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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por LUCCIANO STOLA La vida no acepta más protagonistas que la vida: las casas, los cigarrillos, las máscaras que se levantan y se amueblan por rechazo a la quietud —tan sinónimo de muerte— o los vacíos; los paseos de esas máscaras que no sabemos adónde se dirigen; todo esto son papeles secundarios, quizás tan vinculantes como un grupo de banquisas que se desplaza por un mar de azul lavanda... mucho más activos y nerviosos —sin duda que podemos celebrar la vida—, pero seguimos sin saber adónde. Si algo distingue a los maestros del neorrealismo es la utilización de la cámara como si esta fuese un simple observador, un pacto de no agresión entre el deseo creativo y el cauce de las cosas; aunque en todas las películas del movimiento, y todos los exponentes que le dan forma: Roberto Rosellini, Visconti, Fellini, Vittorio De Sica o el cineasta que pretendo analizar en este espacio Michelangelo Antonioni, cuidan (en algunos momentos de sus cintas, ya que en otros muchos se dedican a grabar sin interrupción, sin corte) su puesta en escena de un modo tan visible y tan sutil como puede ser el silencio en una partitura. Antonioni nace en una familia de clase media, en Ferrara, en 1912. Tras alcanzar su juventud estudia Filosofía y Letras, además de Economía y Comercio en el instituto técnico de Bolonia. Sus primeros trabajos serán como crítico de cine para Il Corriere Padano hasta finales de los años treinta. Después se mudaría a Roma y comenzaría a trabajar para la revista Cinema, de nuevo en calidad crítico. En 1942 entra de forma más directa en el mundo del cine, y lo hace como ayudante de dirección en varias películas: I due foscari de Enrico Fulchignoni; Le Visiteur du soir, en manos de Marcel Carné, son algunas de ellas; ese mismo año desarrollaría el guión de Un pilota ritorna, dirigida por Roberto Rosellini. A finales de 1942 tuvo que interrumpir su actividad, a causa de la guerra, durante cinco años. En 1947 vuelve a ejercer de guionista en la cinta Caccia trágica de Guiuseppe de Santis; al mismo tiempo colabora en revistas de cine, tales como Film Revista, Film d’oggi o en el periódico Italia Libera. Ese mismo año realizaría su primer cortometraje, que llevaría por nombre Gente del Po, y facilitaría en mucho las cosas para que en 1950 viera la luz su primer largo: Cronaca di un amore: en esta grabación, un empresario decide vigilar a su joven esposa cuando sospecha que ésta puede serle infiel. En el transcurso de la película, podemos apreciar cómo una mujer que fue enterrando poco a poco su pasado, para alcanzar una posición social descubre que la fuga, el papel de mujercita feliz —por no llamarla el mueble más importante de la casa— consagra y constituye una fosa aún mayor que aquella de la que estaba huyendo. En 1953 rodaría Los vencidos, una obra que en cierta forma se adelantó a la nouvelle vague y que fue censurada en Francia, Italia e Inglaterra por ser los países donde unos jóvenes cometían una serie de asesinatos: un grupo de burgueses en París, un contrabandista en Italia y, por último, la muerte de un intelectual. Ese mismo año, también terminaría La signora senza camelie. No volvería a rodar hasta 1955, y lo haría con una adaptación de Las amigas de Cesare Pavese para la gran pantalla. A partir de 1960, el estilo y la poética del maestro italiano alcanzan un peso específico con La aventura, esta película marcó una línea argumental de la que rara vez lo veremos distanciarse en un futuro: la insignificancia del sentido que cualquier ser humano puede darle a su vida. La mayoría de los personajes se ven atrapados en una red que nunca muestra sus límites, no saben dónde nace —cuál es el punto de inflexión que cambió su historia—; no comprenden que en muchas ocasiones comparte el peso de las horas y la química del aire, y lo que todavía es peor, tienen miedo de que nunca puedan liberarse o de que dicha liberación —basada en el conocimiento empírico del deseo fallido—, sea muy distinta de la paz o plenitud imaginadas. La aventura le aporta, por fin, el reconocimiento internacional a su trabajo; en 1961 rueda La noche; y El eclipse, que llegaría a los cines en 1962, cierra su genial trilogía que había comenzado en La aventura. En 1964, llevaría hasta los cines El desierto rojo. En 1966 recibe la Palma de oro por Blow Up, película inspirada en ‘Las babas del diablo’, un cuento de Julio Cortázar. En 1970 rueda Zabriskie Point, allí habla de las revueltas estudiantiles y el movimiento negro que se dio en los Estados Unidos durante los sesenta. Así al menos empieza la película, con una asamblea universitaria donde jóvenes estudiantes debaten el mejor modo de establecer una revolución y afianzarla. Pero las preocupaciones de