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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Got no human grace your eyes without a face. BILLY IDOL Queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí. BRUNO SCHULZ 1 1983, Billy Idol editaba su disco Rebel Yell. Aquí incluía la canción ‘Eyes without a face’, evidente referencia a la película Les yeux sans visage (1959) de Georges Franju. La composición fue escrita a medias por el cantante junto al guitarrista Steve Stevens, colaborador de músicos como Michael Jackson o Robert Palmer. En la letra de la canción, Idol alude (aunque sea de forma indirecta) al filme de Franju y el texto no evita profundizar en el tema de la ausencia de rostro, aspecto que (al igual que el cineasta francés al final de la década anterior) trataría también en los sesenta el escritor japonés Kôbo Abe en su novela El rostro ajeno (1964). Dos años después, este texto de Abe contaría con la adaptación cinematográfica de Hiroshi Teshigahara (Tanin no kao / The face of another, 1966). En la película de Franju puede decirse que la máscara es una suerte de careta neutra que, si transmite algo, es el vacío, un vacío que se puede extrapolar al individuo contemporáneo como ente sin significado, un individuo que se aproxima al maniquí, esa metáfora del alma vacía que (en cierto modo) nos persigue desde el siglo veinte (y a la que se hace alusión con la cita de Bruno Schulz que abre este texto). Esta forma de proceder en relación con la máscara entraría en contradicción con los atributos habituales (o tradicionales) de aquella, puesto que la máscara implica, sin duda alguna, un significado (una identidad de ficción o incluso sagrada) que se implanta al rostro real. Sería, por tanto, una ampliación semántica a la vez que una sustracción de lo real, un simulacro. Aunque, si queremos enredar un tanto la cuestión (algo que no está de más en este asunto), también podríamos prestar atención a unas palabras de Kôbô Abe en su novela El rostro ajeno que dicen: «La postura de infravalorar la cara coincide con la de sobrevalorarla en que ambas son artificiales, así que no se diferencian gran cosa». Teniendo en cuenta las palabras del novelista japonés, el rostro sería también una ficción. La máscara no sería más que otra forma de burlar la realidad (al igual que la cara). Y, si tiramos de etimología, sabemos que la palabra persona significaba (primitivamente) máscara. Así que el juego entre máscara y persona es tan antiguo como el origen de ambas palabras. Por tanto, la persona (su identidad) es una máscara (y aquí no podemos sustraernos a lo que Kôbô Abe nos sugiere). No obstante, si volvemos a la máscara con la que Franju juega en Les yeux sans visage, podría decirse que esta operación sobre la misma, entendida como algo que carece de significado, entroncaría con alguno de los trabajos que el director de cine publicitario Gordon von Steiner ha realizado en los últimos años, así como con la estética propia de los dummys que se emplean en los test de accidentes dentro de la industria automovilística. Una estética que se propaga en nuestra sociedad a través del empleo de los maniquíes que carecen de rasgos faciales (y de los que, más adelante, también hablaremos). 2 La máscara no es un objeto intrascendente (como en cierto modo se quiere hacer ver en la actualidad, como en cierto modo podemos comprobar en diversas manifestaciones sociales y publicitarias hoy en día), sino que incluye toda una serie de significados que varían en virtud de sus orígenes y usos. El hecho de que en la actualidad la máscara pierda esa multiplicidad de sentidos de la que hablamos para convertirse en la metáfora de un individuo vacío (tal y como sucede, por ejemplo, en las imágenes de Gordon von Steiner en alguno de sus trabajos publicitarios) es, como no, otra cosa (aunque, evidentemente, es revelador de la psique colectiva en nuestro tiempo). Nada tiene que ver esta tendencia actual con el carácter de los largometrajes de Franju o Teshigahara antes citados, donde la máscara como forma de subrayar el vacío es, más bien, una suerte de crítica y no un mero dejarse llevar por la inercia de los tiempos a través de esa tendencia contemporánea que subrayaría y enfatizaría la indiferencia del sujeto, su inanidad (de lo que, sin duda, también se congratula y parece hacer fiestas de ello). En este artículo se pretende descifrar el sentido de ciertas máscaras en el presente (sin olvidar tampoco el uso de la máscara como disidencia, resistencia o crítica de la realidad), máscaras del presente (esas que llamaremos vacías) que —en cierto modo— tienden a la homogeneización y que, consecuentemente, codifican el mundo que vivimos compartiendo esa pulsión de uniformización que impregna nuestras vidas. 3 En la ciudad de San Luis Potosí, capital del estado mexicano del mismo nombre, encontramos el Museo Nacional de la Máscara. El valor simbólico y cultural de las máscaras que se pueden ver allí está relacionado con ciertas danzas y festividades, por lo que el carácter ritual de las mismas es incuestionable, algo extensible a todo tipo de máscara que aparece en cualquier civilización, ya sea cuando el hombre adquiere conciencia de sí mismo y hace uso de ella en Egipto o en Grecia, ya sea en la Fiesta del Asno medieval o en el contexto de las tribus de Borneo que pretenden atrapar el espíritu del arroz en sus rituales mágicos y religiosos. Quizás en el mundo en que vivimos, como veremos a continuación, el uso de la máscara tiene otros derroteros (tal y como sucede en los últimos meses con el uso de la mascarilla en los tiempos de una distopía que está siendo televisada e hipercomunicada en un proceso de aceleración de las políticas de control, desconocido hasta ahora o solamente conocido dentro de ámbitos totalitarios a través de la Propaganda). Si pensamos en el significado de la máscara, debemos considerar que la máscara es, básicamente, un simulacro, una suerte de representación a través de la cual un rostro puede reducirse a sus elementos básicos. El uso de ella está condicionado por una serie de significados inherentes a la misma (y dependientes de la cultura que la genera), así como venir determinada por una simbología concreta en las diversas manifestaciones que podemos encontrar en diferentes grupos humanos. Responde, en cierto modo, a unos arquetipos, y en ellas se condensan los miedos y los deseos de un pueblo. Teniendo en cuenta esto, la máscara tiene funciones sociales, rituales y religiosas. En la actualidad la máscara, si bien se encuentra en cierto desuso dentro de las manifestaciones culturales, sobrevive en la obra de determinados creadores relacionados con el mundo del arte, la fotografía e incluso la moda. Una de las utilizaciones de la máscara en el ámbito de la cultura de masas lo encontramos en el caso de algunos largometrajes realizados dentro de la industria cinematográfica estadounidense. Así aparece en Scream (Wes Craven, 1996) y sus secuelas, sobre la cara de Ghostface, el asesino en serie que va eliminando personajes paulatinamente. Aquí la máscara se transforma y se hace mediática como elemento propio de la producción de ficciones en el ámbito del cine de terror. Su función social o ritual se circunscribiría, por tanto, a ese territorio. También la encontramos de una forma mucho más lúdica y lamiendo lo cómico en Le llaman Bodhi (Kathryn Bigelow, 1991). Casi podríamos encontrar una dimensión carnavalesca aquí, pero la falta de profundización en el uso de la misma dentro de esta cinta no llega a ser la propia de ese folclore popular sobre el que profundizara décadas atrás Mijail Bajtín en una obra de referencia en este campo como sería La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. En esta película, protagonizada por Patrick Swayze y Keanu Reeves, encontramos a una banda de atracadores de bancos profesionales que pasan su tiempo libre haciendo surf y que, a la hora de dar sus golpes, emplean máscaras con el rostro de diferentes presidentes de los Estados Unidos de América. La crítica (o análisis) hacia esas figuras de la historia norteamericana (si la hay) es superficial y queda en el ámbito restringido del chiste de naturaleza política, aunque epidérmico, sin ir más allá. Sin embargo, la dimensión (no tan) carnavalesca es plena en el caso de Eyes wide shut de Stanley Kubrick donde las máscaras adquieren un significado y simbología que dentro de este artículo no tiene cabida analizar, debido a las profundas implicaciones que tendría y que ya ha sido tratado de forma magistral en artículos como Vulgus veritatis pessimus interpres, aparecido en la revista Jot Down en 2013 y escrito por Cristian Campos. Tal y como señala Campos en este texto, las máscaras monstruosas presentes en el ritual orgiástico-satánico que encontramos hacia el final de la cinta son unas máscaras venecianas cuya intención es: «(...) ocultar la identidad de los participantes en la orgía de Somerton pero lo que hacen en realidad es mostrar sus verdaderos rostros (...). Las máscaras representan la hipocresía de aquellos que durante el día muestran un rostro respetable pero que al llegar la noche se desprenden de los corsés sociales para llevar a cabo actos de una perversión atroz, incluido el asesinato». Así que la máscara se puede concebir como estrategia de ocultamiento, una forma de esconder la realidad (si bien en el caso de Kubrick, lo que el cineasta pretende es, precisamente, subrayar las bajas pasiones de una cierta élite social, política y económica).
5 La máscara es un elemento recurrente en el teatro africano y, cómo no, en el japonés. Ha sido elemento fundamental en el teatro clásico griego y herramienta habitual en la commedia dell´arte. No tanto tiempo atrás, podemos encontrar algunos ejemplos destacables donde la máscara se emplea de forma habitual en el arte contemporáneo. Sería, por ejemplo, el caso de Chris Cunningham que ha recurrido a ella en diversos videoclips para Aphex Twin (alias de Richard David James). Así sucede en canciones como ‘Come to daddy’ o ‘Window licker’ donde una serie de personajes aparecen con la cara del músico británico, dotando a la imagen de James de un carácter clónico y, si cabe, industrial, en serie. En el primer caso, Richard David James aparece en escena rodeado de un grupo de individuos que, a modo de seres clónicos, deambulan por un barrio periférico inglés. Resulta inquietante la homogeneización de los rostros que aquí encontramos (una homogeneización equiparable a las construcciones propias de los suburbios donde se desarrolla el videoclip que pueden recordarnos a la novela Sida mental de Lionel Tran), más aún si pensamos que esos individuos son niños que llevan una máscara del músico y que les acerca a la naturaleza inquietante de los pequeños infantes que aparecían en el largometraje El pueblo de los malditos de Wolf Rilla, cinta basada en una novela de John Wyndham (The day of the triffids). Si en el ejemplo anterior (‘Come to daddy’) encontramos una historia que se desarrolla en la periferia como espacio de alienación y que se ilustra a través de la arquitectura suburbial y mediante la selección de una máscara que convierte en clones a la masa de personajes que siguen a Richard D. James, en el caso de ‘Window licker’ Cunningham adopta una estrategia semejante ubicando esta ficción de videoclip en una suerte de paraíso simulado en una ciudad con playa que bien podría ser Miami (o algún lugar semejante). Los sujetos clónicos (e indiferenciables) que aquí encontramos son una serie de modelos en bikini que llevan la máscara esperpéntica de Richard D. James. La actuación de estos personajes se configura a modo de aquelarre absurdo y pseudotropical que, por su dinamismo y frenesí, parece una antítesis de las piezas de Vanessa Beecroft donde una serie de modelos perfectas se abandonan al estatismo (y al esteticismo) en performances artísticas de dudosa coherencia intelectual (más cercanas al peep show grupal). Pero, queridos y queridas, el cuerpo y la identidad son tótems intocables dentro del ámbito cultural en los tiempos que corren: paradigmas sobre los que reflexionar y no discrepar (en modo alguno), dogmas intocables. Retomemos a Cunningham. En el vídeo de este autor la posible pulsión sexual que despertarían las modelos en bañador, tan semejantes a la objetualización de aquellas que aparecerían en suplementos de baño de Vogue o Cosmopolitan (o en las páginas de Playboy), queda refrenada y mitigada por el carácter monstruoso de las máscaras que, en realidad, tienen como objetivo hacer ver al espectador el carácter grotesco y alienante de la fetichización del cuerpo femenino como reclamo sexual o como modelo físico a imitar dentro de nuestra sociedad (algo que, desde mi punto de vista, no consigue Beecroft en sus performances: ejercicios de superficialidad y homogeneización). Tampoco puede olvidarse en el trabajo de Cunningham que la máscara, en su carácter clónico y serial, no deja de sugerirnos una realidad monstruosa quizás, precisamente, por la imposibilidad de diferenciar una modelo de otra. 6 Próximo a Cunnigham encontramos a Paul McCarthy. Sin duda alguna, la obra de este último ha tenido que influir en Cunnigham a la hora de trabajar con máscaras. Hay en sendos artistas un componente obsceno y violento que perturba (y desequilibra al receptor). Entre ambos se da una afinidad en el gusto por el feísmo y lo cínico que hace de sus trabajos una experiencia delirante e incluso cómica, satírica, algo que no puede ser mera coincidencia y que lleva lo carnavalesco al extremo y lo revitaliza oponiéndolo a un contexto (el que vivimos) de hueca sofisticación y buenas intenciones en el ámbito de la creación visual (ya sea en redes sociales o en las mercancías que la industria del arte distribuye como paradigmas estéticos). En el caso de McCarthy encontramos una extraña y seductora inclinación hacia la recreación de la realidad, jugando con las máscaras y haciéndolo con el fin de subrayar los aspectos negativos que anidan en la psique del individuo. McCarthy dispone de forma recurrente una serie de personajes que, mediante la implantación de la máscara, enfatizan los instintos más bajos del ser humano. Este artista norteamericano entiende al hombre como monstruo y dispone ante nosotros un baile de máscaras donde la (supuesta o verdadera) identidad del individuo queda expuesta en primer plano (del mismo modo en que Kubrick emplea las máscaras en Eyes wide shut). Somos monstruos (parece decirnos McCarthy) que pululan por la vida: es el artista británico quien se encarga de recordarnos en todo momento ese concepto, incluso reinterpretando en sus vídeos y fotografías cuentos populares occidentales que, originalmente, ponen el acento en la bondad y que, por lo general, abundan en el final feliz. En tales adaptaciones su autor, obviamente, emplea máscaras con intenciones diametralmente opuestas. Así que McCarthy dinamita las certezas, las convenciones que han construido esos mitos populares (e imperecederos). Manipula (por ejemplo) a Heidi o establece mutaciones en Blancanieves e incluso borra su propia cara con ketchup en una suerte de evocación de la violencia y de la sangre sin perder el sentido del humor en su trabajo, sin perder de vista la deconstrucción del rostro (o, si cabe, su destrucción metafórica en un acto que, aquí sí, deviene ritual, exorcización). El caso de McCarthy se caracteriza, consecuentemente, por la desmitificación de cualquier fábula, narración o artefacto cultural (o político) que sea asumido como paradigma o como norma por la masa de consumidores de ficciones o noticias, por la fábula control que nos dice qué pensar, qué sentir. Tal sería el caso, en relación con el tratamiento de la información o de algunos de sus trabajos en torno a la figura de George W. Bush.
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La vuelta de tuerca a todo esto (o el paso adelante con intención crítica) la encontramos en la portada y las diferentes imágenes que acompañan el álbum Music has the right to children (1998) de la banda de música electrónica Boards of Canada (responsables también del diseño de arte del disco) donde las personas representadas no cuentan ni siquiera con una máscara: más bien el rostro se convierte en desierto (desolado y desolador). Aquí las personas aparecen representadas sin rasgos, sin ojos, nada: una masa en blanco que se corresponde con la cara y que está cerca de la imagen del dummy a la que ya hicimos referencia y que, tal y como avanzamos antes, se emplea en los tests de accidentes para automóviles. Sin duda alguna, el dummy (su estética, su apariencia) responde al paradigma que se busca dentro de nuestro tiempo. Un objeto (que sustituye a la persona) y que, en virtud de la industria automovilística (o sea el capital), está diseñado para recibir golpes. Al igual que ocurre, dentro del marco de las naciones occidentales, con la población de determinados países como España y Grecia, que (durante la crisis financiera de 2008) se convirtieron en seres de laboratorio (a modo de conejillos de indias) con el fin de conocer cuál era la capacidad de aguante del individuo en una sociedad capitalista como la nuestra. Es decir: una forma de calibrar la condición de dummy del conjunto de una sociedad. Curiosamente, cada vez más, encontramos en los escaparates de diversos centros comerciales o tiendas de moda maniquíes en los que los rasgos del rostro desaparecen en una suerte de homogeneización de los mismos, convirtiéndose en meras formas antropomórficas sin ningún tipo de identidad, figuras que imitan al hombre pero que no son el hombre (al igual que las modelos de Gordon von Steiner: menos humanas que humanas). Básicamente esta estrategia gira en torno a lo que busca el capitalismo: la tendencia a unificar al individuo como un mero receptor de mensajes publicitarios y, en definitiva, consumidor de objetos marcados por el ritmo vacuo y vertiginoso de la moda y las tendencias (o el aliento letárgico de las redes sociales). De ahí que Gordon von Steiner, a diferencia de Cunnigham o McCarthy (que pretenden establecer alegorías macabras de los monstruos que pueblan nuestra realidad) se convierta (flotando dentro de un esteticismo decadente) en una de las herramientas que la propaganda global (que opera en niveles inconscientes) emplea como estrategia de alienación perfecta y que enfatiza (o subraya) esa metáfora del individuo vacío, sin alma, que el capitalismo contemporáneo demanda a través de una estética hipnótica, perturbadora, de seducción masiva que hacia el futuro mira (face the future) y que, en cierto modo, construye la cara del porvenir. Ese porvenir que (desafortunadamente) se ha hecho tangible en los últimos tiempos: la mascarilla que nos ponemos y de la que hacemos uso día a día es (precisamente) consecuencia de la cultura (o la sociedad) que la genera, de un sistema que tiende hacia la homogeneización y que articula o inocula la absoluta falta de significado del individuo, un individuo que se configura como sujeto-masa a través de la sofisticada (y biosanitaria) eliminación de la expresión (de unos labios que bien podrían sonreírnos: tal vez besarnos). Las cosas no tienen lugar debido a un plan articulado previamente: las cosas (sencillamente) ocurren como traducción de una superestructura que demanda símbolos (y que, queramos o no, nos hipnotiza). A diferencia de la máscara, la mascarilla deviene (en consecuencia) organismo de control, un virus que solamente puede habitar en el cuerpo del huésped que lo acoge: el virus solamente es capaz de (sobre)vivir en tales circunstancias y, en este caso, lo hace en nuestros rostros que se configuran como lienzos del Grupo de Dominación y Control, del Sistema Económico, Social y Moral vigente. Todos somos (por fin) dummies.
