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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por SAID VLADIMIR RAMÍREZ TÉLLEZ A primera vista, uno puede constatar que la literatura ecuatoriana es casi una desconocida en el resto de América Latina. (1) Ecuador es un país literalmente invisible. Puede ser fascinante escribir desde la invisibilidad, pero otras veces uno se siente desolado, impotente. (2) Una literatura invisible para un país imaginario. (3) Así de variada y extensa es la percepción que se ha venido desarrollando en torno a la literatura ecuatoriana. El primer comentario pertenece al célebre crítico Agustín Cueva, que identificó esta realidad en su conocido estudio Entre la ira y la esperanza (1967). El segundo comentario es del escritor Javier Vásconez, donde deja traslucir la difícil tarea del quehacer escrituriano en un país pequeño como es el Ecuador. El último es del también escritor Carlos Fuentes, en una conocida entrevista para el diario El comercio, en la cual solo recuerda a Demetrio Aguilera Malta (1909-1981), Jorge Icaza (1906-1978) y Benjamín Carrión (1897-1979) como cifras valiosas de la literatura ecuatoriana. El resto es un vacío: un vacío inexplicable. Los comentarios anteriores reflejan la complejidad que rodea a una compresión ideal de los dilemas y panoramas de la literatura ecuatoriana contemporánea. El hecho recurrente en las distintas percepciones es el de la invisibilidad. Lo invisible es algo que por alguna razón no se puede ver o no se quiere ver, pero que sin embargo se encuentra ahí, porque en Ecuador se escribe. Parafraseando a Felipe Burbano, podría hablar del silencio pavoroso (4) que sigue a la publicación de un libro de narrativa para tratar de profundizar en esta problemática. Surgen al instante algunas interrogantes: ¿Para quién escriben los escritores de este país? ¿Cuál es la preferencia en lectura de los ecuatorianos? ¿Cuántos libros leen por año? ¿Cuánto se lee de literatura general y ecuatoriana en particular? Michael Handelsman señalaba en 2007 que «publicar en Ecuador es quedarse invisible» (5). Aun hoy lo sigue siendo. Esta aparente falta de visibilidad es producto de un ineficaz sistema de distribución de libros en el país, de un sistema educativo colapsado y con escasa capacidad de innovación. Los profesores de literatura se han quedado con la visión de los años 30, la obra más relevante sigue siendo Huasipungo (6) —si bien es cierto que Jorge Icaza es una de las cumbres de la literatura de los años 30, también es cierto que se ha dejado de lado al resto de sus contemporáneos—. En el gusto general de los lectores se encuentran en lugar destacado los libros de autoayuda o el último best seller, aupado por un poderoso mecanismo editorial. Allí está el negocio. ¿Pero qué sucede con la literatura local? Para un país con pocos lectores esta literatura parece ser inexistente. ¿Este desconocimiento de las letras nacionales es acaso indicio de una falta de creadores? ¿O acaso es culpa de los autores ecuatorianos que no escriben obras interesantes? Sería ejemplificar torpemente el problema. En Ecuador y en México tampoco se conoce a los escritores brasileños actuales, y en América latina se sabe muy poco de la literatura producida por el oriente. Existe, pues, una globalización editorial asfixiante, que limita el intercambio cultural en nuestros países, que condena a los escritores que no forman parte de algún canon o de una moda universal. En el Ecuador la situación se agrava aún más, dado el poco peso que tiene su industria editorial en el resto del continente. El desconocimiento o invisibilidad de la literatura ecuatoriana puede dar pie a juegos o representaciones irónicas, como citar al escritor norteamericano Ralph Ellison: Sabed que si soy invisible ello se debe, tan sólo, a que la gente se niega a verme. Soy como las cabezas separadas del tronco que a veces veis en las barracas de feria, soy como un reflejo de crueles espejos con duros cristales deformantes. Cuantos se acercan a mí únicamente ven lo que me rodea, o inventos de su imaginación. (7) O incluso ir más lejos y crear un truco teatral, una dimensión lúdica y sarcástica, donde un personaje mítico de la literatura ecuatoriana formó parte del boom hispanoamericano y cuya única novela le valió ser acreedor del Premio Cervantes. Con sus dos padres muertos, uno, el chileno José Donoso en 1996, otro, el mexicano Carlos Fuentes en 2012, Marcelo Chiriboga, escritor ecuatoriano ficticio autor de La caja sin secreto, novela insuperable, en palabras de uno de los creadores del personaje, José Donoso (1924-1996), se erige como uno de los paradigmas literarios de la novela hispanoamericana del siglo XX. Chiriboga aparece por primera vez en El jardín de al lado (1981) de José Donoso; fue el primero de los dos escritores en introducir al personaje en el mundo novelado. Seis años después, Fuentes hizo una fugaz referencia a Chiriboga en Cristóbal nonato (1987); reapareció en Diana o la cazadora solitaria siete años más tarde (1994). José Donoso no olvidó a su personaje que desempeña un papel estelar, después de catorce años de ausencia, en Donde van a morir los elefantes (1995). El juego de simulación trasciende incluso la muerte de Donoso y el ecuatoriano escribe la solapa de Nueve novelas breves (1997), una publicación póstuma de un conjunto de relatos del chileno. La última referencia a Chiriboga, fuera de la ficción novelada, la hizo Carlos Fuentes en la entrevista antes mencionada, donde afirma que fue idea de él y de José Donoso crear un personaje que representara a la literatura ecuatoriana, ausente del boom (8). El de Chiriboga es un caso único, una rara avis en la literatura latinoamericana. Pervive y es protagonista en un ciclo novelas significativas. En la literatura de Fuentes, el escritor ecuatoriano es una sombra, un ser etéreo y un planeta secundario que se encuentra orbitando lejos. En la de Donoso es una figura clave en el tejido narrativo y se configura como representación del escritor chileno en las páginas de la ficción. La crítica ecuatoriana ha demostrado escaso interés en esta figura fantasmagórica de su literatura. Tal vez por la carga de ironía y burla que conlleva, tal vez porque hizo evidente esa sensación de fracaso “nacional” o porque hizo evidente un vacío real en la narrativa ecuatoriana en el momento en que el boom iniciaba. Más allá de la historia de Marcelo Chiriboga, más allá del favor al que alude Carlos Fuentes en la entrevista, ¿no existió un escritor ecuatoriano con la suficiente calidad para formar parte del boom latinoamericano? En 1977 se publica una amplia investigación que propone esclarecer la búsqueda generacional de las letras ecuatorianas. Entre las preguntas a que se someten por lo menos cincuenta autores y críticos está, con variantes, la de “¿Qué autores, a partir del treinta, no deben faltar en una historia de la narrativa ecuatoriana?”