Bisturí’, de cuatro versos, bien podría ser una adivinanza que juega con la rima y el arte menor: «Tiene forma de lágrima y puñal / y me abre su caricia / y le responde / mi cuerpo con la forma de la vida». Ejemplo de esta concentración emocional de los versos que digo son también aquellos dedicados a su familia. Destacan los poemas en los que la figura del padre compone relevantes versos: ‘Viejo’, ‘Elegía’, ‘Fe’, donde queda instalada esa verdad que se lleva en el corazón ante la muerte de los seres queridos. Es en lo asiduo de los objetos y las rutinas con las personas próximas, en esa cotidianidad reflexionada y cantada donde se manifiesta, a mi entender, con más contundencia la poderosa voz de Sandro Luna. Mientras escribía estas palabras puse un disco de jazz para acompañar la soledad de la pantalla del ordenador. Sonaba Kenyon Hopkins, leía poemas, tecleaba. Abandoné la escritura porque había algo que me estaba golpeando y mordiendo. Volvía. No sé si es el dolor o la esperanza que transmite el libro.
El título que le he puesto a esta reseña está tomado de un cartel que cuelga de una pared tras la mesa de billar en la que Eddie Feldon se enfrenta a El Gordo de Minnesota. ANA BLANDIANA. EL SUEÑO DENTRO DEL SUEÑO Y OTROS POEMAS (Visor, Madrid, 2024) por FERMÍN HERRERO HACIA EL LUGAR HABITABLE Hemos ido sabiendo de la amplitud, solidez y profundidad de la poesía de Ana Blandiana (pseudónimo de Otilia Valeria Coman), inveterada candidata al Nobel, gracias a la labor perseverante, encomiable, de la que todo lo que se diga es poco, de Viorica Patea y Natalia Carbajosa, traductoras al alimón a nuestro idioma y esmeradas estudiosas de la obra de esta escritora rumana nacida en Timişoara el 25 de marzo de 1942, entre «gritos inhumanos» tal y como certifica en un poema. Ahora nos presentan El sueño dentro del sueño y otros poemas, en Visor, como con anterioridad hicieron con Variaciones sobre un tema dado o, conjuntamente, los libros de juventud Primera persona del plural y El talón vulnerable en la misma editorial; e igualmente con Un arcángel manchado de hollín, compuesto por tres libros: La arquitectura de las olas, Estrella predadora y El reloj sin horas, precedidos por cuatro poemas publicados en la revista Amfiteatru y un apéndice de una propuesta de poética fragmentaria, en la magna colección de Galaxia Gutenberg que dirige Jordi Doce; así como con Mi patria A4 (en el que fue Antonio Colinas, admirador de la lírica de Blandiana, quien acompañó en la traducción a Patea), Octubre, noviembre, diciembre y El sol más allá y El reflujo de los sentidos en la editorial valenciana Pre-Textos. Algunos poemas de este libro de reciente aparición en español fueron adelantados en el número 32 de la revista El Cobaya, las variaciones, más bien afinaciones, con cambios hasta en algún título, dan buena cuenta del infatigable quehacer de las traductoras. ¿Qué podría añadirse al trabajo continuado de ambas profesoras universitarias, al análisis pormenorizado de la figura de Ana Blandiana dentro de las letras rumanas y de su trayectoria literaria, tan extensa como intensa, a sus interpretaciones puntuales de libros y poemas? Nada de sustancia, me temo, así que me limitaré a tratar de hilvanar algunos apuntes sobre mi lectura de El sueño dentro del sueño y otros poemas que cuenta, como otros volúmenes citados, con un prefacio ajustado, clarividente, de Patea, bajo el título ‘La metafísica del sueño y el boicot de la Historia’, ante el que en verdad sobra toda aclaración explicativa a mayores. Con sus prólogos y artículos han caracterizado sobradamente la, por otro lado, resbaladiza y difícil de amojonar poesía de Blandiana (que no en vano defiende que el verso no debe decir, sino sugerir y que «Todo lo que se puede entender / Carece de esperanza y de ley») y la han ubicado en las coordenadas justas dentro de la lírica rumana contemporánea, en concreto encuadrándola en el neomodernismo, movimiento de contestación al realismo socialista impuesto a machamartillo que apuesta por la estética del arte por el arte como mecanismo subversivo, a pesar de que el estilo de nuestra poeta se corresponda más con la poesía pura, concepto también problemático y en el que no vamos a ahondar. La propia escritora, proclive a la teorización, tan intuitiva como sagaz, ha declarado que lo misterioso está por encima del lenguaje y prevalece: «detrás de cada verso, sin la posibilidad de expresarse, hechiza lo inefable que no puede ser nombrado». Una de las definiciones de poesía de Blandiana, aplicable, creo, a toda su obra, pero sobremanera al libro que nos ocupa, reza así: «La poesía no es una serie de acontecimientos sino una secuencia de visiones». No se infiere de esta aseveración que nos encontremos ante una poeta visionaria tal y como se concibe a partir de prerrománticos como William Blake o románticos como Samuel Taylor Coleridge, si bien Carbajosa la sitúa en la línea del idealismo mágico de Novalis, sino que en sus poemas nos transporta mediante la imaginación, fruto de una percepción como de ensueño, a lugares alejados de lo real o del presente, de esta forma negados, suplantados por la poesía como emplazamiento ideal, como veremos más adelante, con tintes espirituales, capaz de redimirnos del materialismo raso imperante. En este sentido, en El sueño dentro del sueño y otros poemas, ya desde el título, la preponderancia de lo onírico es absoluta, seguramente por efecto de la inconsistencia del mundo y de la desconfianza en todo cuando se sufre una existencia grisácea, regida por una burocracia paralizante, permeada por la “tristeza metafísica” que los críticos han resaltado en los versos de Blandiana y que es apreciable también, por caso, en la novela de Gabriela Adameşteanu Vidas provisionales. Como «tratado acerca del sueño y de sus múltiples significados» enfocado a «superar las limitaciones de una realidad precaria [...] para adentrarse en el espacio de la imaginación y lo trascendente» lo conceptúa Patea en su mencionado prólogo. El significado del sueño, omnipresente también en la mayoría de los once poemas iniciales, añadidos como inéditos a la antología Poemas, de 1974, justo cuando Ceauşescu acaparó todo el poder, es ciertamente polisémico. El primero de los once nos introduce de entrada en un tobogán de disolución en lo metafísico que parece interminable: «Alguien sueña con nosotros / Y es soñado a su vez / Por otro / Que es el sueño de un sueño». Con frecuencia es un desvanecerse por completo de cualquier referencia sólida, como en ‘Tal vez alguien me está soñando...’. Conduce a lo interrogativo problemático («¿con quién y con qué soñar?», incluso «ahora que el tiempo ha crecido sobre nosotros / como pesadas montañas de nieve de sueño»). En otras ocasiones, en fin, la ensoñación, de forma antagónica, es positiva; «Tengo sueño así como / Tienen sueño los frutos en otoño». A mayores, la inventiva de Blandiana es desbordante: los espejos dentro de los espejos o reflejándose en cadena, como en ‘El reloj sin horas’: «Cada movimiento mío / Se refleja / En varios espejos a la vez», como si se atomizase su personalidad y al tiempo, pues no hay certidumbre que no sea quebradiza, no se supiese distinguir la verdad de lo que la vulnera; ángeles de toda condición, hasta en los bolsillos; la nieve a mansalva, embalsamadora, como símbolo de la pureza frente a la degradación ambiental o como un despertar de la belleza y una salida del horror cotidiano, o como rebaño trashumante, copo a copo, que la poeta pastorea mientras contempla, por contraste, «la soledad del mundo y su inmenso llanto», con múltiples sentidos también a lo largo de su obra, inclusive mensajera del odio y la hostilidad; las colinas cual «dulces esferas boscosas», elevadas a una armonía cósmica con un aire a Fray Luis de León; las iglesias voladoras o llenas de mariposas; las choperas expectantes desde sus hojas-ojos... Aparte del uso polivalente, abarcador, del sueño, la otra nota distintiva del libro respecto a los demás que conozco de la autora es, sobre todo en el tramo final, la aparición gozosa en extremo de lo campestre idílico, especie de locus amoenus raigal y con tendencia a cuajar, más en otoño que en primavera, a tal punto que la poeta encuentra la plenitud «aleteando» sobre una huerta «embrujada», «por entre frutos y hojas, / En la luz miel y polvorienta», refocilándose, restregándose, revolcándose por la hierba de los heniles o enterrándose en montones de cereal. Remite, pues, a lo matérico primordial, al topoi campesino, con su añoranza del ciclo de las estaciones sentido como un eterno retorno, antes de la implantación de la agricultura industrial y del horror de la colectivización manu militari. Que es a su vez un regreso hacia sí misma, «hacia dentro», como sostiene en uno de los poemas de Estrella predadora. Y, más allá, a lo ancestral y arquetípico, a la memoria colectiva de «un pueblo vegetal», hacia el que se proyecta en uno de los cuatro famosos poemas publicados en la revista Amfiteatru por los que fue perseguida y presente ya en su debut poético, desde el título, Primera persona del plural. De ahí el poema, basado en dos «baladas fundacionales e identitarias», dedicado (es un motivo que reaparece en otros libros suyos) a Avran Iancu, que, según nota de la edición, lideró en 1849 el levantamiento de los campesinos siervos de Transilvania para rescatarlos de la servidumbre y desde entonces es el símbolo de la liberación de los rumanos. Es en esa fusión, casi transustanciación con lo elemental, con lo auténtico sin mancillar por el hombre y sus afanes, donde encontramos el lugar habitable de la poesía, como cobijo contra la intemperie de la vida, cuando se torna desesperada. Blandiana ha explicado que «cuanto más difícil de vivir me resultaba la vida, tanto más interesante y soportable se volvía la escritura».