1 Comentario
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Dicen que habitamos el tiempo de los monstruos. Que los límites de nuestra capacidad para pensar el mundo son ahora más evidentes que nunca, a la vez que el mundo mismo se sume en complejidades apocalípticas sin precedentes. Francisco Jota-Pérez Silence was a way John Lydon ¿Cómo he llegado aquí? Diego Sánchez Aguilar INTRODUCCIÓN (Enfermera, bisturí… hilo…) Diego Sánchez Aguilar es el Dr. Frankenstein. El Dr. Frankenstein coge fragmentos, trozos, miembros de diferentes cuerpos. Los pone juntos, los ensambla. Construye, a su modo, la nueva carne, una nueva carne hecha de cicatrices, heridas, sombra. Así, Diego Sánchez Aguilar ensambla los diferentes elementos que componen su poemario Las célebres órdenes de la noche. Tú, como lector, después, puedes llevar a cabo la descomposición del monstruo (la vuelta a su realidad fragmentaria), la disección de ese artefacto poético donde lo narrativo o lo épico monopolizan muchos de sus versos sin dejar a un lado un componente indudablemente lírico. Así que coges un cutter (o un bisturí) y haces las veces de cirujano o carnicero (igual que Diego Sánchez Aguilar). Separas las tres partes de las que se compone Las célebres órdenes de la noche. Haces tres montones. En el primero pones Cantar del destierro. En el segundo, El bosque y la muchacha. En el tercero (y último), Evangelio del Doctor Frankenstein. PRIMER MONTÓN Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo. Oliver Sacks ¿Será solo el silencio lo esperado? Diego Sánchez Aguilar Observas el primer montón, ese que trata sobre un modo de exilio. Separas el pliego de páginas, lo haces bien. Te fijas en los títulos: Preoperatorio / Unidad de cuidados intensivos / Enfermera, el árbol / Anestesia / Respiración asistida / Aguja hipodérmica / Etc. Trazas imaginariamente los contornos borrosos de un campo semántico que tiene que ver con el hospital. O sea: el destierro es un hospital. Ese lugar donde el ritmo frenético de nuestra vida se detiene. Te preguntas: ¿serán los enfermos los nuevos ascetas? ¿ellos? ¿acaso serán ellos las personas que escapan del vértigo social y político y se asoman (no tienen más remedio) a la sombra, a la muerte? Destierro como exilio. Como fuga interior. Huida al desierto: igual que Jesucristo (esa figura que mutará en el TERCER MONTÓN en monstruo, metáfora-antítesis de aquel que venía a salvarnos). Destierro como silencio. Un silencio que, en cierto modo, se disemina a lo largo de muchos versos del Cantar del destierro: Ahora el silencio viene a buscarme, o no, (desde lejos, desde otra tierra, llena de pulidos huesos) y no trae la respiración de ninguna bestia. No obstante, la voz poética llega a preguntarse por el sentido de ese silencio: ¿Para qué este silencio? El silencio articula en muchos de los versos una suerte de alejamiento, al igual que lo hace el desierto, ese desierto que incide en la mirada del que observa, la mirada de ese personaje que (confinado en una habitación de hospital) se interroga constantemente sobre el sentido de lo que le rodea (la sombra de un árbol, el sonido que éste pueda hacer) o que (casi moribundo, casi inerte) llega a aceptar la situación en la que se encuentra, parece no querer luchar: Entonces habrá que vivir aquí. Y así. Absolutamente desposeído, despojado y sin saber qué es eso (…) Esa aceptación, esa desposesión o falta de referentes entronca con una experiencia que podríamos convenir en llamar vacío semántico (o simbólico): la desaparición del significado dentro de nuestra existencia, en nuestras relaciones, en el comportamiento rutinario que se aleja del símbolo o de la metáfora, de algo que va más allá de lo estrictamente material. Podemos, entonces, hablar de la muerte de las metáforas. No ya en Las célebres órdenes de la noche (evidentemente), sino en la realidad que retrata, esa realidad de la que se tiene conocimiento casi como eco pues el exilio (el destierro, el enclaustramiento) no nos permite verla, solamente intuirla (y apenas recordarla). Esa muerte de los tropos (su ignorancia) se traduce en una especie de amnesia que se retrata a la perfección en un poema como Enfermera, los ríos: ¿Cómo eran los ríos? ¿Cómo abrían la tierra y llevaban la hoja muerta hasta el mar? La permanencia de las metáforas del río como vida o del mar como muerte solamente son intuidas aquí porque el sujeto poemático únicamente las nombra, las cita como si ya hubiera olvidado el significado de todo ello, sus resonancias clásicas, los ecos de Jorge Manrique (por ejemplo) en una conciencia que se descompone. Porque, sin duda, algo así es lo que tiene lugar en la cabeza del personaje que aquí nos habla en primera persona a lo largo del Cantar del destierro: la desintegración de la conciencia de un individuo, su capacidad de percepción e interpretación, el entorno (y su reflejo en uno mismo) que se difumina de forma fantasmal: (…) intento buscar en mí la imagen del río. Cantar del destierro es un monólogo constante, casi silencioso dentro de esa quietud espectral que rodea al personaje y que, como una sombra flotante, planea a lo largo de los versos, sobre ellos. La voz del personaje es aquí monólogo interior, esa stream of conciousness que en la narrativa muestra el discurrir de la conciencia de un ser ficcional y que, en esta primera parte del libro (y de modo épico-lírico), filtra y condiciona la naturaleza de las composiciones aquí presentes, que imprime cierto carácter lánguido y minimalista a la vez que absolutamente desolador. Una desolación que en Nuestra Señora del Destierro resulta más que patente mediante la concisa locuacidad de sus versos: Esto no es cantar. Es ver el escenario vacío, el aire cayendo lentamente en el aire. Esto es arder. Algo parecido (salvando las distancias, pero con cierto aliento común) a lo que decían The Mission of Burma en su canción ‘Forget yourself’ de 2009: Forget yourself what a joy not to be to be the mist and not to be burn yourself burn yourself up burn yourself forget yourself En realidad, en el Cantar del destierro se traza el dibujo de una crisis, una crisis de carácter existencial de la que percibimos su atmósfera, el ambiente opresivo y yermo que genera, pero de la que apenas sabemos nada (y que linda con el nihilismo). Y, a decir verdad (siguiendo a su autor), es una crisis que, en realidad, no es nueva: Lo que nunca ha cambiado Y el viento aún aviva. Una crisis que (parece) viene de lejos, incluso anterior a la voz que nos transmite esta realidad aciaga y depresora, que convierte al sujeto en algo no unitario sino desmembrado, seccionado: Esto es lo único. Estos tubos en la boca de los que entra y sale el aire manchado, el relato de alguien, o de trozos de alguien: cabeza, osamenta, víscera enferma. Si seguimos el texto, otros títulos dentro del Cantar del destierro nos susurran nombres de significación clásica: Narciso / Edipo / Sherezade / Poética / Etc. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. SEGUNDO MONTÓN The dark trees that blow, baby, in the dark trees that blow David Lynch Sigue corriendo hacia el centro del bosque Diego Sánchez Aguilar La noche como símbolo. La noche como símbolo romántico. Esa noche donde las formas borran sus límites, donde la precisión de esos límites termina por desaparecer. Lo contrario del mediodía, de la luz, del sol. La noche que tiene lugar en el bosque. La noche en el bosque donde el hombre se reduce, se hace pequeño. Tal vez con miedo, frágil: Tu corazón, pequeño, respira como un pez. Entre tus blancos senos la luna se está ahogando. La noche es un bosque que no termina. La noche que se convierte en misterio, que adquiere toda su capacidad semántica como espacio de peligro. El bosque como lugar de insectos, telas de araña, temor y crimen: Los bosques son lugares peligrosos. La noche que acoge los cuerpos, la noche que acoge el placer, el miedo: Sobre los árboles tendida, la noche ofrece su garganta. La noche que late en el sexo: (…) las hojas tiemblan de placer y miedo: la noche insectívora exige vuestros labios. La noche que engendra sombra que engendra noche (y suma y sigue): Sabes que será hermoso, como tus ojos cerrados que guardan un latido abierto y la constelación del beso. No tardará en surgir la sombra. La noche que susurra canciones. Por ejemplo, ‘She sleeps, she sleeps’ de Fire!: su polirritmia rota, abrupta, que pudiera servir de marco sonoro a esta aventura criminal en el seno del bosque. La noche que es sinónimo de sueño, sinónimo de muerte tal vez. La noche que es oscuridad, solamente eso, un caminar hacia la oscuridad, sin vuelta atrás: La oscuridad frente a ti es tan densa que puedes verte como en un espejo. La noche que es un cuchillo que es muerte que es la noche y es bosque: (…) y en tus labios estará despertando el beso, y en tus oídos estarán naciendo los pasos de aquel que debía venir, y viene y llegará antes su reflejo que él, como un cuchillo. La noche sagrada / La noche muerte: “El bosque y la muchacha” es un proyecto de libro en el que quería explorar las posibilidades que el imaginario del cine slasher me ofrecía para tratar una serie de temas: la relación entre el descubrimiento del cuerpo como placer y el cuerpo como dolor, el bosque como espacio voraz, irracional, sagrado y, por lo tanto, temible […]. (Diego Sánchez Aguilar: fragmento de entrevista en El coloquio de los perros, diciembre de 2017) TERCER MONTÓN El futuro es solo la vejez, la enfermedad y el dolor... James Whale Una película slasher al menos toma en serio el cuerpo al reconocer cuán horrible es su mutilación. Ese horror es la fuente del horror. Pero al estetizar la deformidad, Whale en realidad golpea a la audiencia con más fuerza que cualquier representación burda y realista. Porque, en cierto nivel, creemos que la deformidad no debe ser estetizada, que tomar el sufrimiento y la deformidad humanos y volverlos casi bellos es un acto de profanación Lloyd Rose (The Wasington Post, noviembre de 1998) Nunca pudiste decir se era pedazos o si era uno Diego Sánchez Aguilar —Cartón piedra, simulacro. —Ficción, mito. —Aliento romántico. —Monstruos. —Atmósfera bíblica, cicatrices, tentaciones. —Resurrección. —Resurrección del monstruo. Estos son algunos elementos que componen el puzle del Evangelio del doctor Frankenstein. Si el Cantar del destierro supone la descomposición o la desintegración de un individuo (su conciencia, su memoria), el Evangelio es la composición a través de los pedazos, del fragmento, de eso que convenimos en llamar monstruo. Una composición hecha a partir de cicatrices y vacío: De todas las caricias con que inventas tu nombre, solo la cicatriz ha cosido la vida con la muerte. El monstruo de Frankenstein es, a decir verdad, la metáfora perfecta del individuo contemporáneo (¿por qué no decirlo? ¿por qué no pensarlo?): una metáfora profética (copyright de Mary Shelley) que anuncia ese monstruo que nace de la fragmentación posmoderna y que se prolonga en una nueva etapa que algunos autores como Marc Augé han querido llamar hipermodernidad, pero sobre la que (en relación con tal término) no hay unanimidad. Permitámonos (ahora) un circunloquio, una deriva (que, a decir verdad, no es tal): si pensamos, por ejemplo, en el cine de Tarkovski, se llegaba a decir de él que rodaba teniendo en cuenta al individuo como ser completo, unitario, no fragmentado (sic). En cambio (a diferencia del cineasta ruso), buena parte del cine contemporáneo se caracteriza por la fragmentación: fragmentación de la linealidad discursiva, fragmentación del cuerpo a través del primer plano o el plano detalle, por poner unos ejemplos. Incluso la fotografía actual, animada por las redes y la instagramatización de la realidad, deambula por semejantes territorios: el retrato del individuo no como un conjunto sino como fragmentos, retazos. Algo que se acerca mucho a la narrativa pornográfica en su objetualización del sujeto, en la aniquilación de su alma, en su despiece (casi) de matarife simbólico. La identidad del hombre se ha fragmentado y su puesta en escena encuentra un tratamiento semejante a nivel plástico. Todo esto nos lleva a la conclusión de que el monstruo de Frankenstein (con sus cicatrices y su propia composición hecha de trozos, pedazos, tal y como bien apunta aquí Diego Sánchez Aguilar) resume a la perfección una identidad contemporánea que se ilustra a través de discursos fragmentados, un relato que se desacopla (y agota) a cada paso. Frankenstein es hijo de nuestro tiempo y, como tal, el Anti-Mesías (que no nos salvará de nada) debe adoptar una estructura semejante. Rota, hecha de cicatrices, cosida: Mira, Fritz, ¿cómo llamarías a esto?, ¿carne?, ¿brazo?, ¿miembro?, ¿fragmento? Te resistes a llamarlo Hombre, lo sé. Podría decirse que el discurso de Diego Sánchez Aguilar juega con una linealidad no evidente, con un proceder que tiene que ver más con lo segmentado: Todo, en esta historia, hablará de ruinas, de fragmentos. Así ha de ser el reino de lo humano. No obstante, la homogeneidad discursiva del poemario es indudable y no admite fisuras en su rigurosa composición sin que eso provoque que la voz poética se sustraiga de una realidad que no termina por ser unitaria, sino compleja y escindida: Aquí estás tú. Esto es lo que hay cuando dices yo. Solo hay que coser, que dar la forma, como hacías con plastilina en el colegio. Por otra parte, las resonancias bíblicas flotan a lo largo de toda esta sección del poemario. Resuenan incluso al tomar, al principio, una cita de Dámaso Alonso, autor en el que el versículo bíblico es inseparable dentro de su libro Hijos de la ira. Unas resonancias evangélicas que se descubren en la forma de muchos de los versos que animan esta parte final del poemario, incidiendo en las repeticiones, las interpelaciones al receptor (en muchos casos Fritz), recurrencias formales propias de textos sagrados. Unos ecos de las Sagradas Escrituras que nos hacen ver al monstruo de Frankenstein como ese Anti-Mesías al que ya se ha hecho alusión antes y que, en diferentes momentos de este Evangelio, queda completamente claro que no agita la bandera de la salvación sino de todo lo contrario: No ha venido a morir por nuestros pecados. Ha venido a morir por nuestra muerte. Un salvador que no salva, un salvador lleno de cicatrices: (…) lo que la cicatriz esconde y llena de estrellas el oído de la noche, a eso lo llaman monstruo. Y el monstruo anuncia el reino de la nada. Un monstruo que no tiene nombre: Quien ha venido a mostrarnos el reino no tiene nombre, ni tiene casa. No tenemos aquí a un Moderno Prometeo, sino a una suerte de Jesucristo novedoso y nihilista que no predica la redención. En realidad, no predica nada y el evangelio es un evangelio sin palabras que hace bucles mudos dentro del silencio. Sólo nos queda por tanto el vacío y el terror, el terror que es animado por el monstruo: No hay imagen, no hay palabra, no hay camino. No hay más senda que el latido. No hay más reino que el bosque, que el desierto. La mirada cínica del autor se ve con claridad en ‘Las Tentaciones’, donde las reminiscencias bíblicas a nivel lingüístico son más que evidentes recordando el discurso del Nuevo Testamento y estableciendo una analogía constante con Jesucristo pero tirando de antítesis, paradojas. Un poema, este de ‘Las Tentaciones’, que articula (también) la revisión de una de las secuencias fundamentales de la película de James Whale y que Diego Sánchez Aguilar toma como referencia dentro del Evangelio del Doctor Frankenstein: el encuentro de Boris Karloff (el monstruo que no tiene nombre) con la niña y que termina con la muerte de ésta ahogada por la bestia. Es en este momento donde, sin lugar a dudas, se subraya esa visión cínica a la que se aludía antes, puesto que aquí la tentación es la niña, el demonio es la niña, el demonio que habla con el Anti-Mesías (ese Prometeo desnaturalizado) y que le habla sobre la inmortalidad, que compara la flor que arroja al agua con el alma, esa flor que flota en la superficie del lago y no se hunde, el alma que flotará más allá de la muerte: Y levantó el cuerpo de la niña como la niña antes levantó las [flores y la tiró al lago para ver cómo su alma inmortal flotaba sobre la [negra muerte. Y desapareció la niña bajo el rostro del lago como desaparecen las palabras bajo el manto de la noche. Evangelio del Doctor Frankenstein se construye a partir de recurrentes analogías, analogías con el relato evangélico del Nuevo Testamento, semejanzas a través de las que comprobamos, incluso, el desarrollo de la Pasión y Muerte (en este caso de la bestia: su crucifixión en el molino: la cruz es un molino es una cruz). Correspondencias también con la Resurrección, una resurrección del monstruo a través del celuloide, a través del poder mágico de las imágenes en movimiento que hacen que el que no tiene nombre vuelva de entre los muertos: Mira, la criatura está viva. Mira: aquí, dentro de esta caja oscura, está anunciando el reino de la nada. La criatura está ahí. Ha aparecido entre las sombras, trayendo consigo toda la sombra. Ése es el mensaje final del anómalo evangelista que, recordando a Anselm Kiefer, ha compuesto Las célebres órdenes de la noche, un mensaje que anuncia las tinieblas y el miedo: Ellas salieron corriendo del sepulcro porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo. (Marcos 16, 1-8)
