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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
La dama de Shalott en Juan Planas Bennásar e Isa Pérez Rod por JUAN LUIS CALBARRO Tal y como es habitual en la literatura universal, donde infinitos vasos comunicantes permiten rastrear ecos e influencias a lo largo de los siglos, uno de los más célebres poemas de Alfred Lord Tennyson (1809-1892), The Lady of Shalott, presenta una larga y bien conocida estirpe. Publicado en 1833 y de nuevo en 1842 en una versión mejorada, el poema de Tennyson entronca, como buena parte de su obra, con la tradición artúrica. La misteriosa dama sin nombre aparece nombrada en varias obras de la literatura medieval, desde el roman anónimo La mort le roi Artu y la novella LXXXII de la colección Cento Novelle Antiche (siglo XIII) hasta la colección en prosa de Sir Thomas Malory, Le Morte Darthur, y la versión del barcelonés mosén Gras en su novela caballeresca Tragèdia de Lançalot (siglo XV). Alfred Tennyson, un joven romántico que ignoraba que años después sería nombrado sucesivamente poeta laureado y barón por la reina Victoria, publicó en 1833 su primera versión de The Lady of Shalott, y en 1842 la versión definitiva, revisada y mejorada. El poeta de Somersby había recogido esta hebra de la literatura occidental de la novella italiana mencionada, ya desnuda de todo lo no esencial, y le había añadido elementos simbólicos y toda su maestría rítmica y, con ellos, un alcance infinitamente superior en la literatura universal. Su recreación supone una ruptura importante en su genealogía. En su poema, la dama sin nombre se despoja hasta el final de elementos narrativos y adquiere, en cambio, otros de carácter simbólico y mágico que son ajenos a su tradición. La protagonista permanece confinada en una torre a la orilla del río que lleva a Camelot, sin poder salir ni mirar por la ventana en virtud de una maldición cuyo motivo desconocemos. Pasa su vida tejiendo frente a un espejo en el que ve el reflejo («las sombras») de lo que sucede al otro lado de la ventana, que recoge en sus tapices, y los campesinos solo saben de su existencia por su canto. Sin embargo, un día puede ver el reflejo del caballero Lancelot que pasa frente a su ventana. Incapaz de resistir el impulso, se asoma a la misma y desencadena la maldición: el espejo se quiebra y los tapices salen volando por la ventana. A continuación, baja al río, escribe su título (‘Dama de Shalott’) en la proa de una barca a la que sube y se deja arrastrar por la corriente. La maldición cursa su efecto y la dama canta una luctuosa melodía mientras languidece. Cuando la barca arribe a Camelot, su cadáver será admirado por Lancelot. Tennyson, principalmente como vector de la tradición artúrica, influyó ya en vida en poetas románticos españoles como José Zorrilla, que adaptó ‘Los encantos de Merlín’ con ilustraciones de Doré, pero su influjo llega más allá de su muerte: Vicente de Arana, Gaspar Núñez de Arce, Juan Valera, Manuel Murguía, Miguel de Unamuno, Jacinto Benavente, Benjamín Jarnés, Ramón Cabanillas o Álvaro Cunqueiro, entre otros, siguieron de uno u otro modo los pasos del inglés. Juan Miguel Zarandona se ha encargado de señalar estas conexiones. En cuanto a las traducciones al español de Tennyson, en general han sido escasas. En 1916 se publicó una antología en español realizada por varios traductores, y posteriormente poemas suyos han sido incluidos en diversas antologías colectivas de poesía inglesa. No será hasta 2002 que la editorial Pre-Textos publique una selección y traducción del poeta andaluz Antonio Rivero Taravillo, hasta hoy el esfuerzo más completo por dar una visión de la poesía de Tennyson al lector español, bajo el título La Dama de Shalott y otros poemas. Por lo que se refiere en particular a The Lady of Shalott, tuvimos que esperar a 1978 para disfrutar de una primera versión, incluida por Luis Alberto de Cuenca, quien llegaría con el tiempo a ser premio Nacional de Traducción y de Poesía, en su libro Museo. Entre 2000 y 2020 se han publicado otras cinco traducciones del poema. Llegados a este punto, dos autores españoles prolongan la genealogía hasta aquí descrita publicando, en el año de la pandemia, sendos poemas bajo el título ‘La dama de Shalott’, e incorporando así a esta tradición acentos de actualidad. El primero es Juan Planas Bennásar (Palma de Mallorca, 1956), autor de una docena de poemarios, que se hace renovado eco de nuestra dama en su última entrega editorial, Cercandanza (Los Papeles de Brighton, 2020). Planas es un poeta culturalista, en cuyos libros abundan las alusiones, veladas o no, a otros autores y un mundo personal de obras literarias, plásticas y musicales. Por las páginas de su último poemario aparecen Juan Ramón, Valéry, Barceló, Maiakovski, Pound, Gaudier-Brzeska, Eliot, San Juan, Santa