ARTÍCULOS
TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por MANUEL ÁNGEL GÓMEZ ANGULO Y entonces hubo que destruir y destruir y destruir, Porque fue ese y no otro el precio de la salvación. Yves Bonnefoy Ni una sola ciudad en el mundo, por muy bella que sea, se libra de un callejón que hieda a orines. Gabriel Herzog In memoriam, José Andújar Almansa I Acaba de sonar el despertador del móvil en una habitación en la que cuaja una oscuridad enojosa. Lo apaga con rapidez. Un sueño corto pero profundo le ha hecho olvidar dónde se encuentra. Se da la vuelta en la cama, se cubre con las sábanas y cierra los ojos. Pero con ese movimiento maquinal le viene un recuerdo de la noche anterior. Y, de espaldas al móvil, recompone la decisión en principio amarga que tomó al acostarse: su renuncia definitiva a uno de los mayores placeres románticos, el de viajar. Al mismo tiempo, bajo sus párpados cerrados, observa cómo pasan esos mismos románticos con el sambenito del viaje a cuestas: por el exterior —por el placer de hacerlo, por descubrir horizontes y pueblos no contaminados, por reencontrarse consigo mismos y con una supuesta verdad, en especial a través de Oriente—, o por el interior —por voluntad propia, a base de paraísos artificiales— o, también por uno y otro, involuntariamente, a golpe de crisis de locura, si bien sabe que ya se les había adelantado mucha gente en la Prehistoria, en la Antigüedad, en la Edad Media y en el Renacimiento, impulsada por esas irreprimibles ínfulas humanas del descubrimiento, la aventura, la espada, el destierro, el comercio o la fama. Su renuncia lo es al viaje como salvación, como hallazgo, como revelación, incluso como huida. El hecho de enfrentarse al mundo que lo rodea con visceralidad no tiene objeto. Él busca cierta ligereza, cierta ausencia de entusiasmo. De lo contrario la fractura resultante podría serle demasiado extrema, dolorosa. Aun así, esa superficialidad del acercamiento no impide que pueda reconocer una cierta amargura en lo que asevera, en lo que expresa, en la causa de esa decisión. Tenga razón o no, que cada cual se las entienda con su propia ceguera, con su ignorancia fingida, allá si alguien sigue queriendo caer en la trampa de las apariencias, de aquello que se le ha venido encima al mundo calladamente, como una tormenta pausada, impuesta desde las Alturas —¿necesaria e ineludible?—, con sus síntomas de enfermedad incurable. En este mundo presente se pueden contar con los dedos de la oreja las ciudades que no se han convertido en un triste calco de su vecina, cercana de cien metros o distante de veinte mil km, una sola ciudad que no haya sido alcanzada por esa incurable enfermedad que se denomina estupidez, que no sea ya invisible para sí misma en su identidad manipulada. Pues de un tiempo a esta parte, absolutamente todas ellas parecen haber sido salvajemente manipuladas, más que en toda la historia de la humanidad (excepción hecha de los períodos de guerra) y, con ello, empujadas a lo imaginario, a la envoltura, a la invisibilidad, a la verdadera invisibilidad... Así es, don Italo. Qué finalidad podría tener visitarlas si todas parecen iguales. A saber, y enumera mentalmente: el firme de la calle achatado hasta el hueso; el infinito plano horizontal y su recta inacabable de esquina a esquina; el barrio de siempre prácticamente deshabitado, privado de sus verdaderos vecinos; fachadas con su penitencia irritante, que nunca lo fue, de caja de colores de la infancia; la avenida que luciera adoquín convertida en losa fea e insufrible; el doloroso, humillante y triste escamoteo de las aceras; la proliferación micológica de hileras e hileras de pivotes de metal, como lomos de acerico y la siembra de bolardos redondos o cuadrados de granito, de hierro, de piedra caliza, que pretenden separar una nada de otra nada yerma; la equívoca obsesión por un supuesto orden y la equívoca limpieza de la calzada; la fría delineación de sus parques, desiertos porque ya no nacen niños que quieran o puedan acercarse para jugar en ellos; tantísimo negocio tramposo; la totalidad de lo geométricamente rectilíneo y correcto como imponderable. Él entiende que esas actuaciones, todas ellas reales, no se han limitado a esos dominios urbanos. También la naturaleza protegida las ha sufrido poco a poco, tachonada de tablones de madera, vallas de seguridad y caminos de tierra y gravilla