TERATOMA: REGRESO A LA METRÓPOLIS DEL SIMULACRO (NOTAS SOBRE UNA NOVELA DE FRANCISCO JOTA-PÉREZ)27/12/2017 por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Suya es la mentira, suya es la ficción, suya es la imperdonable mentira. Robert de Grimston Siente compasión por los desgraciados. Precepto del Oráculo de Delfos Los alrededores del porvenir serán insoportables. Francisco Jota-Pérez 1 Acercarte a la narración igual que a un oráculo. Acercarte a esas visiones proféticas. Adentrarte en las imágenes como si se tratara de una lectura apocalíptica, la interpretación que alguien hace del futuro. Las visiones de los profetas (sus discursos) tienen mucho de mecánica irracional, lingüística del inconsciente, artefacto surreal: un mantra que alguien recita porque los dioses susurran al oído aquello que estará por venir (una simulación, un leviatán tal vez). Algo así sucedía con la Sibila de Delfos, con la de Cumas: susurros sagrados, ventriloquía divina. Igual ocurría con Ezequiel o Daniel en el Antiguo Testamento, San Juan trazando una caligrafía delirante en Patmos, Francisco Jota-Pérez abducido por una voz narrativa que interpreta el futuro como un nódulo patológico, haciendo literatura neoplásica que, en sí misma, es una célula tumoral, una célula germinativa que vive dentro del cadáver de la literatura contemporánea (una parte de ella), un núcleo resplandeciente más allá de la putrefacción ambiente. Ese futuro que dibuja FJ-P tiene un nombre: Teratoma: Tipo de tumor de células germinativas que puede contener varios tipos diferentes de tejidos, como pelo, músculo y hueso. Los teratomas pueden ser maduros o inmaduros de acuerdo con el grado de normalidad de las células observadas al microscopio. A veces, los teratomas tienen una mezcla de células maduras e inmaduras. Los teratomas habitualmente se presentan en los ovarios de la mujer, los testículos del hombre y el hueso coccígeo de los niños. También se pueden presentar en el sistema nervioso central (encéfalo y médula espinal), tórax o abdomen. Los teratomas pueden ser benignos (no cancerosos) o malignos (cancerosos). https://www.cancer.gov/espanol/publicaciones/diccionario?cdrid=44248 Los teratomas son pequeños simulacros fallidos. Una especie de homúnculo que nace dentro del cuerpo, un pequeño doppelgänger amorfo, a medio hacer y que crece en nuestro interior, un monstruo que anida ahí: hecho de nosotros mismos pero que no es nosotros, que simula serlo y no lo consigue, realidad paralela (o doble), virtual, fantasma (un pequeño y frágil ultracuerpo que nos habita, algo semejante a lo que ocurre en Teratoma): Mientras realizaba una apendicectomía de rutina en una joven de 16 años, un grupo de médicos japoneses descubrió un tumor de ovario que contenía trozos de pelo enredado, una delgada placa de hueso y un cerebro en miniatura. Según informó la revista New Scientist, los doctores “encontraron dentro del tumor pelo enmarañado y, aproximadamente, tres centímetros de estructura cerebral cubierta por una pequeña capa de hueso del cráneo”. La estructura resultó ser, después de un detallado análisis, cerebelo, la parte del cerebro que se encarga del movimiento y que se encuentra, por lo general, debajo de los dos hemisferios cerebrales. El grupo de médicos, sorprendido por el hallazgo, realizó un comunicado detallado para Neuropathology el pasado 2 de enero en el que especificaba: “Se encontró una gran cantidad de tejido cerebeloso bien diferenciado y altamente organizado. Tres capas de la corteza cerebelosa estaban, incluso, bien formadas”. http://www.lavanguardia.com/vida/20170109/413211334933/tumor-ovario-cerebro-teratoma-japon.html 2 Pensemos en esa palabra: TERATOMA. Pensemos en sus tentáculos y ramificaciones conceptuales. Será oportuno (entonces) reflexionar acerca de su significado, sobre su relevancia, en torno a la operación semántica que (a partir de lo visto antes) inocula tal palabra a este artefacto narrativo. Pensemos en las implicaciones que tiene: ese no-ser que crece dentro de un cuerpo, tejido cerebeloso, cartílagos, pelo, músculo, hueso. Ese pequeño huésped que va creciendo en el interior de un organismo humano y que no llega a ser, que no es más que simulación, calco incompleto del anfitrión. Así, de igual manera, se procede en esta obra que, en un primer momento, podemos convenir en llamar novela o (si queremos) jeroglífico visionario, híbrido textual mutante. Aquí, en estas páginas, el teratoma que nos susurra Francisco Jota-Pérez (igual que la Sibila o una sacerdotisa o el O Tunga mongol) es precisamente eso: imitación, duplicación de la realidad en la era de la apariencia (ese tiempo en el que ya vivimos todos nosotros), un simulacro que sustituye lo real. Y si con el uso de la palabra teratoma se produce una acrobacia semántica en la concepción global de la novela, lo que tenemos en estas páginas es una mutación de aquello que nos rodea, una mutación que se corresponde con la presencia masiva de ese simulacro (un disfraz, una fábula al fin y al cabo) que sustituye al entorno de los personajes, a su realidad a lo largo de este artefacto de ficción experimental que especula con un futuro posible. En Teratoma la virtualidad se apodera del mapa de una ciudad como Barcelona: desaparece lo real y los habitantes de esta novela (sus personajes) deambulan por un mapa ficticio, algo que ya no es tangible, algo que —desde un discurso metafórico— se parece mucho al mundo que, paulatinamente, nos envuelve y que, debido a nuestra miopía, parece que no alcanzamos a ver. El narrador diatópico de Teratoma es una de esas figuras que (como oráculos, profetas o chamanes) recibe, a su modo, una revelación: la anunciación de ese futuro que hace equilibrios en un mundo espectral, un espejismo, una criatura muerta: tejido cerebeloso, cartílagos, pelo, músculo, hueso que imitan la realidad pero que no son la realidad y que el narrador nos pone delante, esa voz que juega con palabras sonámbulas, enunciados que callejean erráticamente por avenidas, barrios, plazas de Barcelona, una ciudad que dentro de la narración es tan solo una burbuja fantasmal, poco más que un mapa en el que adentrarse a través de la realidad virtual, ese espejismo que tiene su razón de ser gracias a la mediación de TERAFIM, la inteligencia artificial que parece controlar el destino, el plano consciente de los personajes, el deambular de la gente por las calles de esa ciudad-ficción. Ese TERAFIM que recuerda una inteligencia como la de VALIS de Philip K. Dick, pero en este caso sintética, electrónica: Se planteó la hipótesis… Se habló de la posibilidad de que la Inteligencia Artificial pudiera implementar en un mundo posible una especie de criatura que, de manera recursiva, fuera capaz de reimplementar la realidad para redefinirse a sí misma… Hasta aquí, se trataría del programa autorreplicante de Von Neumann, que fue el preludio de lo que llamaríamos virus informáticos. Este narrador es, además, un fabulador que conjuga los verbos en futuro, esa reminiscencia oracular (y febril) que en Teratoma es la descripción de un porvenir alucinado, donde la simulación o la ficción inoculan su narcótica alienación a la trama: En esta simulación no habrá protagonistas. Por desgracia, en esta adivinación las venturas no engranarán; si alguien ha de tener un destino, lo tendrá fuera de plano, escindido, y si alguien ha de conseguir flotar en las mareas del azar, nadar entre la contaminación de su psique trasplantada al planisferio y la maraña de su relato, lo conseguirá a expensas de ustedes, que apenas funcionarán allí como testigos (…) 3 Escribir Teratoma es describir los tumores que dibujan los monstruos: esos monstruos que anidan dentro del cuerpo de cada uno. Escribir Teratoma es referir el modo en que el simulacro de la razón produce monstruos en una cultura esquizocapitalista y tecnorracional que solamente es capaz de producir deformidades, esas deformidades que aparecen de forma tumoral a lo largo de unas páginas que no son (solamente) novela, que no son (solamente) narrativa, sino que aglutinan ensayos dispersos como cápsulas, constantes dosis líricas (en muchos casos de índole irracional) que estremecen las frases (y al lector), donde la estructura oracional se vuelve hipnótica, tiende a ello o (también) electrocuta una posible lectura común (tópica, estándar) de la misma. Escribir Teratoma es subrayar que la realidad ha sido sustituida por el engaño, la mentira, la manipulación. Al mismo tiempo, Francisco Jota-Pérez construye una estrategia sutil que escapa de la literatura hipernormalizada y sus procesos: huye de los paradigmas del lenguaje secuencial, aquellos preceptos que son animados por el mercado contemporáneo de la literatura y la producción de sentido a través del sistema de representación convencional. No hay aquí una linealidad obsoleta, una justificación de causas o efectos o consecuencias o motivaciones (por qué, cómo, cuándo, hacia dónde). Todo se reduce a una realidad que apenas resulta explicable y que, recurrentemente, hace puzles, nubla la visión: Todo lo que nos rodea pierde sentido, pero, claro, ¿cuál es el sentido de todo? Con este síntoma aparece también, un profundo sentimiento de sentirnos incomprendidos por los otros seres humanos (…). Como observador (o como lector) apenas intentas entender qué pasa (eso debes hacer al acercarte a Teratoma: al igual que sucede con el cine de David Lynch, por ejemplo, en cintas como Inland Empire o en la serie Twin Peaks). Casi te da pereza comprender, analizar, teorizar (si lees, si te dejas llevar por la lectura de esta obra de FJ-P): no intentas entender qué sucede (a veces es bueno hacer eso) y te quedas mirando (o leyendo) la realidad (o su simulacro) como quien observa un juego de dados intuyendo lo que hay alrededor (solamente eso, apenas eso: mejor obrar así que caer dentro de la lógica racional y sus trampas, enmarañarte en la tela de araña de su discurso explicativo y controlador): (…) y los aplanamientos en el discurso de esta inquisición tricéfala en la Casa harán que este deba necesariamente ser deducido más que entendido. No entender qué pasa es una cualidad de aquellos sujetos que deducen más que comprenden lo que tienen frente a sí. Y algo de eso hay en Teratoma (algo de eso procura habitualmente FJ-P en sus narraciones): no hay una exégesis, no hay solución a ningún tipo de conflicto. Y eso es así, sencillamente, porque no es necesario, porque el conflicto ni siquiera se resuelve. Porque, a veces (o muchas), no es preciso entender de forma lógica (o penetrar en un texto de tal manera). Tal vez sea esa la actitud a la hora de afrontar una historia como ésta, un relato al que se accede más por exposición al mismo que mediante estrategias de comprensión racional. La razón ha sido radicalmente extirpada de sus páginas y el discurso se transforma, recurrentemente, en delirio narrativo, ese jeroglífico visionario acerca del cual deducir, sospechar, lanzar hipótesis, conjeturas: haces recuento de lo que observas por ver si algo tuviera algún sentido y te quedas, finalmente (no puedes evitarlo), con la mente en blanco, ese vacío que se hace necesario para estabilizar nuestra percepción de la realidad, eso que todos terminamos por hacer en algún momento en nuestra vida diaria (lo que como lector urge llevar a cabo al adentrarse en la Barcelona por la que merodean los personajes de Teratoma). La linealidad o la supuesta complejidad armónica del núcleo narrativo al que estamos acostumbrados (o al que un lector medio o estándar está acostumbrado) es algo que no encontramos aquí. Teratoma es ruptura, fisura, fractura dentro de la unidad modular del mercado literario y sus convenciones, esa unidad que dicta lo que es pertinente, adecuado para ese lector medio-estándar a quien (parece) no le apetece (en verdad no le apetece) entender la literatura como arte o disidencia y que, en cambio, se deja llevar por la evasión y la alienación tribal. 4 Igualmente, escribir sobre Teratoma supone una especie de contagio, una exposición al virus: pensar una obra como ésta es aniquilar cualquier huella de esa crítica literaria opiácea, ese tipo de crítica que marca las tendencias dentro del realismo capitalista o, por ejemplo, también, dentro de esa fantasía o ciencia ficción fake y de sesgo colaboracionista que, dentro de la literatura, sigue las coordenadas de la Corriente Principal y que tan solo entontece a los lectores que buscan algo hipotéticamente mágico, revelador. Pensar o leer Teratoma habría de ser, en primera instancia, un ejercicio de lectura en caída libre que, a posteriori, se metamorfosee en contracrítica, esquizocrítica: lectura ácida y radiante. Escribir Teratoma es iluminar el mapa de la literatura con venas iridiscentes que subrayan las sombras de la máscara que habita todo rostro (literario o real). Captar la esencia del simulacro como si un profeta contemporáneo revelara las palabras de un Pantócrator colocado y sin benevolencia, un ser ubicuo que cartografía las cicatrices y el vacío sonambúlico a través del que nuestros pasos desaparecen en la nada. Esta novela que deambula por el espacio visionario de una literatura profética (desde un prisma tan alucinado —o más— que cualquier profeta de cualquier tradición) no nos habla solamente de un futuro posible sino que, a través de la metáfora y la distorsión de aquello que conocemos, nos acerca el presente, este mundo que vivimos y que, aparentemente, comprendemos (o queremos comprender, hacer por comprender, siempre igual) pero que, a decir verdad, escapa a toda lógica, a toda capacidad de raciocinio o diagnóstico médico (psiquiátrico si cabe). La narrativa en Teratoma establece el punto seguido (un punto seguido, uno posible: tal vez un punto de partida, un puesto de vigilancia) desde el que continuar a partir de un axioma al que habrá que acostumbrarse (hacerse a él). Ese axioma dice: El simulacro de la razón produce monstruos. Eso es lo que nos susurra el oráculo. Nota de Francisco Jota-Pérez:
La fotografía que se muestra bajo esta nota - cuyo título es "hex54820-teratoma" - es obra de un artista digital que, mediante un proceso de databending pasó el .pdf de la novela a audio, creando una canción extrañísima; después, mediante idéntico proceso, tradujo la canción a imagen, dando como resultado la imagen que adjuntamos abajo. (Apuntes sobre la novela La otra parte) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA …y desencadenar una máquina para trastornar el mundo. LOUIS ARAGON El sueño es una segunda vida. NERVAL Lo peor que le puede ocurrir a cualquiera es que se le comprenda por completo. CARL GUSTAV JUNG 1 La editorial G. Muller editó en 1909 la novela de Alfred Kubin La otra parte. La publicación de esta obra anómala tuvo lugar en Münich y Leipizig de forma simultánea. Kubin era en esos años conocido principalmente por sus dibujos e ilustraciones. En estos se revela una cierta influencia del Goya irracional o de los dibujos más oscuros del pintor simbolista alemán Max Klinger, aspectos que lo singularizan dentro de un expresionismo que se tiñe de imágenes surrealistas. La presencia de tales imágenes hacen de la obra plástica de Kubin un precedente directo del surrealismo y, pese a sus grandes diferencias estéticas, las motivaciones e intenciones del autor de La otra parte estarían cercanas a la pintura de Paul Delvaux pues revelan preocupaciones e inquietudes semejantes, así como un común interés por la transcripción en imágenes de formas delirantes del inconsciente. Pero las conexiones entre ambos, entre Delvaux y Kubin, van más allá. De hecho, algunas de las escenas oníricas que décadas después pintara el artista belga y que tienen lugar en contextos urbanos nos podrían hacer pensar en la ciudad que se retrata en La otra parte. Incidiendo un poco más en el componente surreal de la obra de Kubin, debemos también establecer diferencias pues sus dibujos y litografías no coinciden con los principios que animarán la obra de pintores como Tanguy o Juan Gris (por poner dos ejemplos de surrealismo canónico). Quizás su carácter insólito y peculiar radique, precisamente, en el componente expresionista y esa respiración sombría que anima su producción gráfica. Lo que está claro es que, al igual que Giorgio de Chirico, Kubin es un francotirador artístico cuyas preocupaciones estéticas lo distinguen de sus contemporáneos y estas mismas hacen que, en la actualidad, su obra pueda ser apreciada en mayor grado (mejor entendida, mejor recibida tal vez). En sus ilustraciones lo onírico sobrevuela tanto las litografías como aquellos dibujos que hacía con tinta china y que insertaba en ambientes malsanos y de pesadilla. En líneas generales, un marcado carácter fuera de toda lógica racional está presente tanto en su trabajo plástico como en su literatura. La otra parte se singulariza dentro del panorama narrativo de la época por el carácter simbólico de sus páginas siendo, al mismo tiempo, un claro precedente también del surrealismo en el ámbito literario. Así, la irrupción de Kubin dentro de la literatura supone una apertura a un nuevo lenguaje. Si nos centramos en su obra narrativa, podemos afirmar que La otra parte es una novela onírica tal y como pueden serlo Compañía de Sueños Ilimitada de J. G. Ballard, Paprika de Tsutsui o alguna de las novelas de Unica Zürn, donde el surrealismo va más allá de las estrechas miras con que podría contar el movimiento en sus inicios pero que, evidentemente, ha influido en muchas producciones artísticas del siglo veinte y de la presente centuria. En cuanto a la acogida que se le da a esta novela en el momento de su publicación, hay que señalar que La otra parte obtiene una recepción muy positiva por parte de escritores y artistas contemporáneos a su autor. Sin embargo, apenas tiene incidencia entre el gran público. Hoy en día sigue ocurriendo así y Kubin es un perfecto desconocido para muchos lectores. 