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EL PROGRESO EN LA CAVERNA

27/11/2018

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por ANTONIO BARNÉS VÁZQUEZ

          La idea de progreso es clave en la Edad Contemporánea. Concepto de raíz judeocristiana por cuanto presupone la linealidad de la historia y de un tiempo que es capaz de superar el ciclo anual de la naturaleza, en el progreso subyace el sentido creacionista de un mundo creado, pero no acabado, de un mundo perfectible. Se percibe la limitación humana y se aspira a la plenitud. En la medida en que se desvanece el sentido trascendente de la vida humana crece el valor del progreso inmanente de la humanidad. Ya no se camina hacia una segunda venida de Cristo en que restablezca todas las cosas, sino que el propio hombre se erige en restablecedor de sí mismo, en demiurgo de sí. El hombre sin Dios se queda solo, ya no es su colaborador, un procreador, y se constituye en creador. El hombre solo ante el mundo es consciente de su contingencia, de su desnudez (sin un Dios que le prometa un redentor). Por eso, la Edad Contemporánea se refugia en lo colectivo. Parece demasiado pretencioso considerar al hombre redentor de sí mismo, y se prefiere hablar en términos abstractos: humanidad, pueblo, partido, estado, ciudadanía, sindicato… Estos colectivos ya no son la suma de individuos, sino una realidad nueva que suplanta en cierto modo a Dios, siendo, en realidad, flatus vocis. Cuánta fe en el Estado, en el partido, muestran los predicadores comunistas, fascistas y sus herederos intelectuales: todos primos hermanos. El Espíritu Santo como inductor de la perfección de la historia humana es sustituido por un destino, un determinismo materialista por el que el hombre concreto y su libertad son menospreciados. En buena medida, la filosofía contemporánea es libresca, de ratón de biblioteca, de escritorio, apergaminada. Sus análisis poseen la claridad de la lógica y la fatuidad del sujeto que diserta sobre un objeto nacido en su mente sin fundamento in re. ¿Dónde estaban las legiones de economistas y de escuelas de negocios antes de la crisis reciente para prevenirnos de ella? Las praxis políticas inspiradas en tamaños constructos entran en la vida de los pueblos como un elefante en una cacharrería.
         El progreso así entendido produce una íntima frustración, ya que se cree en un futuro que nunca llegará para el creyente. El cristianismo promete al fiel un cielo tras la muerte. El progresismo solo puede ofrecer la satisfacción de haber contribuido a un mundo mejor que no podrá disfrutar en plenitud. Es de nuevo el estoicismo lo único a lo que puede aspirar el hombre cuando no cree en un Dios bueno que prepara una buena morada a sus hijos. El siglo XIX ha hecho de la historia su teología, Heráclito su filósofo y el in fieri, el hacerse, el summum de la belleza. A todo ello apunta el progresismo: un futuro histórico en movimiento, un continuo desenvolverse. Es el paraíso comunista, la sociedad sin clases, el fin de la historia de Fukuyama. Y, siguiendo la praxis de los testigos de Jehová, se ha de posponer de continuo el término del mundo, pues sobre el paraíso comunista se interponen las purgas de Stalin y sobre el plácido fin de la historia sobrevuelan los aviones homicidas del 11 de septiembre. En realidad, el progresismo ha sido el milenarismo del final del segundo milenio.
         Ahora bien, la fe en el progreso es una fe luterana, no católica. No se trata tanto de trabajar para el progreso como de estar en la escalera mecánica que conduce a él, ubicarse en el lugar acertado. El discurso político derivado del progresismo no exige probidad moral a sus adeptos sino adhesión al lado correcto de la historia. Es una posición muy cómoda que no reclama moderación en el alcohol, continencia sexual ni freno en el lujo: solo defender las ideas que en cada momento superan el control de calidad del progresismo. La filosofía de Heráclito y el culto al hacerse no atan tampoco a ningún principio irreversible, y pasar del OTAN no al OTAN sí de la noche a la mañana no ofrece demasiados problemas para quienes no creen en el trasnochado y metafísico principio de no contradicción. Aquí los predestinados a la salvación son los que votan a partidos de izquierda; los que prefieren Obama a Trump; los devotos de la transgresión en el arte; los que despotrican del padre o de la patria; los que, desacreditada la dictadura del proletariado, defienden la dictadura genital.
         LA ORACIÓN DE LA MAÑANA DEL HOMBRE MODERNO

