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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ELENA NICOLÁS CANTABELLA La primera vez que aparece en escena el personaje de Ofelia es en el acto I, escena 3. Laertes se está despidiendo porque se marcha a Francia y le dice a su hermana que no haga caso al amor de Hamlet, pues no se trata de un amor verdadero, sino fugaz y efímero, un amor caprichoso del príncipe. Mientras mantienen este diálogo, aparece Polonio, padre de ambos, y, tras una conversación con el joven, éste se marcha finalmente. El padre interroga a su hija, entonces, acerca de la conversación que mantenía con Laertes momentos antes y, al desvelar su contenido, Polonio adopta la misma actitud que su hijo y le explica a la doncella que Hamlet sólo quiere aprovecharse de ella y le ordena que deje de verle, a lo que la muchacha accede. Si la vida del personaje teatral es fugaz, como indica José Luis Alonso de Santos (1), es necesario que pronto se especifiquen en escena sus conflictos. Por este motivo la justificación dramática de Ofelia aparece ante el espectador desde su primera aparición en escena: la relación amorosa con el príncipe Hamlet. Desde que vemos a Ofelia, ésta se presenta como la amada del protagonista de la obra y, además, se plantea una relación amorosa en términos conflictivos, puesto que dos personajes que podrían oponerse a esta relación e impedirla, Polonio y Laertes, así lo hacen intentando convencer a la joven de lo infructuoso de tales relaciones. Laertes, primero, y luego Polonio, advierten a Ofelia de la imposibilidad de la relación de la muchacha con el príncipe debido al futuro de éste como monarca y a su diferencia social. Ofelia aparece en su primera intervención con dos hombres, su padre y su hermano, que actúan como sus tutores y guías, que la persuaden en tono paternalista y con superioridad jerárquica, a que finalice toda pretensión de relación con Hamlet. La actitud de Ofelia es la de una doncella sumisa y obediente que escucha con mucha atención y concediéndole criterio de argumento de autoridad a los dictados de Laertes y Polonio. Es una muchacha inexperta y carente de voluntad y decisión, a diferencia de otros personajes femeninos del dramaturgo. Sólo muestra una pequeña rebeldía cuando, tras el discurso de su hermano acerca de los problemas de perder la honra y de su importancia, ella replica a Laertes aduciendo que no debe defender virtudes que él no demuestre, pues ello evidenciaría una conducta hipócrita, como observamos al leer: «Guardaré el sentido de esos buenos consejos / como custodia de mi corazón. Pero, hermano mío, / no hagas como ciertos eclesiásticos / que muestran el espinoso camino de la gloria / mientras que, libertinos, jactanciosos, / siguen ellos la senda florida del placer / ignorando su propio consejo», intervención con la que Shakespeare desliza una tópica crítica a los excesos del clero de la época. A pesar de esta pequeña concesión a Ofelia, en esta escena, se muestra obediente a su hermano al despedirse y declarar su firme voluntad de seguir los consejos de éste de una manera tan plástica al decir: «Los he encerrado en mi memoria / y sólo tú tienes la llave para abrirla». Y también se muestra obediente y sumisa con su padre pues revela a éste el tema de la conversación con Laertes y, después contesta de manera ingenua a la pregunta de su padre sobre qué sucede entre ella y Hamlet. La actitud de Ofelia, crédula de la sinceridad de las pruebas de amor del príncipe contrasta con la actitud pragmática y nada idealista del padre que la llama “niña inexperta” e “ingenua”. Ofelia es indecisa y no sabe a quién creer, si a las pruebas de amor de su amado Hamlet o a las palabras de su padre. Intenta ofrecer a su padre pruebas de que el amor del príncipe es real, pero su padre consigue destruir sus argumentos sin que ella ofrezca una valiente y fuerte resistencia. Esta actitud de obediencia cierra el diálogo, con el «Os obedeceré en todo, Señor», de la muchacha. Tenemos, pues, una primera aparición de Ofelia, en la que sabemos que tiene esperanzas en su relación amorosa con el príncipe Hamlet, pero son destruidas por su padre y su hermano. La segunda aparición de Ofelia se produce cuando relata a Polonio la extraña visita que ha recibido del aparentemente perturbado príncipe Hamlet. Le dice a su padre que le ha devuelto las cartas como él ordenó y éste llega a la conclusión de que el estado del príncipe se debe al amor por su hija y decide contárselo al rey. El tema de la presencia de Ofelia en escena vuelve a ser su relación amorosa con el príncipe Hamlet, como vemos. El personaje con el que Ofelia dialoga es su padre, lo que nos remite a un ámbito familiar y a una relación jerarquizada padre-hija que insiste en la obediencia y sumisión de la que ya hemos hablado. Ofelia se encontraba cosiendo en su estancia, lo que significa que nos encontramos con una labor doméstica, propia de la sumisión de la mujer, y en su ámbito privado, que Hamlet invade y vulnera al entrar en él. Ofelia, como vemos, siempre se encuentra con personajes masculinos que la tratan como a una niña o como a un objeto carente de voluntad, decisión ni opinión. Es importante insistir en la obediencia filial de Ofelia pues resulta extraño, no en el personaje, sino comparado con otros personajes femeninos del teatro de la época, que, ante la visita de Hamlet, vaya corriendo a contárselo a su padre y no a otra doncella, o a una criada, es decir, a una cómplice de su relación amorosa. Pero esta obediencia va más allá y, a pesar de que la joven está enamorada de Hamlet, le dice a su padre que ha seguido sus órdenes y le ha devuelto las cartas al príncipe, como observamos cuando afirma: «No, señor, pero tal como vos ordenasteis / le devolví sus cartas, negándole el acceso / a mi persona», lo que supone la ruptura de la relación amorosa entre los jóvenes, aunque ésta ya había comenzado desde el mismo momento en que Ofelia había informado verazmente de los propósitos de Hamlet a su padre y a su hermano, provocando la intervención de Polonio, y no manteniendo la relación en secreto. Polonio encuentra en el rechazo de Ofelia hacia Hamlet la causa de la enfermedad de éste, lo que él califica de “locura de amor”, mostrando un gran desconocimiento de la naturaleza del príncipe. El carácter del consejero se define prontamente cuando decide revelar al rey esta información, pues se muestra como un chivato o un soplón que no reflexiona prudentemente acerca de las consecuencias de esta revelación y de su alcance. Polonio quiere mostrar su fidelidad al rey, pero no por motivos éticos, sino por sus ganas de congraciarse con éste, de ser el que solucione el problema de palacio, la locura de Hamlet, y así, ascender en la corte. No le importa su hija, pues ésta hace lo que él le manda y no le importa utilizarla como objeto, ni hacer públicas las cartas privadas que Hamlet le ha enviado. De esta manera la “traición” de Ofelia al contar a su padre los intentos amorosos del príncipe se abre a un círculo mayor. La tercera aparición de Ofelia en escena se produce a raíz del plan que urde su padre para que el rey compruebe que la teoría de Polonio sobre el motivo de la locura de Hamlet es cierta. Ofelia aparece entre los personajes de Gertrudis, aunque ésta no participa casi de los hechos, Claudio y Polonio, por lo que, otra vez, se encuentra entre dos hombres que ejercen su poder sobre ella y que la tratan como a una marioneta. Lo que sucede es que Polonio idea un encuentro fortuito entre su hija y el príncipe, al que la doncella se presta. Aparece entonces Hamlet y pronuncia su archiconocido monólogo del «Ser no ser» y, después, se encuentra con Ofelia y dialoga con ella mientras el rey y el consejero espían la escena. Ofelia le devuelve los regalos de enamorado que le hizo, pero Hamlet le dice que no son suyos, e insiste en que se meta en un convento y despliega todo un ataque misógino. Ofelia, por su parte, sufre al darse cuenta de cómo el lleno de virtudes Hamlet ha perdido el juicio y cómo su amor está perdido. En la escena la reina Gertrudis es la única que se muestra favorable al amor entre Hamlet y Ofelia y así se lo manifiesta a la joven, con la que se muestra cariñosa y comprensiva. Entre ambas mujeres hay un vínculo de unión que se mostrará en la empatía de la reina hacia la muchacha, pues ambas son mujeres con poca voluntad que se dejan dominar por las decisiones de los hombres. Ofelia, ante el plan de la reina, vuelve a contestar con sumisión, aunque se trate de lo contrario que le ordena su padre. Polonio, por su parte, usa a su hija como a una especie de autómata u objeto valioso sólo para conseguir sus propósitos. Demuestra, por tanto, un carácter hipócrita, adulador y maquiavélico que puede verse cuando dice: «Pasead por aquí, Ofelia… Majestad, vos y yo, / nos esconderemos aquí… Lee de este libro. / Mostrar tal devoción hará que tu soledad / parezca creíble» y desvela toda su concepción cínica de la vida al asegurar ante su propia y obediente hija: «Oh cuán a menudo merecemos / reprobación, pues es evidente que un rostro devoto / y una actitud piadosa pueden llegar a hacer dulce / al mismísimo diablo». Cuando ya se encuentran en escena Hamlet y Ofelia, ésta muestra simbólicamente los signos del amor roto entre los jóvenes, pues han perdido todo su perfume, y lo han hecho, desde la perspectiva de la joven, porque personajes ajenos al amor se han introducido pragmatizándolo, y desde la del joven, por la revelación del espectro. Hamlet, que va a jugar con la frágil estabilidad emocional de Ofelia, le pregunta a ésta «¿sois honesta?», planteándose una situación ambigua, ya que el espectador sabe que Ofelia no lo es con el príncipe y le oculta que la situación que está viviendo responde a un plan orquestado por otros que, además, los están espiando. La pregunta del espectador es si Hamlet es conocedor del auténtico alcance de esta pregunta, ante la que la joven vacila al contestar, mostrando esa actitud insegura y carente de voluntad propia. El príncipe entonces juega con ella y con su ingenua credulidad, pues al principio le dice «Antes yo os amaba», indicando el fin de ese amor, lo que la joven cree, y momentos después le dice lo contrario, «Yo no te amaba», dejando un poso de decepción en Ofelia. Estos juegos sobre Ofelia y las constantes manipulaciones serán las que rompan dramáticamente al personaje. Quizás por ello Hamlet, tras definirse ante la muchacha como un personaje negativo y vil, la inste a entrar en un convento para preservar su virtud, porque Elsinor, y el mundo de Hamlet, es un lugar monstruoso que ensucia todo lo que toca. Además de este argumento, el príncipe va a lanzar ataques de intensa misoginia que parecen dirigidos hacia su madre aunque proyectados sobre su antigua amada. Pero Ofelia no es del todo inocente y miente cuando Hamlet le pregunta por el paradero de su padre. La necesidad de obediencia de la joven entra en contradicción con la moral, pues no puede satisfacer las órdenes y deseos de todos los personajes a un mismo tiempo. Finalmente somos conscientes del dolor de Ofelia ante la locura de Hamlet, ya que exalta las virtudes de éste al lamentarse exclamando: «Oh noble inteligencia perdida. / Con ojos, lengua y espada del soldado / el cortesano y el discreto. Flor y esperanza del reino. / Espejo de la elegancia, modelo de gallardía, / blanco de todas las miradas. ¡Y todo arruinado!», y de su tristeza al haber perdido su amor cuando afirma: «Y yo la más infeliz, miserable de las mujeres, / yo, que he sorbido la miel de sus dulces votos». Como observamos, el carácter inseguro de la muchacha, su dependencia de los demás personajes que conlleva que la utilicen para sus fines marcará su locura y final sacrificio. La cuarta aparición de Ofelia ante el espectador se produce en la famosa escena del teatro dentro del teatro cuando la corte va a ver La ratonera, la obra que Hamlet ha preparado con la compañía de actores que ha llegado a Elsinor y que es una recreación del asesinato de su padre a manos de su tío y de su madre. Los personajes que aparecen en esta escena junto con Ofelia son: Hamlet, Gertrudis, Claudio, Polonio, Horacio y, en el otro plano, los personajes-actores de La ratonera. Hamlet quiere apoyar la cabeza en el regazo de Ofelia mientras van a ver la obra, y acosa a una Ofelia cambiante sin voluntad ni firme decisión. Hamlet va comentando la obra. Cuando el rey Claudio se levanta, Ofelia es quien se da cuenta. Se interrumpe la actuación y se termina la escena. Como ya había sucedido cuando Hamlet había entrado en la estancia de Ofelia, violando el espacio privado de la doncella, ahora vulnera su propio espacio físico, su cuerpo. El príncipe quiere recostar su cabeza en el regazo de la joven y ésta se muestra contraria por pudor, pero luego, ante la insistencia de Hamlet, accede. Ello demuestra que no tiene fuerza en sus convicciones, que es voluble y que con la suficiente determinación, Ofelia cede. Volvemos a insistir en que no es virtuosa, sino sumisa y dócil, fácilmente manipulable. Así es como Hamlet insinúa que la joven ha tenido pensamientos malsanos ante la primera petición del príncipe, desarrollando cierta crueldad, ya que es consciente de que su rival no está a la altura de su inteligencia. De hecho, la muchacha, cohibida, ruborizada y nerviosa ante los hechos y tal insinuación, contesta diciendo: «No pensé nada, mi señor». El cinismo de Hamlet, que toma como víctima sacrificial a Ofelia, va a aparecer en comentarios velados que el personaje haga a la dama cuando ésta intente desarrollar una conversación superficial y convencional. Así, al comentario sobre lo breve del prólogo de la obra que hace Ofelia: «¡Oh, cuán breve ha sido!», Hamlet contestará apuntando contra ella: «Como el amor de una dama». Estos constantes ataques minarán la salud emocional de la muchacha hasta volverla loca. La quinta aparición de Ofelia en escena podemos dividirla en dos partes, ya que la joven aparece, abandona la escena, y vuelve nuevamente a aparecer cuando un personaje se ha incorporado. Se trata de la escenificación de la locura de Ofelia tras la muerte de su padre a manos de su amado Hamlet y del destierro encubierto de éste a Inglaterra. Todo ello provoca la ruptura de la frágil y voluble personalidad de Ofelia. En la primera parte de la aparición de ésta, se encuentran en escena Gertrudis y, posteriormente, Claudio. Ofelia entra donde está la reina y comienza a hilar un discurso inconexo que demuestra su locura y a cantar baladas populares sobre el amor con un tono procaz. Entra entonces el rey y la reina le informa del estado de la joven. Él cree que todo se debe a la muerte violenta de su padre. Ofelia se despide con un discurso cada vez más caótico. Si cuando Ofelia está cuerda aparece siempre con personajes masculinos que establecen una relación jerárquica de superioridad hacia ella y que la utilizan y manipulan para conseguir sus planes, cuando se vuelve loca es la reina la que la acompaña. Gertrudis empatiza con Ofelia y se muestra realmente afectada por el estado de la joven, pues es la única que puede comprender las emociones de la chica en ese universo masculino de poder. Ofelia, por su parte, exterioriza su desvarío a través de canciones que mezclan tres elementos: baladas de raíz popular, la muerte de su padre y la pérdida del amor. Los dos últimos elementos aparecen fusionados, pues tanto su padre como su amado son figuras que guían la conducta y los pensamientos de la joven de igual manera, y su pérdida supone no tener ese timón que deja a la muchacha como un barco sin dirección, a la deriva de la locura. Vemos esta fusión cuando dice: «Se ha ido; está muerto, señora. / Muerto… ¡Se marchó! / Cubierto de verde musgo, / sus pies —¡ay!