. Sin embargo, la participación de María Eugenia González es quizá la más acertada en cuanto al asunto “boomista” se refiere: «Ninguno de nuestros escritores, ni los de la llamada “generación del treinta”, ni de la actual, se encuentran en el boom latinoamericano. La razón es una sola: falta de publicidad» (9). En una entrevista el escritor Abdón Ubidia, al ser cuestionado sobre la ausencia de un escritor ecuatoriano en el boom, comentaba: «La literatura ecuatoriana tuvo ya su propio boom en los años 30 y 40» (10). Existen pocas dudas del valor de la literatura ecuatoriana en los 30 tanto como ruptura con el pasado cuanto como acto fundacional de la historia de la literatura ecuatoriana contemporánea (11). ¿Qué sucedió después de este hito con la narrativa? Posterior a la generación del 30 surgió la generación de la década del 50, comúnmente conocida como la “generación de transición”. Se trata de autores que publicaron entre 1945 y 1962 aproximadamente, aunque la mayor parte de las obras apareció en la década del 50. El núcleo principal está constituido por César Dávila Andrade, Ángel F. Rojas, Alfonso Cuesta y Cuesta, Arturo Montesinos Malo, Walter Bellolio y Pedro Jorge Vera, y a él se suman Rafael Díaz Icaza y Alejandro Carrión. Esta generación de autores —a diferencia de las futuras promociones de escritores latinoamericanos— no sufrió «la ansiedad de la influencia» que Harold Bloom identificó como rasgo general del quehacer escrituriano. Esto quizá condicionó a los autores del 50 a repetir la propuesta estética del realismo social, que ya para ese entonces había sido superada por la generación del 30. En estos términos, Raúl Pérez Torres, escritor ecuatoriano de los 60, es lapidario cuando señala que: Pienso que ya no se trataba de matar a nuestros inmediatos padres de los cincuenta, padres que no merecían la muerte de manos nuestras, porque ya la llevaban implícita en un porfiado realismo social a ultranza [. . .] Se trataba de mirar a nuestros abuelos de los años treinta con mayor detenimiento, de saldar cuentas, de acumular y decantar su experiencia, su empuje, su vigor, retomar los rasgos espirituales del paisito, y seguir adelante. (12) Los años sesenta son particularmente ricos en términos de debate, análisis y producción poética. Una muestra de esto es el grupo Tzántzico, que asume significativamente la necesidad de “reducir cabezas” consagradas, es decir, parricidio. Desde una concepción sartreana del compromiso intelectual, plantean una ruptura total con el oficialismo cultural. Una crítica directa, demoledora, donde ajustan cuentas con la literatura indigenista y con el conjunto de expresiones de lo que en aquel momento se podía englobar como “cultura nacional”. El grupo está compuesto por los poetas Ulises Estrella, Alfonso Murriagi, Euler Granda, Rafael Larrea, Raúl Arias y Humberto Vinueza, entre otros (13). Alejandro Moreano, en un artículo escrito en 1965, cuando el movimiento estaba en su apogeo, justificaba la existencia histórica del movimiento: «Se hizo, pues, necesaria la rebelión y acabar con la falacia de nuestros cancilleres-poetas, cónsules-pintores, embajadores-prosistas» (14). La reducción de las cabezas aspiraba a desbancar a la vieja guardia literaria, y de abrir el mundo cultural local a los grandes escenarios que se producen en el resto de América Latina, en Europa y en Estados Unidos. No obstante, al carecer de figuras lo suficientemente sólidas en el campo de la narrativa no pudieron hacer más que fomentar una endeble rebeldía para desacralizar a los padres literarios del 30. A continuación, el especialista en letras hispanoamericanas Seymour Menton reflexiona sobre la situación de la novela en el Ecuador: Desde 1960, la novela guatemalteca y la ecuatoriana están en relativa decadencia [. . .] En el Ecuador, los famosos viejos de la década del treinta, Demetrio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco y Jorge Icaza se han regenerado con nuevas obras que caben dentro del boom. Tal vez por eso no se han perfilado nuevos valores en la novelística de ese país. (15) Lo que me interesa destacar aquí es que para Seymour Menton en el Ecuador solo los “famosos viejos” de la década del treinta han producido obras que figuran dentro del boom (16). Es difícil creer que Carlos Fuentes y José Donoso, dos de los protagonistas de la nueva novela latinoamericana, no conocieran (en el mejor de los casos) la figura enorme de Alfredo Pareja Diezcanseco (1908-1993) o, lo que es aún peor, que conociendo la vasta obra Parejiana, hallan buscado crear un monigote que representara al Ecuador en el boom (17). Esta representación ficticia (Marcelo Chiriboga), con una clara intención peyorativa, fue suscitada en los dos escritores seguramente por ese instinto casi genético de demostrar que su promoción era huérfana de generación literaria, sin ningún padre latinoamericano de influencia (Harold Bloom, otra vez). Pero, ¿por dónde empezar para lograr abrir camino en las selvas proustianas de Alfredo Pareja Diezcanseco? Al igual que Demetrio Aguilera Malta, Pareja pertenece a esa región de la edad ecuatoriana llamada generación del 30: La generación del año 30 —sostiene Jorge Icaza, otro de sus más destacados exponentes— es un momento estelar en la historia de la literatura ecuatoriana. Un momento estelar que no ha podido repetir Ecuador [. . .] El valor ético que tuvo la generación del 30 es extraordinario; es única en América porque toda una generación