         La lectura de periódicos, escribió Hegel, es la oración de la mañana del hombre moderno. Tal individuo se desayuna con una información fragmentaria, reduccionista, provisional y mediata. El hombre moderno, al levantarse, se introduce en la caverna mediática, en el ámbito de la doxa, de la opinión, de la apariencia. Y sale a la calle creyéndose un sabio cuando no posee otra cosa que un manojo de titulares inconexos y desenfocados. Tal sujeto vive plácidamente en una continua contradicción. Venera el esfuerzo hasta la extenuación de los deportistas y execra hasta el paroxismo el esfuerzo en la educación; comprende el activismo compulsivo de los científicos (ciencias aplicadas) y menosprecia la especulación pensante de las ciencias básicas; cuando sin ciencia básica la ciencia aplicada es estéril o destructiva. Su marco conceptual lo conforma un colectivismo huero, una permanente ceremonia de la confusión de la que, dijo Bacon, es más difícil salir que del error. En lo político, idolatra la democracia como gobierno del pueblo, siendo así que no se conoce pueblo alguno que se haya gobernado a sí mismo; ni siquiera en la democracia española gobiernan los representantes del pueblo, sino los delegados de sus partidos que no votan lo que deciden sus conciudadanos, sino lo que ordena su jefe de filas.
         Retomemos el hilo. Los dos últimos siglos, ciertamente, se han caracterizado por un acelerado progreso, entendido como avance, perfeccionamiento en las condiciones materiales de la humanidad: saneamiento urbano, medios de transporte, comunicaciones, medicina… Los cambios han sido revolucionarios. Se dirá igualmente que ha habido un notable progreso en la organización social y se traerá a colación la democracia, el sufragio universal, la declaración universal de los derechos humanos, etcétera. (Iba a citar también la abolición de la esclavitud, pero no me atrevo, pues sigue habiendo esclavos en sentido estricto y formas encubiertas de esclavitud como aquella tan extendida por la que al trabajador se le trata como a homo habilis, y no como a homo sapiens). Este progreso humano, más allá de lo científico y tecnológico, queda oscurecido, sin embargo, por las dos terribles guerras mundiales del siglo XX y los regímenes totalitarios y genocidas que han proliferado igualmente en la pasada centuria. A este respecto se dirá que en todas las épocas ha habido guerras; sí, pero no tan letales como las del siglo XX. Entonces se argüirá que las de otros siglos no fueron tan mortíferas porque no existían esos instrumentos de destrucción masiva como los bombardeos aéreos, los campos de exterminio… Más a mi favor: el siglo XX ha inventado esos bombardeos, esos campos de exterminio. Letalidad facilitada precisamente por el progreso técnico y científico. El tren no se inventó para acelerar la destrucción de seres humanos, pero se ha usado para ello. Sin ferrocarril habrían muerto menos personas en los campos de concentración o en medio de las estepas rusas. Lo cual no demuestra que sea nociva la invención de tamaña máquina, sino que el hombre puede usar el poder para el mal. Algo sabido desde siempre, pero a lo que el iluminismo contemporáneo ha querido cerrar los ojos. En la tragedia Antígona, del siglo V antes de Cristo, leemos:
CORO
 
Andan por ahí montones de cosas formidables, pero ninguna más formidable que el hombre. Esa cosa que es el hombre avanza incluso al cabo de las rutas del grisáceo mar con borrascoso ábrego, atravesándolo bajo la amenaza de oleajes que braman en su derredor. Y a la tierra, óptima entre los dioses, inagotable e infatigable, la va desgastando, al voltearla sus arados año tras año, y cultivarla con la raza equina.
 
ANTÍSTROFA 1
 
Y el circunspecto hombre echa el lazo a la familia de los pájaros de prontos reflejos y se los lleva, y también la estirpe de las fieras salvajes y las marinas criaturas del océano con entramadas y bien trenzadas redes. Y con ardides consigue dominar la agreste fiera montívaga, y ha de llegar a someter al yugo, que circunda la testera, al caballo cuyas crines caen a uno y otro lado del cuello y al indómito toro de los montes.
 
