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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por MARCO SANZ Guárdate de la noche, adorable animal que prefieres la cautela al placer. José Manuel Caballero Bonald, «Fábula milesia» La sexualidad humana está vinculada a un desarreglo fundamental: uno nunca sabe lo que busca, y cuando cree haberlo encontrado, es casi seguro que, ya sea en el acto o con el paso del tiempo, la experiencia resulte decepcionante. De aquello que supuestamente constituye nuestro objeto sexual nos separa una cantidad absurda de factores, que por lo regular sólo entorpecen o hacen de la satisfacción un problema al que el sujeto se enfrenta una y otra vez tras haber madurado genitalmente. Uno puede pensar en la cultura y, sobre todo, en la moral —o en cierto tipo de moral para la que el deseo sexual es una bestia a batir. En todo caso, lo que me interesa subrayar es lo siguiente: no hay deseo sexual que se satisfaga en el marco expedito de los “instintos naturales”, y esto en la medida en que, precisamente, el hombre es ese ser en cuya naturaleza no cabe el ser natural. Porque a diferencia de los animales, que se entregan a sus impulsos reproductivos sin moratorias, en el hombre, al menos desde que éste vive bajo el mimo de la civilización, madurez genital no suele ser sinónimo de viabilidad sexual. El hombre es, pues, la criatura que como animal ha fracasado —y una prueba fehaciente de ello la constituye la cantidad enorme de teorías y opiniones que se han elaborado para “explicar” la sexualidad humana, un fenómeno que, si lo comparamos con otras especies, no supone tantos quebraderos de cabeza. Volviendo a un tema de Julian Huxley, (1) creo que a nosotros, los seres humanos, nunca ha dejado de gustarnos ver cómo cortejan los animales: en la danza nupcial que el pavo real ejecuta antes de aparearse notamos algo a la vez romántico y familiar. Puede que alguien, no pudiéndose resistir, termine murmurando el lugar común: «Qué sabia es la naturaleza, que nos hermana a hombres y animales». Sin embargo, lo que en el fondo esta simpatía expresa es que allá adonde miremos no nos encontraremos sino con nuestro propio reflejo. El hombre —sigo a Huxley— es también una criatura engreída, a la que le complace rodearse de espejos —de aumento si es posible, pero en cualquier caso espejos—. Y así nos proyectamos en los animales y demás organismos vivos, hablando desfachatadamente de “pretendientes” y de “tímidas hembras que hay que desposar”, de “rivales celosos” o de “galanteo y fidelidad” —la lista es larga—, como si los pavos reales, o incluso los insectos, los bagres y los reptiles, etc., fuesen seres humanos en miniatura, con indumentarias o curiosas anatomías, pero con los pensamientos y emociones y, sobre todo, con los prejuicios de un habitante del siglo xxi de una metrópoli cualquiera. La misma hipérbole amasó el genio latino, que se pronunció a este respecto diciendo: omne animal post coitum triste est —cuyo sentido podemos glosar: «tras el coito todo animal queda entristecido». ¿Bajo qué argumento se puede extrapolar una experiencia individual no sólo a los miembros de una misma especie sino a todo el reino animal? Más aún: ¿cómo se llega a tal veredicto en un tema que, como lo anticipé al inicio, está sembrado de dudas y parece, lo comprobamos hoy, sujeto a una mutación continuada? En la historia del proverbio reina la polémica. No hay consenso entre los expertos: pudo haber sido Aristóteles el autor, pero también Galeno; y del catálogo de comentadores venerables, que es amplio, pocos aportan a la solución del enigma. Se trata sin duda de una auténtica disquisición filológica. En cualquier caso, por lo que respecta a su lógica interna, la paremia es sumamente elemental: para la medicina de base hipocrática, que alargó su hegemonía hasta alcanzar el siglo xix, la actividad sexual produce siempre un debilitamiento físico que redunda en un “bajón” psíquico por efecto de la derrama de semen, que en el marco del Corpus hippocraticum se considera un residuo rico en nutrimentos y lo hay de dos tipos: uno masculino y otro femenino. Hasta aquí la controversia es nula. El problema surge cuando, por un desafortunado abuso exegético, los comentarios pasaron del plano biológico al plano moral: la tristeza, ese efecto colateral del coito, nos habla de que el acto sexual es «un actus luxurie turpis et inmundus, una trampa de la naturaleza que solamente gracias al placer, como trampa que le acompaña, tiene éxito». (2) Aunque todo acaba retorciéndose cuando entre los especialistas se cita la versión completa: omne animal post coitum triste praeter gallum mulieremque, (3) esto es, «tras el coito, a todo animal le sobreviene la tristeza, a excepción del gallo y de la mujer». Y otra vez: ¿cómo se llega a un tal consenso? ¿Bajó qué argucias este proverbio, además de haber