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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por VIOREL RUJEA La idea de que el universo en que vivimos podría ser producto de una mente superior plantea, desde luego, graves e inquietantes interrogaciones, idea que constituye sujeto de meditación para las inteligencias más profundas de la humanidad, desde los más remotos tiempos hasta hoy. En función de la respuesta dada a esta pregunta esencial concerniente a la naturaleza del universo, tanto los creadores de los mitos fundamentales como los filósofos arquitectos de impresionantes edificios teóricos, se han agrupado en dos bandos opuestos, que se han enfrentado permanentemente a lo largo de las épocas históricas, es decir, los materialistas, que afirman la preeminencia de la materia y los idealistas, que afirman la preeminencia del espíritu. Nuestro análisis podría empezar desde cualquier momento de esta confrontación. Nos detenemos, empero, en el filósofo inglés del siglo XVIII George Berkeley (1685‑1753) por la simple razón de que tanto Borges como Bioy Casares fueron buenos conocedores y grandes admiradores de la obra de este filósofo. Berkeley es conocido en la historia de la filosofía como autor de una célebre fórmula, convertida en aforismo, que expresa la esencia de su pensamiento: esse est percipi (“ser significa ser percibido”). Él expone y comenta ampliamente esta idea en escritos como Principles of Human Knowledge o Three dialogues between Hylas and Philonous. El primero de éstos parece haber sido pensado y redactado como una réplica directa, en el marco de una polémica más prolongada con el filósofo materialista francés Descartes, el fundador del racionalismo, el que había postulado la duda como método de pensamiento y como fundamento ontológico al mismo tiempo (dubito, ergo cogito; cogito, ergo sum). La intención polémica del filósofo inglés resulta claramente del fragmento que cita como preámbulo a su trabajo, fragmento en que Descartes se nos presenta como uno de los campeones del materialismo, precursor de la ideología ateísta, poniendo en tela de juicio la existencia de la divinidad misma. El concepto de “divinidad” podría ser —considera Descartes— una simple ilusión y Dios un simple “engañador” o “ilusionista” si rechazáramos la idea de la existencia objetiva de la materia. Haciendo una distinción clara entre los dos conceptos —materia o sustancia, de una parte y Dios, de otra parte— que percibe en términos de polaridades irreducibles, Descartes opta, desde luego, por el primero, por cuanto, conforme a su razonamiento, no exento de cierto sustrato irónico, Dios, en su infinita bondad no puede engañar a los humanos. Partiendo de este fragmento cartesiano, Berkeley defiende y arguye repetidas veces la idea de que el mundo sensible no puede existir fuera de una percepción, que la existencia de este mundo consiste en ser percibido por una mente, sea humana o divina. Esta idea le parece al filósofo inglés muy evidente. Estamos plenamente habilitados a hablar —considera Berkeley— sobre “ideas de los sentidos” e “ideas de la imaginación”. Ellas son de la misma índole, distinguiéndose sólo por intensidad mayor o menor. Berkeley niega categóricamente la existencia objetiva de la materia, postulada por Descartes y por otros filósofos materialistas, sin que ello signifique, empero, una negación de la existencia real de las cosas. La única cuestión que se plantea es la concerniente al sujeto o el autor de esta percepción que constituye el soporte ontológico del mundo, al tratarse de una voluntad o espíritu superiores a los humanos. Para el obispo Berkeley, representante destacado de la Iglesia, ocupando un alto cargo en su jerarquía, no había más que una sola respuesta posible: el sujeto de la percepción mental no puede ser sino Dios, supremo espíritu en que todos nosotros vivimos y nos movemos y del cual recibimos nuestro ser, causa espiritual última, que está detrás de todas las cosas. Berkeley desarrolla ampliamente la idea de Dios como Autor de esta eterna percepción que constituye el soporte ontológico del universo en otra obra, titulada Three Dialogues between Hylas and Philonous, obra didáctica, escrita según el modelo socrático de los diálogos, tan usado en la época medieval y renacentista. Partiendo de la premisa de que la mente humana, por definición limitada, no puede aspirar al rango de instancia óntica suprema, el autor postula —por boca de Philonous (“el que ama el espíritu”)— la necesidad de la existencia de una instancia superior, de un espíritu todopoderoso, apto para sostener mediante una percepción total y simultánea la existencia del Universo entero. Y este Espíritu, desde luego, no puede ser sino una entidad que tenga todos los atributos el Creador Supremo, es decir, Dios (sabiduría, poder, bondad). Para el filósofo inglés está fuera de cualquier duda el hecho de que las cosas sensibles no pueden existir de otra manera sino por ser percibidas por la omnipresente, eterna e infinita mente de Dios. Berkeley no descarta la realidad de las cosas, como lo acusan los materialistas, sino tan sólo su existencia absoluta, fuera de la percepción divina. La segunda idea es la de que entre las cosas sensibles (o las ideas percibidas por los sentidos, como las llama él) y las ideas de la imaginación (las creaciones del imaginario fantástico, como las llamaríamos nosotros hoy), no existe una distinción de esencia sino sólo de intensidad. En lo que concierne a la relación entre las cosas sensibles y la mente humana, Berkeley considera que la existencia propiamente dicha de las cosas está en estrecha relación con la aparición, por decreto divino, de una inteligencia capaz de percibirlos y de proyectarlos instantáneamente, poniendo así el signo de igualdad entre percepción y proyección mental. Por tanto, no creemos que fuese extremadamente azarosa la hipótesis conforme a la cual Berkeley coloca el signo de igualdad-identidad entre los dos tipos de percepción, la sensorial y la mental o imaginativa, por cuanto el Ser Supremo percibe el mundo sensible no a través de los sentidos sino a través de la mente, de la razón. Y la percepción mental supone, al mismo tiempo, proyección mental, ya que las cosas reciben su ser mediante el esfuerzo mental de ese Ser, indiferentemente de su naturaleza, sea racional, imaginativa o simplemente —como consideran desde los tiempos más antiguos algunos poetas filósofos— onírica. Los filósofos idealistas del período siguiente continúan la línea de pensamiento de Berkeley, el más importante de ellos —y el más cercano a la vez— es Schopenhauer, que, a su vez, considera el mundo como inexistente fuera del esfuerzo volitivo y representacional de un sujeto. Borges considera al filósofo alemán como su primer maestro. Más cerca de nuestros días, el psicólogo suizo Carl Gustav Jung, sugiere la posibilidad propia de la mente humana de efectuar proyecciones mentales al hablar, por ejemplo, de la capacidad que tenían los primitivos de objetivar sus pensamientos (una habilidad que el hombre moderno ha perdido). Basándose en las investigaciones de antropólogos y filósofos de las religiones, Jung considera que los primitivos se beneficiaban de la extraordinaria ventaja de un “imaginario” autónomo, ventaja conferida en el plano de la percepción y conocimiento del mundo por su psiquismo diferente. La idea de la preeminencia o, por lo menos, de la autonomía, en el pensamiento primitivo de lo imaginario frente a lo sensorial es utilizada ampliamente por Jung como argumento a favor de su célebre tesis del inconsciente colectivo y la existencia de un juego universal de arquetipos, aun cuando reconoce el estatuto ontológico relativamente precario de tales fenómenos. A pesar de las reticencias, el psicólogo suizo afirma, sin lugar a dudas, su creencia en la realidad del mundo imaginario surgido del inconsciente, no sólo en relación con los contenidos de la conciencia pero incluso en relación con lo que Berkeley llamaba “cosas sensibles”, entre los dos mundos, el inconsciente-imaginario y el consciente-sensible pudiendo existir —por muy paradójico que pareciera— una relación de igualdad, cuando no incluso de superioridad de aquél frente a éste: Por razones concernientes a la experiencia, debo decir, sin embargo, que, en relación con la actividad de nuestra conciencia, los contenidos del inconsciente reivindican, debido a su tenacidad y persistencia, tanta realidad cuanta tienen también las cosas reales del mundo de fuera, aunque tales pretensiones aparecen totalmente inverosímiles para una mentalidad dirigida preeminentemente hacia lo exterior. No debemos olvidar que han existido siempre numerosos hombres para los cuales los contenidos del inconsciente han tenido un grado mayor de realidad que las cosas del mundo exterior. La investigación profundizada del psíquico humano aclara, indudablemente, el hecho de que ambas realidades ejercen sobre la actividad consciente un influjo igual de intenso, de modo que desde el punto de vista psicológico y por razones puramente empíricas, tenemos el derecho de tratar los contenidos del inconsciente como si fueran igual de reales que las cosas del mundo exterior, aun cuando las dos realidades se contradicen y parecen ser completamente diferentes en su esencia. [Psychologische Typen, 1942] Estos contenidos, que Jung llama a veces “estructuras arquetípicas”, otras veces “engramas funcionales”, constituyen la base de la actividad psíquica del ser humano, siendo los que —más allá de las diferencias de raza, edad o época histórica— unen a los humanos debido a su universalidad (la universalidad constituye su característica fundamental). Las proyecciones mentales, como producto de la fantasía o de la imaginación, van en estrecha relación —en la concepción de Jung— con la dinámica y el modo de funcionamiento del inconsciente, a los que él describe —siguiendo las huellas de su maestro Freud— como si fueran determinados por la actividad de una cantidad de energía psíquico denominada libido. Así, por ejemplo, los arquetipos anima y animus, es decir, la imagen obsesionante de la cara femenina, respectivamente de la masculina, aparecen —piensa Jung— como consecuencia de una proyección mental de la imagen del alma. Siguiendo las huellas de los filósofos neoplatónicos del Renacimiento, él afirma lo siguiente: En lo real, el soporte más adecuado para la imagen del alma de un varón, en virtud de la calidad femenina de su alma, es una mujer, y, a la inversa, par una mujer, un varón. Siembre, ahí donde existe una relación inevitable, de efecto, por decir así mágico entre los sexos, nos hallamos en presencia de una proyección de la imagen del alma. Dado que estas relaciones son frecuentes, es probable que el alma sea también frecuentemente inconsciente, es decir deben ser numerosos los hombres que no tienen la conciencia de la actitud que adoptan ante los procesos psíquicos interiores. Al ser la inconsciencia siempre acompañada por una identificación correspondiente con persona, dicha identificación debe ser también frecuente. Lo cual se produce realmente, una vez que numerosas personas se identifican de manera tan completa con su actitud exterior, que dejan de guardar relación alguna consciente con sus procesos interiores. Por tanto, esta proyección espiritual pertenecería a la normalidad, una vez que su ausencia lleva a la manifestación de una psicopatología comportamental con consecuencias inesperadas para el individuo. De todos modos, se produce también la situación inversa: La imagen del alma no se proyecta, sino que permanece en el sujeto, éste se identifica, así, con la propia alma en la medida en que está convencido de que su modo de comportarse frente a sus propios procesos interiores representa su carácter único y real. En este caso, como consecuencia de su estado de conciencia, la persona está proyectada, y lo está sobre un objeto del mismo sexo. Es la base de numerosos casos de homosexualidad manifiesta o latente, o de transferencia paterna en hombres, respectivamente materna en mujeres. Tales transferencias afectan siempre a la gente con adaptación exterior deficiente y con una relativa falta de relaciones, pues la identificación con el alma engendra una actitud que se orienta predominantemente en función de la percepción de los procesos interiores, lo cual quita al objeto su influjo determinante. De modo que la proyección mental de la imagen del alma es, según Jung, un proceso necesario para el desarrollo normal y armonioso de la personalidad. Si la imagen del alma está proyectada, surge una relación afectiva incondicional con el objeto. Si no está proyectada, surge un estado de relativa no adaptación, que Freud llama narcisismo. La proyección de la imagen del alma exime de la preocupación relacionada a los procesos interiores mientras el comportamiento del objeto concuerda con la imagen del alma. El sujeto está situado, de este modo, en la postura de vivir y desarrollar a continuación su propia persona. En el tiempo, el objeto, empero, apenas si estará capaz de corresponder siempre a las exigencias de la imagen del alma, aunque existen mujeres que consiguen, en detrimento de su propia vida desempeñar en relación con sus maridos, el papel de la imagen del alma. La misma cosa la puede hacer, inconscientemente, un varón por su mujer, pero en tal caso aquél estará determinado a cometer acciones que superan sus capacidades, tanto en lo bueno como en lo malo. Él también es ayudado por su instinto biológico masculino. Si la imagen del alma no está proyectada, surge con el tiempo una diferenciación directamente patológica en las relaciones con el inconsciente. El sujeto es inundado en medida cada vez mayor por los contenidos inconscientes que no puede ni utilizar ni tampoco reelaborar de alguna manera, a causa de su relación defectuosa con el objeto. Al comentar a Meister Eckhart, uno de los mayores autores místicos alemanes de la Edad Media, Jung considera que el mundo podría ser una proyección mental instintual, por tanto involuntaria o inconsciente de Dios. La idea de relatividad de Dios aparece expresada por el hecho de que el hombre y Dios no pueden existir uno sin otro, ellos se proyectan con reciprocidad mentalmente. Siguiendo las huellas de Meister Eckhart, otro autor, Silesius, ha conseguido comunicarnos en estrofas breves, conmovedoras y profundas la misma idea de relatividad de Dios: Yo sé que sin mí Dios no puede vivir ni un momento. Si yo perezco, él también está obligado a perecer. Un gusano Dios no lo puede hacer sin mí; si yo no lo cuido con Él, ese perecerá. Dios me es Dios y hombre; yo le soy a Él hombre y Dios, Yo aplaco su sed. Él me libra de mis cuidados. La Reforma —concluye Jung— ha alejado en gran medida a la Iglesia, mediadora de la Salvación y ha restablecido la relación personal con Dios. Este mérito es, lamentablemente, contrarrestado, paliado, aniquilado por lo que Ioan Petru Culianu llama “la censura del imaginario”, es decir, las medidas represivas que tanto la Reforma como su opuesto, la Contrarreforma, han puesto en movimiento desencadenando la vasta operación conocida con el nombre de “caza de brujas”. Esta censura consigue eliminar las «ciencias» fundadas en el control del imaginario, sobre todo el eros fantástico, el Arte de la memoria y la magia, de modo que la ofensiva victoriosa de la Reforma contra lo imaginario acaba destruyendo la cultura del Renacimiento [Culianu, Eros şi Magie în Renaştere, 1999]. La Reforma y la Contrarreforma, afirma el teórico rumano, han actuado, en realidad, de manera unitaria, en el mismo sentido, distinguiéndose sólo en aspectos no esenciales. Este momento ha significado un importante cambio de rumbo en la evolución de la humanidad, por cuanto la censura del imaginario y el rechazo en bloque de la cultura de la época fantástica ejercitada por los medios cristianos rigoristas llevan a una modificación radical de la imaginación humana. El imaginario es visto por Culianu, igual que su precursor y maestro Mircea Eliade, como un espacio sagrado teniendo un papel determinante en el destino de la humanidad. El imaginario es el depósito de una energía psíquica de una fuerza inigualable, que, si es dominada, confiere al sujeto que la posee —sea brujo, chamán, mágico, fundador de religiones o simple artista, poeta, escritor— poderes insospechados, entre los cuales está el poder de manipular, controlar por medio de proyecciones y materializaciones fantasmáticas, las mentes de los demás mortales. Incluso existen métodos de manipulación de las masas y de los individuos. Estos métodos están descritos por Giordano Bruno, el gran filósofo del Renacimiento, que Culianu comenta en el tratado titulado ‘De vinculis’ y estos métodos parecen tener como fundamento que entre las creaciones imaginarias y los objetos del mundo físico material no existe una diferencia de esencia sino tan sólo de intensidad de la percepción. De modo que, al considerar el sueño sólo como uno de los múltiples aspectos de la producción fantasmática, Culianu afirma que el cerebro del hombre no es capaz de distinguir directamente las informaciones oníricas de las transmitidas por medio de los sentidos, lo imaginario de lo tangible. Para Bruno, dice el filósofo rumano, no existe más que una sola verdad y es: todo es manipulable, no existe absolutamente nadie que pueda escapar de las relaciones inter subjetivas. La teología misma, la fe cristiana y cualquier otra fe no son más que determinadas convicciones de la masa instauradas por medio de operaciones de magia. Existe, empero, una condición indispensable para la posibilidad de manipulación, señalada repetidas veces por Bruno, es decir, la fe: No existe operario —mágico, médico o profeta— que pueda llevar a cabo algo sin encontrar una fe previa en el sujeto. La fe es el vínculo mayor, el vínculo de los vínculos [vinculum vinculorum]. Notemos, de paso, que los famosos arquetipos de Jung no son, ellos tampoco, en la concepción de Culianu, más que unas categorías preformativas de la producción fantástica, que se fundan en buena medida en las analogías entre las fantasías de los pacientes y el repertorio mítico-mágico de la humanidad. La distinción fundamental entre el brujo, el mágico y el enfermo psíquico consiste en el hecho de que el brujo utiliza estupefacientes alucinógenos para forzar la experiencia de una realidad distinta de la consuetudinaria; el enfermo psíquico es transportado contra su voluntad en medio de sus fantasmas. Sólo el mágico utiliza técnicas totalmente conscientes para invocar y mandar a sus espíritus auxiliares. En su caso, la invención de un demonio equivale a su entrada a la existencia. Por tanto —concluye Culianu— sólo existen dos tipos de operadores de fantasmas: los que han sido invadidos por la producción inconsciente y sólo a duras penas han conseguido poner orden en la misma; y aquéllos cuya actividad ha sido enteramente consciente, consistiendo en la invención de unos fantasmas nemotécnicos a los que han prestado una existencia autónoma. La idea de existencia autónoma de los fantasmas