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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por JAVIER ALCORIZA Después de acabar una relectura de El americano, me revoloteaba por la cabeza la palabra “contexto”. Permítaseme comenzar con una cita a lo Henry James. No creo que debamos omitir lo que implica el revuelo que genera una palabra en una novela del distinguido autor norteamericano. Diría que, como en otras obras suyas, en las numerosísimas páginas que escribió, estamos ante lecciones de un maestro. (2) No creo que deba incomodarnos considerar así a un escritor de ficción. Mortimer Adler señalaba en Cómo leer un libro que entre maestro y discípulo se da una situación de interesante desigualdad. (3) Hablando del genio de Shakespeare, Emerson empleaba la imagen de quien, tras obrar el milagro de su ascensión, había retirado la escalera. Mi impresión es que James lanza numerosos cabos, tal vez no desde el antiguo cielo, sino desde su moderno abismo de «contraminas del arte», si es que, como decía en privado a su amigo Henry Adams, «el abismo tiene fondo». (4) Se pueden señalar aciertos expresivos con los que Henry James ha abierto ventanas en las escenas que ha pintado en El americano, hasta hacernos dudar de si la ventana estaba ahí antes de que la abriera; y subrayaría lo de “expresivos” por tratarse de aciertos llevados, en todo caso, a la superficie del lenguaje. James puede invitarnos, pero no obligarnos a imaginar más de lo que dice. En esto es, en efecto, un consumado artista que ha descubierto un límite (en realidad muchos límites sucesivos) para las escenas y representaciones de sus obras. Así ha cultivado Henry James la elasticidad de la novela, empleando todos los recursos de los que podía valerse para no confinarse en lo típico del género. Y diré algo más de entrada: en ese trabajo de poner a la vista cuanto hacía falta para admirar lo que quería contar, en su manera de “exteriorizar” el tema de sus novelas, lejos de todo modernismo, habría en Henry James un homenaje (que nadie que hable de él se atrevería a calificar de inconsciente) a los clásicos. El autor no pide del lector mayor “cultura” de la que él mismo aporta para apreciar la calidad de su escritura. Ni siquiera le importaría que se adelgazara el trozo de vida que nos ofrece por buscar solo el generalmente más apetecible recorrido emocional de la historia. ¡Tanto peor para quien lo haga!, podría exclamar el autor de El americano, porque nada de lo que configura la obra debería ocupar un segundo lugar para un lector atento. No cultura, por tanto, sino pura atención (Petrarca la llamaba la «salud del alma»), una actitud equivalente a la tensión creativa, sería cuanto el novelista parece esperar de nosotros. Al fin y al cabo, es él quien se ha tomado tantas molestias como vemos por concretar su imaginación. (5) La palabra “contexto”, por volver al principio, tiene un peso específico en un doble sentido: no es una palabra habitual en una novela y, además, está aplicada a la expectativa de un personaje que «no ha leído novelas». Sin embargo, nos traslada directamente al acto de hablar de esta obra: El lugar hacía pensar en un convento con todas las mejoras modernas: un asilo donde la privacidad, a pesar de ser ininterrumpida, quizá no fuera del todo idéntica a la privación, y donde la meditación, aun siendo monótona, quizá fuera de corte alegre. Y sin embargo, sabía que éste no era el caso; sólo que para Newman, ahora, no tenía visos de realidad. Todo era demasiado extraño y demasiado socarrón para ser real; era como una página arrancada de una novela, sin contexto alguno en su experiencia personal. (6) ¿Cuál es el contexto en nuestra experiencia (siendo experiencia otra palabra de gran alcance) para captar el carácter del protagonista? Observamos que el americano produce cierto asombro en todos aquellos que lo tratan (no solo en quienes están directamente implicados en la aventura de su trato con madame de Cintré). La manera de descalificar ese asombro es calificarlo a él, como sabemos, de persona “mercantil”. La descalificación, sin embargo, retrata a quien la profiere, ya que, a esas alturas de la historia, conocemos el potencial de Newman. Más característico es que el propio Newman se detenga sobre esa expresión para juzgar imparcialmente