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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
"tren fantasma a la estrella de oriente" de paul theroux: el viaje como forma de conocimiento12/4/2014 por PEDRO GARCÍA CUETO Paul Theroux nació en Medford en 1941. Tiene a sus espaldas una larga carrera de escritor. Una de sus novelas más famosas fue La costa de los mosquitos, llevada al cine y ganadora del James Tait Black Memorial Prize en 1981. Merece la pena recordar también que Paul Theroux siempre ha estado muy interesado por la literatura de viajes, ya que, si algo le caracteriza, es su continuo peregrinar por lugares del mundo en busca de su propia identidad. Por ello, el título de mi artículo tiene que ver con ese afán de conocerse a través de los otros, ya que el viaje representa un lugar de encuentro, el espacio de la emoción entre seres diferentes que se reconocen en el viaje iniciático hacia nuestra más honda realidad, como Ulises en busca de Ítaca. Si en El gran bazar de ferrocarril (1972) nos contó su viaje entre Gran Bretaña y Japón, ahora, con la maestría que le caracteriza para saber ver el mundo en sus más íntimos matices, nos presenta en Tren fantasma a la estrella de oriente (2010) un libro penetrante, surcando los lugares más deseados, pero también los más siniestros, porque el escritor americano no hace concesiones, expresa en sus libros la verdad, el lado sombrío y luminoso de la humanidad que va recorriendo como un entomólogo en su investigación. Si todo empieza en Londres y su visión del Canal de la Mancha, Theroux nos brinda imágenes demoledoras de una Bucarest de la que reniega, frente a una Estambul que lo fascina: Rumanía era un sitio que pocos visitaban por placer, y esto era evidente con su aire de abandono, en los edificios arruinados, en la melancolía de la gente. Parecía carente de vida, un mundo que se hubiese detenido. (p. 53) Estambul, sin embargo, expresa el progreso, una ciudad que, pese a su imagen oriental representa lo cosmopolita, tan lejos del pasado y de la pobreza de Bucarest: La mayoría de las ciudades me desagradan, pero me doy cuenta de que es posible habitar en Estambul: es una ciudad que tiene el alma de una aldea… Decir que es bella es tan obvio como frívolo, aunque la visión de sus mezquitas y sus iglesias es de las que a uno le detiene el corazón. (p. 67) Y, naturalmente, aparece el tren, tan importante para entender el viaje que sin él no podemos comprender al viajero, tan lejos del turista, este último un merodeador de los monumentos en busca de cientos de fotografías, el primero un enamorado del tiempo, de los espacios diferentes y de la belleza del mundo. Para Theroux el viaje en tren no tiene que ver con el lujo, sino con el itinerario en viejos vagones, donde se oye en traqueteo del tiempo, que no es otro, que el vaivén del alma: Hay dos formas de viajar en tren a Estambul: mi traqueteo, dando rodeos de acá para allá, en tres trenes distintos, y la manera lujosa. (p. 34) El escritor americano recorre muchos lugares: La India, con su extrema pobreza, Vietnam, Camboya, donde el desolador panorama nos habla de la guerra. Merece la pena detenernos en el tren que va camino a Pyin-Oo-Lwin en la ruta hacia la China, pasando por el valle del río Mandalay. Podemos apreciar la pasión poética del viajero, embriagado de la belleza de la ruta, enamorado del paisaje, de lo que el tren, en sus múltiples espejos, va dejando atrás: El tren iba tan lento que salió el sol antes de que comenzáramos a dejar atrás el valle del río Mandalay. Nada más remontar las primeras colinas refrescó el aire llenándose de aromas vegetales: las campanudas flores amarillas del árbol de la caseína y los hedores de los canales llenos de jacintos, con los que los birmanos alimentan a sus cerdos. (p. 390) Y la tristeza infinita de La India, donde los mendigos inundaban el camino, asomando sus mutilaciones a los turistas para que estos les diesen unas monedas. La verdad del mundo, en su inmensa miseria, es reconocida en el libro, ya que Theroux no esconde nada, conoce que el mundo es bello y sombrío, a la vez: Los mendigos los consideraba parte integral de la vida en La India. ¿Cómo van a existir trescientos millones de habitantes sin que haya mendigos? Formaban parte