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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por RODOLFO LARA MENDOZA No ha sido estudiada aún la relación entre el novelista y sus nalgas. No hay estadística alguna que arroje luces sobre el tema y cualquier cosa que se diga al respecto cae en el vasto territorio de la especulación. Si ya se desconoce el número de novelistas, cuánto más se desconocerá el tamaño y el estado de las nalgas de cada uno de ellos. Tema capital si se atiende a lo que dijo alguna vez García Márquez, eso de que «escribir novelas es un asunto de nalgas». García Márquez lo entendió así porque el escribir novelas obliga a permanecer largo tiempo sentado. Y aunque hay casos excepcionales, como el de Hemingway, que confesó que escribía de pie, o los de Proust, Valle Inclán u Onetti, que escribieron y vivieron prácticamente acostados, la mayoría de los novelistas escriben cuidadosamente posados sobre esa noble parte del cuerpo. La prueba: sus sillones y escritorios, que conocemos gracias a las fotografías de las casas (ahora museos) en los que muchos de ellos ejercieron su oficio. Pero hay que analizar la frase con rigor, más allá de que haya sido dicha en serio o en broma. Pensemos primero en que la expresión «un asunto de nalgas» tiene que ver con el hecho de que permanecer sentado atrofia los glúteos. Advierto, para quien no esté familiarizado con el lenguaje científico de las partes del cuerpo, que los glúteos son los músculos que conforman las nalgas. Pero es mejor hablar de nalgas sin más, porque en muchas de ellas prima el material graso más que el muscular, y esto, aunque parezca traído de los cabellos, toca para bien o para mal el valor literario de una novela. Podríamos empezar preguntándonos si un buen par de nalgas permite permanecer más tiempo sentado, el tiempo que, digamos, exige la escritura de una novela. Vamos por partes. Borges no escribió novelas, aunque por razones estéticas, no anatómicas, o al menos eso hizo creer a sus lectores. Rulfo y Kennedy Toole fueron de nalga prudente: escribieron, respectivamente, una y dos novelas. Balzac, más generoso de nalgas, escribió una veintena, y autores más cercanos en el tiempo, como Phillip Roth o César Aira, han sido nalgones desaforados; sus obras rozan el centenar, aunque muchas de este último, de tres al cuarto, por su extensión las escribiría cualquier desnalgado. Pero eso tiene su mérito, ya lo dijo Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo». Mérito sobre todo hoy día en que lo soso abunda y muchos hacen gala de imprudencia con su despilfarro de páginas. Pero el punto es el siguiente: saber si esos autores tan prolíficos estuvieron bien dotados, nalguísticamente hablando, al menos en sus comienzos. ¿Por qué en sus comienzos? Porque si permanecer sentado atrofia las nalgas, como sucede con cualquier músculo que no se use de manera regular, entonces un buen escritor sería aquel que empezando su carrera literaria con unas nalgas bien plantadas, a lo Venus de Lespugue o de un miembro cualquiera de la etnia hotentote, fuera experimentando gradualmente y en la medida de la escritura de sus novelas una especie de decadencia u ocaso de sus nalgas que lo condujera, anatómicamente hablando, a tener un aspecto semejante al que en el imaginario del Caribe colombiano se tiene de esas criaturas del interior de mi país a las que despectiva o cariñosamente (según sea el caso) se les llama “cachacos”, y de los que se dice que un machetazo lanzado por la línea de la espalda les cercenaría apenas los talones. En términos de producción narrativa lo anterior se traduciría en que un buen escritor comenzaría escribiendo extensas novelas, y conforme fuera entrando en esa especie de crepúsculo de sus nalgas continuaría escribiendo obras de menor extensión, luego cuentos, hasta llegar al límite de la brevedad; esto es, escribiendo sonetos, microcuentos o, a lo mejor, y después de su largo e inútil rodeo en detrimento del cuerpo y la literatura, haciendo lo que en muchos casos desde un principio ha debido hacer: no escribir nada. Pero este camino no lleva a parte alguna. La prueba es que hay autores que cerraron su producción escribiendo obras más extensas que las iniciales, o que no cejaron nunca en la escritura de sus ríos de palabras. ¿Qué decir de ellos? ¿Qué decir de un Tolstói, que mantuvo la mano caliente por más de sesenta años, o de un Bolaño que cerró su meteórica producción con una novela de más de mil doscientas páginas? ¿Que eran autores de nalgas sempiternas, que les crecían exponencialmente o que al igual que las colas de las lagartijas se les regeneraban? Bolaño, que se sepa, tenía menos nalga que un gato empinado. Una forma distinta de abordar el tema sería pensar que a la par que se atrofia el músculo físico se desarrolla