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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Dicen que habitamos el tiempo de los monstruos. Que los límites de nuestra capacidad para pensar el mundo son ahora más evidentes que nunca, a la vez que el mundo mismo se sume en complejidades apocalípticas sin precedentes. Francisco Jota-Pérez Silence was a way John Lydon ¿Cómo he llegado aquí? Diego Sánchez Aguilar INTRODUCCIÓN (Enfermera, bisturí… hilo…) Diego Sánchez Aguilar es el Dr. Frankenstein. El Dr. Frankenstein coge fragmentos, trozos, miembros de diferentes cuerpos. Los pone juntos, los ensambla. Construye, a su modo, la nueva carne, una nueva carne hecha de cicatrices, heridas, sombra. Así, Diego Sánchez Aguilar ensambla los diferentes elementos que componen su poemario Las célebres órdenes de la noche. Tú, como lector, después, puedes llevar a cabo la descomposición del monstruo (la vuelta a su realidad fragmentaria), la disección de ese artefacto poético donde lo narrativo o lo épico monopolizan muchos de sus versos sin dejar a un lado un componente indudablemente lírico. Así que coges un cutter (o un bisturí) y haces las veces de cirujano o carnicero (igual que Diego Sánchez Aguilar). Separas las tres partes de las que se compone Las célebres órdenes de la noche. Haces tres montones. En el primero pones Cantar del destierro. En el segundo, El bosque y la muchacha. En el tercero (y último), Evangelio del Doctor Frankenstein. PRIMER MONTÓN Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo. Oliver Sacks ¿Será solo el silencio lo esperado? Diego Sánchez Aguilar Observas el primer montón, ese que trata sobre un modo de exilio. Separas el pliego de páginas, lo haces bien. Te fijas en los títulos: Preoperatorio / Unidad de cuidados intensivos / Enfermera, el árbol / Anestesia / Respiración asistida / Aguja hipodérmica / Etc. Trazas imaginariamente los contornos borrosos de un campo semántico que tiene que ver con el hospital. O sea: el destierro es un hospital. Ese lugar donde el ritmo frenético de nuestra vida se detiene. Te preguntas: ¿serán los enfermos los nuevos ascetas? ¿ellos? ¿acaso serán ellos las personas que escapan del vértigo social y político y se asoman (no tienen más remedio) a la sombra, a la muerte? Destierro como exilio. Como fuga interior. Huida al desierto: igual que Jesucristo (esa figura que mutará en el TERCER MONTÓN en monstruo, metáfora-antítesis de aquel que venía a salvarnos). Destierro como silencio. Un silencio que, en cierto modo, se disemina a lo largo de muchos versos del Cantar del destierro: Ahora el silencio viene a buscarme, o no, (desde lejos, desde otra tierra, llena de pulidos huesos) y no trae la respiración de ninguna bestia. No obstante, la voz poética llega a preguntarse por el sentido de ese silencio: ¿Para qué este silencio? El silencio articula en muchos de los versos una suerte de alejamiento, al igual que lo hace el desierto, ese desierto que incide en la mirada del que observa, la mirada de ese personaje que (confinado en una habitación de hospital) se interroga constantemente sobre el sentido de lo que le rodea (la sombra de un árbol, el sonido que éste pueda hacer) o que (casi moribundo, casi inerte) llega a aceptar la situación en la que se encuentra, parece no querer luchar: Entonces habrá que vivir aquí. Y así. Absolutamente desposeído, despojado y sin saber qué es eso (…) Esa aceptación, esa desposesión o falta de referentes entronca con una experiencia que podríamos convenir en llamar vacío semántico (o simbólico): la desaparición del significado dentro de nuestra existencia, en nuestras relaciones, en el comportamiento rutinario que se aleja del símbolo o de la metáfora, de algo que va más allá de lo estrictamente material. Podemos, entonces, hablar de la muerte de las metáforas. No ya en Las célebres órdenes de la noche (evidentemente), sino en la realidad que retrata, esa realidad de la que se tiene conocimiento casi como eco pues el exilio (el destierro, el enclaustramiento) no nos permite verla, solamente intuirla (y apenas recordarla). Esa muerte de los tropos (su ignorancia) se traduce en una especie de amnesia que se retrata a la perfección en un poema como Enfermera, los ríos: ¿Cómo eran los ríos? ¿Cómo abrían la tierra y llevaban la hoja muerta hasta el mar? La permanencia de las metáforas del río como vida o del mar como muerte solamente son intuidas aquí porque el sujeto poemático únicamente las nombra, las cita como si ya hubiera olvidado el significado de todo ello, sus resonancias clásicas, los ecos de Jorge Manrique (por ejemplo) en una conciencia que se descompone. Porque, sin duda, algo así es lo que tiene lugar en la cabeza del personaje que aquí nos habla en primera persona a lo largo del Cantar del destierro: la desintegración de la conciencia de un individuo, su capacidad de percepción e interpretación, el entorno (y su reflejo en uno mismo) que se difumina de forma fantasmal: (…) intento buscar en mí la imagen del río. Cantar del destierro es un monólogo constante, casi silencioso dentro de esa quietud espectral que rodea al personaje y que, como una sombra flotante, planea a lo largo de los versos, sobre ellos. La voz del personaje es aquí monólogo interior, esa stream of conciousness que en la narrativa muestra el discurrir de la conciencia de un ser ficcional y