si tiene algo que reprocharse: sigue siendo «un buen tipo agraviado». Porque Newman no es solo una persona que despierta interés, sino alguien que se interesa de manera original por los demás, el movimiento correspondiente a «una especie de anhelo intenso, un deseo de estirarme y de contraerme». Pensemos, en especial, en su amistad con Valentin de Bellegarde o su vínculo con monsieur Nioche. Importan los dos lados de esa personalidad que hacen de Newman el héroe de su novelista. Ahora bien: el héroe de la obra debe más de lo que él mismo parece reconocer a su estirpe (una palabra que puede arrastrar a graves errores). ¿Cuál sería la estirpe del americano? Bastaría con limitarse al momento culminante de su oposición a la familia Bellegarde para identificar (en el capítulo XVIII) los términos apropiados de esa distinción: persuasión y autoridad. Frente a la primera, que es el instrumento que ha servido a los americanos para moldear su estilo de vida, está la indiscutible autoridad del Viejo Mundo, de la mujer que ha llegado al extremo de perpetrar un crimen para imponer su voluntad frente a su esposo y su hija. ¿No es posible oír en esa combinación, sin embargo, una resonancia tardía de las comedias de Molière? ¿Por qué no ha dado pie el desacuerdo entonces a una comedia? ¿Qué ingrediente falta o sobra para que no hayamos de ver a Newman saboreando peligrosamente “cierta dulzura acre y sabrosa” junto a los muros de las carmelitas? En las comedias de Molière no había un desafío frontal a la autoridad. Los personajes jugaban con ella, en especial los criados junto a los hijos, la parte joven de una sociedad estamental. A pesar de su cortesía, Newman no se brinda al juego de la familia Bellegarde, o no ha sido invitado a participar en él: le faltan credenciales que permitan a la familia seguir disfrutando de su reputación en su presencia: algo que se levantaba, no obstante, sobre un «misterio de iniquidad». Cuando Newman decide destruir la «prueba ocular» del crimen de la marquesa, se niega a seguirles el juego, ni siquiera como espectador. No es el amor a madame de Cintré lo que le abre la puerta al final de su desgraciado romance para seguir viviendo, sino la destrucción de su odio a los Bellegarde. No, Newman no se vuelve tan peligroso como pensaba la señora Tristam: es capaz de mejorar, tal como había mostrado al guardar un equilibrio entre la vieja y la nueva Inglaterra, entre el mundano periodista londinense y el clérigo de Massachusetts que visita Europa a expensas de sus feligreses; un equilibrio que guarda por naturaleza, ya que está exento de hacer cálculo alguno al respecto. El punto medio de Newman resulta simbólico sin perder un ápice de espontaneidad moral, entre la amoralidad anglicana y el moralismo puritano. (7) Es el punto de vista que se aplica a sí mismo tras haber regresado a París por «un rayo pálido y evasivo de inspiración», como si fuera a enterrarse vivo en el culto a madame de Cintré, que ya ha consumado su retiro. Con todo, Newman debe romper el hechizo de ese «altar de los muertos». El hombre nuevo que es Newman es una enmienda a la totalidad de la vieja sociedad a la que pertenece madame de Cintré. La novela vendría a demostrar, como en Otelo, la imposibilidad del matrimonio o unión entre estos dos mundos, el del cosmopolita y la «supersutil» parisina, aunque no será porque el americano no lo haya intentado, es decir, no haya intentado que la mujer actúe al margen de los deseos de su familia, de su madre, y se independice. (8) Ese hiato entre el republicano mercantil y la alcurnia de los Bellegarde se habría puesto de manifiesto ya en el terreno histórico y político; faltaba que tomara cuerpo en un dilema como el que nubla la mente de Newman después de su agravio. De Newman sabemos que no tiene un gusto educado para el arte, o que ese gusto no tiene dificultad alguna en trascender el arte para ir en busca de lo que promete la vida misma. Allí donde encuentra a un individuo dispuesto a sobreponerse a su pobreza, el americano no duda en mostrarse espléndido. La riqueza material debe ser, en el mejor caso, un medio para remediar y superar la pobreza espiritual. Ese es un principio al que el protagonista no está dispuesto a renunciar. Las fórmulas de la vieja sociedad europea deben ser examinadas