especialmente dispuestos para que vejestorios y chiquillería puedan gozar sin peligros de sus atractivos arbolados, de sus precipicios y paredes verticales, de sus cascadas de encaje húmedo y de sus animales salvajes (si es que los ven); y, en el acabose, para que los más descerebrados abandonen sin escrúpulos esos senderos delimitados para su uso y respeto de zonas más frágiles, salten a un lado y la acicalen con sus inefables, cuantiosos y grotescos hitos —cómo puede haber tantos en las placas rosadas de Arches o en las orillas del lago Titicaca—, roben minerales o se apoderen de plantas exóticas. Exactamente igual a como en su triste y ya lejano día alcanzaron su degradación los litorales marinos merced al desarrollo urbano descontrolado y salvaje, la incesante construcción de puertos deportivos o el propio océano roturado con la tiza espumante de sus monstruosos cruceros, para que sus playas fueran colonizadas por cuadrículas de tumbonas, grasientos chiringuitos, guillotinas en forma de motos de agua, parasoles infectos, y sus ríos agredidos por interminables hileras de canoas, barcas-cisne-a-pedales y otras bendiciones del negocio estival, amén del acné de millones de toallitas infantiles usadas, que torturan sin descanso y repulsivamente sus arenas costeras. Excesivo —piensa o sueña o habla en sueños— sería sostener que desde que Nerval se ahorcara de una verja en la ya inexistente rue de la Vieille Lanterne, hay cosas que dejaron de encajar, de cuadrar, simplemente porque a él le hubiera gustado acercarse a ese lugar por puro fetichismo poético de mitómano de tres al cuarto, pero podría servir como modelo de prestidigitación acaecido hacia mediados del XIX, a partir del cual toda una memoria colectiva del habitáculo es devorada por obra y gracia del urbanismo bárbaro y antirrevolucionario de un señor llamado Haussmann. Al cual, pegado a la almohada, le suelta una pregunta retórica: «¿Verdad, monsieur Haussmann, que todo lo que usted proyectó no fue el resultado de un esfuerzo supremo por modernizar y embellecer París, sino del encargo apremiante de su excelencia el emperador Napoleón III por reprimir cuanto antes, con sus cañones de gran calibre, las comunas de los hediondos barrios insurrectos por los que esas letales y gravosas armas no cabían?». Y otra: «¿Verdad, monsieur Haussmann, que destruyó usted tres cuartas partes del París añejo y seductor que podría haber llegado “intacto” hasta nosotros y que, gracias a lo cual, disfruta usted para unos pocos del dudoso honor de haberse convertido en el triste y execrable precursor de un primitivo pensamiento único?». Para rematar con un aserto: en nuestros días, en el corazón de las ciudades, por fortuna, no penetran cañones, no hay guerras destructoras, señor Haussmann, sino algo más perjudicial, muchísimo peor, que a través de sus caminitos recién despejados, sus veredas recién aseadas, bien a salvo en esta paz consensuada por el dios del capital, ha arruinado para siempre su parte añeja; hordas de hunos llamados turistas, invasores gracias a y para los cuales todo ha sido devastado y falseado, que irrumpen sin cesar en ella en autocares, coches, aviones, trenes y cruceros de lujo. Nada nuevo, ciertamente, pero jamás hubo tantos, tan incultos, atropellados y estultos en su incremento exponencial. Y para que esas oleadas de impresentables con los bolsillos llenos de calderilla puedan malgastarla por sus callejas, ha de haber una idea global en la trastienda, una ocurrencia quizás de un ideólogo-yonqui del dinero neoyorkino —NYC, como símbolo escalofriante de lo cerca que está el ser humano del abismo, sin olvidar Las Vegas, claro—, válida, legítima, factible y extrapolable a cualquier otro punto del mundo civilizado: desde San Francisco a Bergen, desde Oslo a Atenas, desde Ámsterdam a Kioto, desde Constantinopla a Quebec, desde Sao Paulo a Vladivostock... todo parece obedecer al mismo patrón de siga-la-línea-de-puntos, que no es otro que la ciudad como patrimonio del ciudadano, convertida ahora en destino fantasmal de las finanzas, en ruleta forjadora de pasta. Tanto el rodillo, el martillo pilón de lo ideal y sublime ha afectado a las indefensas ciudades que la idea ha acabado, desbordante, por alcanzar a todo el planeta: el Everest, el Taj Mahal, la Ciudad prohibida, el Mediterráneo, Stonehenge, el Pont du Gard, Machu Picchu... La banalidad del hallazgo tejida