— de mármol son…», pues resulta ambigua y no sabemos si refiere a su padre o, por momentos, alude a la partida de Hamlet y a la frustración ante la pérdida del amor. Por otra parte nos encontramos con el elemento simbólico con el que se identifica a Ofelia: las flores. Ya Laertes había asociado en la primera aparición de Ofelia a ésta con las flores y la avisaba del peligro del gusano de las flores que puede corroer la virtud al decir: «Y la calumnia somete a la propia virtud. / Y el gusano las flores más tempranas corrompe / antes de que se abran sus capullos». Ahora las flores aparecen en la balada de Ofelia asociadas a la muerte, como los elementos jóvenes, puros, bellos y dulces que lloran sobre la tumba; la identificación de Ofelia con las flores de la tumba de su padre parecen evidentes cuando canta: «Flores, muchas flores, lo sepultan; / y lágrimas de amor, / llueven sobre su tumba». El elemento de las flores dará unidad dramática al personaje de Ofelia, pues pronto se convertirán en elemento físico cuando se produzca la famosa escena de las flores o cuando se relacionen con la muerte de la joven relatada por la reina Gertrudis. Ofelia está loca y su discurso es inconexo y caótico, pero el teatro nos demuestra que la locura tiene una veta de verdad y, a través de ella los personajes dicen verdades universales. Así le sucede a Hamlet cuando se finge loco y así le sucede a Ofelia cuando expresa una de las claves interpretativas de la obra al decirle al rey: «¡Señor, señor! Lo que / somos, lo sabemos; no sabemos, sin embargo, lo / que podemos ser…» que contiene una máxima aplicable a los personajes de la obra y a la existencia humana. Frente a la estabilidad de lo habitual, de lo esperado, de la tranquilidad de lo cierto, el ser humano, llevado a situaciones extremas, puede llegar a ser algo o a hacer algo impensable en él. Esa verdad del desconocimiento auténtico de la naturaleza humana enlaza el discurso de Ofelia con los monólogos de Hamlet y nos muestra cómo el cinismo y el nihilismo del ambiente de Elsinor han penetrado por fin en Ofelia rompiéndola en mil pedazos, al no ser capaz de soportarlo. También podemos señalar que la locura produce en la muchacha una desinhibición sexual que suele ser habitual en personajes tan frágiles y tan dominados por los demás personajes. Así, en las canciones, Ofelia habla de la pérdida de la virtud como inevitable al amor al cantar: «¡Ya despierta el galán, ya se viste! / Abre la puerta y la invita. / Ella, inocente, claudica, / y deja atrás su virtud», que puede significar la sensación que tiene ella al haber sido engañada y abandonada por el príncipe Hamlet. Y también alude en tono procaz al miembro viril al decir: «oh, truhanes, cómo su espolón manejan / los mancebos cuando acechan!». El mundo sencillo de Ofelia, su ingenuidad se ha roto y la visión cínica de la realidad han provocado una locura, lo cual se deja ver en la balada que canta: «Y ella se lamenta: prometisteis desposarme / antes de que boca arriba yo estuviera… / Y el le respondió: / ¿A qué venir a mi lecho / si esa promesa os hiciera?». Finalmente el discurso de la joven se va tornando más y más caótico e incoherente en su despedida. Ofelia se marcha y al volver momentos después a la escena, además de los reyes, se ha incorporado un personaje, Laertes, su hermano, que ha sido informado de la locura de la joven. Los hechos de esta aparición son los siguientes: Ofelia entra en la sala del palacio con sus incoherentes canciones y Laertes la ve, se compadece y sufre al contemplar su estado. La muchacha trae flores para cada personaje y las va dando comentando su significado. Canta una balada triste y se marcha. Cuando Ofelia entra y su hermano la ve en su desvarío, expresa la fragilidad del juicio, de la razón, de las doncellas y se extraña por ello. Pero no es consciente que, durante la obra, todos los personajes han manejado a su antojo a la muchacha y la han utilizado como objeto sin voluntad al servicio de sus propósitos. Ofelia alude después al entierro de su padre y lo hace con un lenguaje amoroso en el que se produce la fusión entre padre-amado, pues la pérdida ha sido doble y, en su dolor y locura, no puede establecer límites. Así se despide del padre-amado diciendo: «Adiós, paloma mía, adiós». Tras esta canción se desarrolla la famosa escena de la entrega de las flores de Ofelia, punto culminante del personaje dramático en escena y tras el cual se producirá su ahogamiento. En la simbología de las flores que entrega Ofelia a Laertes, a Gertrudis y a Claudio se ejemplifica el axioma del que parte Hamlet para fingirse loco y es que los locos pueden decir verdades que los cuerdos no pueden sin que nadie pueda sentirse ofendido. En la locura de Ofelia, paradójicamente, hay más cordura y conocimiento del que tenía antes. Como han señalado muchos autores y podemos leer en las notas a pie de página de la edición de la obra de Manuel Ángel Conejero(2), Ofelia entrega a Laertes, quizás confundiéndolo con su amado Hamlet, dos flores: romero (simboliza los recuerdos, el recuerdo concreto de los muertos y la prenda de amor) y pensamiento (está relacionada con los recuerdos, con San Valentín y es el emblema de la Trinidad); a la reina Gertrudis: hinojo (simboliza la adulación) y aguileño (el adulterio), a Claudio le asignaría la ruda, pero ella también se quedaría alguna, pues simboliza respectivamente, la culpa y el arrepentimiento (Claudio) y la pena y la tristeza (Ofelia). La margarita y la violeta son flores que simbolizan la pureza y la inocencia, pero también a las víctimas del amor, por lo que representan a Ofelia, pero la muchacha afirma que éstas se marchitaron al morir su padre, lo que implica esa identificación de la joven con las citadas flores, pues al morir su padre-amado, Ofelia se marchitó. Finalmente la joven se marcha, pero antes canta una canción de amor en la que demuestra su estado atormentado ante la desaparición de su amor y se insinúa, como eco anticipado, la muerte de Ofelia, dado que en su letra dice: «No, ya no volverá, no / nunca volverá; / no, que está muerto, no; / acaba con tu vida ya, / que él nunca volverá». Curiosamente ese «acaba con tu vida ya» se materializará y quien no volverá nunca será la propia Ofelia. Los dos siguientes momentos en que el personaje de Ofelia es relevante para la obra, ya no aparece en escena, sino que su importancia radica en lo que los personajes dicen de ella. El primer momento en que Ofelia es aludida por un personaje en escena es el diálogo que mantienen Gertrudis y Laertes, en el que la reina le cuenta al joven la muerte accidental por ahogamiento de Ofelia y la describe de manera muy lírica. Ofelia estaba jugando con las flores cuando una rama se partió y cayó a las aguas manteniéndose un instante flotando, pero, yéndose al fondo instantes después al mojarse las ropas. Laertes expresa su pena, pero se contiene y decide vengarse. Este momento de la obra, que ha sido plasmado en la pintura y en la poesía en sucesivas recreaciones, vincula a la reina Gertrudis con Ofelia. Es la reina la encargada de contar este suceso, pues es el único personaje femenino de la obra además de la doncella, es la única que empatiza con ella y que le demuestra su cariño. Su tono es maternal en su descripción del accidente. En este relato que Gertrudis hace de la muerte de Ofelia vuelven a tomar gran importancia las plantas y, más concretamente, las flores. El ahogamiento acaece al lado de un gran sauce, árbol que simboliza la pena, el llanto. La muchacha estaba recogiendo flores para hacerse guirnaldas con ranúnculos (ojos de coyote o botón de oro), margaritas (simboliza la pureza), y “dedos de difunto” (aúnan la muerte con el sexo). La imagen que la reina forma en la mente del espectador al describir a la joven en el instante previo a la muerte es el de una ninfa o una náyade de las aguas, pues explica: «Extendidos / sus ropajes en el agua, salía a flote cual sirena, / y cantaba estrofas de antiguas canciones, / inconsciente del peligro, o como hija del agua, / acostumbrada a vivir en el propio elemento». Finalmente, la última ocasión en que la figura de Ofelia tiene importancia escénica es durante su entierro. Los personajes que aparecen en estas exequias son: Laertes, Hamlet, Gertrudis, Claudio, el Sacerdote y Horacio. También está el cadáver de la doncella. La escena comienza con el entierro de la joven, en el que Laertes se queja al Sacerdote de que no se puedan realizar más ritos, a lo cual éste responde argumentando que nada más puede hacerse debido a las circunstancias de la muerte de su hermana. Laertes expresa su dolor y su ira. Hamlet que, junto a Horacio, había estado contemplando la escena, irrumpe y se presenta haciendo una hiperbólica descripción de su dolor por la muerte de la muchacha frente al dolor de Laertes, que él considera mucho menor. Lo más significativo de la escena resulta el desmedido amor y la infinita pena que dice sentir el príncipe Hamlet por la muerte de Ofelia y que parece no corresponderse con las palabras, la actitud y los actos anteriores del personaje. Hamlet dice: «Yo amaba a Ofelia. ¡Y ni el amor / de cuarenta mil hermanos, por mucho que fuera, / podría sobrepasar el mío! ¿Qué harías vos por ella?», o exclama ante Laertes: «Por la sangre de Dios, decidme, ¿qué haríais? / ¿Queréis llorar? ¿Queréis batiros? ¿Ayunar? ¿Destrozaros? / ¿Beber vinagre? ¿Comeros un cocodrilo? ¡Yo lo haré! / ¿A qué habéis venido? ¿A lloriquear? / ¿O a haceros el valiente saltando a la tumba? / ¡Que te entierren vivo con ella! ¡Y a mí también! ¡A los dos!». Esta excesiva exteriorización de dolor parece retórica y teatral, sobre todo en un personaje que no expresa ni una sola vez durante toda la obra que su tormento proceda del conflicto de tener que abandonar el amor por su deber de hijo leal, como sí que sucede en otros personajes dramáticos, como puede ser el caso del Cid en Las mocedades de Rodrigo de Guillén de Castro o en su reelaboración francesa El Cid de Pierre Corneille, y además trata a Ofelia con gran crueldad, insistiendo en sus inseguridades y lanzándola contra el mundo más cínico y nihilista. Como afirma Harold Bloom: «El príncipe no tiene ningún remordimiento por haber matado a Polonio, o por haber acosado malévolamente a Ofelia hasta la locura y el suicidio, o por su despido gratuito de Rosencrantz y Guildenstern hacia sus muertes inmerecidas. No creemos a Hamlet cuando se jacta ante Laertes de que amaba a Ofelia, pues la naturaleza carismática parece excluir el remordimiento, excepto por lo que todavía no se ha hecho» (3). Si hasta aquí hemos realizado un análisis del personaje dramático de Ofelia en la tragedia de Shakespeare, queremos ahora mencionar muy brevemente algunas actualizaciones de este personaje en diferentes artes. En cuanto al cine, resulta obvio decir que hay una decena de versiones de la obra, pero tres son las que más éxito de público han tenido: la clásica de Laurence Olivier, en la que Vivien Leigh interpreta a Ofelia, la hollywoodiense de Zeffirelli, con Helena Bonham-Carter y la más aclamada, la de Kenneth Branagh, con Kate Winslet. Vamos a comentar algunos aspectos destacables de las dos últimas versiones relativos al personaje de Ofelia. En la versión de Franco Zeffirelli, una joven muchacha pálida, que en ese momento se había especializado en papeles de época, representaba el papel de una Ofelia cándida, virginal, pura, entregada al amor y sin ningún tipo de ambigüedad en sus intenciones. Destacable era la escenificación del primer encuentro entre Ofelia y Hamlet, cuando éste se muestra loco por vez primera y la recreación de la muerte de Ofelia, narrada al mismo tiempo por la reina Gertrudis, interpretada por Glenn Close, y escenificada por Ofelia-Helena Bonham-Carter. Asimismo, la escena climática de la muchacha, la de las flores, intensificaba la locura al entregar huesos y no flores. Más compleja resulta la actualización del veterano en las adaptaciones shakesperianas, K. Branagh. En esta versión, resulta sugerente la ambigüedad del personaje de Ofelia encarnado por Kate Winslet. Cuando la joven entrega la carta con el poema de amor escrito por Hamlet a su padre, Polonio, y tiene que leerlo delante de los reyes y de éste mismo, cosa que no sucede en la tragedia ya que no es ella quien lee, sino Polonio, aparecen escenas utilizando el flash-back en las que se ve a Hamlet y a Ofelia manteniendo relaciones sexuales, tras las cuales, es Hamlet quien lee el poema. Branagh juega con esa puerta abierta al sexo que plantea dudas sobre Ofelia, pues, si tradicionalmente se ha aceptado en los montajes que es pura y obediente, y que no ha sido la amante de Hamlet, su turbación y sus alusiones a la pérdida del honor y al abandono del amante tras el acto sexual cuando está enajenada pueden interpretarse como culpa y arrepentimiento ante su entrega al príncipe Hamlet. Además, su débil resistencia a las fuertes y poderosas voluntades de los personajes masculinos, su necesidad de guía y de complacencia a los demás, no habría supuesto un impedimento a las pretensiones sexuales del príncipe, sino todo lo contrario. Para finalizar este apartado, queremos destacar la enorme presencia de Ofelia en la pintura, sobre todo la gran eclosión de cuadros que toman como tema la muerte de Ofelia en el siglo XIX. El instante previo a la muerte de la joven, suspendida en las aguas, adornada con guirnaldas de flores, con largos cabellos flotando y con ropajes medievales, ha sido plasmada una y otra vez, fundamentalmente por la escuela prerrafaelita, por Delacroix, y por John Everett Millais, cuyo cuadro es uno de los más famosos y conocidos. El aspecto que más ha trascendido del personaje de Ofelia a las demás artes es su muerte. Así, el poeta francés Arthur Rimaud la describió como un gran lirio blanco flotando sobre el río desde hace más de mil años o Gaston Bachelard encuentra en el mito de Ofelia una encarnación de las aguas suicidas. NOTAS
(1) ALONSO DE SANTOS, J. L. (2007), pp. 117 y siguientes. (2) SHAKESPEARE, W. (1992), pp. 554-57. (3) BLOOM, H. (2002), p. 484. BIBLIOGRAFÍA —ALONSO DE SANTOS, José Luis (2007). Manual de teoría y práctica teatral. Barcelona: Castalia. —BACHELARD, Gaston (2005). El agua y los sueños. México: Fondo de cultura económica. —BLOOM, Harold. (2002) Shakespeare. La invención de lo humano, Barcelona: Anagrama. —DE LA CONCHA, Ángeles, CEREZO MORENO, Marta (2010). Ejes de la literatura inglesa medieval y renacentista. Madrid: Ramón Areces. —SHAKESPEARE, William (1992). Hamlet. Edición de Manuel Ángel Conejero. Madrid: Cátedra. —SHAKESPEARE, William (2008). Hamlet. Edición de Ángel Luis Pujante. Madrid: Espasa Calpe. —SHAKESPEARE, William (2003). Hamlet, prince of Denmark. Edición de Philip Edwards. Cambridge: Cambridge, University Press.