superado la prueba de los años, se entretejió en la intrincada madeja de la sabiduría latina, llegando hasta nosotros como otra prueba de una mentalidad que, lejos de haberse extinguido, ha sido objeto de una suerte de Aufhebung hegelina? Pues me intriga que sea sobremanera específica, y no tanto por lo que se refiere al gallo cuanto por lo que respecta a la mujer. En realidad, esto es perfectamente debatible para quien ha mirado en la tristeza una emoción adversa a las expectativas anímicas comunes y corrientes. Por lo regular, nadie en su sano juicio quiere estar triste. Y mucho menos se lo espera después de haber prodigado sus energías físicas en una actividad de la que, cuando es consensuada y satisfactoria para las partes, no cabe decir sino que es placentera. Entonces, ¿por qué excluir a la mujer de un proverbio cuya difusión, por lo visto, fue in crescendo pero sólo después de que se valorara su connotación moral por encima de su carácter biológico? Porque si a los hechos nos remitimos, no tendría ningún sentido hablar en tales términos teniendo en mente ciertos indicios, a la luz de los cuales nos daríamos cuenta de que para la “fisiología” del sexo antigua la libido de la mujer incluso era superior a la del hombre. Basta con ojear los fragmentos de la obra de Hesíodo para dar con aquel famoso pasaje donde el autor nos relata una discusión entre Zeus y Hera a propósito de estos temas. La pregunta concreta que avivaba el debate entre el dios padre y gobernador del Olimpo y su esposa era quién, si el hombre o la mujer, disfrutaba más del acto amatorio. Y para zanjar la querella solicitaron la ayuda de Tiresias, célebre adivino tebano, quien se resolvió a decir que de las diez partes físicas que inducen el placer sexual, el hombre sólo disfruta de una, mientras que la mujer lo hace con todo su cuerpo. (4) Aunque con ligeras variaciones, es posible encontrar la misma anécdota en otros escritores clásicos, entre los cuales cabe mencionar a Ovidio y a Apolodoro. (5) Con base en esta viñeta, podemos hacernos la idea de que para la Antigüedad, del sexo disfrutaban más las mujeres —o al menos estaban físicamente mejor capacitadas que los varones para ello—, y más allá de que, desde el punto de vista “fisiológico”, resulte lógico pensar en un agotamiento postcoital, de ello no se sigue o en todo caso no se alcanza a explicar cómo o por qué el proverbio se abandonó a la suerte de intérpretes que, a primera vista, eran bastante prejuiciosos. Me parece, pues, que estamos ante otro caso más para documentar históricamente la incomprensión masculina hacia la mujer. A estas alturas, para nadie es ningún secreto el que en materia de sexualidad, por lo menos en lo referente a la tradición, quienes han marcado tendencia han sido autores todos varones, por lo que, irónicamente, la visión que ha prevalecido sobre los rasgos femeninos del problema es masculina. La parcialidad es tanta, que todo cuanto se dice acerca de la sexualidad femenina, no es más que el resultado de una “metodología” que consiste en ir descontando de la experiencia masculina condiciones que sería “absurdo” atribuirle, como si fuera ésta la suma total de quién sabe qué imagen prototípica de la especie humana. Abundan los ejemplos. Sin ir más lejos: Sigmund Freud. La influencia que este hombre ha ejercido en la mentalidad occidental quizás no tenga —hasta ahora— parangón, sobre todo por lo que al sexo se refiere. Quién iba a decir que una persona como Freud terminaría por tener la última palabra acerca de la sexualidad humana: varón, educado en el seno de una familia de origen judío, y cuya infancia transcurrió al amparo de la sociedad medio burguesa en la Europa del siglo xix. Bastarían sólo estos detalles para obtener de Freud una primera impresión —pero ojo: de ninguna manera intento afirmar que prejuzgando tales aspectos biográficos es posible elaborar una crítica a la teoría freudiana sobre la sexualidad, eso en parte sería hacer psicoanálisis, y por supuesto esa no es mi intención; lo que me gustaría hacer en realidad es contextualizar al autor de una de las más influyentes doctrinas sobre la sexualidad inscribiendo su figura en una suerte de historia de las ideas. De lo que se trata, en suma, es de mostrar brevemente cuán miopes se vuelven las ideas cuando se pulen bajo el cristal empañado de los prejuicios de género. Es por cierto Freud otro de los especialistas modernos que utilizó la frase de marras en un texto de 1894, y en absoluto es extraño, pues sabido es que el padre del psicoanálisis era un profundo conocedor del mundo grecolatino. Lo sorprendente es que recurra a la paremia para diagnosticar una melancolía consecutiva a una relación sexual, diciendo de ella que era muy posible que se tratara de una «exageración de lo aseverado fisiológicamente: Omne animal post coitum triste est». (6) O al menos a mí me genera