Teresa, Hölderlin, Barthes, Cioran, Camus, Kafka, Llull, Woolf, Storni, Rembrandt, Lao-Tse, Confucio, Bataille, Joyce, Durrell, Dante, Milton, Verne, Nietzsche, Homero... El cosmopolitismo de Planas corre parejo con su entrega juanramoniana a la poesía. Todo le interesa («mi sangre viaja por todos los hospitales del universo», escribe en la p. 35) y todo lo integra en su discurso; a menudo expresa su relación con otros autores, y la conciencia de crear bajo su influjo, empadronándose en ellos: «Sigo siendo el mono gramático que fui de muy joven, / cuando leí a Octavio Paz», dice (p. 45); o «Cojo su pluma (la de Borges) y escribo El Aleph» (p. 92). Por ello es coherente con su poética que en ‘La dama de Shalott’ (p. 30) busquemos también su forma de estar, o de ser, en el paisaje poético. De todos los posibles ángulos desde los que cabe abordar el personaje de la dama de Shalott, el poeta escoge el momento en que ella desciende por el río, yaciendo en la barca y rodeada de un paisaje nocturno. Más que en el Waterhouse de The Lady of Shalott (1888), que presenta en vivos colores una dama aún despierta incorporada sobre la barca, el poema de Planas nos hace pensar en los dos óleos homónimos de Grimshaw (de 1875 y 1878 respectivamente), de cromatismo más luctuoso, que representa una viajera en decúbito supino, serena y con los ojos entrecerrados: «Estás cómoda / en el lecho [...] / [...] y dormitas / en una balsa de madera». La voz poética, dialogando en segunda persona con la protagonista, parecería ceñirse a la interpretación feminista de la alegoría tennysoniana: «Ha desaparecido tu equipaje», le dice, y asegura «que no importa hacia dónde vayas, / porque vivir es no dejar de soltar lastre / hasta que lo has soltado todo / y es la hora, entonces, de empezar de nuevo». El poema encuadra así un momento de plena esperanza que comenzó con el verso «Más tarde, volverás a levantarte». Planas ha decidido, así, validar la rebeldía de la dama y le ofrece la promesa de un futuro nuevo. Viajar, escapar, no conduce a esta dama a Camelot ni a la muerte, sino a un nuevo comienzo. O tal vez la muerte es el comienzo. Y, sin embargo, si ponemos en contacto este texto con el poema del mismo libro ‘Mujeres tras las ventanas’ (p. 53), podemos alcanzar una visión completa y mucho más próxima a la polivalencia del modelo de Tennyson. Este texto, que tan intensamente remite al Femme tirant son bas de Toulouse-Lautrec (1894), arranca con un verso altamente shalottiano: «La creación es solo una sospecha», como si estuviéramos de nuevo ante unas sombras, y no ante la realidad. En él, dos mujeres sin nombre, como nuestra dama («Podría / ponerles algún nombre. Isabel y María, / por ejemplo. O Virginia y Alfonsina, / tal vez») habitan en un «lugar con vistas», y la voz poética siente el deseo de «imaginar sus vidas / fuera [...] / y convertirlas en heroínas / o víctimas de alguna tragedia». El poema prosigue: «Dentro de un instante, Isabel y María, / Virginia y Alfonsina o Laura y Beatriz / saldrán a las calles creyendo ser / las dueñas únicas de su destino. / Pero nadie sabrá nunca si eso es así», para concluir nuevamente una estructura encuadrada con el verso «La creación es solo una incertidumbre». Sin nombrar en este caso a la dama de Shalott, estas mujeres tras la ventana y su relación con la incierta creación, y con la autonomía del artista (y de la mujer, y del ser humano), abundan en la reflexión ética y estética del original de Tennyson, que está profundamente presente, aun en este caso sin nombrar (como antes la dama), en la concepción poética de Planas. Si el mallorquín es un poeta veterano, Isa Pérez Rod (Cádiz, 1990) recién asoma al mundo de la publicación con La pecera azul (Vitruvio, 2020), su primer libro y por el que recibió el Premio Ciudad de Rivas. En este poemario de acentuado intimismo, en el que conviven el amor, el dolor, la rebeldía y las declaraciones de timidez, encontramos de nuevo un texto titulado ‘La dama de Shalott’ (p. 25) que, en esta ocasión, no nos sitúa en el viaje maldito, sino en el momento inmediatamente anterior a la maldición: el mismo que refleja otra obra de Waterhouse, I am Half-Sick of Shadows, said the Lady of Shalott (1916). La voz poética se identifica automáticamente con nuestro personaje y su aislamiento: «Fuera de estas paredes encaladas / se sabe de mi existencia / por la canción que tarareo», para acto seguido hacer mofa de su misma música, un ‘Graznar de los Graznidos’ que por referencia paródica al Cantar de los Cantares excluye toda sacralidad. La artista, así declarada y así desmitificada, desenvuelve a continuación su faceta personal para asegurar que el arte está hecho de la materia del dolor: «Me he vuelto experta en estirar el dolor ___________ hasta / hacerlo un hilo // e invertir el insomnio / en un telar figurado»: la dama teje su propio sufrimiento.