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por BELÉN LÓPEZ MARÍN Es una larga historia. El libro y yo somos viejos conocidos. Y después de leerlo varias veces e intentar profundizar para explicarlo a mis alumnos, siempre regresa esa sensación de lo inabarcable. Incluso después de ver con ellos el documental Cervantes y la leyenda de Don Quijote, que se puede disfrutar en Youtube. En él se dan algunas claves formales, narrativas, para entender el porqué del éxito inmediato de que gozó el libro tras su publicación, y también del éxito duradero que nos lo ha traído vital y vigente hasta hoy. ¿Satisfacen las explicaciones? Yo creo que no. Para empezar, hay algo que el documental acepta sin discusión: que El Quijote es una invectiva contra los libros de caballerías y que Cervantes quiso acabar con la máquina mal fundada, etc. Pero, inmediatamente, surge la pregunta: si no se leen estos libros desde hace siglos, ¿cuál es (se pregunta el narrador) la clave del éxito secular, aparentemente imperecedero, de la novela más famosa del mundo? Las respuestas se suceden en clave predominantemente formal, de técnica narrativa: la pareja protagonista, discutidora, funciona, es graciosa, refleja, además, la esencia dicotómica del ser humano y es la semilla de otras parejas literarias posteriores de gran éxito: Holmes y Watson, Abbot y Costello, el Gordo y el Flaco…; mezcla de forma magistral lo trágico y lo cómico, aunque lo trágico no se haya descubierto hasta época contemporánea; el personaje protagonista es prototipo de la honradez y tiene cierto candor, resulta simpático y, aunque termine las más de las veces apaleado, su figura es allegable a la del superhéroe actual. Las opiniones de académicos y premios Nobel no contradicen esta argumentación; la ratifican o como mucho la matizan. Pero la gran pregunta queda sin contestar en un plano profundo: ¿cuál es el gran acierto de esta misteriosa obra literaria? Y puestos a preguntar: ¿es realmente una invectiva contra los libros de caballerías o Cervantes juega con el lector ironizando incluso en este punto? ¿Dónde quedan las risas que siempre vuelven lectura tras lectura una vez que hemos hallado ese lado trágico que solo algunos ven? ¿Qué importancia, qué plano de existencia, de relevancia queda para lo que todo el mundo o casi todo el mundo ve desde el siglo XVII, el siglo que mejor puede entender a Miguel? Algunos puede que quieran ver el prestigio serio y sentado que Cervantes persiguió y no pudo alcanzar en vida en su tierra española, y que los ingleses le dan sin ningún complejo: en el país de Rowan Atkinson, la risa, el humor, la comicidad, son cosas muy serias. Tal vez, para nuestros sabios, maestros y guías no hay obra cumbre sin cara trágica. Es triste que piensen así, ¿incluso dramático? ¿Por qué en la península del libre albedrío estamos llenos de destino trágico, de sangre gitana y de saudade? Es curioso, pero real. Y nuestros sabios actuales, en lugar de desmarcarse de los gustos de los intelectuales de la época de Cervantes para valorarlo cualitativamente en lo que se merece por lo que es, se desmarcan de otra manera, les corrigen la interpretación del libro, les dicen que no es irreverente ni humorístico, que es trágico. Y claro, al hacerlo, caen en mostrarse igual de solemnes que aquellos torquemadas de tres al cuarto que tenían como lema “de mí no se ríe nadie”. Y será una farsa, no me extrañaría, porque en sus comentarios, en sus caras, en sus ojos hay un brillo travieso que nos avisa de que ellos también ven lo que cualquier mortal ve: que El Quijote no es ninguna invectiva —¿qué tiene de agrio?— y mucho menos en contra de los libros de caballerías —que Miguel, sospecho, adoraba—, sino todo lo contrario: es un libro extremadamente simpático e inteligente que toma como excusa un género literario para arremeter contra los modos necios de la Iglesia y del poder, en general, en todas sus políticas represivas, por ligeras o terribles que fueran, desde el Índice de libros prohibidos o las penas de cárcel por delitos menores hasta los autos de fe. Y, por supuesto, sin duda don Quijote es el trasunto literario de Cervantes, y de otros. Estamos ante una biografía novelada. Miguel contra la curia y la nobleza, por quienes se vio maltratado. Pero no siempre el autor es el personaje. A veces don Quijote representa al poder. Como en el episodio de los molinos de viento o de los rebaños. En aquel, Cervantes pinta en la figura de don Quijote a esos generalos, capitanos y demás politicastros que metían al país en guerras absurdas temiendo que países que trabajaban tranquilamente en conseguir el progreso nos atacasen simplemente por ser españoles, naciones más avanzadas y convertidas en sus imaginaciones sedientas de “gloria” en gigantes bélicos, porque ya se sabe que a los españoles todo el mundo nos tiene envidia, y es esa y solo esa la razón por la cual este país “glorioso” no levanta cabeza. En esas mismas batallas perdidas de antemano, llenas de ilusiones banas en las que todo el mundo salía perjudicado, también se metía el propio Cervantes, o lo metían, como aquella altísima ocasión que los siglos vieron, que lo dejó tullido y lo envió al cautiverio. Entonces quedamos en que no hay para tanta tragedia, en que El Quijote es una enorme ironía, una gran broma, un gran ajuste de cuentas a través de un recurso que no tenía precio en aquella época porque el enemigo no contaba con él: la risa. La risa no era un argumento precisamente del gusto de la Iglesia porque la dejaba completamente indefensa ante sus embates. La risa, toda la risa, la comicidad de las caídas y mamporros y el humor de la ironía. No tiene precio escuchar a Fernando Arrabal explicar el título del libro: todo en él es ironía. Ingenioso, hidalgo, don, Quijote, La Mancha… Sí, todo en el título es una broma, y, por qué no, también en el libro. Vayamos al prólogo: «Desocupado lector…». Cervantes tiene y reparte para todos, incluso para el receptor. Pero luego, ninguno de los elementos de la comunicación se ve libre de recibir un elegante e hilarante garrotazo por parte de Miguel: el emisor —¿será Cide Hamete o algún sabio encantador?—, el código —parodia el lenguaje retórico de la literatura de la época—, el canal —aquel manuscrito que andaba volando por las calles, que se perdía y que se encontraba por casualidades increíbles— y el contexto —esa visión satírica de la sociedad—. «Invectiva contra los libros de caballerías». ¿Qué invectiva? Todo es pura ironía. El Quijote es una gran obra de ingeniería, ingeniería pesada, podría decirse, y también podría decirse, ya puestos en decir, que después de pasar en la vida por todo lo que pasó, resulta impensable que Cervantes se empeñara en una empresa tan brutal solo para ridiculizar un género literario y realizar una exaltación del idealismo del que seguramente él mismo hizo gala en sus años mozos antes de que la vida lo convirtiera en un sanchopanza curtido de la vida e ilustrado de los libros. El Quijote pone a cada cual en su sitio, y a Cervantes en un plano de inaccesibilidad para nuevos ataques u obstáculos relacionados con el poder. Tal vez se dirigía a una persona concreta, el pagador o el actor que se ocultaba detrás de Fernández de Avellaneda. Pero ese es tema para otro artículo. Hay dos frases del libro, seguramente más, que son claves en la interpretación del libro, y una, como en toda generalización, escapa a la norma: no es una ironía, aunque sigue siendo una broma, ahora basada en otra figura retórica: la dilogía. Esta es la primera que analizamos. Se trata de la famosísima frase «Con la iglesia hemos dado, amigo Sancho». En el contexto del libro, no parece que tenga el sentido que tiene en el uso popular actual, pero lo curioso es que probablemente sí fuera ese su sentido original en el curso de la composición de la novela. Cuántas veces, a lo largo de su existencia, no pronunciaría Miguel estas palabras con el sentido que tienen en la actualidad. Pero no podía expresar aquello abiertamente en un texto o corría el riesgo, él y quizá alguien más de su familia, de pasar por un proceso judicial, quién sabe si llegar con el papel protagonista al tablado de uno de aquellos terroríficos autos de fe. La tradición oral cervantina ha sabido conservar su sentido auténtico. Hoy, cuando decimos «con la Iglesia hemos topado» nos referimos a un problema grave, un obstáculo imposible de remover, generalmente la propia Iglesia. Nadie se acuerda del palacio de Dulcinea. Pero, ¿en qué quería Cervantes que pensáramos cuando escribió estas palabras? «Con la Iglesia hemos dado» era ya una frase hecha de la época. ¿Ustedes qué creen? Es parecido a ese chiste popular, el de un señor bajito que iba cada día a la frontera para que le dijeran “alto”. Se trata de crear la situación en que un personaje dice algo con una significación adecuada a las circunstancias, pero los receptores aíslan esas palabras y entienden que tienen otra intención completamente distinta que tiene que ver con las circunstancias políticas y sociales del momento. Con la Iglesia hemos dado… El caso es que el alcalaíno quería escribir esa frase, y quería que todo el mundo la entendiera como lo que es: la expresión de una crítica. Quería escribirla y que todo el mundo la entendiera, incluidos los clérigos, incluida la Inquisición, burlarse de ella y denunciarla, pero quedar a salvo de represalias. Astucia, inteligencia y sentido del humor. La justificación a una condena judicial contra el autor de la frase «con la iglesia hemos dado» habría resultado poco seria ante cualquier tribunal. El argumento del fiscal no habría tenido más remedio que consistir en la explicación de un chiste. Y la risa desarticula inmediatamente un ataque. La invectiva es, en realidad, un alarde loco de inteligencia, un jaque mate a la censura eclesiástica, que se ve incapaz de atrapar al autor de un delito contra la necedad y el aburrimiento. Carece de capacidad para defenderse de la risa quien no hace uso de ella. Más adelante, El Quijote se prohibió —porque, como denunciaba Unamuno en las formas de algunos prohombres de principios del siglo XX, «de mí, no se ríe nadie»— y Cervantes estuvo exiliado, apartado de los círculos literarios, aunque no había motivos tangibles, según lo anteriormente expuesto. Era un porque sí, el resultado de un pataleo sin razón: que si está lleno de disparates, que si es que el protagonista es un loco, que no enseña ni es edificante… Era irreverentemente respetuoso con la Iglesia, como un vendedor de maneras delicadas, vestido de frac, que muestra y vende ante un público cómplice los “simpáticos” horrores del holocausto nazi. ¿Qué daño podía hacer aquel libro? En definitiva, los frailes veían ese enorme ejercicio de libertad, ese discurrir natural y fluido de las normas bajo el arco del triunfo del escritor, todas las normas habidas y por haber, y se les abrían las úlceras. Por otro lado, el libro entusiasmó al público precisamente por eso, por ser tan libre, por tomarse esa gran libertad, por convertir en algo liviano y ridículo el yugo eclesiástico, por unir a la población en torno a una misma risa que se proyecta como una bomba atómica sobre el enemigo común: eran los empleados riéndose del jefe, los alumnos riéndose del profesor, un gran ataque de risa colectivo en medio de una conferencia tediosa. La predicación de la libertad y el sentido común como principio vital: ese era el delito de Cervantes. Y defender que, de los malos, mejor reírse. Después de todo lo vivido, no tenía miedo de nada. Encarcelado, humillado, reprimido, fracasado, desengañado. Allí, en el fondo de su celda de Sevilla, si aguzáramos el oído, tal vez todavía escucharíamos alguna carcajada que oportunamente le provocaba su mente hiperestimulada, llena de fantasía y de imaginaciones varias, la risa de alguien que se contempla a sí mismo, y al mundo, por fin, con condescendencia. Y un hombre que ve claro cuál es el escollo, quién tira en realidad las piedras, desde siempre, a la sociedad en general, sin que pueda hacerse nada: el poder, también el civil, cómo no. De ahí su soledad de última hora y la pérdida de los mecenazgos con los que contó: nobleza e iglesia le retiraron su apoyo. El Quijote no era un libro que contribuyera precisamente a la perpetuación del sistema “rey, nobleza, iglesia, pueblo”. El Quijote sigue el espíritu de su tiempo y legitima el ascenso de la burguesía. Si es que la hubiera, esa es la verdadera invectiva, la invectiva contra la Iglesia primero, contra el poder civil, después. Pero está implícita, y hay que saber verla. Cuánto jugo puede extraerse de la segunda parte: el intelectual agasajado y burlado a un tiempo por los marqueses. Miguel era un kamikaze. ¿Y no resulta chocante el episodio del escrutinio de la biblioteca de don Alonso? Encierra un doble, si no triple simbolismo. Es, sí, de acuerdo, un ejercicio de crítica literaria, pero la destrucción de los libros no seleccionados es realizada —no lo podemos olvidar— por el cura y el barbero, el cura y el médico del franquismo, los poderes fácticos, gente poco instruida que ve maldad donde no la hay. El Index, la censura. Esos son los objetivos de la “invectiva” de Miguel, los quemadores, no los quemados. «No hay libro tan malo del que no pueda sacarse algo bueno»: he aquí otra excepción a la ironía general. El escrutinio es uno de los primeros esperpentos de nuestra historia literaria; seguro que Valle-Inclán lo tuvo muy presente a lo largo de su trayectoria creadora. Es el esperpento de una quema de libros perniciosos para la salud en una sociedad, en un país en el que muy poca gente lee. Ahí sí hay ironía. Estos médicos del cuerpo y del alma están recreando, en broma, episodios consuetudinarios de la época que sí eran terroríficos: los autos de fe, la quema de personas. Estos dos personajillos están imitando a “sus mayores” limpiando España de herejes y de libros malos. Lo que pudo disfrutar Miguel leyendo los disparates de las Sergas de Esplandián para él se quedan. ¡Cuánto se reiría! Y los leería enteros, sin abandonar una lectura a la mitad, saboreando cada palabra, cada disparatado pasaje. Cervantes banaliza la cultura en general a través de esta quema de libros, descarga de solemnidad y de peligro los saberes en general. El único peligro que entraña la cultura, para él, es el de generar suspicacias en quienes no acceden a ella. Los suspicaces pueden matar si ostentan el poder. Cervantes, seguro, nunca habría quemado libros, ninguno, aunque tampoco les daba demasiada importancia, porque los conocía, aunque eso sí: los libros avivan el ingenio. ¿Aún creen que la locura de don Quijote viene de leer libros? Eso es otra broma, porque en este país nunca se ha leído demasiado. ¿A quién puede sucederle lo que a don Quijote si nadie lee? De hecho, El Quijote sigue siendo un libro misterioso y serio para mucha gente. Además, el loco alimenta su locura con lo que tiene alrededor. Alonso ya era un poco maniático antes de leer los libros de caballerías, y las razones están claramente mostradas en el libro: vive en un lugar cuyo nombre es mejor olvidar —seguramente un lugar de locura—; en La Mancha —ese secano aburrido y monótono—; es hidalgo —es decir, pobre y sin posibilidad de trabajar—; ya tiene una edad y no tiene hijos. Seguramente, hablamos del aburrimiento que más tarde dará origen al bovarismo de Ana Ozores, la Regenta, pero en este caso, es masculino. El aburrimiento, la ausencia de herederos, hijos que den quehaceres, preocupaciones, que centren la psicología de este hombre cincuentón, recién pasada seguramente la crisis de los cuarenta y sin ningún fármaco que le ayudara a salir de ella. En definitiva, nadie se vuelve ateo por leer a Erasmo, si acaso crítico con la Iglesia, crítico y constructivo. Y eso es lo que le reprocha Cervantes a la censura, que quiten de la circulación libros interesantes que pueden ampliar la capacidad de decisión de la gente. Los ingleses han entendido a Cervantes antes y mejor que nosotros. Y no le buscan la tragedia, eso lo hacemos aquí porque España es un país católico, y para los católicos esta vida es un valle de lágrimas. Para ellos, para los británicos, es fácil reírse de lo sacro, porque rey e iglesia son la misma cosa. Aquí, las burlas quedan para el rey y el respeto para el obispo. En Inglaterra, cuando lo práctico y lo religioso han entrado en conflicto, como es natural, siempre ha pesado más el lado práctico, sin que eso tenga consecuencias negativas para la vida eterna de nadie. Así cualquiera: como la decisión la toma una misma persona. En España, sin embargo, cuando los intereses entraban en conflicto, era la Iglesia la que decía cómo tenían que hacerse las cosas. La incomprensión era abismal. Al país le conviene la apertura al exterior, el comercio, la tecnología, la medicina… A la Iglesia le interesa conservar su poder sin tener ningún mérito para ello. Ante este conflicto, y ante el riesgo de arder en el infierno, y quién sabe qué otras peligros más terrenales, mejor para el rey cerrar fronteras y prohibir los avances en general. Cervantes se rió de sí mismo y se rió de la Iglesia, las dos cosas más difíciles que había en la época. No hay que buscarle el lado trágico porque no lo tiene. Cervantes sanó muchas de sus heridas, satisfizo muchas de sus necesidades expresivas al escribir el libro tal y como lo escribió. No hay ningún episodio ni tono trágico en la novela. Lo único trágico es que «alguien de tanta inteligencia y habiendo escrito un libro tan bueno no obtuviera riquezas y méritos mundanos, que no se convirtiera en un famoso conferenciante o que no le dieran el premio Nobel». Pero eso es la perspectiva de sus colegas actuales, que se ven en su pellejo y tiemblan de terror. Son historias completamente diferentes. Cervantes es don Quijote, sí, y no siempre, pero la tragedia de la vida de Cervantes, enloquecer de cultura fracaso tras fracaso como escritor, persecución tras persecución, se reelabora, se convierte en otra cosa en la carne de este personaje loco de remate que no ha salido en su vida de su lugar: se convierte en materia cómica. Los bachilleres, los hombres de libros, como hoy, seguramente resultaban entonces de lo más hilarante. Probablemente, Cervantes vivió momentos así, momentos en que gente llana se reiría de él por su modo de hablar, por su pedantería. Y llegada la madurez, seguramente en un ejercicio de humildad, se dio cuenta de que esta gente llana tenía sus razones para reírse de tanta prepotencia: al fin y al cabo, qué sabía de la vida, si todo lo aprendió en los libros. Esta humildad, esta cura de humildad, le vino sin duda con sus experiencias como soldado, como tullido, como cautivo y finalmente como preso por causa civil. Ningunos humos le valdrían en ninguna parte. Terminó de quitárselos escribiendo El Quijote. Además de un brillante ejercicio de crítica en libertad que esquiva con inteligencia y elegancia los embates de la censura, también es un inmenso ejercicio de humildad.