dijo la verdad en el momento en que la verdad era difícil decirla (18). Con justa razón Icaza habla de una ruptura, de una dimensión ética extraordinaria. Por primera vez en la literatura ecuatoriana la realidad es descrita sin artificios y con una honda conciencia social. Cada uno de los autores escoge sectores de la población que nunca antes había tenido lugar en la narrativa, a menos que fuera como algo referencial, un poco de sabor local en textos que pecaban de un romanticismo idealizado como Cumanda de Juan León Mera. Ahora el indio, el cholo, el negro, el mestizo, son mostrados dentro de la crudeza de su realidad, luchando con dignidad frente a una sociedad opresiva que no reconoce su existencia como personas. Dentro de esta concepción se puede remarcar que Alfredo Pareja Diezcanseco llega a la literatura ecuatoriana cuando la nación comenzaba su lucha contra la fragmentación geográfica, cultural y económica, durante el proceso de formación de una clase media. Al mismo tiempo su aparición coincide con el crecimiento de las ciudades, resultado de una crisis exportadora y del éxodo de los campesinos a las zonas urbanas. Este escenario produjo, en cierto momento, una literatura torrencial como la de Pareja. Precisamente Jorge Enrique Adoum hace una distinción entre nuestro autor y el resto de su generación: «Del grupo de los cinco e incluso de todos los escritores ecuatorianos, Alfredo Pareja Diezcanseco es el único que podría decir de sí mismo profesión: novelista» (19). Esa sensibilidad artística, esa capacidad intelectual llevará la palabra del narrador a configurar un ambicioso proyecto proustiano acopla a Pareja con otros novelistas como Mariano Azuela, los venezolanos Rómulo Gallegos y Arturo Uslar Pietri, o los norteamericanos William Faulkner y John Steinbeck, novelistas, todos, telúricos, de vigoroso largo aliento, de compromiso histórico y social, pertenecientes a esa edad épica, originaria y primigenia de un mundo en plena formación, que podríamos llamar, siguiendo a Edmund Wilson, la de la novela-mastodontes. Con estos parámetros, Alfredo Pareja Diezcanseco fue (es) un renovador de la narrativa de ficción del Ecuador y de América Latina. Se comporta, por desconocido, como “un precursor maldito”, y como “padre” —aunque sea putativo, digo yo— de la narrativa latinoamericana actual. Así lo parece constatar el poeta venezolano Manuel Cabesa al referirse a las novelas El muelle (1933) y Baldomera (1938): «En estos textos su manejo de los ambientes, de los diálogos, de los puntos de vista, de las estructuras, anteceden a muchos de los experimentos que años después aplicaron los novelistas del boom, sin que ninguno, que yo sepa, le diera el crédito que merecía» (20). Consciente de su merecido lugar como precursor en las letras latinoamericanas, le dirige una carta a su colega Demetrio Aguilera donde le expresa su hartazgo ante el panorama boomista: «La mafia internacional que sigue con la fama prendida a los fondillos. Quizá a ti y a mí nos lean después de muertos. Quizá no nos lean nunca. ¿Y qué carajo nos importa?» (21). Por ese valor precursor, poco conocido o desdeñado hasta hoy, vale pensar en novelas contemporáneas que podrían esconder resonancias parejianas o características distintivas de esa época llama generación del 30; entonces la admiración aumenta y convierte en necesaria la reivindicación de Pareja y su enorme legado narrativo. ————--
(1) Cueva, Agustín. Entre la ira y la esperanza. Ecuador: Editorial Planeta, 1967. (2) Vásconez, Javier. “Vásconez, en la web y con una nueva novela”. Ex libris, Ago; ene. 2005:10. (3) Fuentes, Carlos. “Entrevista a Carlos Fuentes”. 2001. El comercio. Online. Google. 26 Oct. 2017. (4) Burbano, Felipe. Democracia, cultura política y gobernabilidad. Los estudios políticos en los años 90. Quito: Flacso, 2003. (5) Handelsman, Michael. “Ecuador quiere dar a conocer su diversidad cultural al mundo”. 16 Mar. 2009. El tiempo. Online. Google. 24. Jul. 2017. (6) Peña, Jaime. Entrevista. 2005. (7) Ellison, Ralph. El hombre invisible. Madrid: Editorial Lumen, 1984. (8) Fuentes, Carlos. “Entrevista a Carlos Fuentes”. 2001. El comercio. Online. Google. 26 Oct. 2017. (9) González, Eugenia. Situación del relato ecuatoriano, cincuenta opiniones y una discusión. Ed. Manuel Corrales Pascual. Quito: Ediciones de la Universidad Católica, 1977. (10) Ubidia, Abdón. “La literatura ecuatoriana tuvo ya su propio boom”. 8 Oct. 2015. El telégrafo. Online. Google. 22 Oct. 2017. (11) La misma ha sido objeto de una amplía crítica. Cito algunos textos: Adoum Jorge, La gran literatura ecuatoriana del 30, Donoso Pareja Miguel, Los grandes de la década del 30, H. Heise Karl, El grupo de Guayaquil: arte y técnica de sus novelas sociales. También refiero al lector al estudio de presentación de las Obras completas de Pablo Palacio editadas por el Fondo de Cultura Económica de México, en el 2000 y preparado por Wilfrido H. Corral y al estudio introductorio de Narradores ecuatorianos del 30 preparado por Jorge Enrique Adoum. Agustín Cueva se refiere a la narrativa de esta época como «la literatura más universal que hasta ahora ha producido el Ecuador». Cueva, Agustín. En pos de la historicidad perdida. Quito: Editorial planeta, 1986. Así mismo Raúl Pérez Torres califica a esta literatura como «La edad de oro de nuestras letras». Pérez Torres, Raúl. “Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana”. Revista Casa de las Américas, Oct. 2009: 18-46. (12) Pérez Torres, Raúl. “Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana”. Revista Casa de las Américas, Oct. 2009: 18-46. (13) Carvajal, Iván. Los tzantzicos, nuestros detectives salvajes. Quito: Centro cultural Benjamín Carrión, 2005. (14) Moreano, Alejandro. “Los presentes Tzántzicos”. La bufanda del sol. N°2, 1965. (15) Menton, Seymour. La novela colombiana: planetas y satélites. España: Fondo de Cultura Económica, 1978. (16) Por la experimentación narrativa que existe dentro de estas novelas, es que figuran en el boom latinoamericano. Cito los textos: Aguilera Malta, Demetrio. Siete lunas siete serpientes (1970), El secuestro del general (1973), Jaguar (1977), Réquiem para el diablo (1978), Pareja Diezcanseco, Alfredo, Las pequeñas estaturas (1970), La mantícora (1974), Icaza, Jorge. Trilogía atrapados: El juramento (1972), En la ficción (1972), En la realidad (1972). Es importante destacar que existió otro autor de la promoción del 30 que publicó en esos años y cuyas novelas también pueden aspirar a entrar dentro del boom; Salvador, Humberto. Silueta de una dama (1964), La mujer sublime (1964), La elegía del recuerdo (1966), Viaje a lo desconocido (1967), La extraña fascinación (1970), La ráfaga de angustia (1971). (17) Adoum, Jorge. “Ecuador en el boom”. Revista Diners, Jun. 1991: 109. (18) Icaza, Jorge. “Relato, espíritu unificador en la generación del año 30”. Revista Iberoamericana, 1966: 1-6. (19) Adoum, Jorge. Prólogo. Narradores ecuatorianos del 30. Por Joaquín Gallegos Lara, et al. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1980. (20) Cabesa, Manuel. “Un precursor del boom latinoamericano: Alfredo Pareja Diezcanseco”. 3 Nov. 2008. Letralia. Online. Google. 21Oct. 2017. (21) Pareja Diezcanseco, Alfredo. Carta a Demetrio Aguilera Malta. Oct.1966.
1 Comentario
por JERÓNIMO MARTÍNEZ LA DERROTA Está con la espalda apoyada en la pared, junto a la ventana del cortijo abandonado de la Axarquía malagueña. Lleva correajes y cartucheras y una gorra miliciana. Con las dos manos sujeta con firmeza el fusil y se gira para asomarse fugazmente por la ventana. Está amaneciendo. Sabe que hoy va a morir. Sabe que hoy, 7 de noviembre de 1948, aniversario de la gran revolución socialista soviética, no verá ponerse el sol. Es miembro del Partido Comunista de España y uno de los últimos combatientes del Ejército Guerrillero de Andalucía. El destacamento de la Guardia Civil ha rodeado su refugio y están esperando a que el día aclare para el último asalto. Una represión brutal, la deserción o la cárcel de muchos camaradas combatientes y enlaces han ido diezmando el Ejército Guerrillero y hoy sólo quedan unos pocos dispersos, desorganizados y desprotegidos. La Unión Soviética, después de las conferencias de Yalta y Potsdam, ha renunciado al apoyo a la lucha armada contra el régimen fascista de España, a cambio de que las potencias burguesas le dejen manos libres en el este de Europa. Cuando mira a través de la ventana con las primeras luces ve el terreno que una vez estuvo cultivado y que ahora es un erial cubierto de matojos, con alguna higuera en la hondonada y algunos almendros de ramas secas en los que milagrosamente un brote en el tronco ha producido unas almendras. Una tierra abandonada por el amo, un pozo seco, un claro de tierra cultivada rodeada de bosque de encinas y quejigos, donde ahora se ocultan los guardias civiles que van a matarlo. ¡Qué lástima de tierra!, piensa. Es una buena tierra, una tierra negra, fresca y honda. Una tierra dispuesta para ser trabajada y dar cosechas generosas. Una tierra para sus manos si en vez del fusil empuñara un azadón o un arado y no tuviera que morir hoy. El guerrillero recuerda su adolescencia y su primera juventud en el pueblo. La alegría de la cosecha. Las explicaciones simples y profundas de su padre y de su abuelo, labradores, sobre cómo hay que tratar a los árboles y a la tierra y al agua del regadío y cómo cuidar y hacerse obedecer por las mulas y los bueyes. También recuerda sus primeros entusiasmos por la revolución socialista y la nueva sociedad sin clases que iba a hacer nacer junto con sus camaradas. En Rusia y en las otras repúblicas de la Unión Soviética habían encontrado el camino. Él quería abrir ese camino también en España en solidaridad con todos los pueblos del mundo. Primero fue la revolución de Asturias en el 34, luego la defensa de Madrid. Luego la derrota, que no fue una paz honrosa como pensaban los anarquistas y los socialistas de Besteiro, sino una larga campaña de exterminio. Ahora ya sabe lo largo y difícil que es el camino. Tanto como espantosa “desbandá” de febrero del 37 por la carretera de Málaga a Almería, atrapados entre las montañas desnudas de la costa y los acorazados ametrallándolos desde el mar. El mar que ahora ve a lo lejos con un azul incierto todavía a los primeros rayos del sol. Se oyen ya entre los encinares las primeras órdenes y suenan los primeros disparos de fusilería. Ninguna mano amiga va a cerrar sus ojos cuando muera. HÉROES EN ALPARGATAS Escrito al dorso: junio 13 de 1936. Recuerdo de Paco
Ha llovido en Contador esa mañana. Los muchachos de izquierdas que van a incorporarse al servicio militar el próximo 1º de julio han posado frente a la cámara fotográfica en la acera de cantos rodados del tío Domingo el Biñolero, el Papa Domingo, mi abuelo. Con el barrizal en el que se convierten las calles del pueblo cuando llueve se han manchado las alpargatas nuevas. Llevan puesta la mejor ropa que tienen; es la fiesta patronal de Contador, el día de San Antonio. En la plaza se han instalado, como cada año, dos o tres turroneros con sus puestos donde se exhiben tacos de turrón de a perra gorda cuidadosamente cortados y alineados y enormes dulces bañados de azúcar junto con multicolores bastones de caramelo y blancas peladillas. Ha venido también el fotógrafo ambulante y ha instalado a la sombra de una casa su cámara, una gran caja apoyada en un trípode con el objetivo en un lado y una ancha manga de tela negra en el otro. Cuando alguien se quiere hacer una foto, el fotógrafo lo coloca contra el fondo de una pared, buscando quizás el amparo psicológico de la casa como el toro busca en la lidia el amparo de las tablas. El fotógrafo, vestido con un guardapolvo gris, mete la cabeza y los hombros dentro de la cámara para apreciar el encuadre y la distancia. Acerca o retira la cámara para conseguir el mejor enfoque. Cuando ya lo tiene, saca definitivamente la cabeza de la manga, inserta en la ranura una placa fotográfica, se coloca al lado derecho de la cámara, agarra el pulsador que mediante un cable abre el objetivo, se pone solemne y avisa de que ahora hay que estarse quieto y, si el fotografiado es un niño, le dice que por el objetivo va a salir un pajarito. Pulsa el botón durante un largo momento calculado sabiamente en función de la luminosidad. Después saca la placa y la mete en un calderete con