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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ROSANA HIDALGO LLORENTE Es prácticamente imposible elaborar una lista concreta de todas las características sociales, políticas, económicas y culturales que definen una etapa determinada de la historia. Para quienes la estudian sin vivirla, el desconocimiento de la vida diaria crea lagunas insalvables; para quienes la viven, la rutina y costumbre anulan el pensamiento crítico necesario para comprenderla en su totalidad. No obstante, a lo largo de la historia diversos intelectuales han elaborado estudios tan rigurosos de su realidad contemporánea que han sido capaces de prever el posible futuro al que se enfrentaban. Para ello, han conjugado análisis y experiencia, consiguiendo una visión global del complejo entramado humano que se conforma, fundamentalmente, de política y economía. En este grupo de intelectuales encontramos al escritor británico George Orwell, cuya obra 1984 será materia de estudio en este artículo por las semejanzas que presenta con nuestro mundo actual. El hecho de comparar nuestra realidad con la creada por Orwell a mitad del siglo pasado no supone la afirmación de que la nuestra sea la sociedad de Oceanía. Por el contrario, pretendemos poner de manifiesto los paralelismos más evidentes que se encierran entre las páginas de la novela para percatarnos de aquellos elementos que nos resultan familiares, y así comprender de dónde venimos y hacia dónde vamos desde un punto de vista sociológico. Esto significa que no maquillaremos y entretejeremos conceptos hasta tal punto de hacerlos irreconocibles, sino que nos limitaremos a plasmar aquellos que resulten evidentes. La aparición de 1984 supone un punto de inflexión en la literatura universal. No tanto por el hilo argumental que presenta y es perceptible en su superficie como por la unión magistral entre política contemporánea, con continuas referencias a los hechos históricos de su tiempo, con la literatura en el más estricto sentido artístico. Por primera vez, podemos hablar de una autentica literatura política en la que la faceta de autor y militante quedan intrínsecamente ligadas. Es imprescindible recordar que George Orwell, nombre artístico del británico Eric Arthur Blair, creció y vivió en el contexto bélico propio del siglo XX. Conoció de primera mano el ascenso del nazismo en Alemania y el comunismo en Rusia, así como la posterior lucha de poder que se desencadenó entre el bloque capitalista —dirigido por Estados Unidos— y comunista —encabezado por la Unión Soviética— una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial. Probablemente, fue este segundo hecho el que más determinó su visión del mundo a la hora de crear 1984, pues en los Estados de la novela —de los que hablaremos más adelante— podemos encontrar diversas similitudes con las potencias hegemónicas del siglo XX. Por otro lado, la mentalidad socialista de Orwell lo llevó a cuestionar sus raíces como miembro de la clase media y dedicar su vida al completo a la causa obrera. Las letras son la herramienta que utiliza para transmitir sus ideas políticas y pronto sigue el consejo de Ruth Pitter: «no puedes escribir sobre lo que no conoces» (1). Es esta determinación la que lo impulsa a provocar un episodio de desorden público para forzar su detención y conocer las condiciones de los presos en las cárceles, que daría lugar a sus obras La recolección del lúpulo y En el trullo. Poco después se adentra en el East Side de Londres, experiencia que se prolonga durante cinco años y le permite comprender en qué términos se mueven las clases más bajas a las que denomina “prole” en 1984. No obstante, el acontecimiento más determinante en la vida del autor fue, probablemente, su participación en la Guerra Civil española como miembro de las Brigadas Internacionales. Descubrió las principales vertientes socialistas que luchaban en el bando republicano para acabar distanciándose definitivamente de todas ellas. El socialismo de Orwell no puede reducirse a la lucha por la mejora del salario, sino que debe comprenderse en la totalidad de la idea. El artista defendía un socialismo revolucionario basado en la igualdad, la libertad y la justicia, y rechazaba el comunismo de la Unión Soviética —a la que arrebataba la condición de país «socialista»— por negar estos principios en favor del poder. A pesar de no compartir la