LA BIBLIOTECA DE ALONSO QUIJANO
Reseñas
HELENA JUNYENT. LA ESTATURA DE LOS PASOS / ENTRE ESPEJO Y ESPEJISMOS (Endymion, Madrid, 2020) por ANTONIO MARÍN ALBALATE Helena Junyent (Vilafranca del Penedès, Barcelona), titulada en grafismo e ilustración por la Escuela de Artes Massana de Barcelona, prosigue estudios sobre técnicas de pintura al fresco, mosaico y grabado. Tras varios años dedicados al diseño y la docencia de las artes plásticas, se entrega de lleno a la pintura. Posteriormente, descubre su pasión por la poesía, produciéndose con ello un giro importante en el conjunto de toda su obra. Hasta la fecha ha publicado los siguientes libros de poesía: Los mares de la cereza (2002), Lunaciones (2006), Frutas de lunas (2006); Semblantes plateados (2008), Elegías a un azul caído del ala (2009), El cuerpo adivinado (2009), Cuéntame entre las cerezas (2010), Granate (2010), Rayando la luz (2012), Estancia entre dos luces (2012) y estas dos últimas entregas, La estatura de los pasos (2020) y Entre espejos y espejismos (2020). Si repasamos su bibliografía, vemos que Helena reincide en lo de publicar libros a pares. Lo hizo en 2006, volvió con otro doblete en 2012 e hizo lo mismo el pasado 2020 con La estatura de los pasos y Entre espejos y espejismos, dos libros que bien pudieran ser uno solo, con un largo título que ante los ojos lectores se hace infinito y extenuante por la disposición de sus versos, carentes de puntos y comas, que nos llevan más allá de su propia sintaxis, afortunadamente alterada, para sumergirnos sin respiro en su belleza. Creo que Helena es en sí misma un largo y delicado poema tanto de más tanto de largo al que le queda corto el estar, tanto que el más allá ha quedado lejano, porque mientras entra en el entre de todos está entrando en el sí mismo / del verdadero comienzo (y creedme que así es porque tras leer a esta poeta de un tirón sin signo alguno de agota-miento y acordándome de cuando yo también lo hacía de esta manera sin respiro alguno, renace aquel que fui para que ahora en honor de Junyent disponga así la po-ética de este texto). Y creo también, tras leerla, que Helena se ensimisma en su propia densidad, la de la estatura de los pasos para caminar alto con versos entre el quizás y el tal vez. entre las grandes preguntas se esconde el topo entre las grandes convicciones —cazamariposas de alas quietas-- pernocta la cigarra toma el sol la lagartija entre el quizás y el tal vez se constatan las dudas se pone en marcha el quehacer tarea de las hacedoras actúa la hormiga Y la hormiga a punto ser aplastada por una gota de hormigón preguntándose a qué desde qué hacia qué para qué / servirá lo que suceda después // a quién le importa eso la hormiga que sueña lejos de esa gota el amparo de la higuera para dormir como “materia oscura” la oscura materia / la que no resuena / la que nos mira sueña para soñar con la “desconstrucción del espectro” para que leamos que hay los ladrillos que montan el cielo / hay mano de obra-maniobra / la piedra negra la negra simiente piedra negra o del temblar como Panero escribiera semilla negra como cantara Radio Futura y hay un estar aquí / al cuidado de un jardín bien cuidado y hay el recuerdo del sol que hubo y brilló en abundancia pero no pasa nada / no vale la pena / lo humano vale nada y hay diente a diente ajo y cebolla y entre la logia del ajo y la cebolla mi yo más descabellado eructando en la sombra sin pensar en nada más y menos que el alma de todas las cosas que fueron y se fueron y así entre espejo y espejismos este lector-relator de Helena sabe ay que hay que mirar más alto / de lo que el árbol crece / sin que uno crea / que crecer es creer / en la naturaleza que lo sobrepasa porque en tanto el crujir del roble suene haciatrás / y toda su queja regrese al nosotros / una fuerza de nosotros sin nosotros / destensa las cuerdas que pase los lazos / que a lo largo del nos / otros que fuimos / son ya un rescoldo nuestro porque sabemos con certeza que no hay yo no hay tú no hay quien nos / encienda el sol cuando anochezca todo en todos / contigo y porque “desde la raíz del túnel” sabemos que el árbol también sabe suma y asume / que en su inclinación a las alturas / a lo largo y a lo alto de ese túnel / que atraviesa el más abajo de una vía / muerta de vacíos sin peaje / cuántos crecieron / ¡cuántos cipreses! y luego está lo blanco para resaltar la oscuridad que encierra porque la tela en blanco / destaca antes que nada / todo lo oscuro de su fondo y está la “luz verde” que invita a morder el fruto / con todo el frescor de la impaciencia / fusionado en el verdor / de holgar la lengua en reverberos / madurados en la niña / de la blusa entreabierta para ser brillo y vuelo sobre los pezones de una japonesa / delicados como los polvos de arroz y ver cómo debajo de la media de una geisha / se revela el temblor / de un cuerpo sin vestido / bambú o pay-pay / mandarinas de la china / por delante y por detrás / si poesía lo mismo da / tokio que kioto y leer con la polla en la mano “entre acto y acto”
pillar no es coger de ti tu parte más explícita pillar es penetrar el cuándo en el acto del coger preciso es contigo todo adentro follarse en ti la noche entera Follar sin descanso follarse y fallar el poema orientándolo hacia el fetichismo de la seda en la transparencia del agua diciendo de Helena con Helena y hacia ella y es más / sobre este tu mar / de puntillas / surcar lencerías / hablar de encajes / leer en-aguas / ondas claras / debajo de la espuma y en la es-puma sucumbir ante su dulce y certero zarpazo y decir todo es finito hasta aquí hemos llegado decirlo no sin antes advertir que en este par de libros de tan densa belleza se entra por un no / ya no y se sale “con sus más y sus menos” por lo que vemos / siempre demasiado. Gracias, Helena Junyent, por la estatura de tus pasos creciendo bajo la raíz del grito aproximativo. Gracias por ser el espejo donde se mira el espejismo de lo que un día acaso fuimos. Y que tu voz siga pintando al fresco las manchas de una noche pasada a fuego por debajo del estómago. Y que el aire palíndromo aneleH cada día tu presencia en verso-vivo para escribirla respirando. Amén.
