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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por NATALIA CARBAJOSA Poeta autodidacta que fundía el habla popular con la tradición hispana; seguidor de la estela de León Felipe, Unamuno y Blas de Otero, el poeta Waldo Santos (Castronuevo de los Arcos, Zamora, 1921 - Zamora, 2004) ha tenido al fin, en el centenario de su nacimiento y gracias a la dedicación y el celo del profesor Manuel Ángel Delgado de Castro, un homenaje sostenido en su tierra y celebrado desde diversos ángulos (poético, crítico y musical). Como culminación a dicho homenaje aparece ahora una selección de su obra, publicada entre 1969 y 2003, en el volumen Antología, seguida de los poemas inéditos que componen el título doble Mariposas desaladas / Crepúsculo, correspondientes a la década de 1980. En la poesía de Waldo Santos afloran, entre otros ejes temáticos, tres que se plantearon durante las Jornadas celebradas en su honor, en los que pretendo detenerme a continuación: utopía, soledad y ternura. Prácticamente todas las páginas del poeta abordan la utopía social y existencial (no en vano admiraba, aparte de los autores citados, a George Trakl), pero también la estética, aquella que le lleva a anhelar el roce con lo indecible, con la inefabilidad de la expresión poética de la que hablaba María Zambrano. En su autorretrato poético, rescatado para la Antología, Waldo Santos escribe lo siguiente: Crecí como un terrón sin agua. Sólo una alondra se posaba en el picurucho. Alondra y terrón. Uno y lo mismo: “aspiraciones de Dios y flaquezas de barro”. En estas cuatro frases breves, apenas dos renglones, están condensadas las dos maneras de decir que afloran simultáneamente en la poesía de Waldo Santos: la que está imbricada en el lugar, en la tierra, en el ser que, a pesar de saberse mortal, reconoce su anhelo («como un terrón sin agua»); y la que lleva la utopía en impulso ascensional a lo alto, utilizando, como tantos autores (San Juan de la Cruz, Valente, Claudio Rodríguez, Keats o Shelley) la imagen del ave como enlace entre las cosas del cielo y de la tierra, y su canto como portador de aquello que no se ve pero que, sin embargo, se atisba. En el libro Mi voz y mi palabra, de 1969, encontramos estos dos ejes fundidos en una clara declaración de intención poética, con la voz metamorfoseada en ave: «Una vez. / Una vez solo quiero / que se alce mi palabra». Como buen poeta castellano, además, Waldo Santos sitúa su condición a la vez mortal y metafísica a medio camino entre la tierra y el cielo, en ese inmenso vacío de la meseta. Subraya de este modo el contraste entre lo de arriba y lo de abajo, en constante tensión e interdependencia, por ejemplo en el poema ‘Castronuevo’, y no lejos de los ecos de Juan Ramón Jiménez: «Polvo, tierra. // Vigila en alto la torre / bajo herrumbrosa veleta». Y en un claro tono existencial, en el poema ‘Volar’ elude la horizontalidad de la muerte, transformándola por la del ave: «¡Ah!, si pudiera / evadirme de mi prisión, dejar / la vertical postura del hombre / en busca de la fuerza impulsadora / de la horizontalidad». También en ‘Mi voz y mi palabra’ destaca un poema por la transposición que se hace del concepto de utopía al de la soledad. Si bien es el Cristo del Amparo de Olivares quien se halla solo, Waldo Santos consigue que, con la repetición acumulativa en matices de la palabra “solo”, ésta resuene antes en boca del hombre que del Dios, transformando de este modo la plegaria en un lamento por la condición humana: «A ti, que estás de pie, solo, sin máscara. / Solo entre tanto trajín de fantasmales velas de cera, solo. / A ti que, casi muerto, te exhibe en parihuelas carcomidas / el pueblo a quien le dueles. / Sólo a ti. / Solo». En la misma línea, del libro Palabra derramada, de 1973, llama la atención cómo aborda el poeta el tema de la soledad desde el concepto clásico del ubi sunt. Su poema ‘Junto a vosotros’ recuerda otro de César Vallejo, ‘La violencia de las horas’, en el que Vallejo enumera a aquellos personajes de su infancia que han ido muriendo hasta concluir: «murió mi eternidad y estoy velándola». Waldo Santos no nombra a sus muertos por separado pero, en un “ellos” trágicamente repetido, está contenida toda la fuerza de la soledad que estos han dejado. Obsérvese, además, el juego de los tiempos verbales y los adverbios que señalan el contraste entre el pasado y el presente: «Ellos, no obstante, estaban junto a mí. / Y bastaba. / Yo estoy ahora junto a ellos y no basta». Más importante aún, y en este sentido muy diferente del poema de Vallejo, es la conclusión esperanzadora, que nos va acercando al tercer eje temático por abordar [mi subrayado]: «Junto a vosotros codo con codo / estreno hoy luz, el tiempo y la mirada limpia». Asimismo, del libro Sangre colgada a garfios, de 1986, destaca la unión de los dos conceptos, utopía (en este caso denominada “ilusión”) y soledad en un solo anhelo, personificado en la sed. En esta ocasión, el tiempo verbal durativo alude a lo que ya se ha convertido, al cabo de los años, en un modo de estar en el mundo: «...y la ilusión, la soledad, / siguen / ahogándome / en la sed / insaciada. / La sed. / Siempre la sed». Aunque parezca una contradicción, la ternura aparece en la poesía de Waldo Santos siempre envuelta de sequedad, de angustia existencial. Aflora por ejemplo en el poema ‘Padre’, del mismo libro, por el acierto de la selección léxica, contenido en una palabra que actúa como un destello o