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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por FLORENCIA STRAJILEVICH KNOLL En lugar de interrogarse sobre su ser, se interroga sobre su lugar: ¿Dónde estoy?, más bien que ¿Quién soy? Ya que el espacio que preocupa al arrojado, al excluido, jamás es uno, ni homogéneo, ni totalizable, sino esencialmente divisible, plegable, catastrófico. Constructor de territorios, de lenguajes, de obras, el arrojado no cesa de delimitar su universo, cuyos confines fluidos cuestionan constantemente su solidez y lo inducen a empezar de nuevo. Constructor infatigable, el arrojado es un extraviado. Un viajero en una noche de huidizo fin. Tiene el sentido del peligro, de la pérdida que representa el pseudo-objeto que lo atrae, pero no puede dejar de arriesgarse en el mismo momento en que toma distancia de aquél. Y cuanto más se extravía más se salva. (Kristeva, Julia, 1980, p. 16) El viaje... Proceso de conocimiento/autoconocimiento y aprendizaje que lleva a cabo el sujeto que se embarca en la aventura de aprehenderse a sí mismo y al espacio que lo rodea. El eje de la presente exposición toma como base dos novelas, Dr. Jekyll y Mr. Hyde y Alicia en el País de las Maravillas, las cuales ponen en discusión la idea del “creador” como un viajero; un viajero que crea sus propias reglas y leyes en su universo particular, habilitando continuamente un espacio de lo nuevo, lo desconocido, lo extraño y lo desafiante. Tanto Dr. Jekyll como Alicia son dos personajes que, en un contexto de permanente transformación y avances científicos, someten su existencia y, más específicamente, sus cuerpos, a una serie de cambios; aquellos son producto de un enfrentamiento ante los límites impuestos en su contexto socio-político y cultural. La continua rebelión y tensión que mantiene el individuo con la naturaleza, la cual intenta superar, trae como consecuencia una destrucción identitaria fruto de una serie de cambios físicos que acontecen ante el intento de traspasar las barreras de un conocimiento prefijado y calculador que se instala por medio de la razón. Lo racional choca con los deseos ocultos, con esa oscuridad que habita dentro de cada sujeto; hay un afuera, algo que desde el exilio incita a romper las reglas del juego e iniciar el viaje hacia un más allá no asimilable, no nombrable, allí donde “no se es”. En ambas novelas hay una unidad que se rompe, que se fragmenta; esta disociación se materializa y se vuelve palpable, por un lado, en los dos cuerpos que adquiere el Dr. Jekyll, quien, a través de la ingesta de una sustancia, se transforma en Mr. Hyde. Por otro lado, Alicia también sufre transformaciones en su propio cuerpo: aumenta y disminuye de tamaño conforme a los diferentes alimentos que consume. En el caso del Dr. Jekyll hay una profunda ambición, una fuerte soberbia (hybris), que se observa en su afán por ir más allá de los límites preestablecidos por la ciencia y los descubrimientos hechos hasta el momento; esta hybris por parte del protagonista se detecta en otras obras como Fausto o Frankenstein pero, en el caso de la novela de Stevenson, el desafío frente al conocimiento se ve acompañado por una serie de rasgos y deseos arraigados en lo profundo del alma del protagonista que gritan por salir a la superficie. No hay que olvidar que el contexto victoriano es un contexto donde los buenos modales y los comportamientos socialmente aceptados dan cuenta de la clase de persona que es cada miembro de la sociedad: Heredero de una gran fortuna, favorecido además con excelentes dotes, inclinado por naturaleza al trabajo, sensible al respeto de los más sabios y buenos entre mis semejantes, y, por lo tanto, como habría podido suponerse, con todas las garantías de un futuro honorable. Y seguramente el peor de mis defectos fue cierta disposición impaciente y alegre, que ha hecho a la felicidad de muchos, pero que para mí resultó difícil de conciliar con el imperioso deseo de destacarme y mostrar ante el público algo más que una buena compostura común y corriente. Por esto sucedió que oculté mis placeres, y cuando llegué a la edad de mi reflexión, y comencé a mirar a mi alrededor y a evaluar mi progreso y mi posición en el mundo, ya