Una intemperie que nos imaginamos provocada por el exilio interior de la escritora, convertida en enseña de resistencia moral contra el régimen (una «pesadilla interminable»), contra la barbarie y el espanto de las ideologías. Y lo mismo tras la caída de la dictadura. Aunque un poema suyo se convirtió, al parecer, casi en un himno durante el proceso de derrocamiento y ejecución del matrimonio Ceauşescu en su ciudad natal, Blandiana ha sido muy crítica con la situación sociopolítica posterior. Igual que otros literatos del Este represaliados o exiliados, o las dos cosas, pongamos Imre Kertész, Alexandr Solzhenitsyn, Joseph Brodsky, Blandiana ha denunciado que la llegada de la libertad, según señala en ‘La arquitectura de las olas’, que ya es, desde luego, no ha supuesto una mejora digamos espiritual sino que, más bien al contrario, la asunción de los valores democráticos occidentales, con el determinismo económico y tecnológico a la cabeza, ha traído alienación y enajenación, puesto que obra en detrimento de la parte creativa e intelectual del ser humano. Para nuestra poeta existe un deber cívico, en cuanto «existimos sólo en la medida en que somos testigos de la Historia», unido a la fraternidad: «Se siente cálida la casa / Cuando unos para otros somos patria». En cuanto al estilo, con la salvedad de la rima, que lógicamente se pierde en la traducción, sorprende la alternancia de versos brevísimos, muchos de una sola palabra, con otros largos, produce una impresión de holgura espacial, propicia los ‘blancos’ en la página, en consonancia con su teoría creativa de que «la elocuencia de la poesía ya no se mide mediante la concatenación de las palabras sino mediante el silencio existente entre ellas», de tal modo que «la poesía nace de la pausa existente entre las palabras», efecto que se traslada a la lectura. Predomina un irracionalismo si onírico, con frecuencia tendente al surrealismo, implantado hasta en lo celestial: «Allí te esperará / Un dios anciano; / De su órbita derecha / Asoman nubes, / De su órbita izquierda / Nace el ocaso». Pero curiosamente, en términos generales, la expresión, a menudo enumerativa, es sencilla, transparente al decir de los versados en su obra lírica y de ella misma («Sueño con una poesía simple, límpida y transparente que insinúe la sospecha de que ni siquiera existe»), eso sí, «con insondable profundidad metafísica». Semejante conjugación me ha recordado la fórmula de José Bergamín para verificar la poesía neta: «clara y difícil». La sensación que tengo mientras leo a Blandiana, máxime en esta entrega tan volcada en la idealización del sueño, es la de un sonámbulo que va deslumbrándose entre los versos, mientras descubre que «Las palabras brillaban y gritaban / En el campo vacío / como faisanes», símil que me lleva a aquello de Wallace Stevens: «La poesía es un faisán perdiéndose en la espesura». He seguido al ave fabulosa a lo largo de las páginas del libro, feliz de la negación y fuga de la realidad, siempre cuando menos incómoda, en beneficio de un refugio conocido, dichoso, el de la poesía que emana de la naturaleza. ELÍAS GOROSTIAGA. LAS PROVINCIAS DE BENET O VIVIR EN UN CHAGALL (Pre-Textos, Valencia, 2023) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, del poeta leonés Elías Gorostiaga, es el último premio de poesía Juan Rejano. He tenido la suerte de leer todos los libros que han recibido este galardón y puedo afirmar que es, sin duda, una garantía de calidad, como atestiguan algunos de los premiados en años anteriores (con obras tan indiscutibles como Los lagos de Norteamérica de José Daniel Espejo o Animales de costumbres de Andrea López Kosak, por citar solamente las primeras que me vienen a la cabeza o, mejor dicho, que nunca han salido de mi cabeza). El título puede llamar a engaño o incluso a prevención. Reconozco que esto último me sucedió a mí. El juego que se establece entre el título de aquel libro de Blanca Andreu y el nombre de Juan Benet me hizo pensar que tal vez ciertos entresijos biográficos o sentimentales de una de las parejas más famosas de la literatura española pudieran ser el material poético que iba a encontrar en sus páginas. Nunca he sido mitómano ni cotilla, y el tomate literario me interesa entre poco y nada, así que con esa cautela abrí este libro que, desde los primeros poemas, señaló con su potencia poética lo absurdo de mis temores o prejuicios. El título es y debe ser bimembre o duplicado, porque el libro consta de dos partes, de estilos casi opuestos, que completan un díptico poético que va desde lo épico hasta lo esencial. La primera parte del título remite a Benet, el narrador, y la segunda a Andreu, la poeta, y esos nombres ejercerán de guía sobre los estilos poéticos para componer una dualidad que ofrece una experiencia lectora compleja y profunda. El libro primero (“Expedición”) tiene un subtítulo o epígrafe que ya avanza el tono épico que dominará estos poemas (“En el que Juan Benet, ingeniero de caminos, canales y puertos, pintor, escritor, viajero, reflexiona, escucha sucesos y narra sus cartografías sentimentales”). Como en toda expedición, salimos fuera, viajamos, caminamos por tierras extrañas, anotamos las variaciones del paisaje geográfico y humano. Como en toda expedición, hay una herencia épica, hay un recuerdo de Homero y de los bíblicos éxodos. Y hay, también, una genealogía mítica, unos nombres que evocan historias y linajes de origen trágico. El Benet que aquí aparece no es realmente un personaje. Tampoco podría calificarse de protagonista. Benet es un nombre que significa silencio, Castilla; es, sobre todo, una mirada que arma y desarma la realidad entre el paisaje, la historia y lo más elemental de(l) ser humano. En los poemas de “Expedición”, bajo la ingeniera y distante mirada de Benet, el hombre es trágico no por las desgracias que acaecen, sino porque vive bajo el cielo y sobre la tierra, porque ya ha todo lo ha vivido tal y como había sido escrito. Así sucede, por ejemplo, en el poema en que se narran las peleas de jóvenes borrachos de pueblos vecinos: se cantan aquí bajo el signo de Troya, mezclando el costumbrismo castellano más bruto con el arquetipo de la batalla, el destino inmemorial que los hombres repiten olvidando, cambiando cada vez los nombres para que la emoción siga intacta. Esa técnica que ennoblece lo anecdótico a través de lo épico, lo trágico y lo bíblico se repite en muchos poemas a lo largo de esta primera parte, como en este dedicado al rapero Morat: «Bajo la oscura sangre del viaducto, / pelean con peleles los monos pobres y los árabes de sal / y esconden la rabia de Morad, / el joven Morad nombrado (por Samuel) Rey de Jehobá». No solo el paisaje humano queda ennoblecido, también el paisaje natural es pasado por el tamiz de la imaginación mítica y surrealista para captar una esencia que va más allá de lo sensible, que enriquece y hace brillar en todo su esplendor lo puramente descriptivo: «En las praderas del aeropuerto del Prat / pastan vacas santas y caballos blancos / que no oyen, ni temen el esfuerzo que ruge en los motores; / los vi regresar por la noche a las masías / caminando entre las cañas y grandes platos de sopa, / llaman por su nombre a los masoveros negros / y a la virgen, la llaman Montserrat. / Cada día regresan / a la hora en que palpitan, rojas, las antenas de los hoteles, / las torretas de alta tensión, / cuando la torre de control del Prat llama a la oración».