Y si la atracción del mundo, el desencadenante de la tragedia en Tennyson, es la imagen de Camelot, en Pérez Rod lo que brilla más allá de la ventana es la ciudad, pero la voz poética no parece esperar luz fuera de sí: «La Metrópolis bulle más allá del ventanal / pero su luz es insuficiente: / tengo que existir yo / para ser incinerada». Ese yo doliente que todo lo anega (aquí el recinto de reclusión, voluntario y protector pero obsesivo, es la pecera azul) acapara también el reflejo de un espejo en este caso tecnológico que, en lugar de transmitir a la dama la realidad exterior, le devuelve únicamente su propia imagen dolorida: «Las quince pulgadas del espejo / me devuelven dos pómulos cansados / y se quedan con todo lo demás». El poema termina con un grito perfectamente shalottiano: «Sus sombras, las sombras, / no podrían ponerme / más enferma». Nada sabemos todavía de Lancelot, ni de la fractura del espejo, ni de un viaje. La imagen que nos deja el poema de Pérez Rod es la de una mujer encerrada en sus propios límites, que vital y artísticamente gravita en torno a su propio dolor y cuya maldición, aparentemente, no estriba en el exterior, sino en su propio ensimismamiento. Esta dama de Shalott no se ve constreñida en un espacio social, sino en uno psicológico, y es consciente de que necesita quebrantar los límites, porque conoce y desde el título asume la historia de su triste antepasada; pero también lo teme, por lo mismo. Y se encierra aún más en sus propias sombras y, cada vez más, esas sombras la enferman. Sí aparece un Lancelot en este libro, pero no en el poema recién comentado, sino en el titulado ‘A distância separa os corpos’ (p. 27), donde la voz poética afirma: «Lo vi destellar desde el espejo / en las tuercas de la tramoya que levanta el sol. // Mis esperanzas ni se atreven a intentarlo. // No quiero la vida. // No quiero la savia gris». La referencia al mundo de Shalott es evidente, pero esta dama de nuevo parece haber renunciado a romper la maldición del aislamiento, aunque no al amor a distancia. La pecera azul se completa con poemas de tonos muy diferentes, y es en su conjunto todo un caleidoscopio sentimental. Con Isa Pérez Rod nos hallamos ante una compleja personalidad poética que, por su juventud, aún nos ha de deparar muchas lecturas gozosas.