con una red tramposa y perfecta, dispuesta para que absolutamente todos caigan en ella. Y caen, vaya si caen, y siguen cayendo en esa y en otras redes, como niños inocentes caen en Disneyland París (a donde por cierto no quieren ir los hijos sino los padres en su obligatoria peregrinación religiosa de sus vidas). En la historia de todo este desastre hay una inclinación por plasmar en la cabeza del ser humano toda una abstracción poblada de pájaros escurridizos e inexistentes. Una especie de cántico que lo distraiga del aburrimiento. En el año de gracia de 1843, en el Norte de Europa, entretenimiento cinético y luminoso, de feria estable e inocente, nace un engendro llamado Tívoli, que hasta más de un siglo después no fue imitado por el cascarón de majaderías infantiles e insufribles que se instalaron en Orlando: los parques de atracciones. El detestable centro comercial y sus ríos agredidos, curioso eso de que su origen olvidado, también en el XIX, se encuentre en un estado tan perdido como Minnesota, esa mala imitación de una abreviada ciudad con miles baratijas vendidas en decenas de garitos, que sirve de paseo satisfecho, punto de reunión masificado y ejercicio de libertad consumista, en donde la lejía y su profilaxis aturden al caminante y por la que se pasea, flotante y ovejuno, un homo sapiens que en su desquicie desnortado busca una dicha ilusoria —¡oh, DeLillo! Y qué más. Pues que entre finales del XIX y prácticamente todo el XX emergió el canto a la modernidad, al progreso, justo en el momento en el que se montan esas calamidades que consistían en apiñar todos los avances del mundo desarrollado, sus curiosidades más llamativas, sus prodigios, con a su lado el exotismo de los géneros más lejanos y extraños —si no puede usted acercarse a ellos, se los traemos aquí para que los vea tal y como se le mete la ropa por el hocico al consumidor cuando se la saca a la calle para exponerla—, que se reunían en unos cuantos pabellones modernistas que terminaban por triturar el centro viejo de las urbes o sus bosques periféricos mientras eran exhibidos ante toda una multitud, que vivía en la capital o en la aldeana provincia, porque el futuro estaba ahí, era posible y el progreso sin fin. ¡Ay, ese circo de las exposiciones universales! Y como última etapa qué decir de esos remansos del turismo a resguardo del indígena molesto y mendicante, preservados por barreras y seguratas, como son por ejemplo el Clubmed’, los alojamientos Melià o los ressorts Iberostar, que ofrecen felicidad y sol a cambio de unas monedas. El caso es que, solazados en esa pasmosa mixtura demencial, en el más grosero, ignorante y pueril deleite, el producto se ha acabado colando y luego imponiéndose como excelencia y en especial como ineludible por lo confortable —¿acaso viajar no fue siempre incómodo?—, como se han vendido tantas ideas estúpidas al amparo de la democracia occidental y su parásito el neoliberalismo, como si fueran hojitas de sanalotodo que todo lo curan. Póngase que fue a partir de 1989 cuando, año cero de la era virtual, esa peste de lo urbano falaz, especie de brillo lineal para analfabetos infantilizados, de la estética sin sentido ni forma ni contenido, especulación urbana que conduce a la nada, empezara a filtrarse su veneno, por todos los rincones, hasta alcanzar con rapidez las aldeas más minúsculas. Por todos esos lugares, en la actualidad peatonalizados con un gusto más que dudoso, circulamos sin reflexionar, movemos las patas y el dinero de manera autómata, por ahí por donde en el presente nada queda de auténtico, salvo en contados barrios de contados países, irreductibles galos que aún aguantan, pero que no tardarán en someterse, en ser sometidos. Pensamiento ese que tiene poco de ingenuo: es necesario borrar cualquier huella de lo que antes fuera, acabar con todo lo que pueda ser un recuerdo de lo anterior. Lo viejo como sinónimo de vetusto no vale. ¿No cree que si Pompeya estuviera en Chicago no le habrían arreglado ya los desperfectos? Fluyó, pues, el capital y con él viajaron las masas a mil y un lugar para disfrutar, mientras otros tantos agitaban con salero esos fondos dedicados a las reformas estructurales para hacer de nuestro alrededor un mundo de lindezas sin sustancia, exactamente igual al del centro de las ciudades norteamericanas —en él no vive nadie, reino de la inseguridad y de soledades de ciencia