Esta expedición nos lleva por tierras baldías, que escapan al significado urbanista, ruralista o del mercado. A veces parece resonar Federico García Lorca, no por sus tópicos gastados en los que caen los torpes poetas imitadores, sino por esa capacidad de transformar lo cotidiano en mítico y trágico, como hizo en su Romancero gitano y en Poeta en Nueva York. Aquí, en Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, el paisaje de hombres, animales y cosas habitan en un mundo que, más allá de sus topónimos, es solo del poema, de esa mirada que une la belleza y la leyenda: «Todos pasean por el río muerto, / por el río seco, / con cruce de barro y de rottweiler. / Chapotean en la sangre cuatro patos blancos. (...) Puentes, cables, hierro, / un hombre solo, solo, desterrado, / a hombros / le cruzan cuatro caporales degollados. / Advierten y dicen: / —Cuidaos del rey, cuidaos del rey del páramo». Sin parecerse en nada a la literatura de Juan Benet, Elías Gorostiaga consigue lo más hermoso y lo más difícil que hizo el novelista, lo que hace la verdadera literatura: crear una Región mítica, cotidiana y surrealista, oscura, trágica y milagrosa al mismo tiempo: el río Lerma, los baldíos, los territorios sin nombre y sin función, los gitanos ingleses... La segunda parte del libro (“Serto”), lleva la expedición al interior. Los poemas se hacen ahora más breves, a veces un solo verso. Desaparece el caminar, el observar, la narración, como si estuviéramos ahora en un Chagall, bajo el reinado de Blanca Andreu, de la poesía del silencio. Estos poemas son breves apuntes en los que el cuerpo se hace presente, sujeto y objeto del poema. Hay menos mirada aquí, y el material poético se abre al tacto y al oído, a la escucha y a la sensación sin nombre, oscura: «Escuchas el discurso de las yeguas / junto al pantano del Porma, / con su cuello domado, sin queja alguna. // Vértebra a vértebra, suenan sus palabras». En la escucha siempre reina la ausencia, que se nombra a veces bajo el signo de la sed porque sed es siempre ausencia, como la escucha es espera de algo que no está y que debe llegar. Como el sentido, que debe llegar al hombre desde la palabra o desde su silencio, la poesía convoca la sed, la manifiesta: «Un éxodo de labios secos, sed. No hay besos sin un golpe de rocío». En la escucha está también la espera, la inminencia de algo que, en la comunión de lo orgánico, deviene sombra y anuncio de la muerte, de un tiempo sin sujeto: «Los cipreses, a lo lejos, te ven domesticado, los cipreses esperan, claman. / Su sombra se seca en el suelo, su decepción. / Esperan. Claman. En silencio sus raíces. / Te acercas mordido; tras tu edad llega la fatiga, la sombra». En “Serto”, todo tiende hacia lo telúrico, más que hacia lo contemplativo. Es el contrapunto del tono épico de la parte anterior. Ahora el poema se hunde, no va hacia fuera (paisaje, historia, leyenda, personaje) sino hacia dentro: silencio, cuerpo, palabra, origen. Se hace más denso: «Los pulmones de agua / sueñan con un lago / sin paredes, ni fondo cristalino / —no lo ven— / cobijan osamentas que pesan como piedras». Sin héroe, sin épica, sin paisaje, en este espacio de la sed, de la espera y de la escucha, la palabra llama a la palabra. Esa es la técnica con la que Elías Gorostiaga enfatiza el protagonismo de la palabra esencial en esta segunda parte: una palabra llama a otra palabra. Es un leixa-pren pero no musical o rítmico sino conceptual. Cada poema recoge una palabra del poema anterior y la lleva al poema siguiente, donde abre nuevos paisajes, interiores o exteriores, y nuevos silencios. Para cerrar el libro, Benet y su Región reaparecen en los últimos poemas, lanzando un hilo de conexión con la parte anterior, uniendo lo exterior con lo interior, cosiendo ambos paisajes y ambos lenguajes, el de la leyenda y el del silencio. JOSÉ ANTONIO OLMEDO. SAKURA. LOS PRINCIPIOS DEL HAIKU PARA TODOS (Celya, Toledo, 2023) por CLEOFÉ CAMPUZANO MARCO Noche de escarcha... Tagami Kikusha Una nada inolvidablemente significativa. Blyth Cuando hablamos de la esencia del haiku, hablamos de su universalidad, su brevedad esencial, hablamos de intuición concentrada en el tiempo presente, sin artificialidad, donde el valor de la permanencia y la fugacidad recaen en lo cíclico con asunción de finitud. La mística y la sacralidad de lo que nos rodea, esa mínima y sutil apreciación que aparece cuando nos detenemos y contemplamos, es el advenimiento del aware japonés, fenómeno que desencadena el haiku. Casi pasamos a un plano invisible donde poder captar la materialidad e inmaterialidad de nuestro entorno conformador, lo que es evidente y lo que está más velado, con su preciosismo y su carácter intimista en entrelazamiento con la experiencia cotidiana: «El haiku más que tratar de lo sagrado, lo contiene» en palabras de Vicente Haya. José Antonio Olmedo (Valencia, 1977), escritor inquieto y versátil, docente, crítico literario, editor y autor de libros de diversos géneros (crítica literaria, poesía, aforismo y haiku), después de estudiar durante años el haiku, iniciándose de la mano de Vicente Haya y de impartir formaciones desde 2017, nos regala un libro muy necesario: Sakura. Los principios del haiku para todos. En él, aquellos interesados en la cultura japonesa y con ávidas inquietudes literarias en este terreno, encontrarán un documento para el detenimiento, pero también una guía para la consulta especializada, ya que incluye interesantes referencias que abarcan diferentes recursos por sectores: literatura, webs, revistas, entre las que también se encuentra Crátera, de la que es coeditor. Estamos ante un ensayo crítico, didáctico y aperturista de 182 páginas, donde el autor se propone llegar a todo tipo de lector para acercarnos con humildad a los fundamentos que autentifican el haiku, de ahí su título. Es un ejemplo de cómo la crítica literaria y el rigor no están reñidos con la accesibilidad comunicativa. En este sentido, merece la pena detenerse en la nota del autor que encontramos al inicio ¿Por qué escribir este libro? Ahí, con cercanía y acierto empático, Olmedo desgrana los motivos que le han llevado a conformarlo, a través de trayectoria, vivencias a hitos personales, mencionando a su maestro Vicente Haya y a referentes como Fernando Rodríguez-Izquierdo y la repercusión que ello ha tenido en el devenir vital y literario del autor. El libro está dividido en cinco partes bien diferenciadas y conectadas entre sí, pero con aportaciones específicas y detalladas. En la primera parte se habla de la contemplación de la Sakura como antecedente cultural inspirador; en la segunda, se especifican los factores fijos y variables que ha de tener un haiku; la tercera aborda los elementos culturales vinculantes y se menciona la transculturación, la importancia de naturaleza y sus simbolismos y se adentra en la concepción generalizada de la muerte para entender qué es un haiku, además de señalar