praxis anarquista, el contacto con la CNT fue determinante en la mentalidad del autor y las ideas que arrastraba desde la juventud evolucionaron hacia un socialismo no parlamentario pero íntimamente comprometido con la libertad. La anti utopía de sus ideales era, pues, el triunfo del totalitarismo y el desconocimiento del que había sido testigo en los barrios marginales. Con estas dos grandes perspectivas —luchas de poder entre potencias e ignorancia de las clases bajas— se dibuja Oceanía, el Estado en el que se desarrolla la trama de 1984. En Oceanía descubrimos las principales características que definen nuestra realidad contemporánea, pues, a pesar de ser uno de los tres Estados que conforman el mundo de 1984, significa una realidad independiente equiparable a nuestro sistema globalizado. Oceanía, Eurasia y Esteasia suponen sociedades autónomas y completamente aisladas del resto de Estados, encerrando en sí las principales características de la civilización. Por el contrario, nuestro mundo se ha convertido en una especie de gran “super- Estado” en el que las decisiones, economías y procesos históricos de unos influyen de forma determinante en el resto de países. Así, el análisis de 1984 es posible desde dos criterios: Oceanía como reflejo del mundo contemporáneo y su sociedad como reflejo de la nuestra. Esta segunda perspectiva ha sido estudiada en diversas ocasiones, llegando a considerar a Orwell un “adivino” capaz de prever el futuro al que se enfrentaba y errando tan solo en la fecha. Las telepantallas que vigilaban exhaustivamente a los ciudadanos de Oceanía son, en realidad, cámaras de vigilancia. La homogenización social se da gracias a internet, donde a veces resulta complicado discernir entre lo verdadero y lo falso, mientras el control está alcanzando límites inimaginables gracias a los algoritmos, la localización en tiempo real y las redes sociales. Sin embargo, la mayoría de los estudiosos de 1984 han pasado por alto otra de las grandes predicciones de Orwell. Oceanía no es solo sociedad; es economía, historia y política. Las páginas de la novela expresan el proyecto mundial que estaba comenzando a desarrollarse en el siglo XX y dan explicación a una serie de hechos aparentemente fortuitos que permiten comprender parte de la geopolítica global. Por tanto, tomando como punto de partida el análisis de Oceanía como reflejo del mundo contemporáneo, ¿cuáles son las circunstancias que plantea Orwell y nos llevan a equiparar su obra con el mundo actual? La respuesta nos la ofrece la Teoría y práctica del Colectivismo Oligárquico, el libro de Goldstein. Es ahí, en apenas dos capítulos en el grueso de la novela, donde se encierran todas las características del mundo de George Orwell con las que intentaba plasmar su propia realidad. El resto del libro, los veintidós capítulos que giran en torno a la vida de Winston Smith, no son más que la ejemplificación de la teoría allí recogida. George Orwell explica mediante el libro de Goldstein cómo, desde tiempos remotos, probablemente desde el Neolítico a la actualidad, ha habido en el mundo tres grupos de personas: las de clase alta, las de clase media y las de clase baja, cada uno de ellos con intereses particulares e irreconciliables con los otros dos estratos. La clase alta pretende mantener el poder que ostenta; la media, desea derrocar a la clase alta para llegar al poder; la clase baja, usualmente sumida en la inconsciencia por los duros trabajos a los que es sometida, busca una sociedad igualitaria. Este enfrentamiento de intereses entre cada uno de los grupos deriva en lo que comúnmente conocemos como “revoluciones”. Estas han sido numerosas y diversas a lo largo de los siglos de historia, pero su resultado siempre ha sido el mismo: una clase media que atrae a la clase baja prometiendo la justicia y la igualdad y que, una vez derrotada la clase alta, se impone como la nueva elite devolviendo a las clases bajas a la misma situación de desamparo en la que se encontraban. Así, desde el Neolítico rige en el mundo un mismo orden social cuyo único cambio ha sido el nombre de sus estratos: patricios y plebeyos, privilegiados y no privilegiados, burguesía y proletariado, interponiéndose siempre entre ambos la clase media que efectuaría el cambio de término. Acostumbramos a hablar de “desigualdad” entre grupos pero, ¿cuál es el verdadero motivo de esta desigualdad? La educación, cultura y