el músculo literario; esto es, que a la par que se atrofian las nalgas aumenta la calidad de la escritura. Hay un matiz místico en esto. O gnóstico, para ser exactos. Lo cual no es raro si el suscrito se pasó la adolescencia leyendo a Samael Aun Weor, avatar de la Era de Acuario. Según Samael, si se retenía el semen durante el acto sexual la serpiente del kundalini ascendía por la médula espinal conduciendo gradualmente a la iluminación. Por el contrario, si se derramaba, la serpiente descendía dando lugar, en el plano astral de la persona, a una cola demoníaca. Extrapolen lo anterior al ámbito de la escritura. Imaginen a un novelista con oficio, que luego de mares de tinta derramados a diestra y siniestra alcanzara tal nivel de excelencia en su pluma que en consecuencia tuviera, en el plano astral de lo literario, la apariencia de una Kim Kardashian, una Beyoncé o un Alejandro Dumas padre, ése que, según Léon Bloy, se pasó la vida «enseñando el trasero a las naciones», por lo que deduzco que debía tenerlo grande y sentirse orgulloso de su posesión. Por desgracia no abundan en la literatura apuntes como el de Bloy y, en general, no hay mucho donde escarbar. Históricamente los hombres, no sé si por descuido o por tabú, han expuesto sus nalgas menos que las mujeres. Con todo y ello, nadie puede afirmar que las novelistas de antaño posaran enseñando esa parte del cuerpo. ¿Quién puede decir, por ejemplo, que en tal foto Marguerite Duras exhibe sus nalgas o que en tal retrato las muestra Jane Austen o cualquiera de las hermanas Brontë? A Virginia Woolf la describió Yourcenar como «muy amenazada, muy frágil y con los ojos llenos de tristeza». Virginia Woolf destacó a su vez el rojo de los labios de Yourcenar, pero ninguna de las dos habló de nalgas. De Harper Lee, Kerry Madden dijo que tenía «grandes piernas de mar», pero sólo para referirse a que podía comer, sin marearse, a bordo de un barco, en medio de una tormenta. En casos como el de Marvel Moreno, escritora colombiana y reina de belleza, sólo por eso último uno podría suponer que tuvo nalgas bien tonificadas, o que la Nobel afroamericana Tony Morrison, en virtud de sus genes debió tener, como diría el poeta Tomás Segovia, «la masa de las nalgas prodigiosa». Igual Chimamanda Ngozie Adichi, con quien en mis fantasías la paso mejor que leyendo sus novelas (para eso último tengo las de Nella Larsen). En fin, que ninguna foto evidencia nada y cualquier retroceso en el tiempo es directamente proporcional al número, el grosor y la longitud de las ropas. Conozco sin embargo la excepción: Marie de Heredia (o de Regnier por su apellido de casada), hija de José María de Heredia (sí, el mismo del epígrafe en el poema ‘A mi ciudad nativa’), madre del novelista Pierre-Louÿs, a quien Zoé Valdés describe con «trasero prominente» y «cabellera en cascada», y de la que hay, por suerte, fotos para constatarlo, las mismas que su hijo le tomara. En ella se encuentra expresamente manifiesta la relación entre un buen culo y una profusa producción literaria. Pero es una excepción que no se da en el caso de los novelistas varones de antaño, esos que por el motivo que fuere se cuidaron de mostrar las nalgas. Acaso porque ninguno, antes del apunte de García Márquez, reparara en su importancia, o tal vez porque, conscientes de ello, guardaran celosamente de las miradas aquel valioso instrumento. Hoy día es distinto. En medio del afán exhibicionista y los circos de barrio de los novelistas contemporáneos, casi nadie tendría reparo en mostrarlas con tal de vender sus libros. Muchos de ellos, por encontrarse en ciernes, son los que más precisan de su exhibición. Para muestra, Boris Izaguirre, finalista en 2007 del Premio Planeta, que se hizo famoso en un programa de nombre bradburyano enseñando las nalgas. De otros, que ya han logrado en detrimento de sus posaderas un amplio sillón en la innegable falta de gusto contemporáneo, uno esperaría que las mostraran menos. Pero ni aun así dejarían de hacerlo. Contrario a esos están los que sin nalgas ni esperanza alguna de tenerlas abandonarían el oficio antes comenzarlo. Son estos los héroes trágicos de la novela, los culifruncidos del relato de largo aliento, un puñado de gente pesimista y deprimida (según la rumpología o arte de leer las nalgas) a la que con gusto recomendaría hacerse poeta, pues ese arte no obliga a estar sentados, ¿o no dice Bretón que «la poesía se hace en el lecho como el amor»? Pero no soy dado a recomendar nada. Sí soy dado en cambio a fantasear, y quiero imaginar la posibilidad de que los novelistas de antaño presumieran tanto como los de hoy de su capacidad narrativa, ausente o no, fofa o tonificada, adiposa o muscular. Extrapolar, aunque fuera por ocio, la vanidad de mis contemporáneos a ese ayer en que existían verdaderos