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ELISABET FABREGAS. CESTOS DE LILAS (Calambur, Madrid, 2020) por CARLA SANTÁNGELO LÁZARO LA SUTILEZA NATURAL Este es el primer poemario de Elisabet Fabregas, una poeta catalana que pasó muchos años de su vida en la isla de Ibiza, rodeada de pájaros, escribiendo pieza a pieza, instante por instante, este libro que es sutil y fuerte, un binomio que se alza con dulzura.
Dividido en dos partes, “Madreselva” y “El jardín de chiles”, pienso en Cestos de lilas como un ejercicio de reconocimiento de la propia identidad, en el que la primera parte es una suerte de nacimiento, de despertar, y la segunda muestra el encuentro con el mundo como algo ajeno. Como si esa voz se fuera llenando de experiencia por el camino; también de dolor y erotismo. Este poemario es una danza con la naturaleza, un recorrido líquido hacia el interior del ser. En la primera parte está la voz sola, rodeada por una naturaleza de la que es parte, y está la madre, el ombligo, el momento iniciático. Dice en el poema ‘Magnolias’: «no me alejo / de tu ombligo / ni de la huella / germinal que nace / en mi garganta». La voz del principio tiene la virtud de la inocencia, del asombro con el que se miran las cosas por primera vez. Así empieza el poema ‘Tierra’: «Ser como niña / jugando en el prado / conversar con los árboles / al amanecer». Por momentos es como si la voz poética conociera los secretos de la naturaleza que la habita, y quisiera susurrarlos a quien está del otro lado. Como en el poema ‘Inspira’, en el que la respiración se hace una con los árboles: «Llenar de bosques / las raíces, / permitir que sus brazos / sean mundo / en nuestro cuerpo». En la segunda parte, la voz muta hacia el encuentro. Como si el influjo de la naturaleza no la desposeyera nunca. «Soy el arroyo florecido / que de tu boca / encuentra mi cuello», dice el poema ‘Palpito’, y así continúa el camino del deseo, la construcción de un eros hecho de jardines y de islotes. Una especie de embrujo recorre el poemario como un eje que lo vertebra. Poemas como ‘Planta medicinal’, ‘Lo simbólico’ o ‘Humble house sparrow, humilde gorrión’ pueden leerse como conjuros que recuerdan las propiedades curativas de las plantas o que remiten a la magia: ese universo tan fértil para el poema. En Cestos de lilas la voz poética articula imágenes despojadas, desnudas, como pequeños tesoros secándose al sol, y al mismo tiempo hay poemas velados, llenos de metáforas que se repliegan hacia el centro de lo indecible. Leer este libro es como oler un ramo de flores silvestres. Como tocar el agua del mar, su tibieza en septiembre. La voz poética no observa la naturaleza, no la romantiza, es una con ella, se hace parte del tejido sutil. La niña nace del agua y camina hasta la tierra. La mujer mete lilas dentro de un cesto y después las coloca sobre su herida. DIEGO ROEL. ANDRÉI RUBLIOV (Rialp, Madrid, 2020) por MERCEDES ROFFÉ Diego Roel nació en la Provincia de Buenos Aires, en 1980. Estudió Historia de las Artes Visuales en la Universidad de La Plata. Desde 2011 coordina el ciclo de lecturas Cendra. Actualmente reside en Neuquén. Ha publicado los libros de poemas Padre Tótem/Oscuros umbrales de revelación (2004; 2013), Diario del insomnio (2005; 2013), Cuaderno del desierto (2007), Las variaciones del mundo (2010; 2014), Los Jardines del Aire (2012), Dice Jonás (2015), Vía Lucis (2015), Kyrios (2016), Las intemperies del mar (2017), Shibólet (2018), Kadosh (2019) y El infierno es una bestia callada y triste (tríptico que reúne Dice Jonás, Via Lucis y Kyrios, 2020). El libro que hoy reseñamos, Andréi Rubliov, es el primer poemario del autor publicado en España. El mismo obtuvo el Premio Alegría 2020 del Ayuntamiento de Santander, y forma parte de la colección Adonáis, de las Ediciones Rialp (Madrid, 2020). Como señala Claudia Masin en el prólogo de ese libro fundante que es Padre Tótem, lo que Roel traza en él es «la historia de un viaje desde el desamparo original hacia la conciencia de ese desamparo, es decir, hacia un despertar (...) desde un desengaño, hasta la posibilidad de encontrarnos, frente a frente, con la potencia de nuestra esperanza y nuestra vitalidad». En ese camino hacia sí mismo a través del desierto será que Roel vuelva a otorgarles voz a tantos hermanos y hermanas que emprendieron antes un camino similar: el de un despojamiento rayano en el susurro, cuando no en el silencio, en busca de una instancia —en su caso, una lírica— ascética, revelada. Desde su Dice Jonás, Roel ha venido recorriendo ciertas voces de ascendencia bíblica o religiosa: Jonás, la leyenda áurea, Hildegard de Bingen, el alfabeto hebreo... Este nuevo libro se inscribe en la misma tradición, no solo por darle voz a un pintor de íconos, sino por tratarse de un artista posteriormente canonizado por la Iglesia. La búsqueda de la iluminación intenta distintos senderos en los que el despojamiento, un cierto ascetismo y la conciencia de un indudable rigor formal se erigen en la marca recurrente de una estética que deslumbra con su desnudez. Aun así, y por nítidas y declaradas que sepamos que son las fuentes de su obra, unas breves palabras del poeta aportan una clave importante para su lectura: «Todo lo que escribo viene de mi propia experiencia», responde Roel a la pregunta de otro escritor excepcional, Augusto Munaro. De allí que, más allá del reencuentro con voces que amamos y reconocemos, la experiencia de encontrarse frente a la obra de Roel no resulte en absoluto libresca, sino viva y vívida y ligera y clara, como solo resulta lo que se deriva de un contacto genuino con lo real vislumbrado. Aun cuando el poeta asume en una nota inicial la relación o deuda de sus poemas con el film homónimo de Andrei Tarkovski, se impone señalar la diferencia radical del tipo de experiencia que nos procura el acercamiento a una obra y a otra. Pues allí donde la obra de Tarkovski no puede dejar de percibirse hoy como densa y oscura, el poemario de Roel renace como un tejido sutil y luminoso de puras transparencias. Mucho más cerca del resplandor que irradian los oros, púrpuras y añiles de algunos