nemotécnicos es muy importante para nuestra demostración, por cuanto se trata de una teoría y práctica que han venido imponiéndose en la conciencia y la terminología crítica que el posmodernismo ha recogido y heredado del modernismo. Como se sabe, estamos acostumbrados a separar con una frontera infranqueable las cosas del mundo sensible, material, objetivo, de las llamadas “producciones” o “creaciones” del espíritu o de la imaginación. Estas últimas pueden pertenecer a distintos dominios del arte (literatura, pintura, escultura, o, más recientemente, fotografía, cine, artes visuales, etc.); pueden, asimismo, pertenecer a la imaginación milenaria, ancestral, expresada y reflejada en mitos, dogmas religiosos, incluso, como diría Borges, en doctos tratados filosóficos; finalmente, pueden pertenecer a la imaginación individual, de cada uno de nosotros, pues la mayor parte de los mortales otorga la primacía a un pensamiento en imágenes, en detrimento del pensamiento lógico, conceptual. La pregunta que plantearon algunos de los filósofos contemporáneos es la concerniente al estatuto ontológico de estos objetos y seres imaginarios, ficticios. Y la respuesta dada parece ser una paradójica, pero que se inscribe de una manera muy normal en el área de comprensión del realismo fantástico, y es que aquéllos —los objetos y personajes ficticios— existen en la realidad objetiva, a nuestro lado, sólo que a otro nivel existencial, en un universo paralelo o en otra dimensión de nuestro propio mundo. Recogiendo la idea de Culianu, podemos interrogarnos a qué categoría pertenece el escritor como productor de fantasmas y podríamos contestar que a la segunda categoría, asimilándose así al mágico por el hecho de que no se deja dominar o aniquilar por los fantasmas del propio inconsciente —o consciente— sino que sabe domeñarlos, darles vida proyectándolos mentalmente en aquel universo imaginario y sin embargo, al parecer, muy real, antes mencionado. La autonomía de los personajes literarios sería, por tanto, una consecuencia inevitable de la actividad del escritor, como producción de fantasmas. Una vez salidos de la mente del autor, ellos adquieren existencia real, autónoma, material y actúan inconscientemente. El problema fundamental es el de la relación que se establece entre ese mundo ficcional y el mundo en que vivimos los seres “reales”, al que estamos acostumbrados a considerar “real”, material y objetivo, es decir, si entre los dos mundos existe una relación de incomunicabilidad total y absoluta —al estar separados por barreras trascendentales— o, al contrario, son posibles, en ciertas circunstancias, relaciones de comunicación. A partir del modernismo, un número cada vez mayor de pensadores están propensos, paradójicamente, a aceptar la segunda variante, así que el autor recurre a toda una serie de procedimientos de tipo barroco para crear un extraordinario juego de ilusiones y fantasmagorías, para hacernos creer y ver cómo los personajes parece que cobran vida, se salen de las páginas del libro y se enfrentan al autor, luchan por una existencia y un estatuto autónomo e incluso llegan a conquistarlo, desde luego dentro de ciertos límites, determinados por el orgullo demiúrgico del artista. Así pasa, por ejemplo, con escritores —representantes destacados del modernismo— como Unamuno o Pirandello. En el libro antes citado Culianu dedica un capítulo entero al estudio de los demonios y de la demonología en el Renacimiento. Inscribiéndose en la misma corriente de ideas que afirma la existencia objetiva de los fantasmas del imaginario, escribe que los espíritus son fantasmas que adquieren una existencia autónoma mediante una práctica de visualización que está muy emparentada con el Arte de la Memoria. Los personajes autónomos, de tipo unamuniano o pirandelliano y, por extensión, todos los personajes ficticios, podrían ser, por tanto, considerados espíritus, demonios o fantasmas habitando libremente en la “naturaleza” (conforme a la concepción de los filósofos del Renacimiento) o, conforme a la dicotomía impuesta por el pensamiento neopositivista moderno, en otro nivel existencial, en un universo cuadri o pluridimensional. En lo que concierne a la fuente de procedencia de estos fantasmas, Culianu considera que no puede ser sino una sola: la actividad psíquica del ser humano, manifestándose, como hemos visto, a través de toda una serie de fenómenos (imaginación, sueños, producción artística, etc). Es indudable —escribe el filósofo rumano— que los espíritus que imponen su presencia proceden del inconsciente; los demás, empero, que son inventados, ¿de dónde proceden?. Y contesta él mismo: La fuente de éstos es la misma, puesto que los modelos, transmitidos mediante la tradición, aparecieron antaño en la fantasía de otro operador. El mágico o el brujo del Renacimiento se entera de la existencia de los mismos en los manuales de alta magia, tales como la Stenographia del abad Trithemius o la filosofía oculta de su discípulo Cornelius Agrippa, o en los manuales de magia negra. Para infundir vida a esas entidades el mago las invoca mediante talismanes u otros accesorios específicos de su arte. La analogía entre el mágico y el escritor es, por tanto, a la luz de lo expuesto por Culianu, evidente. Tanto el uno como el otro son productores de fantasmas (seres o cosas inanimadas) que, en ciertas circunstancias, en situaciones extremadas, llegan a adquirir estatuto de autonomía, liberándose de la tutela del escritor e invadiendo, hasta cierto punto, el mundo objetivo, físico por el hecho de que tienen la posibilidad de imponerse también a la conciencia de personas ajenas. Viajes al mundo del más allá es el libro en que Culianu insiste repetidas veces en la idea del universo como espacio mental. Así, las visiones y viajes a otros mundos —un tema antiguo de la mitología universal y de todas las religiones y creencias de la humanidad— tienen todas, afirma el autor, un denominador común: Los universos explorados son universos mentales. En otras palabras, la realidad de los mismos está en la mente del explorador. Lamentablemente, ningún enfoque psicológico parece ser capaz de ofrecernos una comprensión suficiente de lo que es la mente en realidad y, sobre todo, de lo que es y dónde se encuentra el espacio mental. La localización y las propiedades del espacio mental son, probablemente los más incitantes enigmas a los que se enfrentaron los hombres; y después de que dos oscuros siglos de positivismo han intentado explicarlos llamándolos ficticios, ellos volvieron con más fuerza que nunca, con la aparición de la cibernética y de los ordenadores. En el más puro espíritu berkeleyano, idealista y posmodernista a la vez, Culianu destaca la interdependencia entre el espacio mental y el mundo que percibimos como fuera de nosotros: El mundo exterior no podría existir sin el universo mental que lo percibe, y en cambio el universo mental presta sus imágenes de las percepciones. El mundo como creación de la mente es una idea antigua, perteneciendo a creencias milenarias de la humanidad, a la que encontramos, por ejemplo, en el budismo tibetano. Así, en El libro de los muertos se dice que: 1. El sueño es creación mental. 2. El mundo circundante es sueño, por tanto creación mental también. 3. Bardo es, también, sueño y, por tanto, creación mental. El tema del mundo como proyección mental aparece incluso en algunas obras de ficción de Culianu. Así, en un cuento titulado ‘El orden secreto’ el autor rumano narra la historia de un oscuro profeta herético, Juan de Capadocia, que consideraba el mundo como un vasto proceso mental en el cual todas las mentes humanas son parte de una mente universal, proyectada para pensar todos los pensamientos posibles. Cuando todas las permutaciones habrán sido agotadas, el universo llegará a su fin. La idea de que el universo que nosotros concebimos como objetivo, real y material pudiera ser una proyección de una mente, sea divina o suprahumana, no le es ajena tampoco a Cortázar, que enmarca esta idea en el conjunto más amplio de las concepciones y convicciones que conforman el fundamento ideológico de la mayoría de sus obras, pero también de su visión personal sobre el mundo y la vida. Así, siguiendo las huellas de Borges, la apología del cuento de reducidas dimensiones, él menciona el hecho de que el autor hubiera podido ser uno de los personajes del cuento (de ahí su preferencia por la narración en primera persona, en la que narrador y personaje se superponen y se confunden a veces). Situándose en una línea que continúa el modernismo, Cortázar recoge, de hecho, un tema extremadamente difundido en los autores perteneciendo a la corriente decadentista de finales del siglo XIX y principios del XX, presente en toda una serie de autores, no sólo españoles sino también de otras literaturas. Se trata de escritores muy conocidos, como el español Unamuno o el italiano Pirandello, entre los que existen evidentes paralelismos y afinidades electivas. Hablamos, en primer lugar, de la conocida teoría, promovida por ambos, tanto en los escritos teóricos como en novelas, cuentos o piezas teatrales, conforme a la cual el autor y sus personajes se sitúan por lo menos al mismo nivel ontológico; es decir, ellos consideran que los personajes imaginados por el autor, brotados de su mente, frutos o “hijos espirituales”, como decía Unamuno, poseen un estatuto ontológico por lo menos igual, cuando no superior al de su autor. Los personajes cobran vida, se convierten en independientes, autónomos, autárquicos, salen en busca del autor, polemizan, discuten, riñen, pelean con él, llegando hasta un conflicto abierto, luchando sin tregua por obtener plena supremacía. El que ha sido considerado, a justa razón, el paradójico Unamuno, va aún más lejos cuando afirma, implícita y explícitamente, que los llamados “personajes literarios” son seres vivos, de carne y hueso, dotados con voluntad y temperamento propios, situándose incluso en un nivel ontológico superior al hombre normal y, en ocasiones, superior a su propio creador, al autor que los había inventado mediante la fuerza de su imaginación. Lo afirma Unamuno repetidas veces, explícitamente, en célebres ensayos como Vida de Don Quijote y Sancho, libro fundado en la idea de que los personajes cervantinos fueron —y siguen siendo—, a diferencia de su inventor, inmortales. Por tanto, nos enfrentamos, en el caso de Unamuno, a una degradación en plano óntico del autor, frente a los personajes inventados por él. Éstos disfrutan de un porcentaje mucho más alto de plenitud vital una vez que son inmortales, perpetuando su existencia a través de la conciencia de miles de lectores. Mientras que, en el caso del autor, el riesgo de caer en el olvido, por tanto de perecer, de morir definitivamente, es mucho mayor, siendo su única oportunidad de sobrevivir asegurada exactamente por estos “hijos espirituales”. Cortázar, a su vez, continuando la misma idea, afirma y confirma en términos semejantes la dignidad y el estatuto ontológico superior de los seres ficticios, injustamente considerados larvales, brotados de la mente de un autor. Él nos habla de la proyección de las criaturas ficticias hacia una condición que les ofrezca una existencia universal, aunque, quizás demasiado influido por algunas lecturas psicoanalíticas, así como por ciertas doctrinas religiosas orientales, el autor argentino confiere un matiz psicologizante e incluso místico-religioso a sus afirmaciones, en la medida en que concede que el proceso de elaboración del cuento breve está estrechamente relacionado a la necesidad, casi biológica, que el artista resiente de librarse de ciertas obsesiones mediante una especie de exorcización u objetivación de las mismas: Un verso admirable de Pablo Neruda: mis criaturas nacen de un largo rechazo, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que, paradójicamente les da existencia universal. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esta polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola [Julio Cortázar, Final del juego]. Helo, pues, al escritor, convertido en exorcista de sus propios demonios o taumaturgo, una especie de medicine man que se libera a sí mismo primero, después al lector ocasional, ambos poseídos por obsesiones como por demonios, al cabo de un sostenido esfuerzo catártico y este proceso de exorcización, de objetivación, constituye la sustancia, la esencia y, en última instancia, el valor artístico imperecedero de la obra artística: Este rasgo común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan al exorcismo. Pretender librarse de criaturas obsesionantes a base de mera técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización esencial, el rechazo catártico, el resultado catártico, el resultado literario será precisamente eso, literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Lo que Cortázar nombra polarización esencial podría ponerse en relación con lo que otros autores, filósofos, historiadores de las religiones, antropólogos del tipo de los comentados anteriormente, han nombrado proyección mental. Incluso vemos que la idea de posesión vuelve casi obsesionadamente en este breve pero extremadamente condensado texto cortazariano. El autor parece delimitarse, sin embargo, aun cuando no en términos demasiado categóricos, de la asociación del proceso de creación literaria a cualquier tipo de ritual o manipulación con efecto mágico: Un cuentista eficaz puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una alimaña, sabrá la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria. Así, la verdadera y gran narración, considera Cortázar, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea. De ese cuento se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El autor de tales cuentos, a su vez, pasó por una experiencia todavía más extenuante y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que no toleraba pérdida de tiempo. La célebre fórmula que comprende y sintetiza el pensamiento filosófico orteguiano, de procedencia vitalista y perspectivista (“yo soy yo y mi circunstancia”) viene a ser, en la concepción de Cortázar, demasiado estrecha, insuficiente, como de hecho cualquier otra doctrina filosófica o considerada científica y racionalista, para abarcar la cuasi infinita gama de aspectos de nuestra multifacética y misteriosa realidad. En esa fórmula no cabe, por ejemplo, el mundo fantástico ingeniado por un poeta. Cortázar da como ejemplo, primero a Edgar Allan Poe, cuya obra admiró y tradujo, para después recurrir a su propia experiencia de escritor: apelo entonces a mi propia situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano que lee el periódico y se enamora y se va al teatro y de pronto, instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño deja de ser él‑y‑su‑circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso, sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo, es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin pero ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida, inmediatamente este hombre meterá una hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los amigos. El estado anímico que atraviesa el autor es, a la hora de escribir el cuento, uno inefable, semejante al éxtasis místico, un estado que supone una especie de coincidentia oppositorum en plano mental y sentimental, a lo largo de un trayecto espiritual y creacional que va desde la confusión a la claridad, desde el caos hacia el cosmos: hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos, escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una desesperación exaltante, una exaltación desesperada. La actividad de creación, afirma Cortázar, no supone, en realidad, ni el más mínimo esfuerzo, al transformarse el autor en una especie de instrumento hallado a disposición de unas fuerzas extrañas, independientes de su voluntad, que lo manipulan: Escribir un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido antes y ese antes es el que ha provocado la obsesión. Y por eso, porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, sé que puedo escribir sin detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace está tan incluido en el coagulo inicial como el punto de partida. Por consiguiente, el hilo de la acción se le revela al autor descrito por Cortázar a lo largo de la elaboración del texto, exactamente mientras trabaja con su máquina de escribir, de modo que, cosa extraña, el autor no conoce de antemano ni como evolucionará la narración, ni el final de la misma; narración, intriga, son elementos que se desenvuelven semejante a un ovillo que conduce al autor hacia la salida del laberinto del texto, o, tal vez, hacia su centro, por cuanto el ovillo se deshace como una madeja que se desovilla a medida que tiramos. De ahí la tendencia, que pareció a ciertos críticos por lo menos exagerada por falsa modestia, de crear la impresión de un autor con pocos méritos en plano de la creación o incluso, paradójicamente, con ninguno, una vez que dicha creación no necesitó ningún esfuerzo. Siguiendo a Unamuno, Cortázar disminuye, por tanto, el papel y la importancia del escritor en la elaboración del texto, como si éste se escribiera solo o hubiera sido dictado por alguna voz misteriosa: la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor esfuerzo. Y, a continuación, otra afirmación, igual de chocante, pero no menos reveladora, que sitúa a Cortázar en la familia espiritual de los herederos del modernismo como defensor del misterio existencial, afirmación muy semejante, en su espíritu y letra, a un conocido verso del célebre poeta rumano Lucian Blaga: Yo no destruyo la corola de maravillas del mundo. El artista imaginado por Cortázar se sitúa, por tanto, muy lejos del postulado clásico del mímesis aristotélico; él no elabora su texto en el registro mimético-realista, no imita la realidad, ni siquiera la re-crea a través de una selección más o menos rigurosa de elementos perteneciendo al mundo objetivo. El artista, semejante al mágico renacentista, sobre el que con tanto entusiasmo y convicción escribe Culianu, hace más que eso: crea o, quizás, descubre, no se sabe cómo, una nueva realidad, una supra o hiper realidad, mundos nuevos, objetos, seres inexistentes o desconocidos antes y que, mediante su esfuerzo mental acceden a un nivel ontológico superior, saliendo del limbo o de la niebla de su existencia larval. Dónde han preexistido (si han preexistido) estos mundos, seres, objetos antes de ser descubiertos por el autor y llevados a la conciencia del lector y qué pasa con ellos después de haber sido descubiertos —es decir, creados o proyectados mentalmente— es un problema que supera los límites de un simple estudio filológico, entrando en la del realismo mágico, objeto de estudio para la filosofía o, quizás para las ciencias, aún no inventadas, del porvenir. La opinión que Cortázar expresa en lo relativo al estatuto del artista y del arte, tal como resulta de estas consideraciones suyas, recogidas bajo el título Liminar, se asemejen en muchos aspectos con la que