que, en esta primera parte del libro (y de modo épico-lírico), filtra y condiciona la naturaleza de las composiciones aquí presentes, que imprime cierto carácter lánguido y minimalista a la vez que absolutamente desolador. Una desolación que en Nuestra Señora del Destierro resulta más que patente mediante la concisa locuacidad de sus versos: Esto no es cantar. Es ver el escenario vacío, el aire cayendo lentamente en el aire. Esto es arder. Algo parecido (salvando las distancias, pero con cierto aliento común) a lo que decían The Mission of Burma en su canción ‘Forget yourself’ de 2009: Forget yourself what a joy not to be to be the mist and not to be burn yourself burn yourself up burn yourself forget yourself En realidad, en el Cantar del destierro se traza el dibujo de una crisis, una crisis de carácter existencial de la que percibimos su atmósfera, el ambiente opresivo y yermo que genera, pero de la que apenas sabemos nada (y que linda con el nihilismo). Y, a decir verdad (siguiendo a su autor), es una crisis que, en realidad, no es nueva: Lo que nunca ha cambiado Y el viento aún aviva. Una crisis que (parece) viene de lejos, incluso anterior a la voz que nos transmite esta realidad aciaga y depresora, que convierte al sujeto en algo no unitario sino desmembrado, seccionado: Esto es lo único. Estos tubos en la boca de los que entra y sale el aire manchado, el relato de alguien, o de trozos de alguien: cabeza, osamenta, víscera enferma. Si seguimos el texto, otros títulos dentro del Cantar del destierro nos susurran nombres de significación clásica: Narciso / Edipo / Sherezade / Poética / Etc. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. SEGUNDO MONTÓN The dark trees that blow, baby, in the dark trees that blow David Lynch Sigue corriendo hacia el centro del bosque Diego Sánchez Aguilar La noche como símbolo. La noche como símbolo romántico. Esa noche donde las formas borran sus límites, donde la precisión de esos límites termina por desaparecer. Lo contrario del mediodía, de la luz, del sol. La noche que tiene lugar en el bosque. La noche en el bosque donde el hombre se reduce, se hace pequeño. Tal vez con miedo, frágil: Tu corazón, pequeño, respira como un pez. Entre tus blancos senos la luna se está ahogando. La noche es un bosque que no termina. La noche que se convierte en misterio, que adquiere toda su capacidad semántica como espacio de peligro. El bosque como lugar de insectos, telas de araña, temor y crimen: Los bosques son lugares peligrosos. La noche que acoge los cuerpos, la noche que acoge el placer, el miedo: Sobre los árboles tendida, la noche ofrece su garganta. La noche que late en el sexo: (…) las hojas tiemblan de placer y miedo: la noche insectívora exige vuestros labios. La noche que engendra sombra que engendra noche (y suma y sigue): Sabes que será hermoso, como tus ojos cerrados que guardan un latido abierto y la constelación del beso. No tardará en surgir la sombra. La noche que susurra canciones. Por ejemplo, ‘She sleeps, she sleeps’ de Fire!: su polirritmia rota, abrupta, que pudiera servir de marco sonoro a esta aventura criminal en el seno del bosque. La noche que es sinónimo de sueño, sinónimo de muerte tal vez. La noche que es oscuridad, solamente eso, un caminar hacia la oscuridad, sin vuelta atrás: La oscuridad frente a ti es tan densa que puedes verte como en un espejo. La noche que es un cuchillo que es muerte que es la noche y es bosque: (…) y en tus labios estará despertando el beso, y en tus oídos estarán naciendo los pasos de aquel que debía venir, y viene y llegará antes su reflejo que él, como un cuchillo. La noche sagrada / La noche muerte: “El bosque y la muchacha” es un proyecto de libro en el que quería explorar las posibilidades que el imaginario del cine slasher me ofrecía para tratar una serie de temas: la relación entre el descubrimiento del cuerpo como placer y el cuerpo como dolor, el bosque como espacio voraz, irracional, sagrado y, por lo tanto, temible […]. (Diego Sánchez Aguilar: fragmento de entrevista en El coloquio de los perros, diciembre de 2017) TERCER MONTÓN El futuro es solo la vejez, la enfermedad y el dolor... James Whale Una película slasher al menos toma en serio el cuerpo al reconocer cuán horrible es su mutilación. Ese horror es la fuente del horror. Pero al estetizar la deformidad, Whale en realidad golpea a la audiencia con más fuerza que cualquier representación burda y realista. Porque, en cierto nivel, creemos que la deformidad no debe ser estetizada, que tomar el sufrimiento y la deformidad humanos y volverlos casi bellos es un acto de profanación Lloyd Rose (The Wasington Post, noviembre de 1998) Nunca pudiste decir se era pedazos o si era uno Diego Sánchez Aguilar —Cartón piedra, simulacro. —Ficción, mito. —Aliento romántico. —Monstruos. —Atmósfera bíblica, cicatrices, tentaciones. —Resurrección. —Resurrección del monstruo. Estos son algunos elementos que componen el puzle del Evangelio del doctor Frankenstein. Si el Cantar del destierro supone la descomposición o la desintegración de un individuo (su conciencia, su memoria), el Evangelio es la composición a través de los pedazos, del fragmento, de eso que convenimos en llamar monstruo. Una composición hecha a partir de cicatrices y vacío: De todas las caricias con que inventas tu nombre, solo la cicatriz ha cosido la vida con la