de los templos, del paisaje; ni siquiera eran la peor parte de todo. Pero me dejaban hecho polvo. (p. 326) En su vuelta a Europa, Theroux sabe que ahora conoce más el mundo, espacio mágico y reluciente, pero, al igual que en La Divina Comedia, hay un descenso a los infiernos, como nos recordó Conrad al escribir su gran novela El corazón de las tinieblas. Como un gran viajero, en la línea de Stendhal, Paul Bowles y otros, Theroux, adaptándose a su siglo, ve el mundo en su barbarie, donde la guerra y el terrorismo son señales indudables de un claro antagonismo entre dos mundos: el civilizado y el que está por hacerlo. Pero se da cuenta de que el “civilizado” esconde la barbarie, la injusticia y que propicia que el otro nunca llegue a considerar los placeres de nuestro mundo. Al llegar a Berlín, casi al final del libro, Theroux, más lúcido, pero no más sabio, dice lo siguiente, que puede servir de epílogo de este pequeño estudio: Había terminado por entender que el viaje en mi caso ya no era un mero interludio en busca de diversiones, ni tampoco un prolongado rodeo para dirigirme a mi lugar de residencia, sino una forma de vivir mi vida: un viaje sin fin cuyo único destino es la oscuridad. (p. 667) El final es desconsolador, cuando el escritor dice que la pobreza se extiende y que el mundo va peor, mientras nosotros vemos, cómodamente, la televisión y las imágenes que nos inundan de catástrofes y terremotos (casi siempre en los mismos lugares). Theroux ha comprendido que el viajero no es el turista que desconoce el mundo, tras haber fotografiado unos cuantos monumentos, sino aquel que lo penetra y que nunca, herido ya para siempre, vuelve a ser el mismo.
1 Comentario
por VIOREL RUJEA El viaje ha sido siempre un concepto cargado de múltiples significaciones y de una simbología polifacética. Por tanto, no es de asombrar que haya constituido desde la más temprana edad de la civilización humana tema de meditación tanto para la filosofía como para la creación literaria. En la mayoría de los casos el viaje ha sido considerado como un símbolo de la vida misma, que es un camino entre el nacimiento y la muerte o un tránsito hacia una existencia de otro tipo. Tal multitud de aspectos desde los cuales se puede enfocar la experiencia existencial del viaje ha dado rienda suelta a la más desenfrenada imaginación de los artistas creadores de mitos y leyendas de todas clases y los autores pertenecientes al área cultural hispánica del continente americano no son una excepción. Ellos se inscriben con sumo éxito en la corriente de pensamiento de la cultura occidental, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando surgen en Hispanoamérica una serie de narradores y obras que producirán por su calidad artística el asombro de un mundo entero, constituyéndose en lo que se llamaría el boom hispanoamericano. En la mayoría de ellos está presente el tema del viaje enfocado y tratado de una manera entre simbólico-existencialista y puramente fantástica. La primera perspectiva, que he llamado simbólico-existencialista, es característica de un tipo de literatura que sólo podría considerarse fantástica desde la perspectiva del hombre occidental. Es la llamada estética de “lo real maravilloso”, llamado más tarde (en una confusión terminológica “realismo mágico”), postulada por el novelista cubano Alejo Carpentier en su célebre prólogo a la novela El reino de este mundo e ilustrada en obras como la que acabamos de mencionar y Los pasos perdidos. Esta nueva perspectiva estética afirma que entre lo fantástico y la realidad no existe una ruptura total, una oposición absoluta, como se creía hasta el momento, sino que, al contrario, lo fantástico es parte de la realidad. No es algo superpuesto al universo real, físico sino algo inmerso en él, participando de su esencia, y le incumbe al poeta, al mago o al místico dotado de calidades especiales descubrirlo y exponerlo a la vista de los demás mortales. En el mundo real ocurren cosas extraordinarias, inexplicables por los medios de la razón aristotélica. Nos lo afirma y confirma Alejo Carpentier en la novela El reino de este mundo, mientras que en Los pasos perdidos lo que se propone es demostrarnos que también existe un paisaje “fantástico”, pero sólo desde la perspectiva del