sorpresa —tomando en cuenta que, desde sus inicios y debido en gran medida a su formación como médico psiquiatra, Freud estuvo siempre preocupado por dotar a sus investigaciones de cierta respetabilidad científica. Y el que hablara de «exageración» del carácter fisiológico del edicto nos recuerda lo que decíamos arriba a propósito del abuso exegético que hizo que los comentarios al respecto pasaran del orden biológico al moral. Pero aquí ocurre algo interesante: ya no se trata de una lectura moralizante, sino de una auténtica psicologización —más aún: Freud convierte la tristitia postcoital del Sr. Von F. en un caso de interés clínico. Ahora bien, ¿por qué descartar a la mujer de esta propensión a la tristeza o melancolía secundaria al coito? Se me ocurre una posible respuesta: porque para Freud, en comparación con el ser masculino —que representa, decíamos, la “suma total” de la que habría que ir restando elementos para que la sexualidad nos revele así su secreto—, la mujer es un criatura deficiente, por lo que resulta poco probable, cuando no imposible, que padezca de un “mal” que ha sido diagnosticado exclusivamente en pacientes varones. Pocos se escandalizan ya de que, para Freud y la teoría psicoanalítica en general, la mayoría de los desajustes psicológicos de la mujer encuentra una explicación causal en la envidia del pene. La diferencia anatómica, según estos señores, marca el destino de la mujer con las siglas de un complejo de castración que redunda en un sentimiento de inferioridad. Es el nódulo edípico típicamente femenino. La explicación “etiológica” no teme confundir la profundidad con el ridículo: por supuesto todo ocurre durante la infancia: tras la visión del genital masculino, «la niña advierte en seguida la diferencia y —preciso es confesarlo— también su significación. Se siente en grave situación de inferioridad manifiesta con gran frecuencia, que también ella ‘quisiera tener una cosita así’, y sucumbe a la ‘envidia del pene’, que dejará huellas perdurables en su evolución y en la formación de su carácter, y que ni siquiera en los casos más favorables será dominada sin grave esfuerzo psíquico». Estas palabras provienen de un texto de 1933, que Freud publicó por vez primera en la Internationale Psychoanalytischer Verlag vienesa, y que tituló muy en su papel «La feminidad». La línea que viene inmediatamente a continuación de la cita anterior es tan provocativa como jocosa: «El que la niña reconozca su carencia de pene no quiere decir que la acepte de buen grado». (7) Hace falta coraje para decir estas cosas, de ello no caben dudas —después de todo Freud dio a la imprenta el resultado de sus indagaciones en una época dominada por cierta mojigatería burguesa—; pero también hace falta estar imbuido hasta las cejas en los propios prejuicios para dar por universalmente válido lo que, a la luz de un análisis cultural comparativo, no pasa de ser la subjetivación de un proceso histórico jalonado por determinados agenciamientos de poder. Freud es un maestro de lo que Borges llama la «postulación de la realidad»: aun cuando nos prevenga de que es preciso confesarlo, de hecho no es necesario que nos diga abiertamente cuál es el significado del pene que él tiene en mente, pero de no suponerlo no tendría ningún sentido que rematara su hipótesis diciendo que «con el descubrimiento de la falta de pene, la mujer queda desvalorizada para la niña, lo mismo que para el niño y quizá para el hombre». (8) Y no se me ocurre nadie mejor que Simone de Beauvoir para evidenciar la parcialidad del argumento freudiano. Basta, incluso, una breve pero aguda observación: «Para que tome el carácter de una frustración, la niña tiene que estar por alguna razón descontenta de su situación; como observa oportunamente H. Deutsch, un acontecimiento exterior, como la visión de un pene, no puede condicionar un desarrollo interno: “La visión del órgano masculino puede tener un efecto traumático —dice—, pero sólo con la condición de que vaya precedida por una cadena de experiencias anteriores propias para crear este efecto”. Si la niña se siente impotente para satisfacer sus deseos de masturbación o de exhibición, si sus padres reprimen su onanismo, si tiene la impresión de ser menos amada, menos estimada que sus hermanos, entonces proyectará su insatisfacción sobre el órgano masculino». (9) La psicología de la mujer no se explica —como en su hora quiso el psicoanálisis— por sus “deficiencias” anatómicas, sino por la interpretación que, a lo largo de los siglos, se ha venido elaborando —por hombres, generalmente— en torno a la diferencia física entre machos y hembras. Que el falo simbolice todo cuanto en la civilización y el progreso resulte envidiable, sólo prueba que los aires de superioridad son el síntoma de una paranoia masculina. Podríamos añadir aun la contrastada opinión de Bronislaw Malinowski, el reputado