los autores y teóricos del Renacimiento, así como algunos filósofos de procedencia romántica, tales como Schopenhauer, proponían, en su tiempo, para definir el concepto de genio y que consiste en acentuar la idea de anormalidad (en sentido positivo, desde luego, el genio situándose no en el límite de abajo sino en el de arriba de la normalidad) análogo al concepto más moderno de estado alterado de la conciencia: La génesis del cuento y del poema es sin embargo la misma, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el régimen «normal» de la conciencia. Los cuentos escritos de este modo son, igual que ciertos poemas inmortales, criaturas vivientes que respiran y comunican directamente con el lector, sin necesidad de una intervención autoral. Y los personajes serán, como los ingeniados por Unamuno y Pirandello, criaturas autónomas, dotadas de voluntad y poder de accionar propio: el poeta y el narrador urden criaturas autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor. El estatuto ontológico de los seres ficcionales parece ser uno de los problemas más ardientes y que han preocupado las mentes de muchos investigadores en los últimos años. Uno de ellos es Toma Pavel que, en un conocido libro titulado Mundos ficcionales hace un breve resumen histórico de este discutido problema, descubriendo dos concepciones que han venido perfilándose, dividiendo a sus autores en dos bandos adversos: la concepción segregacionista y la concepción integracionista. La primera caracteriza el contenido de los textos ficcionales como pura imaginación, sin valor de verdad; sus adversarios adoptan una concepción integracionista, tolerante, defendiendo que no se puede consignar ninguna diferencia ontológica real entre las descripciones ficcionales y las no-ficcionales del mundo real. Los integracionistas, especialmente los que pertenecen a la corriente convencionalista, motivados al parecer por la confianza ilimitada en la ponderación ontológica del discurso ficcional, afirman que M. Pickwick disfruta de una existencia igual de sustancial como el sol o como Inglaterra en 1827 [Toma Pavel, Lumi ficţionale]. Los objetos ficcionales están definidos como meinongianos (término derivado del nombre de Alexis Meinong), al disfrutar ellos, en relación con los reales, de un estatuto aparentemente paradójico y discriminatorio disminuyente al mismo tiempo, al tratarse de objetos que son existentes pero no existen. Sólo los objetos reales poseen tanto las propiedades plenas como las atenuadas de existir y ser existentes. El caso de los seres ficcionales supone una extensión de la ontología hacia dominios situados más allá de los limites de la realidad tangible. Ser existente sin existir es una propiedad sofisticada, poseída también por las entidades matemáticas, los monumentos arquitecturales no financiados, por las emanaciones espirituales de los sistemas gnósticos, por los personajes ficcionales. A diferencia de Culianu y de otros autores modernistas o posmodernistas, Toma Pavel cree que los seres ficcionales, como entidades no-empíricas —es decir, situadas más allá de los límites y posibilidades de la experiencia sensible— no pueden ser un buen día admitidos al mundo real, tal como pueden serlo los proyectos no realizados y las utopías. Se trata, pues, de postular uno o varios mundos posibles y de establecer el grado de accesibilidad de los mismos desde nuestro mundo. Aristóteles, con su conocida teoría sobre el mímesis y la tarea del artista, no está lejos de esta idea cuando sostiene que no es el deber del poeta decir lo que ha pasado, sino qué cosas pasarían, en función de la posibilidad y la necesidad. Uno de los filósofos más conocidos que han estudiado la lógica de los mundos posibles fue Leibniz, conforme al cual las proposiciones que son verdaderas no sólo en el mundo actual, sino en todos los mundos posibles, se llamarán verdades necesarias; al revés, una proposición es posible en nuestro mundo real si es verdadera en por lo menos un mundo posible accesible desde nuestro mundo. A pesar de los chocantes paralelismos existentes entre el mundo en que vivimos y los mundos ficcionales, la ficción —escribe Toma Pavel— no puede, sin embargo, identificarse estrictamente con los mundos metafísicamente posibles. Alegando contra tal identificación, Howell ha observado que ésa nos puede dirigir a concebir los mundos ficcionales, junto con los objetos ficcionales, como existiendo independientemente del novelista que los descrie. Pero ello conlleva la conclusión no plausible de que el autor no ha creado al personaje sino antes bien lo ha identificado, al investigar con esmero uno u otro de los mundos posibles. Henos, pues, muy cerca del pensamiento intuido por los escritores modernistas conforme al cual los mundos ficcionales adquieren estatuto ontológico a partir del momento en que son creados, imaginados, son descubiertos por el autor, la última variante sugiriendo la eventualidad de que los mundos posibles existan en alguna parte en un hiperespacio y que el autor adquiera, no se sabe cómo, acceso a ellos. El mundo como proyección mental es, desde luego, un tema esencial en los cuentos de Borges. Hay que destacar el hecho de que Borges, continuando en una importante medida a Unamuno, no hace una distinción neta entre ficción ensayo ni desde el punto de vista temático, ni tanto menos desde el punto de vista estilístico. De modo que sus cuentos de ficción pueden ser leídos y considerados como unos ensayos filosóficos disfrazados, a veces envueltos en un lenguaje metafórico-simbólico, otras veces alegórico pero siempre con un sólido fundamento filosófico a pesar del predominio de los elementos fantástico-imaginativos. No olvidemos que una de las ideas básicas de Borges, muchas veces repetida, es que la filosofía, con todos sus sistemas de todos los tiempos, materialistas, idealistas o de otra índole, se constituye, de hecho, como una rama de la literatura fantástica. Podemos citar tres textos semejantes. En el primero de ellos, titulado ‘Magias parciales del Quijote’, vemos cómo Borges, recogiendo la idea modernista, unamuniana y pirandelliana (idea bastante difundida entre los filósofos contemporáneos) de la identidad ontológica entre el mundo ficticio y el real: ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet, espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. La idea del mundo como ficción literaria, obra de todos nosotros, es bastante antigua, considera Borges, pudiendo ser notada, por ejemplo, en ciertos autores de la época romántica: En 1833, Carlyle observó que la historia universal es un infinito libro sagrado que todos los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el que también los escriben [Borges, Otras Inquisiciones]. La misma opinión del universo como proyección del espíritu humano a escala universal es señalada por Borges con referencia a Emerson en el ensayo consagrado al prosista norteamericano Nathaniel Hawthorne: Esa misma intuición de que el universo es una proyección de nuestra alma y de que la historia universal está en cada hombre, hizo escribir a Emerson el poema que se titula ‘History’. ‘Nueva refutación del tiempo’ es el texto en que Borges se nos presenta como un digno continuador de la filosofía idealista de procedencia berkeleyana. Todo el ensayo es un ingenioso comentario de las ideas del filósofo inglés. El procedimiento predilecto empleado por Borges en este ensayo es el de la cita directa (desde luego, en español) de Berkeley y el fragmento que más lo impresionó es: Berkeley observó: «Hablar de la existencia absoluta de cosas inanimadas, sin relación al hecho de si las perciben o no, es para mí insensato. No es posible que existan fuera de las mentes que las perciben. No niego que la mente sea capaz de imaginar ideas; niego que los objetos puedan existir fuera de la mente. Hay verdades tan claras que para verlas nos basta abrir los ojos. Una de ellas es la importante verdad: todo el coro del cielo y los aditamentos de la tierra, todos los cuerpos que componen la poderosa fábrica del universo, no existen fuera de una mente; no tienen otro ser que ser percibidos; no existen cuando no los pensamos, o sólo existen en la mente de un Espíritu Eterno». Schopenhauer, observa Borges, se inscribe en la misma línea del pensamiento idealista, mas comete el error de privilegiar las partes componentes del cuerpo humano en relación con los fenómenos del mundo exterior: Es decir, para el idealista Schopenhauer los ojos y la mano del hombre son menos ilusorios o aparenciales que la tierra y el sol. En 1844 redescubre y agrava el antiguo error: define el universo como un fenómeno cerebral y distingue «el mundo de la cabeza» del «mundo fuera de la cabeza», mientras que Berkeley prefiere resolver tajantemente el problema, recurriendo al ser trascendental: Berkeley afirmó la existencia de los objetos, ya que cuando algún individuo no los percibe, Dios los percibe. El dios de Berkeley es un ubicuo espectador cuyo fin es dar coherencia al mundo. Contrariamente a lo afirmado por Schopenhauer, Borges concluye, llevando el razonamiento idealista al extremo y rechazando el estatuto privilegiado de la persona en general y del cerebro en especial que El cerebro, efectivamente, no es menos una parte del mundo externo que la Constelación del Centauro. Esta negación del espíritu Borges la recoge de otro filósofo inglés del siglo XVIII, David Hume: Berkeley negó que hubiera un objeto detrás de las impresiones de los sentidos; David Hume, que hubiera un sujeto detrás de la percepción de los cambios. Aquél había negado la materia, éste negó el espíritu; aquél no había querido que agregáramos a la sucesión de impresiones la noción metafísica de materia, éste no quiso que agregáramos a la sucesión de estados mentales la noción metafísica de un yo. La idea del mundo y del hombre como proyección mental realizada no por una divinidad todopoderosa sino por los representantes de una especie suprahumana, dotada de poderes paranormales, está presente —observa Borges— en la filosofía budista: Otros textos budistas dicen que el mundo se aniquila y resurge seis mil quinientos millones de veces por día y que todo hombre es una ilusión vertiginosamente obrada por una serie de hombres momentáneos y solos. Todas estas teorías idealistas extremadas demuestran —afirma Borges al final del ensayo citado, mediante una lírica meditación pascaliana— la fragilidad e inconsistencia del ser humano y de su destino, cuya sustancia es el tiempo. La negación del yo, del espacio, de la materia, del tiempo, no son más que aventuras del espíritu inquieto, no son —como diría Pirandello— sino desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. De este modo, a través de una visión místico-idealista sobre el universo que se confunde con su propio ego, subraya Borges la tragedia de la condición humana. La mayoría de los comentaristas ha destacado la ascendencia idealista, berkeleyana y schopenhaueriana de Borges. Así, uno de los primeros que han señalado el influjo de Berkeley en el escritor argentino fue Valéry Larbaud, en un artículo publicado en La Revue Européenne, de diciembre de 1925, titulado ‘Sobre Borges’, en el que se puede leer que Borges posee una doctrina estética y combate por esa doctrina que tiene su base en el idealismo de Berkeley y que niega la existencia real del yo y de sus productos: el tiempo y el espacio. Otro crítico, John Bart, señala el influjo de Schopenhauer en la configuración de la teoría del universo como ficción. Borges, afirma John Bart, considera, citando a Schopenhauer, que el mundo es nuestro sueño, nuestra idea, en el cual pueden encontrarse «tenues y eternos intersticios de sinrazón» que nos recuerdan que nuestra creación es falsa, o por lo menos, ficticia, mientras que otros críticos son de la opinión de que este carácter imperfecto, ilusorio, se refiere al texto, tratándose de una referencia simbólica metatextual. Jaime Alazraki subraya la convicción de Borges de que toda doctrina filosófica se configura en el espacio del imaginario fantástico y que la fuerza del pensamiento puede engendrar cosas, objetos inexistentes, a condición de que sean pensados intensa y voluntariamente, de que sean deseados y esperados fervorosamente. Los símbolos son semejantes fuerzas, capaces de producir y establecer un mundo propio. El crítico citado funda su argumentación en un conocido fragmento borgesiano que reza así: Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el carácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confirmen este carácter. Borges descubre esas irrealidades no en el ámbito de lo sobrenatural y maravilloso sino en esos símbolos y sistemas que definen nuestra realidad: en metafísicas y teologías que de alguna manera constituyen el meollo de nuestra cultura. Luis Sánchez Ferrer destaca el procedimiento narrativo fundamental de Borges, consecuencia de su concepción del mundo como proyección mental y la desaparición de las fronteras que separan los seres reales de los ficticios. Este procedimiento consiste en inventar libros y autores y escribir comentarios sobre los mismos. El razonamiento analógico de Borges sería el siguiente: así como no hay ninguna diferencia desde el punto de vista ontológico entre los objetos y personajes del mundo real y los objetos y personajes imaginados por los escritores, así también, no hay ninguna diferencia entre los libros ya escritos y los imaginados. Estos últimos (los libros “ficcionales”) podrían existir, igual que los seres “ficcionales”, en otra dimensión del universo o podrían aparecer en cualquier momento en nuestro mundo, de modo que nos podemos considerar plenamente habilitado a escribir sobre ellos, como si existieran de verdad. El hecho de que un libro no exista, no significa que no puede existir (en el porvenir) o que no hubiera podido existir (en el pasado). Es suficiente que la existencia de tal libro sea posible o imaginada para que, tarde o temprano, haga su aparición. Stefania Mosca menciona, al lado del influjo berkeleyano, otros influjos que vienen del área occidental pero que se sitúan, asimismo, en la misma barricada del idealismo, de la creencia en la fuerza del espíritu y de la negación de la consistencia de la materia, es decir, el platonismo, la religión cristiana y la magia: En sus relatos hay una forma de atacar la consistencia del universo y del hombre dentro del universo que reúne varios hilos: la filosofía idealista de Berkeley, para quien el mundo no existe fuera de la mente de los que lo perciben o de la mente divina; el platonismo, que concibe el mundo como un reflejo de los arquetipos divinos; la creencia cristiana en un Dios creador y conservador del hombre, que vive mientras el Señor lo piensa y todas las ficciones o leyendas mágicas o populares que especulan con fantasmas, con ídolos, con simulacros, con seres creados por la imaginación de los hombres [Jorge Luis Borges, utopía y realidad, 1983]. Todas —o casi todas— estas teorías, ideas, creencias, sistemas filosóficos tienen como punto común el tema de la existencia como resultado de una proyección mental, de una actividad espiritual, más exactamente cerebral. Este tema aparece expresado, el nivel textual, ficcional, en una serie de cuentos de dimensiones reducida y muy reducidas (algunos no superan una pagina o dos), entre los cuales podemos mencionar ‘Las ruinas circulares’, ‘Parábola del palacio’, ‘La otra muerte’, ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’ y ‘El Zahir’.
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por JUANDE MERCADO Es una obviedad que setenta años de comunismo no se entierran tan fácilmente como a los profetas del libre mercado les gustaría hacernos creer. Naomi Klein ya los retrató tal y como eran en su ya tristemente olvidado La doctrina del shock. En un lapso tan largo de tiempo (setenta años no es moco de pavo), los ciudadanos adquieren unos automatismos mentales y unos patrones de conducta que cuesta Dios y ayuda erosionar. Al igual que sucedió en España, donde de forma ignominiosa estuvimos cuarenta años bajo el yugo fascista de los vencedores de la guerra, la sociedad civil en Rusia sigue aún secuestrada por una autocracia putinesca disfrazada de democracia de mercado. Los “Órganos”, las fuerzas de seguridad del Estado, siguen conservando un poder omnímodo en este vasto país y cualquier espíritu libre que ha denunciado al Sistema o bien ha sido “invitado” a emigrar (acordémonos de la patada en el trasero del Politburó brezneviano a Solzhenitsyn) o bien ha sido asesinado en circunstancias sospechosas (A. Politkovskaya quizás es el caso más sangrante). Aunque hacerse un hombre en un régimen rancio y patético como el franquista no tuvo que ser nada edificante, sospecho que aún tuvo que ser peor crecer con la mística falsa de la patria del proletariado enarbolada durante los años de reinado de un sátrapa georgiano. Nuestro protagonista, Edward Limónov, tuvo la desgracia de nacer en Járkov en el lejano 1943, en plena II Guerra Mundial, hijo de un chequista, fiel servidor del régimen estalinista. Entre los muchos méritos que jalonan la trayectoria de un literato aventurero como Limónov, destacaría como su mayor logro la tenencia de una hoja de servicios digna del Kurtz de Coppola en un país tan gris y plomizo como tuvo que ser la Unión Soviética de la segunda mitad del siglo pasado. En un país en el que estaba prohibido exhibir una individualidad poderosa porque el propio régimen educaba a sus retoños en la obediencia ideológica debida, el caso de Limónov debería de estudiarse en las universidades como ya se hace con el caso Inditex en las escuelas de negocios. LIMÓNOV: UN CORAZÓN SALVAJE EN EL PAÍS DE LOS SOVIETS Limónov, antes de convertirse en pandillero conflictivo adicto a las borracheras descomunales (alardeaba de beberse un litro de vodka en una hora), quiso emular a su padre chequista. Por suerte para él, sus problemas con la vista le impiden siquiera hacer las pruebas de acceso a los “Órganos”. Siendo adolescente, tiene bien claro que su objetivo en la vida es ser un verdadero hombre de acción y a tal empeño dedica todo su talento y energías. Para cumplir tal objetivo, se convierte en miembro de una pandilla de outsiders de extrarradio que le enseñan a robar, a emborracharse y a meter mano de forma baturra a toda chica que se ponga a tiro a la vez que comienza a escribir sus primeros versos, en las antípodas de la poesía rusa en boga muy dada a la vena sufriente-masoquista. A sus catorce añitos, su Ucrania natal se le queda pequeña y se va a vivir a Moscú con su primera pareja y, en poco tiempo, despunta dentro del mundillo underground moscovita. Un buscavidas osado como él tiene hambre de vida y éxitos y su poderosa personalidad es un imán para las mujeres. Si su primera pareja Anna es una “gorda desaliñada con problemas de equilibrio emocional” (según se puede leer en la biografía de Carrère), la segunda, Elena, es una diosa morena con un cuerpo espectacular, adicta al sexo, y con quien emigrará a Estados Unidos cuando sea expulsado del país. Al