2 La narración de La otra parte se caracteriza por la introducción del lector (y, obviamente, del personaje principal que ejerce de narrador en primera persona) en el Reino de los Sueños. En realidad éste es el territorio de la oscuridad, un espacio de sombras donde nada queda claro del todo. El Reino de los Sueños (la otra parte) se ubica en algún lugar de Asia Central, más allá de las tierras de Samarkanda. La distancia con respecto a Europa convierte el viaje del protagonista hasta ese peculiar reino en un periplo que puede recordarnos, en sus primeras páginas, las novelas de viajes convencionales. Sin embargo, dista en mucho de caer en los tópicos de éstas. El protagonista-narrador es un personaje que emprende el viaje hacia Perla, capital del Reino de los Sueños, seducido por Patera. A través de un extraño personaje que hace las veces de intermediario, Patera —que durante la infancia fue compañero de colegio del narrador— logra convencer al protagonista con las (falsas) promesas de ese país misterioso y, aparentemente, lleno de posibilidades. Desde las primeras páginas en las que el protagonista se traslada a Perla podemos comprobar cómo el sueño no ejerce aquí de elemento liberador o revolucionario (como pudiera suceder en los compases iniciales de la citada obra de Ballard) sino que, más bien, imprime a las páginas de esta novela una atmósfera inquietante y opresiva que, en cierto modo, pone frente al lector una realidad alucinada que, en algunas ocasiones, puede recordar a otras novelas como bien pudiera ser Pedro Páramo de Juan Rulfo. La otra parte tendría en común con esta novela mexicana el dibujo de un universo completamente claustrofóbico donde, paulatinamente, la muerte y la destrucción oscurecen todo con sus sombras. Bajo el influjo de Patera, el demiurgo que controla la vida de los ciudadanos de Perla, los soñadores que viven en esta tierra de delirio y enajenación se caracterizan por ser marionetas que habitan un universo alienado. En La otra parte el sueño se convierte en elemento fundamental de la novela, ya que éste modifica la realidad cotidiana de la ciudad de Perla, algo que puede recordar lejanamente (aunque a través de otros mecanismos) las transformaciones que se operan en Dark City, largometraje dirigido por Alex Proyas. Perla es una ciudad que, según avanzamos en la lectura, va mutando debido a las pugnas por el poder dentro de la misma y a causa de la descomposición de la vida cotidiana en sus calles. Así, las páginas de La otra parte se caracterizan por la inclusión de imágenes alucinantes que llegan a enloquecer al protagonista, que le hacen cuestionar todo lo que ha dado por cierto, desestabilizar todo aquello que parecía firme. Se podría decir que La otra parte tiene un componente eminentemente esquizorrealista en el que la realidad se traduce de un modo anómalo y demente, en la que ésta no es esa institución inmóvil y monolítica de la que se sabe cómo funciona y el modo en que evoluciona, de la que se conocen sus engranajes. De tal modo, la realidad se ve condicionada por esas imágenes confusas que interfieren entre la vigilia y el sueño, ese sueño —que más bien es una pesadilla— y que parasita y vampiriza la ciudad de Perla transformándola en una suerte de infierno. Tal y como ya se ha indicado antes, el expresionismo es otro ingrediente fundamental dentro de la obra de Kubin y es indudable que entronca perfectamente con la obra de otros escritores de su tiempo como Franz Werfel o Kafka, así como con el cine de Murnau o Pabst. Igualmente hay ciertas semejanzas con H. P. Lovecraft e incluso algunas ideas e imágenes que nos hacen pensar en un futuro William S. Burroughs. Kubin juega así con elementos y conceptos que algunos de sus contemporáneos tienen entre sus cartas, pero La otra parte cuenta también con un componente visionario que se puede rastrear, décadas después, en otros autores. 3 Narrada en primera persona, La otra parte se puede interpretar como una suerte de literatura oracular que maneja la polivalencia semántica y que escapa a toda lógica. Gran parte de la crítica se obstina, precisamente, en la racionalización de las obras de arte y propone metadiscursos explicativos para propuestas que, a decir verdad, desean alejarse de lo estrictamente racional (y que la crítica procura aprehender con el fin de hacer asimilables sus posibles mensajes). Kubin se aleja de una interpretación lógica y La otra parte es susceptible de ser decodificada de múltiples formas. El autor traza aquí lo contrario a un signo cerrado o inmóvil e incluso puede verse como una novela donde se lee el futuro pues, de forma simbólica, avanza los desastres de la Primera Guerra Mundial como si las páginas que leemos fueran el sueño delirante de un profeta bíblico, de un oráculo que transcribe el devenir. No obstante, Kubin hace también una lectura alegórica de su tiempo y, de hecho, encontramos cierta denuncia social, política y económica a lo largo de la narración: Toda la vida financiera era puramente simbólica. Nadie sabía nunca lo que poseía. El dinero iba y venía, todos gastaban y recibían, y el que menos había practicado ya el escamoteo, en muchos de cuyos trucos también me inicié. Gran parte del éxito dependía, pues, de la labia de cada cual. Kubin dibuja un puzle donde la imagen del hombre se fragmenta en una suerte de escritura en la que el significado se escapa a una comprensión racional, donde la volatilidad del sentido viene determinada por cada una de las posibles confluencias entre lectores y texto. La sensación de confusión que puede generar la lectura de La otra parte es un factor que la emparenta con el cine de David Lynch o con la serie de televisión The Twillight Zone, así como con algunas páginas de Burroughs o el misticismo sagrado que late en Philip K. Dick en Valis o en la ciencia ficción esquizorrealista y psicodélica de Stanislaw Lem en Solaris. Como en los casos anteriores (y al igual que la interpretación del significado de los sueños es algo que muchas veces escapa nuestra comprensión), Kubin rehúye un análisis puramente lógico tal y como ya se ha indicado. Siguiendo esta complejidad en lo que se refiere a su interpretación, Kubin nos introduce, precisamente, en aquello que Edgar Allan Poe describía como: El punto sutil del tiempo en que la vigilia y el sueño se hacen indiscernibles. Ese punto donde todo tiende a la confusión, donde los límites se desintegran.
Escrita en un período que se caracteriza por la decadencia del modelo político y económico deudor de los principios de la Ilustración y el racionalismo (así como de los modos de producción y de relaciones sociales que se establecen en Occidente a partir de la Revolución Industrial), debemos tener en cuenta que esta novela se fragua en el contexto final del Imperio Austro-Húngaro, en sus años de decadencia. Éste es un tiempo en que Viena se convierte en punto de emanación del psicoanálisis a consecuencia de la obra de Freud. Indudablemente, en La otra parte se destila —tal y como hemos visto— un claro interés por retratar lo inconsciente y lo onírico, algo que es un signo de la época y que no debe considerarse exclusivamente una influencia freudiana. De hecho la eclosión del dadaísmo y el surrealismo años después no es más que la confirmación de esa fascinación por el movimiento nocturno de la conciencia que sucede en esta época. El interés por el inconsciente que modela la obra de Freud no es más que una de las manifestaciones de esta tendencia, la evidencia de una fascinación que quizás tenga más que ver con el inconsciente colectivo (o el signo de los tiempos) que con el trabajo de determinados estudiosos dentro del ámbito de la psicología, una psicología que —como nuevo dogma de fe— pretende en muchas ocasiones hacer ciencia de aquello que es enigmático y escapa a la certeza. Más cercana a C. G. Jung que a Freud, La otra parte sugiere preguntas e inocula incertidumbres a través de imágenes arquetípicas. No hay soluciones para Kubin. No hay respuestas, no hay verdad: nada de lo que entendemos por verdad absoluta está dentro de sus páginas. Más bien el autor apunta posibles interrogantes que no encontrarán solución. Así, las dudas o el misterio se quedarán flotando dentro de la conciencia del lector puesto que Kubin apuesta por retratar una realidad borrosa, donde la certeza es algo irreal, donde la verdad se nos escapa y la realidad queda contaminada por el sueño, la lógica por el inconsciente. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Pienso que, al principio de nuestra carrera, había críticos que querían que cambiásemos el mundo porque los Sex Pistols habían fracasado MICHAEL STIPE ¿Debería ser escuchado por todo el mundo? PIERRE BORDIEU El 28 de febrero de 1991 se daba por terminada lo que en su día se llamó la Guerra del Golfo. La Operación Tormenta del Desierto, tal y como fuera bautizada por los círculos próximos al general Schwarzkopf, se iniciaba el 2 de agosto de 1990 y era televisada en las pantallas de Occidente. Desde nuestros receptores de televisión podíamos comprobar la noche fosforescente y verde de Bagdad donde los impactos de las bombas dibujaban explosiones que hacían pensar en videojuegos (al igual que el nombre de la campaña militar a la que ya hemos hecho mención unas líneas más arriba). Como digo, era en febrero de 1991 (el día 28, último día de ese mes) cuando se consideró finalizada la campaña militar que restituyó su independencia al emirato de Kuwait. Doce días después salía a la venta el álbum Out of time de REM. Su primer single era la canción ‘Losing my religion’, que ya estaba en la calle desde el día 19 de febrero. Si ‘Losing my religion’ era una composición de desencanto romántico, ‘Shiny happy people’ —el siguiente single de este elepé— sería una canción de entusiasmo casi infantil del que los propios miembros de REM han renegado. Con el paso del tiempo, ‘Shiny Happy People’ se configura como el mantra de la conciencia colectiva que, en cierto modo, activa el optimismo que en los noventa se genera con el fin de la era Reagan y la próxima caída de George H. W. Bush frente al demócrata Bill Clinton (esa figura falopolítica que instituiría ‘Macarena’ de Los del Río como himno demócrata incorporando coregrafía grupal dos décadas antes del ‘Gangnam Style’ del surcoreano PSY). Se puede decir entonces de ‘Shiny Happy People’ que es, en cierto modo, una canción que abre un ciclo dentro de lo que fueron los noventa y la euforia o las falsas esperanzas que esta década generó entre la población, toda una estructura de optimismo fake con banda sonora a partir de una canción de la que los propios REM renegarían hasta tal punto que evitaron que apareciera en un recopilatorio de singles editado por Warner a principios de la primera década de este siglo. Los años noventa son, sin duda alguna, una década que se decantó por el hedonismo y la ausencia de conciencia política en la sociedad. En realidad, el optimismo noventero (y la euforia párvula de ‘Shiny happy people’) configura un tipo de mentira global cuyo anzuelo todo el mundo mordió mientras mirábamos hacia otro lado. Es el momento en que los festivales de música entran en escena con todo su esplendor y el fenómeno de la electrónica se extiende como fórmula de carpe diem contemporáneo, como estrategia de lobotomización global que, con los años, culminará con el festival belga Tomorrowland donde el mainstream termina haciéndose eco del modelo de festivales alternativo que, con mucho, toma como referencia el concepto de campo de concentración aplicado al ocio y el tiempo libre: un campo de concentración del hedonismo. *** REM ya son estrellas desde su álbum Green (1988), si bien Out of time (1991) los consagra dentro del mainstream (si no lo estaban ya suficientemente). Su trayectoria como banda tiene, sin embargo, unos orígenes que se sitúan en el underground más disciplinado y riguroso. Sería en el período en que aparecen elepés como Murmur (1983) y Reckoning (1984). Al igual que sucede con el éxito de Nirvana con ‘Smell like teen spirit’, ambas bandas suponen la eclosión dentro de la cultura de masas de un fenómeno subterráneo que llevaba funcionando más de una década. Su origen podría datarse en el punk y el postpunk y todo el circuito alternativo que se crea a partir de ellos y se implementa dentro de la fauna hardcore. Tal y como sucedía con bandas como Fugazi, Mudhoney, Dinosaur Jr. o Black Flag, entre otros, REM se movía en un territorio alternativo dentro del campo de la música. Paulatinamente, la visibilidad de REM fue creciendo y eclosiona en Document (1987) pero, sobre todo, en Green (1988). Con este último disco, Michael Stipe inflama a sus audiencias mediante canciones de carácter político. Con un título metapop, ‘Pop Song 89’ contiene un par de cínicas preguntas a un interlocutor imaginario (o al propio oyente) con no menos irónicos saludos que salpican esos interrogantes: Should we talk about the weather? (Hi, hi, hi) Should we talk about the government? (Hi, hi, hi, hi) La canción también incluye algunas frases inolvidables que hablan de la confusión del individuo desde una perspectiva también irónica: Hello my friend, are you visible today? You know I never knew that it could be so strange, strange Hello, I'm sorry, I lost myself I think I thought you were someone else La seguridad de la banda en el trabajo que están haciendo durante estos años es indudable y se ve en el vídeo de esta pieza en la que encontramos a un Michael Stipe de torso desnudo acompañado de bailarinas que hacen topless mientras él canta y baila. En el álbum donde aparece ‘Pop Song 89’ hay también grandes melodías de buena pegada como ‘Stand’ que, evidentemente, trascienden los círculos más minoritarios pero que en España no tuvo la repercusión que sí tuviera en los Estados Unidos y otros países europeos. Dos años después de su publicación, en 1990, ‘Stand’ serviría de banda sonora para la serie Get a life, donde el pelirrojo Chris Peterson (interpretado por Chris Elliot) se desenvolvía torpemente dentro de tramas absurdas que, en once ocasiones dentro de los treinta y cinco capítulos que componen la serie, acabaron con la muerte del protagonista principal (o sea de Chris Peterson). Así que ‘Stand’ se desenvolvía dentro del optimismo y no menos cierto conservadurismo que apunta a quedarse en el sitio donde has nacido aunque uno se pueda preguntar por aquellos sitios en los que nunca ha estado. Sin duda alguna, el inconsciente de Michael Stipe le jugaba una mala pasada aunque todo pareciera vestirse de ironía. La letra decía así: Your feet are going to be on the ground Your head is there to move you around If wishes were trees, the trees would be falling Listen to reason, season is calling Stand in the place where you live Now face north Think about direction Wonder why you haven't before En cambio, en ‘World Leader Pretend’ (quinto corte del mismo álbum: Green) Michael Stipe se introducía dentro de la ficticia aragnorisis de un político mundial (el líder mundial) que llega a la conclusión de los errores cometidos en su tarea de gobierno y que decide hacer cambios al respecto. Toda una propuesta de corte político que acercaba peligrosamente a Michael Stipe al peligroso mesianismo de otros cantantes como Bono (ese personaje que desayuna con Angela Merkel en foros internacionales o en reuniones de ONGs buenrolleras). El vídeo promocional de esta canción, grabado en la gira correspondiente, nos muestra a un Stipe de aspecto místico-glam con un traje que recuerda al que David Byrne llevaba en la interpretación de Once in a lifetime para la grabación que hiciera Jonathan Demme en 1984 de la película Stop making sense. Con la edición de Out of time (1991), REM consiguen estar en boca de todos (si es que había gente que aún no los conocía) y ‘Losing my religion’ se escucha en cualquier emisora de radio y se baila y canta en bares y discotecas de todas partes (o chiringuitos de playa en el caso de España). En el caso de ‘Shiny Happy People’, REM recurre a Kate Pearson (The B-52´s) para acompañar a Michael Stipe en el asunto. Pearson también colabora con coros en ‘Near Wild Heaven’ dentro de ese mismo álbum. Son años en que The B-52´s han alcanzado gran notoriedad y su música tiene gran difusión y ventas. Kate Pearson llega a colaborar con Iggy Pop en la canción ‘Candy’ del álbum Brick by brick (1990), quizás la mejor canción —junto a ‘The Undefeated’— de un disco en el que lo más destacable es la portada realizada por Charles Burns.