antropólogo que, al calibrar la validez del complejo de Edipo, demostró cómo la horda primitiva, de la que según Freud parte toda la problemática de la identificación de los géneros, fue sagazmente «provista de todo el mal humor, los prejuicios y los desajustes de una familia europea de clase media», (10) sugiriendo que, como científico, el autor de esta hipótesis era un excelente fabulador. Por lo antedicho, querer contraargumentar el posicionamiento de De Beauvoir diciendo que no es sino una manifestación más de la lógica de la castración, es parapetarse en la terquedad de los mismos prejuicios sobre los cuales se ha cimentado la teoría. Por esa y otras razones, cuando los psicoanalistas hablan de resistencia; cuando lo que escuchan o analizan no cuadra con la doctrina; cuando tildan de mecanismo de defensa a la conducta que se resiste a la causalidad sexual; o cuando a las críticas le oponen el refrán «cuando el río suena, piedras trae», uno siente hasta vergüenza ajena. Lo que sí resultaría preciso confesar, entonces, es que la interpretación psicoanalítica de la mujer —y con ella un montón de cosas más— juega a favor y se empeña en legitimar una mentalidad que hoy más que nunca es beneficioso combatir, no sólo porque hace tiempo ya que despide el fétido olor de la podredumbre, sino porque aferrarse a ella constituiría una prueba más de que la estupidez humana no tiene límites. Y es triste escuchar a quienes lo acusan de ser una mera moda, aun cuando en el combate se haga evidente el atolladero al que nos ha conducido el mirarlo todo según su tamaño y contundencia: esta manía fálica es incluso nociva para el planeta. De modo que la razón por la cual se excluyó a la mujer de aquel proverbio, nos estaría hablando de que, en un principio, existía la idea de que el femenino era un género privilegiado, por cuanto disfrutaba de la interacción sexual sin remordimientos, y de que, por otra parte, si archivamos a título histórico cómo del omne animal se hizo una suerte de categoría clínico-moral en la nosología varonil, en un universo donde el placer parece masculinamente monopolizado, la sexualidad de la mujer permanece en la absoluta incomprensión, convirtiéndose así en un ámbito para “testar” las más absurdas hipótesis. Pensando, pues, en nosotros, nada prueba, como bien lo echó de ver Michel Foucault, que nos hayamos librado de aquella actitud pretendidamente científica hacia el sexo que nos legó el siglo xix, para la cual no se trababa —por irónico que esto pueda parecer— de decir una verdad apodíctica sobre el tema, sino de impedir que ésta se produjese: «Desconocimientos, evasiones y evitaciones no han sido posibles, ni producido sus efectos, sino sobre el fondo de esa extraña empresa: decir la verdad del sexo». (11) Y no importa cuántos años hayan pasado ni qué posibilidades reales nos aporta la época para gozar de una vida sexual saludable y satisfactoria, mujeres y hombres seguimos manteniendo ideas fraudulentas en torno a la sexualidad, incluso monomanías que a menudo no encuentran su correlato en los hechos. Andamos a tumbos con las cosas, y respecto al sexo quedan aún correcciones pendientes. Una pareja heterosexual queda para pasar un buen rato, y al hombre sólo le preocupa tener una erección, penetrar y eyacular —¡y zas se acabó! A estos varones habría que recordarles que es un error creer que el acto sexual suprime el deseo, y que no concebir para el sexo otro fin que la eyaculación es una perezosa descortesía de parte suya—, (12) mientras que la mujer, obviamente insatisfecha, se ve obligada a conformarse con lo que hay, sobre todo si siente por la otra persona algo más que un mero deseo carnal. La escena es más frecuente de lo que nos gustaría reconocer. Por eso, en semejante contexto, lo más justo sería darle un giro al antiguo proverbio y decir: omnis mulier post coitum tristis est. En este y en tantísimos otros casos, lo aconsejable es, pues, seguir por ejemplo las recomendaciones que María Encarna Sanahuja daba a propósito del estudio de los orígenes de la humanidad: es preciso dejar de promover definiciones de fenómenos históricos en términos esencialistas, evitando elevar a categorías universales de análisis las relaciones sociales o instituciones que prevalecen en la actualidad. (13) Sólo así estaríamos en condiciones de apurar el camino que, a pesar de esos detalles que nos harían pensar en lo contrario, ya hemos emprendido, y dejar por fin en el olvido episodios de persecución represiva. Porque que a poco que uno escarbe se percata de que la historia de la sexualidad que arranca hacia el siglo xix —contra la cual, dicho sea de paso, se subleva el erotismo moderno— no ha sido sino una pedagogía de la represión, movida por el filisteísmo y la doble moral, y que tendió a podar en los sujetos el follaje del deseo sexual, dejando únicamente aquellos usos y costumbres