igual que ilustres literatos rusos como Solzhenitsyn o Brodsky, Limónov es “invitado” a salir del país. Tiene ese raro sentido del humor que le induce a medio ligarse a la nieta de Andrópov, jefe supremo del KGB, para que le chive datos del informe secreto sobre él y, naturalmente, el veredicto no deja lugar a dudas: “elemento antisocial, antisoviético convencido”. UN PASEO CON LIMÓNOV POR EL LADO SALVAJE NEOYORQUINO Instalado en Nueva York con Elena el mismo año (1974) en que también es expulsado Solzhenitsyn, aparte de vivir ese momento irrepetible de eclosión musical y vital del Nueva York de aquella época, Limónov consigue un empleo en un periódico para emigrados rusos. Sin embargo, en poco tiempo, pierde el trabajo y su historia de amor con Elena se va al garete cuando descubre que esta le está siendo infiel. Es entonces cuando cae en un pozo de desesperación que le lleva a estar la mayor parte del tiempo ocioso y borracho (algo inconcebible en un hombre de acción como él) e, incluso, como si fuera una buena letra del Lou Reed del Transformer, prueba a mantener relaciones homosexuales con negros. Ese periplo de desorientación vital lo describirá con pelos y señales en su primera novela autobiográfica titulada Soy yo, Édichka que, recientemente, acaba de publicar Marbot Ediciones y que, en su edición francesa, fue titulada con el efectista El poeta ruso prefiere a los negrazos. Con posterioridad, su suerte cambia cuando conoce al ama de llaves de una mansión propiedad de un millonario que le ayuda a convertirse en mayordomo de la misma. Este episodio, profusamente contado en otra de sus novelas americanas que responde al nombre de Historia de un servidor es un pequeño tratado de picaresca en el que Limónov, convertido en amo y señor de la casa, se dedica a cultivar los placeres más exquisitos del capitalismo DSK (*): bebe las botellas de vino y fuma los puros de su señor sin recato alguno además de follarse entre sábanas de seda a toda jamelga americana que se le ponga a tiro. ____________ * Dominique Strauss-Kahn. LIMÓNOV SE CONSAGRA COMO ESCRITOR EN FRANCIA Hastiado por no poder colocar ninguno de los libros escritos durante su periplo americano, Limónov atraviesa de nuevo el Atlántico y se establece en París gracias a los buenos oficios de su agente que maniobra para que le publiquen en francés Soy yo, Édichka. En el país galo, muy dado a la deificación de todo lo que es novedoso, se convierte en pocos años en una especie de literato punk que, aun no logrando grandes ventas de sus libros, es toda una celebridad para jóvenes escritores emergentes, entre ellos Carrère, quien ha escrito una biografía con notable éxito internacional. No obstante, Limónov, un nacionalisto ruso ultramontano, poco sentimental y firme apologeta del legado estalinista, vuelve a su país cuando se disuelve la Unión Soviética y allí, cual Pablo que cae del caballo, cambiará definitivamente su perfil: se convertirá en un activo agitador político relegando su faceta de escritor a un segundo plano. LIMÓNOV: EL AGITADOR POLÍTICO AMANTE DE LAS CAUSAS PERDIDAS A principios de los noventa, un Limónov que roza la cuarentena, se convierte en aquello que siempre soñó y que las circunstancias de la vida aún no le habían permitido ser: un héroe romántico que busca desesperadamente la acción. No duda en apoyar al ala serbia ultranacionalista cuando estalla la guerra de Yugoslavia y se hace íntimo de un señor de la guerra como Arkan, un loco asesino demasiado parecido al protagonista de Underground de Kusturica. A su vuelta a Rusia, participa activamente en un golpe de Estado fallido contra Yeltsin, funda una revista underground llamada Limonka (“granada” en ruso) y funda también, junto a un filósofo fascista de salón llamado Duguin, el Partido Nacional Bolchevique. Este partido, una amalgama extraña de nostálgicos del comunismo con cierto discurso y postureo fascista y creadores de lemas tan penosos como “Stalin, Beria, Gulag” es con diferencia la creación limonevsca de más difícil digestión. Para seguir abonando el campo con más estiércol, también es hiriente que Limónov casi llevase a término una alianza con el populista fascista Zhirinovski para concurrir juntos en una de las últimas elecciones del siglo XX en Rusia. Parecía que no podía caer más bajo pero Limónov, un enamorado de Asia Central, una vez ilegalizado el Partido Nacional Bolchevique, se va a una casa aislada de un pueblo perdido de Kazajstán con otros compañeros de partido a hacer vida comunal. Aunque los servicios de seguridad rusos les caen pronto encima y los acusan de ser un grupo terrorista, en el registro del inmueble solo les pudieron incautar un par de escopetas de caza. No obstante, a Limónov le cae un año de prisión preventiva y cumple otros dos más de prisión antes de ser liberado. ¿POR QUÉ HAY QUE LEER A LIMÓNOV? En primer lugar, Limónov es el escritor ruso más “especial” que ha dado ese país en el último siglo. Si Shalámov y Solzhenitsyn son los escritores que denunciaron la gran estafa que fue el régimen soviético relatándonos las penosas condiciones de vida de los presos en los campos de trabajo forzados, Limónov, egocéntrico y romántico a partes iguales, es un verso libre que provoca su salida de un régimen opresivo por naturaleza para vivir su vida y, de paso, siempre en primera persona, ofrecérnosla mediante una obra tremendamente genuina e inclasificable. Un señor que ha conocido el Nueva York bohemio de finales de los setenta, un señor que ha sido un don nadie viviendo en hoteluchos para perdedores para, poco después, emerger y disfrutar de los máximos placeres que ofrece el capitalismo americano, un señor que ha ido cincelando su vida hasta convertirla en una obra de arte peculiar y excitante pero nunca acabada, que ha vivido la guerra de Yugoslavia en el frente y que ha intentado cambiar el rumbo político de su país mediante la acción política pura y dura (y, casi siempre, descabellada) es un señor que se merece un epitafio con letras de oro en su lápida. Aparte de su atractiva peripecia vital, no hay que olvidar que, al igual que hicieron Kerouac, Bukowski y muchos otros más, toda su obra es eminentemente autobiográfica y sus libros, aparte de entretenidos, son tiernos y salvajes al mismo tiempo, con el lenguaje directo y sencillo de las buenas canciones punk. Last but not least, su escritura nos enseña lo mejor y lo peor de todas las vidas ejemplares que se precian de serlo: una narración a tumba abierta de una persona con claroscuros vitales y emocionales que no tiene miedo a mostrar lo más escabroso de sí mismo pero, a la vez, se jacta de poseer una individualidad poderosa, capaz de perseguir con valentía y temeridad todo lo que la vida ofrece pero que no todos se atreven a tomar.
Un ruego. Al lector español se le debería de dar la oportunidad de conocer la obra de Limónov pero, desgraciadamente, como obra vendible solo tenemos el libro que, recientemente, ha publicado Marbot Ediciones. Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, ya extinta, publicó dos de sus libros en la década de los noventa y, desde entonces, han pasado dos décadas de ominoso silencio. Que alguien repare ya esta injusticia, por favor. por PEDRO GARCÍA CUETO LA MIRADA DE JORDI GRACIA Jordi Gracia es catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y colaborador del periódico El País. Nacido en 1965 en Barcelona, es también un notable investigador del exilio cultural español y ha publicado, entre otros, el excelente ensayo La resistencia silenciosa, premio Anagrama de Ensayo en 2004, donde hace un magnífico repaso a las posturas políticas de los intelectuales ante la Guerra Civil española. No hay que olvidar tampoco su libro Estado y cultura, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en 2005 y otros libros de indudable interés, publicados todos ellos en Anagrama, me refiero a El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo y La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Pero su último libro toca el interesante tema del exilio cultural español, que ya había estado presente en otros volúmenes de su obra, sin embargo aquí se centra en el exilio, por ello resulta muy interesante. Su título: A la intemperie (Exilio y cultura en España). En el primer capítulo del libro, titulado ‘La ilusión de una tregua’, tiene un apartado donde hace una valoración de los exiliados hacia diferentes lugares del mundo. Comenta lo siguiente sobre los exiliados a Francia: Muchos de los exiliados en Francia entre enero y febrero de 1939 (en torno a unos 40.000) volvieron muy pronto. Quienes no podían documentar familiares allí, ni amigos que los avalasen, ingresaban a la fuerza en los campos de refugiados franceses. Comenta también que todos aquellos que no podían documentar una relación familiar con Francia tenían dos posibilidades: el alistamiento militar en la Legión extranjera o la vuelta a España. Por ello, volvieron alrededor de unos 250.000 refugiados a su país. Estas son las cifras que da Gracia sobre los otros exiliados a Hispanoamérica: a Chile fueron unos 2.300 refugiados, a la Unión Soviética unos 1.000, a la República Dominica unos 3.000, a Argentina, Colombia y Cuba unos 2.000 y a México, alrededor de 5.000, en un principio, pero llegaron muchos más durante los años cuarenta. El apartado titulado ‘La libertad del exilio’ nos informa del destino de muchos de los que se quedaron y de los que se fueron. Tal es el caso de Dámaso Alonso, quien no obtuvo la autorización de salir por parte de las autoridades republicanas, aunque (según Gracia) es probable que no hubiese salido de España, al igual que Aleixandre, enfermo, o el joven profesor e ilustre investigador Rafael Lapesa. El caso de Gerardo Diego fue de adhesión al Régimen, como los muy conocidos de Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, etc, todos ellos afines al Régimen y militantes en la Falange los últimos citados aquí. Parece ser que Aleixandre recibe noticias de los exiliados, tal es el caso de su comunicación con Jorge Guillén (quien siempre despreció el avance comunista en la Guerra Civil española) o de las noticias que le da Dámaso Alonso en su grata y continua comunicación con Pedro Salinas. El caso de Rafael Lapesa (como nos cuenta Gracia) fue un triste proceso de depuración, que le llevó a ser considerado simpatizante del Partido Socialista por la Comisión Depuradora de enero de 1940, muy cercano a Américo Castro y, además, se le culpaba de su extrema dedicación hacia el Centro de Estudios Históricos, por querer mantener la actividad cultural del Centro durante la Guerra (otros miembros del Centro como Tomás Navarro Tomás, director del Centro en el período anterior a la Guerra Civil, se exilió al final de la Guerra junto a Corpus Barga para acompañar al ya enfermo Antonio Machado en su lamentable y trágico final en Colliure. Lapesa, vencido por las acusaciones, pudo entregar a Joaquín de Emtrambasuagas (otro hombre del franquismo) y a Miguel Herrero García ficheros y códices valiosos. Desde 1938 se creó, por orden de Franco, la agrupación de todas las Academias, incluyendo, claro está, el Centro de Estudios Históricos y se inició (a partir de febrero hasta agosto de 1939) el proceso de expulsión de la Universidad de Madrid a la nómina más brillante de profesores no afines al Régimen. Lapesa, como nos cuenta el investigador catalán en su libro, publicará más tarde su famosa Historia de la Lengua Española, en 1942, obra en la que llevaba trabajando mucho tiempo y en 1948, La trayectoria poética de Garcilaso. Pese a ese proceso de depuración, Lapesa consigue la cátedra que dejó vacante su maestro Américo Castro en la Universidad Central de Madrid. Lapesa no cede a la tentación del exilio, pese a que se le ofrece una oferta en la Universidad de Harvard. Lapesa aceptará estancias en universidades americanas por corto espacio de tiempo, pero nunca se quedará allí, también Dámaso Alonso será profesor visitante en Estados Unidos varias veces. El caso de Adolfo Salazar, crítico y ensayista clave para la música, fue también digno de atención, ya que acaba en México, entre otras cosas, porque el patronato de la Casa de España, Daniel Cossío Villegas, le cuenta en noviembre de 1938 que ya están en México amigos como José Moreno Villa, León Felipe, José Gaos, Enrique Díaz-Canedo, etc. Otro exiliado con Salazar en la ciudad de México era Rodolfo Halffter, hermano mayor de Ernesto Halffter, importante hombre de la música. Rodolfo era miembro del Consejo de Colaboración de Hora de España y profesor del Conservatorio Nacional de Música en México. Hubo casos, sin embargo (sigo en todo este estudio el libro de Gracia) como Luis Felipe Vivanco, quien se adhiere al Régimen y fue el encargado de terminar la colonia de El Viso tras el exilio de Rafael Bergamín a Caracas en 1938. La vuelta a España de algunos exiliados demasiado pronto es interpretada como connivencia con el Régimen, ya vimos la forma en que algunos se dirigieron a Juan Gil-Albert por haber traicionado los principios de la República y volver a España. La figura de Ortega y Gasset fue una de las más polémicas, ya que había dudado seriamente sobre la adhesión a la República y había cuestionado duramente al comunismo. Ortega estuvo en Buenos Aires desde 1939 a 1942, pero viaja a Lisboa en ese año, cuando nada parecía prever un cambio de Régimen en España. La gran decepción que sintió el filósofo (también exiliado en México) José Gaos por la decisión de Ortega de volver a España, viene, como nos cuenta Gracia por ese acercamiento del prestigioso filósofo hacia ideas reaccionarias: Tras su fallecimiento en Madrid, en 1955, Gaos afina su análisis, más allá de la decepción y seguramente más completamente informado. Subraya entonces el fracaso del magisterio de Ortega tras la guerra sobre dos certezas: “la doble imposibilidad de alistarse entre los defensores de la República y entre los sostenedores del régimen actual de España, ha debido ser un patético drama entrañado en lo más radical y sensible de la intimidad de Ortega que ha debido de hacer singularmente penosa su vida en los últimos lustros en el fondo incluso de su éxito internacional de los últimos años (pp. 62-63). Ciertamente, Ortega vive la encrucijada de una no adhesión a los vencedores y de una desconfianza e incluso de un cierto desprecio hacia los vencidos. En el muy interesante libro de Gregorio Morán sobre Ortega titulado El maestro en el erial, merece la pena (entre otras muchas páginas esclarecedoras y polémicas que contiene) la que desvela el privilegio que Ortega tenía frente a otros intelectuales con el régimen y con adláteres como el gobierno de Portugal: Nuestro pensador goza de un rango excepcionalmente privilegiado, utilizando el término privilegio en las encogidas acepciones del momento. Tanto la embajada española en Lisboa, regida por el hermano del caudillo, Nicolás Franco, como los periodistas institucionales que pululan por la capital, tienen regulares contactos con Ortega, al que no se cansan de visitar y escuchar reverencialmente. Hacerle volver a España es un objetivo prioritario (p. 83). Su desprecio hacia los “rojos” es también una de las muchas informaciones que nos transmite el polémico libro de Gregorio Morán. La figura de Ortega queda así envuelta en sombras difíciles de desenredar. Resulta interesante también lo que, yendo de nuevo al libro de Gracia, señala sobre la necesidad de los exiliados de colaborar en revistas españolas. Lo harán en los años cincuenta, hastiados de vivir lejos y de no estar presentes en un panorama que podía cambiar mucho, intelectualmente, con sus voces y opiniones. Surge, con el apoyo de un censor y adicto al Régimen, Camilo José Cela, los Papeles de Son Armadans (creada en 1956), donde colaboran Américo Castro, María Zambrano, Emilio Prados, León Felipe o Rafael Alberti, entre otros. Termina este apartado del libro de Gracia reconociendo la labor importante que hicieron, desde Madrid, Menéndez Pidal y sus amigos Rafael Lapesa y Dámaso Alonso para dotar de brillantez al Centro de Estudios Históricos. Recordemos que ya se había perdido el espíritu que lo alumbraba y que el franquismo lo había convertido en una sección más de otros estudios intelectuales. Gracia dice, con razón, que no podía igualarse al Colegio de México y a la labor que se estaba haciendo allí, en libertad y exentos de la censura que vivía España, pero Pidal, Lapesa, Alonso y otros crearon el mimbre de un trabajo encomiable y silencioso, como el de las abejas, para restablecer la luminosidad de los antiguos estudios de antes de la Guerra, sin que el Régimen tuviese inteligencia suficiente para detectar la clandestina labor de estos grandes personajes de la historia de España. Tanto fue así que en los años cuarenta en España se empezó a realizar una labor intelectual que dio sus frutos en la reanudación de la Revista de Occidente, en la creación de la colección de poesía Adonáis y en otros pequeños empujes hacia una cultura en libertad desde la intelectualidad que vivía las dificultades de trabajar en España sin apoyar al Régimen, pero sin enfrentarse a él, como método de supervivencia. Otro apartado del libro que merece nuestra atención es el que se titula ‘Vivir de veras’, donde el investigador y profesor catalán indaga en las decisiones de algunos intelectuales ante la posible vuelta a España o la permanencia en el exilio. Uno de los casos de mayor renombre fue el del director de cine Luis Buñuel, el cual se pregunta qué debe hacer. La respuesta es la permanencia en el exilio, ya que la vuelta a España sería muy problemática y poco segura. Como sabemos, en su período mexicano el director aragonés intensificó su carrera, logrando algunas de sus mejores películas. Sin sospecha de haber claudicado al poder franquista, volvió sobre Carles Riba, quien regresó muy pronto a España, y Joan Oliver, el cual tuvo que visitar la cárcel Modelo en varias ocasiones, concretamente (como nos cuenta Gracia) durante un par de meses, entre los cuales fallece su mujer. Oliver es, por ello, un hombre abatido por la mala suerte y por la inquina de unos hombres sin moral y sin escrúpulos. Pese a todo ello, se recompone del dolor y prepara y edita él mismo sus poemas en la editorial Aymá, estrena en el teatro Romea su versión del Misantrop en 1950, etc. En el caso de Ferrater Mora, el exilio supuso un duro trance, tanto que soportó duros ataques intestinales en Chile, antes de pasar por Princeton en 1948 (residió en la casa que le prestó entonces Américo Castro). Fue prolífico en el exilio, ya que decidió, como muchos otros, sobreponerse al dolor de vivir fuera de su país a través de la creación. Hizo el Diccionario de Filosofía en 1941 y un grupo de ensayos que reúne en Las formas de la vida catalana (1944). Joan Oliver aconseja a Ferrater Mora en 1950 que regrese a España. No todos los exiliados llevan con pena su tiempo de emigración. En el caso de Buñuel, nos cuenta Gracia que se siente a gusto en México. Sus palabras refiriéndose a la idea de España como una comparación con la Edad Media que