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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO Ganador hace muy pocos años del Cervantes, la figura de Pepe Caballero Bonald se ilumina como si navegase en muchos mundos interiores, desde el barroquismo que siempre ha pervivido en su universo literario hasta una forma de decir culta y cuidada donde la ética y la estética prevalecen sobre todo lo demás. Perteneciente a la generación de los cincuenta, compañero de poetas de la talla de Paco Brines o José Ángel Valente, Caballero Bonald, un poco mayor que ellos, pero joven de espíritu, envuelto en un universo literario que supo triunfar en la novela en 1962 con Dos días de septiembre y que encontró su verdadero universo en Ágata, ojo de gato, fue en la poesía donde fue trenzando desde el año 1952 una obra que ha sabido tocar diversos temas, pero sobre todo los esenciales —el tiempo, la muerte, la infancia—, obsesiones suyas y de otros que han ido componiendo el mosaico de su obra muy bien recogida en la Obra poética completa (1952-2009). Recoge su primer libro Las adivinaciones (1952) la idea de la vida como una pregunta, cuyo eco debe resolverse en busca de la fe o en un paganismo, donde el hombre encuentre sus verdades. Poemas como ‘Génesis de la luz’ confirman el alto poder de la creación, en el que la soledad de la noche nos invita al desasosiego, porque es fácil perderse en la negrura de la noche. Libro amoroso este incipiente poemario, donde el deseo convive con la entrega, a sabiendas de que todo amor es, en definitiva, pérdida: Por las ventanas, por los ojos / de cerraduras y raíces, / por orificios y rendijas / y por debajo de las puertas, / entra la noche. Noche que se precipita en lugares recónditos, que pasea ante nosotros en el insomnio insondable, noche vertiginosa que nos hace ver monstruos en la lenta espera del alba. El hombre que no duerme, como diría Lorca, será mordido, será vampirizado por la poderosa noche. Entra esta rugiente y poderosa, como nos dice en los versos que siguen: Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida, / recorre salas de hospitales, / habitaciones de prostíbulos, / templos, alcobas, celdas, chozos, / y en los rincones de la boca / entra también la noche. La noche como testigo de los pulsos de la vida, en el dolor, en el placer, en la intimidad de dos cuerpos (en los rincones de la boca). Pero la noche entra en el escritor que quiere crear, desvelado ante el insomnio de sus pensamientos, cuando la palabra no sale, pero busca su perfil, para que el poema reluzca como un faro ante la negrura de la noche: Entra la noche como un bulto / de mar vacío y de caverna, / se va esparciendo por los bordes /del alcohol y del insomnio, / lame las manos del enfermo / y el corazón de los cautivos, / y en la blancura de las páginas / entra también la noche. Pesado fardo el de la noche, donde los seres se buscan, el poema quiere nacer, hastiado del interior en el que vive, deseando ser creado para relucir en la página en blanco, como los pasos en la nieve que Jaime Siles nos dejó en uno de sus famosos libros de poemas. Para el poeta jerezano, la noche es impulso, deseo que busca su plenitud, por ello, la noche canta, no solo es luz, también grito, los cinco sentidos se agudizan ante el impacto de la noche sobre nosotros: Entra la noche como un grito / entre el silencio de los muros, / propaga espantos y vigilias, / late en lo hondo de las piedras, / abre sus últimos boquetes /entre los cuerpos que se aman, / y en el papel emborronado /entra también la noche. Como nos quiso decir el poeta en versos anteriores, la noche viene, como si fuese esa noche de insomnio que cantaba Dámaso Alonso en Hijos de la ira, pero ahora, con el romanticismo latente del