privilegios que separan a una pequeña elite del vasto de la población son una consecuencia directa —destacadas entre otras muchas— de los dos componentes que provocan la desigualdad. Poder y dinero se constituyen los reyes y señores del mundo y su presencia o ausencia determinará nuestra procedencia a una clase social concreta. El poder es inherente al dinero y, aunque a priori el dinero no lo es al poder, desarrolla en quien lo posee un deseo de superación y una ambición que lo llevarán a codiciarlo. Según Orwell, este orden del mundo se había mantenido inalterable durante siglos, acogiendo las constantes luchas que pretendían alcanzar la igualdad sabiendo de antemano que esta era imposible de lograr. El círculo se completaba una y otra vez: clase alta se debilita, clase media le arrebata el poder, clase media se convierte en la nueva clase alta hasta que surgía una nueva clase media que reiniciara el proceso. Los únicos que siempre permanecían inalterables eran las clases más desfavorecidas. Ahora bien, el proceso de industrialización marca un antes y un después en la historia de la humanidad. La inédita capacidad de producción trajo consigo un incremento exponencial del consumo y el mundo empezó a regirse por un nuevo sistema conocido como capitalismo. Más allá de sus consecuencias económicas y políticas, cabe resaltar un hecho que modificó la estructura social en su totalidad: por primera vez, las clases bajas pueden acceder a unos bienes antes reservados a la casta privilegiada, pues las ingentes cantidades de producción no pueden ser consumidas por un pequeño sector de la población. El resultado directo no se hace esperar y comienza una mejora generalizada en el nivel de vida de la población. La necesidad de producción-consumismo del capitalismo provoca que, por primera vez, se pueda llegar a una igualdad material entre los distintos estratos de la población. Por supuesto, la erradicación de las desigualdades más resaltables no deriva en una igualdad completa, pero con las necesidades básicas cubiertas es solo cuestión de tiempo que las antiguas clases bajas comiencen a tomar conciencia y exigir más en una sociedad que, en el viejo orden, estaba reinada fundamentalmente por la inconciencia. Y, tal y como comentábamos anteriormente, el dinero no lleva adherido el poder, pero sí el deseo de alcanzarlo, por lo que el poder tripartito de la clase alta comenzaba a peligrar. Hasta aquí, George Orwell nos teoriza sobre lo que probablemente ya comenzó a hacerse evidente para sus contemporáneos: que el orden del mundo estaba cambiando y la producción en masa estaba siendo la principal responsable. No es extraño que nos veamos reflejados en estas descripciones, pues somos hijos del proceso de industrialización que el propio Orwell vivió y lo llevó a lanzar su hipótesis en 1984 sobre el destino que estábamos trazando. A priori, su concepción podría resultar brusca y exagerada; una vez analizada y sustituidos ciertos términos, descubrimos las enormes analogías con nuestra era. George Orwell describió la solución al problema del consumismo en tres sencillos eslóganes, que eran los que definían al Socing, partido de Oceanía (2): la guerra es la paz, la ignorancia es la fuerza, la libertad es la esclavitud. Para extrapolar esta solución a nuestra era con el mismo sistema de eslóganes, solo sería necesario la utilización de uno. La pobreza es la riqueza. Echemos un vistazo a las tres clases sociales que conviven en Oceanía. En la cumbre de la pirámide encontramos al Partido Interior, un grupo cuya principal finalidad es mantener el poder y perpetuar el sistema. Defienden fervientemente las doctrinas del Hermano Mayor y, aunque son los únicos capaces de cambiar el orden de las cosas, no lo hacen porque esto acabaría con su propio beneficio. Sustituyamos ahora el término “Partido Interior” por “Primer Mundo” o, más concretamente, “poder económico”. La doctrina del Hermano Mayor no sería sino un orden mundial que no sabemos de dónde procede pero que se afirma duradero e irrevocable, unas sociedades gobernadas por la economía en las que los principales beneficiados son los habitantes de occidente o, como usualmente lo conocemos, primer mundo. ¿Y cuál es la actitud de estas sociedades ante ese “Hermano Mayor”? Conocemos su existencia, pero no su procedencia, y somos conscientes de las enormes desigualdades que este genera. Somos el vértice de la pirámide que