a veces se imagina, resulta hoy dolorosa, pero no lo era tanto ante una España que había quedado relegada en el tiempo por el nuevo Régimen. Gracia también alude en este apartado a Juan Gil-Albert, concretamente haciendo mención de su vuelta a España en 1947. Pero lo que le interesa al investigador catalán es la imagen que el escritor alicantino encontró al volver: Cuando lo hizo en 1947, Juan Gil-Albert encontró “un fantasma que cobraba realidad”, un fantasma porque pareció durante un tiempo que la España negra, la España eterna, había sido arrumbada por fin (pp. 108-109). Lo que cuenta Gracia incide en ese espectáculo de Edad Media, al que se refería Buñuel y que también lo fue para los ojos asombrados de Juan Gil-Albert: Lo que él encontró a su regreso fue la inflación religiosa, la exhibición impúdica de la fe, la artificiosidad teatral y exacerbada, combinadas con una moral ciudadana “de baja factura y, para el que volvía a la patria que dejó, visiblemente deteriorada” (p. 109). Otro personaje que nada tiene que ver con Gil-Albert, el cual vivió su exilio interior a la vuelta a su país y no tuvo (hasta bien entrada la democracia) reconocimiento alguno, salvo el abrazo de los poetas jóvenes de los setenta que encontraron en él un modelo a seguir, fue Ramón Gómez de la Serna, quien vuelve para recibir audiencia de Franco, con lo que su ideología reaccionaria queda de manifiesto. La fotografía de media página (como nos dice Gracia) puede verse en el ABC el 26 de mayo de 1949. En el apartado del libro titulado ‘La cortina de hojalata’, donde comenta lo que he citado sobre la connivencia de Gómez de la Serna con el Régimen, Gracia expresa interesantes consideraciones sobre el exiliado y su exilio: Al exiliado se le detiene la historia en la memoria porque los cambios suceden mientras él no está, pero no sólo porque no habita su lugar de origen, sino porque ese lugar ha dejado de expresarse y de vivirse como fue: los olores y las calles, los colores y las fachadas… (pp. 121-122). Hay una imposibilidad, concluye Gracia en este fragmento, de vivir con la realidad, ya que pesa el recuerdo idealizado y la vuelta a un lugar que ya no es el mismo, les hacer vivir ensimismados. Hay muchos nombres que Gracia menciona en este estudio apasionante, pero para no abrumar con nombres y destinos que nos separarían de nuestra verdadera intención, trazar un panorama de conjunto del exilio cultual español, cabe señalar una última cita de este apartado, referente a la imagen que el Régimen tuvo del exilio, porque llegó un momento en que era necesario crear una apertura para dignificar un sistema con muchas sospechas y sombras: El exilio fue para el régimen un problema aplazado a conciencia, reprimido y represaliado como lo fueron los testigos mudos de la derrota en el interior. Pero dentro del propio sistema franquista irrumpió de nuevo la realidad: para las clases intelectuales del régimen, para sectores universitarios e ilustrados, para algunos jerarcas falangistas, la evolución y la estabilidad del sistema aconsejó cambiar de estrategia, aunque fuese solo de manera transitoria o de prueba (p. 139). Volvieron entonces, en los años cincuenta, científicos exiliados, se procuró cierta tolerancia con respecto a escritores antes marcados, etc. Se empezaron a leer en la España de los cincuenta artículos de Max Aub, Guillén, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Ayala, Ferrater Mora, etc. En el último apartado, titulado ‘Democracia caníbal’, Gracia examina diferentes actitudes ante un futuro que no se vislumbraba con claridad. Max Aub nunca entendió lo que le dijo el gran poeta Ángel González cuando éste le comentó que le hubiese gustado haber estado en el exilio mucho antes de su periplo americano, ya que la vida en España, para el poeta asturiano, estaba presidida por una mediocridad latente en cada rincón. Como comenta Gracia, desde 1946 empieza una nueva etapa de emigración, como le ocurrió a Manuel Tullón de Lara, quien se exilió a Francia ese año. La paradoja es inevitable: el exilio de algunos hombres de la cultura “asfixiados del interior” que les tocó vivir y la vuelta de otros que viven el “agobio exterior” y que desean volver a su país, pese a la falta de libertad. Personas tan importantes para nuestra cultura como José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Joan Ferraté, Esteban Pinilla de las Heras, etc, se marchan al exilio para encontrar una situación laboral mejor que la que tienen en España. Otros como Juan Goytisolo, Fernando Arrabal, Eugenio de Nora, Gonzalo Sobejano, Emilio Lledó, etc, ven un mejor futuro fuera de nuestras fronteras. En 1954 se crea una nueva plataforma de contacto entre los exiliados y los que viven en España. Su nombre: Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Se trató de contrarrestar la influencia comunista en la clase y la vida intelectual de España, fue fundado a iniciativa de la CIA (ya conocemos la inquina que el gobierno americano tuvo contra el comunismo). Los liberales que realizan una propaganda antimarxista desde esta plataforma editorial fueron, entre otros, María Zambrano, Rosa Chacel o Luis Araquistaín. También el filósofo Ferrater Mora formó parte de este grupo. No hay que olvidar otra revista en el exilio, Ibérica, fundada por otro hombre de la izquierda en el exilio, pero nada sospechoso de comunismo alguno, Salvador de Madariaga. Un caso interesante que cuenta Gracia en este apartado fue el de Rosa Chacel, gran amiga de Juan Gil-Albert. Nos cuenta el investigador catalán que la escritora ya tuvo confrontación con los miembros de la revista Hora de España por la forma de luchar intelectualmente en la guerra. La escritora fue presa de una importante depresión que le persiguió muchos años, pese a la beca Guggenheim, que disfruta en la ciudad de Nueva York entre 1959 a 1961. Rosa Chacel mantiene buenas relaciones con el joven exiliado Jaime Salinas, con Jorge Guillén, con Juan Marichal o Joaquín Casalduero. Rosa vuelve a España durante seis meses, concretamente a Madrid, entre finales de 1961 y 1962. Parece ser que las razones, como nos cuenta Gracia, tienen que ver con sus problemas oculares y la necesidad de ser atendida en condiciones en Madrid, ya que en Nueva York los tratamientos médicos son muy costosos. Se marcha después a París y de allí volverá a Madrid en un segundo viaje, esta vez durante año y medio. Estamos en 1963 y la escritora inicia una nueva colaboración con la segunda etapa de la Revista de Occidente, que ha aparecido recientemente. Son los años en que vieron la luz libros como Ritmo lento de Carmen Martín Gaite o el prestigioso y muy reseñado Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Ya ha ocurrido (fue en 1962) el famoso contubernio de Munich, cuando se inicia una notable apertura hacia la democracia por parte de intelectuales que estuvieron al lado del franquismo, como fue el caso de Dionisio Ridruejo, quien inicia uno de los procesos de cambio hacia la crítica al Régimen desde su falangismo de inicio hacia una visión necesaria de aperturismo y de democracia, lo cual le traerá períodos de detenciones que no podemos desarrollar aquí, dada su extensión. Son tiempos de cambio, ya que el Régimen estaba desgastado notablemente y muchos empiezan a demostrar sus diferencias con la dictadura. No sólo fue Rosa Chacel quien inició viajes tímidos a España (cortos y desencantados) también fue el caso de Max Aub, quien vuelve a Barcelona en 1969, como lo cuenta magistralmente en su imprescindible libro La gallina ciega. A Max Aub le fue denegado el visado en 1963 y no viajó a España hasta ese 1969. El desengaño de la vida española, llena de mediocridad y en un mundo que en nada se parece al que conoció marca de lleno los días de su estancia en nuestro país. Para no extenderme más con este libro, pese a la extensa documentación que contiene que he resumido aquí, comento sólo una apreciación final de Gracia que sirve para sintetizar lo que fue el exilio y sus consecuencias: Ni el poder franquista acabó pronto ni el exilio pudo ganar apoyos para acabar con el franquismo; ni el franquismo logró proteger a la cultura peninsular del contagio del exilio ni el exilio se desentendió de la España del interior; el exilio no encarnó heroica y exclusivamente la derrota porque fueron muchos los derrotados y resistentes del interior; el telón de acero se fue haciendo cortina de hojalata y, con todo, tampoco la ilusión del regreso pudo mantenerse viva demasiado tiempo porque no hay ruta de regreso a la memoria (p. 194). Tiene razón Jordi Gracia, el regreso a la memoria es imposible, por ello, nunca volvieron a ver su país como lo habían presenciado en los tiempos anteriores a la guerra Max Aub o Rosa Chacel, por poner un ejemplo. Tampoco Gil-Albert encontró su misma Alcoy natal, algo significativo había ocurrido. La Guerra Civil, el dolor inmenso que había causado, el rencor que dejó en los dos bandos pesan todavía hoy en algunas generaciones e, incluso y para desgracia nuestra, en nuestra clase política, por ello, el exilio lo era para siempre, porque no hay, como dice impecablemente Gracia, regreso a la memoria. Su libro nos informa, pero también nos hace meditar por un tiempo que ha dejado huella en muchas generaciones, que truncó proyectos, planes humanos, pero que también, dada la constancia y la fuerza del ser humano, enriqueció otros países, como México (la gran labor del Colegio de México, por ejemplo), ya que se siguió creando, publicando, investigando y, como dice el investigador catalán, la dictadura no pudo ni supo cortar la comunicación entre los de dentro y los de fuera, una corriente que fue muy fluida en algunos casos, tanto que algunos de los que pertenecieron al falangismo, como Ridruejo, encontraron otras formas de pensamiento, amparadas en un mundo más libre, lejos de su primera ideología. Rosa Chacel, herida por dentro y por fuera, volverá a España definitivamente en 1973 con una beca de la Fundación Juan March para terminar su conocido libro, Barrio de maravillas. Murió en Madrid en 1994. Max Aub, sin embargo, volvió a México. Tras su estancia en España en 1969, murió allí en 1972. Su visión de España, desencantada y agria, le dejó un triste y amargo sabor, quizás porque su vida tampoco había sido fácil. Nos quedan sus libros, imprescindibles para entender una visión de la Guerra Civil y la posguerra fundamental para cualquier estudioso de esa época. LA MIRADA DE VICENTE LLORENS Fue el maestro Llorens una de las personalidades que más ahínco puso en el estudio del exilio cultural español. En el prólogo al libro que voy a comentar, podemos conocer las palabras muy acertadas de Manuel Aznar Soler cuando recuerda que Llorens fue el mejor historiador de nuestros exilios culturales españoles. Dice también en el citado prólogo lo que fue también el periplo de Llorens en el exilio, su llegada a Ciudad Trujillo, lo que convierte al investigador valenciano en una figura fundamental para entender el exilio, porque también lo sufrió en sus propias carnes: Vicente Llorens, exiliado de la España Peregrina, llegó a Ciudad Trujillo, con ganas de dejar de ser un desterrado errante (p. 35). Es cierto que su periplo ya era largo para aquel entonces, me refiero a 1940. Había estado en Francia anteriormente y ya le parecía una eternidad ese período, pero el México inicia un interesante periplo por el mundo académico, como nos cuenta Aznar Soler: Acababa de ser nombrado profesor de Literatura española en su Universidad (Ciudad Trujillo) y recuperaba la ilusión de reanudar su carrera académica… (p. 35) El profesor Llorens quiere recuperar muchos libros que tenía en Madrid y que ahora necesitaba, pero él ignora que su casa de Madrid ha sido saqueada, con lo que perdió también su ingente biblioteca. Le regalan libros y compra otros, hasta conseguir doscientos volúmenes, pero en dos años ya se halla en Santo Domingo. El exilio no ha terminado, ya que entre 1945 y 1947 ejerció como profesor de Literatura española en la Universidad de Río Piedras, en Puerto Rico. Llorens ya está realizando un trabajo esencial e imprescindible sobre la poesía española del destierro. Pasará luego a la prestigiosa John Hopkins University de Baltimore, en 1947 (fue Pedro Salinas quien le consiguió el puesto en esta prestigiosa Universidad). Podría hablar largamente de una figura tan prestigiosa, pero me interesa para este estudio su visión del exilio cultural español: La vida del desterrado apenas merece tal nombre. Rota, frustrada, vacía, fantasmal, está en realidad más cerca de la muerte que de la vida (p. 105). Pone el ejemplo de Ovidio, desterrado, recordemos que escribió en su exilio Las Tristia, bello poema que aún nos conmueve. Para el que le destierran, la muerte en vida es una realidad, es una sensación que pesa en el espíritu y en el cuerpo: Ya no habla un ser viviente, sino un ser que pertenece al pasado. Por lo menos, la existencia del desterrado, y éste es uno de sus rasgos más característicos, se proyecta anormalmente hacia el pasado. Como el anciano, el desterrado, viejo prematuro, vive casi del recuerdo (p. 105). Acierta Llorens, porque el tiempo del exilio no es el mismo, es como si todo se hubiese fragmentado, las horas son distintas a las que el desterrado siente en su patria. Ese desarraigo pesa en el espíritu del hombre sin patria. Pero el desterrado, nos dice Llorens, vive para volver, porque sí tiene patria, aunque no lo parezca ya, una patria que vive en su imaginación, que crece en sus sentimientos, que se fragua dentro de él: Ante la imposibilidad de desprenderse del pasado, pero temiendo perecer en él al mismo tiempo, el desterrado, tendiendo la vista hacia adelante, acaba por crearse otro futuro, tan estrechamente vinculado al pasado que casi parece la transposición hacia el porvenir de lo que ya pasó: la esperanza del retorno a la patria (p. 106). Todo lo que he citado pertenece al libro, concretamente al apartado titulado ‘El retorno del desterrado’, escrito en 1948. Pero es muy interesante el apartado que lleva por título “La actividad literaria de la emigración española”, escrito en 1949, ya que nos desvela algunas ideas interesantes como el peso que tiene el exilio tras la Guerra Civil, el cual supera en número de exiliados al de otros que se han producido en otros tiempos de la historia de nuestro país: Numéricamente, la emigración republicana española de nuestros días supera a cada una de las emigraciones de afrancesados, constitucionalistas, carlistas, moderados y propagandísticas del siglo pasado, y aún a todas ellas juntas (p. 129). También nos dice que el exilio español excedió el de otros períodos en lo que se refiere a la geografía, ya que muchos desterrados fueron a América: Mientras las emigraciones anteriores no rebasaron en general los límites del occidente europeo, la actual ofrece el hecho nuevo del contacto con América, y especialmente con el mundo hispanoamericano. Factor de extraordinaria importancia no sólo por lo que ha contribuido a condicionar la existencia del emigrado sino también por su repercusión en el orden intelectual (p. 129). Además, señala que la imposibilidad de escribir para los de su propia tierra, debido a la censura, las obras tienen su público preferentemente en Hispanoamérica, donde fueron a parar muchos de ellos. La ventaja, naturalmente, fue la lengua común, lo que supuso algo favorable para los exiliados que desconocían el idioma inglés o francés y pudieron expresarse en su mismo idioma, porque los lectores gozaban del privilegio de compartirlo. Cita a intelectuales importantes, como los poetas Pedro Salinas, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Moreno Villa, Alberti, Benjamín Jarnés, Ramón J. Sénder, Ortega, José Gaos, etc. Pero destaco de todo ello su apreciación de la obra de León Felipe como la que más constancia ha tenido en lo que respecta a la poesía combativa, ideológica: León Felipe es casi el único representante de la poesía combativa, de larga tradición entre expatriados políticos y cuyo más inmediato antecedente español se encuentra en Unamuno. Pero el sentido nostálgico de la patria y otros motivos líricos del destierro aparecen fugaz o insistentemente en la obra de casi todos. La evolución de la tierra nativa adquiere particular interés en los poetas andaluces: Cernuda, Alberti, Prados, Garfias, Rejano (p. 132). También señala la labor creativa y docente que tuvo lugar en el exilio y cita el Colegio de México, donde muchos intelectuales españoles pudieron desarrollar su labor: Por fortuna, casi todos ellos tuvieron acogida en diferentes universidades o en instituciones como el Colegio de México, donde además de la labor docente han podido proseguir sus estudios o iniciar nuevas investigaciones (p. 135). Cita nombres tan importantes como Américo Castro, Navarro Tomás o Claudio Sánchez Albornoz, entre otros. Otro apartado interesante es el que dedica a los temas, en el apartado titulado ‘La imagen de la patria en el destierro’, escrito en 1949, donde nos habla, entre otros temas, de la figura de Luis Cernuda, gran poeta sevillano y un exiliado doliente en Inglaterra, Estados Unidos y México. Se trata de un artículo donde Llorens nos habla de la visión de la patria que tiene Cernuda, el contraste entre el mundo práctico que supone la vida del exiliado y el mundo interior que tiene Cernuda, donde sobrevive una imagen de España, hecha de luz y de sombra. Para Llorens, la lejanía en la que vive el poeta sevillano hace más vivo el recuerdo, el poder de la memoria está más presente: Las cosas adquieren nueva claridad porque están iluminadas por el amor, que quiere fijarlas para siempre, sin que la distancia o el tiempo logren borrar su contorno (p. 151). Habla el investigador valenciano de revelación para referirse a ese poder de la memoria, las cosas se revelan, surgen con nuevos contornos ante la luz del tiempo, como si no fueran iguales a las que conoció entonces. Refiriéndose Llorens a la visión que tiene Cernuda del Escorial dirá lo que cito ahora, comprendiendo que el desterrado mira de otra manera, hace que el pasado se revele en el presente con nuevas tonalidades, donde se adivina lo eterno que hay en nosotros: El desterrado, perdido cual ningún otro ser en lo movedizo y transitorio, al buscar anhelante un asidero firme a su vivir insatisfecho, ha convertido al Escorial, como creación armónica del hombre ante la naturaleza, en el símbolo del gozoso y trágico vivir humano que aspira a eternidad; a una eternidad no de muerte como en la visión de Gautier, sino de vida (p. 154). Cierto, porque Cernuda sabe que hay una aspiración a lo eterno, que sólo se consigue en el instante, cuando podemos crear una nueva realidad de aquello que recordamos, sólo así somos verdaderos dioses en un mundo de barro. Otro apartado muy interesante del libro lo dedica Llorens a la lengua del desterrado en un capítulo titulado ‘El desterrado y su lengua. Sobre un poema de Salinas’, resulta interesante lo que el profesor valenciano dice acerca de la lengua ajena y la imposibilidad de expresarnos adecuadamente, perdidos