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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO El gran poeta nicaragüense, cuya vida y obra todos conocemos, fue también un gran crítico literario, un hombre de prosa deslumbrante, que enamoró a sus contemporáneos, dejando páginas inolvidables en libros como Azul, esos cuentos que nos ofrecen un mundo mágico, un paisaje lleno de encantamiento. No solo Azul, también sus críticas a la España de la época fueron recogidas en España contemporánea, un libro que vio la luz en los últimos años del siglo XIX y que son un testimonio necesario para conocer la mirada de Darío al mundo, una luz llena de sabiduría, que triunfó en su poesía, pero que no desmereció en su prosa. España contemporánea nos obliga a mirar a un país atrasado, que Darío conoce muy bien, que ya ha visitado anteriormente, pero que ahora analiza con mirada de entomólogo, con la precisión del analista de una sociedad que debe evolucionar, para no perderse en la eterna mediocridad. El 1 de enero de 1898 el poeta llega a Barcelona, se topa con el mundo marino que aparece en La Barceloneta, con una ciudad prendada de luz, moderna ya por la influencia de la cultura y el arte entendido como voraz protagonista en tiempos, no solo los suyos, sino los de todos, de corrupción política y de injusticia social. Describe Las Ramblas, con ese pincel fino que lleva entre los dedos, con esos ojos de alquimista, que todo lo transforma en arte: En esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la Hermenegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento. La Rambla es ya el trasunto de la modernidad, un lugar donde los nuevos tiempos bailan al compás de lo antiguo, para generar un porvenir necesario y fascinante en nuestro final de siglo XIX: Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del Porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver; es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resulta tan palpable en magnífico alto relieve. Darío ya presiente el futuro de la sociedad obrera, el mundo que se revela al señorito, que busca un lugar en la sociedad, que huye ya de la esclavitud de las relaciones laborales anteriores. Rubén Darío mira a la ciudad de Gaudí e intuye la Semana Trágica, que en 1909, llena de sangre las calles de la ciudad condal, donde los obreros se enfrentan en gran batalla contra la sociedad de clases que ha pervivido durante los siglos anteriores, obreros que se sientan al lado de dos aristócratas en una cafetería de la calle Colón y bebe su licor al lado de ellos, sin que estos se inmuten, donde el desprecio de unos hacia los otros ya revela lo que será el sangriento siglo XX. Pero Darío, gran poeta, va cincelando su España contemporánea, hace una semblanza del rey Alfonso XIII en este libro revelador, lo pinta en ese aire del pasado, como en una película de aquellas que adoraron nuestros abuelos, como la inolvidable Sissi, va en el carruaje, tiene ese aire de los Borbones que hereda algo de los Austrias, como si la sangre de ambos se mezclase en los salones donde el placer, la opulencia y la lujuria han sido emblemas de reyes, sin eludir una cierta tristeza y la melancolía de los locos, como en el rostro atormentado de Carlos II, señalando el rostro una cara esculpida con el detalle de los grandes romanos, como el amado Miguel Ángel: Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad Infantil. No está tan crecido como los retratos nos hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria, de un Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes; el cuerpo no es robusto, pero tampoco canijo. Pero Darío ama a España, sin dejar de hablar en este libro prodigioso y no tan conocido (para muchos Darío fue poeta, de los grandes, pero olvidan su labor crítica y su temperatura de prosista de alta calidad), de la narrativa americana: Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la propia cultura, la necesaria cultura; me refiero al hijo de Vicuña Mckenna; a Benjamín Vicuña Mckenna Subercasseux, de nombre un poco largo, para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionalista: la novela de la colonia. Darío conoce la novela que triunfa, pero pasea sus ojos de poeta por los rincones de España, tanto es así que admira a Menéndez Pelayo, confraterniza con Valle-Inclán y con los modernistas españoles, para hilvanar su literatura de cisnes y de paraísos maravillosos, mientras su desencanto va fraguando la tristeza que anida en Cantos de vida y esperanza (1905), el libro que rompe lo idílico y hermoso que anidaba en su célebre Prosas Profanas (1898). Darío conoce el poder de los Estados Unidos y los critica, como el imperio que empieza a ser y canta a España, como el imperio que ha declinado para siempre. Cuando releo este libro portentoso de Darío que tanto nos enseña de su visión de España, me detengo en sus palabras laudatorias acerca de Menéndez Pelayo, el sabio que