diferentes categorías de haiku, como el urbano, tan en auge en las últimas décadas; la cuarta parte explora el alma del haiku y sus orígenes en composiciones como el Tanka, el Juè Jú y el Sedooka, su vinculación con el Taoísmo, la importancia del sincretismo filosófico y religioso y las características de la lengua japonesa que hacen difícil su traslación semántica a otra lengua; aquí merece especial detenimiento la leyenda de Cang Jie por su belleza y sentido fundacional. Finalmente, en la quinta parte, se hace un repaso por los cuatro maestros Basho, Buson, Issa y Shikki y también se dan unas pinceladas del haiku en España, siendo especialmente destacable un epígrafe destinado a la mujer en el haiku. Sin duda, uno de los pilares fundamentales de este libro es la inclusión del enfoque de la teoría feminista, dando a conocer este aspecto tan relegado a un segundo plano. A lo largo de unas cuantas páginas, se ponen en valor las aportaciones de las mujeres haijines, que fueron grandes cultivadoras del género. Así, se citan autoras maravillosas como Chinyo-Ni, Enomoto Seifu-Jo, Tatami Kikhusja o Den Sute-Jo. Con gran habilidad comunicativa, un lenguaje cuidado, sensible y aperturista, nos conmina a su descubrimiento. Como fórmula poética, el haiku ha llegado a nuestros días a través de un proceso de transculturación y lo hemos adaptado al pensamiento y morfología sintáctica del mundo occidental, no siempre de la manera más acertada. Este ensayo pone de manifiesto la necesidad de recuperar la esencia del haiku, sumarse a su conocimiento real y auténtico. Esta fórmula literaria no es únicamente forma-contenido de aparente sencillez, es mucho más, constituye una experiencia espiritual y mística que tiene que ver con la cultura en la que nace y se desarrolla. Asimismo, condensa un sincretismo espiritual con un formato mínimo indesligable de su filosofía esencial. Una de las cosas interesantes en la estructuración del ensayo es que no llegamos a la pregunta: ¿Qué es un haiku? hasta bien avanzada la lectura, momento en que se nos presentan definiciones diversificadas, entre las que recojo esta de María José Ferrada por su belleza de instante insólito: «Un haiku es como una foto hecha de palabras, más que una forma de escritura, el haiku es un camino para aprender a mirar el mundo»; primero, el autor nos introduce en los elementos culturales que han contribuido a su nacimiento (históricos, antropológicos y religiosos) para llegar nutridos a esa parte. Otro aspecto destacable es la valoración patrimonial de elementos identitarios de la cultura japonesa que se visibilizan en el haiku y que pueden considerarse patrimonio inmaterial universal; hay un hermanamiento entre la identidad y la emoción en cuanto se da validez experiencial del momento presente y lo que, de él, hay que conservar: «La transformación de la sociedad es un hecho a todos los niveles, y eso es algo que afecta forzosamente al individuo. Es necesario no recuperar sino cultivar y dignificar el shinkoo haiku». En la primera parte, “Conciencia de la finitud”, se examina la brevedad de la existencia en la concepción japonesa, recogida en el símbolo del cerezo en flor, La Sakura, con la celebración del Hanami; así, el árbol aglutina la belleza efímera, la vida y la muerte en un mismo fenómeno, precisamente para recordar «lo valioso del tiempo que posee quien está vivo y sabe que un día (al igual que estas flores) morirá»; esto no sería posible sin la premisa de un tiempo sobre una nada que es todo en el ciclo de las estaciones y sin la abnegación-humildad, ambos como elementos esenciales. En este capítulo, se da cuenta también del momento fundacional del haiku, inmanente al momento presente, al silencio y la serenidad, adheridos como decimos a un tiempo/no-tiempo valiosamente finito e infinitamente valioso. El haiku está ligado al sincretismo religioso y a una filosofía de vida muy específica, de manera que toda su condición de sentido reside ahí. Como el autor indica «para comprender no siempre debemos racionalizar el objeto que pretendemos discernir. En el caso del haiku el filtro es, en la mayoría de ocasiones, la sensibilidad».
Hablar sobre la poeticidad o forma interior en el haiku, es hacerlo sobre dar nombre a las cosas desde la sencillez, sin artificialidad. La poeticidad reside en lo que pasa en el fenómeno que existe alrededor y existe en mayor medida cuando es registrado y compartido. De ahí que en la segunda parte nos introduzca en los elementos indispensables del haiku, que él divide en indispensables (existencia de un suceso, darse en momento presente, la composición silábica desde el paradigma del alfabeto y lenguaje japonés, entre otros). La experiencia del instante sin el sujeto lírico presente, evanescencia ante la contemplación y la afectación que se registra, la constelación de las frecuencias sensoriales, auditivas, visuales, presencia diluida en el tacto de lo que nos transforma. Nos indica que lo que importa es el suceso y su registro sensorial «la mirada del poeta se obvia, puesto que sin ella no habría poema. Saber sugerir esas emociones casi dermatológicas, gustativas, olfativas o sonoras se convierte en un arte exquisito y complejo». Tal y como avanzaba anteriormente, uno de los epígrafes más interesantes que incluye Sakura —y que hasta el momento no se había explorado lo suficiente ni recogido en cuidado análisis— es el que hace referencia a la mujer en el haiku. En estos escritos se observa una línea confluyente de pensamiento y emoción que se aleja del haiku canónico, pero no por ello abandona su esencia; es más, otorga un valor de singularidad por su aportación cultural, literaria y universal específica, donde existe una presencia relevante del yo lírico; en efecto, uno de los motivos que se enuncian como posible razón por la que no se tuvo en cuenta a las mujeres en los escritos y críticas sobre el haiku japonés, puede ser debido precisamente a que se determinó una diferenciación que aludía a la idea de que las mujeres escribían composiciones que fueron consideradas tankas y no haikus, debido a su carácter más personal en los temas tratados como el amor, la vejez, incluso la maternidad y la sexualidad. «Faz de muñeca / sin duda yo también / envejecí» (Enomoto Seifu-Jo). Así, Olmedo reorienta un discurso en el que reivindica diferentes personalidades femeninas destacables y su proyección emancipadora: «En el siglo XX, momento en que las mujeres haijines adquirieron verdadero protagnismo, Den Sute-Jo, Shushiki, Shofuni o El Pai: La lista de mujeres que practicaron el haiku en Japón es larga y muy interesante. En el siglo XVII, Den Sute-Jo, nacida en 1633, consolidó un estilo propio común a las haijin de la época creando haikus de exquisita belleza y armonía». Volviendo a esas palabras del inicio de Vicente Haya sobre lo sagrado que el haiku contiene y para concluir, me parecía interesante destacar un concepto muy vinculado y al que