que las instituciones sociales juzgaron practicables. El resultado de este proceso es de dominio público: con él vino a estrecharse el círculo de la sexualidad y a hacerse menos briosas las manifestaciones de la libido. Pero, entretanto, ¿qué ocurrió con el deseo sexual? Las mujeres y hombres que ahora somos no pueden menos de sonreír al echar la mirada a esas épocas y comprobar que sí hemos avanzado: por decir algo primero, la pudibundez con la que se machacaban otrora las manifestaciones de la libido ya no produce tanta ansiedad. Son cada vez más los contextos donde ni siquiera hace falta tomarse la molestia de interrogarse por el “secreto” de la sexualidad; y donde, al menor indicio de que aún persiste una obsesión por el sexo, ya sea en forma de un endiosamiento de la fuerza libidinal o como expresión de una perversa lógica de dominación, lo cierto es que ya no se tiene la paciencia ni el temor para denunciar los abusos ni para señalar los excesos. Con todo, se engaña quien espera ver el asunto algún día felizmente resuelto. Como toda realidad humana, la sexualidad se antoja esencialmente conflictiva. Y sin embargo, a este respecto pienso en unas palabras del inconmensurable Nicolás Gómez Dávila: «Nada más repugnante que lo que el tonto llama ‘una actividad sexual armoniosa y equilibrada’. La sexualidad higiénica y metódica es la única perversión que execran los demonios como los ángeles». (14) Comoquiera que sea, celébrese que cuando menos el hediondo aroma de la mojigatería vaya disipándose al grado de desaparecer. Cualquiera puede tener la impresión de que tenemos un pie en el umbral de una época donde la diversidad y la tolerancia quieren marcar la pauta. Si el deseo ha de ser un haz de luz que se descompone al chocar con el prisma de la subjetividad, me uno a los que esperan ver cuál será el perfil de una sociedad multicolor o más receptiva a los matices. La historia quiere darnos una lección: no habrá ninguna hoja de parra que alcance a disimular por completo la voluptuosidad del deseo —y ni siquiera la prohibición ciega y testaruda, que sólo ha demostrado cómo hacer para que las cosas se pongan al rojo vivo. En un escenario tal, quizás no falte mucho para que la tristeza postcoital sea cosa del pasado. NOTAS:
(1) Véase J. Huxley, «El cortejar de los animales», en El hombre está solo, Buenos Aires, Sudamericana, 1953, p. 209. (2) E. Montero Cartelle, «Omne animal post coitum triste: de Aristóteles a Freud», Revista de Estudios Latinos (RELat), 1, 2001, p. 117. (3) Véanse, por ejemplo, G. Vorgberg, Glossarium eroticum, Hanau, Müller und Kiepenheuer Verlag, 1965, p. 647 y A. C. Kinsey et al., Sexual Behavior in the Human Female, Philadelphia, W. B. Saunders Co., 1953, p. 638. (4) Interpreto libremente algunos pasajes alusivos a Melampodia, un poema de Hesíodo del que, desafortunadamente, no poseemos versión íntegra alguna. (5) J. Glenn, «Omne animal post coitum triste: A Note and a Query», American Notes and Queries, 21 (3/4), 1982, p. 50. (6) S. Freud, «Manuscrito F. Recopilación III», en Obras completas, t. I, Buenos Aires, Amorrortu, 1986, p. 236. (7) S. Freud, «La feminidad», en Los textos fundamentales del psicoanálisis, selección e introducción de Anna Freud, Madrid, Alianza, 1997, pp. 559-530. (8) Ibíd., p. 531. (9) S. de Beauvoir, El segundo sexo, Madrid, Cátedra-Universitat de València, 2017, p. 350. (10) B. Malinowski, Sexo y represión en la sociedad primitiva, Buenos Aires, Nueva Visión, 1974, p. 169. (11) M. Foucault, Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, México, Siglo XXI, p. 72. (12) Véase J.-P. Sartre, El ser y la nada: Ensayo de ontología fenomenológica, Barcelona, Altaya, 1993, p. 409. (13) M. E. Sanahuja Yll, Cuerpos sexuados, objetos y prehistoria, Madrid, Cátedra, p. 88. (14) Escolios a un texto implícito, Vilaür, Atalanta, 2009, p. 335.
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por MARCO SANZ Habíamos dejado atrás la costa. La carretera, conforme nos internábamos en zona montañosa, se fue volviendo cada vez más estrecha, cada vez más sinuosa. Hubo curvas donde, si me hubiese dejado llevar por la temeridad, pude haber tocado con mis dedos la saliente de una peña que parecía querer meter sus narices por la ventanilla del coche. Algo en mí comenzaba a despertarse. El recorrido inició poco antes del amanecer. Tras una breve parada en San Vicente de la Barquera, nos esperaba Santillana del Mar: de la cueva de Altamira no guardo ningún recuerdo salvo la añoranza, o más bien la tristeza de ver frustrado un genuino ímpetu y curiosidad arqueológica a causa de la agoniosa premura del turismo cultural, que con meses —o quizás un año o dos de antelación— se había anticipado a mis cándidas intenciones de acceder justo ese día al antro milenario. Con todo, decía, fue allí donde, para ser exactos, algo en mí comenzó a tomar forma. Se trataba