problemas, legítimas preocupaciones y las novelas eran auténticos portentos. Imaginar a un Balzac que, en el temprano ocaso de su vida, tras escribir tantas páginas, se procurara un par de buenos almohadones en sus nalgas esmirriadas para seguir luciendo vigoroso en el arte de la novela. O a un escritor novel del siglo XIX, cualquier nalgón a cabalidad que usase ropas amplias a fin de no generar expectativas demasiado elevadas entre sus nacientes lectores. En una ocasión, al recibir un premio de cuento y ante la presencia de amigos novelistas que asistían al evento, contemplé la posibilidad de recurrir al trapo —al igual que mi Balzac imaginario— con el fin de suplir eso que natura me había negado. Desistí al recordar que escribía cuentos, no novelas, pero casi al instante convine en que, de pretender alguna vez tan larga empresa, tendría la precaución de hipertrofiar en el gimnasio, a través de extenuantes sesiones y el uso de alguna ayuda anabólica, mis exiguas posaderas. A uno de estos amigos novelistas, que escribía religiosamente cada mañana, me le presenté una vez rayando el mediodía. Traté de lograr con mi charla que parara la escritura, pero él siguió metido de cabeza en el computador. Me entretuve mirando las frasecitas de autores que adornaban sus paredes y pensando en si el afán de ser escritor justificaba el ser displicente con los amigos. En eso estaba cuando mi amigo lanzó aquel aterrador grito. Se puso de pie de un salto y se dejó caer con fuerza otra vez sobre la silla de plástico. Repitió aquel movimiento media docena de veces, y al ver que yo miraba estupefacto la forma en que se aporreaba, me explicó, con tono de reclamo, que se le habían dormido las nalgas. Tras eso se empezó a dar puñetazos y bofetadas del modo en que se lo permitía la cortedad de sus brazos, y cuando sólo le faltaba hacer perreo contra la pared, tomó una toalla del respaldo de la silla y dijo, con total seriedad, que una ducha fría era el mejor remedio. Aproveché para mirar su escrito, temiendo que tras tantas horas llevara apenas un párrafo y ¡vaya sorpresa! César Aira escribe una “paginita” al día. ¡Mi amigo escribía doce! Las leí confiado, oyéndolo cantar bajo el agua, y al llegar hasta donde él había llegado, ¡Ay de Borges!, noté que ni una línea se salvaba. Nada de sustancia había en aquello. Camionadas de vacía retórica, periodismo novelado y mullida cursilería secretadas a cambio del adormecimiento de sus nalgas. Lanzó un grito cuando se le acabó el agua caliente.
Pero basta de anécdotas. Mejor decir que a esta altura me sorprende que un apunte tan esclarecedor como el del Nobel colombiano haya sido pasado por alto entre mis contemporáneos. Más de una nalga saltaría orgullosa a la palestra de habérsele tomado en serio. Contrario a ello, los novelistas que conozco gustan de presumir de otras partes del cuerpo: este de aquí del tamaño de su pene en verano, aquel de allá de la longitud de su barba —cosas que en modo alguno son garantes de una buena novela— y todos sin excepción alardean de sus obras. Ninguno tiene la honestidad de un Kafka para dudar de lo escrito, de la misteriosa relación que lo escrito guarda con aquella secreta parte del cuerpo. La mayoría, conscientemente o no, se centra en el cultivo del vientre, y aunque luego buscan la manera de ocultarlo, resignados por el uso y la costumbre acaban por exhibirlos con total descaro. ¿Y por qué no hacerlo? Son, al fin y al cabo, novelistas, no necesitan pesar menos de 45 kilos como en su juventud pensaba Théophile Gautier que debía pesar un poeta lírico, ni tampoco escribir un clásico. El público lector contemporáneo, sin millas de lectura, rara vez repara en lo importante. Nadie se detiene a ver las nalgas del autor de moda o, de hacerlo, ignoran por completo la relación que guardan con su obra. De allí que esas novelas sean tan predecibles, tan manidas e insulsas, tan pastiche o copia de obras del pasado, tan pretendidamente adaptables al formato Netflix y su éxito nadie pueda explicarlo. De allí también que sus autores opten por disimular, exhibiendo sus vientres sandungueros, su evidente escasez de nalgas. He ahí lo lamentable, lo triste de un paisaje en el que el novelista sacrifica la parte más valiosa de su cuerpo sin obtener a cambio nada de valor, porque lo valioso de un libro no tiene que ver con las ventas. Pero nadie habla de ello, y sólo uno entre mis contemporáneos es nalgón confeso, sólo uno de ellos le rinde el culto debido a sus nalgas, aunque en sus fotos simule mostrar otras partes del cuerpo. ¡He ahí un compromiso serio con la novela! O mejor decir: ¡una promesa de novelista! Promesa porque, por desgracia para el canon en lengua española, el bendecido no ha incursionado todavía en el género.
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