muerte. El monstruo de Frankenstein es, a decir verdad, la metáfora perfecta del individuo contemporáneo (¿por qué no decirlo? ¿por qué no pensarlo?): una metáfora profética (copyright de Mary Shelley) que anuncia ese monstruo que nace de la fragmentación posmoderna y que se prolonga en una nueva etapa que algunos autores como Marc Augé han querido llamar hipermodernidad, pero sobre la que (en relación con tal término) no hay unanimidad. Permitámonos (ahora) un circunloquio, una deriva (que, a decir verdad, no es tal): si pensamos, por ejemplo, en el cine de Tarkovski, se llegaba a decir de él que rodaba teniendo en cuenta al individuo como ser completo, unitario, no fragmentado (sic). En cambio (a diferencia del cineasta ruso), buena parte del cine contemporáneo se caracteriza por la fragmentación: fragmentación de la linealidad discursiva, fragmentación del cuerpo a través del primer plano o el plano detalle, por poner unos ejemplos. Incluso la fotografía actual, animada por las redes y la instagramatización de la realidad, deambula por semejantes territorios: el retrato del individuo no como un conjunto sino como fragmentos, retazos. Algo que se acerca mucho a la narrativa pornográfica en su objetualización del sujeto, en la aniquilación de su alma, en su despiece (casi) de matarife simbólico. La identidad del hombre se ha fragmentado y su puesta en escena encuentra un tratamiento semejante a nivel plástico. Todo esto nos lleva a la conclusión de que el monstruo de Frankenstein (con sus cicatrices y su propia composición hecha de trozos, pedazos, tal y como bien apunta aquí Diego Sánchez Aguilar) resume a la perfección una identidad contemporánea que se ilustra a través de discursos fragmentados, un relato que se desacopla (y agota) a cada paso. Frankenstein es hijo de nuestro tiempo y, como tal, el Anti-Mesías (que no nos salvará de nada) debe adoptar una estructura semejante. Rota, hecha de cicatrices, cosida: Mira, Fritz, ¿cómo llamarías a esto?, ¿carne?, ¿brazo?, ¿miembro?, ¿fragmento? Te resistes a llamarlo Hombre, lo sé. Podría decirse que el discurso de Diego Sánchez Aguilar juega con una linealidad no evidente, con un proceder que tiene que ver más con lo segmentado: Todo, en esta historia, hablará de ruinas, de fragmentos. Así ha de ser el reino de lo humano. No obstante, la homogeneidad discursiva del poemario es indudable y no admite fisuras en su rigurosa composición sin que eso provoque que la voz poética se sustraiga de una realidad que no termina por ser unitaria, sino compleja y escindida: Aquí estás tú. Esto es lo que hay cuando dices yo. Solo hay que coser, que dar la forma, como hacías con plastilina en el colegio. Por otra parte, las resonancias bíblicas flotan a lo largo de toda esta sección del poemario. Resuenan incluso al tomar, al principio, una cita de Dámaso Alonso, autor en el que el versículo bíblico es inseparable dentro de su libro Hijos de la ira. Unas resonancias evangélicas que se descubren en la forma de muchos de los versos que animan esta parte final del poemario, incidiendo en las repeticiones, las interpelaciones al receptor (en muchos casos Fritz), recurrencias formales propias de textos sagrados. Unos ecos de las Sagradas Escrituras que nos hacen ver al monstruo de Frankenstein como ese Anti-Mesías al que ya se ha hecho alusión antes y que, en diferentes momentos de este Evangelio, queda completamente claro que no agita la bandera de la salvación sino de todo lo contrario: No ha venido a morir por nuestros pecados. Ha venido a morir por nuestra muerte. Un salvador que no salva, un salvador lleno de cicatrices: (…) lo que la cicatriz esconde y llena de estrellas el oído de la noche, a eso lo llaman monstruo. Y el monstruo anuncia el reino de la nada. Un monstruo que no tiene nombre: Quien ha venido a mostrarnos el reino no tiene nombre, ni tiene casa. No tenemos aquí a un Moderno Prometeo, sino a una suerte de Jesucristo novedoso y nihilista que no predica la redención. En realidad, no predica nada y el evangelio es un evangelio sin palabras que hace bucles mudos dentro del silencio. Sólo nos queda por tanto el vacío y el terror, el terror que es animado por el monstruo: No hay imagen, no hay palabra, no hay camino. No hay más senda que el latido. No hay más reino que el bosque, que el desierto. La mirada cínica del autor se ve con claridad en ‘Las Tentaciones’, donde las reminiscencias bíblicas a nivel lingüístico son más que evidentes recordando el discurso del Nuevo Testamento y estableciendo una analogía constante con Jesucristo pero tirando de antítesis, paradojas. Un poema, este de ‘Las Tentaciones’, que articula (también) la revisión de una de las secuencias fundamentales de la película de James Whale y que Diego Sánchez Aguilar toma como referencia dentro del Evangelio del Doctor Frankenstein: el encuentro de Boris Karloff (el monstruo que no tiene nombre) con la niña y que termina con la muerte de ésta ahogada por la bestia. Es en este momento donde, sin lugar a dudas, se subraya esa visión cínica a la que se aludía antes, puesto que aquí la tentación es la niña, el demonio es la niña, el demonio que habla con el Anti-Mesías (ese Prometeo desnaturalizado) y que le habla sobre la inmortalidad, que compara la flor que arroja al agua con el alma, esa flor que flota en la superficie del lago y no se hunde, el alma que