los resortes de la nuestra, donde podemos encontrar todos los matices que la otra no sabe darnos: Habituado a manejar sin esfuerzo los más sutiles resortes del propio idioma, necesitaría poder moverse con igual desenvoltura dentro del ajeno para sentirse a gusto. Por su condición intelectual está llamado a convivir entre gentes de su calidad, tan hábiles en su lengua como él en la suya. Mantener tal convivencia en términos decorosos es poco menos que imposible (p. 156). Considera Llorens que el poeta no sabe expresarse, desde el romanticismo, en otra lengua que no sea la suya. Sabe el pensador valenciano que todos volvemos a nuestra lengua, que el ímprobo esfuerzo de traducir los pensamientos a otra lengua son temporales, nada tiene la homogeneidad que nuestro propio idioma para la poesía y para la propia vida: De todos modos, el emigrado es más bien un escritor bilingüe; la adopción de la lengua ajena, debida a circunstancias muy diversas, suele ser temporal; tarde o temprano acaba por volver a la suya (p. 157). La idea del desterrado que se aleja, que se vuelve hierático, que deja de comunicarse, en una suerte de ensimismamiento, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, refuerza el amor por su idioma, único eslabón que le queda a un mundo que ha querido y sigue queriendo en el recuerdo. Pone el ejemplo de la prosa de Salinas, el gran poeta del veintisiete, cuando dice lo siguiente: El lector menos atento puede observar en la obra de Salinas que la prosa de sus años de destierro no es como la anterior, y que esa diferencia no parece deberse a un cambio deliberado ni a un proceso de madurez literaria (p. 158). La explicación reside en el goce que tiene la propia lengua en un mundo extranjero, donde su idioma no tiene la importancia que los amantes del verbo le dieron en el suyo. La identificación con su propia vida es total: Su raíz es más profunda: el afán de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente. Salvarla es salvarse; por eso teme también perderla (p. 159). Llegará a decir, al final de este capítulo, donde comenta un poema de Salinas dedicado a su lengua, en el libro Todo más claro, lo que yo considero una declaración de amor a un idioma que no abandona, sino que es compañero de infortunios en la soledad infinita del exiliado: Gracias a la lengua, el poema será posible; pero sus santas palabras, además de hacerle poeta, tienen la virtud de mantenerle ligado a su origen. Al sentirse así vivir dentro de su milenaria comunidad tradicional, patria verdadera y permanente de la que nadie puede arrancarle, el destierro quedará abolido (p. 166). El destierro es sólo un sueño, incomparablemente inconsistente al lado del poder de arraigo a su tierra, a la lengua madre, al amor que siente por ella y que le sustenta en el difícil camino de vivir en otro país que no sea el suyo. Un capítulo interesante, porque se refiere más a personas determinadas, abandonando los temas y las reflexiones que he comentado hasta ahora, es el que lleva por título “La emigración republicana de 1939”, fechado en 1976, el más extenso sobre el destino de los republicanos en el exilio. Resulta interesante el apartado que dedica a la emigración a Francia, cuando documenta alrededor de cuatrocientos mil los refugiados en ese país. También es interesante la mención de Llorens al destino de los exiliados, cuyo sino fue acabar en campos de concentración. Las fuerzas armadas francesas condujeron a los fugitivos a los campos. Algunos muy conocidos como el de Saint-Cyprien , donde estuvo Gil-Albert, como ya comenté extensamente antes: Tristemente célebres fueron los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, que en marzo de 1939 contenía ciento dos mil hombres, y Bacarès, el más reciente y mejor establecido, que gracias a la organización de los propios confinados llegó a disponer hasta de una biblioteca (p. 291). También menciona otros campos, localizados en Gurs, en los Bajos Pirineos, donde se reunieron miles de vascos, de combatientes de las Brigadas Internacionales, los cuales dieron clases de lengua, matemáticas, física y aerodinámica a los otros exiliados. Concretamente, en Agde, en Hérault, hubo numerosos catalanes y dieron clases de francés maestros de escuela de poblaciones vecinas. Los Campos no se sustentaron sin una ayuda, que, como era previsible, venía de los propios republicanos españoles, el SERE (Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles), también hubo ayuda de grupos políticos o humanitarios de diferentes países. Esto facilitó que los Campos fueran lugares donde se pudo hacer una vida casi normal, con recitales poéticos, estudio, lectura y juegos (ajedrez, fútbol). Otro aspecto interesante que investiga Llorens en este apartado es el de las diferencias entre el destino de los exiliados a Francia con respecto a los que emigraron a México y a otros países de Hispanoamérica. Merece la pena, de nuevo, citar las palabras de Llorens: La situación de escritores y periodistas emigrados —cuyo deslinde profesional difícilmente puede trazarse en España desde tiempos de Larra— no fue la misma en la América de habla española que en los países europeos. Mientras en México encontraron unos y otros ocupación en la prensa mexicana como redactores o colaboradores, en Francia hubieron de confinarse, salvo raras excepciones, a los periódicos que ellos mismos fundaron (p. 298). La diferencia se halla en que los exiliados en Francia colaboran en revistas esencialmente políticas, donde muchas veces no percibían remuneración por sus colaboraciones, frente a los exiliados en México donde sí hubo revistas que tocaron temas literarios y percibían un dinero por colaborar. Menciona Llorens ejemplos de diferentes intelectuales que fueron a Hispanoamérica como el caso de Corpus Barga, quien en 1957 se trasladó a Perú para dirigir una escuela de periodismo, o Federica Montseny, conocida como escritora anarquista, que residió en Francia largos años. Trágico destino sufrieron el escritor Julián Zugazagoitia que, junto con otros hombres de trayectoria política como el sindicalista Juan Peiró, ministro con Largo Caballero y Luis Companys, uno de los fundadores de la Esquerra Republicana y sucesor de Maciá en la Presidencia de la Generalitat, fueron detenidos por la policía al producirse la ocupación alemana de Francia y fueron devueltos a España. Los aquí citados fueron sentenciados a la pena capital por tribunales militares y ejecutados. En África del Norte, también hubo emigrantes. Fue el caso de Max Aub, famoso escritor que estuvo en el campo de castigo de Djelfa, en Argelia. Antonio Turiel fue profesor en el Liceo de Rabat, en Argelia se asentaron muchos militares, muy activos en política. En 1946 (como nos recuerda Llorens) empezó a publicarse en Argel el periódico III República, portavoz del Consejo de Gobierno de la Tercera República. Fue la Unión Soviética uno de los lugares donde se exiliaron personajes muy comprometidos políticamente con la izquierda, tal fue el caso de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, otros personajes destacados fueron Enrique Castro Escudero y Jesús Hernández, éste procedente de Murcia y muerto en México en 1971. Fue antiguo director de Mundo obrero y ministro durante la guerra del gabinete de Largo Caballero. Emigraron muchos militares a la Unión Soviética, tal fue el caso de los siguientes: Antonio Cordón, subsecretario del Ejército de Tierra con Negrín, Manuel Márquez, jefe de Cuerpo de Ejército y otros, como fue el caso de Enrique Líster, jefe del famoso Quinto Regimiento de Madrid y Valentín González, “El Campesino” que se distinguió en la famosa batalla de Teruel. Un escritor y periodista que emigró allí fue César Muñoz Arconada (Astudillo, Palencia, 1900-Moscú, 1964). Novelista de tipo social antes de la Guerra Civil. En Moscú estuvo encargado desde 1942 de la edición española de Literatura internacional. Inglaterra fue el destino de gentes tan importantes como Juan Negrín, el cual se refugió en Londres, como todos sabemos fue presidente del Consejo de Ministros desde mayo de 1937 hasta el final de la guerra. Catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de Madrid, etc. Otro catedrático que tuvo su exilio en Inglaterra fue José Castillejo, el cual murió en Londres en 1944. Era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Madrid, formado como educador por Giner de los Ríos y la famosa Institución Libre de Enseñanza. Fue secretario y animador desde su fundación en 1907 de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Estuvo en Oxford otro prestigioso educador Alberto Jiménez Fraud, quien murió en Ginebra en 1964. Fue director de la Residencia de Estudiantes de Madrid al ser fundada por la Junta para Ampliación de Estudios en 1910. Casos de poetas que vivieron en Inglaterra tenemos los de Pedro Garfias, quien estuvo en este país no mucho tiempo, para ir a México poco después. Diez años estuvo en Inglaterra Luis Cernuda. Allí murió otro escritor andaluz, Esteban Salazar Chapela, quien murió en Londres en 1965. Fraguó en Inglaterra su mundo literario el escritor Arturo Barea, el famoso escritor de La forja de un rebelde. Otro hombre de letras, periodista de prestigio, Manuel Chaves Nogales, vivió en Londres hasta su muerte en 1944. Fue muy conocido por su biografía del torero Juan Belmonte y por varios relatos de gran calidad. Hay muchos otros nombres, pero sería exhaustivo nombrarlos a todos, cabe decir que en Inglaterra también estuvo Salvador de Madariaga, el más renombrado de los intelectuales españoles en Londres. Madariaga no fue un exiliado por la Guerra sino porque estuvo muy implicado en labores diplomáticas para conseguir una vuelta a los valores democráticos en España, desde la posición de ente social con los ingleses para que ayudasen a la España republicana. También hubo intelectuales que emigraron a Bélgica o a Suiza, pero fue a México donde fueron la mayor parte de los hombres de letras, también de ciencias, de nuestra España. Llorens destaca en su libro que el número de intelectuales que llegaron a México en la fecha del 1 de julio de 1940 rondaba los ocho mil seiscientos veinticinco emigrados republicanos. Se calcula que llegaron posteriormente mayor número de españoles hasta engrosar la cifra de más de quince mil refugiados (entre los quince mil y los veinte mil). Por hablar sólo de los poetas y escritores que llegaron a aquellas tierras (Llorens detalla muchas más profesiones y muchos más nombres de los que voy a dar), cabe destacar a los siguientes: Enrique Díez-Canedo, poeta y crítico, murió en México en 1944, León Felipe, el cual estuvo en varios países de Hispanoamérica antes de la Guerra Civil y volverá a ellos como consecuencia del exilio. José Moreno Villa, poeta, ensayista y crítico, que murió en México en 1955, no hay que olvidar a Juan Larrea, escritor surrealista, fue secretario de Cuadernos Americanos en México, para ocupar luego una cátedra en la Universidad de Córdoba en la Argentina. Juan José Domenchina y su mujer Ernestina de Champourcin, Emilio Prados, Pedro Garfías y, naturalmente, el ya citado Luis Cernuda, quien después de unos años en Estados Unidos e Inglaterra, pasó sus últimos años en México. El caso de Juan Rejano fue el de un largo exilio, pues murió en México en 1976, también falleció en este país Max Aub en 1972 o Paulino Massip en 1963. A México fue a parar también Cipriano Rivas Cherif, quien murió allí en 1968, tras haber sido director del Teatro Escuela de Arte de Madrid, cuñado de Azaña también. Del mundo de la música podemos destacar a Rodolfo Halffter o Adolfo Salazar, quien murió en México en 1958. Del mundo de la pintura, dejaron su vida en las tierras mexicanas Aurelio Arteta y Salvador Bartolozzi, entre otros. Otro de los lugares donde fueron a parar muchos españoles fue Argentina. Profesores tan prestigiosos como Luis Jiménez de Asúa, quien murió en Buenos Aires en 1970 y que fue uno de los redactores de la Constitución de 1931, además de Catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Madrid. También vivió en Argentina Claudio Sánchez Albornoz, catedrático de Historia Antigua y Medieval de España en la Universidad de Madrid, ministro durante la República y académico de Historia. No hay que olvidar tampoco a Francisco Ayala, escritor muy reconocido y catedrático de Derecho Político en la Universidad de la Laguna y oficial letrado del Congreso. No hay que dejar de mencionar la llegada a Buenos Aires de dramaturgos a una de las ciudades que más vida teatral tenía en la época. Fue el caso de Jacinto Grau, quien murió en Buenos Aires en 1958 o Casona quien no murió en Buenos Aires porque volvió a España, falleciendo en Madrid en 1965, pero sí estuvo un tiempo allí exiliado y logró estrenar obras que no había estrenado en su país. Resulta interesante la fecunda labor que los emigrantes españoles tuvieron en la prensa argentina o en revistas literarias de allí. La revista Realidad fue creación de Francisco Ayala o la famosa revista literaria Ínsula, entre cuyos colaboradores estuvieron un amigo de Juan Gil-Albert, Máximo José-Khan, quien murió en la ciudad bonaerense en 1952. Hubo muchos intelectuales gallegos, vascos y catalanes en Argentina. Uno de los más famosos fue el de Castelao, famoso dibujante, escritor y diputado a Cortes.
En editoriales argentinas trabajaron algunos emigrantes de prestigio, como fue el caso de Rafael Alberti y Arturo Serrano Plaja, en la Schapire, o Rafael Dieste (otro amigo de Gil-Albert, al igual que Plaja) en la sección literaria de Atlántida. Llorens cita también el número de emigrantes en otros países de Hispanoamérica como Cuba, Bolivia, Chile, etc. Puerto Rico fue otro de los lugares donde fueron algunos emigrantes, aunque en proporción mucho menor que en México, el más visitado y donde hicieron la mayoría su hogar una parte de su vida o el resto de ella. En Puerto Rico estuvo Juan Ramón Jiménez, quien falleció en Santurce en 1958 o el famoso violoncelista Pablo Casals, quien murió en Hato Rey en 1973. Hubo también profesores visitantes en la Universidad de Puerto Rico, como Pedro Salinas, quien estuvo allí un tiempo, el filósofo José Gaos, invitado varias veces. Otros conferenciantes ilustres en la Universidad de Puerto Rico fueron, entre otros, Gustavo Pittaluga, Francisco Giral, Luis Jiménez de Asúa, Jorge Guillén, María Zambrano. No hay que olvidar que Pedro Salinas o Francisco Ayala fueron (como nos cuenta Llorens) promotores de revistas literarias que tuvieron su importancia en la vida cultural de ese país. No hay que dejar de mencionar el exilio de importantes intelectuales a Estados Unidos, como fue el caso de Américo Castro. El famoso investigador y profesor español ocupó una cátedra desde 1941 hasta 1953 en la Universidad de Princeton, allí realizó su encomiable estudio de la historia española, que le dio indudable prestigio. Pedro Salinas, magnífico poeta y eminente miembro de la Generación del 27, fue profesor de Literatura española en Wellesley College y desde 1940 hasta su fallecimiento en la John Hopkins University de Baltimore. También estuvo en el Wellesley College su buen amigo Jorge Guillén. Y no hay que olvidar, como muy justamente cita Llorens, a las mujeres profesoras que pasaron por las Universidades americanas: Gloria Giner de los Ríos, Concha de Albornoz, Pilar Madariaga, Laura de los Ríos García Lorca, Carmen Aldecoa, Margarita Ucelay, Joaquina Navarro, etc. Para no extenderme más con la larga lista de nombres (podrían ser muchos más, ya que la lista es exhaustiva y sólo he hecho un resumen de ella), cabe citar a Fernando de los Ríos, tan significativo en la cultura española, quien fue, entre otras muchas cosas, dirigente del Partido Socialista, catedrático de Estudios Superiores de Ciencia Política en la Universidad de Madrid, embajador durante la guerra española en Washington, etc. De los Ríos fue profesor en la New School for Social Research de Nueva York, institución fundada para acoger a intelectuales europeos emigrados por causas políticas. Me gustaría terminar este repaso a este esclarecedor e imprescindible libro de Llorens dedicado al exilio cultural español con unas palabras de su primer capítulo que resumen, con maestría, la sensación del exiliado cuando regresa a su país, un sentimiento agridulce que tiene como causa principal la huella que el destierro le ha dejado para siempre (pertenece al primer capítulo titulado ‘El retorno del desterrado’ de 1948): La desilusión del retorno no es en último término sino la consecuencia del íntimo desasosiego que consume al desterrado. Ni alejándose de su patria ni volviendo a ella podrá encontrar ya cabal satisfacción. Su expatriación es un mal y un bien al mismo tiempo; vive muriendo, pero no deja de vivir; la gran actividad que despliega por fuera oculta un vacío interior; quiere olvidar su pasado, pero sólo en él se goza; sueña con el retorno y lo rechaza. Toda su existencia es un vivir a medias (p. 126). Quizá esté en estas palabras la clave de todo, el exilio ha dejado honda huella, ha cambiado conductas y ni el país que ha acogido al exiliado ni el país al que vuelve (si es que lo hace) son suyos de verdad, algo se ha perdido en el camino, una sensación de desarraigo queda para siempre en el corazón del desterrado. Por ello, Llorens dice estas palabras, pensando en el largo dolor del exiliado, que también fue el suyo, esa herida que no la cura el tiempo, porque prevalece aunque nuestro corazón pueda volver al lugar amado (en muchos casos, totalmente distinto, como nos contó de forma excepcional Max Aub en su genial La gallina ciega, cuando visitó España a finales de los años 60 y encontró todo lleno de mediocridad, exento del espíritu que tenía cuando dejó el país). Sin duda, Gil-Albert, el cual estuvo pocos años en el exilio, sintió el peso del destierro y, por diversas razones, tuvo que volver, para enfrentarse a otro tipo de exilio, el interior, en una lucha por crear literatura, fuera de los mundos sociales y literarios que realmente merecía y había conocido. El libro de Llorens indaga no sólo en el mundo del exiliado, sino en su dolor, a través de los numerosos casos que cita, grandes mentes que tuvieron que recomponer sus sueños en otros lugares, muy lejos de su amado país. por ALDO FRESNEDA ORTIZ LA RETÓRICA MÁS ALLÁ DE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA: COMUNICACIÓN Y PRAGMÁTICA La Retórica, como disciplina que estudia el uso del lenguaje en los discursos en función de su capacidad persuasiva, se sitúa para la mayoría de las personas en el ámbito de la cultura clásica. Sin embargo, esto no es más que una noción poco precisa de la Retórica, basada únicamente en una concepción etimológica de esta disciplina. A tenor de esta problemática son interesantes las consideraciones que lleva a cabo Varga en ‘Universalidad y límites de la Retórica’, donde plantea la evolución que ha sufrido la sociedad desde un punto de vista comunicativo. Según este autor, los cambios en los medios de comunicación a lo largo de la historia de la humanidad han sucedido a