estaba entregado a una profunda duplicidad de vida. (Stevenson, Robert Louis, 1999, p. 81) Lo remarcable de esta cita, primero, es la idea de duplicidad, la idea de que el Dr. Jekyll es un individuo que contiene el bien y el mal dentro suyo. El cambio de apariencia física materializa, corporiza los cambios que sufre su alma, su identidad. El hecho de que por las noches el doctor adquiera otro aspecto representa el lado bestial y monstruoso que lo constituye como persona. Su “maldad” no impide ni es condición excluyente para que, durante el día, sea un sujeto recto y compuesto; sus dos personalidades conviven en una relación de tensión y lucha permanente dentro del Dr. Jekyll y, cuanto más intenta refrenar alguna de sus dos caras, aquella aflora con mayor intensidad. Tal es así que, al final del relato, su perversión y desmesura terminan por destruir su vida, su corporalidad, su profesión y sus vínculos. El “no-yo” rompe con los límites de aquello que se puede considerar el “yo”; lo abyecto tiene lugar desde el momento en que el Dr. Jekyll intenta superar las posibilidades humanas y científicas y, a raíz de ello, explorar un terreno desconocido y siniestro (unheimlich). Los deseos, pasiones e inclinaciones que tiene el protagonista incitan y provocan constantemente el raciocinio humano; lo llevan a apartarse de aquello que se considera “correcto” ante el resto de la sociedad. El control mediante el cálculo, la medición, la previsión y clasificación absolutas que emplea la razón como instrumentos de dominio de la naturaleza humana se ve amenazado por pulsiones, las cuales desestabilizan la identidad y la “integridad” del doctor ante su círculo social; debido a los parámetros de la época y a la imposición de ciertas reglas de conducta, Dr. Jekyll tiene que cambiar de apariencia para que no lo juzguen. Este cuerpo personifica lo indecible, aquello que no puede ser enunciado; una figura excluida y apartada de un universo donde prevalece lo que se considera “aceptable”, no sólo a nivel social sino, también, en relación a la ciencia y al conocimiento. La exclusión, la fragmentación, la desintegración corrompen tanto el cuerpo físico como el cuerpo del conocimiento, al cual se lo considera como unidad orgánica, indivisible e incorruptible; el accionar del protagonista provoca que los límites se desdibujen, que no permanezca una frontera clara entre el adentro y el afuera, entre lo que existe más allá y más acá de la ciencia. Esto último, a su vez, desestabiliza el sistema social, obtura la posibilidad de generar bases sólidas ante los nuevos descubrimientos e información adquiridos y, a la vez, altera el paradigma imperante. Al ir hacia la novela de Lewis Caroll se observa que allí también se construyen nuevas formas de conocimiento, más allá de los sistemas establecidos. Alicia crea un nuevo mundo, se posiciona como una viajera dentro de un universo construido por ella, donde las leyes que lo gobiernan están prefijadas y preestablecidas por medio de su voluntad. Educada en un sistema escolar inscripto en el marco del victorianismo, Alicia es una niña que se encuentra imbuida por los saberes y normas transmitidos durante su escolaridad; el sueño que ella tiene, el País de las Maravillas, puede pensarse como un “no lugar”, un espacio atemporal y alejado de su realidad inmediata y palpable. La oscilación que acontece entre la historia marco y el sueño enmarcado se corrobora tanto, al inicio de la novela, como al final, cuando la hermana de Alicia tiene un sueño que trae a la protagonista de vuelta a la realidad. La caída de Alicia en el agujero puede pensarse como una instancia de pasaje desde un mundo/realidad a otro; un trayecto donde cambia el sistema de comprensión del mundo. Esto conduce a un extrañamiento, a un encuentro de la protagonista con un mundo otro y personajes y construcciones otras. El sistema racional que rige la vida cotidiana de Alicia es diferente de la racionalidad que existe en ese país con el que ella sueña, el cual responde a un sistema de reglas diferente; y este acontecimiento pone en entredicho la noción de identidad. La protagonista se pregunta constantemente quién es, dónde está; sus preguntas funcionan como un intento del lenguaje de dar