íconos bizantinos —el arte que se extenderá por Europa y Rusia entre los siglos XIII y XV— que del negro y blanco del film de los años 60, cada poema de Roel se va desplegando ante la mirada del lector como uno de esos fragmentos que han logrado sobrevivir «al frío y la humedad» en las bóvedas y los arcos de alguna catedral muy antigua, como discretas metonimias de una obra mayor, o cifras de una completud siempre evocada pero sabiamente desleída por el tiempo. Este bello libro va ofreciendo, de a poco, como miguitas dejadas en el bosque para identificar un camino, algunas pautas y preceptos sobre la pintura, no necesariamente aplicables a la poesía que estamos leyendo, pero que establecen, sin duda, algún tipo de hermandad entre las dos prácticas artísticas. Así, en el poema ‘El juglar’, leemos: ¿DÓNDE está mi caramillo de abedul? ¿Y mi pandero de piel de burro? ¿Era triste o alegre la canción? “Pena, pena, pena. El Cielo nos envió a este mundo”. En el poema siguiente, titulado ‘Teófanes el griego’, es el maestro de Rubliov quien expone los principios de su arte: CUANDO pinto nunca contemplo los modelos existentes: / dirijo la mirada hacia dentro, hacia donde los ojos interiores / buscan la belleza espiritual. // A lo que no se puede contar ni pesar ni medir / yo le otorgo número, peso y medida. // Cuando pinto apenas considero los preceptos técnicos: / en un mismo trazo mi mano encuentra la estabilidad / y el movimiento. // Porque lo sé: / de lo más simple surge la armonía y lo bello. // El ícono debe emitir una luz suave, crepuscular. El poema ‘El cegamiento’, por su parte, declara muy límpidamente el origen —en el “valle de la sombra de la muerte”— de un arte más allá de lo humano: EN esta habitación dibujo lo que no puede dibujar / la mano de un hombre. // Vengo del valle de la sombra de la muerte. // Mi arte es mudo pero sabe hablar. El poeta nos permite asistir asimismo a las enseñanzas de otro de los grandes pintores rusos del siglo XV, Dannil el Negro, contemporáneo y amigo de Rubliov: Para conseguir colores traslúcidos / coloco debajo de la pintura hojas de estaño / y utilizo como barniz aceite de ricino. Pero con los preceptos técnicos no alcanza. Alguna luz de otra instancia ha de asistir al artista cuando el objeto de su mimesis no es otra cosa que el rostro de la divinidad: PARA poder imitar la luz diurna y la cara de Cristo / le pido a la Virgen que me ponga en el pecho / un espíritu nuevo, un corazón de carne. El arte poética que se nos presenta es tan cabal que el poeta no solo se detiene en los principios de la creación. En el poema titulado ‘La invasión’, lo que nos propone es un método de lectura: la obra no ha de ser entendida de modo literal; el símbolo es parte fundamental del arte y del entendimiento del mismo; aun cuando no todos los elementos de una obra nos sean comprensibles ni sus significados, conocidos, debemos hacer el esfuerzo de deslindar el sentido de, al menos, todo lo que nos sea dado saber o discernir: El perro significa lealtad y el clavel, matrimonio. El vinicultor, el mes de marzo. El cordero, el banquete eucarístico. El unicornio es la Madre de Dios. El león en el centro de la composición es Cristo. El árbol representa la cruz y la mandorla, el universo. A la izquierda el sol es Dios Padre. No sé lo que significan la montaña y el pastor. Aquellas palomas son las almas de los bienaventurados. El cáliz sobre la mesa es el tazón de la muerte. Pero como en la actualidad, no solo colman la vida del artista la práctica, la iluminación y la inquietud por las elucidaciones a que llegue a dar lugar su obra: invasiones, pestes, incendios, muerte, regímenes represivos, intemperie y cansancio van jalonando la experiencia del maestro ruso como la de cualquier ser humano en el mundo, en cualquier época. Es el pincel lo que rescata al artista, lo que lo espera como un refugio después de cada derrumbe, después de cada confrontación con la caducidad de todo lo vivo:
Desde la ventana de mi celda observo todo lo que se desmorona y crece, todo lo que se mueve y abandona su pasajera piel sobre el planeta. Tomo el pincel. Descubro un verbo que no es blanco ni azul ni transparente. La belleza de este libro, la lucidez y la fineza con que se adelanta cada observación, cada experiencia, plástica o espiritual —como si no fueran lo mismo— de sus voces centrales hace difícil decidir dónde detenernos, dónde dejar de citar y dar a los lectores el impulso necesario para que cada cual se interne en los secretos de estas vidas dedicadas al arte tanto como a la devoción. Los ecos del Cantar de los Cantares (Ungüento derramado es tu Nombre.) y del Cántico de San Juan de la Cruz (¿Dónde te escondiste? // Me dejaste con gemido.) se conjugan en estos versos en lo que ambos textos tienen de sensualidad estética y de anhelo de fusión con la divinidad. Diego Roel confirma con este libro su pertenencia a una época de renovación de la poesía en nuestra lengua. Lejos ya de la inmediatez y el frecuente descuido formal de estéticas de décadas anteriores, lo que se consolida aquí es una poética en la que el artista tiene una función y unos principios muy claros, y así lo expone: «Tomo el compás, el cordel y la escuadra: / no existe nada bello sin medida». LEOPOLDO MARÍA PANERO. LA MENTIRA ES UNA FLOR (Huerga & Fierro, Madrid, 2020) Colección Rayo Azul por ANTONIO MARÍN ALBALATE Para Evelyn de Lezcano, amanuense de Leopoldo, poeta canaria que admiro. Con cariño. Escribir sobre Leopoldo María Panero es entrar en la excelsitud de la tragedia a través de un agujero llamado Nevermore donde, cumplido el tránsito, salimos camino de nada mientras se deshojan los pétalos podridos, oh marchita flor, de nuestra propia mentira. Acercarnos a escuchar el latido, siempre del otro lado, del silencio que habla desde el fondo de la intensa obra de Panero, es saber quién fue realmente el verdadero señor de las palabras («fui esclavo del hombre / y ahora soy el señor de las palabras»), quién fue el auténtico Poeta. Publicado en la colección Rayo Azul de la editorial Huerga & Fierro, llega a nuestras manos un nuevo libro de Leopoldo María, o