poeta jerezano, la noche llega con el deseo de abrir boquetes entre los cuerpos, como nos ha dejado también Javier Lostalé en el poema ‘El hueco’ (perteneciente a La tormenta transparente), donde el amor de unos seres entregados al deseo siempre deja un hueco, el silencio que queda entre dos seres y que el amor ha de llenar. Poemas como ‘Mendigo’, ‘Espera’, van dejando una huella, un espacio, como el de ‘Espera’, donde un hombre siempre busca a la mujer, y aquel a esta, envueltos en la espera eterna de los amantes, donde el dolor «que me hice sangre en las palabras de repetir tu nombre» se conjuga con el apasionamiento de esos seres que se deshacen si no se aman, vacíos en los cuerpos, rendidos ante tanta soledad: Y tú me lo dices que estás tan hecha / a esta deshabitada cerrazón de la carne / que apenas si tu sombra se delata, / que apenas si eres cierta /en esta oscuridad que la distancia pone /entre tu cuerpo y el mío. Vacío que sangra, deshabitados los seres de su amor, cuerpos que han de rellenar el hueco del amor, en la cerrazón de la carne no consumada, donde Caballero Bonald se desangra en un poema de amor, en la búsqueda del otro para cimentar la vida. La noche vuelve en Las horas muertas (1959), donde Caballero Bonald retoma esa búsqueda de su deseo, la confirmación del amor, donde poder vivir la vida deshabitada antes, ahora, contrariamente a esa primera noche de Las adivinaciones (1952), el poeta jerezano se vuelve a una noche creadora, germinal, donde la vida pueda ser, como nos dice el poema ‘Un libro, un vaso, nada’: Todas las noches dejo / mi soledad entre los libros, abro / la puerta a los oráculos / quemo mi alma con el fuego del salmista. En el oráculo se halla la fe, la que componga las piezas rotas, la que propicie la creación, la que abra, como una granada, el poema, envuelto entonces en luz germinal. Es una noche que abre la senda del viaje, como la de San Juan de la Cruz en la que el alma busca a Dios en su célebre Noche oscura del alma: Todas las noches junto inútilmente / los residuos del día, me distancio / del tiempo funeral del desamor, / consisto en lo que he sido. / (Una mano olvidada entre las sábanas / rompe papeles, incinera / los escombros del sueño). La idea de la creación también la cuestiona el poeta, ante la inutilidad de todo, como si el desaliento estuviese detrás de todo acto germinal, como si el sentido de la vida ya viniese roto por nuestra mortalidad, en la idea que generaron nuestros escritores del 98, el absurdo vital, que la filosofía de Schopenhauer o de Nietszche también ha sabido ver. Lector culto, Caballero Bonald, recoge la tradición y la envuelve en buena poesía, donde alumbra el espíritu manriqueño hasta el mundo lorquiano: Oh posesión / de nadie, ¿para qué / tantas páginas vanas, tantos / días vacíos? Mira / a tu alrededor, ¿qué queda? Solos / estamos: toda la ausencia cabe / entre lo verdadero y lo ilusorio. Aquí / mi obstinación es mi alegría: / un libro, un vaso, nada. Vacío final, el libro como posesión amada, como un cuerpo que se acaricia en cada página, pliegue secreto de ternura, como una piel, el vaso, lugar del vacío, de viajes donde siempre se vuelve al lugar de inicio, el alcohol como evasión ante la vida, la nada como resultado, espacio y ámbito donde el poeta vive y sufre su desarraigo existencial. De nuevo, la noche, en Pliegues de cordel (1963), donde Caballero Bonald retoma esa idea de la noche que engendra monstruos, como el sueño de la razón de Goya o esos caminos que trazaba Luis Rosales en La casa encendida, noche que hace más sensible cualquier sonido, que todo lo desvela, donde cualquier ruido parece un eco callado del mundo: A veces, en la turbia / galería del sueño, encendía / la luz y me quedaba / oyendo los ruidos / de la noche: el treno / de la ronda, el gotear / del grifo, la doméstica / respiración y como un vago / acicate de vida / en la madera. Todo sonaba, todo era súbito despertar, como si crujiese la madera, como si toda cosa cobrase vida, muebles, libros, donde la noche era como un deseo imposible para volver a la infancia, tema clave en su obra, como en la de Paco Brines, un paraíso perdido para siempre: Dormía / vigilando las sombras, / la rebelión de gérmenes / del sueño, entumeciéndome / de fe, como esperando / desde el rincón de reo de mi infancia / que fuese libre para despertar. Reo de mi infancia, como si nada pudiese volver al sueño de la felicidad, lugar de plenitud, oasis donde la vida ya no nos quita la sed. En Diario de Argónida (1997), el poeta canta lo que se va, donde la inclemencia del ayer tiene espejos interiores, tanto que hay poemas como ‘Interior noche’, donde todo es pasado, como si el presente fuese ya un instante que se escapa, casi nada, después del crimen de la vida, como nos dice el poema: Un redundante síndrome de alarma / corre / veloz, / impregna / los papeles, los inmisericordes / formularios del tiempo, empaña / los cristales que velan el pasado. La alarma de la vida, que ya ha pasado factura, donde nada queda, solo la memoria, lugar donde ha de permanecer el ser ante la escombrera del tiempo, envuelto en sombras, que sobrevuelan sobre la nada del ser. Todo se resuelve en la memoria, pero el presente, como si fuese un laberinto esconde el crimen de la vida, su erosión sobre el rostro, sobre los surcos de la mirada: te acuerdas / seguramente del que fuiste, pero no / del que serás después de cometido el crimen. Sin duda alguna, el libro tantea los terrenos de la memoria, como en el poema ‘Marcas del camino’, donde nos habla de la cicatriz que supone el tiempo o ‘Presente histórico’, donde los días tienen el sabor añejo del tiempo, en esa casa nativa, que parece que lo mira, como el balcón donde anidaban los pájaros idos en la poesía de Brines o el viejo que llega a la casa en Las brasas, primer y celebrado libro del poeta valenciano. Y, por fin, su libro La noche no tiene paredes, de 2009, donde Caballero Bonald nos canta al pasado, como resumen lastimoso de un tiempo que ya no volverá, en poemas tan emocionantes como ‘Cuerpo desnudo, ya no te conozco’, perfecto resumen de una obra poética hecha contra el tiempo, pero que muere por su mismo paso, una obra que reivindica la memoria, pero que, en la línea de su querido amigo Brines, sabe que todo es devastación, la vida lo ha dado todo y no ha dado nada, así es el mundo, tal y como lo ve Caballero Bonald, celebrado premio Cervantes y gran poeta, sin duda: Cuerpo desnudo, ya no te conozco, / llegas de lejos y desentendido, / te acercas con despacio / ¿desde dónde?, / permaneces inmóvil frente a mí / y ya no te conozco. Vida que se va, cuerpos que se dejan de querer y el dolor que el paso del tiempo va horadando en los cuerpos ya envejecidos, lejos de aquel raudo tiempo de la juventud, que cantaba Cernuda ante la pérdida inevitable de su rostro bello.
Sin duda alguna, el cuerpo, destino de los hombres ante la realidad, deja al poeta abierto a la sombra definitiva, donde vive el dolor y la memoria, con la noche como escenario preferido: Cuerpo desnudo, pedestal de niebla / donde se juntan finalmente / las fases del temor y sus contrarios, / dulce efigie carnal a quien ya no conozco. Final necesario para una voz verdadera cuya trayectoria ha tocado diferentes estilos, pero es en la poesía, con la hondura que nos regalan los poemas comentados y otros muchos, donde el hombre enamorado de la vida, pero desalentado ante su devenir, logra triunfar, ahora ante un reconocimiento que nos alegra a todos, el Premio Cervantes.