ficción, planeta yanqui— o si apuran, a nuestro cuarto de baño. —Profesor, ese peine lo llevan pasando desde hace lustros también por el lenguaje, por las relaciones personales, por la conciencia, de tal forma que no somos nosotros quienes hemos invadido y conquistado lo irreal, lo aparente, sino justamente lo contrario, lo irreal y lo aparente lo que se ha adueñado de nosotros —cuánta razón llevan aquellos de sus alumnos a los que todavía les da por razonar un poco. Total, no hay que quejarse de vicio, por reconocer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Convengamos en que toda época deja la impronta de su pensamiento en la indefensa ciudad, así que por qué, en lugar de darle la espalda a los desatinos, no la jaleamos para que siga la fiesta. Así se ahoguen en su propio agujero negro, en su plan quinquenal del destrozo, en su absurdo, a su pesar limitado. Animemos, pues. Venga, dense prisa en ahuecar los pocos barrios unesco que todavía se resisten a su vaciado, despéjenlos de sus comercios tradicionales, atemoricen y hagan huir a las ancianas, larguen a los jubilados a sus residencias, espanten a la mala ralea —para que llegue otra de bermudas y camisetas de flores o de traje y corbata—, liquiden a los que viven por allí y a su renta antigua, deporten a las prostitutas, a los vecinos de toda la vida, ox. Y bienvenidos sean fondos buitre del alquiler, multinacionales de la usura, airbnbes, alehopes, starbuckes, mcdónales, pizzashutes, burguerkingues, kfchickens y tiendas chics, vamos, llénenlos de una vez por todas con gastrobares y pisos vacíos para esos nómadas con dinero. Acudirán las riadas con su maná circular, claro que vendrán, aunque estén al tanto de la impostura y sepan a ciencia cierta (o no) que una fría y calculada apariencia habita el interior de las murallas y mazmorras de Carcasona. Pero traerán con ellos y dejarán una pasta, que ciertamente no acabará en el autóctono sino en el exterior, aunque queden unas migajas para el residente, mal empleado y peor pagado. Y aceleren, sigan, contraten a un arquitecto sin imaginación y mal imitador de Gropius y compañía, échenle el anzuelo a los pocos antiguos mercados de abastos que quedan —¿queda alguno? —, dejen en ellos cuatro puestos de verduras e instalen locales design. Ya se llenarán de gente elegante al olor de las tapas de foie y el sabor de la tokay, nada más que en cuanto constaten cómo han salido volando esos indeseables mendigos de sus inmediaciones, el nauseabundo perfume a pescadería revenida y sus olvidados aromas a fruta fermentada. Y no olviden rediseñar los puertos de pesca (los poquísimos que resisten), los muelles de mercancías, las antiguas estaciones de tren. Fuera el olor a pescado podrido, ahuyenten a los estibadores irredentos, su hedor a sobaquera, sus poco fiables tatuajes, la grasa y el hollín. Largo el trapicheo de los barcos (a desguazarlos o a montar con ellos un lustroso museo), salpíquenlos con garitos donde se sirvan helados y baratijas made in China y más bares y más restaurantes. Y, no lo olviden, que todo esté terso, libre de óxido y hagan juego, señores, consuman con la misma asepsia con la que ya consumen en sus casas, alguien pasará temprano el balde para dejarlo todo otra vez bonito a su paso. Rien ne va plus. Que la ciudad en su modernura estirada se transforme en el salón de su casa, en la Babilonia de Griffith, en decorado muerto. Y, pese a lo odioso de ese universo de los viajes esterilizados, tan bíos, tan transparentes, tan pulidos en sus recién estrenadas ciudades de cartón piedra, qué diantres, continúen, mutilen aún más sus calles y suban y froten hasta lo albino las fachadas de sus iglesias y catedrales, desháganse de esas humildes aceras romanas, al diablo con esa inutilidad, para qué ese escaloncito en el que se tropiezan los torpes, si la gente no se fija en ellas. Hundan en lo invisible sus caniveaux. Destruyan siglos de historia sin hacer la guerra. Elimínenlas definitivamente, peatonalicen lo malcarado, aplanen, allanen, revoquen sus suelos lisos con hormigón, acaben con los empedrados seculares, para que se perciba mejor el churrete de los refrescos arrinconados y esos chicles fosilizados que son las pecas vergonzosas de esa infame cultura adheridas a él, las esquinas-urinario, la mala conciencia del paso del rulo compresor. Todavía queda una cierta África, partes de Asia, algo de Oceanía