1 Comentario
por DIEGO RECHE En las Poesías completas (Renacimiento, 2019) de Miguel d’Ors aparecen tres índices y uno de ellos es de nombres propios y referencias, lo que permite indagar en algunas de las palabras que más se repiten en su obra poética. Hay muchos topónimos, pero destacan, como creo que es lógico, los de los lugares en los que ha vivido: Santiago de Compostela, Pamplona, Granada o Poyo (Pontevedra). Y junto a ellos, un lugar, Wyoming, en el que nunca ha estado (según confiesa en la página 14 de los preliminares), pero que se convierte en un símbolo idílico, en una especie de Arcadia, con la que acaba teniendo sus más y sus menos. Wyoming es un estado interior de Estados Unidos con una población de medio millón de habitantes y una extensión que es la mitad de España. Es decir, un territorio con pocos seres humanos, dos y pico por metro cuadrado y un clima continental de inviernos fríos y veranos calurosos, un paisaje con altas llanuras y las famosas Montañas Rocosas. Dentro de él está el parque de Yellowstone, el del oso Yogui, es decir, un lugar montañoso, solitario y de praderas, uno de los locus amoenus favoritos de Miguel d’ors, desde luego. La primera aparición del nombre de Wyoming está en el poema ‘De estética’ del libro Curso superior de ignorancia (1984). Aparece «la nieve de Wyoming» dentro de una enumeración de lugares hermosos, asociados a una imagen del lugar: Copenhague y el viento Norte, los olivos de las Cícladas, el Orinoco... Y ahí, como uno más, la nieve de Wyoming. El poema desemboca en «lo hermoso es todo aquello / donde no estoy yo». A partir de aquí, la idea de la felicidad se desarrolla en varios poemas mediante el símbolo de una imagen: la nieve de Wyoming o simplemente Wyoming. Consciente o inconscientemente aquí nace una palabra clave que será importante en sus libros siguientes. Y así, en Canciones, oraciones... (1990) aparece dos veces y siete en La música extremada (1991). Como la escritura de ambos libros es coetánea, pues por suerte el autor pone las fechas de creación de sus poemas, encontramos que los dos de Canciones, oraciones... se fechan en 1996 y 1990, mientras que los del otro libro lo hacen en fechas intermedias a estos dos y la mayoría en otoño curiosamente, por si alguien quiere investigar por qué escribe tanto en otoño. Después de esta lluvia intermitente de Wyoming parece que el poeta lo va dejando a un lado. No aparece en el siguiente: La imagen de su cara (1994) y luego vuelve a surgir dos veces en el libro Hacia otra luz más pura (1999). Empecemos por los poemas de Canciones, oraciones... y así en ‘¿Cuándo será que pueda...? (p. 392) de 1986, se menciona a Wyoming en un alejandrino: «Babilonia, Wyoming y el siglo LXXXIII» (supongo que eligió dicho siglo por cuestiones métricas) y aquí Wyoming, con su encanto paisajístico, es un lugar del mundo que el poeta podrá ver fuera del tiempo, en la parusía, y donde un poco más abajo afirma que todas esas cosas no tendrán entonces el menor interés. Y en el mismo libro, cuatro años después, vuelve a mencionar a Wyoming en el poema ‘Quod era demostrandum’ (p. 398-399) «porque mucho me temo que la nieve / de Wyoming se quede donde estaba». El poeta, que ha estado enumerando sus derrotas cotidianas antes de ser el fracaso perfecto, menciona a la nieve de Wyoming como ese hermoso lugar al que finalmente no irá nunca. Pero es sobre todo en el libro La música extremada donde más aparece esta palabra. Y pienso —no científicamente, claro— que tal vez en algún momento al autor se le pasara por la cabeza, por qué no, titular al libro La nieve de Wyoming. Yo lo haría si se me cruzara siete veces por los poemas. No seguiré el orden del libro, sino el cronológico. Y así, de 1987 son tres: ‘D’Os’ (p. 369) en el mes de septiembre, e ‘Incompetencia’ (p.362) y ‘Blus de la tarde de domingo’ (p.359), que son de octubre. En ‘D’Os’ el poeta se desdobla en dos yoes, y de nuevo en una enumeración aparece Wyoming como un tema poético: «Yo hablo... / de robles, de Wyoming, de la luz que ilumina mi memoria» y se pregunta «de qué estará hablando / en mis versos / ese desconocido / llamado / yo», donde el poema se encoge gráficamente hasta esos versos finales de tres y una sílaba (bueno, dos por ser aguda). En ‘Incompetencia’ hace la explicación del símbolo y la define así: «Mi idea de la felicidad se parece a la nieve de Wyoming». Este verso está a mitad de una enumeración posterior a la tesis con la que arranca el poema: «Evidentemente no soy el hombre adecuado». Y, a continuación, enumera y contrasta las cosas que le gustan (relacionadas