Olmedo dedica unos párrafos, la hierofanía, como toma de conciencia de lo sagrado, su acto de manifestación. El mito antropológico panteísta está muy presente en el valor inmaterial del haiku, es lo que nos conecta a lo esencial de la vida «si tal como afirma Vicente Haya el haiku es un vaciamiento del yo para dejar entrar el mundo en nosotros», quizás hay una nada que, una vez sentida, nos permite volver para ser un yo y un nosotros ya en vías de transformación, aprendizaje y tránsito. JESÚS CÁRDENAS SÁNCHEZ. DESVESTIR EL CUERPO (Lastura, Madrid, 2023) por LUIS LLORENTE El nuevo libro de poemas de Jesús Cárdenas Sánchez (Alcalá de Guadaíra, 1973) propone la aventura de la búsqueda del ser en la percepción del mundo y de los reflejos de uno mismo. Se puede detectar, incluso, una materialización del cuerpo, en cuanto a que está sujeto a los vaivenes existenciales del mundo contemplado. Así pues, el cuerpo, en términos místicos, es una especie de morada. Haciendo referencia directa al título, desvestirlo es el grado máximo de autoconocimiento. Y, como bien afirma José Antonio Olmedo López en el prólogo, en esa desnudez no solo encontraremos la singularidad del poeta; también la nuestra. Así pues, el lenguaje es un espejo de nosotros mismos, la materialización de nuestras emociones y pensamientos; un conducto quasi ontológico. El reflejo viene dado por la propia naturaleza cuando es asumida y observada. Hay una identidad, un topos semioculto, un sentido de pertenencia no como apropiación material sino como reflejo anímico. Identidad pero también alteridad, porque en algunos momentos aparece lo ajeno como una extensión en la que uno se refleja con implacable asombro. Lo metapoético de la identidad. Cuerpo-espejo, y la escritura como una representación del espacio mítico, de ese espacio en el que uno quisiera quedarse contra la muerte, hacia la eternidad. Todos esos elementos que configuran lo que somos, que nos hacen conocer. Y lo amoroso de lo real. La realidad como algo corpóreo que tiene diferentes estados; así el libro se estructura con tres apartados temáticos que definen ese viaje, esa aventura: “Todos los espejos”, “Cristal ahumado” y “Callada ceniza”. Todo el libro acaba resultando un tejido poderoso e impermeable, precisamente por su elevado grado de homogeneidad estética y temática. El autor sevillano opta por el poema breve y conciso, con algunos versos verdaderamente sentenciosos. Y siempre de fondo una estructura metafórica, un sistema de imágenes perfectamente cohesionado. Es decir, que se presenta el lenguaje como representación del mundo y el reflejo de ese yo, o de ese espacio habitado, pero también ese palimpsesto estético que distribuye el fogonazo metafórico en el discurso. Esa unidad, esa continuidad imaginativa y reflexiva, logra el efecto de un trazado en ascensión si hacemos una lectura lineal. Si la metáfora brillante es el motor estético del poema, es el tono reflexivo el guardián de fondo que custodia las ideas, el pensamiento que se encauza desde la emoción. Con inteligencia y fulgor, es un viaje hacia dentro. En el primer poema del libro el poeta asume ese sentido ritual de la escritura. «Comienza el rito / y hasta aquí nos empujan estos versos». Hay un lugar en el que el yo sabe que existe, que está existiendo, «Ante el espejo se ve la oscilación / de quien ardía con el mismo asombro / que los labios al estrenar otra piel». La necesidad de la escritura, una búsqueda consciente, y si es consciente es precisamente por ese grado de insuficiencia (y aquí podemos señalar una especie de mística moderna, además de ser uno de los mayores aciertos del libro): «Necesito que grites que es poesía / si, al doblar la página, aún persiste la sed». El desorden del mundo, el azar, ante el cual el poeta no puede hacer nada, y asume de manera estoica que solo puede controlar lo que depende de su territorio anímico: «Sospechas que el azar nos encadena». Los espejos son ese desafío, elementos que no siempre responden a las preguntas: «¿Cuánto de fuego queda en mí? / ¿Dónde la dicha de los días cándidos?», o, como dice en otro poema, «La gloria que pudo ser aquí acaba. / Ningún deseo arregla nuestro mundo». La apariencia de las cosas y el análisis de su distorsión a partir de la identidad: «La raíz en el vidrio de la luna / endereza la imagen que conservas / como si fueran ecos, rumores y murmullos»; así dice en uno de los poemas más bellos de la primera parte, que por cierto incluye una exquisita aliteración. (No olvidemos que la tradición hispánica está presente en todo momento, desde el ritmo y la sintaxis hasta ciertos recursos expresivos de sobrado arraigo como la metáfora o la aliteración). Más allá de lo estilístico o de los aciertos evidentes de una voz madura, que un buen lector detectará enseguida, lo que el poeta propone es un mensaje, una cosmogonía. Uno escribe un libro para dar algo, para sacar algo de sí mismo. Y este es el caso. La influencia del primer José Ángel Valente está presente en los poemas más sentenciosos. «Ebrio de búsqueda, algo deslumbrado, / me topé con los mismos nombres / y una conjugación de tiempos toscos», versos del último poema del primer apartado. Pero podríamos mencionar a muchos otros poetas que pueden haber sido decisivos en la escritura del poeta alcalareño, como Carlos Marzal, Vicente Gallego o María Victoria Atencia. En cualquier caso, en su voz hay ritmo más o menos ortodoxo, metáfora audaz, tono reflexivo y universo simbólico definido. En el segundo apartado entramos en el espacio mítico de un modo más explícito, o mejor, más explícitamente perceptivo. El tiempo deja su huella o dibuja una erosión de las cosas. «Como si al retomar el mundo / no aguantasen los ojos». Aparecen en estos poemas una idea de la identidad: «La imagen del cristal es ella misma; / en cambio, al despojarse, hay algo más: un precio que extiende el tiempo en su uso». La sinceridad como una epifanía ante esa realidad aparece en un poema cuyo primer verso da título al libro: «Sentir entre los huesos / el tiempo y la palabra. Nada de fingir»; «Mostrar ya no la piel sino los huesos, / esos huesos que quieren ser poemas». Lo reflexivo reaparece en este apartado dando fuerza al discurso, la materia puede funcionar como un lugar preciso, «El reflejo constata nuestro fin: la razón liberada por el sueño / termina por romperse en las aristas». La búsqueda de todo aquello que es refugio emocional, materia de la vida: «Miras fuera aquello que ya no está, / pero le haces un hueco en un lugar cercano, / y te ves, ahí fuera, junto a lo que se fue»; «perseguir el camino sin camino / del perderse para luego encontrarse». La idea del cristal como algo que forma parte de una levedad consciente o inconsciente, algo que se erige frente al desamparo, o que genera duda o tristeza: «Ahora el cristal no te protege / del tiempo y la intemperie / ni del frío aliento de enero; // sólo refleja ese perfil de ave cansada».