y un poquito de América central y sur, sin duda que quedan sitios para rematar todo eso... Adelante, insistamos, no paremos, y acabemos, porque qué es una ciudad sino otro parque temático del que sacar divisas. Que no se nos escape nada, ni pueblo en Teruel, ni aldea en Soria, ni un rinconcito virgen que duerma tranquilo a la espera de esa bendición sustanciosa y su metamorfosis: un parquin, su césped artificial, un tranvía, un teleférico, un galeón por el río, por qué no una autopista por las praderas de Mongolia. Total, por ahí, por esos pueblos que se quedaron sin habitantes de unas décadas a esta parte, mola lo rural, lo rural claro sin campesinos sudorosos, desdentados y con remiendos, sin insectos, sin las tareas ingratas del campo real, de ese del que huyó todo dios en los cuarenta, cincuenta y sesenta, y sin que el patio de la granja remozada huela a bosta de vaca, caca de gallina o cagajones de burro, of course. ¿Dónde está la abeja Maya y su rutilante país multicolor? No desesperen, estamos ya tan cerca, síganme, pasen por aquí, a la vuelta de la esquina, over there. ¡Ah! Cómo se le ocurre dejarlo atrás. No olviden arrancar el adoquín —a dónde lo llevarán—, por temor a que por debajo encontremos una playa —clama al cielo lo que hicieron con el puente romano de Córdoba ya hace, el crimen que están cometiendo con el viejo Montreal en este 2019/2020 en el que se actualiza este escrito y los que se han cometido desde hace treinta años con todas las viejas calles de todas las viejas ciudades de toda la vieja tierra, estaciones de tren, plazas históricas, porque parece que todos quieren una pirámide junto a su museo o un guggenheim de pacotilla entre casas viejas, sin nada dentro. Venga, adelante, para que los zapatos de tacón lo tengan más fácil y las oleadas imserso caminen en paz con sus pantuflas de paño y que todo aquello que resultara más hermoso otrora, sea más falso hoy, y lo que fuera más feo por entonces, ahora resulte espantoso. Acaso crean que él se deja engañar con esa ley y su divisa «eliminación de las barreras arquitectónicas» —qué risa—, esa que sostiene que la ciudad es para el ciudadano y el paseante cuando en realidad, la ciudad en torno a la cual hormiguean ambiciosos cargos públicos, espabilados enriquecidos que exprimen a las municipalidades, multinacionales de la imbecilidad, ideas totalitarias y siniestras, ya no les pertenece. Eliminen, extirpen, destruyan todo al amparo de esa ocurrencia, como si la totalidad de la raza humana se desplazara en silla de ruedas —en silla de ruedas mental, es probable que sí—, mercadeen, demuelan, emulen sin su punto de poesía al preclaro Bonnefoy. Pues, claro que él se hace cargo de que esto no es exclusivo de esta época, faltaría más, quién no se hace cargo, pero tampoco se le escapa que toda esa destrucción embellecida la han madurado bien, no sólo para que no podamos volver atrás, sino para que no podamos huir hacia adelante. Punto cero. Término. Se acabó la historia. Lo que hay es lo que hay, como perogrullada final, en todos los órdenes de la vida, caigan aceras, caigan adoquines, caigan piedras, caigan colores, caiga quien caiga. Y, si no, si no es dando la espalda a todo este desvarío, en la negación de las ciudades sin gluten, qué otra opción puede concederse cuando, por poner otro ejemplo, él se topa con un leviatán de diez pisos soltando amarras y quemando carburante maloliente en pleno Geirangerfjord, paraje grandioso donde los haya, con su pueblecito acosado en la bahía, y unos cuantos centenares más de barcos de esos en la ensenada de esa otra ciudad tan bella que se edificó sobre aguas bajas para evitar precisamente que los buques de gran calado la atacaran por mar —habla de lo que era Venecia—, y miren ustedes por dónde. —¿Lo recuerdas? —le comenta un compañero—. Yo pasé por allí el día en que murió Cortázar. Fue en febrero de 1984 y había nevado y la ciudad tiritaba bajo una túnica blanca y recuerdo que me comí una bolsa entera de cantucci porque no tenía dinero para otra cosa. —¿Aún vivían venecianos en ella? —Sí. Creo que apenas unos cuantos, no lo sé. Solo sé que precisamente ahora tirita bajo las sirenas de los cruceros y el oleaje destructor que se desliza volteando gondoleros expuestos a esos embates e inundando con la perversidad de sus bucles marinos enrabietados la plaza San Marco. Dicen que van a cobrar por entrar en ella. El