por RUBY FERNÁNDEZ La simpatía suele cotizar a la alta cada seis meses, los volúmenes no siempre me irritaron. Es la primera vez que mis manos están libres de literatura impresa, aunque le sigan pesando un par sílabas sobre las que escribir. Lejos de mis costas, cerca de las que un día fueron tuyas. Gustar de ciudades ya corridas por gentes de confianza, respira hondo para llegar al verdadero fondo de la neutra, sensual y excitante urbe de construcción razonada, personalidad ordenada, algo fría, ciudad impasible, pero ante todo, ciudad sobre la que escribir. Ríos de tinta sobre la ‘Berlín, Alexander Platz’ de Dölbin. Los pasos y cartografías de Mayorga hacen que el antiguo Berlín quiera responder a la pregunta que ayer noche te asaltó cuando volvías a casa por Stralauer Alee 1: ¿cómo sería ser judío —neutro e inservible— en una ciudad en apariencia neutral con todo lo que ello conlleva? Y mejor aún: ¿cómo sería ser músico judío de jazz en el Tercer Reich? La respuesta es el Reichsmusikkammer, o lo que es lo mismo ‘Consejo de música del Reich’ —¿no tuvimos en España algo parecido hace un tiempo? Sí, recuerden ese vídeo donde se veía a la catedrática de Música y alcaldesa de Madrid decidir lo que era o no apto para los oídos de sus queridos conciudadanos, ¡recuerden, recuerden! El Reich no queda tan lejos—. El puro jazz se prohibía por conducir el pensamiento hacia cauces que tal vez no interesaban. Por ello, ahora brota en sus calles, continúa en los suburbios, en las estaciones de trenes y callejones cercanos a estas, para acabar creciendo en estructuras y planteamientos urbanos. Estos últimos enmudecen-ensordecen al llegar al barrio diplomático, ya que la corbata aprieta demasiado en Stauffenberg Strasse y de día no se canta por no soltar un agudo tripartito no aliado. Energías alemanas muy parecidas entre sí. Idiomas bajo los pies; es como hundirte hasta el cuello en una mezcla de frío acomodo y untoso tacto bajo el techo de cualquier Zaubebar. Nueva y prepotente gloria valkiria, perímetro que delimita sentimientos encontrados. Asíncrono eretismo arquitectónico, noches anteriores, jardines de animales que desembocan en los cauces que aportan color y calor contra el direccionalismo prusiano. Pasan las horas en barrios como Mitte, en estos limbos, donde huyen los de siempre, se capitula sin condiciones. Dentro del muro se estudiaba cómo combatir. En el 52 Stalin remachó su telón de acero, el 61 fue de piedra y hormigón; como resultado, la llamada ‘franja de la muerte’. En Berlín la parca no dura para siempre y así conciencia el monumento al holocausto; «La historia no ha de repetirse», este grito recorre tu segundo plano mientras deambulas por los geométricos y estructurados brazos del estético americano-judío Eisenman. Estética racionalista sin placas, apuntes, esquelas ni patrón sentimental que guíe cómo experimentar tu soledad. Así debieron sentir el abandono los judíos de aquel tiempo, soledad pesada como un gran bloque de cemento, la cual no ha desaparecido, únicamente ha cambiado de religión y lugar. Recuerden y comparen. Alemania 1933 —salvando las distancias— fue el Ensayo sobre la ceguera que hoy vive Palestina. Aquí no existe recuerdo para el culto represivo y exterminador. Im(pro)perios que luchan por vivir unos mil años. Años después el renacido Berlín sigue oliendo igual, sigue habiendo filosofía, música, todavía quedan juguetes y memorias enterradas bajo el suelo consonante, sobreviven las ideas de algún niño, los premios Nobel siguen acumulándose en la Universidad Humblodt; todavía puedes encontrarte a Julián —aunque no es el mismo del que hablamos la otra tarde—. El que todavía sigue por aquí es Schiller con su oda a la alegría, también Beethoven con el himno de igual nombre. Ya no arden libros, ahora, prenden y confluyen ideas, religiones, proclamas. Imbricadas metrópolis llegan de la mano al lugar más bonito de la ciudad, Cafe Cinema, paredes parlantes de polvo y cultura. Pequeño reducto de libertad en el que el desorden de la memoria queda a las puertas. Berlín se derrite al ver pasar a una chica sin ropa interior. Estaciones de tren que se vuelven sexos fortuitos que no alcanzaremos a pronunciar. Ciudad de golpes ensayados, de pequeñas cosas que pasan desapercibidas, tejido urbano a base de coincidencias encontradas. Berlín es una ciudad de plazas y sensaciones a raudales, es una ciudad con una capacidad de conversión acojonante. Viví allí doce años. Es —y te hace ser— desde el alemán más sincrónico hasta el más relajado personaje. Knnopke Imbiss en la zona oriental está muy bien. Siempre hay un día dentro de un viaje digno de recordar en el que comer tal vez sea lo de menos, pues te quedan muchas cosas que sentir. Pasea por Prenzlauer Berg y pregunta por Julián. Al oírnos, los tranvías de Schönhauser Allee preguntan si España sigue igual que cuando murió Franco. A nosotros solamente nos queda asentir con gesto apadrinador y explicar que en su día fue diferente, aunque ahora —como casi todo— estemos volviendo a ese mal cauce. —¿Pero están siendo perseguidos? —Sí, perseguidos, asfixiados y encarcelados tanto a nivel moral, físico, económico y espiritual. Manitou y una pitillera de indio americano abandonada con orden y acato. Patios de puertas cerradas y ventanas abiertas, así son los alemanes. Puedes convertirte en nómada buscando calles por su fría epidermis de segunda mano, dejando que sea ella la que decida tu próximo futuro. Quizás, quieras cambiar de religión por la que profesan aquellas piernas que —sin plan maestro— llegan al Max und Moritz del Sugar man y a sus dibujos de escritor. Hombre capital de día, amante lenta aunque apresurada de noche. Ha de ser docto en el elegante acto de desvestir, ya que esta masculina Dietrich, no se deja seducir por escenas de amor a la italiana ni por ciudades sin río que buscan llevarla a la cama, ni tan siquiera por individuos que prometen devolverle el amor que le está haciendo desde que llegaron. Oh my Darling Clementine. —Si supiera cantar, me salvaría... Vi a una chica que escribía en la cubierta de un barco navegando por el Spree de Berlín, estaba sentada en la última fila, escuchaba un audio proveniente del otro lado del atlántico. Decía algo de retensar lo que se destensó, de mirarse los pies y preguntarles qué sintieron al empezar a sufrir esa ciudad. ¿Y si la otra mitad no ha sentido lo mismo? ¿El río aquí funciona como en la ‘Roma’ de Aristarain?
—¡Recuerda siempre los ejes X, Z, Y! Julián todavía sigue esperando en el extremo del Cafe Cinema, reescribiendo su historia mientras tiene un rato para observar. De pronto, su espectro visual se amplia. Observa, pero no encuentra punto en que merezca la pena profundizar. Únicamente el chico que come llama su atención, se llama Marcos y él nunca estuvo en Berlín. Piensa en cómo acercarse a él, tal vez use el tópico de hacerse pasar por extranjero en su propia ciudad. Le contará lo que sintió la primera vez que bajó las escaleras del Konzerthaus o cómo en Alexander Platz se llueve de manera diferente a la que le enseñaron en el oeste de Europa. Tal vez le cuente sobre Lecorbusier, Van der Rohes, Gehry, Schinkel,Piano, Izosaki y cómo Berlín es para él ciudad de arquitectos y museos. Puede que lo lleve ante Friedrich y sus Edades del hombre, así comprobará que este no suena igual en todos los países. Peristilo de la Alte Nationalgalery y el Pergamon Museum huelen a clase empezada hace siete años. ¿Cómo recordar cuando se fue feliz en un lugar tan apartado del origen? Nick Cave fuma Camel en los alrededores de Pérgamo. La ciudad sigue sonando mientras hago la maleta, oigo la música que procede del callejón cercano a Warschauer Straße, Berlín y su amante masculinidad sigue diferenciándose de las demás urbes en su neutro e intenso respirar, no puede decirse que haya sido un flechazo al por mayor, pero sí es el comienzo de una relación que al por menor bien pinta estable. Adiós, ciudad solvente y en obras, te volveré pronto. por BERTA GUERRERO ALMAGRO En la oscuridad del abismo nacen las más encantadoras flores. Para hallarlas hay que buscarlas con la mirada dispuesta a ello, con los ojos inundados de melancolía y novedad. Charles Baudelaire supo otorgar un perfil nuevo a la antigua capital parisina, hizo emerger la belleza entre la desgracia y la ilicitud, extendió su apatía al ambiente y estableció una relación simbiótica entre ellos para invadir toda su obra e invadirse él mismo de un spleen cautivante y particular. Para conocer la obra de Baudelaire, resulta bastante ilustrativo el poema CXXII de Las flores del mal intitulado ‘La muerte de los pobres’. Según el esquema de la obra, esta composición se incardina en la última parte del libro, titulada “La muerte”, que abarca desde el poema CXXI al CXXVI. Seis composiciones conectadas por su temática, como expresa el título del apartado, y, además, por su forma: están construidas, excepto la última —cuya extensión es superior—, con una misma forma métrica: el soneto. Se trata de la sección final de la obra baudeleriana; sección homogénea y unificada tanto por su fondo como por su materia, lo que ofrece una impresión final de redondez y perfección. He aquí el poema citado (se trata de la traducción realizada por Ignacio Caparrós para la editorial Alhulia [Baudelaire, 2001: 433]): CXXII LA MUERTE DE LOS POBRES La Muerte es quien consuela, y ¡ay! quien hace vivir: La meta es de la vida y es la sola esperanza Que embriaga y nos eleva, igual que un elixir, Y para ir a la noche nos dona la pujanza; En la escarcha, la nieve, la galerna al rugir, De este negro horizonte es luz vibrante a ultranza; Es el famoso albergue que en el libro inscribir, Donde dormir, sentarse y gozar la pitanza; ¡Es un Ángel que tiene en sus dedos magnéticos El reposo y el don de los sueños proféticos, Y quien hace la cama de indigentes y rotos; Es gloria de los Dioses, granero espiritual, Es la bolsa del pobre y su país natal, Es el pórtico abierto sobre Cielos ignotos! UN POETA CON LA CAPACIDAD DE CONDENSAR UN SIGLO En Baudelaire se aúna la tradición y la innovación, el Romanticismo que abre el siglo XIX y el Simbolismo que lo cierra. Aunque con Las flores del mal inicia una nueva vía en la poesía francesa del momento, no desaparece en él un característico poso romántico que resulta perceptible especialmente en el ámbito de la forma. La convivencia, pues, de tradición e innovación es propia de su obra, como se percibe en este poema. En cuanto a la forma, ‘La muerte de los pobres’ se construye empleando una estrofa clásica muy presente en la tradición poética: el soneto. Se trata de una forma surgida y perfilada en Italia, de carácter concentrado, cuyo sentido va desarrollándose paulatinamente a lo largo de los catorce versos que la componen —organizados estos, generalmente, en dos estrofas de cuatro versos y otras dos de tres versos— para eclosionar en el verso final. Esfuerzo, trabajo y excelencia en la creación de un soneto que cala en el lector y lo azuza con su impactante y laboriosa belleza. En ‘La muerte de los pobres’ aparecen dos estrofas de cuatro versos denominadas serventesios, cuya rima cruzada sigue el esquema ABAB; los tercetos ofrecen, en el original francés, la combinación de rima CCD, aunando los primeros y segundos versos por un lado y los terceros por otro. En la traducción, sin embargo, hay tres rimas en los tercetos en lugar de las dos que aparecen en el original. El esquema métrico de la traducción, por tanto, es CCD en el primer terceto y EED en el segundo. También el esfuerzo por lograr la perfección formal se percibe en la estructura sintáctica de la composición. Este poema se compone de once metáforas que definen y perfilan con nitidez la muerte desde la perspectiva de los seres más desfavorecidos. Tal serie de metáforas definitorias da lugar a una estructura sintáctica muy trabajada y pulida, ofreciendo una imagen final de sencillez. Es importante señalar que estas metáforas definitorias constituyen los atributos de un sujeto que sólo aparece una vez —encabezando el poema—, y al que se refieren en cada ocasión a través del verbo copulativo es. Sencillez formal obtenida gracias a la búsqueda de la palabra necesaria, de modo que la complejidad del tema —que se le escapa al lector por desconocer su totalidad— queda contrarrestada. Este trabajo exigente en la estructura del poema también se percibe en su sentido, que se condensa en un molde exacto y, al mismo tiempo, no deja indiferente al receptor. En ‘La muerte de los pobres’ se percibe una combinación de opuestos, pues lo mísero se entreteje con la dicha eterna, la muerte con la vida y el fin se convierte tan sólo en un principio sin límites. De modo general, el poema se halla invadido por una sensación de tranquilidad, pues la muerte se presenta como refugio final y anhelado asilo frente a una realidad de miseria y pobreza. No obstante, en el primer terceto resulta evidente un incremento de tensión conceptual y rítmica mediante la inserción de una oración exclamativa que desemboca en el estallido cadencial del segundo terceto. Respecto a la innovación, esta se encuentra sobre todo en el tratamiento del tema. Baudelaire, como apunta Enrique López Castellón en sus notas a Las flores del mal (Baudelaire, 2013: 653), no presenta la muerte como destrucción ni abismo —lo que resulta más habitual en la tradición literaria— ni como terrible fin a la existencia humana, sino como un modo de consuelo y sostén para la afrentosa vida del pobre. La muerte se convierte en la esperanzadora salvación a las existencias malditas. No se trata, pues, del modo más frecuente para tratar el tema de la muerte, por lo que se apunta un atisbo de novedad literaria y de originalidad en él debido a su más reducida aparición. Sin embargo, este atisbo de innovación no deja de remitir a un origen lejano en el tiempo, y, por tanto, no tan novedoso. La concepción de la muerte como salvación y pórtico de una vida más allá es una antigua idea religiosa y a lo largo de la historia literaria también se perciben muestras. Tal es el caso de Jorge Manrique y las Coplas a la muerte de su padre, donde, tras la muerte, llegamos a una morada sin pesar, o de Teresa de Jesús y su invocación a la «muerte tan escondida». EL ABISMO SALVADOR ‘La muerte de los pobres’ se caracteriza, a grandes rasgos, por un elevado número de metáforas que atrapan plástica y vivamente algo tan abstracto y desconocido para el hombre como el goce que puede proporcionar la muerte. Siguiendo a Verjat y Martínez de Merlo (2013: 475), la muerte se presenta en el poema, de modo general, como remedio al spleen, como salida al tedio vital. Es mediante las once apuntadas metáforas como Baudelaire presenta una serie de definiciones de la muerte; innova, en cierto sentido, respecto al tema y, al mismo tiempo, contrapone una concepción popular de la muerte —de raigambre más atea: la muerte como fin— con una esperanzadora —de tono religioso: la muerte como inicio—. Se produce en el soneto, por tanto, una contraposición de fuerzas entre el deseo común y el particular, entre la fe y el ateísmo, entre las ganas de vivir y las de morir, entre el fin de la existencia y el inicio de una nueva vida. Es digna de señalar, además, la oposición en el soneto entre el espacio terrestre y el celeste; la cual permite establecer en el soneto una estructura bipartita: las dos primeras estrofas se vinculan con un ámbito más terrenal y las dos siguientes, con el celestial. En relación con el contenido del poema, en el primer serventesio, la muerte —a la que se refiere el poeta en mayúsculas— es presentada a través de una personificación —mediante el pronombre quien— como un ser capaz de consolar (definición 1) y de ofrecer aliento para vivir (definición 2). Seguidamente, con un término de connotaciones positivas como meta, se presenta cual destino final tras la agotadora carrera de la vida (definición 3) y como la única esperanza capaz de embriagar al pobre y otorgarle fuerza para continuar (definición 4). La muerte, pues, personificada en un ser capaz de