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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por LUCCIANO STOLA Los personajes de Terrence Malick siguen una pauta común, tienen un mismo espíritu, y digo espíritu porque el rostro, y por supuesto el sexo, nos pueden llevar a situaciones individuales, pero todos son un mismo ser, un abanico decorado con la flor de lo imposible. Son un hombre que busca la armonía entre la confusión del mundo, cual si un niño que hubiese perdido sus lentillas en la playa —abandonado, como un elemento más de los paisajes— y sondeara con la superficie de sus manos en la arena numerosa. Terrence Malick nace en Ottawa, Illinois, en 1943. Su infancia y su adolescencia se dividen entre Oklahoma y Texas. Después ingresaría en Harvard para licenciarse en Filosofía, iniciando una tesis doctoral sobre Heidegger, que no llegaría a concluirse, en el Magdalen College de Oxford. Sin embargo, durante su juventud se fue decantando por la cámara. Estudió cinematografía en el American Film Institute, escribiendo y tomando las labores de director en sus primeros cortos. En 1969 rueda Lanton mills, dirigiendo a Harry Deas Staton y Warren Oats. En 1971 colabora en el guión de Drive, he said, dirigida por Jack Nicholson; un año después escribiría, por entero, el guión de dos nuevas películas: Los indeseables, protagonizada por Paul Newman y Lee Marvin y otra comedia llamada Deadhed miles, realizada por Vernon Zimermman. No sería hasta 1973 cuando dirigiera su primer largometraje, Bad lands, un drama criminal ambientado en los años 50 e interpretado por Martin Sheen y Sissy Spacek. Su ópera prima, realizada con tan sólo treinta años, fue galardonada con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián y con el Oso de Oro de La Berlinale (dos años después de Malas tierras, que pasó desapercibida para el gran público, se divorciaría de su primera mujer, Jill Jakes, con quien se había casado al comienzo de su vida en Los Ángeles). En 1974, y bajo el seudónimo de David Whitney, escribe el guión de The Gravy Trains para el cineasta Jack Starrett. Su segunda película, Días de cielo, se rodaría en 1978 —con la fotografía de Nestor Almendros, premiada en esta ocasión con un Oscar, se iba consolidando la marca de la casa, la frondosidad de imágenes que Malick incorpora en sus películas— protagonizada por Richard Gere y Brooke Adams. De nuevo, la taquilla no estaría de su parte, pero con apenas treinta y cinco años sería galardonado como mejor director en el festival de Cannes. Tras Días de cielo fija su residencia en París y pasa algunos años viajando continuamente. En 1988 compra los derechos de una novela escrita por James Jones a su viuda Gloria, lo hace junto con los productores Robert M. Geisler y Jhon Roberdau. Tardaría diez años en adaptar la novela al cine, pero La delgada línea roja vería la luz con increíbles resultados. Ambientada en la batalla de Guadalcanal, la película se inicia con una reflexión filosófica —sello propio en las películas de Malick—, mientras una coreografía de imágenes se entrelazan para darle al narrador un refuerzo poético, que incluso, en ocasiones, alcanza a crear un narrador alternativo. Niños de las Islas Salomón perfeccionan las conductas naturales más sencillas para obtener comida: valerse de una piedra para romper las nueces. Se sumergen en las aguas de una costa que desconoce la industria y el progreso. Bucean entre el coral y la luz de superficie, mostrando una conducta tan primitiva como adaptada al entorno natural que les rodea. No son ajenos a la naturaleza del ser humano —pensar lo contrario sería tan ingenuo como risible—, pero permanecen alejados de las conductas avanzadas, ese híbrido brutal que oscila y se confunde entre la civilización y la barbarie. La armonía del mundo, que siempre ha contado con la enfermedad y con la muerte, parece suficiente para ellos. Dos desertores norteamericanos se encuentran tan integrados en la isla como suele estarlo el cauce con las aguas. A los pocos minutos de la cinta, la delusión de la huida, quizás de pertenencia, desaparece cuando divisan un patrullero norteamericano que los devuelve a la realidad de su mundo, un mundo tan distinto y evolucionado que se comporta como un manicomio en llamas. Sustraídos a su deber —una palabra que, pese a contar con pocas sílabas, tan pocas que parece un número ridículo, tiene un peso mayor que muchas otras, por ejemplo, la palabra espíritu— se descubren confinados en un barco rumbo a la isla de Isatabu o Guadalcanal. En las pocas escenas que suceden en ese afinamiento, antes del desembarco, puede notarse en diferentes personajes el estado de ánimo común. Nos encontramos con los integrantes de la compañía Charlie, soldados tan supersticiosos y atemorizados como cualquier hombre envuelto en una guerra. Todos ellos apartados de la gloria —ese instante que acaba por superarnos con el tiempo—, muchos tan jóvenes y convulsos que previamente, bajo las faldas de mamá o entre las piernas de esa chica que corona los últimos años de instituto, se creían inmortales. La demencia de aquella situación se muestra de forma inequívoca en el minuto diecisiete con treinta y dos segundos de la cinta, cuando el personaje encarnado por