colmo. No he vuelto a poner los pies allí, desde entonces. Ni pienso ponerlos más. Y oye la voz atiplada de un par de alumnos: —Oiga, profesor, al fin he estado en Berlín. —Y yo, por fin visité Edimburgo. —¿De veras? Isla Mágica, Terra Mítica, Warner, Disneyworld, Futuroscope, Oceanográfic, Tibidabo, La Villette, Fuji-Q Highland, Luna Park, Alton Towers, World Trade Center... ¿Dónde estuviste en realidad? Porque todos vivimos o viviremos de aquí a nada en una jaleosa y neoniana prolongación de Freemont Street, con sus locuras excéntricas, de un artificial Cabo Norte y su inerte hormigón, desde el que presenciar pagando un peaje el sol de medianoche, de una Muralla china llena de runnings en donde para colmo se tropezó un verano con el vecino de en frente, de una elíptica y viejuna ruta 66 más muerta que nunca... La sandez por ir en busca de una Ítaca feliz que no existe, el aburrimiento, las prisas, la imitación de los antiguos aires de la nobleza y de la alta burguesía, la necesidad de ocupar las vacaciones en un lugar determinado y vestirse con ellas porque no viajar y volver morenitos es de depresivos y pobretones, colocar la equis en la casilla he estado aquí de nuestra-agenda-de-las-cosas-por-hacer, para luego poder narrarlo con el edulcorante añadido de la anécdota (inexistente si no es la pérdida de las maletas). Y el descanso. ¡Anda que irse de vacaciones a descansar junto a miles de impresentables que atiborran un playa apestando a nivea, con lo bien que se está en casa! —Los folletos, profesor, los folletos también tienen parte de culpa, lo que vemos en la foto de la agencia de viajes y en la publicidad televisiva y también esos falsos documentales, emisiones con personajes conocidos por espacios naturales protegidos, que son propaganda, una guía turística para incautos e ignorantes. Ahora que cae en ello: quizás esa terciada realidad tomada al asalto de lo que nos venden los turoperadores —esos inventores del viaje del todo a cien, de la semana en Mallorca con pensión completa y vuelo incluido por doscientos pavos y que viva el hooligan, sus litronas y sus saltos por el balcón camino de la piscina vacía, acaben dando como consecuencia esos autocares que aparecen de la nada y vomitan a su rebaño en la cáscara de un monumento para luego conducirlo a un lugar repleto de carteras de piel y de ceniceros de metal, comercios por donde un tipo martillea el culo de una cacerola de latón «como antaño» y otros curten pieles; y, en seguida, lo desvían a otro lugar donde una señora distraída y adormilada ante un telar sólo se sobresalta como un muelle cuando la sorprende la entrada de esa marea estúpida de gente anestesiada y de inmediato se pone a interpretar su papel con diligencia para empezar a tejer a mano con hilos de seda y a hacer como que los transforma en alfombras, y más tarde lo llevan hasta donde los tipos que fabrican falsas joyas y hacia los falsos mercaderes de especias y los falsos ceramistas y los falsos jaboneros y hacia el espectáculo en directo de una saltarina danza masai, una rueda de peonzas derviches, un tablao flamenco, y tempranito a ver el cuello alargado de una mujer jirafa, a viajar un par de horas en globo o encaramarse a un cinco mil con un sherpa made in China. —Apúrense —dice alguien con una acreditación de don importante colgada del cuello—, que apenas nos queda tiempo para ir al zoco. Y ese zoco resulta que está limpio y ordenado. ¿Desde cuándo un zoco estuvo limpio y ordenado? ¿Bromean? Un turista es una persona que hace cientos de km para hacerse una foto delante de un autobús. Eso es. Muchas gracias, señor Pagnol. —De repente, llegan malas noticias desde las estrellas, desde Lisboa, Manuel —lo que faltaba—: la están lavando de su decadencia, de sus azulejos resquebrajados, de sus papeleras repletas de inmundicias. Al final, acabarán por secuestrarle su luz, como a Roma, cuyos encantos eran la piedra, la mugre, los escombros dislocados del Imperio y miren cómo la dejaron de limpita y dispuesta. II De nada vale tanta jeremiada enredada. Por eso, se despabila por completo y vuelve al principio, a cuando su móvil sonaba sin parar y lo apagó y se dio la vuelta, con apatía. Serían las cuatro y media de la mañana. Con enorme esfuerzo, saca los pies de la cama. Se incorpora. Da unos pasos en la oscuridad. Se aproxima a la ventana, descorre el visillo y echa un vistazo. Aún es de