a esa luz. Y lo que la aristocracia francesa no parece entender es que hay un beneficio moral en la prosperidad que no deriva de las obligaciones contraídas ante los progenitores. ¿Qué otra cosa había de significar, sin embargo, el descubrimiento de América para este nuevo Cristóbal Colón? En el Viejo Mundo hay quien, como Valentin de Bellegarde, mira con interés esa aventura americana, y quien, como madeimoselle Nioche, ya es una víctima del cinismo. Tratar con Newman supone asumir que se está en condiciones de ir un poco más allá de sí mismo, siempre que se haya captado que hay algo morboso en conformarse con la propia suerte. De nuevo damos aquí con el tema casi cómico de la enfermedad imaginaria. No habría diferencia, a mi juicio, entre la actitud de Newman y la salud que preconiza Walt Whitman, lo que viene a llamar la «sensación de la salud perfecta» en sus versos. La salud garantiza una percepción generosa del universo en que vivimos, un derecho para todos, que el poeta canta y reconoce, frente al privilegio del que hasta ahora habría disfrutado una minoría. (9) La integridad democrática supone que la parcialidad del privilegio acabe siendo una maldición peor para quien se lo arroga que para quien lo padece. El pensamiento democrático va siempre por delante de los procedimientos políticos, es más revolucionario, por así decirlo, que las revoluciones que ha propiciado. A ese manantial se remontan una y otra vez los americanos que han creído que su país era una tierra «inalcanzada, pero alcanzable»; de ahí brotan las palabras inspiradas de la Declaración de Independencia y de la Constitución, los breves y portentosos textos que generan el verdadero contexto en que se mueve el americano de James, que podría haber salido también de las páginas de Hojas de hierba. Ahora bien, cortar amarras respecto al pasado para dar cabida al presente, a lo que el presente puede pedir de nosotros o nosotros esperar de él, supondría todo un desafío para el arte, cuya fuerza habría provenido del apego a las enseñanzas de los maestros antiguos. Situar a la ficción entre las bellas artes, como James insistía en hacer (con un énfasis que sugiere la resistencia sociológica que se veía obligado a vencer al respecto), puede leerse como un movimiento en esa dirección. La ética de la escritura tenía poco que ver para el «historiador de las conciencias refinadas» con la defensa de una lectura “moral” de las novelas. Cuando James plantea que no hay más reglas que seguir que las que se surgen de la visión que el artista tiene de su tema, adopta un tono de franqueza similar al que emplea Newman en muchos intercambios personales de El americano. Se diría que la alegría por los hallazgos relativos a la responsabilidad de actuar libremente es igual en el ensayista que en su personaje: un mismo ejercicio de serena persuasión, por ser gratamente consciente del esfuerzo que la empresa exige de él, haría realidad como nunca la paradoja en que Oscar Wilde fijaba la posición del crítico como artista. La pregunta siguiente sería si ese esfuerzo individual, esa demostración de confianza, podría contar con una respuesta del público que sacara al artista de la torre de marfil de su “imperturbable” vocación. Nada hace creer que Henry James no concediera el beneficio de la conciencia refinada a todo lector que se enfrentara a una de sus obras. A mi juicio, toda la carga “experimental” que se ha atribuido a la dificultad de su escritura se desvanece si retenemos ese sencillo principio de fe estética y democrática. Ni siquiera el gran maestro que es James osa llegar a lo más recóndito o superficial de ciertos procesos en los que Newman se ve involucrado. Nos gusta imaginar que ese respeto del autor por el personaje tiene algo que ver con la capacidad de Newman (señalada en dos ocasiones en la novela, en los capítulos II y XXVI) para desmovilizar su propósito de venganza; incluso nos gustaría imaginar que el gusto por imaginarlo así es un mérito del artista que se debe a la facilidad con que se desenvuelve en las situaciones en que su héroe da muestras de que el «carácter es superior a la inteligencia»; muestras de lo que vale reaccionar a tiempo ante la tentación de pensar sin tener en cuenta las consecuencias de los propios actos. Sea como fuere, Henry James quiere