otorgar consuelo y fuerzas al ser humano miserable, rompe con la vida hastiada y apática a la que parece estar condenado. Sólo con la esperanza de llegar a la meta en la carrera de la vida el ser humano puede continuar viviendo; sólo la idea de la muerte funciona como un narcótico salvador, embriaga al hombre durante su vida y lo eleva, haciéndole intuir el descanso final. En esta estrofa, la muerte aparece también comparada con un elixir en la primera estrofa; sin embargo, tal símil puede considerarse, más que una definición autónoma, un complemento de la cuarta definición —la muerte es una esperanza similar a un elixir—. Respecto a la segunda estrofa, la muerte es presentada como luz en medio de la helada y ventosa oscuridad, como guía ante temporales y situaciones adversas (definición 5); también como albergue donde alcanzar reposo más o menos profundo —ya durmiendo, ya descansando sentados— y disfrutar del alimento (definición 6). Resulta interesante destacar la referencia que aparece en esta estrofa a el libro; referencia que ofrece posturas encontradas entre los investigadores. Por un lado, Verjat y Martínez de Merlo rechazan que Baudelaire se refiera a la Biblia debido al empleo de minúsculas y consideran que el poeta francés hace referencia a Las memorias de ultratumba, de Chateaubriand, donde se puede leer: «Tendrá pasaporte para la Eternidad quien dé pan a los pobres y les abra el albergue» (Baudelaire, 2013: 475). López Castellón, en cambio, rechaza esta idea y destaca su procedencia bíblica (2013: 653), aunque reconozca la extrañeza de que «Baudelaire, tan dado al uso innecesario de mayúsculas, se refiera aquí al “libro” por antonomasia, la Biblia, en minúscula». En Lucas 10: 30-35, se ubica la parábola del buen samaritano, en la que un hombre que ha sido asaltado por unos ladrones es llevado por el buen samaritano a un albergue donde podrá descansar y alimentarse —imagen que conecta con el soneto de Baudelaire—. También en el poema LIX (verso 26) y en CII (verso 23) aparecen posadas que se vinculan con el albergue de este poema. En cuanto a los tercetos, estos están más relacionados con el ámbito celeste. En el primero, la muerte se presenta como un espíritu alado y poderoso, un ángel —también en mayúsculas— con dedos atrayentes que concede descanso y alivio (definición 7). Capaz de adivinar el porvenir y de ofrecer así bienestar y seguridad a los pobres mortales; un ángel que otorga a los seres de más crudo futuro un lecho final en el que reposar. Finaliza el poema de modo anafórico, con el verbo es a la cabeza de los tres versos finales del segundo terceto. En ellos, la muerte queda metaforizada, a través de un serie de yuxtaposiciones, de modo elevado e incluso celestial: medio de alcanzar la gloria de los dioses (definición 8), estado que almacena y proporciona alimento para el alma —como si de un granero se tratase— (definición 9), patria en la que alimentarse y destino del humilde (definición 10) y medio de acceso al paraíso desconocido (definición 11). Por otro lado, es interesante hacer referencia a los elementos contrapuestos que atañen a la religión. Baudelaire combina biográfica y literariamente fe y ateísmo hasta el punto de despistar al lector e inducirle la duda hacia el verdadero sentido de lo que expresa. En este soneto, a través del tema de la muerte, el poeta francés defiende la existencia del alma y ofrece consuelo a los seres más humildes ante la miseria padecida en vida, pues, tras fallecer, los espíritus de estos pobres serán recompensados con la salvación eterna en el Cielo. En definitiva: en este soneto, Baudelaire combina elementos encontrados para ofrecer perspectivas múltiples y transformar algo comúnmente considerado terrible e indeseable en positivo y gratificante. La muerte se erige como salvadora de las clases más sufridoras y desfavorecidas, como el verdadero modo de abandonar el dolor que el cuerpo ha padecido en la tierra y alzarse al cielo para conceder goce al espíritu. Tal combinación de elementos contrapuestos es algo habitual en el poeta francés, que encuentra tremendamente atrayente esta unión de fuerzas contrarias. Destaca, siguiendo la terminología de Greimas, el empleo de la isotopía del amparo --consuelo, esperanza, fuerza—, del descanso --albergue, dormir, sentarse, reposo, cama— y del placer alimenticio --gozar, pitanza, granero, bolsa— para hacer referencia a lo desconocido y calificado en la tradición como aterrador. Las contradicciones y atracciones hacia aspectos desagradables y destructores —en los que nace una belleza terriblemente seductora— son, pues, fundamentales en la obra de Baudelaire. La tradición y la modernidad se conjugan en sus poemas para hacer que florezcan creaciones originales, auténticos pórticos de un nuevo estadio poético. El hastío que impregna las composiciones y que dirige al lector hacia el abismo no provoca, sin embargo, su aniquilamiento, sino un resurgimiento particular plagado de espléndida fatalidad. Las flores del mal crecen entre una sublimidad aciaga, pero tan gratificante que resulta complicado no dejarse llevar por ella.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS * Baudelaire, Charles (2013): Las flores del mal, edición bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez Merlo, traducción de Luis Martínez Merlo, Madrid: Cátedra. _____ (2013): Las flores del mal, edición bilingüe de Enrique López Castellón, ilustraciones de Eduardo Arroyo, prólogo de André Gide, epílogo de Théopile Gautier, apéndice de Walter Benjamin, Madrid: Abada. _____ (2001): Las flores del mal, edición bilingüe, traducción analógica de Ignacio Caparrós, en conmemoración del 180 aniversario del nacimiento de Charles Baudelaire, Prefacio de Pedro José Vizoso, Salobreña: Alhulia. por JUANDE MERCADO «Es la economía, estúpido» es un mantra que los asesores políticos suelen repetir con relativa frecuencia a muchos candidatos que aspiran a obtener la presidencia de muchos países occidentales. Si se circunscribe solo a nuestra querida España, era un mantra muy en boga durante aquellas maravillosas décadas prodigiosas de los ochenta-noventa cuando, como decía Solchaga, exministro socialista, «era muy fácil hacerse rico». La frase de marras la popularizó un asesor de Bill Clinton en la campaña presidencial norteamericana de 1992. En dicha campaña, Clinton, el candidato demócrata, se agarró a este seductor leitmotiv para diferenciarse claramente de la campaña electoral de Bush padre, el candidato republicano que optaba a la reelección con un gran logro político reciente que vender a sus compatriotas (hablamos de 1991): la disolución de la URSS. Abanderando la promesa de un incremento sustancial en las rentas de la clase media americana, Clinton ganó esas elecciones. A Bush padre le pasó lo mismo que a Churchill tras el final de la II Guerra Mundial: tuvieron que recluirse en sus acomodadas residencias porque el tren de la historia les había pasado por encima tras haber sido unas fulgurantes “film stars” de la política internacional. Como no soy un experto en política internacional pero sí creo conocer bastante bien la realidad económica-social de este bendito país que me vio nacer, crecer y hacerme ciudadano de segunda, quisiera que este artículo fuera un grito de alarma a favor de un cambio de mentalidad que potencie al cultivo del espíritu individual y colectivo. A mi modesto entender, una de las bombas de relojería a la que no se le ha dejado de dar cuerda desde la Transición ha sido el derrumbe consciente del espíritu crítico del ciudadano por parte de los poderes fácticos. Me sorprende lo mal que nos tratan y lo poco que alzamos la voz. Los masters del universo (me los imagino como esas figuras engreídas, maleducadas y sin clase extraídas de las viñetas de El Roto) con sus bocas desdentadas nos escupen su interesado credo de la siguiente guisa: «Trabaja, consume y no pienses demasiado». Durante la dictadura, sin querer parecer excesivamente iluso, en mucha gente, aparte de las consustanciales aspiraciones de libertad y democracia, anidó un deseo de construir “un hombre nuevo” de las cenizas del hombre del antiguo régimen que debía de estar dotado de una estimable libertad de juicio. Unas décadas después, se han aprobado ya siete grandes reformas educativas durante la democracia y, viendo el patio, parece una quimera conseguir un modelo educativo sólido que dure, como mínimo, una década. Aunque pienso que la construcción de un espíritu dotado de un estimable juicio crítico, capaz de diferenciar con rapidez y poco margen de error aquello que es relativamente bueno de lo que es patraña evidente incumbe, en gran parte, a la persona que lo cultiva, no es menos cierto que la tenencia de un marco educativo y social que ayude a la construcción de ese espíritu debería de ser una de las responsabilidades de un buen gobierno. Por suerte, en el mercado editorial de habla hispánica han aparecido en los últimos años unos cuantos libros que nos están ayudando a soportar los rigores de una crisis que ya dura demasiado y que nos advierten que quizás nos hemos olvidado de lo realmente importante en cualquier itinerario vital que se precie: la noble tarea de cultivar el espíritu sin esperar por ello nada a cambio. Por ejemplo, una de mis sorpresas literarias de 2014 ha sido la publicación en España de un manifiesto titulado La utilidad de lo inútil a cargo de Nuccio Ordine, un profesor de literatura italiana de la Universidad de Calabria, en la que este defiende a capa y espada el mantenimiento y el cultivo de ciertos saberes y conocimientos humanísticos y científicos porque contribuyen al bienestar social de las civilizaciones independientemente de la rentabilidad económica de estos saberes y conocimientos. Ordine, además de engancharme con un libro repleto de argumentos lúcidos y sensatos, con mucha carga de rabia contenida, me acabó de cautivar, con su elocuencia y verbo ágil, en una entrevista que le vi en Página 2, el programa literario de TVE. El librito con menos de doscientas páginas incluye también un nutritivo ensayito de Abraham Flexner, un pedagogo americano ya fallecido vinculado a la universidad de Princeton, que recoge una serie de ejemplos de investigadores y científicos que tan solo se limitaron a dar rienda suelta a su curiosidad innata por ciertos saberes sin importarles demasiado su posterior aplicación práctica. Más que trabajar se divertían con el objeto de su estudio al igual que el niño que juega gozosamente en el cuarto de los juguetes. Flexner pone el ejemplo de dos investigadores (Maxwell y Hertz) que se volcaron en el estudio de la detección y la transmisión de ondas electromagnéticas para que, con posterioridad, aprovechándose de sus fecundos trabajos, Marconi pusiera la guinda del pastel y patentara la radio. No me importaría aconsejarle a muchos políticos de este país y, por extensión, a muchos líderes europeos, la lectura del manifiesto del bueno de Ordine. Dice cosas con tanto sentido común como estas: Existen saberes que son fines en sí mismos y que —precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial— pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores. [el subrayado es mío] Sí, Sr. Ordine, la teoría es esta pero, desgraciadamente, no me imagino al Sr. Dragui y a la plana mayor del Banco Central Europeo leyendo la literatura “buenista” que usted recomienda en su libro. Es harto sospechoso que el indicativo más fiable para medir el bienestar de un país aún siga siendo, en exclusiva, el PIB. Si se les preguntara a los ciudadanos de Europa, a los tecnócratas de Bruselas podría sorprenderles que estos pudieran aportar indicadores complementarios al PIB tales como la calidad medioambiental de su territorio, la conciliación entre vida profesional y vida personal, el índice de satisfacción en el desempeño de sus profesiones, etc. En otras palabras, es casi seguro que se daría más protagonismo a indicadores que ponderan eso tan difícil de medir (y, por otra parte, tan inaprensible) llamado “felicidad del ciudadano”. Por otro lado, por una economía menos apegada a los valores mercantilistas, aboga un experto en economía de formación filosófica llamado John Ralston, actual presidente del PEN Internacional, en su libro El colapso de la globalización y la reinvención del mundo. En un prólogo a una reciente edición española, Ralston enumera una serie de valores que deberían de estar presentes en cualquier discusión sobre economía (no hay que olvidar que la economía es una ciencia social) y que nuestros políticos y tecnócratas de Bruselas obvian por completo. Ralston cita los siguientes valores: La ética es un recordatorio sencillo y práctico de que la principal obligación de una civilización es fomentar el bienestar de los ciudadanos, no proteger los contratos comerciales o pagar el servicio de las deudas. La memoria es una herramienta básica de la educación. No se puede afrontar una crisis cuando se está en manos de economistas, gestores y empresarios que no conocen su historia. No conocen la historia de la deuda. No conocen la historia de la competencia. Muy poco de ellos leen algo con trascendencia. Son la generación del “informe”. La imaginación. La buena política financiera es una expresión de la imaginación. (….) Uno debe imaginar cómo escapar de un callejón sin salida económico, del mismo modo que un general imagina cómo salir de una situación de estancamiento militar. Por último, a muchos les sorprendería también el caso de elevación espiritual de un escritor pulp que, por fortuna, llegó al gran público gracias al empecinamiento de John Martin, su editor-descubridor. Estoy hablando de Charles Bukowski. Soy consciente de que es un escritor al que se le quiere o se le odia. No obstante, tanto los más fervorosos seguidores como los más desdeñosos detractores, deberían de estar de acuerdo en que, bajo la pátina de ser humano zarrapastroso, bebedor empedernido y misógino consumado, se esconde un escritor con una cultura literaria cinco estrellas. He extraído un pasaje de una colección de ensayos que responde al sugerente título de Fragmentos de un cuaderno manchado de vino donde el propio Bukowski se destapa como un lector voraz y apasionado: En cuanto a lecturas, yo estaba atiborrado, a más no poder: D.H. Lawrence, todos los escritores rusos, Huxley, Thurber, Chesterton, Dante, Shakespeare, Villon, todos los Shaw, O´Neill, Blake, Dos Passos, Hem, ¿para qué seguir? Cientos de escritores conocidos y cientos de desconocidos…. Por lo tanto, queridos amigos, contradiciendo al asesor electoral de Clinton, mi consejo para luchar contra el hastío y la alienación consustancial de este periodo histórico en el que nos ha tocado vivir es el siguiente: lean, lean y lean. Creo que la lectura es la mejor gimnasia para evitar estados anímicos derrotistas y, tras cientos y cientos de lecturas, podrán comprobar, sentados en su butaca favorita, en el silencio nocturno de su sala de estar, que algún día sufrirán un trastorno transitorio que les inducirá a pensar que están levitando por la habitación. En ese momento de iluminación súbita, como si de una experiencia religiosa se tratase, se darán cuenta de que es el espíritu el encargado de insuflar algo de felicidad en sus vidas. BIBLIOGRAFÍA CITADA