noche afuera: farolas encendidas. En el hotel, ni un solo rumor. Empieza a vestirse, recoge la cámara. Y cree no haber hecho ruido, pero ella se desvela y le pregunta: —Pero, ¿qué hora es? —tira de las sábanas hacia arriba y se cubre los hombros—. Te he oído hablar. ¿Es que has estado charlando? ¿Con quién? ¿Qué haces vestido? ¿A dónde vas tan temprano? —tanta pregunta. A Praga, a una Praga que nada tiene que ver con la que él hubo visitado veinte años antes, tras la caída del Muro —cuánto daño está haciendo la caída de ese muro que no termina de venirse abajo de una puñetera vez y cuyas ruinas, y dice bien ruinas, vinieron a desplomarse malhadadamente hacia el Oeste y no hacia el Este, al contrario de lo que mucha gente cree. —Voy a dar un paseo por el puente Carlos —lo dice en voz muy baja—. Igual me acerco a la plaza de la Vieja Ciudad y luego volveré camino del castillo. Tomaré fotos al amanecer. Y si ves que tardo, vas al restaurante del hotel y desayunas cualquier cosa. Quiero acercarme a Kobylisy. Quedamos por el centro. —¿Kobylisy? ¿Qué es eso? —El barrio en el que atentaron contra Heydrich. —No sé quién es ese —farfulla ella, medio en sueños—. Vaya unas horas. Debes estar chiflado —y luego, con un movimiento desmayado, le da la espalda a él y a la ventana por la que no penetra aún la luz, para seguir durmiendo. Probablemente, pero así pretende hacerlo, sin pesadumbre e incluso con placer. De modo que termina de vestirse con rapidez, deja la habitación, cruza el recibidor, con un joven recepcionista adormecido y medio escondido tras el mostrador que no levanta la cabeza cuando lo atraviesa. Cierra con tacto la puerta de doble hoja, sale a la calle y se planta en unos cuantos pasos en el hermoso puente. En él no hay un gato que pueda incomodarlo y, entonces, el frescor de la madrugada le envuelve el alma. Traspasado por esa frescura se siente casi en paz, aunque siempre es complicado quitarse de encima la caspa de la frustración. Y con el madrugón, no cabe duda de que ha conseguido evitar el calor pegajoso del mediodía veraniego, obviar al tragafuegos de turno, sortear al vendedor de baratijas, al cuarteto de músicos tan impecablemente vestido, al pringoso saltimbanqui, a los ridículos danzarines, al tipo de las marionetas, al churrero impostor —narices tiene que haya un tipo en la República Checa que venda churros, porras o tejeringos—, al mamarracho que va vestido de caballero medieval y encima cobra por posar con uno en las fotos, al bobo embadurnado de plata que parece flotar por arte de magia en su estructura de metal tramposa, las mantas de todos aquellos desgraciados que mendigan unas monedas a cambio de un colgante disparejo, triste Bohemia. Y se ha librado de la masa de salamandras bípedas apelotonada por doquier, sí por doquier, que apenas acierta a moverse o lo deja moverse por un lugar que tiene pinta de escenario teatral, deshuesado y lleno de ruidos inaguantables. Y, cómo no, se ha librado, aún recogidos como patas de zancudas, de los toldos: barbarie de los toldos, malditos los toldos, mueran los toldos, prohíban esos toldos que han linchado Sarlat, Gante, Cracovia, Brujas o el Gamla Stam o cualquiera otra bella ciudad o barrio de nuestro mundo o, ya que estamos, pensándolo mejor, no, que sigan poniendo más toldos y más toldos hasta que cubran las ciudades con su oprobio absoluto. Y ha escapado a la persecución implacable y a la visión funesta del miserable trenecito, que no está rigurosamente vigilado y que es como el certificado de defunción del viajero o del paseante. Y se asoma al brillo sombrío del Moldava, que otrora viera deambular desde sus aguas tanto aristócrata con coraza y a caballo, tanto nazi, tanto rojo resignado embutido en su tanque invasor, tanta apariencia, y se demora en verlo fluir en su levedad soportable, con las luces de las farolas derretidas por su superficie, para sentir la brisa lenta y húmeda que parece llegar desde la remota Moravia y que barre su rostro de recién levantado. Y da un paseo tranquilo y toma fotos de cada esquina, rincón o fachada cuando repara en una silueta de su muy admirado soldado Schwejk —sí, sabe que a éste también lo han reclutado para el sector turístico, como a Joyce en Dublín o a Cervantes en la Mancha, pero quién de esos bergantes aborregados lo reconoce, ha leído sobre él, sabe quién es—, sin prisas, en una quietud absoluta y