hombre occidental, que no está habituado a él. Es en esta novela en la que el tema del viaje aparece tratado desde la perspectiva del “real maravilloso”, es decir, se trata de un viaje en el mundo físico, en el paisaje que parece irreal y fantástico de la selva amazónica. A lo largo de este trayecto el protagonista —el hombre culto y refinado que viene desde la megalópolis norteamericana— descubre con asombro una naturaleza exótica y desconocida. Escrita desde la perspectiva homodiegética, la novela presenta el diario de un viaje que este hombre realiza «en busca de sus propias raíces y para calmar sus propias ansias creadoras, y que termina convirtiéndose en una travesía en el tiempo que lo lleva atrás, aun mundo detenido en el primer día de la Creación» (Oviedo, 2007: 515). Este viaje y las aventuras que el protagonista experimenta podrían interpretarse como un «diálogo entre las coordenadas culturales de Occidente y las de América» (Oviedo, 2007: 516) y un ejemplo ilustrador de “lo real maravilloso” se nos presenta en la escena en que los protagonistas contemplan, asombrados, las ruinas de una ciudad abandonada, perdida en la selva (en la localidad llamada Santiago de los Aguinaldos): Acodada en la borda, Mouche acertó a decir que la vista de aquella ciudad fantasmal aventajaba en misterio, en sugerencia de lo maravilloso, a lo mejor que hubieran podido imaginar los pintores que más estimaba entre los modernos. Aquí los temas del arte fantástico eran cosas de tres dimensiones; se les palpaba, se les vivía. No eran arquitecturas imaginarias, ni piezas de baratilla poética; se andaba en sus laberintos reales, se subía por sus escaleras, rotas en el rellano, alargadas por algún pasamanos sin balaustres que se hundía en la noche de un árbol. (Carpentier, 1994: 118) Pero más asombroso que el castillo —producto del ingenio humano— es el paisaje de la selva —producto del ingenio divino—. La entrada en el bosque es descrita como un acceso a un mundo maravilloso, fantástico y la sensación del viajero es de haber llegado a un planeta extraño, donde todas las reglas de la naturaleza están abolidas y se produce la inextricable mezcla de los dos reinos, animal y vegetal, en un fragmento descriptivo que nos revela el aspecto barroco del estilo del autor en todo su esplendor: Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho. Los caimanes que acechaban en los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos de escaramujos; los bejucos parecían reptiles y las serpientes parecían lianas, cuando sus pieles no tenían nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena, escamas de ananá o anillas de coral; las plantas acuáticas se apretaban en alfombra tupida, escondiendo el agua que les corría debajo, fingiéndose vegetación de tierra muy firme: las cortezas caídas cobraban muy pronto una consistencia de laurel en salmuera, y los hongos eran como coladas de cobre, como espolvoreos de azufre, junto a la falsedad de un camaleón demasiado rama, demasiado lapislázuli, demasiado plomo estriado de un amarillo intenso, simulación, ahora, de salpicaduras de sol caídas a través de hojas que nunca dejaban pasar el sol entero. La selva era el mundo de la mentira (n. s.), de la trampa y del falso semblante; allí todo era disfraz, estratagema, juego de apariencias, metamorfosis. Mundo del lagarto-cohombro, la castaña-erizo, la crisálida-ciempiés, la larva con carne de zanahoria y el pez eléctrico que fulminaba desde el poso de las linazas. […]. Bastaba detenerse unos segundos para que este alivio se transformara en un intolerable hervor de insectos. En todas partes parecía haber flores; pero los colores de las flores eran mentidos, casi siempre, por la vida de hojas en distinto grado de madurez o decrepitud. Parecía haber frutos; pero la redondez, la madurez de las frutas, eran mentidas por bulbos sudorosos, terciopelos hediondos, vulvas de plantas insectívoras, que eran como pensamientos rociados de almíbares, cactáceas moteadas que alzaban a un palmo de la tierra, un tulipán de esperma azafranada. (Carpentier, 1994: 165) Para el protagonista de la novela de Carpentier el viaje por la selva se convierte en un verdadero viaje en el tiempo, hacia un mundo desconocido, o, mejor, hacia los orígenes de la humanidad: Acaso transcurra el año 1540. Pero no es cierto. Los años se restan, se diluyen, se esfuman en vertiginosos retrocesos en el tiempo. No hemos entrado aún en el siglo XVI. Vivimos mucho antes. Estamos en la Edad Media. Porque no es el hombre renacentista quien realiza el Descubrimiento y la Conquista, sino el hombre medieval. (Carpentier, 1994: 176) El viaje en el tiempo, uno de los temas preferidos de la literatura fantástica, adquiere un aspecto totalmente diferente desde la perspectiva de “lo real maravilloso”. El protagonista experimenta la extraña sensación de haber retrocedido hasta la Prehistoria, gasta los albores de la humanidad: «Y he aquí que ese pasado, de súbito, se hace presente. Que lo palpo y aspiro. Que vislumbro ahora la estupefaciente posibilidad de viajar en el tiempo, como otros viajan en el espacio. […]. En fuga desaforada, los años se vaciaban, destranscurrían, se borraban, rellenando calendarios, devolviendo lunas, pasando de los siglos de tres cifras al siglo de los números. Perdió el Graal su relumbre, cayeron los clavos de la Cruz, los mercaderes volvieron al templo, borróse la estrella de la Natividad, y fue el Año Cero, en que regresó al cielo el Ángel de la Anunciación. Y tornaron a crecer las fechas del otro lado del Año Cero —fechas de dos, de tres, de cinco cifras— hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura al fijar sus primeras aldeas en las orillas de los ríos, y (…) lloró a sus muertos haciendo bramar un ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica» (Carpentier, 1994:177-178). Y el retroceso temporal llega hasta el límite, hasta la creación del mundo, en un pasaje en que la narración adquiere acentos bíblicos ante esa sobrecogedora y aplastante grandeza: «Estamos en el mundo del Génesis, al fin del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador —la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo» (Carpentier, 1994: 228). Así se presenta el tema del viaje desde la perspectiva de “lo real maravilloso”, doctrina estética iniciada e ilustrada magníficamente por Alejo Carpentier en la novela comentada antes. Pero esta doctrina, tal como fue concebida y definida por el autor cubano, tiene una aplicabilidad limitada, restringida al continente americano, por cuanto se refiere a situaciones, hechos, personas, paisajes propios de este espacio geográfico y que, a los ojos del hombre occidental parecen —como hemos visto— mágicos, irreales, fantásticos. A esta perspectiva, regionalista por definición, se opone la de autores argentinos como Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges e incluso Julio Cortázar, que pueden ser considerados universales, por cuanto poco o nada tienen que ver con la especificidad del continente americano. Sobre todo las narraciones de los primeros dos (Bioy Casares y Borges), salvo pocas excepciones, no hacen casi nunca referencias a las realidades típicas de este espacio geográfico. Por tanto, podemos afirmar que en sus obras el tema fantástico aparece ilustrado en su aspecto puro, limpio tal como lo conocemos desde la tradición literaria occidental, sin ser contaminado por la perspectiva de “lo real maravilloso”. Lo que les interesa es ilustrar o presentar en clave fantástica —entendiendo este concepto tal como ha sido definido por Tzetan Todorov— hechos inexplicables que son escándalo de la razón y de la lógica. Así aparecen tratados los viajes fantásticos en la obra de las dos autores. En Bioy Casares, el viaje es un tema fundamental y aparece ilustrado desde múltiples perspectivas, pero siempre o casi siempre en clave fantástica. Así, tenemos viajes por el tiempo, en cuentos como ‘Los milagros no se recuperan’, ‘El otro laberinto’, ‘El atajo’, pero tenemos también viajes en mundos paralelos, como en ‘La trama celeste’ o, en fin, el viaje a la isla heterotópica —espacio aparentemente paradisíaco, pero en realidad maléfico— realizado por los protagonistas de las novelas La invención de Morel o Plan de evasión. No menos relevante y significativo es el tema del viaje en las narraciones de Borges, amigo y colaborador de Bioy Casares. Así, por ejemplo, un fantasmal y pesadillesco viaje a la isla realiza el protagonista del cuento ‘Las ruinas circulares’, en busca de un espacio sagrado, mágico —el templo abandonado— capaz de facilitarle la elucubrante tarea de dar vida a un hombre, es decir, de efectuar proyecciones mentales, para que, al final se vea prisionero en la infinita cadena de proyecciones del mismo tipo. Innumerables son los cuentos en que el viaje se realiza por el laberinto —la gran obsesión borgesiana— sea espacial, sea temporal, sea los dos al mismo tiempo, por un laberinto de laberintos. Es lo que ocurre en ‘El jardín de senderos que se bifurcan’, cuyo protagonista, el detective Richard Madden, para llegar, al cabo de su viaje de investigación a la casa de Stephen Albert, tiene que seguir la conocida ley del laberinto, según le explican los niños con quienes topa en su ruta: «La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda» (Borges, 1993:206). Más interesante aun es el cuento ‘El inmortal’, en que el personaje principal, el anticuario Joseph Cartaphilus narra sus peregrinaciones en busca de la inmortalidad primero y de la mortalidad después. A lo largo de este cuento, considerado uno de los más enigmáticos y a la vez fascinantes de toda la producción borgesiana, las caras de los actuantes y de los sucesos llegan a confundirse y a superponerse: Joseph Cartaphilus es, al mismo tiempo, Flaminio Rufo y Homero, el autor de La Ilíada. «Nadie es alguien», escribe Cartaphilus, «un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, yo soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy […]. Yo he sido Homero; en breve seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos; estaré muerto» (Borges, 1992: 146-150). La sutil ironía borgesiana sale otra vez a la superficie al narrar las tribulaciones de este aventurero que busca la Ciudad de los Inmortales y, al final, cuando la encuentra, se da cuenta de la inutilidad de su descubrimiento: la tan anhelada Ciudad de los Inmortales es la Ciudad de los Trogloditas, un espacio maléfico, desde luego laberíntico, de pesadilla, con una arquitectura incoherente y absurda, con ventanas inútiles, escaleras que no llevan a ninguna parte etc. He aquí la descripción de esta construcción laberíntica: «Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquél sótano, ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual que la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron (…) unos peldaños de metal escalaban el muro (…). Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así, me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad» (Borges, 1992: 140-141). La Ciudad de los Inmortales y su absurdo e infinito Palacio parecen ser obra de unos “dioses locos”, por cuanto su horrible y absurda arquitectura es aun más espantosa que la del laberinto: En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Comparando la descripción de este palacio con la que hace Carpentier, del castillo perdido en la selva, nos damos cuenta de la diferencia radical entre la estética de “lo real maravilloso” y la de lo fantástico puro. Para Carpentier es suficiente la observación atenta del mundo real para descubrir su parte maravillosa, misteriosa y enigmática. En cambio, Borges parece que quiere convencernos de que tal observación no es suficiente, que el papel de la imaginación es fundamental e imprescindible y que solamente descendiendo en los infinitos espacios de nuestro mundo interior espiritual es como podemos encontrar y sacar a luz aquellas inefables bellezas, cuya existencia en la realidad inmediata es inconcebible por cuanto infringe sistemáticamente las leyes de la naturaleza y de la lógica humana. __________ (1) Como señala un comentarista, «el elemento recurrente más significativo en estos relatos es el viaje» (T. Barrera, “Introducción” a A. B. Casares, La invención de Morel, Edición de Trinidad Barrera, Cátedra Letras Hispánicas, S. A. Madrid, 1984, pág. 55). Bibliografía selectiva:
—José Miguel Oviedo, Historia de la literatura hispanoamericana, Alianza, Madrid, 2007, vol. III. —Alejo Carpentier, Los pasos perdidos, Alianza, Madrid, 1994. —Trinidad Barrera, “Introducción” a Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel, Cátedra, Madrid, 1984. —Jorge Luis Borges, Ficciones, Alianza, Madrid, 1993. —Jorge Luis Borges, Narraciones, Cátedra, Madrid, 1992. |
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