fogonazo dentro del poema y nos obliga a revisar la simbología del resto de términos, ya de por sí cargados de matices [mi subrayado]: «...contra mi rosa / de barro, / ni están huecas las manos doloridas, / están llenicas, llenas / de tu rosa de barro». Así es la ternura en el poeta, abriéndose paso entre la parquedad y la aspereza. Existen, sin embargo, momentos luminosos, por ejemplo en el libro Alaciar de luz estremecida, de 1988, en los algunas palabras brillan por sí mismas, pareciera que “sueltas”, contra el fondo informe y oscuro de sus hermanas, como esos granos del racimo todavía en la vid a los que el sol escoge para prestarles su fulgor (obsérvese en contraste entre los términos positivos, subrayados, y los negativos, en negrita): «Qué feliz, corazón, estás / Sobre la paz de nácar, sin confines / (...) / Quédate, corazón, por siempre, enamorado, / entre los trigos niños; / y no te vayas nunca, / no te hagas mayor. / Sería triste, / cual toba solitaria sobre el yermo». Si de pronto este poema se desgajara y nos quedáramos solo con las palabras señaladas, entenderíamos hasta qué punto éstas imbrican la espina dorsal del poema, delinean el contorno del racimo completo, así como el reparto de la luz y la sombra. En este sentido, la poesía de Waldo Santos posee una cualidad plástica, en mi opinión, poco mencionada. Ese mismo poema introduce el tándem ternura-infancia, del que Santos hace mención explícita en los siguientes versos: «Volver no se debía / al tiempo rojo, húmedo / donde tanto valía la ternura; / siempre se pierde el juego». Muchas frases célebres resuenan aquí: «siempre se canta lo que se ha perdido, la patria del hombre es su infancia, el niño es el padre el hombre». Lo más destacable en la aportación de Waldo Santos al tema es la ineludible fuerza de su selección léxica: el tiempo “rojo y húmedo”, el tiempo “donde” (no cuando) tanto “valía” la ternura. En Oyendo cómo crecen las ortigas, publicado en 2003, observamos un compendio de algunos de los conceptos destacados en estas páginas: la tierra como lugar de partida, el ascenso real y metafórico del ave en pos de lo utópico, más un cierto desengaño, una especie de negación de la posibilidad de esperanza que encarnaba la ternura. La estructura del poema queda dividida en dos ferozmente por esa especie de tajo o hendidura que provoca el bellísimo verso subrayado: «Rasante el vuelo en desafío / al crepúsculo tordo / por donde Tras-Os-Montes, / quién tuviera / suficiente coraje; / pasan, pasan / rasgando el cielo, el nuevo rumbo / hacia la flor de la saudade. / No había amor, cerrada / aposta la ventana del parque. // Hay que evitar la epifanía / que no importa. / Está todo resuelto de antemano / y te han defenestrado... / Amor, qué poco, nada vales». Estos versos de cansancio quevedesco, de renuncia resignada a la epifanía entendida en su doble acepción espiritual y estética, son confirmados en la muerte del ave: «...murió el alondro / y se llevó consigo la Soledad / y, así, no pudo la densidad clara / de mi silencio antiguo». La ambivalencia de tales versos, sin embargo, resulta novedosa: la Soledad con mayúscula parece ahora un concepto positivo, el verdadero barro de la alfarería poética con la que el autor ha ido edificando su propia vida de palabras. Curiosamente, el penúltimo poema de este libro final, de composiciones cada vez más breves y más despojadas, como si el poeta se estuviera despidiendo de nosotros, sí, pero también como si ya hubiera llegado cerca de esa inefabilidad expresiva a la que aspiraba, dice así: «Afirmación del amor todos los días, / desde que te conocí aquella noche / que fue ya y ahora / y siempre, día luminoso». Esa fusión temporal (pasado, presente y eternidad), esa inequívoca «afirmación del amor» y, sobre todo, ese adjetivo final (luminoso) nos dejan el sabor del mejor Waldo Santos, el de las palabras henchidas de sol para moverse por el poema y por la negrura de la vida. Waldo Santos era, para quienes lo conocieron, muchos hombres en uno: el bohemio de capa y sombrero, el experto en flamenco, el defensor de las causas perdidas. Para sus lectores, se trata de un poeta cuyo singular edificio de palabras merece una cuidada atención crítica. En el epílogo al volumen de poemas inéditos, Miguel Casaseca escribe: La roca, la toba, el páramo, el adobe, el barro, el llágano, el borrajo, [...] tierra y nombres que dan a esta poesía una impresión de solidez material sujeta, como por gravedad, a una especie muy personal de “simbolismo topográfico”. En la greda de su ubicación y lenguaje, con el horizonte de la escritura torrencial de la modernidad poética (León Felipe, Blas de Otero, Whitman, César Vallejo y el surrealismo, principal, pero no solamente) asistimos, no obstante, al vértigo de la desolación, de la ausencia de suelo que pueda detener la violencia de la caída. El verdadero drama del soñador utópico no es el de la conciencia dolorosa del desencanto, sino su permanente sentimiento de errante desterrado. Ya no los venía advirtiendo el poeta desde el principio, descarnadamente: alondra y terrón. Una geografía del aire y de la materia, desconsolada, hecha poema. Waldo Santos, Antología. Selección y Prólogo de Fernando Primo Martínez, con una nota de Jesús Hilario Tundidor. Zamora: Editorial Semuret, 2021, 129 páginas.
Waldo Santos, Mariposas desaladas / Crepúsculo. Edición crítica de Miguel Casaseca Martín. Zamora: Editoral Semuret, 2021, 75 páginas.
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