la multitud se disuelven al poco tiempo de metraje, y entonces la película se adentra en la consumación del individuo: en el minuto veintiocho puede verse cómo el protagonista, Mark Frechette, dispara —o al menos esa era su intención, pues más adelante nos revela que el proyectil había salido de otro sitio— a un policía que acaba de asesinar a un estudiante negro. A partir de ese momento decide huir y llamar a su compañero de piso, éste le comenta que es mejor que desaparezca un tiempo, que un amigo llamó porque había visto que la policía estaba buscando, a través de imágenes difundidas por televisión, a un joven parecido a Mark por la muerte del funcionario público. Acto seguido Frechette decide convertirse en fugitivo, ve pasar un avión y se conduce al aeropuerto, una vez allí, calmado y con determinación, se hace con uno de los aparatos donde despega sin permiso rumbo al desierto... En ese mismo lugar, sobre una carretera rodeada de arena, conduce Daria Halprin, en busca de una ciudad en el desierto de la cual ni siquiera está segura de su nombre; está huyendo de su vida, no quiere hacerlo de forma permanente, pero algo dentro de ella la empuja a buscar. Algo le dice que la vida tiene que ser algo más, que a través de los barrotes de la rutina —la única materia visible de la realidad— se le está escapando algo. Y a partir de aquí, comienza la elipsis de la búsqueda: se detiene dentro de un pequeño pueblo para llamar a Rod Taylor y decirle que lo verá en Phoenix. Cuando termina de hablar con él, le pregunta a un hombre sentado a su derecha si conoce un pueblo llamado Genville o Ballyville, y este responde con una negativa. Entonces el camarero interviene en la conversación, le pregunta si el pueblo que está buscando se llama Barkstead, fonéticamente parecido en inglés, y Daria responde que sí, que aquel era, sin género de dudas, el nombre exacto. Segundos después el camarero le confirma que se ha detenido en Barkstead sin ni siquiera saberlo, y que aquel pueblo está tan alejado del paraíso como de cualquier otro lugar. Una vez constatado de que aquel viaje no había logrado los resultados que esperaba, emprende su camino hacia Phoenix y se encuentra con Mark Frechette, este la sobrevuela hasta que consigue llamar su atención y arrojar desde la avioneta una camisa roja para la chica. En los minutos consecutivos ambos se encuentran en medio del desierto y empiezan a comunicarse, se detienen en el margen de una antigua cantera, despreocupados, comienzan a sentirse cómodos —si no ya huérfanos de la mentira del mundo— con un paisaje que les permite sacar, por decirlo así, una fotografía de su juventud y de su alma. Pero tarde o temprano tienen que volver a la realidad, tienen que jugar de nuevo su papel de náufragos, así que después de pintar con todo tipo de mensajes y fantasías el avión robado por Mark el inicia el vuelo para devolverlo al mismo sitio de donde lo había sacado y ella sube al coche para dirigirse a Phoenix. Una vez en el aeropuerto, la policía está esperando al peligroso muchacho que trata de enmendar su error, apenas unos segundos después de haber tocado tierra, tres coches de oficiales inician la persecución que dura breve, como el instinto maternal en las arañas, y el ruido de la pólvora sustituye de facto al intenso sonido del motor, dejando claro que los seres con imaginación lo tienen algo más difícil en un mundo lleno de personas que piensan con los pies y la cabeza. En 1975 comienza un intento de aproximación al gran público con una serie de trabajos que no obtendrían buenos resultados: El reportero de 1975, o Il mistero di Oberwald, en 1980, son dos claros ejemplos de esta hipótesis. En 1982 se pondría de nuevo detrás de una cámara para rodar Identificazione de una donna. Rodaje que marcaría una época de silencios creativos hasta la fecha de su muerte; puesto que tres años después, en 1985, sufre un accidente cerebrovascular que dificulta seriamente tanto su movilidad como su habla. En 1989 realiza, junto con otros grandes directores como los hermanos Bertolucci, Francesco Rosi o Lina Wertmüller, el documental 12 registi per 12 città. En 1995 recibe una propuesta del director de El cielo sobre Berlín, Win Wenders, para codirigir Más allá de las nubes. Pasarían de nuevo casi diez años hasta que Michelangelo Antonioni volviera a ponerse detrás de una cámara, en 2004 verían la luz La mirada de Antonioni, un documental filmográfico sobre su obra y la película Eros, donde narra, con la sutileza propia de su nombre, la incomunicación del ser humano. El 29 de septiembre muere en Roma en último gran maestro del neorrealismo italiano, apenas 24 horas después de Bergman, como si la muerte, tan de este mundo, tan próxima a la vida, los hubiese señalado por capricho.
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