—La utilitat de l´inútil de Nuccio Ordine (Quaderns Crema, 2013). Existe una traducción en castellano titulada La utilidad de lo inútil (Acantilado, 2013) que, a día de hoy, va por la séptima edición. —El colapso de la globalización y la reinvención del mundo de John Ralston Saul (RBA, segunda edición, 2013). —Fragmentos de un cuaderno manchado de vino. Relatos y ensayos inéditos (1944-1990) de Charles Bukowski (Compactos Anagrama, 2013). por PEDRO GARCÍA CUETO El escritor mexicano no sólo fue crítico, poeta y estudioso literario, sino también un activo participante en la vida intelectual de Méjico en ese período y contribuyó a ella con la creación de revistas tan interesantes como Taller, en la que Juan Gil-Albert ejerció de secretario. En aquel momento existía entre el panorama intelectual un deseo de salir de las dos tendencias en las que se posicionaron muchos escritores: el nacionalismo y el realismo socialista. Las primeras publicaciones de los nuevos escritores fueron revistas de poesía. Una de ellas fue Taller poético, claro antecedente de la revista Taller, dirigida por Rafael Solana. Fue muy nutrida la colaboración en la citada revista de los escritores más sobresalientes del panorama mejicano: Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Alberto Quintero Álvarez, Manuel Lerín, Efraín Huerta y Enrique Guerrero. El primer libro de Efraín Huerta, Línea del alba, vio la luz gracias a Rafael Solana. Cuenta Octavio Paz en Sombras de obras que fue un momento clave para la transformación de la revista Taller poético en Taller. Fue en 1938, en una comida a la que asistieron Rafael Solana, Efraín Huerta, Quintero Álvarez y Octavio Paz. Durante la reunión se habló de convertir Taller poético en una revista literaria más amplia y en la que tuviesen cabida cuentos, ensayos, notas críticas y traducciones. La idea partió de Solana, el cual pidió colaboración a los presentes para realizar semejante empresa. La aceptación por parte de los jóvenes escritores fue fundamental para iniciar la andadura de la revista Taller. El primer número, fue, en parte, ideado, realizado y pagado por Solana. Figuraban, aparte de poemas de los escritores ya citados, unos poemas inéditos de García Lorca rescatados por Genaro Estrada, con ilustraciones de Moreno Villa, notas de Villaurrutia y Revueltas. Los tres números siguientes los elaboraron Quintero Álvarez y Octavio Paz. Fue en el segundo número de la revista donde José Revueltas publicó el primer capítulo de su novela corta El quebranto, que no llegó a editarse. Octavio Paz quedó fascinado por ella y nos cuenta lo siguiente: Me impresionó tanto que me apresuré a proponerla, sin éxito, a un would be publisher. Años más tarde descubrí que este pequeño escrito de juventud —intenso, confuso y relampagueante, como casi todo lo que escribió Revueltas— tenía más de una turbadora afinidad con El alumno Torless de Musil. (p. 97) Como se puede apreciar por estas palabras, Octavio Paz ya demostraba una gran intuición crítica. Tanto es así que se había convertido en uno de los principales promotores de la intelectualidad mejicana en aquel tiempo. Muy interesantes son las impresiones que dedica al número cuatro de la revista, de carácter excepcional. Apareció en julio de 1939, colaboraron Quintero Álvarez, Huerta, Solana y el mismo Paz. Abrió el número un excelente ensayo de María Zambrano (otra de las amigas de Juan Gil-Albert a lo largo de muchos años, discípula de Ortega, como ya sabemos). Su título fue Filosofía y poesía. Figuraron en el sumario escritores de la talla de Bergamín, Prados, Emmanuel Palacios y Enrique González Rojo. Hubo un texto sobresaliente en ese número: “Temporada de infierno” de Rimbaud. La elección de este texto supone para el escritor mejicano una forma de definirse, ya que no se identifican (el grupo al que perteneció) ni con el realismo social ni con los españoles de la generación del 27. Paz se refiere más bien a una identificación algo confusa, que entronca con la simbiosis entre poesía e historia. Pero lo que nos interesa fue la llegada de los españoles exiliados y la incorporación de estos en la revista. Paz nos lo cuenta de la siguiente manera, identificándose con ellos, sabiendo que la fraternidad en la lengua es el único lugar donde podían refugiarse de los malos tiempos que les tocó vivir: El ingreso de los jóvenes españoles no fue sólo una definición política sino histórica y literaria. Fue un acto de fraternidad pero también fue una declaración de principios: la verdadera nacionalidad de un escritor es su lengua. (p. 99) Colaboraron en la revista amigos del escritor mexicano cuando estuvo en Valencia: Juan Gil-Albert, Ramón Gaya, Antonio Sánchez-Barbudo, Lorenzo Varela y José Herrera Perterre. También intervinieron en la revista dos amigos mejicanos de Paz y un español: José Alvarado, Rafael Vega Albela y Juan Rejano. El problema fue la financiación, ya que tras el número cuatro los recursos económicos para financiar la revista se habían agotado. Eduardo Villaseñor, quien ocupaba un alto cargo en el gobierno de Cárdenas y que amaba fervientemente la poesía les prestó ayuda. También José Bergamín, a través de la editorial Séneca, ofreció su ayuda a Taller. A partir del quinto número Ramón Gaya se encargó de la tipografía, dibujó viñetas (sin cobrar, según nos cuenta Paz) y modificó la carátula. Para el escritor mejicano, la revista se pareció mucho a Hora de España, lo que viene a ser previsible por la presencia de los escritores de la revista creada en Valencia en Taller. No fue Taller una revista cerrada a unos pocos colaboradores, sino que abrió el abanico a nombres tan dispares como Juan Ramón Jiménez, Alfonso Reyes, Luis Cernuda, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Rafael Alberti, Luis Cardoza y Aragón, León Felipe y otros. Se le dio importancia en las páginas de la revista a la poesía barroca, se publicó una antología de Luis Carrillo y Sotomayor, seleccionada por Pedro Salinas. También Neruda colaboró con una selección de liras del XVII. Sin olvidar la edición moderna de las Endechas de Sor Juana Inés de la Cruz, preparada por Xavier Villaurrutia. Resultan muy interesantes las diferencias entre los componentes de Taller y los que formaron parte de la revista Los contemporáneos. Octavio Paz pretende desmarcarse de ese grupo de escritores. Tanto es así que en el número 2 publicó una nota, “Razón de ser”, en la cual subrayaba todo lo que los unía y los separaba de ellos. Para el escritor mexicano la pretendida juventud de los componentes de la citada revista era una impostura, él no creía en esa reivindicación de poesía pura, pintura pura, como si aquellos descubriesen el Olimpo, cuando éste estaba ya creado. La obra de Juan Ramón Jiménez y el anterior concepto de Paul Valéry sobre la poesía pura dejaba fuera de juego a esa generación impetuosa que creía descubrir en lo puro algo nuevo. Lo que también detestaba Paz era la idea de la juventud eterna, ya que la juventud es etapa, no ha de prolongarse más allá de su tiempo y debe ir navegando hacia el cauce de la bien entendida madurez. Para Octavio Paz la Guerra Civil interrumpió un importante progreso en la literatura de muchos escritores españoles, ya que sacrificaron la estética a su compromiso ético, desnaturalizando la literatura. Como vemos, no está muy lejos de la ponencia en la que Gaya, Gil-Albert y otros criticaban el abuso de lo propaganda ideológica en la literatura. Hay que entender la dificultad de no comprometerse con unas ideas, la inercia hacia la España republicana (por parte de los escritores progresistas) o la franquista (por parte de los conservadores). Pero es interesante el caso de Gil-Albert que logró desasirse, tras una época de compromiso ideológico, de semejante literatura ideológica. El escritor mejicano lo dice muy bien en Sombras de obras: La “literatura comprometida” no derribó a Franco pero comprometió a la literatura y la desnaturalizó. Se confundió a la literatura —novela, poema, crítica literaria— con la literatura política. Pero la literatura política tiene sus formas propias de expresión, las únicas eficaces: el ensayo, el artículo, la sátira, el reportaje. (p. 103) Para Paz los escritores mejicanos de Taller no creían en la poesía social, salvo el caso de Efraín Huerta. Hay unas líneas que, en mi opinión, fundamentan el rechazo de todos ellos a la literatura de propaganda: Nuestra oposición al arte de propaganda era una manera de afirmar la libertad de la literatura. Así lo sentimos y lo entendimos todos los que formábamos el consejo de la revista Taller. Probablemente los comunistas veían en esta actitud sólo una posición táctica transitoria. Pero para los otros —Sánchez-Barbudo, Quintero Álvarez, Solana, Gaya, Gil-Albert y Vega Albela— el principio de la libertad de creación era esencial. (p. 110) Es interesante resaltar por qué desapareció la revista Taller, ya que era un espacio de libertad y creatividad promovido por intelectuales de peso. La verdad nos la cuenta Octavio Paz en Sombras de obras. La principal razón fue la económica, no había forma de financiarla. También influyó el desencanto del grupo, la desilusión de los creadores de la revista ante los acontecimientos del mundo que los rodeaba. Las discusiones políticas y la decepción ante la política de Stalin. Y lo que resulta aún más interesante es el espíritu de censura que alumbraba el mundo al que pertenecían. Tanto es así que Taller era libre mientras no se criticase al estalinismo. Así nos lo cuenta Paz: En Taller se podían profesar todas las ideas y expresarlas pero, por una prohibición no por tácita menos rigurosa, no se podía criticar a la Unión Soviética. También lo eran los partidos comunistas y sus prohombres. (p. 110-111) Tras el fin de Taller nació en abril de 1943 la revista El hijo pródigo, donde también colaboró Juan Gil-Albert. Escribieron en ella los componentes de Contemporáneos, Taller y Tierra Nueva. Octavio Paz ya nos cuenta el conflicto con Neruda, quien se dedicó a injuriar a la nueva revista, ya que Diego Rivera, que había renegado del trotskismo y deseaba volver al partido comunista mejicano, propuso difamar una revista que se alejaba de los presupuestos del partido comunista. El escritor mejicano se desligó de El hijo pródigo en 1943, aunque la revista vivió hasta 1946. Octavio Paz se fue de Méjico durante un largo período, con la intención de ver otros mundos, albergar otras ideas, lejos de la opresión en la que se hallaba en Méjico (una censura velada, pero censura, al fin y al cabo, como vimos al no poder hacer crítica de la Unión Soviética en las páginas de Taller). ALGUNOS TEXTOS DE JUAN GIL-ALBERT EN TALLER Los primeros textos de Juan Gil-Albert en la revista Taller son anteriores a su llegada a Méjico. Como dije antes, él empezó a colaborar desde España, gracias a la relación amistosa que ya existía entre Octavio Paz y el escritor de Alcoy. Si llega a México en junio, el primer texto que aparece en Taller es de abril. La razón se halla en la comunicación que se fragua entre los dos escritores, tanto es así, que Gil-Albert se anticipa a otros exiliados en colaborar en la revista. El texto “Elegía a los sombreros de mi madre” aparece en el número II de la revista, en abril de 1939. La belleza de este pequeño estudio donde Gil-Albert plasma su mundo estético ya nos sorprende gratamente. Sí es cierto que se trata de un texto que no da respiro al lector y que le empuja a un pasado, a un mundo que ya es sólo un espacio hermoso en el recuerdo. Gil-Albert escribe sin tregua, no hay puntos y seguidos, sino comas, que hacen de este texto una larga enumeración de su estética. los pájaros del otoño del otoño se posan sobre el látigo, tu sombrilla es un arpa, y no existe manguito de nutria más dadivoso, que los corderos del hospicio nos traerán relojeras desde el fondo del mar… (Taller, II, pp. 43-62). Hay que reconocer que el escritor alcoyano parece embriagado de surrealismo, porque el texto combina imágenes muy variadas, extrañas mezclas, como si hubiera estado poseído por la escritura automática. Si la miel de la madre le destila en los párpados es porque el escritor añora su presencia, su porte, su elegancia, en un tiempo ido para siempre, de veladas de ópera, de fiestas. De los primeros textos, insertos en el número de Taller citado (“Elegía a un secreto”, “Elegía a un efímero abrazo”), me gusta especialmente el titulado “Elegía a mis manos de entonces”, donde el escritor alcoyano muestra su sensibilidad, su gusto por lo sensual, dejando que las manos sean la muestra de su encantamiento por la belleza del mundo. Son las manos afán de descubrimiento, palmeras abiertas al mundo de la Naturaleza, que, en su ascenso del día, le cobijan con ternura: Mirad mi ya lejana petulancia ¡cuán gentil!, con su nariz altiva como el oro, los dos hermosos arcos vanidosos, y mi pelo corintio… ¡Ya os he llamado, oh graciosas maneras de florecer mis brazos, fieles antenas del cerebro, mecanismo divino! Pero son también “formas finitas leves”, son “alas”, que han tocado la tierra. Como podemos ver, Gil-Albert utiliza el lenguaje cuidado y esmerado, lejano del que están utilizando muchos otros poetas, totalmente influidos por la ideología. Y aparece un largo texto, “Elegía a una tarde purísima”, que lleva como subtítulo ‘Homenaje a Lucrecio’, donde el escritor alcoyano nos regala páginas inolvidables, plenas de la emoción del hombre deslumbrado que, al mirar al paisaje, descubre el mundo como si fuera la primera vez, con ojos de niño, pero con manos de artista: He aquí la calma hecha ya momento inquebrantable. Puede uno moverse por ella, como el dedo en la arena, como el ala en el aire, así es de inmensa. Bajar al jardín es oír el concierto de las gruesas arterias curvadas en cayados, de las potentes venas que rumorean como entre guijos, el aria inaprensible de nuestro nombre único. Dirá cosas como: la seda es patricia en mi cuerpo y tiembla sutilísima sobre mi pecho como el alma de un ánade blanco. Nadie puede negar que Gil-Albert es un esteta que entiende el mundo desde la belleza, desde la contemplación serena y sensible del mundo que lo rodea, en una especie de beatus ille permanente. La quiebra que supone el hombre entre la paz de la Naturaleza queda clara en estas palabras del escritor alcoyano: Las heces fecales del hombre han mancillado la impoluta eucaristía. Incorporado estoy, el aire para mis entrañas arrugadas, los montes son trompetas… La naturaleza es hermosa. Sin embargo, el hombre no ha sabido respetar su belleza y ha mancillado todo lo bello que ésta contiene, a través de la guerra, la religión, el mismo Estado. Hay en esta postura de Gil-Albert un anarquismo necesario en un mundo convertido en miseria por la locura humana. Ya en México, en noviembre de 1939, aparecen nuevos escritos de Gil-Albert en el número VI de la revista Taller. Los textos que contiene este número son “El lugar”, dedicado a José Bergamín y “La muerte”. En el primero, el escritor alcoyano habla del paisaje levantino, el que tanto ha amado durante todos esos años en que recorrió la huerta, embebido de la luz mediterránea. Pero no olvida los montes, que ofrecen su majestuoso espacio a los ojos del poeta: El paisaje es el característico de esta zona mediterránea del interior: montes oscuros de maleza de pino cierran por ambos lados el valle, en cuyo fondo, las ciudades huertas desaparecen entre los amplios trigos a los que hemos visto verdes cuando nuestra llegada, con profusión de frescas amapolas y otras minúsculas floraciones de junio, y hoy completamos marchitándose, oscureciéndose en fantasmales túmulos pajizos alineados sobre el claro rastrojo. (Taller, nº IV. Noviembre de 1939, pp. 48-55) También retrata en este interesante texto el mundo de los campesinos, su labor diaria, la cual nos recuerda a la percepción de Azorín de esos pueblos donde el tiempo no existe, yace muerto en los rincones de las calles, donde las enlutadas van dejando su absorto mirar hacia el vacío de las horas yertas: Por aquí ha vivido estacionado el tiempo, discurriendo por su cauce como la enervante imagen de la monotonía. Las familias de campesinos que asisten como impasibles a la marcha de los acontecimientos y cuyos santones yacen en los suntuosos graneros vueltos hacia la pared, nos hablaron alguna tarde rompiendo su hermetismo habitual, del cura montaraz y cazador, de sus frescas cámaras abiertas sobre el río, y de su huerto, sobre todo de su huerto, del que parecen haber retenido la visión deleitosa, apagada bruscamente para el resto de los hombres. En ese ámbito, donde la vida se estaciona, se vuelve a la Naturaleza en su mayor esplendor. Gil-Albert nos regala hermosas imágenes como la que sigue sobre las higueras: La jornada había sido calurosa y las higueras que crecían abrazadas a nuestras paredes retenían en sus hojas el sopor.