ostenta el poder y, por tanto, los únicos capaces de revocarlo, pero creamos una mentalidad que nos hace vivir cómodamente sin entrar en conflicto con nuestra propia moralidad. Normalmente, esta mentalidad se entrelaza con un curioso proceso de doblepiensa —aun sin existir el término que así lo defina— en el que nos proclamamos fieles seguidores de una ideología que busca la mejora de las condiciones de todo el mundo, pero en la práctica somos incapaces de renunciar a nuestros privilegios como Partido Interior. El nombre de esta ideología resulta irrelevante para nuestro análisis, pues no pretendemos entrar en cuestiones políticas o ideológicas, pero resulta innegable que el nexo de unión entre todas ellas es un objetivo por el que realmente solo luchamos en la teoría. Se convierten en una mentira autoproclamada que pretende mantener a salvo nuestra conciencia de nosotros mismos. Continuando el paralelismo social, llegamos al segundo estrato de Oceanía: el Partido Exterior, o lo que es lo mismo, las manos del Partido. En una primera lectura este Partido Exterior se relaciona directamente con las clases medias de occidente, las cuales cargan con la mayor parte de las ocupaciones que hacen funcionar el sistema. En una segunda lectura, podríamos relacionarlos también con los países en vías de desarrollo que constituyen la mano de obra barata al servicio de las grandes empresas occidentales: «Cualquier potencia que controle África ecuatorial, los países de Oriente Medio, el sur de La India o el archipiélago indonesio dispone también de decenas o centenares de millones de culis trabajadores y mal pagados. Los habitantes de esas zonas, reducidos de manera más o menos clara al estatus de esclavos, pasan continuamente de un conquistador a otro, y se consumen como si fuesen carbón o petróleo en la carrera para producir más armamento, conquistar más territorio, controlar más fuerza de trabajo, producir más armamento, conquistar más territorio y así indefinidamente» (3). La potencia expuesta por George Orwell se transforma en nuestro mundo en las grandes empresas que se disputan la economía globalizada. Sus fundadores, así como las sedes que las dirigen, provienen de los países más ricos de occidente, pero la producción se traslada a países en vías de desarrollo —normalmente asiáticos— donde los trabajadores reciben sueldos mínimos. Así, la cita de 1984 podría referirse al año actual: «Cualquier empresa que controle África ecuatorial, los países de Oriente Medio, el sur de la India o el archipiélago indonesio dispone también de centenares de culis trabajadores y mal pagados. Los habitantes de esa zona, reducidos de manera más o menos clara al estatus de esclavos, pasan continuamente de una empresa a otra, y se consumen en la carrera por conseguir más dinero, expandir su poder empresarial, controlar más fuerza de trabajo, conseguir más dinero, y así indefinidamente». Hasta aquí descubrimos cómo los dos grandes eslabones de Oceanía (Partido Interior y Partido Exterior) se dibujan en nuestras sociedades a modo de sociedades enriquecidas y países sometidos a sus fuerzas de trabajo, ambas dominadas por un Hermano Mayor que podríamos conocer como “poder económico”. Pero no debemos caer en el error de considerar que solo la región superior de la pirámide existe, pues obviamos en el proceso a una gran masa de población: los proles. Los proles son los grandes olvidados dentro de todo análisis de 1984, pues su papel se limita a sobrevivir en un mundo que no les ofrece poder, dinero ni conocimiento para solventar los dos anteriores. Son la gran masa del mundo y, por ende, los únicos capaces de cambiar realmente las cosas, pero su falta de cultura les impide cultivar la semilla de un cambio real. La analogía seguida a lo largo de todo el artículo nos lleva, de forma inevitable, a relacionar a los proles con el tercer mundo. Y con ellos se cierra el círculo que nos explica realmente el motivo de esta jerarquía. Con anterioridad explicábamos que, tradicionalmente, la sociedad se ha articulado en tres clases sociales: alta, media y baja, que han ido cambiando de nombre pero no de funciones. El motivo primordial de esta desigualdad radicaba en las diferencias de poder y dinero entre unos grupos y otros, pues los bienes de consumo eran escasos y reservados a aquellos que tuvieran los medios para adquirirlos. Por ello, la Revolución Industrial no solo trajo consigo un