ESTROFA 2
 
Y aprendió por sí solo el lenguaje y las ideas etéreas y los comportamientos que imprimen un orden a las ciudades, y a esquivar los dardos de las escarchas que dificultan la estancia a la intemperie, y los dardos que conlleva una molesta borrasca, ¡el hombre con soluciones para todo! No hay evento al que se enfrente sin soluciones. Únicamente no se procurará escapatoria del Hades. En cambio, tiene ya concebidos medios de escapar a enfermedades hasta ahora incurables.
 
ANTÍSTROFA 2
 
Pero aun poseedor, más de lo que cabe imaginar, de cierta astucia, que es la que le proporciona su habilidad se desliza unas veces en pos del descalabro, otras del éxito. Si entrelaza las normas de la tierra y la justicia de los dioses permaneciendo fiel al juramento prestado, ¡he ahí un ciudadano de primera! Pero, ¡sea privado de la condición de ciudadano, en pago a su osada falta de escrúpulos, aquel con quien convive el desdoro: ojalá que ni comparta conmigo el hogar ni esté entre los que piensan igual que yo quien así se comporte!
(Sófocles, Tragedias completas, Traducción de J. Vara, Madrid, Cátedra, 2001,  págs. 159-160). 
         Sorprende la conciencia de estar superando enfermedades en este texto de hace 2.500 años. Con belleza y concisión Sófocles describe cómo el hombre es capaz de dominar la naturaleza y, al mismo tiempo, puede caer en el desdoro, en el deshonor, en la corrupción. Nada nuevo bajo el sol. Pero el hombre moderno se ha obnubilado por la capacidad transformadora de las ciencias exactas y experimentales y ha pensado que era capaz de redimirse a sí mismo.
         IDEOLOGÍAS AL SERVICIO DEL PODER Y DEL TENER
         Las guerras contemporáneas no solo son más mortíferas que las de otras épocas  porque sus armas hayan sido más destructivas, sino, sobre todo, porque se han justificado con formidables construcciones racionales presentadas como altamente benéficas para la humanidad. Así el colonialismo, el capitalismo, el comunismo, el nazismo. (Capitalismo aquí no lo refiero al mercado libre, sino al sistema en que el capital prima sobre el trabajo y el trabajo sobre la persona). La exaltación de un estado liberticida, la glorificación de un capital avasallador, la exacerbación del nacionalismo o del racismo se han formulado con razones tildadas de científicas, (no olvidemos que la ciencia es la religión de la modernidad). Siempre ha habido tiranos, pero los del siglo XX se han presentado a menudo como demócratas. La hipocresía ha sido un factor determinante para mantener las situaciones de opresión. En ese sentido es interesante la comparación entre Antígona de Sófocles y Hamlet de Shakespeare. En ambas obras encontramos un rey tirano y un sobrino o sobrina que le ofrece resistencia. Pero mientras que en Antígona el rey se muestra como un colérico déspota, en Hamlet el rey lo hace como un personaje razonable y conciliador. De modo semejante, la sobrina Antígona se opone frontalmente a su tío Creonte, en tanto que el sobrino Hamlet adopta una postura cínica y ambigua ante su tío Claudio. Antígona puede pecar de impulsiva; Hamlet de taimado. La hipocresía, signo de nuestro tiempo, hunde sus raíces en el maquiavelismo renacentista y en la impronta retorcida del barroco. Así, Marx llama científico a su socialismo, y utópicos a los anteriores. Hitler justifica su racismo y su antisemitismo con razones seudocientíficas: regaló a Mussolini las obras completas de Nietzsche. El capitalismo, por su parte, apela a las leyes del mercado para escamotear la responsabilidad personal.
          El hecho de que el propio progreso haya servido para magnificar retrocesos en humanidad (piénsese, por ejemplo, la asepsia del aborto actual frente a la expositio romana) prueba hasta qué punto los avances técnicos y científicos no garantizan el buen uso de ellos. El hombre sigue siendo el mismo porte una lanza o sea el piloto del Enola Gay: puede hacer el bien o el mal, lo justo o lo injusto, vivificar o aniquilar. Esto es lo que el iluminismo contemporáneo no logra entender: que en el interior del hombre hay una quiebra que lo inclina al mal. En consecuencia, el concepto de progreso es problemático y complejo.
         HUMANISMO, FILOSOFÍA MODERNA, ILUSTRACIÓN