A los B-52´s les pasó con su álbum Cosmic thing lo mismo que a REM. En él aparecen canciones como ‘Loveshack’ o ‘Roam’, que se convierten en éxitos indiscutibles. Allí también se dan composiciones como ‘Channel Z’ que, entre el misterio y el impacto pop, consiguen seducir al oyente. Todo el mundo, en algún momento, conoce, canta y baila algunas de estas composiciones mientras se toma una copa o ingiere sustancias prohibidas que modifican el estado de percepción de su consumidor. Para The B-52´s no ha llegado aún el histriónico momento de componer la banda sonora de la adaptación cinematográfica de Los Picapiedra… Así que, al igual que REM, los B-52´s salen del underground, emergen de una escena alternativa que termina haciéndose visible y, en cierto modo, es asimilada por la cultura de masas y la industria discográfica. En ese sentido ‘Shiny Happy People’ es la expresión de ese falso optimismo global del que hablábamos al principio de este texto, pero también —en cierto modo— de la celebración inconsciente por la salida a flote de una escena invisible pocos años antes. También se podría decir que es el momento en que la industria empieza a fagocitar el underground, comprobando las posibilidades comerciales del mismo y dotando de cierto pedigrí a sus catálogos. Sonic Youth mordió el anzuelo en los años que graba con Geffen Records y Nirvana fue el clímax de toda esa operación de pasión y muerte (en el caso concreto de Kurt Cobain) y que llevaría a las masas los (pequeños) sueños de redención del underground americano, una liberación que en realidad nunca llegó. (Guerrilla y Antirreflexión) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA No podemos preocuparnos por los significados. DAVID CRONENBERG La magia de una palabra se mantiene incluso si no se entiende y no pierde nada de su poder. VELIMIR KHLEBNIKOV Me resulta incómodo hablar sobre los significados y las cosas. Es mejor no saber demasiado sobre lo que las cosas significan. Porque el significado es una cosa muy personal y para mí el significado de algo es diferente al significado de eso mismo para cualquier otra persona. DAVID LYNCH La cuestión es no dar importancia a lo que uno quiere decir. Hay que saber callar a tiempo, como en una conversación, y borrar aquello que sobra. Siempre sobra. Y muchos no se dan cuenta de eso. Un autor es bueno cuando sabe callarse a tiempo y no escribe de más y no se da mucha importancia. RINA SAWAGUCHI 1 El esquizorrealismo es una apuesta por la indeterminación del significado. Una estrategia narrativa que pretende trasladar a la literatura la confusión y la incertidumbre de la realidad sin caer en los preceptos de ese realismo que el capitalismo anima en el mercado de la literatura y la producción de sentido a través del sistema de representación convencional. En su día los futuristas rusos acuñaron un concepto que denominaron zaum. En tiempos de los zares, Velimir Khlebnikov y Aleksei Kruchenykh profundizaron en el simbolismo sonoro y en la creación de lenguaje como forma de dinamitar el racionalismo propio de la sociedad industrial de su tiempo. De acuerdo con Gerald Janecek, el zaum se puede definir como aquel lenguaje poético experimental que se caracteriza por la indeterminación del significado. Zaum, entonces, va más allá del sentido. Una preocupación excesiva por desentrañar el significado de lo que el lenguaje nos propone (de lo que la literatura o el arte en general nos sugiere) se convierte en estrategia que termina por lastrar la obra que tenemos ante nosotros. En ese sentido, el esquizorrealismo se configura como una forma de ficción que procura trascender el significado o que, sencillamente, no está interesado en proponer una respuesta, aclarar significados. Si acaso pretende, ofrecer múltiples lecturas, lecturas que pueden ir en consonancia con la recepción o interpretación que el lector haga del texto. Barthes escribía sobre el texto y consideraba que éste era una unidad que poseía polisentido. Así, igualmente una obra esquizorrealista no propone un único significado sino que se caracteriza por la sugerencia, por trazar estrategias donde los significados pueden ser múltiples (o, como ya se ha indicado, ir más allá de ellos). La motivación que anima esta actitud inherente al esquizorrealismo parte de la idea de que la propia condición humana es múltiple (así como la realidad lo es también), de modo que el receptor o, más bien, los receptores se caracterizan por ser individuos diferentes que cuentan, asimismo, con un modo particular de ver (o leer) que es el que ha de determinar la configuración del sentido que se aplique al texto. De ahí que una obra esquizorrealista proponga sentidos diferentes a lectores diferentes. 2 El esquizorrealismo supone la creación de metáforas de la realidad. Así que solamente se parte de ésta con el fin de transformarla, con el propósito de hacerla mutar en una suerte de producción semiótica que vaya más allá del significado aparente. En cierto modo es algo semejante a las intenciones artísticas que animaban el trabajo de artistas como Giorgio de Chirico o Paul Delvaux. De algún modo es algo que estaría conectado también (al igual que Chirico puede ser precedente de algunos escenarios presentes en The Twilight Zone) con el espíritu de determinada ciencia ficción que incide en la creación de metáforas del presente a partir de ficciones que no andarían lejos de cierta literatura de lo extraño y el sueño. En ese sentido, el esquizorrealismo se caracteriza por el abandono de la estética realista postmoderna y, si incurre en la espacialización realista, se debe exclusivamente a una necesidad de anclar las historias en un contexto que, como referencia inevitable, sirva de punto de fuga hacia una realidad que trasciende la convencional. Consecuentemente, la literatura esquizorrealista no incide en cuestiones como pudieran ser las relaciones de causa-efecto, así como tampoco se interesa en la reproducción minuciosa (y miniaturista) de complejas estructuras simbólico-sociales como las que puedan encontrarse en algunos narradores contemporáneos de evidente integrismo mimético. Básicamente, el esquizorrealismo se caracteriza por ser una propuesta donde asistimos a la construcción de universos verbales con significados y valores autónomos, unos universos donde el narrador puede jugar a la omnisciencia o no hacerlo y donde tienen cabida, evidentemente, conceptos narrativos tales como la teoría de los espacios vacíos sobre la que, desde la estética de la recepción, reflexionaba Wolfgang Iser. Así, un texto esquizorrealista debe sugerir significados diferentes a los diversos lectores que a él puedan llegar puesto que la obra de arte no es el texto en sí, sino el encuentro del texto con el lector, la confluencia de ambas realidades. Y si tenemos en cuenta unas palabras que Dámaso Alonso escribiera en torno a lo que este crítico y poeta entendía por poesía, podríamos asumir igualmente que, al igual que el texto poético, el esquizorrealismo se caracteriza por ser una intuición modificadora de nuestra psique. De modo que un texto esquizorrealista va (al igual que el zaum) más allá del significado, puesto que un artefacto literario de tales características incide en la desautomatización de la realidad a través (también) de la desautomatización del mensaje que, de acuerdo, con Roman Jakobson está en la base de la poesía. 3 Era el propio Jakobson quien reflexionaba en torno a los juegos de equivalencias y reiteraciones que están presentes en el lenguaje poético, equivalencias y reiteraciones que son marca característica del esquizorrealismo puesto que el ritmo y el bucle animan sus textos, ese ritmo y bucle sobre el que reflexionaba el propio Octavio Paz en El arco y la lira, mecanismos que definen en gran medida el quehacer narrativo esquizorrealista puesto que toda obra de tal naturaleza deviene un bucle en sí misma, un juego de repeticiones que tiene mucho que ver con las reiteraciones minimalistas de músicos como Steve Reich o Terry Riley. Es esa misma tendencia al bucle la que hace que una obra esquizorrealista se aleje de la linealidad convencional que anima buena parte de la narrativa actual o tradicional, esa que viene determinada por los intereses del mercado y los condicionantes que la estética postburguesa impone a cualquier artefacto narrativo. Así, tal ruptura con la linealidad tiende a la creación de secuencias que pueden ir recuperándose para abandonarse nuevamente, para volver a incidir en ellas en determinadas fases de la narración. De tal modo, al prescindir de esa linealidad pacata que entiende la literatura como una mentira en la que la ficción se desarrolla horizontalmente, el esquizorrealismo se define como un proyecto literario que (caracterizado por la verticalidad, la distorsión o incluso el agujero negro) tiene más que ver con la producción de atmósferas, quizás con sonoridades musicales cercanas al ambient o el illbient, el krautrock, la experimentación sonora (incluso aquella que deviene lisérgica), una experimentación que induce al lector hacia un universo no exento de matices ballardianos. Este juego de sedimentación de secuencias (o estratos narrativos) que se recuperan y abandonan cíclicamente (en rizo) inciden en la multiplicación de las significaciones sin llegar a cerrarlas, facilitando esa confluencia del lector con el texto como generadora de significados que, en el ámbito exclusivo del texto esquizorrealista, queda sin cerrar. Tal polivalencia semiótica o ese ir más allá del significado propio del esquizorrealismo se ve incrementado (y no comprendido o no asimilado en algunos casos) debido a que una obra esquizorrealista juega en los límites de las concepciones que determinan las fronteras semánticas (y, sin duda alguna, nuestra percepción de la literatura y del sentido está condicionada por los intereses que el Grupo de Control y de Dominación inyecta en la conciencia de los individuos a través del lenguaje y su imperativa necesidad de crear significados). De ahí que, por todo esto, el esquizorrealismo prefiera incidir en conductas anómalas para la comunidad (en lo que se refiere al comportamiento de sus personajes al igual que lo hiciera Philip K. Dick en sus novelas y cuentos) e incluso en una falta de percepción convencional de la realidad, una percepción que va más allá de lo cotidiano y que entronca con los principios filosóficos que animan la producción pictórica de Giorgio de Chirico, quien consideraba que «cualquier cosa tiene dos aspectos: uno corriente, el que vemos casi siempre y que ven los hombres en general, y el otro espectral o metafísico que sólo pocos individuos pueden ver en momentos de clarividencia y abstracción metafísica». 4
El esquizorrealismo centra su interés, por tanto, en las alteraciones en la percepción de la realidad. Se podría hablar incluso de un cambio o de una transformación de la conciencia que tenemos de aquella a la hora de analizar una producción esquizorrealista. Igualmente pone su atención en la dificultad para mantener conductas motivadas y dirigidas a metas concretas por parte de sus personajes y una significativa disfunción social de éstos, sin perder de vista cuestiones como la puesta en escena de un pensamiento poco definido, confuso y contradictorio de los personajes esbozados, así como diversos tipos de alucinaciones sobre las que se puede cuestionar precisamente su propio carácter alucinatorio y delirante. De tal modo cualquier lector ante una obra esquizorrealista debería preguntarse si verdaderamente tales percepciones y alteraciones de la realidad no van ciertamente desencaminadas y suponen, a decir verdad, una forma de acercarse a una existencia a la que se le han arrebatado sus máscaras: ¿Y si esas mutaciones en la percepción de la realidad, y si esas alteraciones en la conciencia que tenemos de aquella, fueran más bien una capacidad de percepción que va más allá de los datos empíricos y de la razón? ¿Y si fuese más bien una capacidad visionaria que desenmascara la verdad consensuada? (Yazujiro Kawamura) Eso, en pocas palabras, sería el esquizorrealismo. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Adoramos el caos porque amamos producir orden. M. C. ESCHER Cada espectador va a sacar una cosa diferente. Eso es lo que pasa con la pintura, la fotografía, el cine. DAVID LYNCH No me gusta ver arte, hablar sobre arte o pensar sobre arte, incluso el mío. CASPER KANG M. C. Escher jugaba con el bucle, los laberintos, la repetición. Al contemplar sus cuadros comprobamos cómo, en algunos casos, las escaleras que dibujaba terminaban por trazar asfixiantes laberintos que traducen un universo caótico y sin escapatoria. En casos semejantes, la repetición puede terminar generando una suerte de mantra visual, un juego que se convierte en un callejón sin salida. Al igual que en el terreno musical Terry Riley se ha caracterizado por la repetición y la diseminación de reiteraciones a lo largo de sus composiciones (como por ejemplo en Persian Surgery Dervishes de 1971, donde el minimalismo y la improvisación a partir de un órgano eléctrico Yamaha componen un mantra sonoro con visos de eternidad), Casper Kang (Toronto, 1981) juega también en sus producciones plásticas con repeticiones, bucles y extraños laberintos, laberintos que aparentemente no lo sean para un espectador convencional pero que pueden introducir a quien los observa con detenimiento en un universo donde la realidad parece clonarse a sí misma, hacerlo ad infinitum como en un dédalo del que no pudiéramos escapar, uno semejante a aquellos que Escher soñara en sus cuadros. En la obra de Casper Kang estas repeticiones y laberintos dibujan paisajes confusos donde el propio bucle aparece distorsionado por pequeñas mutaciones, unas sutiles transformaciones de los patrones que las repeticiones siguen que, en cierto modo, desequilibran el conjunto o que hacen de sus propuestas una suerte de caleidoscopio mutante donde hay fracturas y ciertos cambios no siempre abruptos.
Así, Casper Kang (al igual que Reich) ejecuta en su caso bucles visuales donde la repetición se fractura levemente de modo que se transmiten irregularidades (semejantes a esa evolución que apenas es percibida en la obra del músico norteamericano), unas irregularidades que —no obstante— rompen con el continuum visual, con la apariencia de homogeneidad y sus posibles imperativos. Sin embargo, tales tendencias a la fragmentación no inciden en la percepción de algunas de sus obras como un alejamiento respecto al punto de partida o como un cambio en relación con el patrón que homogeneiza la pieza, el paradigma constructivo que lo anima. Si dentro del caos (o la búsqueda del orden) Escher escribía un discurso homogéneo y coherente, Kang juega a destruir la homogeneidad y los equilibrios con gran sutileza de modo que ejecuta un discurso que transmite inestabilidad, propio de un mundo en crisis donde ni siquiera la certeza del laberinto llega a ser válida, donde el mito o el símbolo se descomponen dentro de la conciencia contemporánea. En líneas generales la obra de Casper Kang se caracteriza por la presentación de un universo plástico donde la arquitectura (más que la naturaleza) define sus imágenes, una arquitectura polícroma que se funde con los bucles visuales en los que construcciones y nubes parecen fundirse casi en una sola dimensión que llega a imprimir un acabado casi naif a sus piezas. Por otra parte, algunas de las obras de Casper Kang se hayan cerca de la estética del mandala, un territorio donde el orden rige la composición plástica. Pero si el mandala se caracteriza por tal orden —que, además, responde a cierto sistema cósmico— y pretende representar el universo a través de un patrón geométrico, en el caso de Kang el mandala tiende a la erradicación de tales preceptos, a la eliminación de la geometría por una estética más difusa. Aquí no hay una intención de representar el universo desde un paradigma ordinario: no hay un centro concreto, sino que el centro tiende más bien hacia lo borroso en muchas de sus obras. Sin embargo, esto no lleva a la confusión a la hora de ver sus mandalas, sino que Casper Kang establece otro tipo de orden, un equilibrio que estaría más cerca de las teorías propias de Bart Kosko en su libro Fuzzy thinking, donde la verdad es más volátil, menos dogmática. No hay aquí tampoco un intento de reproducir miméticamente la realidad, sino que ésta queda sugerida a través de (en algunos casos) formas vegetales fraccionadas. Estas imágenes que desautomatizan la idea tradicional que tenemos del mandala se adentran en una concepción plástica que no busca reproducir la realidad o el orden cósmico de forma tradicional sino que trascienden tales nociones mediante la creación de un universo visual que va más allá de la construcción de significados a partir de una estética convencional y que, más bien, tendría que ver —al igual que sus piezas arquitectónicas— con la claustrofobia o la pérdida de sentido de la realidad, aspecto este último esencial dentro del trabajo de Casper Kang. La obra de este artista procedente de Canadá pero en la actualidad asentado en Seúl recodifica una serie de imágenes que, tal y como hemos dicho, giran en torno a la arquitectura, el laberinto y el mandala, proponiendo una relectura de una serie de materiales, conceptos y símbolos que aquí van más allá de su significación usual y que responden a patrones plásticos que suponen una ruptura con la tradición sin abandonarla completamente y que, al mismo tiempo, inoculan nuevas formas de ver, nuevas formas de estar ante el eclipse del mundo que nos rodea, ese caos que nos hipnotiza y al que queremos dar forma. Todas las imágenes de este texto pertenecen a Casper Kang