revelador que cuelga sobre el trípode, debajo de la cámara. Un rato más tarde, la foto estará lista. Mi padre es el muchacho de ropa clara que está en el centro del grupo. Tiene 18 años y se va a incorporar dentro de dos semanas al cuartel de artillería de Cartagena para hacer el servicio militar. Mi madre, junto con su hermano Nicolás y Fresina, se asoma divertida a la reja. Al pueblo no llega la radio ni los diarios. Pero las noticias van llegando por el camino de las bocas, de los susurros primero y de los comentarios y los movimientos abiertos después. Se ha proclamado la República; en las manos del pueblo está liberarse de los curas y los caciques; hay un gobierno del Frente Popular salido de las urnas en las que la gente, incluidas las mujeres, han expresado su voluntad libre. Los padres de estos muchachos han luchado y, en algunos casos, han muerto en la guerra de África, sus abuelos en la de Cuba. Ahora saben que, si tienen que luchar, no va a ser por intereses lejanos como las empresas coloniales o el prestigio de la nación. Saben que esta vez, si luchan, van a luchar por ellos mismos, por su pan y su dignidad. Y están dispuestos. En contraste con el gesto sonriente de las muchachas, se plantan ante la cámara con gesto seguro y voluntarioso, en una fila ya casi miliciana y compartiendo el gesto solidario del puño cerrado. Pero van a perder también esta guerra. Dentro de tres años, cuando todavía no tengan veintiuno, Martín, el Peseto y Paco volverán al pueblo, dominado ya por clérigos y falangistas envalentonados por la victoria. Juan José y Agustín emigrarán a la Argentina. Manuel, el que está detrás de mi padre, morirá pronto en algún paisaje extraño durante la guerra. Francisco, el muchacho campesino alto y desgarbado con flequillo y la chaqueta abierta, huirá a Francia después de la guerra, se incorporará a la resistencia francesa, será capturado por los nazis y encerrado en el campo de exterminio de Gussen en Mauthausen, donde morirá el día de Navidad de 1941. Habrán muerto, una vez más, inútilmente. Pero hoy es el día de San Antonio. Los trigos están en sazón después del largo invierno serrano y las parras anuncian las delicias de la uva; la sonrisa de las muchachas es dulce y dulce es también el turrón que venden por unos céntimos entre músicas en la plaza. Hoy es tiempo todavía. por PEDRO GARCÍA CUETO Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras. Ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo, publicado por la editorial Difácil, donde ha publicado su obra esencial en el año 2017. Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El ojo crítico y La estación azul, entre otros. Su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud —el año que viene cumplirá cuarenta años—. Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difácil, editorial que lleva siempre con buen tino César Sanz. Los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar. Amanecer en Damasco se publicó en 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura; son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val); hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado ‘Maletas’, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos: El cuerpo doblado de las persianas golpeadas por el viento las copas de los árboles un rayo deja herida la atmósfera a la espera de cura. mil rayos nunca mataron un cielo pero por si acaso todo amanecer es yodo para —los— desánimos. En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía, pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación por sentirnos solos ante el mundo. Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema. El homenaje a Damasco también es hermoso, porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido: Damasco, serigrafiada tras la anatomía del cristal y el bajorrelieve de tu mirada, amanece, pero a tu lado. Cuando dice el poeta en otro verso: «El ahora bien podría haber sido esta mañana» ya nos está diciendo que el tiempo es eterno. En la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor. Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción. Si del Val mira el paisaje neoyorkino, extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (Difácil, 2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmática misión, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino. No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto: amanece el árbol de un manicomio pronto despegarán los primeros gorriones en cámara lenta filmados por Cocteau. No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar. Hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema: mienten las cenizas cuando se posan en los tejados miente la muerte mienten las mentiras todo es acabose estamos hechos de irrealidad premeditada. Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York. Continúa esa senda con Lenguas de hielo (Difácil, 2012). Aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana. Hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria: El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda estrella desterrada del trono de la noche quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal cojeando en la repisa lleno de la poca libertad que le cabe en el pico la desolación de la quimera nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida. Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo. Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolitan (Difácil, 2013). Vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado: an new york am new york am new york grita una mujer a mi espalda no ha demenciado no se cree más de lo que es está repartiendo el diario gratuito. Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, sólo a sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, aunque recojo esta vez el final de un poema en prosa: Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombres que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así. Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.
Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola. Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de la poesía, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc. En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas». Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno: sería otoño pero el aire aún conservaba un olor destellado a luz. Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz. Puede que estemos en sombras, nos dice Del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser. Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia. Celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices. por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Dicen que habitamos el tiempo de los monstruos. Que los límites de nuestra capacidad para pensar el mundo son ahora más evidentes que nunca, a la vez que el mundo mismo se sume en complejidades apocalípticas sin precedentes. Francisco Jota-Pérez Silence was a way John Lydon ¿Cómo he llegado aquí? Diego Sánchez Aguilar INTRODUCCIÓN (Enfermera, bisturí… hilo…) Diego Sánchez Aguilar es el Dr. Frankenstein. El Dr. Frankenstein coge fragmentos, trozos, miembros de diferentes cuerpos. Los pone juntos, los ensambla. Construye, a su modo, la nueva carne, una nueva carne hecha de cicatrices, heridas, sombra. Así, Diego Sánchez Aguilar ensambla los diferentes elementos que componen su poemario Las célebres órdenes de la noche. Tú, como lector, después, puedes llevar a cabo la descomposición del monstruo (la vuelta a su realidad fragmentaria), la disección de ese artefacto poético donde lo narrativo o lo épico monopolizan muchos de sus versos sin dejar a un lado un componente indudablemente lírico. Así que coges un cutter (o un bisturí) y haces las veces de cirujano o carnicero (igual que Diego Sánchez Aguilar). Separas las tres partes de las que se compone Las célebres órdenes de la noche. Haces tres montones. En el primero pones Cantar del destierro. En el segundo, El bosque y la muchacha. En el tercero (y último), Evangelio del Doctor Frankenstein. PRIMER MONTÓN Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo. Oliver Sacks ¿Será solo el silencio lo esperado? Diego Sánchez Aguilar Observas el primer montón, ese que trata sobre un modo de exilio. Separas el pliego de páginas, lo haces bien. Te fijas en los títulos: Preoperatorio / Unidad de cuidados intensivos / Enfermera, el árbol / Anestesia / Respiración asistida / Aguja hipodérmica / Etc. Trazas imaginariamente los contornos borrosos de un campo semántico que tiene que ver con el hospital. O sea: el destierro es un hospital. Ese lugar donde el ritmo frenético de nuestra vida se detiene. Te preguntas: ¿serán los enfermos los nuevos ascetas? ¿ellos? ¿acaso serán ellos las personas que escapan del vértigo social y político y se asoman (no tienen más remedio) a la sombra, a la muerte? Destierro como exilio. Como fuga interior. Huida al desierto: igual que Jesucristo (esa figura que mutará en el TERCER MONTÓN en monstruo, metáfora-antítesis de aquel que venía a salvarnos). Destierro como silencio. Un silencio que, en cierto modo, se disemina a lo largo de muchos versos del Cantar del destierro: Ahora el silencio viene a buscarme, o no, (desde lejos, desde otra tierra, llena de pulidos huesos) y no trae la respiración de ninguna bestia. No obstante, la voz poética llega a preguntarse por el sentido de ese silencio: ¿Para qué este silencio? El silencio articula en muchos de los versos una suerte de alejamiento, al igual que lo hace el desierto, ese desierto que incide en la mirada del que observa, la mirada de ese personaje que (confinado en una habitación de hospital) se interroga constantemente sobre el sentido de lo que le rodea (la sombra de un árbol, el sonido que éste pueda hacer) o que (casi moribundo, casi inerte) llega a aceptar la situación en la que se encuentra, parece no querer luchar: Entonces habrá que vivir aquí. Y así. Absolutamente desposeído, despojado y sin saber qué es eso (…) Esa aceptación, esa desposesión o falta de referentes entronca con una experiencia que podríamos convenir en llamar vacío semántico (o simbólico): la desaparición del significado dentro de nuestra existencia, en nuestras relaciones, en el comportamiento rutinario que se aleja del símbolo o de la metáfora, de algo que va más allá de lo estrictamente material. Podemos, entonces, hablar de la muerte de las metáforas. No ya en Las célebres órdenes de la noche (evidentemente), sino en la realidad que retrata, esa realidad de la que se tiene conocimiento casi como eco pues el exilio (el destierro, el enclaustramiento) no nos permite verla, solamente intuirla (y apenas recordarla). Esa muerte de los tropos (su ignorancia) se traduce en una especie de amnesia que se retrata a la perfección en un poema como Enfermera, los ríos: ¿Cómo eran los ríos? ¿Cómo abrían la tierra y llevaban la hoja muerta hasta el mar? La permanencia de las metáforas del río como vida o del mar como muerte solamente son intuidas aquí porque el sujeto poemático únicamente las nombra, las cita como si ya hubiera olvidado el significado de todo ello, sus resonancias clásicas, los ecos de Jorge Manrique (por ejemplo) en una conciencia que se descompone. Porque, sin duda, algo así es lo que tiene lugar en la cabeza del personaje que aquí nos habla en primera persona a lo largo del Cantar del destierro: la desintegración de la conciencia de un individuo, su capacidad de percepción e interpretación, el entorno (y su reflejo en uno mismo) que se difumina de forma fantasmal: (…) intento buscar en mí la imagen del río. Cantar del destierro es un monólogo constante, casi silencioso dentro de esa quietud espectral que rodea al personaje y que, como una sombra flotante, planea a lo largo de los versos, sobre ellos. La voz del personaje es aquí monólogo interior, esa stream of conciousness que en la narrativa muestra el discurrir de la conciencia de un ser ficcional y que, en esta primera parte del libro (y de modo épico-lírico), filtra y condiciona la naturaleza de las composiciones aquí presentes, que imprime cierto carácter lánguido y minimalista a la vez que absolutamente desolador. Una desolación que en Nuestra Señora del Destierro resulta más que patente mediante la concisa locuacidad de sus versos: Esto no es cantar. Es ver el escenario vacío, el aire cayendo lentamente en el aire. Esto es arder. Algo