       Detengámonos en la génesis de la cultura occidental contemporánea. Tres son los principales movimientos culturales de la Edad Moderna: el humanismo, la filosofía racionalista estrechamente unida a la ciencia experimental, y la Ilustración. El humanismo comprende un conjunto abierto de ideas antropocéntricas no cerradas a la trascendencia. La filosofía moderna, en cambio, abre paso a una serie de sistemas cerrados, omnicomprensivos y a menudo hostiles entre sí. La Ilustración compendia, divulga y transforma en filosofía social y política el racionalismo y empirismo precedentes. El humanismo se expresa en diálogos; la filosofía moderna en tratados; y la Ilustración en ensayos y pasquines periodísticos. La prensa y su espíritu pragmático, reduccionista, fragmentario e inmediato marca el tono de la Edad Contemporánea hasta el punto de hacer exclamar a Hegel lo ya reseñado: que la lectura de periódicos es la oración de la mañana del hombre moderno.

         TRASTORNO BIPOLAR
          Estos orígenes ayudan a entender el progresivo dogmatismo en que cae el pensamiento contemporáneo, pese a sus proclamas de libre juicio en contraste con la dogmática cristiana, pues la herencia racionalista e idealista convierte el debate de las ideas en una confrontación de placas tectónicas: no hay diálogo, sino afán de arrojarse los tratados a la cabeza, con el dogmatismo del monólogo (que abandonó el diálogo humanista) y la impertinencia del periódico. El trastorno bipolar progresismo / conservadurismo, izquierda / derecha es fruto también de ese creciente maniqueísmo incubado desde la querella de antiguos y modernos y los enfrentamientos entre los defensores del antiguo y nuevo régimen. La amplitud mental de los humanistas contrasta con el maniqueísmo contemporáneo, consecuencia también de ese materialismo monista que no comprende la pluralidad de seres, que defiende un pensamiento único y simple en que concilios enmascarados deciden en cada momento el dogma oficial, como ahora sucede con la ideología de género.
         El desarrollo científico y el consiguiente progreso técnico implican un mayor dominio de la naturaleza. Y el hombre contemporáneo ha pensado que si domina la naturaleza puede dominarse también a sí mismo, confundiendo el reino de la necesidad con el de la libertad. El acero es maleable, la naturaleza humana no, al menos no del mismo modo que el acero. El darwinismo y los diversos materialismos acentuaron la creencia en el determinismo. Si extraemos de la naturaleza la energía eléctrica y sabemos combinar diversos elementos para construir una máquina de vapor o un ferrocarril, ¿por qué no hacer lo mismo con el ser humano, quebrantando los males que le afligen? Porque en buena medida los males que afligen al ser humano proceden de sus decisiones libres, decisiones sujetas al error del entendimiento, a la debilidad de la voluntad y aún a la malicia de ambas facultades, sin olvidar las emociones, antes llamadas pasiones, cuya bondad o maldad, decían los maestros, dependen del motivo que las inspira. El hombre está condicionado, pero no determinado. Lo humano se mueve dentro del matiz, y no de la extremosidad luterana o rusoniana. El hombre ni es malo ni es bueno. Es inteligente y falible, fuerte y vulnerable, aspirante al bien e inclinado al mal. El hombre es libre, para bien y para mal. Toda praxis política, educativa o cultural que intente erradicar el mal “a toda costa”, es primariamente un atentado contra la libertad. El materialismo no entiende la libertad, porque la considera una excrecencia ilusoria, un epifenómeno de la materia. De este modo, el materialismo pone puente de plata al gobierno de los fuertes sobre los débiles, que es la perfecta definición de injusticia.
          Científicos experimentales criados en un materialismo mostrenco siguen empeñados en encontrar la glándula pineal, el gen del mal y el modo de trasladar el espíritu, en que no creen, al disco duro de un ordenador. No entienden que el yo anida en un cuerpo, pero no se reduce a él. No entienden que en un incendio no pueden consumirse nuestros conceptos porque no son combustibles. Reducen el cosmos a lo que sus calculadoras y tubos de ensayo pueden medir. Siempre tuertos para lo humano, no reciben ayuda de los estudiosos de humanidades embarcados en un positivismo desaforado, acomplejados ante los métodos de las ciencias experimentales. Las humanidades están en declive con la connivencia de no pocos de sus estudiosos, por haber renunciado a menudo a la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza.
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         COLECTIVISMO
         La Edad Contemporánea nace sustituyendo la monarquía personalista por el abstracto Estado, la aristocracia y su artificio de lo heroico por la burguesía mercantilista, el universalismo ilustrado por el nacionalismo tribal, la religión por la ciencia y la cultura. Estos cambios no pueden analizarse en bloque y ser tildados de buenos o malos. Depende. Todo es discutible. Y si cualquier tiempo pasado no tiene por qué ser mejor, tampoco cualquier tiempo futuro o posterior ha de serlo, sobre todo en lo que se refiere a la calidad de la humanidad, al bien ser, diverso del bien estar.
        Un notable factor de distorsión de la Edad Contemporánea es su apuesta por lo colectivo. Dejando de lado el espíritu de fineza del que hablaba Pascal, nos hemos entregado con armas y bagaje al espíritu de geometría, rindiendo culto a la abstracción: el Estado, el partido, el sindicato, la clase, la ciudadanía, el género. Todo quiere resolverse en el plano colectivo, campo favorito de la generalización propia de la especulación científica. Ahora bien, eliminar un término del problema puede hacerlo más sencillo, pero no más soluble. Buena parte del pensamiento contemporáneo ha despreciado la máxima cristiana de que el mal procede del corazón humano, que se ha buscado obsesivamente en el régimen, la clase, el capital, la raza, el género, etc., instalándose así en un reduccionismo endémico. La impiedad no solo anida en los burgueses, sino también en el proletariado y en el funcionariado: porque la impiedad no es atribuible únicamente a la clase, sino sobre todo a la persona. El capitalismo de Estado no tiene por qué ser más benéfico que el capitalismo del mercado. El hiperracionalismo encorseta la realidad en sus categorías lógicas.