No hay duda de la serenidad que el escritor nos aporta, del esteticismo que late en sus páginas. “La muerte” es el otro texto, la imagen del camposanto nos habla de un mundo donde la muerte está presente, es telón de fondo de las vidas de los habitantes, entra de lleno en sus caminos. La crueldad de los enterradores se pone de manifiesto cuando saltan sobre el féretro, se descubren los cráneos que llenan el lugar, el poeta siente el peso de un mundo horrendo que lo rodea implacable. Cito unas líneas del texto que, espero, sirvan para mostrar el duro relato que hace Gil-Albert: Todo sucedió rápidamente, pero el alma desde no sé qué profundidades se apretaba a mí con una vieja inquietud que parecía reavivarse. Vi cómo uno de los enterradores, para afianzar al muerto en el seno de la tierra, saltó sobre él, lo que hizo que la caja resonara extrañamente cercana y hundida. Aquellos hombres bromearon en su lengua, y comprendí que aludían a alguna cosa terrible. Miré en torno al hoyo y lo que había creído piedras o tubérculos terrosos propios del abandono de aquel bancal, eran cráneos, ya perfectamente limpios y comidos, que el azadón había devuelto a la luz, al abrir para aquel que llegaba una zanja nueva. Esas imágenes pesan sobre el poeta, nos hablan del dolor, no queda lejos el espectáculo de la Guerra Civil y el escritor alcoyano se sobrecoge por tanta crueldad humana, por tanto delirio. Es consciente de que la Naturaleza es el único espacio que queda para poder gozar la vida, lejos del camino de los hombres. No hay que olvidar en Gil-Albert su labor de traductor. Así lo demuestra en el texto “De Hiperión a Belarmino”, donde el gran escritor alemán Fiedrich Holderlin nos deja imágenes de gran belleza que el escritor alcoyano sabe dar forma en castellano: Y así me abandonaba cada vez más, y quien sabe si hasta demasiado, a la feliz naturaleza. ¡Ah! ¡Cómo hubiese deseado volver a mi niñez para sentirme aún más cerca de ella, cómo hubiera querido saber menos cosas y transformarme, para estar junto a ella, en un puro rayo de luz! (pp. 30-36) Al leer las palabras de Holderlin parece que nos hallamos ante la estética de Gil-Albert, ante su visión del mundo, ante su arrobamiento hacia la Naturaleza, fiel confidente del poeta alcoyano y del escritor alemán. El texto pertenece al número diez de la revista Taller, publicado en marzo-abril de 1940. En el número XI de la revista Taller, perteneciente a julio y agosto de 1940, hay un interesante artículo de Juan Gil-Albert sobre Emilio Prados, titulado “Emilio Prados de la Constelación Rosicler”, donde el escritor alcoyano nos recuerda qué significa “rosicler”. Se trata del nombre que el poeta Juan Ramón Jiménez dio a cuatro artistas del verso llamados Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre y Emilio Prados. Gil-Albert pasa luego a hablar de Prados, de su maestría como poeta, de su técnica indudable, etc. Para el escritor alcoyano, Prados representa el misterio, la luz de una tierra llena de belleza, de un paisaje que sobrecoge el ánimo, pero también la melancolía, la búsqueda de verdades entre espacios de sombras: Un poeta, ¿por qué no? —dejemos a un lado la tristeza inefable, la melancolía, lo inasible del “tiempo que pasa”, ese tema tan anacreóntico y tan de nuestro tiempo— de realidades: las rosas, las muchachas, los mancebos, el vino. Prados es el poeta que en México iniciará un camino misterioso, ensimismado, que, para Gil-Albert, significa la genialidad, porque todo cambia cuando Prados pasa por las calles, tal es el suntuoso aroma que transmite su profundo acontecer poético, su figura desgarrada de hombre andaluz: Esto aparte de que cuando Emilio Prados se para ante unas aguas que lo reflejan —veáse el significativo poema “Ignorada presencia”— estas aguas no son las de una fuente cristalina, ni las de un remanso, sino lo que es completamente revelador, las de un pozo. Esto quiere decir que en el escritor malagueño todo se ahonda, hasta penetrar en las cosas, su mirada está llena de luz y contagia el mundo que lo rodea. Termina aquí esta colaboración (salvo algunos poemas que no he comentado, para dedicar un apartado mayor a su libro en el exilio Las ilusiones) de Juan Gil-Albert con Taller, una revista que, como dijo Octavio Paz, marcó una línea a seguir por publicaciones posteriores. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA 1 La foto se hace propaganda: La carne se pudre, la conciencia se corrompe. * El videoarte se convierte en herramienta de la industria, estrategia de propaganda y publicidad. Lady Gaga sueña transformarse en arte viviente (igual que un belén con personas de carne y hueso o un artefacto maquinal animado). Gaga se convierte, también, en objeto fotografiado por la lente de Terry Richardson o Nobuyoshi Araki. De ahí que devenga objeto ultrapop (más allá del pop...). Es ultrapop porque en 2013 se deja engañar por Marina Abramovic (o Abramovic, sencillamente, nos engaña a todos: Gran Prestidigitadora). Hace algo así como un año Marina Abramovic abrió las puertas de su ashram artístico a la estrella pop... En el tiempo en que está allí la graba en vídeo: por ejemplo, desnuda sobre las aguas, entre ellas (cuerpo de Gaga sobre superficie líquida), abriéndose paso, sumergida en parte, caminando por el bosque, cubierta de pequeñas piedras blancas casi translúcidas en un interior doméstico, abrazada a una roca blanca en un espacio donde se podría practicar yoga (suelo de madera, ventanales que dan al bosque), repitiendo algo así como un mantra en posición horizontal, sobre el suelo, algo gélido y sin palabras. Todo se filtra con el simbolismo de la acción (la manipulación de una estrella pop en contexto arty), la metáfora del paisaje que engulle a la diva. Toda una interpretación múltiple, apta para el Sistema Económico, Social y Moral vigente que devora a sus creaciones y las exhibe en red. Así que Abramovic feliz y el mundo también: la Lente recoge el Cuerpo de Gaga y la intelligentsia se abre de piernas. Así que Gaga es ultrapop porque la mentira es el fin para convertirse en obra de arte que respira en una videoperformance desnuda en los bosques de New Jersey (made in Abramovic, claro). 2 Esta dimensión artística de Gaga resulta contradictoria frente a la dimensión industrial de la cantante (por mucho que ella predique —o intente— su filiación con la Alta Cultura y el Arte, en mayúsculas, sí). Gaga no es música sino producto que cotiza en los mercados y busca su cuota de venta frente a otras esclavas de la industria musical como Rihanna, Beyoncé o Miley Cyrus (Madonna, en cambio, es matarife del Sistema y Gaga desea emularla: ubicarse en posición top). Lady Gaga prefigura o sintetiza la muerte de la música en virtud del mercado y la dialéctica del deseo. Su (supuesta) introducción en el mundo del arte no hace sino procurar un incremento en el valor de su capital. A través de ella (a través de Gaga —y con el beneplácito de Abramovic—) se articula un signo sin significado, sólo vacío, tan vacío y frágil como una cáscara de huevo desmenuzada (sin yema, sin clara). 3 CUERPO DE GAGA Convertirse en marca o producto, dejar de ser persona, crear una identidad personal - igual que la imagen corporativa de una multinacional (a su imagen y semejanza)-, una imagen que responde a los intereses y deseos de sus clientes o usuarios (a su imagen y semejanza), amén. Cuerpo de Gaga, amén. (poema de YAZUJIRO KAWAMURA) 4 Componemos una sociedad carnívora que devora cuerpos y genitales. Somos espectadores caníbales anhelantes: Saturno devorando a sus hijos, masticando humanidad. En la publicación Vogue Hommes Japan observamos cómo Lady Gaga juega al bondage con el fotógrafo japonés Nobuyoshi Araki (también hace eso, sí). Luego Araki edita libro y pasa por caja, claro. Con este acto, Gaga subraya su necesidad de complicidad, su deseo de aceptación por parte del círculo del arte (y la intelectualidad). A través de este juego se configura como divinidad del porno emocional contemporáneo (además de pornodiva de cierta intelligentsia). El visto bueno que imprime Araki (y su recepción) certifica que Gaga misma sea interpretada como arte total que canta, posa y se deja maniatar, configurándose como Belén maquinal de una religión zombi. La intelligentsia se humedece y la bendice con el báculo de Slavo Žižek mientras el fotógrafo Terry Richardson —Gran Fariseo del Capital Corporativo— vertebra una no historia en imágenes (en fotolibro editado por Taschen: Lady Gaga x Terry Richardson (2011). Richardson transmite el vacío y la ausencia de significado de esta intérprete que promete ser el paradigma del pop para los próximos años. (Oremos). El vacío (e inocuidad) de la fotografía transgresora e inútil de Terry Richardson se apoya en la carne y el sexo como marca de la casa, en el análisis y erosión de la superficie, la piel como paradigma, una casa que se derrumba con los años y hace aguas, al tiempo que es arrullada por la propaganda del deseo y la adicción narcótica al ego, Vogue del alma, Boletín Oficial. 5 Todos aquellos que encuentran en Lady Gaga un paradigma de la modernidad no se equivocan. Todos aquellos que encuentran en ese paradigma un modo de liberación, una subversión, un elixir (o antídoto) contra la alienación, yerran y se hunden en el fango de la estulticia masiva. Lady Gaga es paradigma de la modernidad contemporánea porque la modernidad contemporánea ha decidido hacerse el harakiri en su apuesta por la superficialidad. De modo que Lady Gaga es la pornodiva del vacío, un vacío que se maquilla metafísico. Lady Gaga, la diosa falsa: Injerto de la Hiperclase (o tentáculo pop de la oligarquía intelectual) en la conciencia colectiva. Pornodiva de la Multiconciencia, diosa del Teleporno: Donde la conciencia se reduce a un intercambio de piel o carne (Yazujiro Kawamura dixit). Pornodiva porque diva significa divina en latín. (Divina ultra.) Una divinidad que no tiene nada que decirnos y que baja a la Tierra para ser admirada y loada por los fans. Igual que los deportistas que son los cruzados contemporáneos del Capital, monjes guerreros sin nada que decir, monjes guerreros que luchan por la Pole Position. Igual que Gaga busca la posición top, el clímax mediático: Liturgia, rezos, cuerpo de Cristo, cuerpo de Gaga. El Segundo Advenimiento no tiene Evangelio, no tiene palabra, sólo polaroid, imagen fija susceptible de ser interpretada por los apóstoles. Susceptible de ser fotografiada por Terry Richardson, el Evangelista. (Oremos.) 6 Pornodiva y ultrapop. Eso es. Porque el filósofo de moda, Slavo Žižek, se enamora de la divina devoradora. Así que el espectador caníbal dice amén. Slavo. Žižek. Kurt Cobain del pensamiento contemporáneo en monólogo de club de la comedia, apostolando un Nirvana Socialista, de Hipermercado, subvencionado por la élite cultural, política y económica. Slavo. Žižek. Divo intelectual meets Pornodiva. Amén. Nothing else matters (Metallica dixit). Hecatombe del intelecto, de la sensatez (y amén). — ¿Te has comido también la clara del huevo? ¿La yema? ¿Has ingerido el Vacío? —pregunta Yazujiro Kawamura a Gaga, cuerpo de, en una entrevista concedida a la revista Antivice. (*) (*) ADVERTENCIA(s):