parecido (salvando las distancias, pero con cierto aliento común) a lo que decían The Mission of Burma en su canción ‘Forget yourself’ de 2009: Forget yourself what a joy not to be to be the mist and not to be burn yourself burn yourself up burn yourself forget yourself En realidad, en el Cantar del destierro se traza el dibujo de una crisis, una crisis de carácter existencial de la que percibimos su atmósfera, el ambiente opresivo y yermo que genera, pero de la que apenas sabemos nada (y que linda con el nihilismo). Y, a decir verdad (siguiendo a su autor), es una crisis que, en realidad, no es nueva: Lo que nunca ha cambiado Y el viento aún aviva. Una crisis que (parece) viene de lejos, incluso anterior a la voz que nos transmite esta realidad aciaga y depresora, que convierte al sujeto en algo no unitario sino desmembrado, seccionado: Esto es lo único. Estos tubos en la boca de los que entra y sale el aire manchado, el relato de alguien, o de trozos de alguien: cabeza, osamenta, víscera enferma. Si seguimos el texto, otros títulos dentro del Cantar del destierro nos susurran nombres de significación clásica: Narciso / Edipo / Sherezade / Poética / Etc. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución: Todavía la flor busca el espejo. Con él nació su recuerdo húmedo (…). Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos: También yo, a su imagen y semejanza, abro los ojos desde esta cama me pregunto por qué ahora la flor, con qué sentido, qué espero encontrar tras estas palabras, dentro de ese murmullo que suena como una piedra sobre la oscuridad, que solo yo oigo cuando dejo de respirar. La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’: Sherezade cuenta lentamente como si tejiera el silencio con pesados hilos. Sherezade cuenta y yo escucho sin entender, hasta que no sé si me duermo. Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte: Escucho mi cadáver. Creo que vive en la dura sombra, a un centímetro de mi aliento. SEGUNDO MONTÓN The dark trees that blow, baby, in the dark trees that blow David Lynch Sigue corriendo hacia el centro del bosque Diego Sánchez Aguilar La noche como símbolo. La noche como símbolo romántico. Esa noche donde las formas borran sus límites, donde la precisión de esos límites termina por desaparecer. Lo contrario del mediodía, de la luz, del sol. La noche que tiene lugar en el bosque. La noche en el bosque donde el hombre se reduce, se hace pequeño. Tal vez con miedo, frágil: Tu corazón, pequeño, respira como un pez. Entre tus blancos senos la luna se está ahogando. La noche es un bosque que no termina. La noche que se convierte en misterio, que adquiere toda su capacidad semántica como espacio de peligro. El bosque como lugar de insectos, telas de araña, temor y crimen: Los bosques son lugares peligrosos. La noche que acoge los cuerpos, la noche que acoge el placer, el miedo: Sobre los árboles tendida, la noche ofrece su garganta. La noche que late en el sexo: (…) las hojas tiemblan de placer y miedo: la noche insectívora exige vuestros labios. La noche que engendra sombra que engendra noche (y suma y sigue): Sabes que será hermoso, como tus ojos cerrados que guardan un latido abierto y la constelación del beso. No tardará en surgir la sombra. La noche que susurra canciones. Por ejemplo, ‘She sleeps, she sleeps’ de Fire!: su polirritmia rota, abrupta, que pudiera servir de marco sonoro a esta aventura criminal en el seno del bosque. La noche que es sinónimo de sueño, sinónimo de muerte tal vez. La noche que es oscuridad, solamente eso, un caminar hacia la oscuridad, sin vuelta atrás: La oscuridad frente a ti es tan densa que puedes verte como en un espejo. La noche que es un cuchillo que es muerte que es la noche y es bosque: (…) y en tus labios estará despertando el beso, y en tus oídos estarán naciendo los pasos de aquel que debía venir, y viene y llegará antes su reflejo que él, como un cuchillo. La noche sagrada / La noche muerte: “El bosque y la muchacha” es un proyecto de libro en el que quería explorar las posibilidades que el imaginario del cine slasher me ofrecía para tratar una serie de temas: la relación entre el descubrimiento del cuerpo como placer y el cuerpo como dolor, el bosque como espacio voraz, irracional, sagrado y, por lo tanto, temible […]. (Diego Sánchez Aguilar: fragmento de entrevista en El coloquio de los perros, diciembre de 2017) TERCER MONTÓN El futuro es solo la vejez, la enfermedad y el dolor... James Whale Una película slasher al menos toma en serio el cuerpo al reconocer cuán horrible es su mutilación. Ese horror es la fuente del horror. Pero al estetizar la deformidad, Whale en realidad golpea a la audiencia con más fuerza que cualquier representación burda y realista. Porque, en cierto nivel, creemos que la deformidad no debe ser estetizada, que tomar el sufrimiento y la deformidad humanos y volverlos casi bellos es un acto de profanación Lloyd Rose (The Wasington Post, noviembre de 1998) Nunca pudiste decir se era pedazos o si era uno Diego Sánchez Aguilar —Cartón piedra, simulacro. —Ficción, mito. —Aliento romántico. —Monstruos. —Atmósfera bíblica, cicatrices, tentaciones. —Resurrección. —Resurrección del monstruo. Estos son algunos elementos que componen el puzle del Evangelio del doctor Frankenstein. Si el Cantar del destierro supone la descomposición o la desintegración de un individuo (su conciencia, su memoria), el Evangelio es la composición a través de los pedazos, del fragmento, de eso que convenimos en llamar monstruo. Una composición hecha a partir de cicatrices y vacío: De todas las caricias con que inventas tu nombre, solo la cicatriz ha cosido la vida con la muerte. El monstruo de Frankenstein es, a decir verdad, la metáfora perfecta del individuo contemporáneo (¿por qué no decirlo? ¿por qué no pensarlo?): una metáfora profética (copyright de Mary Shelley) que anuncia ese monstruo que nace de la fragmentación posmoderna y que se prolonga en una nueva etapa que algunos autores como Marc Augé han querido llamar hipermodernidad, pero sobre la que (en relación con tal término) no hay unanimidad. Permitámonos (ahora) un circunloquio, una deriva (que, a decir verdad, no es tal): si