lo largo de tres etapas fundamentales: la civilización oral, la civilización escrita y la civilización mediática. El paso de una civilización oral a una civilización escrita supuso la pérdida de la inmediatez y la posibilidad de pervivencia del mensaje a lo largo del tiempo, lo que por la propia naturaleza del cambio desprendió a la comunicación de su carácter oral y por lo tanto debilitó mucho su vertiente retórica. Sin embargo, el paso de una civilización escrita a una civilización mediática trajo consigo dos características: la inmediatez y la oralidad. Por un lado, el acto comunicativo a distancia puede ser llevado a cabo en una misma temporalidad comunicativa entre el emisor y el receptor, y, por otro lado, a raíz de la afirmación anterior, esto supone una vuelta a la oralidad, lo que trae consigo un nuevo ensalzamiento de la Retórica, que ahora se muestra como un componente esencial en el nuevo formato comunicativo. El hecho es que la Retórica, como instrumento propio de la comunicación humana, está presente en el lenguaje; es más, la dimensión retórica del lenguaje es totalmente indisociable al mismo. Cualquier acto verbal producido por un emisor en un contexto comunicativo contiene, de manera subyacente, un conjunto de pretensiones instauradas por el emisor con una finalidad precisa. Como defiende Albaladejo (2005: 4) «la Retórica es una explicitación del sistema de la comunicación lingüística discursiva; como tal, la Retórica es posterior a la comunicación mediante el lenguaje en discurso, de cuya realidad ha extraído sus componentes y sus categorías». El hecho de que la Retórica sea posterior al lenguaje nos hace advertir el carácter descriptivo de esta disciplina, que se caracteriza por la sistematización del conjunto de elementos que, de forma natural, caracterizan el lenguaje humano. En este sentido, vemos que en la Retórica se pierde la noción relacionada con la disciplina clásica y se erige como una parte esencial del lenguaje dentro contexto comunicativo. Además de la idea de Retórica como parte del lenguaje, hemos de introducir en nuestro estudio previo la diferencia existente entre Retórica y discurso retórico. Entendemos por Retórica, tanto la clásica como la actual, a la disciplina que estudia el lenguaje en su vertiente persuasiva de forma descriptiva. Por otro lado, la noción de discurso retórico hace referencia a la construcción textual compuesta por una serie de características que facilitan la persuasión comunicativa. Es decir, mientras que la Retórica es una disciplina descriptiva, el discurso retórico es una tipología textual. De este modo lo entiende Albaladejo (2005: 5), cuando sostiene que «en la praxis retórica que es la oratoria, el lenguaje desarrolla todos los recursos que hacen posible una construcción lingüística que interese e incluso que arraiga estéticamente al auditorio». Y esta característica está tan estrechamente unida al lenguaje, que el mismo autor habla de la retoricidad. Para Albaladejo (2005: 18) la retoricidad es «una característica de la comunicación que corresponde al núcleo retórico del lenguaje, con el que de un modo u otro se intenta influir en los interlocutores». Si estudiamos la retórica desde un punto pragmático, y teniendo en cuenta la afirmación Pragmática eres tú, de Graciela Reyes (1995), somos capaces de inferir que, si desde un punto de vista comunicativo la Retórica no es más que otro componente del lenguaje humano, esto quiere decir que la misma no es más que una faceta pragmática más del lenguaje. De hecho, la Retórica es la parte más relevante de la Pragmática, puesto que el empleo del lenguaje con un fin concreto está dentro del estudio del lenguaje en su uso. Esto es: uno de los usos del lenguaje es la persuasión, que cristaliza a través del discurso retórico y se describe a través de la disciplina de la Retórica. Estos dos aspectos —el comunicativo y el pragmático— son, a nuestro parecer, los más significativos dentro de la Pragmática actual, y aquellos que nos permiten reivindicar la importancia de la Retórica en la actualidad. En lo que resta estudio, nuestra pretensión es centrar el mismo en las dimensiones pragmática y comunicativa que caracterizan al lenguaje. RÉTORES MODERNOS Y CONSIDERACIONES PRELIMINARES Vamos a analizar tres casos muy diferentes entre sí. El análisis de estos casos nos permitirá concluir que son muy diversos los cauces a través de los cuales se puede llegar a un discurso retórico correctamente elaborado. Por este motivo hemos elegido rétores tan diferentes como Ralph Waldo Emerson, Miguel de Unamuno o el Ayatolá Jomeini. Apreciaremos la diversidad de los textos, motivo que no conllevará que ninguno de los mismos esté exento de una fuerza retórica muy elevada. Todo esto nos hará plantearnos la gran variedad estilística, ideológica y sobre todo argumentativa que los diferentes rétores pueden exhibir en el desempeño de su labor, así como la influencia que el lenguaje tiene sobre las personas y la influencia que tienen las personas sobre el lenguaje. En primer lugar vamos a presentar cada uno de los discursos que pretendemos analizar para después llevar a cabo un análisis de los mismos atendiendo a dos dimensiones: la dimensión lingüística y la dimensión retórica. Ambas dimensiones intentan abarcar los aspectos comunicativos y pragmáticos de los textos. Dentro de la dimensión lingüística nos vamos a fijar en los mecanismos de estilo, las figuras retóricas, el uso de la persona verbal, la impersonalidad, la estructura oracional, la simplicidad o complejidad oracional, etc. Es decir, se trata de analizar aquellos aspectos visibles de una forma más que evidente en la propia realidad discursiva. Dentro de la dimensión retórica vamos a analizar aquellas cuestiones relacionadas con los argumentos que constituyen los discursos: los tipos de argumentos, la estructuración del discurso, la jerarquía del rétor con respecto a su auditorio, el estilo directo o indirecto en la formulación del discurso, etc. En este caso analizamos aspectos que, si bien no dejan de formar parte de la lengua, van más allá, pues ponen en funcionamiento una dimensión eminentemente pragmática y comunicativa; es decir, nos encontramos ante estrategias tanto lingüísticas como procedimentales que aclaran la intencionalidad del rétor con respecto a su auditorio. Después de presentar las características esenciales tanto en la dimensión lingüística como en la dimensión retórica, llevaremos a cabo una comparación entre los tres discursos. Con ello pretendemos exponer tres discursos que desde la perspectiva de la Retórica son muy distintos. Algunos de ellos intentan convencer a su auditorio, otros sólo informar y amenazar y los otros mostrar disconformidad con posturas opuestas. En función de esta finalidad, observaremos cómo puede variar un discurso dependiendo del fin para el que esté destinado. ANÁLISIS LINGÜÍSTICO Y RETÓRICO DE LOS DISCURSOS RALPH WALDO EMERSON LA FUERZA DE LA NACIÓN ¿Qué es lo que hace que los pilares de una nación sean altos y sus cimientos fuertes? ¿Qué es lo que hace que una nación sea poderosa y se atreva a desafiar a los enemigos que lo asolan? No es el oro, no es su riqueza. Sus grandes reinados desaparecen en el fragor de la batalla y sus astas descansan bajo la arena. ¿Acaso es la espada, acaso su ejército? Preguntad al polvo rojo, de los imperios que han desaparecido. Su sangre se ha transformado vanamente en óxido y su gloria en decadencia. ¿Acaso es su orgullo? ¡Ah! Eso que hace aparentar a las naciones prósperas, pero Dios las ha terminado por destruir y sus cenizas caen esparcidas a sus pies. No es el oro lo que hace grande a una nación, no es su espada, ni su orgullo. Son los bravos, los fuertes, los grandes hombres quienes las hacen poderosas. Hombres que permanecen y sufren rectos en la verdad y el honor. Valores positivos: altos, fuertes, poderosa, bravos, fuerte, grandes, rectos, verdad y honor. Negaciones retóricas: «no es el oro, no es su riqueza», «no es el oro, no es su espada, no es su orgullo» Preguntas retóricas. Estilo elevado: «su sangre se ha transformado vanamente en óxido y su gloria en decadencia. Recursos lingüísticos A la hora de detenernos en los recursos lingüísticos fundamentales que caracterizan el texto de Ralph W. Emerson, podemos señalar cuatro aspectos fundamentales: la pregunta retórica, la personificación, las preguntas con respuesta negativa y la tonalidad. Además de estos recursos mucho más concretos, hay que destacar que el texto ante el que nos encontramos está marcado por un estilo muy rico y muy literario. Realmente, nos encontramos ante un discurso que a través del lenguaje intenta crear una sensación de plenitud en su auditorio. Sin embargo, nos damos cuenta fácilmente de que el estilo florido propio del discurso es propio del formato escrito y no tanto del oral. Esto se debe fundamentalmente a que las preguntas retóricas que podemos apreciar al comienzo de los párrafos son totalmente impropias de la variedad oral del lenguaje. Así pues, nos encontramos ante un discurso muy rico y muy adornado que con seguridad está ideado para el formato oral. El ornato del discurso, así como la tonalidad que desprende el mismo, nos llevan a la conclusión de que nos encontramos ante un discurso de tipo enaltecedor, en el que lo fundamental es apelar al ánimo o sentimiento del auditorio o de los lectores, en este caso. A continuación, explicaremos los mecanismos lingüísticos que contribuyen a caracterizar el discurso. Vemos que tanto el tercer párrafo como el quinto párrafo comienzan con preguntas retóricas en las que se presupone una respuesta negativa a dicha pregunta. En este caso nos encontramos con una respuesta preconcebida, sí, pero en modo negativo, que sirve al autor para introducir las reflexiones que le interesan. Son preguntas que no ha hecho nadie, pero que se muestran esenciales como estructura vertebradora del hilo discursivo macrotextual del discurso. Observamos también que, debido a que la intención del autor es llevar a cabo una loa a las naciones y a sus ciudadanos, el elemento que se pretende negar y que aparece en las interrogaciones es a todas luces un elemento negativo como el orgullo o la violencia. Estas preguntas retóricas son las que nos hacen pensar en el formato escrito original del discurso, ya que implican una complejidad muy alejada del formato oral del lenguaje. En caso de que se tratase de un discurso correspondiente al formato oral, nos encontraríamos ante un discurso, que, si bien sería rico y efectista en cuanto al léxico, supondría un déficit importante desde una perspectiva comunicativa, ya que el grado de unión con el auditorio que asistiera al discurso sería, presumiblemente, poco importante. El otro rasgo esencial a la hora de proceder con el análisis del discurso es la tonalidad. Durante todo el discurso vemos que algunos recursos como las preguntas retóricas o el uso de que expresiones de admiración, van destinados a crear una línea melódica ascendente que marcará el carácter enaltecedor que pretender conseguir Ralph W. Emerson. Este carácter enaltecedor es esencial para que el autor se granjee la atención del receptor, ya que ayudará al mismo a no perder en ningún momento el hilo argumentativo que se le pretende hacer llegar. Recursos retóricos En cuanto a los elementos propiamente retóricos que caracterizan a este discurso, hemos de señalar la conjunción de algunos que se podrían resumir en un sólo: la dispositio. La forma en la que se organizan los temas a lo largo del discurso es lo que dota de una extraordinaria eficacia a este tipo de discurso en el que se pretende enaltecer al auditorio. Si nos fijamos pormenorizadamente en la estructura de la obra, vamos a distinguir tres partes que siguen una argumentación cuasi lógica. En el primer párrafo, el autor va a formular una serie de preguntas que marcarán los temas que pretende abordar a lo largo de su discurso —cuáles son los pilares de una nación y qué es lo que la hace fuerte— y que se desarrollarán posteriormente. Una vez que ha formulado cuál es el interés de su discurso el autor desecha durante los siguientes párrafos todos aquellos elementos que no constituyen verdaderamente el valor de una nación. Es en este momento, cuando, como parte del juego, va a introducir una serie de preguntas retóricas negativas mediante las cuales va a ir negando sucesivamente aquello que no constituye parte esencial de una nación. La repetición de los diferentes elementos que no constituyen una nación como parte esencial de la misma, pero que sí forman parte en alguna medida —como en los elementos que aparecen en las dos preguntas retóricas— va a producir una sensación de ansiedad en el lector u oyente del discurso. Esta sensación será la que haga que el receptor del mensaje, inquietado ante tantas falsas soluciones a las preguntas que se han formulado en primer término, quiera conocer cuál es la respuesta correcta. En este caso Ralph W. Emerson está cultivando un horizonte de expectativas que poco a poco el propio receptor de su mensaje va a ir esperando cada vez más. Así, la última parte del discurso es la tan esperada respuesta a las preguntas que se habían formulado en un primer momento. Para el receptor del mensaje suponen un verdadero alivio, ya que realmente tenía una sensación de ansiedad para la que únicamente la respuesta del autor tenía la cura efectiva. A lo largo de este párrafo, Waldo Emerson va a exponer cuáles son los valores que representan a una gran nación y que se encarnan en los hombres que la conforman: la braveza, la fuerza, la verdad, el honor; estos son los valores que, finalmente, en alas de un tono triunfal y esperado a lo largo del discurso, vamos a poder encontrar al final del discurso. Si realmente reflexionamos sobre el contenido neto en términos de información del discurso, podremos comprobar que al autor le habría bastado con afirmar: los grandes valores de una nación son sus ciudadanos, nobles, honorables, bravos y perseverantes. Pero lo que consigue gracias a todo el ornato que incorpora y sobre todo gracias a una disposición textual extraordinaria es que sea el propio receptor del mensaje el que mendigue aquello que el autor quiere decir. Leer este discurso supone asistir a un ejercicio tremendamente efectivo de disposición textual, que lleva consigo una finalidad muy clara: que el mensaje que intenta transmitir cale del modo más hondo en el público al que va destinado. MIGUEL DE UNAMUNO VENCERÉIS PERO NO CONVENCEREIS (1936) —UNAMUNO: Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien, y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso —por llamarlo de algún modo— del profesor Maldonado, que se encuentra entre nosotros. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo, (señalando al obispo de Salamanca), lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona. Pero ahora acabo de oír el necrófilo e insensato grito “¡Viva la muerte!” y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor. —MILLÁN-ASTRAY (exclama irritado): ¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte! —UNAMUNO (sin amedrentarse, continúa): Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho. Captatio benevolentiae: «Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio». Importancia de la primera persona como muestra de la implicación del autor en el discurso en el que participa. Argumento principal: Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Argumento lógico, basado en el signficado de la palabra «vencer» y «convencer». Términos negativos asociados a Millán-Astray. Para entender el discurso de Miguel de Unamuno hemos de situarlo dentro de su contexto. Nos hallamos en el seno de una conferencia en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca en 1936, territorio conquistado por los nacionales pocos meses antes, al inicio de la Guerra Civil Española. En la mesa de debate se encuentra el Obispo de Barcelona, Carmen Polo, Millán-Astray, Jose María Pemán y Miguel de Unamuno, que en este momento ya era un reputado escritor y se había visto atrapado en el bando nacional. Un conferenciante, Maldonado, ataca el carácter de los catalanes y de los vascos, situación ante la que el General Millán-Astray grita «Viva la muerte» y «España… libre». Ante este hecho, el presidente de la mesa, Unamuno, decide intervenir y el resultado de la intervención es el discurso que tenemos ante nosotros; un discurso cargado de elocuencia y argumentos racionales. El discurso «Venceréis pero no convenceréis» constituye un magnífico ejercicio retórico. Hay que tener en cuenta que se trata de la respuesta espontánea en el fragor de una conferencia muy tensa al General Millán-Astray. El hecho de que no sea un ejercicio premeditado da muchísimo más valor al discurso de Unamuno, que demuestra una galería de recursos estilísticos y estructurales propios de un escritor totalmente consagrado. A continuación vamos a analizar tanto los recursos lingüísticos propios de este discurso, como los recursos de tipo argumentativo que podemos encontrar en el mismo. Nos daremos cuenta de que se trata de un discurso muy rico a todos los niveles y el hecho de que sea una respuesta —y por lo tanto constituya un acto no premeditado— hace que cobre un valor mucho mayor. Recursos lingüísticos En el caso de la intervención de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, el lenguaje va a tener un peso central en la configuración del discurso. El autor bilbaíno va a desplegar un lenguaje rico, un gran dominio de varias figuras de pensamiento a lo largo del discurso, así como un tono lo suficientemente directo para los intereses de su discurso. Hay que señalar que, aunque el discurso de Unamuno se caracteriza por la riqueza léxica y retórica, esta no implica una pompa excesiva en el desarrollo del discurso, sino que el ornato que caracteriza el discurso se presenta en su justa medida. Por lo tanto, hemos comprobado que el lenguaje de Unamuno se caracteriza por la riqueza léxica y por la presencia de figuras de pensamiento. A continuación vamos a tratar de ser más precisos en el análisis del lenguaje del escritor bilbaíno. Un rasgo que encontramos desde el primer momento y que Unamuno maneja de forma magistral es la generalización. Vemos que la tercera oración del discurso versa de la siguiente manera: «A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia». Vemos que el autor hace uso de una expresión despersonalizada y cargada de rotundidad, ya que la plantea como un precepto universal, válido para cualquier situación. Además, utiliza esta verdad universal como justificación para todas las afirmaciones posteriores, legitimando su derecho a intervenir para preservar su libertad de ideas. Es interesante también el uso de la primera persona del singular, que conlleva que el autor del discurso se responsabilice plenamente de las ideas presentes en el mismo. Se presentan como el fruto propio de la persona que lleva a cabo el discurso y reflejan un compromiso férreo con el emisor de las mismas. Recursos retóricos A lo largo de la intervención