1. La conversación presente en este texto entre Yazujiro Kawamura y Lady Gaga son absolutamente ficcionales (quizás hayan tenido lugar dentro de una pesadilla esquizorreal). 2. La revista Antivice no existe: sólo es otra cruz invertida donde se refleja su antónimo real en este plano, a este lado del espejo. LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO6/9/2014 por MANUEL GUERRERO CABRERA Ricardo Ostuni (1) en su Viaje al corazón del tango apunta que: El tango es antiguo como el hombre nació con el primer dolor del alma. Si en esta afirmación, cambiáramos «El tango» por «La religión», también sería válida y, posiblemente, igual de certera, aunque menos pretenciosa. En verdad, el tango nació como tal en el siglo XIX y su vida ha estado muy ligada a lo religioso; de manera que es probablemente uno de los pocos bailes que de primera mano han querido comprobar dos Papas, Pío X y Pío XI, en 1914 y 1924, respectivamente, para determinar si era pecado (2). Y es que, entre otras cosas, de sus orígenes, nos han llegado tangos, cuyos títulos eran una declaración indecente de intenciones: Tocámelo que me gusta, Empujá que se va a abrir o Va Celina en punta. En 1917, Carlos Gardel cantará con éxito Mi noche triste ante un auditorio de alta sociedad, lo que hará que el tango deje de ser exclusivo de los arrabales. Al poco, el éxito y difusión que alcanzó el tango hizo que se fuera vigilado durante las distintas dictaduras y gobiernos militares, llegando al caso de eliminar el lunfardo y el voseo de las letras, tarea en la que destaca el católico Monseñor Gustavo Franceschi. En otras palabras, un ataque a lo moral o inmoral, según se mire, de las letras de tango. No obstante, hay tangos que hacen alusión a prácticas religiosas, como Misa de once: Voces de bronce llamando a misa de once. Siguiendo a Carlos A. Manus (3), hay tangos destacables en la temática religiosa, como Al pie de la Santa Cruz de Mario Battistella o Si volviera Jesús de Dante A. Linyera; o, por su rechazo e irreverencias a Dios, como Al mundo le falta un tornillo, de Enrique Cadícamo (Y la chiva hasta a Cristo/ se la han afeitao) o Como abrazado a un rencor, de Antonio M. Podestá («Yo quiero morir conmigo,/ sin confesión y sin Dios,/ crucificao en mis penas»); sin embargo, uno de los autores que emplea con más eficacia la imagen de raíz religiosa es Enrique Santos Discépolo. Y nosotros añadiríamos que hace un uso original y mordiente de ella; por lo que consigue destacar, aun cuando su obra no sobresale por lo literario, como ocurre con Homero Manzi u Homero Expósito, sino por su contenido. Es Discépolo (Buenos Aires, 1901–1951) el motivo de este artículo, en el que mostraremos cómo emplea imágenes de origen cristiano para denunciar la realidad. En 1926, compone Qué vachaché, que, según su autor, «es una canción agria y "desesperanzada"» (4): Si aquí ni Dios rescata lo perdido, ¿qué querés vos? ¡Hacé el favor! […] El verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina y el dinero es Dios. […] ¡Qué vachaché, si hoy ya murió el criterio: vale Jesús lo mismo que el ladrón! El tango es el reproche de una mujer a su marido o amante por su falta de sentido común. Como apunta Sergio Pujol, «su letra tiene alguna deuda con el grotesco, y el cinismo del yo poético no reconoce antecedentes en la canción porteña» (5). Norberto Galasso indica que el tango fue escrito en un momento de grandes dificultades económicas para el autor y su hermano Armando, que «hacen más evidente para Enrique la contradicción entre la escala de valores morales vigente y la dura lucha por la vida en una sociedad organizada para el pillaje» (6); no obstante, pese al paro de los trabajadores, la prostitución o el escaso dinero, el tango no es un éxito: en Buenos Aires no consigue estrenarlo y en Montevideo fracasa, porque ataca a los valores burgueses (7). Por un lado, Dios aparece primero en una expresión exagerada (el todopoderoso no puede recuperar lo que se ha perdido) como muestra de desesperación; y, después, como metáfora igualatoria del dinero. Por otro lado, y lo más relevante, es el valor despreciativo de Jesucristo, al equipararlo con el mal ladrón. En este caso, Discépolo emplea a Jesús como metáfora metonímica de los valores cristianos, que la sociedad estima en igual equivalencia a sus contrarios, los del ladrón; es decir, da igual ser honrado, o no; porque el dinero, como dijo antes, es el verdadero Dios, y quien lo tiene manda. Francisco García Jiménez replica este aspecto en Adiós, Ninón (8): ¡Adiós, Ninón! Te cedo los ladrones. A precio igual, ¡me quedo con Jesús! Pero, tras este desafortunado comienzo, vendrán dos éxitos, Chorra, de 1927, y Esta noche me emborracho, de 1928, que no aportan nada a nuestro estudio, aunque harán que nuestro autor escriba Malevaje –1929–, donde actúa contra el segundo mandamiento: Decí, por Dios, qué me has dao, que estoy tan cambiao, no sé más quién soy… En Chorra se canta cómo cómicamente un hombre recela a las mentiras de una mujer; en Esta noche me emborracho, se muestra con sarcasmo el dolor de haber amado lo que antes era belleza y hoy es un fantoche; y en Malevaje tenemos a un guapo, a un hombre bravo que debe mantener su actitud viril ante su grupo de malevos, pero se ha enamorado. Discépolo empleará una sencilla imagen religiosa para mostrar «la subordinación y la debilidad del protagonista» (9), en una ridiculización del «código del coraje» (10): Ya no me falta, pa' completar, más que ir a misa e hincarme a rezar. Ese mismo año escribirá Soy un arlequín, un tango que se sobresale de lo convencional: “En él [el tango Soy un arlequín] descollaban la fuerza rítmica de la poesía, la combinación de agudeza analítica con un sentido dramático perfecto y la creación de una voz confesional que, montada sobre reiteraciones y ecos musicales, contaba historias desde un yo lírico inconfundible. Nadie había llevado a un punto tan alto el soliloquio en el tango.” (11) Aunque el arlequín haga referencia a un ser que, rodeado de alegría, siente un profundo pesar; la explicación de esta pena estriba en una imagen religiosa: la relación entre Jesús y Magdalena. En especial, hay dos puntos sobresalientes: el primero es la espléndida metáfora del «folletín de Magdalena», que se remata con la referencia a la crucifixión; y el segundo es el uso de términos relacionados con el mensaje de Jesús, tales como «arrepentida», «salvación» y «redimir», conceptos o nociones de claro vínculo cristiano. Me clavó en la cruz tu folletín de Magdalena, porque soñé que era Jesús y te salvaba. Me engañó tu voz, tu llorar de arrepentida sin perdón. […] Viví en tu amor una esperanza, la inútil ansia de tu salvación… […] Si he vivido entre las risas por quererte redimir. Esta Magdalena ha representado un papel y, por lo tanto, ha engañado a un hombre que se creyó un Jesús para salvarla de su caída. No hay, pues, redención para esta Magdalena, lo que provoca el desencanto, la decepción en un hombre que siente que lleva puesta una máscara. Estos años son considerados de importancia para Villarroel, porque Discépolo aporta el tono agridulce «y una intención de plasmar, en un rictus rebelde, algo de lo mucho resquebrajado e infrahumano a que estaba expuesto el porteño de su tiempo» (12). El imprescindible Yira, yira –1930– insiste en esta línea del desencanto. Para el interés de este artículo, no aporta casi nada, ya que solamente se alude a la «fe» de pasada. Algo similar ocurre con Confesión, del mismo año, u otras composiciones, que recuerdan a los dos tangos anteriores (por ejemplo, en Confesión: «Perdí tu amor… ¡Nada más que por salvarte!»). No queremos dejar sin aludir Que sapa, Señor, un «diálogo confiado con Dios» sobre su desorientación (13), en el que no emplea ningún tipo de referencia como las que estamos analizando. Así, llegamos a 1935, cuando escribe uno de sus tangos más conocidos: Cambalache. No creo que sea necesario explicar el carácter de himno desencantado y mordaz con el que esta composición ha logrado definirse. En Cambalache hallamos una única referencia religiosa, una metáfora muy lograda y, con osadía, la más reconocida de su repertorio: Herida por un sable sin remaches, ves llorar la Biblia contra un calefón… Discépolo unifica tres aspectos morales con un fin burlesco: el heroísmo del pasado (el sable), la fraternidad de Cristo (la Biblia) y el bienestar presente (calefón) (14). Todo esto está «revolcao» en un cambalache irreconciliable y no hay manera de acertar con lo que está bien o lo que está mal, porque «todo es igual, nada es mejor». En este tango, la Biblia representa la conducta de ayudar al prójimo que Cristo predicaba y que no es posible por la injusticia, la deshonestidad y la corrupción del ser humano. En el resto de tangos discepolianos, no aparece ninguna imagen relacionada con la religión; sin embargo, la palabra Dios aparece casi siempre. Veamos tres casos destacados. En Uno –1943–, se queja de que lo tardío de su amor y atribuye a Dios su triste situación. En Canción desesperada –1945– lanza una pregunta retórica que transmite el desamparo que recibe de Dios: «¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?» Tanto en Uno como en Canción desesperada Dios se conjura contra él y su felicidad. Tormenta, de 1939, representa su mejor expresión dramática en sus dudas hacia la divinidad, «un grito desesperado que muchos vieron como la proclama de un agnóstico» (15). Todos los críticos la consideran una pieza de gran valor, por lo que merece nuestra atención, si bien no expone ninguna metáfora religiosa. Pujol la define como «el grito de Munch en clave argentina» (16) y Dei indica que es «el poema logrado literaria y conceptualmente en toda su extensión» (17). Este tango se caracteriza por repetir la expresión «¡Dios!» como apóstrofe en todas las estrofas, pues, aunque pareciera tratar de establecer algún tipo de diálogo con Dios, sin respuesta, es un soliloquio: Si hoy la infamia da el sendero y el amor mata en tu nombre, ¡Dios!, lo que has besao… El seguirte es dar ventaja, y el amarte es sucumbir al mal. No quiero abandonarte, yo; demuestra una vez sola que el traidor no vive impune, ¡Dios!, para besarte… Galasso insiste en la angustia del tango y en la crisis de unos valores que manifiestan «la evidencia de una sociedad donde triunfan los audaces y los pillos […], siente tambalear su fe en el "amaos los unos a los otros"», asunto cristiano que ya hemos comentado en otros tangos (18). Tanto él como Pujol coinciden en que el ambiente prebélico a la II Guerra Mundial debió influir en su tono angustioso, que pide a Dios una muestra de su influencia, para ofrecerse feliz como ofrenda: Enséñame una flor que haya nacido del esfuerzo de seguirte, ¡Dios!, para no odiar al mundo que me desprecia, porque no aprendo a robar… Y entonces de rodillas, hecho sangre en los guijarros, moriré con vos, feliz, ¡Señor! Discépolo expone su filosofía en los tangos. El desencanto es la nota más habitual en ellos y, para mostrarlo, emplea diversas imágenes literarias, entre las que destacan las de origen religioso, más que por ser pródigo en ellas, por su fuerza literaria y la variedad de significados que expresa con ellos, desde debilidad en un guapo al engaño de una mujer; pero, sobre todas, la herida y llorosa «Biblia contra el calefón» es el verdadero icono crítico a la sociedad hipócrita que causa su desengaño, el que expresa en sus tangos. NOTAS: (1) OSTUNI, p. 26. (2) GOBELLO, pp. 41-43. (3) MANUS, s.p. (4) DEI, p. 35. Todas las letras de los tangos están tomadas de los títulos de la bibliografía. (5) PUJOL, pp. 93-94. (6) GALASSO, p. 51 (7) Ídem, p 53. (8) MANUS, s. p. (9) GALASSO, p. 62. (10) PUJOL, p. 137. (11) Ídem, p. 139. (12) VILLARROEL, p. 69. (13) DEI, p. 49. (14) En términos similares, seguimos a GALASSO, p. 104. (15) PUJOL, p. 245. (16) Ídem, p. 246. (17) DEI, p. 57. (18) GALASSO, p. 126. BIBLIOGRAFÍA: DEI, Daniel (2000): Discépolo. Almagesto. GALASSO, Norberto (2004): Discépolo y su época. Corregidor. GOBELLO, José (1999): Breve historia crítica del tango. Corregidor. MANUS, Carlos A. (2002): El tango y la religión. Terapiatanguera.com, enero de 2002. OSTUNI, Ricardo (2000): Viaje al corazón del tango. Lumiere. PUJOL, Sergio (1997): Discépolo: una biografía argentina. Emecé. VILLARROEL, Luis F. (1957): Tango. Folklore de Buenos Aires. Ideagraf. FICHA ARTÍSTICA DE LOS TANGOS COMENTADOS
1.- Misa de once (1929) Música de José Guichandut y letra de Armando Tagini. Recomendamos la clásica versión de 1929 realizada por Carlos Gardel. 2.- Al pie de la Santa Cruz (1933) Música de Enrique Delfino y letra de Mario Battistella. El mismo año de su publicación fue grabado por Alberto Gómez. También recomendamos, pese a las diferencias en lo que cuenta, la de 1949, interpretada por Carlos Dante y la orquesta de Alfredo De Angelis. 3.- Si volviera Jesús (1935) Música de Joaquín Mora y letra de Dante A. Linyera. Ese mismo año la graba Carlos Dante con la orquesta de Miguel Caló. 4.- Al mundo le falta un tornillo (1933) Música de José María Aguilar y letra de Enrique Cadícamo. Además de la versión de Carlos Gardel de ese mismo año, la de Julio Sosa y la Orquesta de Armanda Pontier de 1959. 5.- Como abrazado a un rencor (1930) Música de Rafael Rossi y letra de Antonio M. Podestá. La mejor es la Carlos Gardel, de 1931. 6.- Qué vachaché (1926) Música y letra de Enrique Santos Discépolo. Es complejo recomendar una buena interpretación de este tango, por la dificultad que entraña. Con guitarra, lo grabó Carlos Gardel en 1928 y, con su orquesta, Roberto Rufino en 1960. 7.- Malevaje (1929) Música de Juan de Dios Filiberto y letra de Enrique Santos Discépolo. Junto a la de Carlos Gardel de ese mismo año, recomendamos la de Roberto Goyeneche de 1977. 8.- Soy un arlequín (1929) Música y letra de Enrique Santos Discépolo. La versión de Roberto Goyeneche, de 1972, con la Orquesta de Atilio Stampone es de las mejores. 9.- Que sapa, Señor (1931) Música y letra de Enrique Santos Discépolo. Alberto Gómez la grabó en ese año. 10.- Cambalache (1935) Hay varias versiones de interés, pero aquí destacamos la de Julio Sosa con la Orquesta de Leopoldo Federico de 1964, y la de Roberto Goyeneche de 1970. También es interesante la de este cantor con Piazzolla. 11.- Tormenta (1939) Música y letra de Enrique Santos Discépolo. Recomendamos la grabación de Floreal Ruiz con la Orquesta de José Basso, de 1962. 12.- Uno (1943) Música de Mariano Mores y letra de Enrique Santos Discépolo. También hay varias buenas grabaciones de este conocido tango. Aquí recomendamos la de Libertad Lamarque, de 1943, y, en especial, la de Edmundo Rivero con la Orquesta de Stamponi de 1959. 13.- Canción desesperada (1945) Música y letra de Enrique Santos Discépolo. Recomendamos la grabación de Roberto Goyeneche con la Orquesta de Stampone, de 1972. |
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