flotará más allá de la muerte: Y levantó el cuerpo de la niña como la niña antes levantó las [flores y la tiró al lago para ver cómo su alma inmortal flotaba sobre la [negra muerte. Y desapareció la niña bajo el rostro del lago como desaparecen las palabras bajo el manto de la noche. Evangelio del Doctor Frankenstein se construye a partir de recurrentes analogías, analogías con el relato evangélico del Nuevo Testamento, semejanzas a través de las que comprobamos, incluso, el desarrollo de la Pasión y Muerte (en este caso de la bestia: su crucifixión en el molino: la cruz es un molino es una cruz). Correspondencias también con la Resurrección, una resurrección del monstruo a través del celuloide, a través del poder mágico de las imágenes en movimiento que hacen que el que no tiene nombre vuelva de entre los muertos: Mira, la criatura está viva. Mira: aquí, dentro de esta caja oscura, está anunciando el reino de la nada. La criatura está ahí. Ha aparecido entre las sombras, trayendo consigo toda la sombra. Ése es el mensaje final del anómalo evangelista que, recordando a Anselm Kiefer, ha compuesto Las célebres órdenes de la noche, un mensaje que anuncia las tinieblas y el miedo: Ellas salieron corriendo del sepulcro porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo. (Marcos 16, 1-8)
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por DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR [Extraído del nº 31, 2012] Roberto Juarroz (Coronel Dorrego, provincia de Buenos Aires, 1925 - Temperley, 1995) ha sido uno de los poetas argentinos más importantes del siglo XX. No obstante, la estrella de su fama ha ido brillando y apagándose de forma intermitente desde la publicación de su primer libro (Poesía vertical) en 1958 hasta hoy. Imprescindible a veces, secreto otras, Juarroz es un poeta al que siempre merece la pena leer; que siempre nos sorprende con algún verso genial, alguna paradoja que nos deja inmersos en un mutismo enorme donde rompen las olas. La reciente edición de una antología de su poesía en la editorial Cátedra supone una afirmación de su carácter de clásico y, con motivo de dicha publicación, El coloquio de los perros me ha pedido que elabore una lista de tres razones para leer a Juarroz con la intención de descubrir la grandeza de este poeta a quienes aún no han tenido el placer de leerlo. Originalidad Juarroz no es un poeta original, en el sentido en que aplicamos este adjetivo para describir el estilo de un escritor. No quiere epatar. Su originalidad no consiste en llamar la atención, en desviarse de la norma y proclamarse raro frente al resto de escritores o frente a la Historia de la Literatura. Fue tan poco original, que su primer libro se llamó Poesía vertical y su último libro, ya póstumo, Decimoquinta poesía vertical. Entre esos dos, siempre respetó el título de su primera obra y se limitó a añadir el ordinal correspondiente. Nunca quiso cambiar de estilo, sorprender a sus lectores. Para él la poesía era otra cosa que una técnica y una cierta fama alentada por los críticos. Era una misión y una forma de vida y, pese a todo lo que he dicho, fundada, sobre todo, en lo original. Julio Cortázar afirmó de su compatriota: «Todo el tiempo he tenido la sensación de que usted logra asomarse a lo que busca con esa visión totalmente libre de impurezas (verbales, dialécticas, históricas) que en el alba de nuestro mundo tuvieron los poetas presocráticos, esos que los profesores llaman filósofos». Ahí, en el alba, reside la verdadera originalidad de Juarroz. En su manera de enfrentar la poesía como un lenguaje inocente, que desconoce la realidad tal y como nos es dada, como si estuviéramos en el origen del mundo, como si todo pudiera ser puesto en duda; preguntando, constantemente, como los niños, cosas elementales, que se saben: ¿Por qué las hojas ocupan el lugar de las hojas / y no el que queda entre las hojas? Lo original es no saber esas cosas. Usar la poesía para demostrar que nada se sabe de esa manera impersonal, impuesta. La poesía es el espacio del origen, el más cercano a la nada. Cuando uno se pone a escribir, sobre el vacío de la página en blanco, el mundo no existe. Cada nueva palabra lo crea de la nada, de una nada donde las hojas pueden ocupar, o no, el lugar que queda entre las hojas. Muchas veces se olvida esto. Juarroz no lo olvidó nunca. Todos sus poemas son una pregunta por el arché, por el origen, por lo que sostiene al mundo. Las metáforas arqueológicas llenan sus versos, en una incesante, obstinada, búsqueda de un origen que se sabe perdido, inaccesible y, no obstante, motor inmóvil (por seguir en estilo presocrático) de toda realidad manifestada. Filosofía Soy consciente de que hay muchos lectores de poesía que, cuando les hablan de filosofía, sacan su pistola. Tranquilos. Vuelvan a enfundar. La lírica de Juarroz es probablemente la más filosófica del siglo XX y todo ello sin citar a un solo filósofo en sus versos. Juarroz tiene una actitud filosófica porque para él la poesía es el espacio donde conocer y cuestionar. Toda su poesía es una pregunta por el mundo, el hombre y la palabra. Creo que la mejor forma de explicar esto es reproducir íntegramente el que probablemente es su poema más conocido: El mundo es el segundo término de una metáfora incompleta, una comparación cuyo primer elemento se ha perdido. ¿Dónde está lo