de un pensamiento —o mejor aún: de una intuición—. Ante la magia de una idea naciente, que aparece de pronto, acaso sobrecogiéndonos como lo hace una gaviota en pleno vuelo durante una noche de insomnio y de miradas desde el balcón, ¿quién puede prevenirse? ¿Quién, insisto, puede mantenerse a salvo de esa cuchillada metafísica que rasga el velo de las trivialidades y pone frente a los ojos de nuestro espíritu el hierro incandescente de una idea? La cuestión tenía que ver con el tiempo, no menos que con el espacio, y por supuesto ahora sé que nada había sido fruto de la casualidad: nunca antes había estado tan cerca de un sitio como la cueva de Altamira, capilla del arte paleolítico, y hasta la fecha tampoco he estado en ningún otro lugar donde el mar haya impresionado tanto mi percepción de la orografía como en Cantabria. Nos encontrábamos ya en el corazón de las montañas —Vada era el nombre de aquella localidad, a escasos diez kilómetros de Potes, Liébana— y debo señalar que en mí no se desvanecía aún esa impronta de inconmensurabilidad que el mar, en su infinito oleaje y lejanas lindes, suele dejar en el viandante. La gente ahí parece deberle al aire puro de la montaña una salud de hierro y un carácter amable; es difícil no contagiarse de la jovialidad cántabra. Sin embargo, una suerte de melancolía hacía mella en mi ánimo. Y no era para menos, sobre todo por aquello que venía experimentando después de estar tan cerca —y a la vez tan lejos— de los yacimientos de Altamira. Pero la melancolía es un temple que le conviene al filósofo, y filosófica era la intuición a la que iba entregándome a medida que me aclimataba a las alturas en cuerpo y alma. El homo sapiens es una especie que bien pudo no haber surgido nunca sobre la faz de este planeta. Pero henos aquí, tan acostumbrados a nosotros mismos y a nuestro entorno, que cuando biólogos y paleoantropólogos nos hablan de la evolución de los primates y del tiempo que le ha costado a la vida engendrar una especie como la nuestra, todo nos parece tan fantástico y remoto que cuesta creérselo y sentirse verdaderamente concernido —una cifra que se cuenta por miles o millones de años me parece un manjar para la memoria erudita, pero no un dato dócil para la imaginación—. Aun así, afirman, nuestra historia es un simple parpadeo en la cronología del universo. Si tan sólo tuviésemos esto en mente cada vez que pretendemos darnos una importancia evolutiva, creo que resultaría más fácil cultivar la humildad y saborear sus frutos en todos los niveles. Somos seres insignificantes, mas no insulsos. Por ejemplo, hasta la fecha, en ningún otro animal ha nacido como en nosotros la noción de dios como una forma de naturalizar todo aquello que desconocemos de nosotros mismos y, por otra parte, de proyectar nuestro deseo de ver descifrado algún día el misterio que nos alberga. Eso le otorga al género humano un cierto estatus —uno que, por otra parte, no habría que sobrevalorar ni tomárselo muy en serio si realmente queremos evitar la acción indiscriminada del ser humano sobre el entorno—. No obstante, pienso que es dicha relación con el misterio —¿Por qué estamos aquí?— lo que, bajo determinadas condiciones, ennoblece la existencia. ¿O no ocurre acaso que ante una pregunta como ésa nos sentimos, a la par que intranquilos o consternados, atraídos y estimulados por una fuerza que, a falta de una palabra mejor, me atreveré a denominar «gracia»? Mantiene el DLE que la gracia, en una de sus acepciones religiosas, es el «favor sobrenatural y gratuito que Dios concede al hombre para ponerlo en el camino de la salvación». Hay tantas ideas que vienen de pronto a la cabeza. El diccionario es puntual: «sobrenatural y gratuito», mas las palabras —no sé, se me ocurre decir— son como esas discretas plantitas que ocultan bajo tierra una intricada corpulencia rizomática. Un favor sobrenatural y gratuito concedido por Dios, ¿no parece todo tan polisémico? Incluso si los términos son tomados por su raíz: a poco que escarbemos, uno de ellos remitirá a otro y así hasta el infinito. Es necesaria la fe para que el sentido de la oración se cumpla o satisfaga los más rigorosos criterios de la veracidad, ya que de otro modo nos veríamos en la situación de tener que arreglárnoslas con entidades imposible de señalar con la punta del índice. Con todo, hay algo que llama mi atención, y tiene que ver, pues, con mi elección de llamar gracia a la forma en que cierto tipo de preguntas nos interpelan. No obstante, quiero ir despacio: hacer de esta meditación un camino. Continuemos la marcha. La clave está en el cierre. Ese favor que Dios concede —obviemos ya el resto— pone al ser humano en el camino de la salvación. Y admitamos ahora que, excepto el humano, no hay ser sobre la Tierra que haga de su condición una fuente de ansiedad metafísica, al grado de querer convertirse en objeto de una