desbordante de egotismo stendhaliano, y traspone la calle sin vehículos, incluso con el peatoncito en rojo (!), sin rastro de esas importunas chicas uniformadas de azul eléctrico y camisa blanca con prospectos en las manos que lo asaltan a uno con la promesa de un edén de mentira. Y luego continúa hasta la preciosa plazuela lateral donde está el enorme reloj, sin aglomeraciones, sin el tormento de unos cuantos codazos en las costillas y camina por la calle en la que vivió Kafka (no el museo, otra) y se detiene a la entrada para observar su puerta de madera, cerrada en ese instante, impecable y barnizada de brillo como un ataúd, que acoge en horas de apertura otra tienda para turistas (!), y quién sabe si no habrán eliminado algunas de sus cucarachas con un buen chorreón de insecticida. Llega entonces a la amplia y despejada plaza y vuelve sobre sus pasos de nuevo a través del puente y casi cuando empieza a haber gente de verdad, ilotas que madrugan a esas horas para mantener en funcionamiento todo el tinglado, presta atención con placer a uno de los primeros bucles de sol que rozan apenas el lomo de esos tejados y campanarios centroeuropeos que tanto le gustan (a ver, que alguien espabile de una vez y arrase también los tejados —las cubiertas, Manuel, las cubiertas—), y callejea en dirección al castillo hasta acabar en la calle Neruda —la del checo, no la del chileno— y de repente se tropieza, hacia la mitad de la cuesta, con una señora, que parece estatua, sentada en un taburete plegable de madera, instalado sobre el estrecho escalón, delante del único comercio abierto a esas horas, con su cartel de funeraria acristalado que resalta en una fachada a la que no hace mucho le han revocado de blanco unos cuantos desconchones, persona madrugadora al igual que él, solitaria, junto a la sombría entrada sin puerta a la que impide el paso una escoba en reposo, pues quizás acaba de barrer y de fregar el suelo y todavía no es posible el acceso, una señora que lo mira pero sin un movimiento, sin un saludo, y a la que él observa de soslayo mientras la ve, piernas cruzadas, sostener un pitillo encendido entre dos dedos de su mano derecha, por lo que puede advertir que la estatua se mueve y fuma y, entonces, él atraviesa la calle, y se enfrenta a esa imagen, a esa fachada y, con prisas, levanta la cámara, prepara el encuadre, enfoca y dispara, tomando una instantánea con pudor, con el recato medroso del que distrae el vino de misa consagrado en una capilla, y en su turbación no se atreve a echarle un vistazo breve a lo que el azar graba en la pantallita, por vergüenza, cree, porque aunque pueda faltarle calidad, se conforma con que sea genuina y, muy pronto, quizás, pase igualmente a formar parte de un pasado irreconocible. Y, en el preciso momento en el que se vuelve para escabullirse, huir rápidamente de ella, patearse unos cuantos barrios camino de Kobylisy o retornar al hotel a través de una ciudad que falsamente despierta —¿cómo puede despertar una ciudad que no existe?—, como si hubiera leído sus pensamientos, la señora se quita el cigarrillo de la boca, baja la mano y, en la niebla de una bocanada de humo perezosa, acierta a ver el esbozo de una cómplice y casi inapreciable sonrisa. Praga, julio de 1994 y agosto de 2011 Granada, agosto de 2011, 2019 y 2022. Esta anti-crónica de viajes, relato o ensayo novelado está dedicado a mi abuelo Cristóbal, quien navegó de Málaga a Marruecos para combatir contra gente que no le había hecho nada y poder defender así los fosfatos del conde de Romanones y de otros tantos nobles a los que nunca les dio por trabajar o luchar por lo que, decían, era su patria; a mi padre, Juan, que viajó durante un tiempo de Cádiz a Canarias, en barco, y durante toda su vida en tren y auto, para vender menudencias y poder sacar a la familia adelante; a mi tío Rafael, su hermano, que acabó en la Legión extranjera y surcó el Mediterráneo desde Marsella hasta Argelia y luego desde Argelia hasta Saigón, para terminar muriendo sin causa alguna en la guerra de Indochina; a Byron, Byung-Chul Han, Cendrars, Conrad, Ibn Battuta, Kerouac, Mac Orlan, Nerval, Marco Polo, Rimbaud, Segalen, Stendhal, Sterne, Stevenson, Supervielle, viajeros, escritores, cronistas y navegantes... Y a Salgari, creador de Sandokan, de quien, dicen, nunca se alejó de su casa más de 50 km.
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