que era como el mundo? ¿Se fugó de la frase o lo borramos? ¿O acaso la metáfora estuvo siempre trunca? El ímpetu de este poema es filosófico. No se trata de una poesía descriptiva, sensorial, que reproduzca una visión personal de alguna realidad concreta dotándola de un componente emocional, social o visual, que es la tendencia predominante en la poesía. Es un poema escrito para hablar, de forma abstracta, conceptual, sobre la realidad misma, lo cual podría ser una definición de filosofía. No obstante, Juarroz no creía en el carácter sistemático y excesivamente lógico de la filosofía convencional. Para él, la poesía supera esa limitación del discurso filosófico y se convierte en un espacio privilegiado donde el concepto convive con la imagen; lo universal, con lo temporal; la abstracción, con la angustia del hombre como ser en un mundo sin origen. Ética Todo lo dicho anteriormente deja ver la actitud ética que domina la poesía de Juarroz. El poema juarrociano se convierte (para él tanto como para nosotros) en una doble obligación. La primera tarea, lo primero que el poema nos ordena (1) hacer, es cuestionar todo aquello que no es dado en el lenguaje y el pensamiento como algo sabido, incuestionable. Este trabajo destructor nos lleva muchas veces a un espacio límite, a un abismo (que, junto al origen, es su otro gran espacio simbólico) donde todos los fundamentos que considerábamos sólidos e indestructibles se deshacen como ilusos castillos de arena. La segunda orden, lo otro que debemos hacer, es saltar. No retroceder ante el abismo encontrando rápidamente alguna divinidad o nuevo fundamento que disimule la grieta abierta, sino enfrentar ese enorme acantilado de la ausencia de origen y de fundamento y trabajar en él: cultivar el vacío, cultivar el silencio, no apartar la mirada y, finalmente, hacer lo que no puede hacer la filosofía y sí la poesía: saltar. Un salto más allá de la lógica que está destinado a caer, evidentemente, pero en ese descenso podremos descubrir nuestra esencia limítrofre, el ser ausente de las cosas, la posibilidad infinitamente abierta que es el mundo. Creo que no hay mejor razón para leer a un poeta; porque, tras ese salto, nunca se cae en el mismo sitio del que partimos: Todo salto vuelve a apoyarse. Pero en algún lugar es posible un salto como un incendio, un salto que consuma el espacio donde debería terminar. He llegado a mis inseguridades definitivas. Aquí comienza el territorio donde es posible quemar todos los finales y crear el propio abismo, para desaparecer hacia adentro. (1) Una característica estilística muy destacada en su poesía, es la abundancia de verbos en imperativo, de verbos infinitivo impersonal con carácter imperativo y de perífrasis verbales de obligación.
(Una lectura en torno a Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino de Diego Sánchez Aguilar) por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA La Quimera susurra hacia la Luna Y tan dulce es su voz que a la desolación alivia LUIS CERNUDA La pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra cómo nos manipulamos y explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada J.G. BALLARD So what does it mean if I´d tell you to go fuck yourself Or if I say that you are beautiful to me CIGARRETTES AFTER SEX DESOLACIÓN DE LA(S) QUIMERA(S) Obsesión e insatisfacción. De eso trata Nuevas teorías sobre el orgasmo femenino (NTSOF a partir de ahora). Y si en sus páginas encontramos algo así como insatisfacción, tal insatisfacción tiene que ver con la vida que los propios personajes presentes en este libro llevan, un descontento del que son plenamente conscientes, del que se sienten incapaces de escapar. Y si hablamos de obsesión aquí, hablamos del deseo, de un deseo más bien enfermizo por alcanzar aquello que los personajes no tienen, aquello que sueñan o anhelan. Y aquello que no tienen suele reducirse en la mayoría de los casos a: cuerpos, placer, orgasmos, sexo, carne, diversión, liberación. En suma: asuntos que tienen que ver con el deseo (y satisfacerlo o no satisfacerlo: follar o no follar). Si pensamos en la obsesión e insatisfacción que Diego Sánchez Aguilar presenta en NTSOF, podemos decir que tales sentimientos permiten dibujar los límites borrosos de una desolación que (no por su carácter confuso o nebuloso) no deja de comportarse como metal pesado en la conciencia de unos personajes que, dentro de estas páginas, deambulan por escenarios diversos y contemporáneos como Madrid, Murcia, Cartagena o Varadero y La Habana en Cuba. Si Diego Sánchez Aguilar presta atención a este mosaico de personajes que habitan diversas latitudes es porque, en realidad, el autor está intentando hablar de un individuo de carácter universal muy presente en el mundo que vivimos y que, a todas luces, resulta humano (demasiado humano tal vez). Esa desolación que se vislumbra aquí (ese abandono, ese desasimiento existencial) sienta las bases de un libro en que el amor queda erradicado (fumigado, liquidado, amordazado) y es sustituido por cierta (y apabullante) necesidad de encuentros sexuales, unos encuentros que tienen como finalidad rellenar las casillas vacías que una existencia alienante termina por configurar en la cabeza de los personajes que por aquí pululan de forma desnortada. No hay pues amor en estas páginas, sino más bien desamor y soledad. Un desamor que, en