intención salvífica. Pero una cosa es esperar que la salvación venga garantizada por la participación de una entidad transcendente y otra muy distinta indagar hasta qué punto el estar a la espera de, la expectativa, es un componente intrínseco a la naturaleza humana. De esto tuve una primera idea cuando caí en la cuenta de que mi sensibilidad a la belleza de los bosques que me rodeaban iba en aumento. Puede parecer una exageración, un producto textual de una inspiración kitsch o de un trasnochado romanticismo. Sin embargo, intento corresponder a lo que en ese momento estaba experimentando y de alguna manera revivirlo; a fin de cuentas, en eso consiste la escritura —al menos cierto tipo de escritura—: en tratar de redibujar la grácil cinética de la vida con el noble carboncillo de las palabras. Hay palabras que crispan y modifican el temple con el que le salimos al paso a la vida, y una de ellas es el vacío. Y de vacío fue la sensación que comenzó a apoderarse de mí conforme pasaban los días en aquel lugar tan apartado del frenesí citadino; más adelante aclararé por qué. Hace apenas un momento sugerí llamar gracia a la forma en que el misterio, colándose entre nuestros pensamientos, ennoblece nuestra existencia. Ahora diré que el misterio no es más que una modalidad en que el vacío suele interpelarnos. ¿O acaso no resulta misterioso aquello que, precisamente, se manifiesta vaciado de toda explicación? Pues bien, la vida humana es algo de lo que cabe decir muchas cosas. Mas de su origen remoto, lo mismo que de su postrero final, no existen palabras, al menos en lo que va de nuestra historia, que alcancen un grado infalible y definitivo de convicción. Siempre queda un espacio para la duda. Comienza entonces el terreno del mito, el de la fe, cuando no el del más recalcitrante de los escepticismos. La vida humana, por lo tanto, es un auténtico misterio. Y al habérnosla con algo que se resiste a toda explicación, es probable que sintamos el vértigo de la libertad: uno puede y hasta se siente tentado a pensar cualquier cosa al respecto con tal de superar lo más rápido posible esa sensación de haber sido dejado en vilo, suspendido entre dos grandes abismos, entre nacimiento y muerte. Hay quienes hablan del carácter disruptivo del instante para referirse a esto. Yo prefiero usar imágenes de cuño más bien espacial, sobre todo porque, insisto, fue el estar en un lugar muy concreto lo que originó el encadenamiento de todas estas ideas. En efecto, estábamos en Vada, alojándonos en una encantadora posada situada en las inmediaciones de un pequeño valle. El clima durante el verano —transcurría la segunda semana de julio— es idóneo para andar y curiosear por los caminos de bosque. Pero el mar. Tras recorrer por espacio de una hora uno de aquellos senderos nos encontramos ante un claro en cuyo centro, elevada sobre un montículo hecho a base de tierra y piedras y piedras, había una ermita; parecía abandonada; en la parte trasera vimos los vestigios de un pequeño cementerio que se resistía a desmoronarse por completo. Y entonces el mar: el Cantábrico, no sé muy bien por qué, me venía a la mente una y otra vez. Al rodear la ermita y de espaldas al cementerio, advertimos después un miradero al que se aferraba, vieja y solitaria, una banca. Fuimos a allí. Nos sentamos. Dejamos de hablar —no por mutuo acuerdo, sino porque el paisaje era tan espectacular que enmudecimos casi instintivamente—. Ignoro también bajo qué mecanismo, qué asociación de ideas hubo detrás, pero fue justo en tal sitio donde esa suerte de vaciamiento del que vengo hablando fraguó en la siguiente estampa: la masa de aire que respiramos aquí arriba —me dije— es para nosotros lo que el colosal volumen acuático para los seres submarinos; las montañas, con todos estos arriesgados e impresionantes contornos orográficos, nos dan una imagen invertida de las profundidades oceánicas. Me pareció extraña, pero ello no impidió que cobrara fuerza: así como de los océanos el fondo nos resulta todavía ignoto —continué—, así también somos ciegos a lo que nuestra propia naturaleza humana puede depararnos; somos insondables, una tensión insalvable entre altura y profundidad, de manera que quien desciende hasta las simas lo mismo que el que se eleva allende la troposfera, muere por asfixia, ¿cuál es, entonces, la prisa? Por eso, aquel que desiste de precipitarse hacia cualquiera de los dos extremos y opta por mantenerse, en cambio, en una zona intermedia, de repente descubre que durante esa tentación de lo desconocido se asoma la gema de la ponderación. Lo importante es resistir. Y hay en la noción de resistencia un poso de especulación filosófica que es provechoso remover aquí. Trato de oír en la palabra «ponderación» lo que los griegos oían en el vocablo σωφροσύνη, por cuanto aquélla, en una de sus acepciones, se refiere a la compensación o el equilibrio