1 Comentario
por LUCCIANO STOLA Al igual que un vertido de aceite sobre la superficie de un charco puede generar irisaciones con la luz apropiada, ciertas emociones humanas pueden enmascararse de virtud e incluso de pureza —como si un crótalo pudiese anticipar una de canción de cuna—; para quedar constituidas tarde o temprano por lo que realmente son, un desierto donde el ser humano, con aquello que ve, supone o encuentra, quiere construir una cabaña donde sentirse fuerte —sino completo o absoluto— como un pequeño embrión de Dios. Muchos dirán que el cine de Lars von Trier estimula con demasiada frecuencia un lado del ser humano que limpia, dejando desnudos y apilados los cálamos del alma; películas sórdidas sobre temas sórdidos, como si su punto de vista, en este aspecto, fuera personal con respecto a los grandes maestros de la cinematografía o la literatura de los países nórdicos. Basta recordar a Bergman, Carl Theodor Dreyer o Günar Ekelof para constatar que el hielo mistifica de algún modo la dureza. Lars von Trier nace el 30 de abril de 1956 en Copenhague, donde cursa sus estudios en la Escuela de Cine y se licencia en 1983. Al año siguiente, con 28 años, rodaría su primera cinta, The Element of Crime, galardonada con diversos premios en el festival de Cannes. En 1987 ejerce de guionista —trabajo que repetirá en variadas ocasiones— así como de actor en Epidemic, segunda película de una triología sobre el viejo continente que cerraría finalmente con Europa, rodada en 1990, y que versa sobre la devastación prolongada de la segunda guerra mundial: el personaje principal, encarnado por él mismo, llega desde Estados Unidos a una Alemania de postguerra. La cinta está rodada en blanco y negro, a excepción de algunas escenas donde se incluye el color, y estas son, una por una, escenas clave donde los personajes muestran diversos indicadores de que son humanos, a fin de cuentas, en medio de una apatía que permanece suspendida en el ambiente como partículas de polvo o quizás de sangre seca. La primera escena sucede cuando el personaje masculino está próximo a subirse al tren, apenas lo separa una valla; la segunda cuando ve por primera vez al personaje femenino; en el minuto 38 dos niños ejecutan al alcalde de Frankfurt; la cuarta corresponde al beso con la mujer que ama; la quinta y sexta escena, que no son las últimas, corresponden a la caída del patriarca cuando el ejército de ocupación termina con la obra de su vida lográndosela arrebatar, algo que ni siquiera los nazis habían conseguido. Durante toda la película, se evidencia como la destrucción de unos produce el éxtasis en otros, hombrecillos sedientos de poder que buscan lucir un epitafio, donde ponga, expresamente: Aquí yace el rey de la montaña. Una de las escenas más hermosas de la película tiene lugar en una iglesia —se está oficiando la misa por un muerto— que carece de techo, y la nieve se precipita cubriendo el paisaje: el suelo, los bancos de la iglesia, la cabeza y los hombros de aquellos asistentes, como si el cielo quisiera darle una sepultura más liviana. Allí se encuentran los personajes principales, y allí también, es donde comienza la verdadera reflexión de la película, los personajes se mueven cada uno por una línea concreta que llaman realidad, incluso algunos, inteligentes y aparentemente cuerdos, aplican lógica y relevancia sobre los distintos acontecimientos que pueden verse en el progreso de la cinta (algunos de ellos los veremos comportarse como si sólo existieran dentro de un manicomio en llamas). En 1996 comienza su segunda trilogía, la llamada “Corazón dorado”, con Breakin the waves. Tanto él como Emily Watson —su actriz protagonista— serían nominados y receptores de un buen número de premios cinematográficos, a él le sería otorgado nuevamente el premio del jurado en el festival de Cannes. Antes lo había conseguido con Europa. En 1997 trabaja como guionista y actor en Riguet II. En 1998 rueda Los idiotas, segunda cinta en relación a la trilogía que cerrará dos años después con Dancer in the Dark, Palma de Oro a la mejor actriz (la cantante Björk) y premio Goya a la mejor película extranjera entre otros muchos reconocimientos. En 2003 rodaría Dogville, título que afianza, no solo su carrera, si no su estilo cinematográfico y sobre la cual me veo obligado a detenerme: la película está ambientada en los años veinte, los locos años veinte, ya saben: ametralladoras, gánsteres y toda suerte de chiquilladas que tan bien resuelven al hijo pródigo del mono. En su inicio muestra la personalidad, al menos en superficie, de los habitantes de un lugar llamado Dogville. Todos ellos gente tan sencilla, amable y representativa