Jhon Travolta se dirige al comandante, Nick Nolte, y, desde su estatus superior, tranquilamente le sondea y argumenta: JOHN TRAVOLTA: Nadie quiere esa piedra. Pero usted, ¿qué hará por conseguirla? NICK NOLTE: Lo que haga falta, señor. El contenido de la respuesta es algo tan rotundo y tan abstracto como una jungla fertilizada por cadáveres. Más tarde podremos comprobarlo en la toma de la colina, donde los soldados norteamericanos, empujados por las órdenes de un mando militar que fantasea con la guerra de Troya como pudiera hacerlo un gato con el calor de una manta, y bajo el fuego de posiciones ocultas, se desploman continuamente para avanzar los escasos metros que logran cada día. El profundo mensaje antibélico de la cinta revela su mayor intensidad al final de la batalla. Los fieros japoneses son un puñado de huesos. Los estadounidenses se valen de las partes de un cigarrillo para taponar su nariz y apaciguar así la intensidad del olor a carne quemada y descompuesta. Alguno de los orientales mantiene la integridad o la compostura con el ejercicio del rezo, pero la mayoría parecen pellejos que se aterraran de su sombra. En 2002 produce Happy times, que fue dirigida por el cineasta chino Zhang Yimou, y tres años después participaría en el guión de Che, dirigida por Steven Soderbergh. También en 2005 realizaría El nuevo mundo, una película que retumba espiritualidad en la figura encarnada por Q’orianka Kilcher. La historia del primer asentamiento británico en las costas del continente americano. Colin Farrell y Christian Bale interpretan a los dos personajes masculinos, son las dos etapas en el amor o la vida de la actriz principal, que desde el primer momento de la película se nos muestra como un ejemplo de sumisión, pero no a la voluntad de un hombre, sino a una voz, un llamamiento presente en todo cuanto la rodea y que ella misma llama madre, refiriéndose, canora y sutilmente, al espíritu de la tierra. De nuevo Terrence Malick vuelve a una época de reflexión, de silencio. Durará hasta 2011, cuando termina el rodaje de la película que, en la humilde opinión de quien firma este artículo, es sin duda su obra maestra. El árbol de la vida, con Sean Penn, Brad Pitt y Jessica Chastain es una película tan singular y maravillosa que establece un vínculo innegable entre la impotencia de los seres y la plenitud de la existencia. En ella, como en ninguna otra cinta, recurre al lenguaje elíptico y sutil de las imágenes. Veamos uno de los primeros ejemplos, sucede en el minuto cinco y cuarenta segundos de metraje: el personaje de Jessica Chastain, después de conocer la muerte de uno de sus hijos, camina a lo largo de la calle, los árboles están frondosos y altos, el césped de los jardines está húmedo y verde, y ella recorre, de un lado a otro, la única porción de calle que cuenta con hojas muertas. La cinta continua con una introspección de los actores principales, Brad Pitt y Jessica Chastain, se enfrentan, cada cual a su manera, a esa ausencia tan presente. El padre con un ejercicio de rabia contenida; la madre se deja acompañar de otras mujeres e interroga, en su silencio, la base primordial de sus creencias —después de una breve escena donde la sombra de tres niños se proyecta, a tamaño natural de los huesos y la carne, sobre el firme más real de la calzada— la podemos escuchar preguntando lo siguiente: «¿Qué has ganado con la muerte de mi hijo?». Las siguientes escenas trascurren en un futuro, donde Sean Pean, que interpreta al hijo mayor en su edad madura, no ha terminado de superar la ausencia de su hermano. Se debate con frecuencia entre dos emociones que lo azotan —aquí podemos percibir de nuevo la maestría de Malick, las primeras escenas de este personaje están tomadas en espacios amplios y vacíos—: comienza por mostrar paisajes desolados, puertas olvidadas, estampidas de gaviotas y salinas cuya verdadera extensión se pierde en lo voraz del horizonte, luego aparece en una mañana normal, iniciando su día a día, levantándose de la misma cama donde su mujer se ha levantado unos minutos antes, y donde todavía lo contempla al erguirse, espalda contra espalda, como dos personas cuya distancia comienza por el aire que respiran. Todas las secuencias siguientes hasta el minuto doce de la cinta son prodigiosas por sutiles, a la luz de un bosque en una tarde de invierno, un pequeño silencio a gritos, que demuestra, con la impecable ayuda de Sean Penn, la intensidad que dos fuerzas opuestas pueden alcanzar en el interior de un ser humano. A lo largo de toda la cinta se va desarrollando una historia carente de protagonismo, aunque no de sentido. Son los personajes —y las sucesivas secuencias de imágenes— los que aportan en El árbol de la vida la difícil mezcla —digo difícil porque la vanidad humana no acepta ninguneos— de un universo tenaz y prodigioso donde nada importa nada. En 2013 estrenó su sexta y última película, llamada To the wonder; podemos reconocer en ella los rostros de Ben Affleck, Olga Kurilenko, Javier Bardem y Rachel McAdams. En este film, aunque cuenta con las inconfundibles técnicas del maestro norteamericano, no encontramos, por desgracia, la mirada y habitual profundidad de su trabajo.
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