lo que viene a ser el tercero que vio la luz póstumamente, sin contar aquellos Lirios a la nada de 2017 (escrito junto a Félix J. Caballero, alguien para mí prescindible), también publicado en esta misma editorial. Recordemos que en 2014, año del fallecimiento del poeta, Huerga & Fierro (dentro de su colección La Rama Dorada) publicaría Rosa enferma, título tomado del poema ‘The sick rose’ de William Blake, un libro que gracias a la generosidad de sus editores tuve el honor de prologar; igualmente ese año, poco tiempo después, la editorial Vitruvio haría otro tanto con Poemas del pájaro y la oruga, un inédito que recibiría la editorial en 2005 tras solicitárselo al poeta. En conversación telefónica para concretar la fecha de edición, Leopoldo pidió que, de no hacerlo de forma inmediata, viera la luz póstumamente. Mientras dispongo estas palabras para mis amigos de El coloquio de los perros (a quienes agradezco su confianza), pienso en la gran afinidad que hay entre los tres citados libros; primero porque, parafraseando a Ángel L. Prieto de Paula en la nota de edición de La mentira es una flor, fueron concebidos por el poeta como un conjunto unitario y acabado; y segundo, por lo que podrían tener en común. Así, leyendo los versos finales del poema que cierra Rosa enferma, «Ya los pájaros comen de mi boca / como si estuviera por fin solo / colgado del último verso», vemos que enlazan perfectamente con el primer poema del pájaro y la oruga (breve, como el resto de los que componen esa obra): «Ah tú flor del silencio / y de los pájaros / nido del poema / en donde sufre el llanto / y mueren las lágrimas / rociadas por el esperma / del viento, por la oruga del silencio». Igualmente, situándonos en el verso decimotercero del primer poema de La mentira es una flor sentimos cómo se arrastra ante nuestra atónita mirada esa larva con la que el poeta aseguraba: «Así es el poema, como una oruga que repta sobre la página / y la verdad, como en la tragedia griega, es el fin de la obra». Debo decir que mi lectura de La mentira ha sido más bien una relectura, puesto que ya conocía el manuscrito enviado en su día por mi tocayo y paisano Antonio J. Huerga con el fin de cotejar sus poemas con otros hallados en una caja de cuya custodia se encargó tras la muerte del poeta. Llegados a este punto, hay que decir que nadie como Charo Fierro y Antonio Huerga, doy fe, han tratado a Leo (como le llamaban ellos) con tanto mimo, cariño, respeto y paciencia. En el prefacio de esta mentira que nos ocupa el profesor Davide Mombelli ya advierte de lo imposible de prescindir del tópico del malditismo a la hora de acercarnos a la obra de Panero. Una obra donde, desde sus inicios, cultivó la imagen atormentada de quien sabe que el único camino posible para salvarse de sí mismo es la autodestrucción. Y así, acaso sin pretenderlo, más allá de su lúcida locura, alcanzó el estatus de poeta verdadero e increíble por creíble, pues no hay nada impostado en su lenguaje de lumbre que viene del infierno de saberse desterrado de una infancia marcada por un padre borracho y una madre “desoladora” como llegaría a calificarla, entre otros muchos adjetivos. Ángel caído a los pies del poema, llevándolo todo hasta sus últimas consecuencias, Panero nos deja una vez más temblando ante las páginas de este libro de salvaje y delirante belleza. Cada poema, de los cincuenta en él contenidos, es una sacudida eléctrica que nos acerca un poco más al abismo. Leopoldo María Panero, a lo largo de ellos, se cita con sus recurrentes Shelley, Bataille o Lacan (tan imprescindibles para entender el viaje sin retorno) reafirmándose así en lo oscuro (por claro) de su pensamiento, algo que también sucede cuando se autocita, verbigracia, en el penúltimo poema:
XLIX Porque la vida es una blasfemia y El ser repta sobre el poema Parecida al horror de mi infancia Sobre la que un gigante ha muerto Teniendo por espejo al dolor Y por cifra a la desdicha Que lleva el número 35, que es el número De Jesucristo y el número del dolor El número en que perece el hombre Que nada quiere saber del dolor Y como el águila que vuela sobre la desdicha Y cae como el hombre sobre una flor ¡Oh tú cerveza que esculpías a la vida como una flor Y que trababas en la piedra la desdicha Y tenías por costumbre escupir a la vida: Las lágrimas son de los hombres pero llorar no es de viejos! Como dije yo, en los Poemas de la vieja Y ruin es mi palabra favorita porque designa al hombre. Hombre y poeta que rememoro orinando a los pies de un magnolio de El Retiro, instantánea que la cámara de Challo inmortalizara. Lluvia dorada, lluvia del poema la voz de Leopoldo hablándole al aire de una tarde de primavera del año 2012: «Dime ahora, payo al que llaman España, / si ha valido la pena destruirme / bañando con tu inmundo esperma mi figura. / Tus ángeles orinan sobre mí. / San Pedro y San Rafael / en una esquina comentan / mientras avanzo borracho / sobre esa piedra, payo, / que llaman España». Eran los versos finales del poema XIX, «Hay restos de mi figura y ladra un perro», registrado en su libro Piedra negra o del temblar. Y era, en cuerpo presente, el más genial de los poetas españoles de las últimas generaciones diciéndonos ya, para que lo leamos ahora en esta mentira, que «era peor la vida / era peor el azote del silencio / fustigando la hiedra en donde yace / un hombre maldiciendo el silencio / en el que va a morir toda palabra». Era el poeta y era el hombre que llamó al hombre para que al fin, solo ante la página en blanco, gritara: ¡Panerianos del mundo, uníos! Amén. NURIA BARRIOS. OCHO CENTÍMETROS (Páginas de Espuma, Madrid, 2015) por VICENTE VELASCO MONTOYA Hablar de los once relatos que componen Ocho centímetros es adentrarse en una cosmogonía personal donde las heridas no se cierran y el dolor es adlátere de la propia existencia. Personajes sumergidos en escenas de la que no pueden escapar más que lo deseen, y de las que Barrios no nos deja, a nosotros como lectores, distanciarnos en ningún momento, algo que se debe al gran pulso narrativo que la autora madrileña y que, sin lugar a dudas, es merecedor de aplauso.