         LA IDEOLOGÍA DEL PROGRESO
       Quiero centrarme ahora no en el progreso objetivo de las condiciones materiales o de los avances técnicos o científicos, sino en el progreso como ideología antinómica del retroceso o del llamado conservadurismo. Del progreso como etiqueta que divide en dos a los seres humanos entre progresistas y conservadores.
          Ha logrado imponerse una visión bipolar de la sociedad humana, sobre todo en el campo político, pero extendida a todos los ámbitos. Al parecer hay gentes embarcadas en el progreso, favorecedoras del progreso y otras que son rémora, que se resisten al cambio, que quieren conservar, se supone que un estatus, unos privilegios o, sencillamente, son reacios a todo cambio y por tanto a toda mejora (considerando, ingenuamente, que cambiar es, necesariamente, mejorar).
       Quiero detenerme en esta dicotomía y tratar de argumentar que es falaz, falsa, falsificadora. Digámoslo ya: cualquier ámbito humano ha de ser conservador y progresista a la vez. Siempre hay cosas que conservar y cosas que desechar. Siempre hay campo para el progreso, para el avance, pero en un caso y otro hay que trasvasar la dialéctica simplista progreso/conservación para discutir el qué. En literatura hay un patrimonio que conservar, y al mismo tiempo se puede progresar en la conservación de ese patrimonio y en la creación de nueva literatura. Un museo, una biblioteca son espacios de conservación del patrimonio e igualmente se puede progresar en su conservación y difusión, y la conservación de un patrimonio es a menudo oportunidad de innovación, de creación. Es falaz contraponer la conservación al progreso. Escamotea las principales preguntas: qué vale la pena conservar, a dónde se quiere ir. No se trata de conservar por conservar ni de innovar por innovar. No se trata de adaptarse a los cambios como los camaleones o los surfistas, sino pensarlos, gobernarlos, valorarlos. Hay que desarrollar un pensamiento. Que el hombre no sea solo espectador, sino protagonista. La huida hacia adelante es huida, no progreso.
         Fijémonos en el Renacimiento, considerado el comienzo de la Edad Moderna. Para el Renacimiento el progreso radicaba en recuperar el pasado, en viajar a un pasado remoto anterior al pasado inmediato. No se trataba de volver a un pasado para extasiarse en él, sino de acopiar energía para mejorar el presente. Quizás en el desprecio de la Edad Media esté el germen de lo que luego será en Lutero el desprecio por la tradición, el desprecio de los modernos por los antiguos, de los revolucionarios por el Antiguo Régimen, de los progresistas por los conservadores… Ockham apostaba por rechazar lo superfluo y Descartes optaba por lo claro y distinto. El problema es que lo humano es sutil y no puede reducirse a lo matemático.
         Para el Renacimiento la luz procedía de un pasado conocido, mientras que para los adoradores del progreso la luz procede de un futuro desconocido. Es una fe en el futuro que ha sustituido a la fe en una vida eterna en la que no se cree. A este respecto, escuché asombrado un breve discurso de un rector a sus profesores. Fue breve porque su argumentario tenía poco recorrido: tenéis un futuro estupendo, prometedor, fantástico… Daba ganas de decir, oiga, ¿por qué no nos proporciona un presente bueno en lugar de cantar las excelencias de un futuro mejor? La ventaja de predicar el futuro es que este nunca llega, pues cuando se arriba al futuro de este presente estaremos en otro presente donde habremos de suspirar de nuevo por el futuro. Es la lógica perversa de la revolución: “la acción violenta e injusta es el peaje que hay que pagar por un futuro justo”. Pero en realidad las revoluciones suelen perpetuar las injusticias presentes o crear otras nuevas, con frecuencia peores. Lo semejante, decía Aristóteles, engendra a lo semejante. De la injusticia solo nace injusticia.