aumento de la producción, sino la posibilidad de fabricar bienes de consumo suficientes para que todo el mundo pudiera gozar de unos privilegios similares. Tal vez el señor pudiera comer carne de mayor calidad, pero el campesino no tendría que volver a pasar hambre. Es más, las ingentes cantidades de producción necesitaban que el campesino se alimentara, pues un pequeño sector de la población no podía hacer frente a todos los productos fabricados. Nos encontramos por primera vez en la historia ante la capacidad real de conseguir la igualdad, derrocando al viejo poder que se sostenía sobre la pobreza y la ignorancia. Pero si por algo se caracteriza el poder es por el deseo de mantenerlo a toda costa, por lo que esta igualdad ni siquiera llegó a percibirse antes de imponer la solución. George Orwell la concibió en forma de guerra continua: el sistema se basa en producir, pero esto no significa que el producto tenga que llegar a ser consumido. Mediante la guerra, los esfuerzos productivos se concentraban en crear armas que son arrojadas al enemigo y así, destruidas sin mejorar las condiciones de vida y perpetuando los tres grupos sociales. La realidad se impuso más sutil y, tal vez, más peligrosa. Los proles de nuestro mundo se encuentran concentrados en los países africanos y asiáticos, convirtiéndose así en una realidad que acostumbramos a ignorar. La guerra de la que nos hablaba Orwell, aquella dirigida a consumir más que a conquistar, no se desarrolla dentro de nuestros países, pero sí en pos de nuestro beneficio. Podemos ejemplificar esto con uno de los grandes temas de actualidad: la venta de armas de España a Arabia Saudí. Cualquier defensor de este intercambio comercial argumentará que, de detenerlo, se paralizarían las enormes cadenas de producción armamentística y perderíamos un gran número de puestos de trabajo. También podrían aparecer ideas como la inferioridad respecto al resto de potencias, o los beneficios que nos aportan las buenas relaciones con un país rico en petróleo. A su vez, conocemos los rumores que circulan en torno a los negocios de Arabia Saudí con el ISIS, enemigo actual de las potencias occidentales en territorio sirio. De confirmarse estas ventas, nos encontraríamos ante el siguiente patrón: España, país occidental aliado de la OTAN, estaría vendiendo armas a un país que, a su vez, financia al Estado islámico. Este ejemplo podría ilustrar lo que pretendemos expresar a lo largo de este artículo. La guerra, entendida en su definición tradicional, ha perdido gran parte de su valor para convertirse en un motor económico mundial. Producimos y consumimos las armas de los dos bandos enfrentados y justificamos las guerras desatadas más allá de nuestras fronteras. El sistema necesita producir para prosperar, y la guerra —provocada y financiada por los mismos— es el método perfecto para ello. Y tal y como pasara con los miembros del Partido Interior, quienes más fervientemente lo defienden son aquellos que más comprenden el orden que rige el mundo, pero que menos desean reflexionar sobre ello para no entrar en conflicto con la moralidad impuesta. La fotografía de un civil muerto nos hace proclamar lo mal que están las cosas el tiempo que dura la noticia, pero tememos las medidas que los podrían traer hasta nosotros porque hacen peligrar nuestro bienestar como sociedad. Al cerrar el libro, los lectores de 1984 agradecen el mundo que les ha tocado vivir. Inmersos en su estilo de vida, ignoran que más allá de sus fronteras existen unos proles que se limitan a sobrevivir y un Partido Exterior que los mantiene. El mundo continúa dividido en tres y el sistema se mantiene fuerte, único e irrevocable. El Hermano Mayor siempre nos observa. (1) Cruzado, Maribel. “Guía didáctica”, p. 340, en Orwell, George. 1984. Debolsillo, 2014.
(2) Recordemos que, tal y como mencionábamos anteriormente, hablamos de Oceanía por ser el marco contextual en el que se desarrolla 1984. Podríamos otorgar estas características a cualquiera de los tres estados existentes en la novela, pues cada uno de ellos supone un universo individual y separado del resto. Por tanto, comparamos Oceanía con la totalidad de nuestro mundo globalizado, y no con un país o sociedad determinada, pues esto tendría como resultado la observación de un grupo muy concreto de población. (3) Orwell, George. 1984, op. Cit., p. 202.
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