de Unamuno podremos encontrar diferentes estrategias retóricas. Se trata de un discurso que, desde el primer momento, presenta una clara estructuración retórica. Así, en un primer momento ya llama poderosamente la atención la aparición de un tópico tan importante de la retórica como es la captatio benevolentiae. El orador, Unamuno, trata de captar la atención de su público. En este caso se trata de algo imprescindible, ya que el público ante el que se encuentra presenta unas grandes diferencias ideológicas con el propio Unamuno. Para captar la atención del auditorio, Unamuno va a comenzar aludiendo directamente al auditorio a través de la expresión «Estáis esperando mis palabras», que crea expectación sobre lo que va a decir a continuación. Si esta afirmación parece fríamente un golpe de arrogancia por parte del autor, lo cierto es que se trata esencialmente de una técnica para llamar la atención de los oyentes. Todo esto va a continuar en el comienzo de la siguiente oración: «me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio». Es de nuevo otra forma para captar la atención de su auditorio. Otro de los recursos que vamos a encontrar es el ataque hacia el conferenciante Maldonado, que acaba de atacar a su vez a los vascos y a los catalanes. El recurso que emplea Unamuno para arremeter contra Maldonado es precisamente decir que no va a tener en consideración la ofensa personal que ha provocado Maldonado. Así, diciendo que no va a hacer caso a los insultos, dice, al mismo tiempo, que se han producido tales insultos. Es un modo indirecto de decir que se han producido tales insultos adoptando una postura que simula la elegancia del que no se da por afectado ante los mismos. No obstante, tras este momento de superior moralidad, Unamuno recuerda su procedencia bilbaína, así como la procedencia catalana del Obispo de Salamanca. En realidad lo que está diciendo de forma velada es que, como vasco que es, le molesta sobremanera los comentarios que acaba de hacer Maldonado. A continuación Unamuno usará un estilo sumamente literario, en el que habla de la necrofilia que supone brindar por la muerte y de su vocación de tramas como parte de su oficio de escritor. En esta ocasión el autor intenta embelesar con el carácter literario del discurso. Después de esto va a hablar de la minusvalía que sufrió Millán-Astray —le faltaba el ojo derecho y el brazo izquierdo como consecuencia de heridas en el campo de batalla—, comparando su minusvalía con la que sufrió Cervantes. Para expresar la incapacidad de Millán-Astray para juzgar ciertos temas Unamuno hace uso de un silogismo tremendamente simplista, en el que la primera premisa es falsa, por lo que nos encontraríamos ante un entimema: «El general Millán-Astray ha quedado mutilado, los mutilados se congratulan de la mutilación ajena para sentirse bien, por lo que el general Millán-Astray no tiene atribuciones para dictar nada referente a la psicología de la masa». Es evidente que la segunda premisa es totalmente falsa: los mutilados no se congratulan con la mutilación ajena. Teniendo en cuenta que el auditorio ante el que se encontraba Unamuno se hallaba compuesto sobre todo por falangistas y carlistas, hemos de suponer que este silogismo desvirtuado fue muy mal aceptado. En este mismo momento, al decir que si un mutilado no cuenta con la grandeza espiritual de Cervantes querrá ver el mundo lleno de mutilados, lo que está haciendo en realidad es decir de forma indirecta que el general Millán-Astray carece de grandeza espiritual. En este caso asistimos ante un insulto velado dentro de un silogismo sin base lógica alguna (es decir, estamos ante un entimema). Después de la interrupción por parte de Millán-Astray al grito de «Muera la intelectualidad traidora. Viva la muerte», Unamuno va a hacer gala de una concatenación argumentos racionales, basados en la propia naturaleza significativa de las palabras, en la que expresará todos los pensamientos que le llevan a exponer su postura: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha». Tras observar el argumento que aporta Unamuno, es necesario que lo analicemos en detalle. Podemos observar que centra la eficacia de su argumentación en el propio lenguaje. Así pues, lo que hace Unamuno es una reflexión sobre el propio significado de los verbos «vencer» y «convencer». Si buscamos en el DRAE (2010) el significado de ambos términos, observamos que: —Vencer es, según el DRAE, «sujetar, derrotar o rendir al enemigo». —Convencer es, según el DRAE, «incitar, mover con razones a alguien a hacer algo o a mudar de dictamen o de comportamiento» o «probar algo de manera que racionalmente no se pueda negar». El significado hace que veamos que no proceden de una etimología común y que, mientras que la primera se basa en la superioridad de una parte la otra, la segunda se basa en la racionalidad. Así pues, Unamuno expone un gran conjunto de ideas de un modo muy sincrético, lo que da muestra de su gran maestría discursiva. Exponiendo una tautología, pues el significado de ambos verbos es sobradamente conocido por todo el auditorio, consigue atacar, a través de la mostración de lo evidente, al general Millán-Astray y a todo el Movimiento Nacional. Si tenemos nuevamente en cuenta la obra de Perelmann y Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación, vemos que estos autores contemplan un tipo argumentos llamados de «la analticidad o tautológicos». En este tipo de proposiciones, la carga argumentativa está en el propio significado de las palabras. Este tipo de argumentos, se pueden usar para atacar analíticamente las palabras del otro o para cargar de fuerza las propias palabras. En este caso lo que hace Unamuno es incidir en que vencer es un acto que se hace por la fuerza, mientras que convencer es un acto racional. De hecho, podemos observar cómo une la convicción a la persuasión, basándose en la fuerza de la racionalidad. Hemos de decir que se trata de un argumento de bastante peso. AYATOLÁ JOMEINI EL GOBIERNO ILEGAL DEL SAH (1979) Debo deciros que Mohammad Reza Pahlavi, (Sah de Irán) es un demonio traidor. Él arruinó y arrasó con todo. Él destruyó nuestro país y llenó nuestros cementerios. Él arruinó la economía de nuestro país. Incluso cuando los proyectos que él llevaba a cabo eran en nombre del progreso, él arrastró al país a la decadencia. Él suprimió nuestra cultura, destruyó toda nuestra fuerza productiva. Nosotros declaramos que este hombre y su gobierno son ilegales. Si ellos continúan en el poder, nosotros los trataremos como criminales. Abofetearé a este gobierno en la boca y crearemos nuestro propio gobierno con el respaldo de esta nación, porque la nación me acepta. Este gobierno representa un régimen, del cual su líder y su fundador están ilegalmente en el poder. Este gobierno es por lo tanto ilegal. De esta manera anunciamos que este gobierno, que se ha presentado asimismo como un gobierno legal es de hecho un gobierno ilegal. Sólo los Estados Unidos y el Reino Unido lo están apoyando y han ordenado a sus ejércitos a tomar las medidas necesarias para llevarlo a cabo. El gobierno que nosotros representamos está respaldado por el apoyo de la nación y de Dios. Si negáis que el gobierno del Sah es ilegal, estaréis por lo tanto negando la voluntad de Dios y la de la nación. Alguien debe poner a este hombre en su sitio. Palabras negativas asociadas a la tercera persona: arrasó, destruyó, cementerios, arruinó, decadencia, suprimió. Expresiones positivas asociadas a la primera persona. Dan legitimidad al gobierno del Ayatolá Jomeini. Argumento simplificador en el que se expresa una condición. Es un silogismo simplista: el Ayatolá representa a Dios, Dios no cree en la legalidad del Sah, el Ayatolá está autorizado para desacreditar el gobierno «ilegal» del Sah. Rasgos lingüísticos Los hechos puramente lingüísticos que tienen trascendencia retórica a lo largo del discurso del Ayatolá son los siguientes: la simplicidad en cuanto a la estructura oracional, la escasa extensión de las oraciones y la ausencia de ornato a lo largo de todo el discurso. Todo esto nos permite hablar de un estilo bastante directo y muy conciso, que se apoya en la legitimidad que le otorga el fervor religioso que sienten los fieles iraníes. El hecho de que se utilice este estilo conciso y directo está motivado por la autoridad con la que cuenta el emisor del mensaje. Si tenemos en cuenta que el lenguaje tiene diferentes funciones, y sabemos que una de las más importantes es la performativa o realizativa, y si por añadidura tenemos también en cuenta la autoridad moral que caracteriza a un Ayatolá —un líder religioso—, podremos entender que, aunque se trate de un discurso retóricamente pobre, es muy efectivo. Sus palabras tienen, para los fieles al islam, un peso importantísimo, ya que los Ayatolás, según esta religión, están en contacto directo con Dios. Esto atribuye al orador una autoridad incuestionable, puesto que se presenta como un representante de un ente que no puede ser juzgado por los fieles, sino que ha de ser tenido en consideración al tiempo que se acatan sus decisiones. En lo referente a la estructura oracional, nos podemos percatar de que el discurso del Ayatolá se caracteriza por la simplicidad. Excepto en dos ocasiones en todo el discurso, el Ayatolá usará esencialmente oraciones simples, que en algunas ocasiones va a unir mediante coordinación o mediante yuxtaposición. Sólo encontramos dos casos en los que va a hacer uso de oraciones compuestas —se trata de oraciones causales—, que coincide con el momento final en el que va a introducir el argumento de legitimidad. Asimismo, también vamos a encontrar una oración condicional en el silogismo final del discurso en el que el Ayatolá presume de legitimidad. Sin embargo, lo que se podría interpretar como simplicidad desde un punto de vista estilístico, desde un punto de vista comunicativo y retórico ha de ser tenido en cuenta de un modo distinto: se trata de un discurso efectivo y comunicativo, que se apoya en la autoridad del orador. Del mismo modo que hemos hablado de la simplicidad oracional, es también necesario que señalemos la escasa extensión que presentan todas las oraciones. Excepto en tres ocasiones, vemos que la longitud media del enunciado no va a superar la línea, llegando sólo en tres ocasiones a las dos líneas. Este es otro rasgo que muestra la desnudez del discurso al tiempo que da cuenta de su tremenda eficacia comunicativa. El último de los puntos que hemos señalado como muy característicos es la ausencia de ornato a lo largo del discurso. En este sentido, podemos observar claramente la desnudez que caracteriza el discurso. Se prescinde totalmente del uso de figuras retóricas, la adjetivación es la justa para que el mensaje sea claro y directo, y la intención del mismo es exponer la cuestión de un modo efectivo y sin lugar a dudas. El orador no necesita granjearse la aprobación del auditorio, ya que él, en sí mismo, representa la legitimidad que le hace falta para validar su discurso. Se trata únicamente de un discurso en el que alerta a la población y a los aliados del Sah de la «ilegalidad» que posee su gobierno. Como hechos secundarios relevantes dentro del discurso, hemos de señalar algunos como el uso del tiempo futuro con valor compromisivo o el uso de las personas verbales en relación con el acuerdo o desacuerdo del emisor. Si nos fijamos en el acto compromisivo, observamos que encontramos en el texto una amenaza por parte del Ayatolá si el Sah y sus seguidores persisten en su «gobierno ilegítimo». En relación con el uso de la persona, podemos observar que mientras que al «él» y al «ellos» se les va a atribuir todo lo negativo del pasado en relación con la occidentalización de Irán, el «yo» y el «nosotros» siempre representa el cambio que lleva consigo el Ayatolá. De este modo, se está separando de forma clara lo negativo desde el punto de vista del Ayatolá (destruyó, arruinó, arrasó) con respecto a lo positivo. Así pues, podríamos resumir los rasgos lingüísticos del discurso del Ayatolá Jomeini del siguiente modo: —Rasgos primarios (discurso directo y conciso). —Estructura oracional simple. —Longitud media del enunciado breve. —Ausencia total de ornato. Rasgos secundarios —Segmentación maniquea en cuanto a valores positivos y negativos con respecto a la persona. —Actos compromisivos (amenaza). Rasgos argumentativos En lo referente a la argumentación llevada a cabo a lo largo de este discurso, resulta muy llamativo el hecho de que prácticamente no encontremos más que un argumento y sea justo al final de todo el discurso: «El Ayatolá, representante de la voluntad de Dios, dice que la voluntad de Dios es declarar ilegal el gobierno del Sah, por lo que pensar que el gobierno del Sah es legítimo es lo mismo que negar la voluntad de Dios». Se trata de un silogismo tremendamente simplista, que sólo se puede explicar en el seno de una religión en la que la autoridad máxima de la misma se sitúa en un grado de poder muy elevado, muy por encima de los súbditos de dicha confesión. Así pues, aquellos iraníes musulmanes que crean en Dios sólo tendrán una opción para no contrariar sus preceptos religiosos: seguir los dictámenes del Ayatolá, puesto que expresa la voluntad de Dios. No obstante, la historia nos muestra que este silogismo no es más que un entimema para aquellos que no creen por encima de todo en la autoridad del líder de una confesión religiosa y sí en la confesión misma. De este modo, fueron muchos los iraníes que se exiliaron cuando se exilió el Sah, aunque los datos «oficiales» hablaran en su día de un 99,9% de aceptación en las elecciones que sirvieron para proclamar la República Islámica de Irán. Después de haber analizado este silogismo podemos concluir que en él subyace fundamentalmente la autoridad. Y precisamente la autoridad representa un argumento muy importante para aquellos que la acatan. De este modo, si tenemos en cuenta las consideraciones de Perelman y Olbrechts (2006: 469), vemos que «en muchos argumentos influye el prestigio […] Pero existe una serie de argumento, cuyo alcance está condicionado por el prestigio». Además, estos autores ahondan en el argumento de prestigio y exponen (2006: 470) que «el argumento de prestigio que se caracteriza con más claridad es el argumento de autoridad, el cual utiliza actos o juicios de una persona o de un grupo de personas como medio de prueba en favor de una tesis». Hay ciertos autores como Pareto que han atacado este argumento debido a que va en contra de la lógica y sólo sirve para dotar de lógica a argumentos e ideas que no la tienen. Sin embargo, aunque el argumento de autoridad no sea legítimo desde la perspectiva de la Lógica, es manifiesta su importancia a lo largo de la historia y hoy en día. No obstante, hemos de ser capaces de diferenciar entre el argumento de autoridad con un fin constructivo y legítimo y aquel que se basa exclusivamente en los dictámenes interesados de aquel que representa la autoridad. En el discurso del Ayatolá Jomeini nos situamos ante el último caso: el Ayatolá aprovecha la autoridad que le otorga su posición para legitimar una revolución ilegítima. Todo esto hemos de entenderlo en el contexto de un país musulmán que a lo largo de los años 60 y 70 se occidentaliza como consecuencia de los intereses económicos basados en la disponibilidad de petróleo de algunas potencias como EEUU y Reino Unido, la pobreza y la desigualdad social que se acrecientan y la pérdida de la identidad musulmana y tradicional de la sociedad iraní. De este modo, si presentamos en forma esquemática el valor argumentativo del discurso del Ayatolá Jomeini encontraremos las siguientes premisas: —Un silogismo en el que se iguala la voluntad de Dios a la palabra del Ayatolá. —La base de la autoridad que le otorga su posicionamiento religioso. COMPRARACIÓN DE LOS ESTILOS RETÓRICOS Tras haber observado los tres discursos, vamos a intentar resumir en qué reside la eficacia retórica —si es que la tienen— de cada uno de ellos. Expondremos brevemente y de forma esquemática las características de cada tipo de discurso: EL GOBIERNO DE LA NACIÓN —Lingüísticamente: riqueza, complejidad —Oratoriamente: excesiva complejidad, tono declamatorio VENCERÉIS PERO NO CONVENCERÉIS —Lingüísticamente: riqueza y exactitud, concreción y pulcritud --Oratoriamente: argumentación racional, argumentación por inclusión o analogía EL GOBIERNO ILEGAL DEL SAH —Lingüísticamente: pobreza y ausencia de ornato, extrema simplicidad. —Oratoriamente: argumento silogístico desvirtuado (entimema), fuerza de la autoridad Así pues, vemos que el discurso con mayor peso retórico debería ser el de Unamuno, ya que presenta una riqueza y exactitud léxica ejemplares, así como argumentos basados en la lógica y la racionalidad. Por su parte, el discurso de Waldo Emerson se muestra como un discurso bien construido pero excesivamente complejo, caracterizado por un vocabulario rico pero complicado, así como por un estilo general demasiado complejo. Finalmente, el discurso del Ayatolá se caracteriza por un tono muy agresivo, al que acompaña un acervo léxico muy pobre, así como unos argumentos muy simples y una construcción oracional para nada compleja. Por lo que hemos analizado, podemos determinar que el discurso de Unamuno es el mejor construido retóricamente, mientras que el de Jomeini es el peor. Como hemos dicho antes, esto nos haría pensar que el más efectivo es también el de Unamuno, pero esto no es así. Se trata de un discurso fruto de la intelectualidad individual de un autor atrapado en el bando nacional durante la Guerra Civil Española, ante un auditorio de fascistas y falangistas, lo que conllevará que sus palabras sólo le sirvan al propio autor como desahogo. Por su parte, aunque hemos visto que el discurso de Jomeini es muy simple, en él se encuentra presente la fuerza de la autoridad religiosa, que valdrá mucho más que todo el elenco desplegado por Unamuno en términos prácticos. Así pues, podemos ver que, el hecho de que un discurso esté bien construido no garantiza su eficacia, sino que el contexto en el que se enmarque dicho discurso será totalmente necesario para la eficacia del mismo. Hemos comprobado que los mecanismos para conseguir la elocuencia retórica son muy diversos; desde la prosa cuidada y el adjetivo exacto, hasta la imposición por medio de la autoridad moral o religiosa del orador. Vemos que la efectividad retórica no reside únicamente en el lenguaje como realidad verbal, sino que va mucho más allá; implica la realidad social y tiene que ver con las relaciones de poder y solidaridad que se establecen en la vida cotidiana, que tienen su reflejo en la dimensión discursiva y oratoria. Hemos comprobado la diversidad que existe con respecto a la eficacia retórica y hemos visto que el lenguaje es en muchas ocasiones la constatación del poder del orador. En definitiva, ha quedado claro que la Retórica, lejos de estar reducida al ostracismo y al olvido, constituye una dimensión clave del lenguaje. BIBLIOGRAFÍA
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