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA El atravesar estas puertas es ciertamente un acto o un acontecimiento, pero impensable, y por lo tanto, podría suponerse inexpresable, un acto que de algún modo nos pone en los límites de lo que el lenguaje articulado puede hacer. FREDRIC JAMESON the desire in me to never go home THE CURE Sometimes I feel like I want to leave Behind all these memories And walk through that door DEAD CAN DANCE Nada dura y todo se jode, pensé. PHILIP K. DICK Así que conduce el coche y circula por las avenidas de la periferia, traza semicírculos en las diferentes rotondas. En alguna ocasión ejecuta una trayectoria de 300º. A veces piensa en hacer el círculo completo (360º) y desandar el camino. A veces lo que hace es quedarse dando vueltas como en bucle, desarticulando así el proceso automático de desplazamiento en automóvil. El interior del automóvil es una cápsula que, momentáneamente, le aleja de la realidad. Eso sucede con los coches: son como cámaras de aislamiento, burbujas. Así que es normal que sienta esa distancia respecto a la realidad (al tiempo que la contempla como si fuera un observador casi ajeno a ella). En tales momentos vuelve a flotar en su cabeza la idea del automóvil como cápsula y piensa en las píldoras que de vez en cuando consume, en los efectos que tienen sobre su percepción, el estado de felicidad límbica que le confieren, esa suerte de territorio artificial que se genera dentro de su conciencia y que, a veces, coincide con momentos en que deambula por rondas o cinturones de carreteras que circundan la ciudad. Se mueve, avanza con el coche por las avenidas de la periferia y observa aislados terrenos de huerta que resisten entre complejos residenciales (algunos de ellos se han quedado a medio construir y le fascinan esas estructuras de hormigón donde no habita nadie, en las que quizás nadie lo vaya a hacer nunca, y que son atravesadas por el viento o la lluvia en días de inestabilidad meteorológica). Se mueve sí, cambia de marcha, de velocidad. A veces, debido a esas píldoras que considera imprescindibles para seguir aquí, piensa que su realidad empieza a parecerse a algunas de las viñetas de Moebius que ha leído en los últimos años. Piensa, por ejemplo, en los cambios de realidad, en las transformaciones del espacio que se generan al atravesar determinados umbrales, ciertas puertas que te permiten pasar a otro lado (y considera que algo así bien podría denominarse Síndrome de Moebius). Es lo que le pasaba al Mayor Grubert en algunas viñetas de El Garaje Hermético. Es lo que le sucede a Nobita cuando Doraemon saca una puerta mágica. Y recuerda todo eso porque, a veces, ha utilizado puertas de entrada y salida como si al hacerlo cambiara de dimensión realmente (como si —a decir verdad— el Síndrome hubiera anidado en su conciencia). Ahora solamente tiene ojos para un edificio sin puertas ni ventanas ni tabiques (sólo la estructura de hormigón) y considera que una construcción sin umbrales que franquear carece de cualquier tipo de aventura. O si la tuviera, sería de otro tipo. Algo que tendría que ver con realidades anómalas. Todo esto le hace pensar también en las reflexiones de Fredric Jameson en Arqueologías del futuro acerca de las narraciones de A. E. Van Vogt en las que las puertas adquieren un significado simbólico: Estos son los ejemplos más llamativos: puertas que se abren literalmente a otros mundos, que conectan tipos de espacio radicalmente distintos, cuya diferencia puede variar de lo terrenal a lo ultraterreno. Ahora, si aceptásemos sin más el verbo “conectar”, podríamos estar tentados de describir todo esto en función de una relación sintáctica inusual: una sintaxis espacial, en la que dos sustantivos espaciales distintos se articulan por medio de ese verbo espacial que es la puerta. Así que utiliza puertas de entrada y salida. Lo hace como si cambiara de dimensión (eso piensa, eso sabemos nosotros) y llama (mientras piensa en Doraemon o el Mayor Grubert), golpea con los nudillos y abre puertas que franquean el camino, cruza umbrales. A veces desciende bajo tierra (a algún aparcamiento) y luego emerge (por el ascensor o haciendo uso de las escaleras) y hay otro cielo diferente sobre su cabeza, un cielo que nada tiene que ver con el que veía antes de descender, antes de ir bajo tierra para luego salir nuevamente a la luz (cualquier descenso, en cierto modo, tiene que ver con cartografiar la naturaleza de un laberinto, de un enigma, cualquier descenso hacia la oscuridad lleva irremediablemente a la luz: En una noche oscura con ansias, en amores inflamada…). Cuando hay un cielo diferente sobre su cabeza mira nubes, ventanas y azoteas (y siente como si se hubiera operado la transformación: un cambio en el vórtice espacio-temporal). Luego entra en habitaciones, sale de ellas. Si se queda dentro, observa el sol: deja que el sol acaricie su piel y escucha noticias de accidentes o a personas que le hablan de suicidios (tres que conoce ya en un año o en un par) y se queda mirando la próxima puerta, ese umbral que separa una realidad de otra. Entonces vuelve a pensar en Jameson, en los espacios que una puerta puede conectar en virtud de ser (la puerta) un verbo espacial que conjuga realidades diferentes: Sus dos espacios distintivos son como la yuxtaposición de dos frases procedentes de unidades de habla completamente distintas y heterogéneas. La puerta misteriosa (que obviamente tiene sus anteriores análogos en los cuentos de hadas y en todo tipo de literatura mágica) es, por lo tanto, el completo operador de esta yuxtaposición y el signo impensable de la operación en sí. Así que observa el sol desde la ventana (sigue haciéndolo mientras piensa o recuerda todo lo anterior) y mira de reojo la puerta que tiene tras de sí, cerca, y entonces parpadea o se le ponen los pelos de punta y mira el teléfono: comprueba el inicio y el fin de los ciclos, el tiempo de estancia o permanencia en uno u otro sitio, en esos espacios que se yuxtaponen. Entonces, en momentos como estos, duda al observar las palmeras que pueden verse a través de la ventana, sopesa las consecuencias de prolongar la estancia en la derivación adoptada, las consecuencias de no regresar. Todas las fotografías del artículo © ALFONSO GARCÍA-VILLALBA (Estrategias de alienación y transfiguración del significado en el mundo actual) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA El lenguaje es un virus del espacio exterior. WILLIAM S. BURROUGHS Volverlo a escribir por completo y someter el borrador a la autoridad superior antes de archivar. GEORGE ORWELL Con una repetición suficiente y la comprensión psicológica de las personas implicadas, no sería imposible probar que un cuadrado es, de hecho, un círculo. Después de todo, ¿qué son un cuadrado y un círculo? Son meras palabras, y las palabras se pueden moldear hasta disfrazar las ideas. JOSEPH GOEBBELS Todos vivimos en nuestro propio campo de concentración. GENESIS P-ORRIDGE RESUMEN La Policía Semántica nos controla (y observa). Ella decide qué palabras son hostiles o críticas al statu quo contemporáneo. Lo hace mediante una suerte de sutil represión institucional y mediática. Cataloga y etiqueta aquellas comunicaciones que se salen del protocolo establecido. Indica las pautas de lo que se debe y puede decir de acuerdo con la Lingüística del Estado y las Corporaciones. Tal mecanismo de control designa como peligroso al que utiliza el lenguaje de un modo diferente al Oficial. La Policía Semántica supervisa los textos, el respeto a la convención social del lenguaje (al consenso que se articula de acuerdo con la Política Textual del momento). Gestiona la recodificación de los significados. Emplear el lenguaje (las palabras) como arma contra el Sistema de Pensamiento y Significado configura al lenguaje no solamente como el virus que habla a través de nosotros, sino como cuerpo del delito, agresión al Orden, al Control. El Sistema de Pensamiento y Significado es una entidad diseñada a través de la democracia corporativa. Tal sistema vertebra una censura implícita a través de la Policía Semántica. La democracia corporativa se sirve de ella en su estrategia de evaluación y análisis. La Policía Semántica es un organismo de dominación que controla el flujo de informaciones. Está entre nosotros desde hace mucho tiempo. PALABRAS CLAVE: Policía, Semántica, sistema, pensamiento, significado, oficial, orden, control, democracia, Lingüística, institución, corporación, libertad, interpretación, manipulación totalitarismo, monopolio, virus, dominación, Humpty Dumpty. 1 ENTRADA El sistema de creencias del mundo occidental ha sido completamente desactivado en una estrategia radical de alienación y desacralización del pensamiento, de las ideas. No es necesario que creamos en nada, tan sólo en nosotros mismos, en nuestra (supuesta) diferencia. La diferencia es libertad, de acuerdo con los evangelios del neoliberalismo (de acuerdo con el rock and roll, según Converse, Vans, Nike, de acuerdo con la revista Vice, Vogue o American Express). Pero, a decir verdad, tal diferencia se convierte en homogeneización dentro del sistema que habitamos (y que habita nuestra conciencia, nuestros deseos o creencias). Lo que nos hace diferentes nos iguala, borra nuestra identidad. 2 POLÍTICA TEXTUAL A la par que asistimos a fenómenos como la alienación solipsista o el borrado integral de creencias, se opera otra estrategia que consiste en la transfiguración radical de los significados dentro del lenguaje, de modo que éste articula la realidad según el deseo, la necesidad o los intereses de quien lo monopoliza, de quien controla los cauces oficiales de comunicación. De hecho en las últimas décadas, el Poder (ese ente abstracto que no se puede mencionar y que no existe de acuerdo con la Lingüística del Estado y las Corporaciones) se ha encargado de reconfigurar semánticamente el mundo en el que vivimos. Así, desde hace un tiempo, la acción y protesta en las calles pasa a llamarse (o se cataloga en algunos casos) como terrorismo y se penaliza como delito porque es adecuado que sea así para una democracia que no cree en ella ni en sus propios ciudadanos (y que tristemente intenta salvar el statu quo —léase: el pellejo— que, en verdad, se haya en peligro). Y si la protesta pacifica se considera delito se debe, sencillamente, a que es útil que se castre al individuo y se impida la posibilidad de expresar el descontento y la disidencia dentro de una democracia que sólo es máscara. De modo que la protesta pasa a ser atentado contra la autoridad o subversión y, consecuentemente, es criminalizable. De forma que, en España, una novedosa Ley de Seguridad Ciudadana que está en vigor desde hace casi un año esconde bajo su nombre una nueva ordenanza de represión pública, un insólito entorno de autoritarismo que, desde la óptica paternalista del Estado, debe ser aceptado por el ciudadano como una medida que se adopta por su bien. Si profundizamos en el caso concreto de esta nueva legislación, podemos concluir que se configura como una ley para la defensa de la clase política (y de los titiriteros que mueven sus hilos), esa clase política que representa a otros y no al ciudadano en nuestra democracia corporativa, sobre la que ya reflexionara Paul Virilio en La bomba informática. ¿Puede considerarse una amenaza para la seguridad ciudadana la grabación de policías antidisturbios golpeando a un manifestante? Si eso se ve de tal modo, lo que se está planteando es —sencillamente— la creación de nuevos significados ante hechos dados, la manipulación de la realidad para adaptarla a un discurso lingüístico que modifica el concepto que tenemos de aquella. El uso de este recurso puede hacer, paulatinamente, que una nueva idea se vaya asentado en la psique del individuo de modo que se entiendan como normales cuestiones que, hasta el momento, no lo han sido y que facilitan un mayor control de la sociedad. Ni más ni menos que lo que Goebbels postulaba en sus escritos. 3 EL SUEÑO (HÚMEDO) DE GOEBBELS Esta maniobra de interpretación (y manipulación) de los signos lingüísticos (y la realidad) de la que hablamos se configura como una estrategia de resignificación de todo aquello que nos rodea, de nuestras acciones, de las palabras que empleamos. Y, por ello, debemos tener en cuenta que, como decía Wittgenstein, lo primario en el lenguaje no es su significación sino su uso, su manipulación, mutación e incluso mutilación. Pensemos, en relación con este último sustantivo, en un concepto como el de libertad de expresión y las restricciones a las que se somete en la actualidad en virtud de la seguridad y el bienestar colectivo. Así que estas estrategias de cambio del significado se ubican en un territorio donde la semántica (a nivel político e ideológico) se convierte en territorio monopolizado por el poder, por la política. De ahí que se hablara en 2014 de regeneración democrática a la hora de emprender una reforma de la ley electoral para las últimas elecciones municipales en España que, en realidad, encubría el asentamiento de un incipiente totalitarismo (ya no encubierto) y que pretendía asegurar la mayoría absoluta a la fuerza más votada sin que ésta alcanzara el cincuenta por ciento de los votos. Ése es el tipo de absolutismo que, paulatinamente, se asienta entre nosotros tal y como la dibujante de tebeos francesa Chantal Montellier señalaba recientemente en su propia página web al recordar a Pier Paolo Pasolini: Pasolini, el profeta, tenía razón en casi todo: todos estamos en peligro. La “nivelación brutalmente totalitaria del mundo totalitario” de la que había hablado se ha realizado. Este tipo de tiranía es también la que podríamos encontrarnos, cómo no, en el lenguaje que se vertebraría como forma de dilapidación pública en la persona de esta dibujante francesa si se recuperara una entrevista que se le realizó hace casi cuatro años (13/10/2012) en el diario La República (Perú) con motivo de su presencia en el Festival Mundo Viñeta de Lima. Para tal ocasión se le preguntaba a Montellier por la crítica humorística hoy en día: LA REPÚBLICA: Tras la publicación de unas caricaturas políticas en una revista francesa se cerraron algunas embajadas en varios países islámicos… CHANTAL MONTELLIER: Ha sido por culpa de una película idiota que mataron a un embajador. ¿Donde están los responsables? Yo hice dibujos políticos y nunca insulté a nadie. Entonces los provocadores, que no son conscientes de la gravedad de la situación, tienen una responsabilidad enorme en el asesinato de este diplomático (en Libia), no quisiera ser uno de ellos. En situaciones tan difíciles, políticas, sociales, religiosas, hay que ser muy prudentes. Me parece que la gente de Charlie Hebdo (revista que publicó dibujos satíricos del profeta Mahoma) no lo es. Pero, claro, ¿quién se atreve, hoy mismo (y pese al tiempo transcurrido), a decir que no es Charlie Hebdo? ¿No es esa también una forma de coerción? ¿Un modo de imposición del pensamiento dominante en la conciencia de todos y cada uno de nosotros? 4 GRUPO DE DOMINACIÓN Y SIGNIFICADO En los últimos tiempos el significado de la realidad ha sido dictado desde instituciones y corporaciones. Los cambios en el significado de las palabras, la invención de términos, la modificación en los usos de aquello que entendemos por lenguaje es el territorio donde establece sus criterios la semántica (la que pertenece al Grupo de Dominación), un ámbito donde sólo juega el poder (y su Policía Semántica), un ámbito donde las instituciones y las corporaciones desean ser los únicos jugadores posibles, quienes regulan lo que se puede decir y lo que no. Quienes moldean el significado de las palabras y hacen que los cuadrados sean círculos (o al revés). ¿No es posible hacer esto con una repetición suficiente y la comprensión psicológica de las personas implicadas tal y como apuntaba una de las citas (de Joseph Goebbels) presente al inicio de este texto? Ya lo decía Lewis Carroll: —Cuando yo empleo una palabra —insistió Humpty Dumpty en tono desdeñoso- significa lo que yo quiero que signifique. Ni más, ni menos. —La cuestión está en saber —repuso Alicia— si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. —La cuestión está en saber —replicó Humpty Dumpty— quién manda aquí. Eso es todo. De modo que el poder monopoliza el significado de la realidad y distribuye sus nociones en torno a ella (lo que vale, lo que está bien, lo que está mal, lo oportuno, lo pertinente, lo deseable) entre los usuarios de la lengua que, a partir de ésta (de lo que reciben de ella), otorgan significado al mundo, una realidad (etiquetada, re-semantizada) que se distribuye a través de los centros difusores de información (y control social). 5 DISEÑO DE SIGNIFICADOS Creemos tomar decisiones en relación con nuestros juicios y opiniones, pero tales elecciones son tomadas por el lenguaje que, con sus significados diseñados desde el poder y el sistema, penetran en nuestra psique como virus que establece nuestras pautas de conducta y, sobre todo, percepción. Burroughs ya lo decía: El lenguaje es un virus del espacio exterior. Así que la verdad se inocula a través de éste, a través de la información. De ese modo, el lenguaje condiciona nuestra percepción de la realidad. La eliminación (o extirpación) en el lenguaje cotidiano de términos como clase social supone la anulación de conceptos como lucha de clases. La reconfiguración del significado de la palabra libertad reduce la capacidad semántica de la misma, así como el uso de un concepto como Estado de Derecho se va limando y perfilando de acuerdo con las necesidades del Sistema (que, curiosamente, se caracterizan por reducir los derechos del ciudadano). El borrado de términos como oligarquía o el más amplio de grupo de privilegiados implica la desaparición de ideas de control y dominio por parte de unos pocos sobre la mayoría. Igualmente, hace un par de años se ponía de moda la palabra casta que, a decir verdad, se configura como otra estrategia de dominación y control semántico desde el otro lado (o bien como contrapoder de lo que Slavoj Žižek denomina postpolítica). Los años ochenta y noventa fueron de gran utilidad para este juego de resignificaciones y ocultaciones semánticas (o secuestro de la realidad) de las que hablamos y sobre las que reflexiona, por ejemplo, Adam Curtis en The Trap: What Happened to Our Dream of Freedom. En este documental podemos comprobar como el proceso de transmutación del significado comienza con Thatcher y Reagan a finales de la década del setenta. Ambos apelaron al deseo y a la satisfacción personal a la hora de captar votos dejando de lado cuestiones como la libertad o identificando, más bien, la libertad con el individuo (con su desarrollo y eclosión final a través del hipernarcisismo reinante). Ambos líderes estimularon, en ese sentido, la complacencia individual de modo que el grupo o la comunidad se fuera disolviendo dentro de la conciencia de los ciudadanos que se vieron abocados a un egotismo radical sobre el que Gilles Lipovetski reflexionaba con claridad en La era del vacío allá por los años ochenta del siglo pasado. Así, en esos años de los que hablamos (70s, 80s), el individuo se configura como elemento sobre el que se vertebra la realidad dejando de lado la noción de grupo, porque sencillamente (y al igual que sucede con la neolengua de George Orwell en 1984) se hacen desaparecer términos o significaciones de ciertas palabras de modo que determinados conceptos queden borrados de la mente de los hablantes, tal y como mostraba Jean-Luc Godard en Alphaville, largometraje de ciencia ficción deudor de Orwell.Cualquiera que haya estado un poco despierto en los últimos quince años puede concluir que tales movimientos en el significado de la realidad se enfatizan después del 11-S: La lucha por la libertad, el fuego amigo, los daños colaterales, entre otros, son eufemismos dictados por la corrección política y lingüística de la que, inicialmente, hicieron apostolado los lingüistas Sapir y Whorf con el fin de evitar los usos discriminatorios del lenguaje pero que, con el tiempo, se ha revelado como otra forma de dominación más. 6 SUMISIÓN LINGÜÍSTICA: BONDAGE Y SADOMASO EN EL TEXTO (conclusión)