Desde el propio relato ‘Ocho centímetros’, con la búsqueda de una joven perdida en el mundo de la droga, hasta el desgarro de un padre por el nacimiento de un hijo muerto en ‘El limbo’, no dejamos de convertirnos en cómplices de todas las motivaciones (mordazmente humanas) de todos y cada uno de los personajes que vamos descubriendo. Destacar alguno de los relatos sería un acto de injusto detrimento hacia el resto, pero no podemos obviar ese hilo conductor que transita en los cinco primeros del libro. Leyendo “Ocho centímetros”, “La palabra de Dios es extendida”, “¿Pero quién se va a querer ir con ella?”, “Danny Boy” y “Hansel y Gretel en la T4”, podríamos afirmar que forman un cuerpo diferenciado del resto del libro, con la sutil habilidad de no tener que leer ninguno de ellos anteriormente para poder captar el cuerpo perfectamente esculpido de cada uno de los relatos. Sólo un cruce casual de personajes, dramas y odiseas personales nos induce a ligarlos como un continuo literario, que no es más que un regalo, una dialéctica narrativa que nos regala la autora. En todos ellos, nos encontraremos con ambientes desestructurados, ya sea por enfermedad, por el paso del tiempo, por el paso de las generaciones, por el paso del amor o por la huella de que deja la necesidad de huir. Y este último punto es para mí primordial, el ímpetu por encontrar una puerta de salida. «Dónde está mi esperanza? Mi felicidad, ¿quién la divisa?... Bajarán conmigo hasta el abismo, cuando juntos nos hundamos en el polvo», se pregunta y responde Juan, uno de los personajes de ‘Un puente de cristal’. Hasta en la propia enfermedad terminal, Barrios no ceja en su empeño de impregnar a sus personajes de aquello con lo que más nos identificamos: la salvación, las segundas oportunidades, el final feliz, despertar de un sueño inquieto. Pero no encontramos nada de ello en ninguno de los relatos. Los hechos ya están consumados, repletos de una realidad que resulta demasiado familiar para el lector. Y no puedo negar que, tras leerlos, he sido incapaz de sentirme inundado por cierta sensación de desasosiego. Eso, en literatura, es lo más difícil. MANUEL FABIÁN TRIGOS BAENA. RAMBLA (Tigres de papel, Madrid, 2019) por VÍCTOR ALMEDA ESTRADA EL ASOMBRO OCURRE Dice Manuel Fabián en su primer poemario, Rambla, que las hojas secas / viajan al fondo del / lago inquieto. También nosotros viajamos, de su mano, al fondo de las imágenes que inician su ronda en la medianoche, al fondo de la secreta esencia del epigrama y de la oscura cantidad que mueve el laberinto de las hojas. Y todo ello provoca dos reacciones. Una, que preludia la espesura de la noche. Otra, saltando ya, es como atravesar una luz enviada por un insecto que vuela bajo la luna. Porque ahí, en el fondo del lago inquieto, hay algo que no se cansa de mirarnos. Y así queda el secreto sin revelarse.
Se interroga el autor sobre lo accidental y precario de los símbolos de nuestro destino, sobre la embriaguez oscura del alma y las burguesas premoniciones que parece que vienen hacia nosotros. Y aunque algunas respuestas se dejan presentir o indicar, en realidad no las hay, porque las respuestas no agotan nunca su contenido. ¿Qué principio regirá sobre las entrañas del tiempo que nos derrota en el intento de comprenderlo? De ahí podemos establecer que estos poemas van más allá de su finalidad. Me refiero para establecer más precisión que, por las páginas de este libro, el fuego alumbra de otro modo, porque ya se ha vuelto luz primera o regalo impenetrable de las imágenes que bailan sus propias danzas bajo el sueño. Danzas de una fiesta innombrable; danzas de la fatalidad de la belleza que de noche velan hasta el fin; danzas de las furias tempranas que nos han herido para siempre. Un mirlo llora hacia el norte lejano. Las hojas huyen del pantano de esta orilla tan desierta Y descubrimos, también, que el humo se vuelve y transforma en luz frecuente, que inunda el vacío —lugar condigno— de una cámara secreta. El humo es páramo resurrección que siempre se niega Se teje profundo como el olvido Y aún en la noche, allí donde la luna entreabre lo que nos sale al paso, se nos hace visible una niña dormida en medio de los hielos. Niña argentina de palabra ácida de voz inocente y rebelde Es, pues, un poemario que establece una frontera extraña donde los hombres no se separan y cuya primera visible consecuencia es que, a medida que avanzamos, aumenta su caudal. No obstante, como lector, agradezco a Fabián el rechazo de lo declamatorio que ha impuesto en su libro, pues sabe él que a las palabras (tan profanadoras de todo) como a las cosas, las entorpece el abuso. Nadie más debería callarnos Bástenos subrayar, por ahora, que este libro es como ese tremendo pez que rompe todas las redes del inconsciente; el eterno reverso enigmático que nos señala, una y otra vez, que el asombro ocurre. WISLAWA SZYMBORSKA. SALTARÉ SOBRE EL FUEGO (Nórdica, Madrid, 2015) por HÉCTOR TARANCÓN ROYO EN EL PARAÍSO PERDIDO DE LA PROBABILIDAD Aunque todavía están por estudiar las últimas conquistas de la rima libre, una cosa es segura: han echado a perder a toda una generación de poetas. La escritura, como las artes plásticas, basó su desarrollo durante todo el siglo XX en liberarse de las malévolas y rígidas reglas de la Academia. Como consecuencia, nunca en toda su historia ha sido tan libre para emerger y decirse desde muchos puntos de vista y estilos. Y lo que supuestamente debería considerarse una victoria no es más que una lenta agonía en la que lo políticamente correcto impone una escena bastante desalentadora. Dentro de una horizontalidad un tanto extraña, que por momentos parece ignorar completamente al espectador/lector, se dice que todo lo que se publica, o su inmensa mayoría, es bueno, de calidad, y profundo. Al menos, así ocurre en las presentaciones, en la conversación posterior y en el largo intercambio de elogios por la noche, por mucho que una copa de más pueda arruinar todo lo anterior. Afortunadamente, la