ser un artista para un público que pueda contar con las ventajas que América ha reportado frente a los más antiguos y encumbrados títulos de la civilización: adoptar un punto de vista que nos revele lo que significa, con palabras de Emerson, «elevar la norma de la vida». (10) En esto radicaría la virtud de esa paradoja que haría al artista americano respetar lo antiguo en términos culturales y apostar por lo moderno en términos constitucionales. Las artes tienen su historia, en efecto, pero el público espera al artista en el terreno de la pura realización. El trabajo de escribir la historia de las conciencias refinadas, por volver sobre la frase de Conrad, no implicaría ahogar un instinto civilizador como el de Henry James, que está presente, aunque modulado por otros medios, en alguien tan “mercantil” como Newman, que «¡jamas había leído una novela!». (11) Si la objeción es que, de este modo, idealizamos América, habrá que alegar que la realidad de América ha servido reiteradamente como un fulcro para renovar o consagrar la fe en sus ideales. El más lúcido apóstol de la idea de América, Emerson (en palabras de James no un secularizador, sino un santificador), habría alertado en Sociedad y soledad, un libro publicado en la década de El americano, sobre la seducción del “americanismo superficial”. La consigna para contrarrestar esa deriva sería la de la hospitalidad, una palabra recurrente en la novela. En Emerson, ser hospitalario significa creer que nada de lo que se ha logrado en la historia puede monopolizarse: los logros de la humanidad serían, por el contrario, contribuciones a la ocasión que se nos brinda para incorporarlos como un estímulo a la experiencia de la vida, que es siempre el terreno más productivo. El alma humana es una “mendiga” insaciable: esa avidez es el síntoma de la salud que celebraba Whitman y de la energía con que Newman recorría todos los lugares de Europa («unas cuatrocientas setenta iglesias») que pudieran enseñarle algo, una actitud con la que Henry James parece retarnos a desmentir que el Viejo Mundo sea el que esté en deuda con el nuevo americano, en contraste con lo que habría apuntado hasta el momento una “refinada” conciencia cultural. Pensemos, por ejemplo, en las alusiones a los cuadros que contempla el protagonista en el Louvre, en la manera desenfadada de “conversar” con ellos u omitir los prejuicios de la admiración. La visita a los monumentos o museos quedaría contenida en la novela como un nuevo capítulo sobre el arte de escribir la historia del arte. Cabe recordar que aquellas obras maestras de la pintura iluminarían la conciencia artística del siglo XIX por un camino más elevado que el de los “mercantiles” americanos: es la época en que el artista se ve en peligro de naufragar socialmente a menos que se oriente por la luz intermitente de esos “faros” que barren la ferviente oscuridad de un poemario como Las flores del mal. Baudelaire nace el mismo año que Walt Whitman y, a pesar del disgusto que la “prosa” de Whitman le causaba a Henry James, su aproximación al arte no resulta por ello más afín a las imprecaciones del poeta francés. Alberto Savinio ha apuntado el vuelco (toda una “revolución copernicana”) que supone la poesía de Baudelaire, la voluntad de bajar a la Musa de su pedestal y mostrarle estampas de nuestra modernidad cotidiana. ¡Tampoco está de más incidir en que Baudelaire, el traductor de Poe, el amigo del parnasiano Gauthier, profundizando la brecha entre lo bello y lo útil, arremetía contra las declaraciones de derechos que no satisfacían su rabiosa individualidad! (12) En este caso parece de nuevo que el poeta se ponga a la defensiva frente a una sociedad ostentosamente “mercantil” (en el extremo opuesto de la melindrosa afectación de los Bellegarde), mientras que el artista americano se presenta como el abanderado de la idea democrática que ha dado forma a su visión del mundo. Sería una vía para desactivar el supuesto elitismo de una escritura tan exquisita como la de James decir que él y Whitman tienen mucho más en común de lo que expresamente los separaba. Y sería ilustrativo indicar en este contexto que las dolencias de Whitman o de James tendrían poco o nada que ver con el spleen o el ennui que padecerían los intelectuales franceses y europeos. (13) El