         Ante la pregunta ¿progresista o reaccionario, progresista o conservador? La respuesta adecuada sería ¿solo caben estas dos opciones? ¿No puede gustarme a un tiempo lo antiguo y lo nuevo? La pregunta era tramposa, como lo son la mayoría de las encuestas plebiscitarias: ¿A o B? Pero, ¿es que no hay C, D, E…? La dicotomía izquierda / derecha es deudora de la dicotomía que estamos comentando. La bipolaridad es muy ventajosa para simplificar el alcance del poder (que es de lo que se trata). El esquema es muy simple: hay buenos y malos, yo soy de los buenos, vótame. Es un planteamiento infantil, reduccionista, fragmentario, maniqueo, falso, pero es un esquema triunfante en una sociedad de consumidores de información que no piensan, porque están adiestrados no para saber sino para hacer, cuando no para el placer. Además la sociedad icónica presidida por la fotografía, el cine, la televisión e internet consagra la apariencia como el summum de la verdad, esto es, no hay verdad, fruto siempre de razonamientos, sino impresiones, esteticismo, erótica de la imagen y de las palabras: eslóganes, lemas, tweets…
         ESCATOLOGÍA INMANENTE
        Toda filosofía es una explicación sobre el mal. El trastorno bipolar progresista / conservador, izquierda / derecha es un trasunto inmanente de la escatología trascendente. Si no hay vida eterna, cielo ni infierno, el cielo y el infierno se construyen aquí. Los conservadores son los réprobos; los progresistas, los santos. Aunque desde una óptica colectivista no importan tanto las personas como las plataformas en que estas se ubican.
         La escatología trascendente contempla nuestro mundo y a sus hombres entreverados de bien y de mal, trasladando a la otra orilla el bien (Paraíso) y el mal (Infierno) absolutos. Si se esfuma esta escatología plural —escenificada en la catedral gótica con sus diferentes alturas y ámbitos—, el mundo se vuelve prosaico, reducido y achatado, y se crea una escatología inmanente que demoniza o exalta a grupos humanos; una visión materialista que no posee la oportunidad de trascender hacia otro mundo.
         La escatología inmanente opera en la historia y solo en ella; su horizonte se acaba en la política. Solo hay historia y política. Para Dante Alighieri, en cambio, hay historia y eternidad, política humana y política de Dios (gracia), amor humano y amor divino. La escatología inmanente está atrapada en un evolucionismo en el que el más fuerte se desembaraza del más débil (síndrome de Down...), y sus predicadores azuzan de continuo el ultraje a sus particulares demonios: derecha o izquierda; los malos y los buenos.
         Los malos son los otros, por supuesto.
        Pero la escatología inmanente es un mal sueño, porque el bien y el mal están mezclados en este mundo, donde no hay ángeles y demonios, sino simples seres humanos. (1)
         EL PROGRESO EN LA CAVERNA
         La idea de progreso sigue dentro de la caverna de la apariencia. Conviene que salga y se revista de realidad. El progreso objetivo ha de subordinarse al progreso subjetivo, del sujeto humano. Y el sujeto humano no puede diluirse en las abstracciones de las filosofías librescas: la clase, el partido, el Estado, el sindicato, la ciudadanía, el género. El epicentro de la reflexión y de la acción ha de ser la persona humana (hombre o mujer). No es el hombre para el progreso, sino el progreso para el hombre. No basta que el automóvil perfeccione la caballería, el tren la diligencia, el barco a vapor al barco a vela, la avioneta al globo o el avión a la avioneta. El progreso hay que medirlo en función del servicio que presta al hombre y a la naturaleza en que el hombre habita. La ciencia y la técnica son para el hombre y no al revés.
          Las ciencias básicas no deben diluirse en las aplicadas, las facultades no pueden ser escuelas técnicas, unas y otras no pueden ser escuelas profesionales. El saber no puede ser lacayo del Estado ni del mercado. Conviene sacar al progreso de la caverna de las apariencias, recolocar al hombre en el epicentro, subordinar lo objetivo a lo subjetivo. El capital debe ajustarse al trabajo, el trabajo debe ajustarse a la persona.