de lo que constituye la tranquilidad de un pueblo, como las piedras, el légamo y las ninfas pueden serlo si hablamos del lecho de los ríos (la disposición de los escenarios, y perdónese aquí el anacoluto, también debe resaltarse por la fuerza que solo pueden generar las cosas más sencillas, el cineasta habla de los cimientos del alma, algo que solo puede observarse —y siento menospreciar la satisfacción de los productores por corregir los presupuestos a la baja— en la desnuda intimidad del ser...). Decíamos que los personajes muestran una suerte de bondad que mezcla saudade y cenizas, y esto queda claro cuando en el primer capítulo, el protagonista masculino —como un pequeño amante de la pintura de Lucien Freud—, le revela al personaje de Nicole Kidman algunos rasgos de la vida de aquellos sus conciudadanos: Olivia y Jun, una madre negra y fuerte que vive con su hija invalida; gracias a que el padre de Tom, un hombre tan piadoso como el resto de la congregación —véase como un grupo de organismos vivos puede conformar una barrera de coral, una sociedad o una medusa— les cede la casa donde viven a cargo de que Olivia desempeñe su trabajo como mujer de la limpieza. Chuck y Vera, que se odian con toda la fuerza que permite un corazón, son padres de siete hijos que se alimentan con más pan que hambre y más hambre que otra cosa. Los Hanson, unos pequeños estafadores que lijan el borde de los vasos de mala calidad para poder venderlos como un producto diferente o mejorado. Pero el personaje más revelador, por ser o parecerme —vindico ese derecho a equivocarme—, una concreción del resto es Jack Mackey, el más bondadoso y desvalido personaje de la cinta: un ciego que se niega a relacionarse abiertamente con los demás por temor a que descubran aquel secreto que, casa por casa y por otra parte se conoce, todos permiten que Jack se perpetúe en su mentira, todos omiten que sus ojos solo pueden ver la oscuridad. Grace, el personaje de Nicole Kidman, comienza a realizar pequeñas labores para todos ellos a modo de compensación por la buena voluntad de los aldeanos, se aplica con entrega y gratitud, como un regalo que solo pide humanidad para mantener su función y su belleza, aunque de forma paulatina y sutil, al menos al principio, comienza a desencadenarse la lógica de la crueldad —la forma más rápida y sencilla de que una persona cobarde acometa un acto de valor es persuadirle de que nunca sufrirá las consecuencias—. Si alguien ha visionado la película, sabe muy bien que la protagonista no tiene a donde ir, y que el acuerdo establecido por todos recogía la condición de que Grace podía quedarse en Dogville, siempre y cuando ni uno sólo de los habitantes expusiera alguna queja. Poco después, con la recompensa de cinco mil dólares por Grace se vuelven ladinos y codiciosos, todos, por separado, se encuentran en una situación de superioridad, de ventaja sobre ella, aún así, no dudan en buscar el apoyo de los demás —pequeños e insignificantes gusanos que sueñan comerse una manzana a dentelladas—, comienzan los abusos, las violaciones y, tras un fallido intento de fuga, el régimen de esclavitud. Por supuesto, su moralidad se adecua a su comportamiento, se visten de ella como si fuera un abrigo que les induce a confundir las moscas y los pájaros o las raíces de un árbol con sus ramas más altas. Manderlay, en el año 2005, fue la segunda parte de una trilogía inconclusa, puesto que Washington, la última entrega de Tierra de oportunidades, no llegaría a realizarse. En 2009 volvería dirigir una de sus mejores obras. Para aquellos que padecen la ceguera de lo inmediato, la cinta puede contar con escenas de un salvajismo gratuito; desde mi punto de vista —y esto podrían interpretarlo como un pequeño trazo de victoria o de razón—, si dejamos a un lado la vanidad, sabremos que la perfección ha nacido muerta. Véase el signo del vacío sobre la tumba de Ozu. Pero nada es gratuito en la de obra de Trier, para eso están las labores de montaje. La película de la que estoy hablando es Anticristo, y en ella la poesía presente solo en las imágenes iniciales es poderosísima: en los primeros instantes de la cinta, Trier remarca la ingravidez de los cuerpos y convierte en perspectiva la concreción de los sentidos. El agua de la ducha parecen copos de nieve en una secuencia a esa velocidad y en blanco y negro; la armonía de la banda sonora, y el lenguaje gestual e interpretativo de Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg son tan sublimes como las imágenes de los objetos, ellos son los protagonistas, sin duda, pero al mismo tiempo son elementos del paisaje: el extractor de humos devorando el vapor de agua como una sólida