tan joven sentó cátedra en España: Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsicosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positiva, viva antítesis del pedante, archivo de amabilidades; pronto para resolver una conducta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo. Sin duda, Darío admira al sabio que no hace ostentación de ello, de conversación apasionante, en la modestia infinita del que se sabe mortal, del que duda de su propia presencia en el mundo, del que conoce la complejidad de todo y la banalidad, a su vez, de cualquier espíritu trascendente. Y queda la imagen de la mujer española, para poner colofón a este repaso por la vena prosaica de Darío, por su coqueteo con el lenguaje de la buena prosa, con fino estilete, el de un creador de rápida imagen, de verbo sagaz y de clarividencia inigualable, un nicaragüense que es, sin duda, el padre de la literatura de la tierra posterior. En su visión de la mujer española, Darío nos habla de los tipos de mujer, como si poetizase al cisne, enamorado de ese dibujo impresionante que la mujer morena nos regala en nuestra bella Andalucía o la madrileña que pasea por las fiestas del quince de Mayo: Hay distintos tipos que se imponen, pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello colombino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones, y la rosada y firme de elasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos. El divino poeta conoce a la mujer, la escruta y sabe que en sus rostros se halla la virtud y el pecado, la eterna contradicción de los sexos que se aman y se repelen desde tiempos ancestrales. La española es, para el poeta, un cuadro donde mirar España, donde contemplar su belleza y sus sombras. Concluyo con esta sentencia dariana, dura afrenta que debe ser entendida en su contexto, pero que, desgraciadamente, pesa aún en los que vivimos las aulas cada día como docentes, esa idea de Darío de una educación prostituida por unos y por otros, siempre políticos que no entienden de enseñanza, sí de mezquinas afrentas al sentido común, que padecemos hoy día, de manera sangrante. En la España de la época, el problema no era un profesorado competente en manos de políticos incompetentes, como ahora, sino el de una España atrasada, donde ni los profesores tenían capacidad para serlo, porque no había una selección de rigor previa a la profesión docente. Darío, para no extenderme en un artículo duro y de gran hondura, sentencia:
La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza. Considera a los maestros como desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. También cuestiona la enseñanza de memoria y de ser profesor en su púlpito de la Universidad de la época, salva a la Institución Libre de enseñanza, pero señala el fracaso de esa propuesta tan interesante en la España del XIX. Darío, en un artículo escrito el 8 de septiembre de 1899, nos habla de una enseñanza que condena a miles de estudiantes a la nada y a la ignorancia, ahora, si viviese, sabría que aún no hemos arreglado un tema tan importante y que las manos de la mala política nos condenan a la mediocridad para siempre. Darío fue y debe ser considerado un maestro, un precursor de las ideas de otros que hablaron del fracaso del sistema, de la necesidad de cambios sociales. Darío merece, por todo ello, este homenaje a su labor de prosista, menos conocida y alabada que la de poeta.
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por JOSÉ LUIS MARTÍNEZ CLARES Poeta del instante, / se han parado las horas”. Pilar Quirosa-Cheyrouze Los partos son un capricho de la biografía: que uno nazca, por poner el caso, en el Tetuán del medio siglo; que tu nombre descanse en un Pilar; que algunos de tus apellidos se peinen a lo garçon; o que tengas que llegar hasta un rincón de un país arrinconado para dar forma a las sombras con la luz de la palabra, es buena prueba de ello. Desde el primer instante, el porvenir se rinde al azar y sólo un cúmulo de casualidades pudo conseguir que Pilar Quirosa-Cheyrouze (Tetuán, 1956) sea una poeta de Almería, pues, aunque llegase aquí después de un cierto periplo vital, ha sido en esta tierra de luz meticulosa donde ha desarrollado la mayor parte de su trayectoria poética. Y esta tierra, que es una madre severa moderada por la luz tierna de la historia, una pasión extrema en la que el sol asfixiante invita a desprenderse de todo lastre, se ha convertido en el escenario natural que determina el lirismo, la cadencia y el aroma de sus versos. Pilar que nos escribe: Y, sin descanso, costea mi frente el mar. Ese mar antiguo, el rito inextinguible del agua, los tiempos ancestrales; el Mediterráneo empapando cada uno de sus recuerdos, fluyendo en la intensidad de los azules, llegando a nosotros a través del oleaje de la memoria; y el presente que nos parece un baño de sal en la bajamar de cada día. Pilar Quirosa es una de esas poetas de extensa producción que han