          No todo lo que se puede hacer se debe hacer. El hombre no puede perder su condición de sujeto y ser relegado a objeto, a cosa, a mercancía. El hecho de poder producir un ser humano en un laboratorio no lo hace justo.
         El progreso del bienestar ha de subordinarse al progreso del bien ser. El verdadero progreso no es el del homo faber, sino el del homo sapiens, el homo bonus. Solo hay verdadero progreso si hay progreso intelectual, moral y emocional. El progreso intelectual no consiste en la mera acumulación de datos, o en los debates bizantinos sobre si son galgos o podencos. El progreso intelectual supone apertura a la verdad (que no se posee, sino que nos posee). Y se plasma en la virtud de la prudencia. El hombre bueno es el hombre virtuoso. Sin hombres buenos el progreso se limita a ser lo que va de la honda a la bomba atómica (Marcuse): el perfeccionamiento de los recursos para que los fuertes dominen a los débiles. La prudencia conduce a la justicia, a la percepción de lo justo. Y el vir bonus es el capaz de obrar regido por la prudencia y lanzado a la justicia, para lo que precisa de fortaleza y de templanza. El hombre prudente, justo, fuerte y templado es el hombre sabio, bueno y alegre, dueño de sí mismo y no barquichuela de sus emociones. Es el ideal clásico del ser humano, no subordinado a su capacidad factitiva.
         Sin progreso personal, no hay progreso social; sin progreso personal se arruina el progreso social. Sin probidad personal no hay justicia, pues quien hace la ley hace la trampa. Sin honestidad el progreso científico y técnico es una mascarada que arruina la vida humana y la vida del planeta en que habita el hombre.
         Para todo ello hay que lograr que las humanidades vuelvan al corazón de la educación primaria, secundaria y universitaria. Pero no unas humanidades cualesquiera, entregadas con fervor a un análisis positivista que hace verdadero el juicio de don Quijote: «hay algunos que se cansan en saber y averiguar cosas que después de sabidas y averiguadas no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria». (II, 22)
         Hay que sacar al progreso de la caverna, superar la fase de deslumbramiento, de atontamiento, y devolver a la inteligencia humana su capacidad de discernimiento. Debemos hablar de progreso integral, y de la subordinación de la praxis a la teoría. Es irrefutable que las ciencias exactas y experimentales puede construir una bomba atómica, pero que desde ellas no puede salir un solo argumento sobre la conveniencia o no de lanzarla. Solo desde las humanidades se puede argumentar sobre el deber. El deber (no el kantiano), sino la reflexión sobre el poder es lo que caracteriza al ser humano, lo que lo diferencia de los brutos.
         Ahora se exalta la condición sexual como si supusiera mérito alguno, como si  conllevara un particular obrar virtuoso merecedor de aplauso. Pero si el hombre es un mero cuerpo sumergido en una colectividad. Si para su salvación no precisa buenas obras sino solo dirigirse a la escalera mecánica adecuada, es lógico que mientras está en la escalera se dedique a jugar con su sexo y procure sacarle el máximo partido. La res cogitans se ha diluido ya en la res extensa, y en ella, el goce sensible es lo único que entretiene de no alcanzar el futuro, siempre futuro, paraíso terrenal.
        Se trata de ser verdadero, no nuevo; bueno, no nuevo; bello, no nuevo. Urge pensar la era digital desde un humanismo viejo y nuevo que vuelva a disponer al hombre a gobernar la ciencia y la técnica en beneficio propio y del cosmos, un hombre consciente de su contingencia que no haga necesario lo que no es. Un progreso integral.

(1) Este breve apartado procede de mi Elogio del libro de papel (Rialp, Madrid, 2014).

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    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856


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