algunos casos, va fraguándose con el paso de los años en ciertas relaciones de pareja, desamor y soledad que parecen querer ser contrarrestados por la posesión del cuerpo del otro (otro que, en algunos casos, no es el habitual): alguien que está fuera, alguien a quien no poseemos, alguien con quien se comparte comida de navidad (tal y como ocurre en la narración ‘Comida de empresa’), alguien a quien usar y tirar, alguien —tal y como apunta Ballard en el prólogo de su novela Crash de 1973— de quien servirse de la manera más compulsiva y despiadada. Y eso es lo que sucede precisamente en el relato recién mencionado: Su imaginación se esfuerza en recordar el baño del 21, a Cristina apoyada contra la pared de ese baño, a él levantando el vestido para encontrar su culo sin bragas. El otro se convierte en objeto de deseo, receptáculo de las fantasías, órgano de redención fugaz. El cuerpo del otro (y sus promesas o los posibles orgasmos) se convierte en la traducción de las necesidades no satisfechas de los personajes encerrados en este libro, personajes que no pueden escapar de sus pulsiones, de su existencia que deviene cárcel, campo de concentración mental. Así, la posesión del otro (la realización del acto sexual) parece ser la única compensación posible para estos personajes (su única fuga posible). Sí: como si el sexo fuera el único sueño que tuviera la capacidad de salvarnos (aunque momentáneamente), la única utopía posible dentro de la soledad y la incomunicación que tan clara es en la pareja protagonista de ‘Vecinos’: Pero las reglas que el silencio había ido imponiendo en su matrimonio eran muy estrictas. Las que más claramente convergían sobre la situación que estaba desarrollándose eran las siguientes: a) no podían declarar abiertamente su deseo ni decir “voy a follarte”; b) no podían reconocer que se habían excitado con estímulos ajenos, ya provengan de canales visuales o auditivos; c) la pornografía, como cualquier manifestación abierta de lo sexual, es algo vergonzoso, ridículo, indigno, ellos estaban por encima de esas cosas; d) ya tenían “una edad”; e) Marta no hace el amor por la noche desde que nació su hijo; f) Marta no se pone a cuatro patas. Sin embargo, el sueño (ese sueño liberador que tiene que ver con la carne, la carne del otro, el cuerpo del otro, que tiene que ver con el placer o el orgasmo) no se materializa completamente, no se hace efectivo o, sencillamente, no responde a las expectativas, no dura, acaba, termina antes de que pueda ser realmente disfrutado, llevado a la práctica. De ahí la desolación que la(s) quimera(s) produce(n): La quimera aquí (siempre) es el otro (ese otro huidizo, inaprensible). El sueño en NTSOF es un deseo que ya nace muerto, un óvulo que no germina debido a que las condiciones para su realización lo hacen imposible. Así sucede, por ejemplo, en ‘Injusticia’, donde la protagonista (Paula González), que es seguida minuciosamente por el narrador (al igual que el resto de personajes aquí presentes), anhela volver a tener sexo con su novio de la adolescencia, recuperar el pulso de aquellas noches juveniles en las que la desinhibición, el hachís y el alcohol le llevaban a una suerte de paraíso (irrepetible) que ahora (infructuosamente) intenta recuperar en una cena de antiguos alumnos, ese tipo de acontecimientos que, en la era de las redes sociales, parece generalizarse como fórmula de reconocimiento de unos años que jamás volverán y que, queramos o no, confirman la decadencia de unos individuos que no alcanzan a adaptarse al momento en el que viven, a la situación en la que (decisión tras decisión: acertadas o no) están inmersos. En ese sentido, el deseo de revivir un tiempo perdido no llega del todo a buen término en el caso de Paula González, esa marioneta (o paradigma) que protagoniza ‘Injusticia’. En determinado momento de la narración, Paula será consciente del sonido de los coches en la avenida, un sonido que le revela la realidad, que subraya esa situación en la que está inmersa, ese momento que vive y que a punto está de acabar. Y Paula es consciente de ello gracias al ruido de esos automóviles, mediante ese rumor mecánico que traduce el inicio de un nuevo día, el comienzo de otra jornada laboral, la reactivación de la alienación cotidiana. Y Paula sabe lo que significan todos esos sonidos que vienen de la calle y que escucha desde el interior de una habitación de hotel donde está a punto de hacerlo con ese amor de adolescencia con quien se escapaba a la playa para que el sexo y el alcohol y el hachís (y 1000 posturas nuevas sobre la cama) les hicieran sentir vivos, tan vivos que el presente le resulta (a Paula) un continuum de tedio y desolación. Y es ese runrún de automóviles en la mañana el que le revela el fin de la noche y, en definitiva, el fin del sueño, el fin de la liberación o de la satisfacción del deseo y la consiguiente reafirmación de la injusticia cotidiana. Seguramente (en esos momentos en que los motores de los coches escuecen en sus oídos), seguramente dentro de su cabeza, en la cabeza de Paula (y aunque el narrador no lo diga) flotan -bajo una madeja de alcohol y porros- el eco de las voces de sus hijos en alguna habitación de la casa, los pasos de su marido por el pasillo al regreso del trabajo o a la vuelta de hacer la compra en el supermercado. Es decir, en su cabeza empieza a tomar