propia Wislawa Szymborska nunca atendió demasiado a esas reglas, algo que se puede comprobar no solo en su poesía, llena de un humor tan afilado como encantador, sino en su Correo literario (Nórdica, 2018), que recoge los consejos que le daba a los lectores dentro de su consultorio en la revista Vida literaria. Su visión desenfadada, cargada de soledad, certeza y sinsentido (ante el propio hecho de existir), hacen de su obra un punto casi ineludible de la poesía, que mereció el Premio Nobel de Literatura en 1996. Así ocurre en el caso de la traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, la predominante en nuestra lengua, en Saltaré sobre el fuego. Menos literal que las primeras (al final se ofrece la versión de 1997 de Ana María Moix y Jerzy Wojciech Slawomirski en Lumen), mantiene el significado primordial para imprimir en la traducción la misma fluidez, ritmo y metáforas que, se supone, el original. Es esa musicalidad, hoy en día bastante desaparecida cuando se enarbola la rima libre, la que hace de esta selección de poemas una entrada más que consistente al mundo de la poeta polaca. Complementados por las ilustraciones de Kike de la Rubia, cada uno de los 34 poemas recorre el azar y la deriva de lo cotidiano en un movimiento que, más pronto que tarde, suele volver al origen. No son versos que se enroscan, sino puntos de partida en los que el mismo comienzo, o el inmovilismo al que se ha visto abocado la sociedad contemporánea, emerge con toda su naturalidad y desparpajo. La aparente sencillez de sus versos esconde también crítica política, y es ahí donde hace más daño: cuando la sonrisa se desdibuja con el impacto de la realidad.
AMPARO ARRÓSPIDE. VALLE TIÉTAR (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA A MODO DE CÓDICE ILUMINADO Existe un lugar del que queda testimonio en los cuentos de hadas, en las fábulas, en el folclore. Un lugar que el ser humano desconoce y llama mítico. Allí no resultaría difícil descubrir una multitud de seres asomándose entre las ondas del agua, fluyendo transparentes con el aire, camuflados en los pardos de la tierra o arropados entre las lenguas de fuego en los hogares. Allí los animales y las plantas han abandonado su rudimentario devenir para alcanzar la plena conciencia del ser, tanto es así que deciden formar su propia nación: la nación de la Savia, independizándose de la especie humana que tan poco considerada se ha mostrado con ellos a lo largo de la historia. Se trata del mundo fantástico, o quizá no tanto, que Amparo Arróspide nos describe en su libro de poemas Valle Tiétar, en el que lo prodigioso y lo mágico toman categoría de real y cotidiano, mezclándose, en igualdad de condiciones, con el normal transcurrir de la vida de la autora en el Valle del Tiétar, donde se estableció por unos años y que le inspiró historias tan insólitas como la de una culebra que tiene por mascota a una señora llamada Gertrudis o la de un pato al que tras cuatro años de matrimonio un cazador dará muerte, suceso este último del que queda debida constancia en el Registro Civil, donde también aparece, entre otras cosas, la defunción de un árbol que no pudo superar la sequía. En contraste con este mundo imaginario, nos encontramos con aquel otro que todos podemos percibir por medio de nuestros sentidos, un mundo cotidiano de paisajes y gentes que fragua en poemas de muy diversa índole, tanto de carácter intimista, con un tintineo casi oriental algunos, como de protesta más social y política; poemas en los que nos topamos con inesperadas referencias a Netflix, a la nube de internet, al wifi o a David Deutsch, y en los que también se nos dan minuciosas descripciones geológicas, zoológicas y botánicas de la comarca. En cualquier caso, podemos decir que hay un aspecto que recorre el libro de principio a fin y que se convierte en su verdadera razón de ser: el ecologismo. Así, Amparo Arróspide no pierde ocasión de denunciar aquellas prácticas que atentan contra el medio ambiente en general, como la construcción indiscriminada o el consumismo desaforado, y esas otras que lo hacen, en particular, contra la vida de los animales, son ejemplo de ello la caza o ciertas fiestas populares. Pues bien, no es de extrañar, entonces, el intenso movimiento poético que se produce al bascular de continuo entre estos dos universos, el de lo constatable, ése que se describe en los libros de historia y en los estudios científicos, y el de lo mítico, el que aún sobrevive en los cuentos, en los poemas de Ovidio, en los tratados de Paracelso, en los grimorios... De hecho, el poemario se cierra con unas recetas de cocina en las que aparecen ingredientes tales como ciervos voladores, manitas de alguacil, hebras de tutú o cabellera de mujer. En última instancia estos dos universos representan dos aspectos de lo mismo: lo manifiesto y lo que no lo está pero que aun así existe. Es a raíz de esto último que en uno de sus poemas afirma: «Sin duda existe lo que no se nombra», entendiendo nombrar como dar a algo carta de naturaleza. De este modo, la moderna física nos habla de todo un magma de realidades potenciales, realidades que iremos entresacando o eligiendo según nuestros condicionamientos, es decir, según los dictados de nuestro subconsciente. Será entonces que se materialice esa realidad. Al elegir, al nombrar, creamos nuestro mundo, aunque éste pueda resultar a la mayoría de la gente alucinatorio y propio alienados. Sin embargo, las palabras, quizá por hastío de quien las pronuncia, persuadido de la incapacidad de éstas a la hora de describir ciertas ideas o de contener todo el significado que se les exige, terminan saltando por los aires mutiladas, desmembradas, para después reorganizarse las letras que las componen en estructuras bien distintas de las habituales, como es el poema fonético, el poema sin significado, dejando entrever la autora un futuro en que las cosas pierden su nombre y el lenguaje se vuelve intuitivo, como las músicas tribales o el canto de los pájaros.