sobrevivido, pese a todas las inclemencias sociales y culturales, a la desaparición de las clases medias literarias y que continúan en la brecha en unos tiempos en que publicar un libro te puede salir muy caro. Y esto no es ninguna metáfora. Es, además, una persona que se ha implicado, desde siempre, en los acontecimientos culturales de su ciudad, hasta tal punto que, con frecuencia, no resulta fácil discernir cuál es la vida cultural de Almería y cuál la de Pilar Quirosa. Acercarse a Pilar es acercarse a la poesía, pues siempre nos recibe con una sonrisa inabarcable (se diría que los verdaderos poetas no conocen el divismo) y, a partir de ahí, todo resulta emotivo porque por fortuna todavía quedan personas como Pilar, personas a las que alguien les regaló esa chispa que prende la llama inefable de una emoción, el fuego alucinado de la Poesía. De ahí que sea un placer escucharla en cualquiera de sus vertientes: cuando nos presenta al autor de turno con devota admiración (en la mayoría de los casos) y, cómo no, cuando es ella misma la que nos lee sus propios poemas (qué merito tiene leer bien un poema. No digo recitarlo. Hablo de leerlo bien. Leerlo como lo hace Pilar). Con frecuencia, sale uno de sus lecturas pidiendo asilo a la memoria, más receptivo y terrenal, ya entrada la noche, prometiendo hacerle caso a cada verso: Duerme tranquilo, / sólo se escucha al repartidor de niebla. Pilar pertenece, además, a ese linaje de poetas que sin pretenderlo nos orientan y enriquecen al resto. Pero ella nos ilumina como lo haría un verdadero docente: predicando con el ejemplo. Nos lo decía Luis García Montero en su última visita. Nos decía que no es bueno escribir del amor cuando uno está locamente enamorado, o abandonarte al dolor de los versos más trágicos cuando el drama oscurece tu vida, cuando nos bañamos diariamente en el gris del agua. Es mejor escribir con perspectiva, dejar madurar esos sentimientos irrevocables, dar vida a las palabras desde la contención, porque es ahí donde radica la emoción de un poema, en ese puedo y no quiero que tanto cultivó Rafael el Gallo o en el decoro de aquellas lágrimas que se atrincheraban en la garganta de Katharine Hepburn únicamente para que le vibrase la mirada. Es éste uno de los pocos principios poéticos que aún respeto y, ciertamente, lo aprendí leyendo a Pilar, leyendo ese dolor del que afirma Fernando de Villena que se nutren sus versos, el dolor que siempre queda como rastro inquebrantable del tiempo al pasar, un dolor que en sus poemas apenas nos duele porque lo viste con el lirismo emocionante, dulce, de la añoranza. Es la suya una poética de momentos inolvidables, de palabras atrapadas por la tela de araña del recuerdo, de preguntas retóricas para las que no hallaremos respuesta ni falta que nos hace. Porque cómo explicar que el amor, antes de morir, reserva un palco en el teatro de la memoria o que la intemporalidad es propia de las peores atrocidades humanas. Pero, del mismo modo, esta nostalgia de Pilar siempre mira hacia delante desde su torre vigía y nos acompaña sin hacer demasiado ruido, sin oscurecernos el pensamiento ni el porvenir. Por eso, me gusta que las tardes me sorprendan acariciando alguno de sus libros. Percibo, a tientas, mucha claridad en ellos. Otras veces, me anochezco, me demoro, me sumerjo tercamente en las playas de sus poemarios porque esas secuencias de poemas constituyen el perfecto habitáculo de los instantes que regresan. Leyéndolos, uno descubre que Pilar tiene la virtud de decir las cosas con la sinceridad que otros ya hemos perdido y, por su boca, nos preguntamos: Cómo escribir un poema / esperando el regreso de la luz, / la única estancia habitada. Afuera siempre es otoño y debe llover, pero yo imagino a Pilar escribiendo en una habitación iluminada por el retorno perecedero de los recuerdos, nadando contra las olas, aguardando el sol de la medianoche, y me pregunto si no serán la espera, la memoria, la palabra, las únicas luces que nos quedan. Gracias a ellas, a esas guaridas inexpugnables del poeta, Pilar se anticipó a todos los naufragios que habrían de llegar y ahora, como Hypatia —aquella primera Mujer a la que dedica un último poema— nos espera serenamente entre versos infalibles porque ésta es la hora / así lo han querido los astros, / el instante de dilapidar un sentimiento. Instantes siempre asociados a una canción, a una mirada, a una luz, o a confidencias como ésta: Parece que fue ayer, Vanessa, cuando / en el lejano recorrido pensábamos / que algún día te llamaríamos por tu nombre.
Ah, Pilar, tal vez por todo esto sienta que, pese a las cosas que nos ha ido quitando la vida, seguiremos atravesando la arena de los días, leales como siempre a la inercia de la espuma, al balanceo de las olas, a la embaucadora luz del horizonte, porque, aunque muchos lo duden, a los náufragos nos queda el coraje, todavía. |
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