solvencia a su base identitaria, si bien, por el contrario, Alicia carece de bases en este nuevo mundo. No puede articular respuesta alguna, lo que trae como consecuencia que nunca logra conocerse a sí misma. A su vez, estas incertidumbres, estos cambios, van acompañados por los procesos de crecimiento y empequeñecimiento de su cuerpo lo cual, como en el caso del Dr. Jekyll, materializan las transformaciones que acontecen dentro del alma del personaje. Hay un cortocircuito en la esfera de la comunicación tanto, en el orden de la palabra, como en el plano psíquico-físico, lo cual se reconoce cuando Alicia intenta enviar mensajes a su cuerpo para cambiar su tamaño (a través de la ingesta de sólidos o líquidos) pero no puede alcanzar la proporción adecuada en función del espacio en el que se encuentra. La articulación y fluidez comunicativa se encuentra suspendida, y este proceso acompaña la desarticulación que existe entre la serie de preguntas que formula Alicia para con ella misma y su entorno, y las posibles respuestas que nunca encuentran una vía posible de resolución. Lo que acontece no se corresponde con aquello que Alicia aprendió en la escuela, lo cual permite deducir que el mundo onírico que ella crea rompe con las ataduras y con ese conocimiento único y compacto que caracteriza al contexto de producción de esta obra. Alicia es un sujeto extraño en su propia creación; ella misma personifica el extrañamiento, la exclusión, de acuerdo a un sistema al que por momentos altera y con el que por momentos se armoniza. Esta ambigüedad, esta búsqueda permanente de un significado en todo aquello que rodea al personaje y que forma parte de su constitución y configuración como persona, tiene que ver con el concepto de heterología (Bataille) el cual apela a una construcción continua de sentido que se da través de la inversión del sistema lógico. La caída de Alicia en la madriguera simboliza este proceso de inversión; inversión de las jerarquías, del lenguaje, del propio cuerpo. El proceso de abyección que sufre la protagonista se observa (entre otros aspectos) en los cambios de tamaño que modelan su cuerpo, el cual termina por volverse un cuerpo extraño a semejanza de lo que ocurre con el Dr. Jekyll. Las transformaciones del entorno y lo corporal van de la mano, y las reglas que se quebrantan pueden pensarse como una proyección de la alteración, desestabilización y diseminación del yo interno de Alicia. No existe una única respuesta, no hay una sola forma de conocer y de conocerse, no hay verdades absolutas, y estos cambios corporales permiten pensar un juego de presencias y ausencias que habilitan un espacio inabarcable, indecible, indescifrable, suspendido entre los límites que impone la razón. Día a día, y desde ambos lados de mi inteligencia, el moral y el intelectual, avanzaba con firmeza hacia esa verdad, cuyo descubrimiento parcial me condenaba a tan penoso naufragio: que el hombre no es verdaderamente uno, sino dos. [...] Otros seguirán, otros me superarán, en esa misma línea, y me atrevo a suponer que el hombre será finalmente conocido como una mera comunidad de habitantes múltiples, incongruentes e independientes. (Stevenson, Robert Louis, 1999, pp. 81-82) Tanto Dr. Jekyll como Alicia se presentan como viajeros dentro de sus propias creaciones, en la búsqueda de alguna respuesta o algún escondrijo que permita escapar a los patrones que rigen la vida en su conjunto. Sin embargo, esos espacios secretos, misteriosos y hasta siniestros habitan dentro de cada uno de estos personajes, habilitando la aparición de múltiples personalidades e identidades las cuales, muchas veces, escapan entre sí. No hay certezas, verdades absolutas a partir de las cuales poder controlar la naturaleza interior o exterior; ambas cohabitan y sólo pueden revitalizar el diálogo que mantienen entre sí al crear un ámbito de inquietud constante. Aquello que escapa a la comprensión y que provoca un salto al vacío, puede llevar a la destrucción, pero, a su vez, es lo que permite ir más allá de los márgenes y poder caer en el agujero de la resignificación. ————--