La selección o anulación de segmentos de vocabulario por parte del Sistema facilita la anulación de la resistencia, favorece la pasividad y el control. El lenguaje es poder (aún en nuestro tiempo y pese a las imágenes). Si aún pensamos que no hay ningún objetivo que abatir, nuestra conciencia ha sido víctima del virus del lenguaje. Éste es el lenguaje que nos dice qué pensar, cómo hacerlo, cómo reaccionar ante una realidad sobre la que no operamos sino que opera sobre nosotros. Creemos dominar el lenguaje que empleamos, pero es más bien él (el lenguaje) quien nos controla, el ente que nos dice qué pensar, qué creer, por qué hacerlo. Nosotros nos dejamos hacer y toleramos que nos aten: miramos hacia otro lado cuando los nudos del lenguaje aprietan sobre nuestra conciencia y experimentamos el placer mudo de la sumisión, nos abandonamos al juego de la dominación. (Una lectura en torno a Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino de Diego Sánchez Aguilar) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA La Quimera susurra hacia la Luna Y tan dulce es su voz que a la desolación alivia LUIS CERNUDA La pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada J.G. BALLARD So what does it mean if I´d tell you to go fuck yourself Or if I say that you are beautiful to me CIGARRETTES AFTER SEX DESOLACIÓN DE LA(S) QUIMERA(S) Obsesión e insatisfacción. De eso trata Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (NTSOF a partir de ahora). Y si en sus páginas encontramos algo así como insatisfacción, tal insatisfacción tiene que ver con la vida que los propios personajes presentes en este libro llevan, un descontento del que son plenamente conscientes, del que se sienten incapaces de escapar. Y si hablamos de obsesión aquí, hablamos del deseo, de un deseo más bien enfermizo por alcanzar aquello que los personajes no tienen, aquello que sueñan o anhelan. Y aquello que no tienen suele reducirse en la mayoría de los casos a: cuerpos, placer, orgasmos, sexo, carne, diversión, liberación. En suma: asuntos que tienen que ver con el deseo (y satisfacerlo o no satisfacerlo: follar o no follar). Si pensamos en la obsesión e insatisfacción que Diego Sánchez Aguilar presenta en NTSOF, podemos decir que tales sentimientos permiten dibujar los límites borrosos de una desolación que (no por su carácter confuso o nebuloso) no deja de comportarse como metal pesado en la conciencia de unos personajes que, dentro de estas páginas, deambulan por escenarios diversos y contemporáneos como Madrid, Murcia, Cartagena o Varadero y La Habana en Cuba. Si Diego Sánchez Aguilar presta atención a este mosaico de personajes que habitan diversas latitudes es porque, en realidad, el autor está intentando hablar de un individuo de carácter universal muy presente en el mundo que vivimos y que, a todas luces, resulta humano (demasiado humano tal vez). Esa desolación que se vislumbra aquí (ese abandono, ese desasimiento existencial) sienta las bases de un libro en que el amor queda erradicado (fumigado, liquidado, amordazado) y es sustituido por cierta (y apabullante) necesidad de encuentros sexuales, unos encuentros que tienen como finalidad rellenar las casillas vacías que una existencia alienante termina por configurar en la cabeza de los personajes que por aquí pululan de forma desnortada. No hay pues amor en estas páginas, sino más bien desamor y soledad. Un desamor que, en algunos casos, va fraguándose con el paso de los años en ciertas relaciones de pareja, desamor y soledad que parecen querer ser contrarrestados por la posesión del cuerpo del otro (otro que, en algunos casos, no es el habitual): alguien que está fuera, alguien a quien no poseemos, alguien con quien se comparte comida de navidad (tal y como ocurre en la narración ‘Comida de empresa’), alguien a quien usar y tirar, alguien —tal y como apunta Ballard en el prólogo de su novela Crash de 1973— de quien servirse de la manera más compulsiva y despiadada. Y eso es lo que sucede precisamente en el relato recién mencionado: Su imaginación se esfuerza en recordar el baño del 21, a Cristina apoyada contra la pared de ese baño, a él levantando el vestido para encontrar su culo sin bragas. El otro se convierte en objeto de deseo, receptáculo de las fantasías, órgano de redención fugaz. El cuerpo del otro (y sus promesas o los posibles orgasmos) se convierte en la traducción de las necesidades no satisfechas de los personajes encerrados en este libro, personajes que no pueden escapar de sus pulsiones, de su existencia que deviene cárcel, campo de concentración mental. Así, la posesión del otro (la realización del acto sexual) parece ser la única compensación posible para estos personajes (su única fuga posible). Sí: como si el sexo fuera el único sueño que tuviera la capacidad de salvarnos (aunque momentáneamente), la única utopía posible dentro de la soledad y la incomunicación que tan clara es en la pareja protagonista de ‘Vecinos’: Pero las reglas que el silencio había ido imponiendo en su matrimonio eran muy estrictas. Las que más claramente convergían sobre la situación que estaba desarrollándose eran las siguientes: a) no podían declarar abiertamente su deseo ni decir “voy a follarte”; b) no podían reconocer que se habían excitado con estímulos ajenos, ya provengan de canales visuales o auditivos; c) la pornografía, como cualquier manifestación abierta de lo sexual, es algo vergonzoso, ridículo, indigno, ellos estaban por encima de esas cosas; d) ya tenían “una edad”; e) Marta no hace el amor por la noche desde que nació su hijo; f) Marta no se pone a cuatro patas. Sin embargo, el sueño (ese sueño liberador que tiene que ver con la carne, la carne del otro, el cuerpo del otro, que tiene que ver con el placer o el orgasmo) no se materializa completamente, no se hace efectivo o, sencillamente, no responde a las expectativas, no dura, acaba, termina antes de que pueda ser realmente disfrutado, llevado a la práctica. De ahí la desolación que la(s) quimera(s) produce(n): La quimera aquí (siempre) es el otro (ese otro huidizo, inaprensible). El sueño en NTSOF es un deseo que ya nace muerto, un óvulo que no germina debido a que las condiciones para su realización lo hacen imposible. Así sucede, por ejemplo, en ‘Injusticia’, donde la protagonista (Paula González), que es seguida minuciosamente por el narrador (al igual que el resto de personajes aquí presentes), anhela volver a tener sexo con su novio de la adolescencia, recuperar el pulso de aquellas noches juveniles en las que la desinhibición, el hachís y el alcohol le llevaban a una suerte de paraíso (irrepetible) que ahora (infructuosamente) intenta recuperar en una cena de antiguos alumnos, ese tipo de acontecimientos que, en la era de las redes sociales, parece generalizarse como fórmula de reconocimiento de unos años que jamás volverán y que, queramos o no, confirman la decadencia de unos individuos que no alcanzan a adaptarse al momento en el que viven, a la situación en la que (decisión tras decisión: acertadas o no) están inmersos. En ese sentido, el deseo de revivir un tiempo perdido no llega del todo a buen término en el caso de Paula González, esa marioneta (o paradigma) que protagoniza ‘Injusticia’. En determinado momento de la narración, Paula será consciente del sonido de los coches en la avenida, un sonido que le revela la realidad, que subraya esa situación en la que está inmersa, ese momento que vive y que a punto está de acabar. Y Paula es consciente de ello gracias al ruido de esos automóviles, mediante ese rumor mecánico que traduce el inicio de un nuevo día, el comienzo de otra jornada laboral, la reactivación de la alienación cotidiana. Y Paula sabe lo que significan todos esos sonidos que vienen de la calle y que escucha desde el interior de una habitación de hotel donde está a punto de hacerlo con ese amor de adolescencia con quien se escapaba a la playa para que el sexo y el alcohol y el hachís (y 1000 posturas nuevas sobre la cama) les hicieran sentir vivos, tan vivos que el presente le resulta (a Paula) un continuum de tedio y desolación. Y es ese runrún de automóviles en la mañana el que le revela el fin de la noche y, en definitiva, el fin del sueño, el fin de la liberación o de la satisfacción del deseo y la consiguiente reafirmación de la injusticia cotidiana. Seguramente (en esos momentos en que los motores de los coches escuecen en sus oídos), seguramente dentro de su cabeza, en la cabeza de Paula (y aunque el narrador no lo diga) flotan -bajo una madeja de alcohol y porros- el eco de las voces de sus hijos en alguna habitación de la casa, los pasos de su marido por el pasillo al regreso del trabajo o a la vuelta de hacer la compra en el supermercado. Es decir, en su cabeza empieza a tomar forma la extinción de la fantasía, el término de su (insatisfecha) cuota de escapismo. LO COTIDIANO ES LA MUERTE Society is a hole SONIC YOUTH Tal tipo de cotidianidad presente, por ejemplo en ‘Injusticia’, es la que marca el discurso narrativo de Diego Sánchez Aguilar a lo largo de las páginas que componen NTSOF, una obra en la que la meticulosidad narrativa se configura como la pauta constructiva del libro. Esta minuciosidad se refleja en los actos externos de los personajes aquí presentados, pero sin lugar a dudas en la precisión que, si bien no es esencialmente psicológica, nos transmite a la perfección algunos de los procesos mentales de los protagonistas de este conjunto de narraciones que, aún teniendo un formato aparente de libro de relatos, conforman un todo unitario que hace que los diferentes textos se complementen como un perfecto sistema donde todo se dirige hacia el mismo lugar, donde todo está bañado por el mismo flujo de intenciones: la búsqueda del sexo y la infinita soledad de sus protagonistas en el bosque rutinario de gestos y hechos que se repiten de forma constante en los quehaceres diarios de aquellos. Y esa soledad (tan envolvente) la distinguimos (o queda subrayada) por ese saber acercarse, por parte de Diego Sánchez Aguilar, al modo en que piensan y sienten sus personajes. Así, sucede en el ya mencionado ‘Vecinos’, donde la repetición y escucha incesantes de los polvos que echan en el piso de arriba unos vecinos de la pareja protagonista hará anidar en la cabeza del personaje masculino todo tipo de fantasías que no comunicará a su pareja: fantasías o deseos que ni siquiera pondrá en práctica debido a la distancia que este personaje experimenta en relación con su mujer, debido a los silencios tácitos que se han establecido entre ambos a lo largo de los años, debido a ese estar los cuerpos tan lejos, tan cerca, dentro de ese agujero en que se ha convertido su relación, ese agujero que es reflejo del nicho que la propia sociedad dibuja en la conciencia de toda una serie de individuos alienados, una alienación que tiene que ver con las relaciones que se establecen en un mundo de producción de rutinas que, queramos o no, influye en la vida diaria de estos personajes que no son más que muñecos que reflejan ciertos movimientos del alma en nuestros días, ciertas frustraciones que dejan sus larvas en la conciencia, en el corazón. Todo esto lo único que nos revela es el modo en que el parásito del silencio devora los cauces normales para la comunicación dentro de una pareja convencional (y por ello universal), una pareja de una España contemporánea que es sinónimo o metáfora de Europa y, en definitiva, del mundo occidental, esa civilización que un día se descompondrá y en la que el vértigo (vital, comunicacional, laboral) y la necesidad de satisfacción (inmediata, express, aquí-y-ahora, ahora-mismo) corroe lenta y metódicamente la conciencia del individuo, una conciencia que se ve manipulada por la irrupción de la pornografía como genero narrativo de dominación a la hora de inocular modelos de deseo (y conducta) en la psique individual. PORNOGRAFIE MACHT FREI Por el contrario, la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen JEAN BAUDRILLARD …cambiar de mundo, vivir mientras dura el film PASCAL BRUCKNER/ALAN FINKIELKRAUT Diego Sánchez Aguilar tiene también un hueco en su corazón para el porno. Quiero decir: el porno tiene también cabida en NTSOF, concretamente en "Gemidos", donde un funcionario de Correos se obsesiona con el blog de una artista que decide subir a la red las masturbaciones que se procurará a lo largo de 365 días: un año completo de autosexo (pero sin imágenes en este caso). Curiosamente, en las páginas de este relato (y eso es muy acertado) no se ve nada de lo que esa mujer artista hace y la narración se centra en la obsesión que el funcionario de Correos experimenta por tales vídeos diarios (sin cuerpo: sólo sonido, sólo gemidos) que ella sube a la red. A lo largo de esta historia la atención narrativa se concentra en la confusión entre pornografía y amor que se da en la cabeza de Anselmo Alonso (funcionario de correos), una confusión que funciona perfectamente a través del enamoramiento de algo que no llega a ver y que, en suma, no es más que otro de los espejismos que la sociedad en la que vivimos nos proporciona a lo largo de las diferentes horas que componen los días en nuestra sociedad que, dentro de NSTOF, es retratada con sutilidad quirúrgica por parte de su autor. SALA DE DISECCIONES La literatura siempre está intentando mostrar otras partes de este inmenso universo en el que vivimos. NATHALIE SARRAUTE Algunos lectores podrán pensar en el carácter frío y distante del narrador o incluso en cierto maltrato hacia los personajes. Pero, en realidad, eso es algo que no tiene cabida dentro de las páginas de NTSOF. En NTSOF lo que encontramos es algo parecido a cuando se abre en canal una rana en una sala de disecciones. Al abrir una rana o al abrir un cadáver en una sala de autopsias lo que encontramos es pura atención a lo que tenemos delante: observación de un cuerpo inerte. Una autopsia es (siempre) un recorrido objetivo a través del cuerpo de un cadáver con el fin de determinar los motivos de su muerte. En ese sentido, Diego Sánchez Aguilar es un forense y NTSOF es la autopsia de un cadáver, ese cadáver que es la conciencia occidental, una conciencia parasitada por el deseo, la incomunicación y la frustración analizados a través de la lente de un autor que prefiere concentrarse en esto en vez de hacerlo en el recuento compasivo de recuerdos que, últimamente, invade cierta literatura que, con nostalgia maquillada de crítica, inunda los estantes de las librerías a través de una autoficción que, después de haber llegado a su cénit, debería replantearse los principios que la animan o bien hacerse el seppuku. Como decimos: Los personajes de Diego Sánchez son ranas que son abiertas con bisturí y el autor se fija en el hígado de esas ranas, ese lugar que los romanos consideraban el epicentro de las emociones y los sentimientos. Sin duda alguna, ese hígado que analiza Diego Sánchez tiene mal color. Y es un hígado que es descrito en los temores de Vicente dentro de la narración que lleva por título ‘Asunción de María’, que es deletreado en el deseo que despierta en él el sexo furtivo de unos adolescentes en la escalera del edificio en el que vive. PÁRPADOS: MAR Y PISCINA (panteísmo soft pero en cierto modo con atisbos de redención) Nuestra cabeza es redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección. FRANCIS PICABIA ...todo se hacía vista en ella. JUAN RAMÓN JIMÉNEZ Muchas de las cosas que aquí leemos tienen lugar, como ya se ha indicado, en la conciencia de los personajes, dentro de sus cabezas, en los deseos y sueños que iluminan u oscurecen su cotidianidad, esa monotonía que apaga unas existencias que solamente puede ser esquivada a través del viaje, a través del intento de escapada, a través de la fuga, de la huida de la rutina. Algo así podemos encontrar en una de las narraciones que se desarrolla en Cuba, esa suerte de isla paradisíaca dentro de un imaginario colectivo que contempla las islas (Ibiza, Mikonos, la propia Cuba) como espacios de salvación y redención (aunque esa salvación y redención se configuren como algo fugaz, espejismo dentro de lo cotidiano: beatus ille dentro de la alienación). En ese relato (que lleva por título “Cuba”), tenemos conocimiento de Aurora. Recién separada (y a diferencia de sus compañeras de viaje que parecen estar solamente interesadas en los mojitos y el sexo esporádico), su caso es especial. Aurora no piensa en tirarse a un mulato o a un negro de buen ver, sino que más bien desea disfrutar de la soledad y la naturaleza. Pese a las circunstancias que rodean su vida (una separación), Aurora presenta unas características en cierto modo vitalistas que se ven a la perfección cuando está bañándose en el Caribe, en el deseo de soledad, en su interés por disfrutar de la naturaleza, de la luz, del mar: Estas sensaciones de plenitud culminan en el acto de flotar boca arriba, haciendo el muerto, dejando que el sol caliente su cara y tiña de rojo la fina piel de sus párpados cerrados, mientras las pequeñas olas mecen su cuerpo y los ruidos del exterior van y vienen según sus oídos queden por encima o por debajo de la superficie marina. Podría decirse que, pese a la obsesión y la insatisfacción de los personajes, hay en muchos de ellos un deseo de buscar la belleza, de disfrutar de los placeres que la existencia puede brindarles (quizás sea esto una forma de autoengaño, una forma de maquillar infidelidades, lo que sea, lo que el lector desee interpretar). Y el gozo del placer en las páginas de “NTSOF” se puede interpretar como una suerte de carpe diem en putrefacción que intenta satisfacerse ya sea a través del sexo, ya sea a través de la contemplación. La visión (lo que los personajes observan: sobre todo cuando cierran los ojos, extraña y bella paradoja), entonces, se convierte en algo de sutil importancia dentro de estas páginas, algo que tal vez pasa inadvertido y que tiene que ver con una especial sensibilidad presente en algunos de los personajes que deambulan por NTSOF. En ese sentido, algún que otro personaje disfruta de la vida en determinado momento de la narración, con detalles prácticamente similares a los de Aurora. Así pasa, por ejemplo, en uno de los recuerdos de Paula, la protagonista de ‘Injusticia’, donde podemos comprobar como algo tan sencillo como la luz (o el sol) es motivo suficiente para sentir cierta libertad o experimentar el placer de la existencia: Cierra los ojos contra el cielo y siente el calor del sol sobre sus párpados, que transparentan un color rojo de membrana demasiado fina para esa luz. Huele intensamente a cloro, a verano, a inquietud. El tiempo sin la rutina de las clases, los horarios y las tareas escolares es extraño eterno, sin límites, amorfo. Rebotan las bolas de tenis. Evidentemente la insatisfacción está ahí (no es fácil escapar de ella) y castra muchos de los anhelos de estos personajes que, a decir verdad (y si rascamos un poco), son en cierto modo unos soñadores, unos soñadores que quizás no terminan por alcanzar aquello que buscan pero que se mueven en las páginas de este libro pensando que sería posible una vida mejor que la que tienen, cosa que (probablemente) no consiguen finalmente. Quizás por miedo, quizás por temor, por pánico a descubrir que la catarsis sea un modo de fulminar la desolación que las quimeras producen en la cabeza de todo hijo de vecino.