con la calma y el orden) donde se engloba el verso mencionado, y las que no (la precipitación y las sorpresas). En ‘Blus de la tarde de domingo’ el poeta enfrenta nuevamente la realidad del lugar en el que se encuentra aparentemente: una tarde de domingo con lluvia y de octubre, con los lugares en los que le gustaría haber estado en ese momento, entre ellos, claro, «la nieve de Wyoming». Digo aparentemente porque ya aclaró Miguel, tomando como ejemplo el poema ‘Octubre en la ventana’, que la realidad poética no tiene por qué ser autobiográfica, y el poema no tiene por qué ser escrito dicho día y en dichas circunstancias. El poeta no es un notario de los hechos, sino que hay una recreación poética que no le quita realidad a la intención ni a la idea. De octubre de 1988 es el poema ‘Cuando estés en Wyoming’. Creo que es fundamental para entender el símbolo que el poeta ya ha hecho suyo y de sus lectores. En este caso la palabra Wyoming no es una parte de una enumeración, sino el título del poema. El poeta se desdobla para hablarle a un tú, que es él mismo, al que desengaña. Le rompe el mito cuando descubra que allí también está la vida y el nombre desabrido de la maldita realidad. Y a partir de aquí el símbolo de felicidad idílica empieza a tambalearse. Pero en ‘Nada puede la vida’ (p.367-368) de noviembre de 1988, el poeta se resiste y vuelve a enfrentarse a la realidad y al cerrar los ojos aparece de nuevo la nieve de Wyoming, que además, al hacerlo en el último verso, aglutina todos los significados de la felicidad perdida. En diciembre de 1988 aparece de nuevo la nieve de Wyoming, y de nuevo como uno de los paisajes que ‘Siente el alma y conoce de la verdad de aquel dicho que dijo San Francisco, es a saber, Dios mío y todas las cosas’ que es el “breve” título de este poema de alabanza. Cronológicamente el último poema con la palabra Wyoming es de 1989 y se titula ‘Ante un foto de 1948’. En su estructura sintética, la infancia y los recuerdos de aquella foto se convierten en un país llamado Hogar que termina en esta estrofa: «Conmigo lo he llevado / a través de los años. Solamente / que hoy lo llamo Wyoming», manteniéndose el símbolo ahora cristalizado también en el recuerdo de una foto que convierte a Wyoming en mucho más que en aquel paisaje inicial con nieve. Parece que el autor, por un tiempo, abandona Wyoming, hasta que en 1999 en Hacia otra luz más pura surgen dos rescoldos de aquel nombre simbólico. El primero en ‘El secreto’ (p. 295), donde el poeta, en un momento inesperado, buscando níscalos encuentra la felicidad entre los amigos y en la sierra de La Alfaguara, y contrapone entre guiones esta aclaración: «—nada de Wyoming—». El viejo símbolo asumido por él y por sus lectores que comprendemos este guiño, reaparece brevemente, como si el poeta desengañado del mismo nos hiciese ver que ya no funciona.
La última vez que aparece Wyoming es en ‘Mis aventuras de Jeremiah Johnson (o de la doble vida de los dos d’Ors)’ (p. 286-87). El poeta, en un diálogo consigo mismo, reflexiona sobre la aventura de la vida, que está en la realidad cotidiana (padre de familia y funcionario, aquí me siento tan identificado) tanto o más que en esas películas del Oeste con colonos, caravanas y territorios indios por Wyoming. De nuevo el baño de la realidad, aunque aquí Wyoming sea solo el escenario de la película. Desde hace veinte años, que yo sepa, no ha vuelto a aparecer Wyoming, que fue paisaje idílico y símbólico de la felicidad, y eso que habría tenido hueco en unos cuantos poemas de tema parecido, aunque tal vez con los años agradecemos más la vida real que se nos escapa. Por eso quizá es Wyoming un símbolo con el que el poeta está en continua contradicción y él mismo se encarga de desmontar cuando choca con lo cotidiano: «entonces / a ver qué territorio de esperanza te inventas, / a ver con qué palabras escribes los poemas / que hoy escribes soñando con Wyoming». Aunque me gusta la idea de ordenar los distintos poemarios inversamente a su publicación, el único problema que le veo a esta antología del revés es que, si desconocemos al autor y sus guiños, Wyoming no nos dirá nada porque aún no entenderemos su simbología. No obstante, está claro que la mayoría de sus lectores somos los entregados a la causa y conocemos los vericuetos de su obra, que por fin podemos ver concentrada, como el Avecrem, en un solo libro con más de seiscientas páginas (toda una vida) y que nos permite estas comparaciones y estos juegos interpretativos con los que algunos disfrutamos del verano. |
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