ennui era la enfermedad imaginaria de la que había sido víctima un siglo —como rezaba el verso de Rubén Darío— falto de fe. Se dirá: ¿fe en qué? No se trataría ya de la religión de los antepasados, sino de una lucha por la “voluntad de creer” que ahora ocupa todo el escenario que ha quedado vacío a medida que avanzaba el nuevo orden de los tiempos. ¿De qué otro modo entendemos que Ernest Renan se aproximara de nuevo a la Acrópolis de Atenas para desahogar el pesar de su espíritu huérfano ante el altar de la diosa? (14) ¿Acaso no llama la atención que James recurra a la imagen de un «griego de la antigüedad» (en el capítulo XIII) cuando evoca el sentido de la adoración de Newman por madame de Cintré? Ya sabemos que Newman no está dispuesto a dar cuanto tiene a los pobres, por mucho que el dinero le importara menos que el hecho de ganarlo. Ni cristiano ni pagano, al americano le quedaba la opción de ir más allá de la renuncia a su amor por madame de Cintré y sepultar a los Bellegarde destruyendo la carta que ataba su destino al de sus enemigos. Por mucho que haya sufrido Newman, su autor nos convence de que no podemos imaginarlo como víctima de un “sacrificio”, a pesar del «bello circuito y subterfugio de nuestro pensamiento y nuestro deseo». (15) La fuerza más poderosa que existe ha amenazado con ahogar la vida del americano: escapar a esa amenaza resultaría menos la consecuencia de una actitud heroica que la prolongación de ciertos hábitos cultivados provechosamente desde hacía mucho tiempo. Newman se sobrepone a la desgracia por vías indirectas: piensa en su salud antes que en su felicidad. Este final introduce una leve corrección al subrayado de Conrad sobre la grandeza de la renuncia como base de las grandes novelas que, como templos, contribuyen a nuestra edificación, y se alinea con su conclusión sobre el hecho de que las novelas de Henry James no reportan el descanso que el público espera naturalmente al final de la lectura; (16) se alinea con ella en el sentido de que sea preferible, si lo pensamos bien, ese tipo de descanso que no supone la rendición total de nuestras facultades. En realidad, nadie negará que al final de El americano se nos brinda la posibilidad de descansar: una posibilidad que no será un impedimento para suponer que Newman regresa a América como la forma más elocuente de seguir vivo. (1) Este texto responde a la quinta sesión del seminario sobre Psicología literaria organizado por el CPR y la Biblioteca Regional de Murcia. Cabe mencionar que las sesiones anteriores estuvieron dedicadas a Sófocles, Dante, Shakespeare y Molière. Sobre las dos últimas, pueden verse ‘Bajo un cielo de mármol. Pensamiento sobre Otelo’ (Revista Cultural Turia Judía de Cultura), y ‘La salud de la comedia. Sobre El enfermo imaginario de Molière’ (Pasajes de pensamiento contemporáneo), respectivamente.
(2) The American (El americano) es una de las novelas del volumen Novels 1871-1880, ed. de W. T. Strafford, The Library of America, Nueva York, 1983. Con dieciséis volúmenes, Henry James es el autor más editado de esta serie. Véase una traducción reciente de ‘La lección del maestro’ en Henry James, Los papeles de Aspern y otros relatos sobre escritores, ed. de J. A. Molina Foix, Cátedra, Madrid, 2017. (3) Mortimer Adler, Cómo leer un libro, trad. de C. Acevedo, Claridad, Buenos Aires, 1983, pp. 36-38. (4) Véanse ‘Shakespeare o el poeta’, en Ralph Waldo Emerson, Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Cátedra, Madrid, 2008, y la ‘Carta a Henry Adams’ en Henry James, Hawthorne y otros ensayos de apreciación, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Leserwelt, Murcia, 2000. (5) James habla de la «distribución final de premios» en una novela, «pensiones, maridos, esposas, niños, millones», que se contraponen obviamente a los «experimentos, esfuerzos, descubrimientos, éxitos» de los «intentos de ejecución» en su ensayo sobre ‘El arte de la ficción’. Véase Henry James, La imaginación literaria, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001, pp. 254-256. (6) Henry James, El americano, trad. de C. Montolío, Debolsillo, Madrid, 2003, cap. XXIV. En realidad, el texto original no habla de «novela», más centrada en los aspectos sociales, sino de «romance». La elección es significativa por el comentario de