El tercer apartado, “Callada ceniza”, es otro viaje hacia dentro. Al mismo tiempo celebratorio y elegíaco, encontramos aquí un tono de mayor desolación, pero con gratitud hacia el asombro, con la satisfacción de contemplar un ciclo, de hacer habitable su desarrollo, incluso de refugiarse en el final. «¿Por qué busco el invierno / siguiendo cada gota / que se desliza en los cristales?»; el ciclo de la naturaleza, la memoria, el olvido, lo que está y no está en distintas formas de estar... «La tarde se humedece lentamente / como la brisa oxida la esperanza / a mediados de octubre». La ambigüedad de la percepción, de la que hablaría Alberto Caeiro. «Hay un fuego confundido que persigue / un modo de futuro. Lo inexacto / existe en una distorsión». En uno de los poemas más intensos de este bloque se afirma la necesidad de construir un discurso que sea verdadero, no impostura. «Lo siento por la poesía, / pero algunos mienten. / Mienten con sus palabras y silencios. // Las canciones no mienten. / Las raíces no mienten. / No mienten los ojos del animal / a punto de morir». En otro poema, la aventura de sostener la escritura frente a la ceniza, o la memoria como baluarte, lo que se queda anclado. «Al fin, simulas el ancla en el verbo, / sin presente ni avance. Si te pulsa, / ya sabes que es membrana que conmueve». No hay diferencias estéticas importantes entre los apartados, pero sí, aunque muy sutil, en la temática de cada uno. Tres bloques que vertebran la idea de la desnudez, del despojamiento y del reflejo del yo. Como una obra musical que consta de tres partes, y las divisiones no son otra cosa que un ligero cambio en la modulación. Por último, añadir lo que dice Luis Ramos en el epílogo: este libro, recordando lo que dijo Vitrubio sobre la arquitectura, es una construcción firme, es una casa bella y es un lugar útil. En definitiva, Desvestir el cuerpo es un libro compacto y extenso que se puede disfrutar tanto si uno sigue el orden de los poemas como si opta por un orden aleatorio. Rezuma equilibrio en forma y fondo, lecturas y oficio, y reposo en el trabajo de cada poema. Un tríptico para la conciencia. No es un libro más; tampoco es el único; es un buen libro de poesía de los muchos que se han publicado en 2023. La poesía española goza de buena salud, aunque atraviesa un momento complejo por tener demasiada dispersión y por la excesiva oferta, por la hegemonía marcada por las grandes editoriales pero también con una valiosa poesía que sólo emerge a través de editoriales independientes y medianas o pequeñas (esto daría para una disertación larga en otro lugar y en otro momento). La poesía española actual es literalmente inabarcable. De eso ya no cabe duda. Tampoco cabe duda de que este es un buen libro. Pasen y disfruten. SERGIO MAYOR. LA MUJER DE LA CALLE TABLAS (Márgenes, Granada, 2022) por RUBÉN BLEDA ¿DECIR ALGO O CALLAR PARA SIEMPRE? Cómo hablar de ti, Sergio Mayor, cómo hablar de La mujer de la calle Tablas sin parecerme a un estribillo de Amaral ni quedarme petrificado en la serpentina agonía del asombro, como un Laocoonte. Aún más importante: qué. Cada verso mercería una explicación y esta explicación sería el verso mismo. Mi reseña tendría que tener 123 páginas y estar escrita por ti. Me desconciertas. ¿Qué haces aquí, Sergio Mayor, en este siglo? ¿Qué has venido a hacer al desierto de Gorafe? ¿Qué se te ha perdido en el bar de Servando? ¿Qué pasa con los dioses? Son tan perezosos o tan viejos que no han hecho mito contigo: no te han procurado la conveniente metamorfosis. No te han convertido en la Calle Tablas. No te han convertido en aire de Granada, en una espada de aire que baje todas las noches desde la Alhambra hasta el Albaicín, recortando los flequillos alegres del Paseo de los Tristes. No. Te han dejado humano y carnal, escribiendo versos tan buenos y lunáticos como: «Aquí, fuera de este lugar, la rosa no escucha los rosarios». Negligentes dioses, viejos o cansados. Si Ciprio hubiese vivido en este siglo, no sería alargada la sombra de los cementerios. Tendríamos en los cementerios una sombra de olivo. De Granada haces surgir una mujer para que de esa mujer emane Granada. Comprimes una ciudad en el cuerpo de una mujer para que esa mujer exhale la ciudad, la disperse por tu casa y tu memoria. Y no sólo la ciudad: todos tus mundos caben en ella y en sólo ella los revives, los expandes, los contemplas, como un flâneur del tiempo, un coleccionista de visiones. Ella está en el pasado y desde su lejanía se convierte en diosa y aparece envuelta en todo lo que evoca, como si se mostrase en todo su poder. Ella es Zeus ante Sémele. Y Sémele eres tú, reduciéndote a hermosas cenizas de poesía. «Yo era un pervertido que quería casarse con una ciudad hecha carne». Me remuerden tus versos la conciencia, pues yo creía haber dado ya la espada a los simbolistas malditos, con sus mujeres sublimes y fatales, cargadas de significados como de funestas joyas, Salomés de Moreau que ahora bajan por la calle Tablas a finales de los años ochenta provocando en ti una epifanía a la que aún cantas: «Tu belleza es epifanía / una obscena epifanía». Como el antiguo drogadicto que husmea con delectación melancólica su abandonado vicio, poniendo el rictus amargo y soñador, yo te leo asomado al balcón profundo de mi adolescencia, bajo el que pasaron tantas mujeres de la Calle Tablas rodeadas de un mundo perdido o jamás encontrado. Eres mi placer culpable. Antes de leerte habría afirmado que todo esto sólo podía ser un inviable anacronismo. Sonar a caduco, a latón tonto y trasegado. Las mujeres ideales, hiperbólicas, las fiebres de una religiosidad decadente: antiguallas. Pero tú no suenas a desfasado, a escritor que fue. Nadie diría que tu libro es de otra época. ¿Afirmaría alguien que es de esta? Por decirlo con sencillez, eres uno de esos escritores que han desarrollado una voz reconocible, un estilo no sólo propio, sino exclusivo. ¿Imitable? Quizá, aunque lo veo difícil. «Te escribo por lo mismo que Leonardo compraba los cadáveres de los ahorcados. / Te escribo para dibujarte, para conocerte (...) / Te escribo como es debido: teológicamente». «Estás muy bella en las mujeres que estás a punto de ser». «¿Recuerdas cuando éramos daneses?». Porque hay que ser muy Sergio Mayor para escribir así. Para escribir eso.
Este libro es una declaración de amor, exuberante de lucidez y locura, pero tú no amas a la mujer que lo protagoniza. Al menos no en un sentido material: «la mujer que eres por debajo de la diosa no me interesa / (…) Eres una creación, una crisopeya de mis ojos», le dices; «fuera de mis ojos (…) eres una mujer cualquiera / en mis ojos te conviertes en la Visión». Y este culto a la diosa es una herejía de amor, porque tú: «Nunca habría dicho una sola palabra de Dios de no haberte conocido». Ella se convierte en catalizador de lo divino, lo corporeiza, te lo muestra. Combinando verso largo y corto, entreverando tu cultura cargada de historia, clasicismos, tradiciones y mitologías varias con sus vocablos originales (shofar, ctónico, niribus, kenosis, etc), desarrollas esta teología erótica sin ningún complejo, convencida y apasionadamente, porque: «si por el puente de Florencia aquella mañana Dante piropea a una muchacha y pasa de largo, la Divina Comedia se va toda al carajo». Has escrito un libro-manifiesto contra la contención racional de las emociones, a favor de la exageración de la imagen poética. A favor de ti y de tu locura. Escribes poesía como si aún la poesía fuera sagrada. Escribes poesía con la seriedad sublime de quien se dirige a Dios. Y no obstante te permites algunas bromas. Un poco de humor. Porque tampoco dejas de ser el poeta pendenciero que arma trifulcas en el bar de Servando y que me dirá que a ver si me atrevo a decirle esta reseña a la cara. Nada de guantes arrojados y pistolas al amanecer. Tus duelos son a puñetazo fresco. Pues en la calle (Tablas) nos vemos, Sergio Mayor, cuando quieras. DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR. LOS QUE ESCUCHAN (Candaya, Barcelona, 2023) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Sonidos que se cuelan en el tímpano, vibraciones sonoras transmitidas al yunque desde el martillo, en el oído medio. Se meten dentro, aturden, confunden. Personajes que escuchan esas vibraciones y que dudan, experimentan la inquietud y la perplejidad; agitación, angustia: (...) y empezó a reconocer la sensación de mareo, de vértigo y de pánico que solía acompañar a la aparición de esos sonidos que de vez en cuando se apoderaban de su oído y que solamente él parecía escuchar (...) Toda resonancia se hace carne, condiciona el organismo de los personajes, su modo de estar en esta novela de Diego Sánchez Aguilar [DSA a partir de ahora]. Cuando empecé a leer Los que escuchan sentí que mi aproximación al texto había de operar (esencialmente) desde una perspectiva emocional e incluso corporal, semejante a la que experimenta Ulises en el fragmento entrecomillado más arriba. Incidir en el modo en que la lectura terminaba por afectar mi propio ritmo respiratorio e inducir en mí esas sensaciones que los propios personajes podían padecer: perplejidad, inquietud, agitación, angustia. Vértigo, pánico. Incluso ansiedad como lector. Supe que mi acercamiento al texto no había de ubicarse dentro de los parámetros de la lógica y que el abandono de todo filtro racional se hacía necesario. El abandono si cabe de mi propio cuerpo durante el proceso de lectura. Porque Los que escuchan es una novela que se lee con el cuerpo; es un artefacto ficcional que cartografía la realidad de la conciencia y el modo en que, en la actualidad, la mutilación y fustigamiento sistemático de ésta afecta a los cuerpos, a nuestra salud mental. Los que escuchan es un dispositivo narrativo que mapea la realidad o hace inventario de la psicosis contemporánea; pone en escena una perturbación que, en las páginas de la novela, tiene su origen en el sonido, en ese sonido que no cualquiera tiene la capacidad (o mala fortuna) de escuchar y que obstruye o produce interferencias en la psique de los personajes. Sonido que es puro símbolo. Sonido que no hace falta escuchar para sentir en la propia carne la enajenación e inseguridad propias de nuestra civilización que, queramos o no, muestra signos de agonía y decadencia. Si en Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (Balduque, 2016) DSA profundizaba en la frustración y en Factbook. El libro de los hechos (Candaya, 2018) se movía en el territorio de la culpa, Los que escuchan es una novela sobre la ansiedad. Y, de algún modo, esa ansiedad se contagia al lector; infecta a los potenciales receptores de la novela. La psicosis de la que habla DSA en este libro es una psicosis extensible al género humano, a todo ser que habite nuestro planeta sin importar credo ni condición u origen; una psicosis global que, a modo de pandemia obstruye nuestro estar aquí y ahora, nuestra calma, los afectos. Tal ansiedad (la que está presente en esta novela) se hace virus verbal a lo largo de la lectura: a partir de cada página que leemos, a través de la exposición a una infección narrativa minuciosamente articulada por su autor y que, como lectores, nos contamina. Cada frase, cada párrafo se articula mediante una meticulosidad casi artificial, alien; cada palabra, cada capítulo penetra nuestro organismo y sedimenta en nuestro interior; el texto opera como microbio o germen en la conciencia lectora que se vuelve cuerpo vapuleado por un narrador inflexible en su deriva verbal, en su retórica implacable. Me aventuro a afirmar que, como lectores, somos organismos violentados por la escritura rigurosa de DSA, organismos violentados por el padecimiento y la enajenación que sufren los personajes a partir de esos sonidos que aturden a Esperanza o a su padre enloquecido; a su familia; al pequeño Andrés y su madre Asunción; a todos aquellos que escuchan más allá de lo que suele alcanzar cualquier mortal. De tal modo, lo que hiere a los personajes se traduce en nuestra experiencia lectora de Los que escuchan a través de un discurso que, de forma irremediable, nos hace vulnerables a través de la palabra, nos mete en el mismo saco que a estos personajes que habitan una ficción que se desliza en el lector como herida, fractura de la conciencia y el cuerpo: de la respiración, del ritmo de sístole y diástole; nos aboca a la misma zozobra y ansiedad a la que se ven expuestos los seres que deambulan por las páginas de este lugar terrible y bellamente inhóspito que es Los que escuchan.