forma la extinción de la fantasía, el término de su (insatisfecha) cuota de escapismo. LO COTIDIANO ES LA MUERTE Society is a hole SONIC YOUTH Tal tipo de cotidianidad presente, por ejemplo en ‘Injusticia’, es la que marca el discurso narrativo de Diego Sánchez Aguilar a lo largo de las páginas que componen NTSOF, una obra en la que la meticulosidad narrativa se configura como la pauta constructiva del libro. Esta minuciosidad se refleja en los actos externos de los personajes aquí presentados, pero sin lugar a dudas en la precisión que, si bien no es esencialmente psicológica, nos transmite a la perfección algunos de los procesos mentales de los protagonistas de este conjunto de narraciones que, aún teniendo un formato aparente de libro de relatos, conforman un todo unitario que hace que los diferentes textos se complementen como un perfecto sistema donde todo se dirige hacia el mismo lugar, donde todo está bañado por el mismo flujo de intenciones: la búsqueda del sexo y la infinita soledad de sus protagonistas en el bosque rutinario de gestos y hechos que se repiten de forma constante en los quehaceres diarios de aquellos. Y esa soledad (tan envolvente) la distinguimos (o queda subrayada) por ese saber acercarse, por parte de Diego Sánchez Aguilar, al modo en que piensan y sienten sus personajes. Así, sucede en el ya mencionado ‘Vecinos’, donde la repetición y escucha incesantes de los polvos que echan en el piso de arriba unos vecinos de la pareja protagonista hará anidar en la cabeza del personaje masculino todo tipo de fantasías que no comunicará a su pareja: fantasías o deseos que ni siquiera pondrá en práctica debido a la distancia que este personaje experimenta en relación con su mujer, debido a los silencios tácitos que se han establecido entre ambos a lo largo de los años, debido a ese estar los cuerpos tan lejos, tan cerca, dentro de ese agujero en que se ha convertido su relación, ese agujero que es reflejo del nicho que la propia sociedad dibuja en la conciencia de toda una serie de individuos alienados, una alienación que tiene que ver con las relaciones que se establecen en un mundo de producción de rutinas que, queramos o no, influye en la vida diaria de estos personajes que no son más que muñecos que reflejan ciertos movimientos del alma en nuestros días, ciertas frustraciones que dejan sus larvas en la conciencia, en el corazón. Todo esto lo único que nos revela es el modo en que el parásito del silencio devora los cauces normales para la comunicación dentro de una pareja convencional (y por ello universal), una pareja de una España contemporánea que es sinónimo o metáfora de Europa y, en definitiva, del mundo occidental, esa civilización que un día se descompondrá y en la que el vértigo (vital, comunicacional, laboral) y la necesidad de satisfacción (inmediata, express, aquí-y-ahora, ahora-mismo) corroe lenta y metódicamente la conciencia del individuo, una conciencia que se ve manipulada por la irrupción de la pornografía como genero narrativo de dominación a la hora de inocular modelos de deseo (y conducta) en la psique individual. PORNOGRAFIE MACHT FREI Por el contrario, la obscenidad y la transparencia progresan ineluctablemente, justamente porque ya no pertenecen al orden del deseo, sino al frenesí de la imagen JEAN BAUDRILLARD …cambiar de mundo, vivir mientras dura el film PASCAL BRUCKNER/ALAN FINKIELKRAUT Diego Sánchez Aguilar tiene también un hueco en su corazón para el porno. Quiero decir: el porno tiene también cabida en NTSOF, concretamente en "Gemidos", donde un funcionario de Correos se obsesiona con el blog de una artista que decide subir a la red las masturbaciones que se procurará a lo largo de 365 días: un año completo de autosexo (pero sin imágenes en este caso). Curiosamente, en las páginas de este relato (y eso es muy acertado) no se ve nada de lo que esa mujer artista hace y la narración se centra en la obsesión que el funcionario de Correos experimenta por tales vídeos diarios (sin cuerpo: sólo sonido, sólo gemidos) que ella sube a la red. A lo largo de esta historia la atención narrativa se concentra en la confusión entre pornografía y amor que se da en la cabeza de Anselmo Alonso (funcionario de correos), una confusión que funciona perfectamente a través del enamoramiento de algo que no llega a ver y que, en suma, no es más que otro de los espejismos que la sociedad en la que vivimos nos proporciona a lo largo de las diferentes horas que componen los días en nuestra sociedad que, dentro de NSTOF, es retratada con sutilidad quirúrgica por parte de su autor. SALA DE DISECCIONES La literatura siempre está intentando mostrar otras partes de este inmenso universo en el que vivimos. NATHALIE SARRAUTE Algunos lectores podrán pensar en el carácter frío y distante del narrador o incluso en cierto maltrato hacia los personajes. Pero, en realidad, eso es algo que no tiene cabida dentro de las páginas de NTSOF. En NTSOF lo que encontramos es algo parecido a cuando se abre en canal una rana en una sala de disecciones. Al abrir una rana o al abrir un cadáver en una sala de autopsias lo que encontramos es pura atención a lo que tenemos delante: observación de un cuerpo inerte. Una autopsia es (siempre) un recorrido objetivo a través del cuerpo de un cadáver con el fin de determinar los motivos de su muerte. En ese sentido, Diego Sánchez