James años después en el prefacio a El americano: «…lo que he reconocido en El americano, para mi sorpresa y tras muchos años, es que la experiencia aquí representada es la experiencia desconectada y no controlada —no controlada por el sentido general de la “manera en que ocurren las cosas”— que solo el romance encaja en nosotros de manera más o menos exitosa» (Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, ed. de L. Edel, The Library of America, Nueva York, 1984, p. 1065). (7) «La familiaridad de Newman nunca era inoportuna; su conciencia de la igualdad humana no era un gusto agresivo ni una teoría estética, sino algo tan natural y orgánico como un apetito físico que nunca ha sido sometido a un parco racionamiento y que, en consecuencia, no incurre en una avidez desgarbada» (El americano, capítulo XIII). (8) «A super-subtle Venetian» es como califica Yago a Desdémona en Otelo (I, iii); la cita aparece en la celosa advertencia que en el capítulo X le hace a Newman la señora Tristam, la artífice de su romance. Allan Bloom recuerda que «Desdémona es como su nombre la describe, supersticiosa… Otelo era una creación de su mente… existía solo en la mente de Venecia» (Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, pp. 59-60). Cuando madame de Cintré le revela a Newman la decisión que ha tomado, el americano le espeta que sus sentimientos «son supersticiones». (9) Véanse, por ejemplo, las primeras secciones del Canto de mí mismo en Walt Whitman, Hojas de hierba, trad. de F. Alexander, Mayol Pujol, Barcelona, 1980, pp. 113-118: «A los treinta y siete años, con la salud perfecta, empiezo, / Y espero no cesar hasta la muerte». Cf. con este párrafo representativo en el capítulo V de El americano: «Consideraba que Europa estaba hecha para él y no él para Europa. Había dicho que quería cultivarse, pero habría sentido cierta turbación, incluso cierta vergüenza —aunque posiblemente falsa—, de haberse sorprendido a sí mismo estudiándose intelectualmente ante el espejo. Ni a este ni a ningún otro respecto poseía Newman un elevado sentido de la responsabilidad; su principal convicción era que la vida de un hombre tenía que ser fácil, y que él tenía que ser capaz de reducir el privilegio a algo natural». (10) Para las citas anteriores, véanse las obras de Ralph Waldo Emerson, Naturaleza y otros escritos de juventud, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 102, y Sociedad y soledad, trad. de R. Narbón y J. Alcoriza, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019, p. 52. (11) Véase El americano, capítulo III. Ruth Bernard Yeazell apunta bien que la novela de James se caracteriza (usando las palabras del autor) por unir «el instinto más fuerte por lo humano» y «la reacción más vívida ante lo literal». Véase su ensayo sobre ‘Henry James’ en Emory Elliot (ed.), Historia de la literatura norteamericana, trad. de M. Coy, Cátedra, Madrid, 1991, p. 618. (12) Véanse Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, trad. de J. Pardo, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 73-76, y Charles Baudelaire, Escritos sobre literatura, trad. de C. Pujol, Bruguera, Barcelona, 1984, p. 223. Cf. la poética de Baudelaire con el capítulo ‘Arte’ en Sociedad y soledad de Emerson. (13) Cf. con la siguiente cita de James en ‘Henry James as a Characteristic American’, de Marianne Moore, en Morton Dauwen Zabel (ed.), Literary Opinion in America, Harper & Row, Nueva York y Evanston, 1962, vol. II, p. 400: «Seguramente éramos todos gentiles y generosos juntos, flotando en tal orden social limpio y ligero, dulcemente a prueba contra el ennui». (Puede verse el jamesiano poema de Moore ‘La mente es una cosa encantada’ en la sección de traducciones de El coloquio de los perros). (14) He relacionado el texto de Renan con el binomio conceptual de Atenas y Jerusalén en el § 15 de mi libro Educar la mirada. Lecciones sobre la historia del pensamiento, Psylicom, Valencia, 2012. (15) Véase su ajuste de cuentas con El americano en el prefacio escrito treinta años después de la publicación de la novela, en Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, p. 1063. (16) Joseph Conrad, Notas de vida y letras, trad. de C. Sánchez Rodrigo, Ediciones B, Barcelona, 1987, p. 32.
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