Sí, la ansiedad inflama las páginas de este libro. La ansiedad acaba ocupando incluso nuestro interior; coloniza nuestras emociones. Ahí está la pericia y eficacia de un narrador que parece conocer a la perfección los resortes que hacen posible atosigar al lector, trastornar su estado físico-emocional de forma deliberada y, en consecuencia, abrumarnos, hacernos sentir incómodos a cada página que se estructura de forma obsesiva, metódica. De ahí que el cuerpo (el nuestro) sea el verdadero lector de esta obra, pues su lectura incide directamente en el modo en que nuestro organismo siente. El discurso narrativo modula de forma radical nuestra forma de estar mientras tiene lugar el acto de lectura, un acto de lectura que fluye a través de una escritura objetiva, caligrafiada a través de un bisturí que hace una incisión tras otra en el tejido de nuestra respiración, en la propia piel. El narrador que nos propone este viaje casi orgánico a través de la palabra y la ficción se caracteriza por articular una voz neutra y distante, casi maquinal. Su perspectiva revela con claridad la desaparición del ego igual que si una inteligencia artificial estuviera dictando un discurso despiadado, sin posibilidad de fuga. Los que escuchan es una máquina narrativa que disecciona el mundo que habitamos, la forma en que nuestra especie es abrumada por la depresión o cualquier otro tipo de desequilibrio mental. El narrador es aquí el virus perfecto; actúa en las páginas de esta novela como un bacilo que se inocula a través de la lectura. Sientes Los que escuchan como si a lo largo de su desarrollo resonara el eco del pensamiento de Mark Fisher en torno a nuestra sociedad, en torno a la psicosis. En la novela, depresión y enfermedad mental, trastorno biopolítico y capitalismo se confunden en una amalgama borrosa que obliga al lector a tomar aire, recuperar el aliento que se pierde al finalizar cada uno de sus capítulos (no está de más adentrarse en ellos sin parpadear: dejarse hacer en su progresión inexorable). En Los que escuchan la alucinación sonora se entreteje con la mutación climática y la incomodidad global, un spleen contemporáneo que produce vergüenza, malestar que se extiende como epidemia dentro de nuestra especie. MARÍA JESÚS MINGOT. JARDÍN DE INVIERNO (Reino de Cordelia, Madrid, 2023) por FRANCISCO J. CASTAÑÓN Jardín de Invierno es el poemario más reciente de la poeta y profesora de filosofía María Jesús Mingot, un libro que se suma a sus títulos anteriores, Cenizas, Hasta mudar en nada, Aliento de luz y La marea del tiempo, los cuales conforman hasta la fecha la producción poética de la autora. En sincronía con las obras citadas, Jardín de Invierno es un libro donde atisbamos una profunda reflexión sobre el devenir existencial. Con una voz poética inconfundible y un estilo personalísimo, Mingot aborda en los poemas que salen a nuestro encuentro, según nos adentramos en este espléndido jardín, temas sustanciales e inseparables a la siempre compleja condición humana. Los efectos del transcurso del tiempo, la percepción de nuestra inevitable caducidad, la necesidad de trascender desde los acontecimientos más relevantes o las vicisitudes y motivaciones más cotidianas, la capacidad de renacer a pesar de los reveses que nos depara nuestro itinerario vital, la importancia del amor en sus diversas manifestaciones..., y todo ello tratado con sutileza y precisión, algo que —como observamos en Mingot— sólo a través de un esmerado empleo del lenguaje poético puede alcanzarse. En este sentido, el excelente prólogo firmado por Teodosio Fernández Rodríguez, que precede a la obra de Mingot, es una aportación cuya lectura resulta muy recomendable para comprender mejor el alcance de los poemas de la autora madrileña recogidos en este libro. «Estamos —asevera Teodosio Fernández— ante un poemario en el vértigo de una revelación en los límites de la nada y del silencio, un poemario donde la celebración se conjuga íntimamente con el sentimiento de la pérdida, depurado y meditativo, tejido por una honda sensibilidad». En “Alba”, primera de las cuatro secciones en las que está dividido el libro, hallamos poemas en los que la autora recapacita con agudeza e ingenio sobre el sentido del ser, a partir de escenas o cuestiones que resultan cercanas al público lector. El verso inicial del poema ‘El alba en su regazo’ con el que comienza el poemario nos da ya una idea de la perspicacia y altura poética que contienen estas páginas: «Y sostiene la madre entre sus brazos la esperanza del mundo». La contemplación de un recién nacido alienta versos deliciosos: «En los labios lactantes, la fontana / secreta del amor mana sin miedo. / El alba balbucea en su regazo». En los poemas de ‘Alba’ las vivencias de la autora se trasforman en saber poético. El amor, pero además esas laceraciones que va dejando la proeza de vivir o aquello que quedó cristalizado un día en la memoria, impulsan poemas como ‘Recomenzar’, donde leemos «Las heridas de ayer, tu cárcel muda, / sean humus de vida que renace», o el titulado ‘Hogar’ que atesora la descripción de una estampa afable colmada de emotividad: «Flor de café, tu rostro en el periódico. / Dos perros, uno junto a tu pierna, / el otro en su sueño. /.../ Desprendes tanta paz / que cualquier palabra sería una piedra». Porque las imágenes en Mingot emergen con un señalado vigor expresivo. Un ejercicio literario que se acerca al cubismo, pues las impresiones plasmadas en estos versos toman forma desde una óptica inédita y original, según ve la poeta el mundo que la circunda. Asimismo, en estos poemas descubrimos resonancias pretéritas que guarda, por ejemplo, ‘El trastero de Gaztambide’, rememoran ‘El primer amor’ o traen la nostalgia de la infancia en los poemas ‘Como un paseo en barca’ y ‘Abrigo de la infancia’. Del mismo modo, las diferentes facetas en las que se experimenta el amor —al igual que “Un único latido nos sostiene incluso en la distancia”—, fluyen en poemas tan notables como ‘Un jardín a la sombra’, ‘Luz descalza’ y ‘Canto a la lluvia’. Advertir también la presencia de la naturaleza en los poemas de Mingot. Versos como «Nada me hace ser más que tu calor de otoño, tenue como el aliento de la tierra» o «Porque nunca el amor fue un favor tan desnudo / ni hubo tanta esperanza en un desierto», extraídos de los poemas comentados, son muestra de ello. ‘Vida’, ‘Alma’ o ‘Lo que la noche guarda’ son atinados poemas donde emerge el engranaje que configura «La red secreta donde el amor se teje, / y sombra y luz se besan». Sin olvidar incluir en el discurso poético aciagos episodios que no es posible obviar. Así, recurre la autora al poeta polaco Zbigniew Herbert para anunciar en el poema ‘Herbert en tiempos de pandemia’: «Escucho la voz del poeta. / Las heridas están frescas, / y el amor parece