pensamos, por ejemplo, en el cine de Tarkovski, se llegaba a decir de él que rodaba teniendo en cuenta al individuo como ser completo, unitario, no fragmentado (sic). En cambio (a diferencia del cineasta ruso), buena parte del cine contemporáneo se caracteriza por la fragmentación: fragmentación de la linealidad discursiva, fragmentación del cuerpo a través del primer plano o el plano detalle, por poner unos ejemplos. Incluso la fotografía actual, animada por las redes y la instagramatización de la realidad, deambula por semejantes territorios: el retrato del individuo no como un conjunto sino como fragmentos, retazos. Algo que se acerca mucho a la narrativa pornográfica en su objetualización del sujeto, en la aniquilación de su alma, en su despiece (casi) de matarife simbólico. La identidad del hombre se ha fragmentado y su puesta en escena encuentra un tratamiento semejante a nivel plástico. Todo esto nos lleva a la conclusión de que el monstruo de Frankenstein (con sus cicatrices y su propia composición hecha de trozos, pedazos, tal y como bien apunta aquí Diego Sánchez Aguilar) resume a la perfección una identidad contemporánea que se ilustra a través de discursos fragmentados, un relato que se desacopla (y agota) a cada paso. Frankenstein es hijo de nuestro tiempo y, como tal, el Anti-Mesías (que no nos salvará de nada) debe adoptar una estructura semejante. Rota, hecha de cicatrices, cosida: Mira, Fritz, ¿cómo llamarías a esto?, ¿carne?, ¿brazo?, ¿miembro?, ¿fragmento? Te resistes a llamarlo Hombre, lo sé. Podría decirse que el discurso de Diego Sánchez Aguilar juega con una linealidad no evidente, con un proceder que tiene que ver más con lo segmentado: Todo, en esta historia, hablará de ruinas, de fragmentos. Así ha de ser el reino de lo humano. No obstante, la homogeneidad discursiva del poemario es indudable y no admite fisuras en su rigurosa composición sin que eso provoque que la voz poética se sustraiga de una realidad que no termina por ser unitaria, sino compleja y escindida: Aquí estás tú. Esto es lo que hay cuando dices yo. Solo hay que coser, que dar la forma, como hacías con plastilina en el colegio. Por otra parte, las resonancias bíblicas flotan a lo largo de toda esta sección del poemario. Resuenan incluso al tomar, al principio, una cita de Dámaso Alonso, autor en el que el versículo bíblico es inseparable dentro de su libro Hijos de la ira. Unas resonancias evangélicas que se descubren en la forma de muchos de los versos que animan esta parte final del poemario, incidiendo en las repeticiones, las interpelaciones al receptor (en muchos casos Fritz), recurrencias formales propias de textos sagrados. Unos ecos de las Sagradas Escrituras que nos hacen ver al monstruo de Frankenstein como ese Anti-Mesías al que ya se ha hecho alusión antes y que, en diferentes momentos de este Evangelio, queda completamente claro que no agita la bandera de la salvación sino de todo lo contrario: No ha venido a morir por nuestros pecados. Ha venido a morir por nuestra muerte. Un salvador que no salva, un salvador lleno de cicatrices: (…) lo que la cicatriz esconde y llena de estrellas el oído de la noche, a eso lo llaman monstruo. Y el monstruo anuncia el reino de la nada. Un monstruo que no tiene nombre: Quien ha venido a mostrarnos el reino no tiene nombre, ni tiene casa. No tenemos aquí a un Moderno Prometeo, sino a una suerte de Jesucristo novedoso y nihilista que no predica la redención. En realidad, no predica nada y el evangelio es un evangelio sin palabras que hace bucles mudos dentro del silencio. Sólo nos queda por tanto el vacío y el terror, el terror que es animado por el monstruo: No hay imagen, no hay palabra, no hay camino. No hay más senda que el latido. No hay más reino que el bosque, que el desierto. La mirada cínica del autor se ve con claridad en ‘Las Tentaciones’, donde las reminiscencias bíblicas a nivel lingüístico son más que evidentes recordando el discurso del Nuevo Testamento y estableciendo una analogía constante con Jesucristo pero tirando de antítesis, paradojas. Un poema, este de ‘Las Tentaciones’, que articula (también) la revisión de una de las secuencias fundamentales de la película de James Whale y que Diego Sánchez Aguilar toma como referencia dentro del Evangelio del Doctor Frankenstein: el encuentro de Boris Karloff (el monstruo que no tiene nombre) con la niña y que termina con la muerte de ésta ahogada por la bestia. Es en este momento donde, sin lugar a dudas, se subraya esa visión cínica a la que se aludía antes, puesto que aquí la tentación es la niña, el demonio es la niña, el demonio que habla con el Anti-Mesías (ese Prometeo desnaturalizado) y que le habla sobre la inmortalidad, que compara la flor que arroja al agua con el alma, esa flor que flota en la superficie del lago y no se hunde, el alma que flotará más allá de la muerte: Y levantó el cuerpo de la niña como la niña antes levantó las [flores y la tiró al lago para ver cómo su alma inmortal flotaba sobre la [negra muerte. Y desapareció la niña bajo el rostro del lago como desaparecen las palabras bajo el manto de la noche. Evangelio del Doctor Frankenstein se construye a partir de recurrentes analogías, analogías con el relato evangélico del Nuevo Testamento, semejanzas a través de las que comprobamos, incluso, el desarrollo de la Pasión y Muerte (en este caso de la bestia: su crucifixión en el molino: la cruz es un molino es una cruz). Correspondencias también con la Resurrección, una resurrección del monstruo a través del celuloide, a través del poder mágico de las imágenes en movimiento que hacen que el que no tiene nombre vuelva de entre los muertos: Mira, la criatura está viva. Mira: aquí, dentro de esta caja oscura, está anunciando el reino de la nada. La criatura está ahí. Ha aparecido entre las sombras, trayendo consigo toda la sombra. Ése es el mensaje final del anómalo evangelista que, recordando a Anselm Kiefer, ha compuesto Las célebres órdenes de la noche, un mensaje que anuncia las tinieblas y el miedo: Ellas salieron corriendo del sepulcro porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo. (Marcos 16, 1-8)
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