SANTIAGO ÚBEDA CUADRADO. EL REY DESNUDO (El sastre de Apollinaire, Madrid, 2019) por ENRIQUE DARRIBA EL DÍA EN QUE EL LÁZARO DE TORMES SE HIZO RICO Fue en las islas Canarias, expuesto a sus vientos constantes y a sus filosas piedras volcánicas, donde Santiago Úbeda concibió su libro de poemas El rey desnudo. La historia de un loco con momentos de lucidez o la de un cuerdo con momentos de locura; la de un pícaro con accesos de honestidad o, por el contrario, la de un honrado ciudadano que en ocasiones no puede evitar preguntarse, a la vista de sus cuantiosos ingresos, si no será en realidad él mismo simple y llanamente un estafador, hermano de sangre de los adivinadores televisivos que con nocturnidad socavan cerebros y cuentas bancarias. Quede a criterio del lector, si le parece, elegir entre alguna de estas opciones. Sea como sea, el protagonista, cansado de atender bacalao, judías pintas y latas de conserva en la tienda de ultramarinos de su padre, decide dar un giro a su existencia y cambiar el mundo de la alimentación por el de la meditación, el de la pura manutención por el de la adivinación, proclamándose así apóstol de un ser invisible y todopoderoso llamado Gran Flowing, nombre que el autor coge del término Flow, que en psicología positiva es un estado de máxima felicidad alcanzado mediante la concentración en una determinada tarea. Como se ve, el largo poema que constituye El rey desnudo tiene una estructura argumental equiparable a la de una novela. Dispone de tiempo y también de un espacio donde se desarrollan los acontecimientos, dispone de personajes y de peripecias, lo que equivale a decir que Santiago Úbeda, en un arrebato de audacia, opta por retomar una poética ya casi olvidada, u olvidada del todo, desde hace mucho, circunstancia que hace de este libro, de golpe, una obra radicalmente moderna. El rey desnudo se sitúa, pues, en el ámbito de la poesía narrativa al modo del Orlando furioso o del Cantar de Mío Cid, entre otros muchos ejemplos de la antigüedad, aunque al contrario que éstos no trate de grandes temas ni narre la vida de personajes insignes, sino que se limita a las andanzas de un ser corriente que, sin embargo, termina por convertir su existencia en el alegato épico, y mítico, de aquél que quiere salir de pobre a toda costa. Y ello utilizando un lenguaje ágil y rico que lleva al poeta a hacer uso de palabras inventadas por él mismo, como soplología o vientología, o de términos científicos del todo incomprensibles, como Plasmones, gluones o leptones, o a echar mano, incluso, de americanismos, o canarismos, que aquí y allá intercala, tales como metiche o jodón. Una obra que, en el colmo del paroxismo creativo, se cierra con un poema-tabla donde se relacionan numerosos conceptos de muy variada índole: cartas del tarot, planetas que albergan vida inteligente, puntos energéticos del cuerpo, colores, sonidos, acordes de guitarra, etc. En palabras del propio autor, «El poema-tabla es ciencia y es arte. Nada menos que todo un recetario para la vida». Es ésta una obra de muy fino humor que además no elude la crítica social, como al referirse a ciertos nombres de planetas, empezando por el nuestro, al que llama “Perra”, y siguiendo con aquellos otros en los que asegura haber vida inteligente, tales como “El chorizo de cantimpalo”, “El sartén”, “Ático sin ascensor” o “Descampado infecto”. En fin, en El rey desnudo se hace gala tanto de la mística del creyente arrebatado como de la mítica y la ciencia de los vientos y las estrellas, de la materia y la antimateria, un libro en donde campa el ingenio, en el mejor sentido de la palabra, y que no está muy lejos de la literatura picaresca del Siglo de Oro, así, se hace referencia al Lázaro de Tormes o al Retablo de las maravillas, de Cervantes, y digamos, ya de paso, que esta última obra toma como punto de partida un argumento más o menos recurrente que ya tratara el infante don Juan Manuel en uno de los cuentos que componen El Conde Lucanor, y que siglos después retomó Hans Christian Andersen con El traje nuevo del emperador o también llamado El rey desnudo. ¿Qué relación guarda el libro de Santiago Úbeda con estas obras? Para averiguarlo, al lector no le quedará más remedio que meterse de lleno en las aventuras y desventuras del protagonista, anónimo currante que un día decide ponerse el mundo por montera.