posible». Por otro lado, no debemos perder de vista el simbolismo que reside en estos versos, como observó con acierto Alejandro Sanz en la presentación del poemario que tuvo lugar en Madrid. Los matices son importantes. No estamos ante un jardín en invierno —apuntó Sanz—, sino en un jardín de invierno, donde se nos invita a cavilar sobre el contenido y trasfondo de los poemas que nos ofrece su autora, y a considerar las oportunas respuestas que propone. De esta forma, la voz poética de Mingot se revela aquí, como en todo el poemario, con esa solidez y plenitud intelectual en la que germinan los poemas de este libro. En el segundo apartado del libro, “Desvelo”, la poeta construye una escenografía conceptual, filosófica y alegórica que recuerda a la técnica del auto sacramental de nuestra literatura del Siglo de Oro, aunque con rasgos contemporáneos y exento de las intenciones moralizantes del pasado. ‘Amor’, ‘Deseo’, ‘Perdón’, ‘Culpa’, ‘Remordimiento’... Los títulos de los poemas no dejan lugar a la especulación sobre los temas que plantea la autora en esta parte del libro. ‘Soberbia’, ‘Pereza’, ‘Gula’, ‘Avaricia’, ‘Lujuria’, ‘Ira’, ‘Envidia’... Siguen a los anteriores. Poemas donde abstracción y concreción se entreveran para conjugar versos como «Ser tu aliento en mi boca», cuando se habla de deseo; «Ser huésped de la luz y ser simiente que redime la tierra y, al sereno, duerme sin poner nombre al don que entraña», cuando alude al perdón; o «El ojo sepultado por las olas / de una venganza ciega / contra todos y todo», cuando se refiere a la ira. Acciones o estados que arraigan en el ‘Cuerpo’, ese «pobre cuerpo mortal, / fiel compañero, retador del silencio, / puro fuego en la estepa de los días». Sin embargo, la autora da un giro argumental al tono de esta sección y nos sorprende con otros poemas inesperados, donde «Hay un eczema que te ha acompañado sesenta años», «Se vende la libertad en cómodos plazos, / de púrpura vestida la oferta del día», donde «Amar la larga noche de la rosa», o «Germinan las palabras en tu cuerpo / en el vasto silencio de la noche». Porque a tenor del último y destacable poema de este apartado, ‘No hay escape para los misterios elementales’ que caracterizan la enigmática y paradójica condición humana.
En la tercera sección, “Herida”, la poeta nos introduce de lleno en el ámbito social y la crónica del presente. No falta tampoco una mirada crítica al relato de la historia. Cimentados con ese simbolismo ya mencionado que dota de elocuencia a los versos de Mingot, leemos poemas muy intensos sobre el desastre de la guerra, el desamparo del «hombre que habla solo» en medio de la barahúnda urbana, sobre la pobreza, el olvido, la ausencia, la ‘Infancia robada’ (título de un poema admirable), la muerte —provocada por la droga— que viaja en tren («Entre dos estaciones el sueño de la muerte, / ojos huecos de yonqui flotando en su nirvana») o la tragedia del suicidio. Poemas sapienciales como ‘La historia oficial’, donde la poeta parece conectar con esa idea que expresara el escritor galo Bernard Noël sobre cómo la verdad oficial sirve para blanquear la historia o cuando en el poema ‘También cuando te niegan’ anota: «Quién sabe lo que pasa por el alma de un hombre». “Silencio”, último apartado del libro, nos reserva poemas que ahondan en ámbitos abiertos a la espiritualidad, con referencias a la naturaleza, al misterio de la vida, al silencio como espacio de introspección y al ímpetu del amor. Así, en el poema ‘Cegados por la belleza del amor’ la poeta escribe: «Palpamos la tierra mojada, pero no vemos el esplendor de la tormenta. / Palpamos el latido de la gota, pero el mar permanece oscuro e impenetrable». Podrían citarse otros, pero tres poemas que van poniendo fin al poemario son, a mi juicio, particularmente luminosos: ‘La última oración’, ‘Lirios blancos en la noche’ y el que da título al poemario, ‘Jardín de invierno’, que para Teodosio Fernández es «el mejor resumen» de un libro «que conjuga, con extraña intensidad y belleza, la luz y la sombra, el albor y la despedida, ese vaivén de la vida...». Un libro cuyos poemas confortan, conmueven y agitan nuestro intelecto. DAVID MONTEIRA. PANORAMA (Adarve, Madrid, 2023) por MARIBEL SOLÍS Encontrar un reducto de poesía pura en estos tiempos en que lo cotidiano se apodera inevitablemente de toda clase de manifestación artística resulta un hallazgo con tintes de milagro. Afortunadamente, aún quedan islas de inspiración y esencia lírica y Panorama es un hermoso ejemplo de ello.
El título del poemario nos acerca a un contenido temático amplio en el que conviven el mundo clásico, Asia, Castilla, el paisaje, homenajes evidentes o velados a grandes figuras poéticas... Todo es motivo de celebración lírica. Y este marco heterogéneo funciona casi como un pretexto para mostrar las galas de un ejercicio literario lúcido y personal, cimentado en un sustrato de perfección formal y técnica depurada. A lo largo de este cántico se escuchan ecos juanramonianos y es fácil que el lector pueda disfrutar del silencio que perdura tras la lectura gozosa de toda gran obra. En muchas de las composiciones los símbolos no se limitan a su fulgurante preciosismo (la sombra, la luz, la vereda...) sino que demandan un trabajo intelectual por parte de autor y lector respectivamente. (‘Simetría en el estanque’). La cuidada presencia del ritmo y la musicalidad no constituye un adorno vacuo y recoge el espíritu modernista más virtuoso y elocuente (véase ‘Barcarola veneciana’). David Monteira exhibe un dominio de los recursos estilísticos más elaborados, entre los que sobresalen imágenes y sinestesias, dotadas de un poder evocador inusual («La soledad es un cirio / de luminosas esporas, / la torre blanca en que lloras / y asciendes en tu delirio»). La maestría técnica también se evidencia con una métrica impecable en el empleo del soneto de arte menor. Trenzado con un tono de melancolía, el amor es concebido como motivo cósmico y humano, así que sus posibilidades se manifiestan infinitas y únicas dentro de esta obra. El sentimiento, empleado en su acepción más amplia, no se deja acechar aquí por el sentimentalismo sino que siempre sale airoso, envuelto en el tul colorido y grácil de las palabras que lo elevan y conectan a una existencia más duradera y hermosa. Los versos destilan una total complicidad del escritor con el paisaje, de manera que en muchos momentos es la propia Naturaleza quien parece haberle otorgado al poeta el privilegio exclusivo de cantarla como merece. El resultado es una taza de porcelana fina donde se bebe el elixir intelectual y sensible, donde la expresión brillante no eclipsa el concepto sino que lo refrena, lo pule y lo amplifica hacia la eternidad de la palabra certera. |
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