metáfora del principio y el fin de los instantes. La escena de la ventana que se abre, afuera un aluvión de nieve se desprende del cielo, como si fueran luciérnagas muertas, despojos de insectos que desafían a la noche. Frente a la ventana, hay unas figuritas de plomo que hablan de la insignificancia y anteceden la idea de lo que puede ocurrir. El pie que se levanta de la báscula; el oso de peluche sujeto por uno de sus brazos a un globo de helio, véase como la forma de un objeto puede narrar la condición de un ser humano —un cuerpo puede ser preadamita, si se abandona a la sublimación de los sentidos—, los calcetines del niño jairados de estrellas; la botella de agua que derriban en mitad de la pasión y cómo ésta vierte, mientras el chico se acerca a la ventana, el líquido más vital que existe en el planeta. El prólogo es algo indispensable para comprender la película, y así mismo, las imágenes que más tarde serán reveladas como la verdadera autenticidad de aquellos minutos donde, indefectiblemente, la vida cambia por completo. Al margen del prólogo, la primera escena revela una maestría y sensibilidad extraordinaria para el lenguaje cinematográfico. La cámara enfoca, desde el interior del coche, allí donde descansa su hijo muerto. Puesto que la vivencia de ese echo será, durante el resto de la película, el eje principal para los protagonistas, pero también para los espectadores. La desesperación se infiltra y se propaga como la sal del mar sobre las piedras o los diversos cuerpos a su alcance, de forma lenta y victoriosa. Recurro al minuto 36, segundo 38, y al simbolismo del miedo a cruzar el puente, de encontrarse cara a cara consigo misma, o lo que es peor, desvelar a los demás su auténtica naturaleza. Puesto que el personaje de Charlotte Gainsbourg se comporta como una mujer enferma, desquiciada, como si le hubieran enseñado desde niña que el maquillaje se fabrica con las alas de las mariposas. Pero la simbología en Lars von Trier es proteica y maravillosa, véase el ejemplo de las bellotas, la frustración del esfuerzo —recupérese la voz de la naturaleza es sabia— o la imagen del zorro devorándose a sí mismo como un augur salvaje de cuanto el resto de la cinta nos reserva.
En 2011 presenta Melancolía, de nuevo con Charlotte Gainsbourg y una inconmensurable Kirsten Dunts en el papel protagonista. De nuevo la sutilidad de Trier se hace evidente desde los primeros segundos de la cinta. Superado el breve prólogo de imágenes podemos ver una pareja de novios que llegan tarde al banquete de boda. Ellos van montados en una limusina que excede por mucho la capacidad de paso con la que cuenta el camino, es decir: ambos personajes comienzan con demasiadas expectativas el tránsito de una vida en común que debiera ser más fluida y que terminan por realizar andando. Más tarde el director profundiza en las aguas sobre las que se ha construido el matrimonio, la novia no quiere casarse y, poco a poco, toda la celebración va tomando su genuina identidad de burla. El personaje femenino lucha con una verdad que sospecha a cada instante, intenta revelarse ante lo que puede ser uno de los mayores errores de su vida. Y todo se acelera, o utilizando términos culinarios, se clarifica, cuando el novio le muestra con toda nitidez el futuro que ha presupuesto para ellos sin tener en cuenta la voluntad —si cierto es que ambos pueden concebirla— del único elemento en la pareja que puede alumbrar la vida. Él le enseña una fotografía de la casa que ha comprado, réplica exacta y nada accidental de la casa donde él vivió su infancia; en aquella imagen, el personaje de Kirsten Dunst ha quedado relegada a la convicción de un hombre que, como buen nostálgico, confunde el tiempo que perdió con el espacio que le rodea. Poco a poco la novia va descubriendo que todos los asistentes a la boda están allí por muy diversos motivos, en lo que debería ser el día más feliz de su vida, todo son causas ajenas a su felicidad. La ternura cristaliza casi al final de la cinta, cuando Justine, convence al niño de que la esperanza es una posibilidad, de que ella puede construir una cueva mágica que acaba teniendo la forma, al menos en su esqueleto, de un pequeño tipi donde los tres personajes que todavía se muestran, se cobijan uniendo sus manos y logrando, en las últimas secuencias de la película, de nuevo una poesía visual poderosísima. En 2013 vería la luz Nymphomaniac, que, junto con el documental The five obstructions: Scorsese vs Trier del vigente 2015, cierran la obra de un cineasta que boxea sin contemplación, como Sjöström, buscando, tal vez, la claridad en el azul del hielo. |
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