RAÚL QUINTO. LA LENGUA ROTA (La bella Varsovia, Madrid, 2019) por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR La contraportada es muy esclarecedora para entender las claves intencionales y estéticas que guían este magnífico poemario con el que Raúl Quinto “vuelve” (las comillas se deben a que nunca la ha abandonado del todo) a la poesía, tras varias entregas de prosa “transgénero” (con mucho de ensayo y de poesía) como fueron Yosotros o Hijo. Transcribo aquí las líneas de dicha contraportada, por lo acertadas y hermosas que son: Diógenes Laercio contaba en su Vida de los filósofos ilustres que Zenón de Elea se arrancó la lengua de un mordisco, y se la escupió a la cara al tirano de la ciudad cuando este le exigió colaboración. Esa lengua rota es el símbolo desde el que Raúl Quinto diseña un mecanismo textual acerca del poder de la palabra y del precio a pagar por el decir contra el poder, con imágenes fulgurantes y a través de la puesta en valor de una memoria contrahegemónica: desde diversos activistas asesinados a oscuros episodios de la historia de España como la masacre de la carretera de Málaga o la estafa de la talidomida. La lengua rota habla sobre la necesidad de rescatar las palabras de la boca de los monstruos: una poética no ya del silencio, sino del silenciamiento y de la rebelión, y un análisis poéticamente preciso sobre la estructura de un mundo donde son otros los que tienen el poder de nombrar y decidir qué se puede o no decir. Tiene este libro muchas lecturas. Pero, sobre todo, este libro plantea una reflexión sobre el lenguaje a varios niveles. Por un lado, tenemos el viejo dilema o problema filosófico y poético que ha preocupado desde el romanticismo hasta hoy, y que sigue siendo fecundo en la reflexión poética y filosófica todavía hoy día: el lenguaje como paradójica barrera, que nos permite y nos prohíbe, al mismo tiempo, conocer el mundo. Por otro lado, se lleva esa dualidad también al nivel político. Ya desde el principio del libro se plantea esa doble apertura: Trazaron líneas en un plano / y brotaron los nombres / y las ciudades. Te dijeron: mira, / esta será tu casa, y la casa creció dentro de ti. // Como una sangre. La imposibilidad, la frontera, el muro, son ideas y símbolos que se repiten y entrelazan con esta reflexión sobre el lenguaje: la imposibilidad de conocer o acceder a la realidad de una forma “pura”, sin la mediación del lenguaje, que se convierte en casa y en sangre: en muro que limita y que define al mismo tiempo: que protege de la intemperie y que nos aísla de la intemperie. Una pared. Incomunica // la carne con la ropa, / la piel con su interior. / Solo sucede la pared. / Sólo pupilas. Solo dedos. // Como agujeros / por los que brota / la luz salina/ de las linternas. // La pared nos rodea / y nos encierra afuera. // Hablamos un idioma / de palabras quebradas. / Un mundo a medio hacer. Pero, como advierte la contraportada, hay un fuerte componente político en el libro. Porque este no se limita a esa reflexión sobre formas o accesos para la comprensión del mundo, sino que también plantea la pregunta de quién ostenta el poder de ese lenguaje: ese plano sobre el que brotan los nombres y ciudades, ese plano (no la realidad: el plano, el mapa) sobre el que somos obligados a vivir: quién lo hace, quién da los nombres a las cosas. Porque no somos nosotros: “Te dijeron”. Quién es el sujeto omitido. El poder impone su lenguaje, y lo defiende. El leit motiv que da título al libro, el de Zenón arrancándose la lengua para no pervertirla con la adulación y la mentira frente al poder, da una idea de la importancia de ese lugar de poder que es el lugar del lenguaje.
Esa vertiente política que establece la dualidad entre poder/rebeldía/impotencia y represión se manifiesta especialmente en los títulos de los poemas y los capítulos, porque nunca es evidente o explícita en el contenido de los poemas. Encontraremos los casos de gente asesinada por luchar, por usar un lenguaje que el poder no quiere permitir, porque sabe que el lenguaje de la rebeldía puede crecer y ocupar el lugar del poder, y por eso hay que erradicarlo, hacerlo desaparecer, aunque queden unas huellas en un muro. El lenguaje eliminado deja un rastro de sangre, como la sangre de Zenón en la cara del tirano. Hay una lucha por encontrar un lenguaje de resistencia, un lenguaje diferente al del poder, que es por lo tanto, una realidad distinta, habitable, humanizada por ese lenguaje de libertad: romper para construir, descoser para tejer: Descoser las partículas del aire / para poder seguir // respirando. Tejer un cuerpo nuevo / con los cuerpos perdidos y encontrados / tras el incendio. Decidir. / Golpear ese muro // pese a tanta ceniza / torcida en los pulmones. Pese a tanto / siglo volviendo. No cejar. Es muy interesante la forma en que Raúl Quinto plantea esa doble lectura: los poemas, leídos sin su título, pueden ser interpretados de una forma, totalmente coherente y correcta, como una reflexión sobre el lenguaje y sus límites, sobre el hombre, el mundo y la difícil relación entre ambos a la que llamamos “conocimiento”. Sobre el lenguaje como órgano, también, como sangre, como víscera o como órgano humano. Pero, cuando se introduce el paratexto (a través de los títulos, y a través de los relatos que cada título invoca y que aparecen a modo de epílogo), entonces vemos la otra cara de ese peso de la realidad y la otra cara, concreta, histórica y política, de las personas que han perdido su vida por escupir su lengua sobre el poder, sobre la lengua totalitaria del poder. Entonces la sangre es la sangre derramada por el poder para hacer que su lenguaje sea único y predomine. Entonces los órganos son los cadáveres de las personas que quedan fuera del mundo, fuera del discurso único, el discurso dominante, el que no acepta otredad alguna en su identidad. Los muertos, la necesidad de podar, de eliminar esos discursos disonantes de la voz dominante del poder demuestran, no obstante, la fuerza del lenguaje. Por qué, si no, todo poder se asocia siempre a la censura: porque el lenguaje abre mundos, crea posibilidades, y hay mundos y posibilidades que no deben ser imaginados. La lengua rota es poesía verdadera, que cuestiona, crea y canta al mismo tiempo que ilumina la memoria de la lucha y de las víctimas. Es un libro que escupe sus poemas sobre el tirano, que los mancha de sangre porque está hecho de sangre. Y rescata a esas personas, esos nombres con sus apellidos, porque el olvido es también una forma de silencio y de censura, y por eso debemos sacar esos nombres de las cunetas del inmaculado discurso único del poder, para poder recordarlos, honrarlos, rescatar sus lenguas rotas, asesinadas. |
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