Aguilar es un forense y NTSOF es la autopsia de un cadáver, ese cadáver que es la conciencia occidental, una conciencia parasitada por el deseo, la incomunicación y la frustración analizados a través de la lente de un autor que prefiere concentrarse en esto en vez de hacerlo en el recuento compasivo de recuerdos que, últimamente, invade cierta literatura que, con nostalgia maquillada de crítica, inunda los estantes de las librerías a través de una autoficción que, después de haber llegado a su cénit, debería replantearse los principios que la animan o bien hacerse el seppuku. Como decimos: Los personajes de Diego Sánchez son ranas que son abiertas con bisturí y el autor se fija en el hígado de esas ranas, ese lugar que los romanos consideraban el epicentro de las emociones y los sentimientos. Sin duda alguna, ese hígado que analiza Diego Sánchez tiene mal color. Y es un hígado que es descrito en los temores de Vicente dentro de la narración que lleva por título ‘Asunción de María’, que es deletreado en el deseo que despierta en él el sexo furtivo de unos adolescentes en la escalera del edificio en el que vive. PÁRPADOS: MAR Y PISCINA (panteísmo soft pero en cierto modo con atisbos de redención) Nuestra cabeza es redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección. FRANCIS PICABIA ...todo se hacía vista en ella. JUAN RAMÓN JIMÉNEZ Muchas de las cosas que aquí leemos tienen lugar, como ya se ha indicado, en la conciencia de los personajes, dentro de sus cabezas, en los deseos y sueños que iluminan u oscurecen su cotidianidad, esa monotonía que apaga unas existencias que solamente puede ser esquivada a través del viaje, a través del intento de escapada, a través de la fuga, de la huida de la rutina. Algo así podemos encontrar en una de las narraciones que se desarrolla en Cuba, esa suerte de isla paradisíaca dentro de un imaginario colectivo que contempla las islas (Ibiza, Mikonos, la propia Cuba) como espacios de salvación y redención (aunque esa salvación y redención se configuren como algo fugaz, espejismo dentro de lo cotidiano: beatus ille dentro de la alienación). En ese relato (que lleva por título “Cuba”), tenemos conocimiento de Aurora. Recién separada (y a diferencia de sus compañeras de viaje que parecen estar solamente interesadas en los mojitos y el sexo esporádico), su caso es especial. Aurora no piensa en tirarse a un mulato o a un negro de buen ver, sino que más bien desea disfrutar de la soledad y la naturaleza. Pese a las circunstancias que rodean su vida (una separación), Aurora presenta unas características en cierto modo vitalistas que se ven a la perfección cuando está bañándose en el Caribe, en el deseo de soledad, en su interés por disfrutar de la naturaleza, de la luz, del mar: Estas sensaciones de plenitud culminan en el acto de flotar boca arriba, haciendo el muerto, dejando que el sol caliente su cara y tiña de rojo la fina piel de sus párpados cerrados, mientras las pequeñas olas mecen su cuerpo y los ruidos del exterior van y vienen según sus oídos queden por encima o por debajo de la superficie marina. Podría decirse que, pese a la obsesión y la insatisfacción de los personajes, hay en muchos de ellos un deseo de buscar la belleza, de disfrutar de los placeres que la existencia puede brindarles (quizás sea esto una forma de autoengaño, una forma de maquillar infidelidades, lo que sea, lo que el lector desee interpretar). Y el gozo del placer en las páginas de “NTSOF” se puede interpretar como una suerte de carpe diem en putrefacción que intenta satisfacerse ya sea a través del sexo, ya sea a través de la contemplación. La visión (lo que los personajes observan: sobre todo cuando cierran los ojos, extraña y bella paradoja), entonces, se convierte en algo de sutil importancia dentro de estas páginas, algo que tal vez pasa inadvertido y que tiene que ver con una especial sensibilidad presente en algunos de los personajes que deambulan por NTSOF. En ese sentido, algún que otro personaje disfruta de la vida en determinado momento de la narración, con detalles prácticamente similares a los de Aurora. Así pasa, por ejemplo, en uno de los recuerdos de Paula, la protagonista de ‘Injusticia’, donde podemos comprobar como algo tan sencillo como la luz (o el sol) es motivo suficiente para sentir cierta libertad o experimentar el placer de la existencia: Cierra los ojos contra el cielo y siente el calor del sol sobre sus párpados, que transparentan un color rojo de membrana demasiado fina para esa luz. Huele intensamente a cloro, a verano, a inquietud. El tiempo sin la rutina de las clases, los horarios y las tareas escolares es extraño eterno, sin límites, amorfo. Rebotan las bolas de tenis. Evidentemente la insatisfacción está ahí (no es fácil escapar de ella) y castra muchos de los anhelos de estos personajes que, a decir verdad (y si rascamos un poco), son en cierto modo unos soñadores, unos soñadores que quizás no terminan por alcanzar aquello que buscan pero que se mueven en las páginas de este libro pensando que sería posible una vida mejor que la que tienen, cosa que (probablemente) no consiguen finalmente. Quizás por miedo, quizás por temor, por pánico a descubrir que la catarsis sea un modo de fulminar la desolación que las quimeras producen en la cabeza de todo hijo de vecino.
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