entre dos pesos. Me gusta pensar que la primera articulación de la perplejidad de ser humano, quizás tuvo lugar en la montaña, y que para que una operación tal se lleve a término, se requiere de un posicionamiento a medio camino entre la exaltación mística y el arraigo en la tierra, es decir, se necesita de una actitud que pondere la vía intermedia. De ahí que también piense que quienes plasmaron sus manos en una de las paredes de la cueva de Altamira, mantenían en ese momento una actitud semejante en la medida en que intentaban decir: “Nosotros estuvimos aquí”. Se trata de una operación revolucionaria de autoconsciencia, de la que, a juzgar por las investigaciones que se han hecho al respecto, eran perfectamente capaces los seres humanos que habitaron esta región hace alrededor de 30.000 años, y que, desde un ángulo distinto, podría tomarse como una categoría antropológico-filosófica bastante útil para explicar la génesis del homo sapiens, también conocido como homo religiosus. Pero, ¿no resulta esto demasiado arriesgado? Quiero decir: ¿acaso no estoy cayendo en una grave imprecisión metodológica? Más aún, ¿no estaré cometiendo un severo anacronismo al intentar asociar uno de los conceptos más preciosamente pulidos por el espíritu griego con una interpretación bastante libre de lo que dicha pintura rupestre en verdad significa? Me acerco así al final de esta meditación. Es momento de esforzarse y atar los cabos sueltos. La pregunta de por qué estamos aquí en rigor no tiene respuesta. Es un hecho gratuito, un mero resultado del azar. Y sin embargo, nadie puede discutir —puesto que se trata de nosotros mismos— el que se tome como un verdadero y extraordinario prodigio. Son harto conocidas las ideas de Wittgenstein relativas a lo místico. Recuerdo aquella según la cual lo místico no es cómo sea el mundo, sino que sea simplemente. Ahora bien, no conozco ninguna otra sensación tan real y certera que la de asombrarse de que uno sea: estoy aquí, el paisaje y el recuerdo del mar me han despojado de todo excepto de una extraña necesidad de atrapar y fijar para siempre este instante, pero no puedo plasmar mi mano en la pared de una cueva ni transmitir siquiera esto que siento en un enunciado inteligible. Soy. Me veo, aunque no como una cosa distinta de lo que me rodea. Saberme aquí, tan presente, me inspira súbitamente una seguridad inmarcesible, de la que —oh, malditas trampas de la mente— comienzo bien pronto a sospechar: ¿qué es todo esto? ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Necesito rápido una respuesta. De repente viene otra oleada de calma: el vacío es tan exuberante como estas montañas tapizadas verdemente por centenares de carrascales. Algo me fuerza a dar las gracias. ¿Por qué?, ¿de qué? No lo sé; lo único que sí sé, y con absoluta certeza, es que si me dejara llevar por esta sensación nada podría dañarme: me siento guiado hacia un lugar en el que estaré a salvo. ¿Cuál es? ¿Quién me guía? Tampoco lo sé. Mas la necesidad de dar respuestas vuelve a aparecer. Desde entonces, recogiendo el estímulo de las especulaciones de Heráclito, opté por llamar «vigilia» a ese estado que me he esforzado en describir y que me sobrecogió durante una tarde en las montañas de Cantabria. Ya a la distancia, reflexionando sobre ello, entiendo que de haberme dejado avasallar completamente por lo que estaba pasando, habría quedado atrapado dentro de una burbuja que resultaría muy difícil reventar; de la misma manera entiendo que simplemente no puedo olvidarme de aquello, pues sería un error de mi parte obviar que lo que pasó tiene ahora el valor de una enseñanza. Somos funámbulos en una cuerda tendida entre lo telúrico y lo celeste. Y para explicármelo a mí mismo, lo digo inspirándome en una analogía que me cautivó pero que no recuerdo dónde leí: así como el mar tiene un sabor salado, ya se pruebe por el norte o por el sur, por el este o por el oeste, el sabor de esa tensión entre altura y profundidad es la vigilia. Mas la vigilia, como también traté de describirlo, es frágil y nos puede llevar a los extremos. Lo importante, decía, es resistir, encontrar el equilibrio. De ahí que hablara de ponderación, y esto porque la idea de renuncia me parece homicida, una crueldad cometida por ascetas, monjes y sacerdotes contra la humanidad, pues el efecto que ésta surte consiste en anestesiar, cuando no poscribir, la actitud vigilante. Sin embargo, habría otro camino, que me parece es el elegido por ciertos personajes de la historia de las religiones, y estriba en transmutar incesantemente y a la inversa lo mundano en sagrado, en abogar por que en lo profano radique lo divino y viceversa —las veces que sea necesario—. (*) Marco Sanz (Hermosillo, México). Es profesor de antropología filosófica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa. |
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