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Un hombre solo está siempre en mala compañía PAUL VALÉRY el agua se cristaliza las luciérnagas se apagan nada existe CHIYO-NI EL SUEÑO (entrada) Estamos en un campo de color rojo y llueven fragmentos milimétricos de metal. Los fragmentos silban en los oídos y la lluvia cae de forma horizontal y hablamos y nos vemos filtrados, con interferencias. No sé si es él o yo quien lleva una carta en la mano. Es el dos de picas. No sé si es él o yo quien dice que es otra carta: El dos de corazones. Ahora, después de despertar, tengo claro que es él quien lo dice. De todos modos, dentro del sueño, acepto la mentira mientras llueve en horizontal: fragmentos milimétricos de metal que silban en nuestros oídos mientras hay interferencias en la voz, el paisaje, la visión. Interferencias que ya no me permiten hablar con él tranquilamente. Domingo 7 de junio de 2015, Murcia 1 La muerte tiene lugar en un hospital. O en una carretera. A veces pasa así: se sale el coche de la calzada, choca contra otro, etcétera. Cosas de ese tipo. La muerte tiene lugar en la tele. También puede ser de esa forma. Dentro del rectángulo perfecto donde yacen cadáveres y explosiones. La muerte, a veces, se reduce a cuestiones semejantes: Hospitales, carreteras, televisión, cadáveres. Narraciones que no nos tocan. La muerte era eso y te das cuenta que a veces escapa, sin que te lo esperes, de esos precisos límites. Siempre lo hace. Se te suele olvidar que la muerte está más cerca de lo que, con frecuencia, desearías. Se te suele olvidar. 2 Llega un buen día en que alguien se anuda el corazón al cuello y aquel deja de latir. Poco a poco se apaga el pulso por la falta de aire. Poco a poco los ojos se quedan en blanco y miran hacia el infinito, hacia dentro (El infinito es un lugar blanco que, probablemente, espante al observador). Luego queda sólo el canto de los pájaros (invisibles entre ramas y hojas de árboles) y un cierto vaivén en el cuerpo que se mece como si en toda esta vida ese cuerpo solamente hubiera sido un juguete. Miércoles 3 de junio de 2015, Murcia 3 Hablamos del tren, de ir en tren. Mirar por la ventana y observar el paisaje. —A partir de Totana cambia —dice Paco—. Antes no es tan bonito. Observar el paisaje como quien deletrea en ese acto el sentido de la realidad. Si es que lo tiene. Si es que en algún momento lo atisbamos (aunque el sentido no sea más que una mentira pasajera: como decir que tienes un dos de picas cuando en realidad en tus manos hay un dos de corazones). —Después de pasar Lorca es aún más bonito —algo así dice. Unas amigas comentan que quizás irán al día siguiente a Águilas mientras discutimos tranquilamente a quién votar el domingo, en dos días. Hablamos del tren, de ir en tren. Imagino la ciudad de Águilas y el puerto, la playa desde el puerto. Imagino el interior del vagón, los asientos, la luz entrando por las ventanas y partículas de polvo amarillo en suspensión. Imagino eso y su sonrisa. (Ahora escucho su voz. Imagino su voz dentro de mi cabeza que dice: —Ya estoy en el mar.) 4 Pienso en una canción de John Cale. En el apellido de la mujer a la que nombra el título de la canción. Pienso en la coincidencia de apellidos: …Since the soul of Carmen Miranda Had captured the mind of man Dismissed with her generation For the price of a Cancan… La melodía de la composición me vino anoche a la cabeza, antes de meterme en la cama, después de varios años sin pensar en esa canción. Pienso en la frivolidad suprema, al pensar en él, de tener en la cabeza el nombre de Carmen Miranda (la de las frutas tropicales en su cabeza), pero el silabeo de John Cale al ir pronunciando los versos de la canción (‘The Soul of Carmen Miranda’) me hace ver su rostro bien definido, con precisión, sin interferencias. La letra de Cale habla de abandonar, de abandono, de ser abandonado, sentirse así. Y la melodía y el sonido se instalan en el hipotálamo y no salen de ahí. Se quedan dentro con toda la nostalgia que la canción tiene, como si fuera el hilo musical de la conciencia. 5 Querido Paco, Hoy he cruzado Pantanosa desde el norte hasta el Barrio del Carmen, desde esa parte de la ciudad donde se quedaron edificios a medio construir y solares en los que crecen cañas y arbustos. Iba caminando evitando las grandes avenidas, pasando por calles peatonales con carril bici y fijándome en alguna que otra persona que hacía deporte y corría. Iba atravesando zonas deportivas en vecindarios de clase media-alta y observando chinos en la puerta de sus comercios, una mujer de ojos rasgados con una caja de cartón entre las manos y ojos suaves como el mar, pájaros cantando, invisibles entre las hojas de los árboles, las ramas vibrando por el viento de la tarde. La vida que, pese a todo, siempre continúa. Luego llegué hasta el río, lo crucé, sentí ese olor de agua estancada. Recibe un amoroso abrazo de un amigo. LA PESADILLA (salida)
Alfonso Costafreda. Cesare Pavese. Yasunari Kawabata. Yukio Mishima. David Foster Wallace. Horacio Quiroga. Alejandra Pizarnik. Alfonsina Storni. Ángel Ganivet. Osamu Dazai. Heinrich von Kleist. Virgina Woolf. Jacques Rigaut. Ernest Hemingway. Silvia Plath. Guy Debord. Malcolm Lowry. Arthur Koestler. Gilles Deleuze. José Asunción Silva. Séneca. Primo Levi. Hunter S. Thompson. Marina Tsvetáyeva. Unica Zürn. Emilio Salgari. Ryunosuke Akutagawa. Safo. Sándor Marai. John Kennedy O´Toole. Stefan Zweig. Leopoldo Lugones. Lucrecio. Francisco Miranda Terrer. Mutaciones semánticas en la era de la aceleración de lo real y la telepresencia por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA The Future is History URIEL ORLOW The time is now MOLOKO A veces las palabras significan cosas diferentes a lo que querían transmitir en el momento en que fueron concebidas, escritas. Ya no es que la recepción e interpretación de esas palabras pueda variar a la hora de que el mensaje sea interpretado por parte de receptores, nuevas sensibilidades o revisiones críticas. Más bien lo que viene a suceder (o lo que se viene a decir aquí) es que el contexto opera cambios en el significado de los discursos. En ese sentido los manipula o, por eso de ser más correctos, los modifica. Así, lo que un día significaba A puede significar B ahora, de modo que el entorno opera una mutación en el mensaje. El primer fenómeno podemos encontrarlo dentro de la música popular frecuentemente: el receptor del mensaje hace una interpretación del mismo interviniendo sobre el significado original. Sucede en letras de canciones que adquieren significados diferentes en virtud de una relectura de la composición original. Sería, por ejemplo, el caso de la canción ‘Over the rainbow’, cantada por Judy Garland en El Mago de Oz y que termina por consolidarse como himno homosexual en los años cincuenta del siglo veinte. En otros casos (en el fenómeno que puede clasificarse como mutación semántica) encontramos composiciones que podían tener una muy concreta intencionalidad comunicativa en su momento pero que, sin embargo, el paso del tiempo (y la modificación del contexto) puede hacer que la significación de su discurso varíe y el texto sea leído de forma diferente, más acorde con la realidad de los oyentes contemporáneos, ajustándose a su horizonte de referencias. Hay casos en que una canción, una frase, un par de palabras quizás, pueden trascender la propia obra de la que forman parte y funcionar semánticamente fuera de la composición en la que estaban insertas, de modo que su mensaje se convierta en eslogan publicitario, merchandising, sampler artístico. Y en ese ir más allá, incluso el significado primitivo es susceptible de ser alterado. Algo así es lo que sucede, por ejemplo, con algunos de los textos que la banda británica Sex Pistols manejó en la grabación de sus canciones en la segunda mitad de los años setenta del pasado siglo. Precisamente, las letras de esta formación (desde ‘God save the Queen’ hasta ‘Bodies’) van adquiriendo —con el tiempo— un mayor relieve y no, precisamente, por un posible cariz profético sino por el motivo que tenemos entre manos: la influencia del contexto como patrón de cambio en el significado. Si prestamos atención a la letra de ‘God save the Queen’ (y dejamos de lado la crítica política coyuntural que se plantea en la misma), podemos extraer conclusiones diferentes a las que John Lydon proponía a finales de la década de los setenta: Don’t be told what you want, don’t be told what you need There’s no future, no future, no future for you Esta afirmación adquiría en su momento un carácter completamente nihilista, de negación del futuro, a la vez que no perdía la oportunidad para subrayar un mensaje de (supuesta) disidencia. Con una letra que se desenvuelve a través de la conciencia del absurdo y el sinsentido de la existencia, ‘God save the Queen’ suponía una crítica a la monarquía y una reivindicación de la clase obrera británica. No obstante, si descontextualizamos algunas de las frases presentes en la letra de la canción, como por ejemplo el fragmento que se ha destacado más arriba (o el mantra final que se repite ad infinitum: «no future, no future, no future…»), podemos extraer otro tipo de conclusiones que, más adelante, se expondrán. Sin embargo, más que descontextualizar, lo que haremos será recontextualizar alguna de esas frases en el tiempo presente (o, tal vez, sea más adecuado decir que es el presente quien se encarga de tal recontextualización). En ese sentido es oportuno traer aquí algunas palabras que Paul Virilio propone en La bomba informática (Cátedra, 1999), palabras que inciden en el cambio semántico del que aquí se trata. Más concretamente alguna reflexión acerca de cómo la realidad, paulatinamente, se va configurando a través del presente como un continuum del que no se puede huir: El AQUÍ ya no existe, todo es AHORA, dice Virilo. Una forma de contribuir a esta idea es el discurso que se establece dentro del espacio publicitario. La publicidad, que se configura como una de las principales narraciones contemporáneas (y como nueva hacedora de mitos tal y como planteaba Roland Barthes en Mitologías) sirve en multitud de ocasiones para afianzar el concepto de que todo es AHORA. Es dentro de su lenguaje donde se configura la filosofía que anima un mundo como el nuestro que tiene en la recontextualización del carpe diem (y la mutación de su significado —o reconfiguración semántica, si queremos llamarlo así—) una de las bases donde se confirma la idea propuesta por Virilio. De hecho, una campaña promocional de Cruzcampo proponía hace un tiempo un anuncio en el que se podía ver a una hormiga que observaba a una serie de personas que disfrutan y toman cerveza. Operando un cambio de sentido sobre la popular fábula de ‘La cigarra y la hormiga’ de Esopo, la hormiga llega a manifestar: Quiero vivir, quiero sentir, saborear cada segundo… La hormiga, por tanto, renuncia a su rol como paradigma del trabajo y el sacrificio y se abandona o, por lo menos, manifiesta su deseo de abandonarse al placer, al presente. El texto original, adoptado de una letra de El Sueño de Morfeo, sería como sigue: Quiero vivir, quiero sentir. Saborear cada segundo, compartirlo y ser feliz. Estos tres versos nos llevan a conectar esta letra de supuesta intrascendencia pop con la realidad de nuestra existencia (en línea y fuera de línea) que tanto tiene que ver con el axioma de El AQUÍ ya no existe, todo es AHORA que se maneja en este texto y que Moloko concentraba en una de sus canciones del álbum Things to make and do (Echo Records, 2000): Give up yourself unto the moment The time is now Así que vivir y sentir, pero vivir y sentir para compartir en red social (por ejemplo), para alcanzar la felicidad a través de la aceptación digital, vivir y sentir para subir la foto a Facebook, con el fin de escribir el texto breve en Twitter o photoshopear la realidad en Instagram gracias a filtros preconfigurados y con la intención de formar parte de la tribu de los telecreyentes. Si conectamos El Sueño de Morfeo (o a Moloko) con un proceso de reubicación del ser humano dentro de la realidad, se debe a que esta misma realidad se escribe de forma casi inconsciente, sin que nosotros nos demos cuenta (y aún participando nosotros mismos de su redacción). Se escribe con una canción de los Sex Pistols, con un anuncio de cerveza o la letra de una canción pop. Así, el presente se retrata a sí mismo de forma fragmentaria, igual que se desarrolla de forma instintiva y primaria el trabajo de los insectos sociales. Es por eso que se hace imprescindible establecer los vínculos necesarios entre los diferentes textos y signos que configuran nuestro tiempo para conseguir acercarnos al discurso que la realidad emite como una autobiografía global en presente absoluto, sin detenerse un solo momento, dando forma al hormiguero, ese signo que no se ve individualmente sino de forma colectiva, colaborativa. La velocidad de la información, la telepresencia o la realidad virtual que modifica hasta la verdad de toda duración (Paul Virilio) nos empujan irremediablemente hacia una realidad en la que no hay un desafío al presente, en la que no encontramos un cuestionamiento del mismo porque el vértigo de nuestra sociedad nos aboca a un presente eterno (o absoluto) sobre el que no hay cuestionamiento. Bajo esta perspectiva, el pasado se transforma en un síndrome de consumo tal y como apunta Simon Reynolds en su libro Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (Caja Negra, 2013). Se convierte también en una estrategia que tiene como fin aprovechar la abundancia del pasado para compensar las malas rachas del presente. Y el futuro, teniendo en cuenta estas circunstancias, no se dibuja como un territorio al que viajar o proyectarse a través de la innovación puesto que el presente, con su exigencia de inmediatez, se postula como eje de control omnipresente y totalitario de la realidad. Nos aboca a estar AQUÍ y borra ese posible concepto que es el futuro. Tal y como apunta Virilio la “ruptura” con el presente nos retrotraería al pasado, a la memoria muerta (al tiempo diferido), y el pasado —como ya se ha señalado anteriormente— se ha convertido en una boutique de emociones, un lugar de eclosión de deseos y consumo zombi, entendiendo zombi por la devoción que nuestra sociedad profesa hacia el consumo superficial de artículos vintage (sean estos objetos, ocio, cultura o diseño gráfico de aire retro). Así, si todo vuelve, es porque todo eso que retorna no es nocivo para el presente, no lo cuestiona. De hecho, esa avidez necrófila por el pasado no es crítica con la realidad circundante puesto que esa mirada hacia atrás fosiliza el estado de cosas y no establece ninguna proyección hacia el futuro, verdadero (y posible) cuestionamiento de la realidad contemporánea, motor de cambios.
Si el imperativo Don't be told what you want, don’t be told what you need, podría ser fagocitado por una corporación de telefonía móvil o por la banca telemática para crear un nuevo significado a partir de otro ya dado (igual que ha sucedido con la campaña de ING Direct con Bob Dylan), la recontextualización de no future —que se opera a través de una realidad que escribe su discurso a tiempo real— es diferente. Así ese no future que proponía John Lydon en la canción de los Sex Pistols es (o se convierte en) la afirmación inconsciente que nos viene del pasado y que certifica que el presente es la única realidad existente. Algo así como si el oráculo de Delfos acertara a través del error. En ese sentido, el contexto ha operado una mutación del significado original de la canción ‘God save the Queen’ y ya no es por más tiempo una afirmación trágica de la existencia, una constatación del absurdo y el sinsentido. Sencillamente pasa a ser afirmación de un estado de cosas, una afirmación acerca de nuestra realidad absolutamente presente (‘The time is now’). Y sucede así, además, por el uso indiscriminado de este “eslogan” que dice no future (sí, ya se ha convertido en un eslogan) y que, debido a su viralización en la cultura de masas, queda despojado de su significado original para convertirse, simplemente, en la constatación de una realidad donde, como apunta Virilio (y debido al ritmo frenético de la información y la interacción digital y a distancia) el RELIEVE de la instantaneidad prevalece sobre la PROFUNDIDAD de la sucesión histórica. No future es, por tanto, la afirmación que (recontextualizada, resemantizada) nos indica que el único horizonte posible que divisaremos será este presente absoluto (en forma de caja de donde es imposible escapar), este presente absoluto que deshace el futuro en una suerte de fugacidad perenne bajo la velocidad, bajo el vértigo en el flujo de las informaciones y que anula cualquier capacidad de proyección hacia delante. |
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