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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por MARCEAU VASSEUR Al borde del muelle del Puerto Grande, con los pies tras un pequeño muro de cemento, Luis añora la barandilla de hierro oxidado sobre la que uno podía apoyarse frente al mar. Está de pie, en sus zuecos, debajo de la boina. A la derecha, un brazo verde de musculatura irregular agarra la bahía por la cintura. A la izquierda, un brazo de cemento se rompe en ángulo recto hacia alta mar. Sobre el hombro, del mismo lado, un edificio blanco, la lonja, llena de rumor o de silencio, parece salir al mar. Luis, con un dedo, hace un hueco en su boina. Nadie llama. Hace sol esta mañana, las nubes son gris perla. Enfrente, en la costa del Ris, tres pinos a contraluz se fabrican un espacio de estampa japonesa. Tras el tríceps del brazo derecho, los Plomarc’h algodonean. “¡Señor Auguste Le Mao, al teléfono!” Luis, con el mismo dedo, hace otro hueco en su boina. “¡Treisour” A través de sus gruesos cristales ahumados, Luis mira. Unos pescadores le llaman desde un barco. Él baja con pasos cortos por una lengua de cemento que el muelle le saca al puerto. Con sus dedos prestos libera una argolla corroída del nudo de la amarra, la toma en su mano izquierda, salta a su barca negra, la aleja empujando con el remo contra el varadero, cingla. Las casas que se suben unas por encima de otras para ver mejor la bahía reflejan en sus ventanas los escupitajos cegadores del sol. Los Plomarc’h se descubren: aparecen los contornos rechonchos y verdes de las casitas grises y macizas, los árboles de altos troncos paralelos. Las gaviotas baten olores de hierba fresca en el aliento fuerte de las olas.
Las callejas y callejones del barrio del puerto bajan hacia el muelle: bailando, girando, verdosas, rotas, abiertas, sin salida, sombrías, soleadas, húmedas, neblinosas, resbaladizas de baba, Alcyons4, de cielo movedizo, cortadas por el hipo de una escalera, por la coma de una fuente, Boudoulec, hinchadas de viento, inmóviles, acarreando siluetas azules a veces oscilantes, siluetas negras, lentas de cabeza blanca, Rosmeur, no conocen más que una letra del alfabeto, la i griega de madera donde está tendida la ropa.
“¿A cuánto has vendido tu pescadilla, Hervé?”; unos coches circulan por la calzada, la marea sube, los hombres están ajetreados, empujan el paisaje, el vuelo de las gaviotas, las casas de los Plomarc’h, los árboles de altos troncos paralelos. Los peces muertos se derraman por la ciudad.
Acequias de piedras desiguales llevan las aguas al pie de los muros blancos, ocre-arena, grises, perforados a veces por ventanas miopes, con la barbilla en la calle, con los cristales pintados formando pequeños rectángulos amarillos y rojos, por las puertas marrones con el dintel redondo, por las casas de las callejuelas que, por la mañana temprano, hacen reverberar las cadencias secas de los zuecos, engomadas de las botas, las voces rocosas de los pescadores bretones, graves, ásperas, roncas, oxidadas, hechas para el mar y contra el viento.
Los tejados azulean y afilados, cortan el viento, o se posan negros y blancos bajo el sol como un tablero entrecortado, o cubren la ciudad en las tardes de bruma, coloreada como una coraza de caballero medieval.
Una moto, con el motor apagado, se desliza sobre el muelle, atrapada bajo un hombre de chaqueta beige, entre unas piernas de pana marrón. Frena despacio, pone el pie derecho en el suelo, describe en el aire un semicírculo con la pierna izquierda, empuja la máquina contra un muro, se va con pasos largos, con la mirada viva, con cuatro dedos vueltos contra el pulgar y el borde de la manga, vira en un bar. Luis lleva ropa de tela azul. El cielo se alza, el sol se pone en ángulo recto, el muscadet y el vino tinto suben y bajan en los vasos, las gaviotas trazan líneas blancas, los barcos descansan, los ojos se atornillan en la luminosidad del momento.
El reloj, frente al puerto, se ha detenido a las cuatro menos diez. El cielo es un bello lienzo, la mar de seda. Con cara de triángulo, al borde del muelle, con ojos muy azules, un tipo tatuado más bien musculoso deja que le hiendan verticalmente los rayos de sol.
Unas gaviotas voraces se precipitan en un desorden blanco sobre un pez que flota boca arriba; gritan, se pelean, golpean el aire y el agua con sus alas hasta que el pez huye en un pico. Luego, tranquilas, se van a buscar a otra parte.
Los charranes histéricos rayan el azul con sus gritos y sus vuelos agudos, se zambullen verticalmente.
En la rue du Sémaphore, unas sábanas que están secando se creen velas, se hinchan y chasquean de placer en el aire arenoso. Al borde de esta tarde, en los bares, los hombres beben en silencio.
Autos, camionetas circulan de nuevo; algunos motores de embarcaciones se ponen en marcha, el señor Auguste Le Mao debe llamar por teléfono. No.
Es una voz suave, un poco velada, de mujer, llamando por el altavoz de la lonja, que atrapa el barrio del puerto en una red de seda sonora. Una luz gris recorta con agudeza las aristas de las casas y de los tejados.
Las nubes del mar se vuelven plomizas. Una gaviota, más blanca, se burla. Una mancha de fuel con reflejos arcoiris se divide bajo la roda, vuelve a formarse bailando. Los charranes gañen al tajar el espacio. Otras gaviotas descansan, sueñan, sueltan su guano sobre una vieja sardinera que cabecea. Otra se aburre sobre un yate.
Cerca de su cabaña, al pie de un gran muro, unos botes boca abajo se secan el vientre recién pintado de marrón rojizo de pintura submarina o de negro alquitrán, donde se mezclan los excrementos blancos de las aves marinas y, como una coma, el jugo de tabaco mascado de los viejos pescadores que conversan en lo alto del muro.
El sol ha cumplido su trayecto sobre los tejados de la ciudad. Acaba de encontrar una abertura a través de las nubes, incendia la isla Tristán. El muelle del Puerto Grande está en la sombra, pero la orilla del Ris está iluminada. Unas velas se tragan la luz. Planean gaviotas de oro. -¿Luis, qué tal? Pregunta un pescador. -Bien, sí. Cari no scre ou pech. -Sí, hemos cogido unos cangrejos. ¡Anda, Yves, dale un cangrejo a Luis ! ¿Y la salud ? - Croc ki sa mour va den hospito ki rou dano mehor langoust so mero tani. -Ha llegado uno de Mauritania, el Júpiter, con treinta toneladas. -Sí. -Vente a tomar algo donde Rose. -No, no. -Toma Luis, el cangrejo. -No, no. -¡Que sí! -Merci. Luis se lleva el cangrejo a su cabaña verde. -Luis nunca va al bar. -No, sólo bebe agua. -¿Es portugués o español? -Qué sé yo. -Hola Rose, dos tintos. Anda, La Brume, ¿qué te pasó ayer ? -Hola tío, jo, me detuvieron por ir borracho. El sol se estrella en el mar.
Unos autos avanzan lentamente como tortugas relucientes, tras los embudos blancos de sus faros. “¡Señor Auguste Le Mao!” Las luces de las altas farolas dan bocados a los granos de llovizna, las ventanas de los bares forman manchas amarillas verticales, que desbordan un poco horizontalmente sobre la acera donde se distorsiona la sombra del cliente. Luis chupa las patas del cangrejo. En las callejuelas oscuras se pasean a media altura los puntos rojos de unos cigarrillos.
Mañana, se levantará a las tres para llevar a los pescadores a bordo. Se oirá el jaleo oscuro de los hombres que, en su barco, se prepararán para salir. La luna se columpiará como un farol entre las nubes. Caballas fosforescentes como la espuma que sueltan las hélices se retorcerán en cubierta. La madrugada descubrirá un pelotón de unos veinte botes inmóviles, al acecho del pescado. Tal vez mañana, a una hora algo tardía, una barca naranja zarpe. Los aficionados charlatanes y cantarines que la ocupen solo traerán unas muestras de ese tipo de peces teleósteos marinos de tamaño medio o muy pequeño, de carne tierna y ligera muy estimada, de la familia de los gádidos. Luis, con pasos lentos, vuelve a su cabaña verde. Traducción y notas: Marceau Vasseur y Miguel-Angel Real
1 Comentario
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27/8/2022 07:04:22 am
Buenos días señor / señora,
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