—HOLMES, Richard, La edad de los prodigios, Madrid: Turner, 2012. —JACKSON, Rosmary. Fantasy. Literatura y subversión. Buenos Aires: Catálogos, 1986. —KRISTEVA, Julia. “Sobre la abyección” en Poderes de la perversión. Buenos Aires: Catálogos, 1988. —NEGRONI, María. Museo negro. Buenos Aires: Norma, 1999. —SHATTUCK, Roger, Conocimiento prohibido, Barcelona: Taurus, 1998, cap. 3. —STEVENSON, Robert Louis. El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Buenos Aires: Cántaro, 1999.
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por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN Hay gente que piensa que todo lo interesante ocurrió en el pasado y que a nosotros solo nos queda contemplar los vestigios o la vida ordenada de ese momento que es la historia. Son gente que no tiene capacidad de observación. Todos vivimos momentos que —examinados con atención pero sin énfasis— son apasionantes; lo deberían ser pues forman nuestra vida. Conozco un febril entusiasta de la literatura que puede recitar de memoria las fechas de publicación de casi todas las novelas victorianas. Da gusto hablar con él, porque no se conforma con la simple enumeración propia del memorioso. Él la acompaña de anécdotas: la editorial, las ventas o las reseñas que acompañaron al nuevo libro. Uno saca una idea amplia y amena de lo que son simples datos hoy en día y entonces fueron vida. Los comentarios de los críticos —siempre engola la voz cuando los parafrasea— son un contrapunto mordaz —por lo errado de tantas críticas que, con mucha frecuencia, estaban más cerca de la advertencia profética que de la lectura sagaz. Su conversación —a veces monólogo, pero lo disculpamos los que le acompañamos porque es ameno y es amigo— traza el auge y decadencia de la novela victoriana. Comienza con los Papeles de Pickwick y acaba con Rudyard Kipling y Joseph Conrad —dos escritores excéntricos. Le gusta señalar que Charles Dickens fue el primero y que, quizás por esa razón, añade humorísticamente, es el más importante de esa época. Quizás si Anthony Trollope o Thomas Hardy hubieran espabilado —suele añadir— ahora tendrían más relevancia. De nada sirve que le recordemos que Hardy es uno de los grandes, siempre queda por detrás de Dickens y eso, en parte, es porque no tuvo clara su vocación literaria que se aprecia —siempre añade— en las correcciones innumerables a las que sometió sus novelas, a veces muchos años después de haberlas escrito. Por más que le recuerde nadie que William Thackeray publicó en 1837 —el año de la coronación de la reina Victoria— algo arguye para contrarrestar la temprana entrada de Thackeray en el mundillo literario —a pesar de que en su momento fuera muy apreciado, dice jocoso, pero era un aprecio superficial, propio de los elegantes de entonces. Las hermanas Brontë destacaron desde que publicaron sus primeras novelas, a pesar de tantas novedades entre las que podrían haber naufragado, y también a pesar de no insistir en la publicación, al contrario que muchos que lograron su reputación gracias al empecinamiento editorial. Elizabeth Gaskell es una de ellas —una de las sentimentales, según mi amigo, al contrario que George Eliot, que manejaba las pasiones con frialdad y que solo necesitó cinco novelas para asentar su magisterio, según vio muy bien Lionel Trilling, le apunto; a pesar incluso de Trilling, me replica y recuerda los años en que este fue catedrático en la Universidad de Columbia en Nueva York. Allí hubo un tiempo —los años de la Segunda Guerra Mundial— en que daba clase a soldados que estaban obligados a matricularse en algunas asignaturas para luego embarcar rumbo a Europa. La literatura, por lo visto, era de las elegidas pero no de las amadas, o al menos eso contaba Allen Ginsberg, compañero de aula de los marineros. Trilling —entusiasta— les hablaba de los cinco victorianos y de algunos más y lo único que conseguía era que durmieran en sus clases o que las pasaran mirando al techo. Dickens continuó su imparable carrera, destacándose por varios trancos del resto. Hardy bregaba para no perder el compás, Gaskell iba ocupando ya su puesto en la posteridad, uno bastante rezagado, cercano al de Trollope o al de Thackeray, que aún tuvo repercusión mientras vivió. Los excéntricos, a pesar de su tardía llegada, lograron que los lectores les prestaran atención —quién sabe si por cercanía estética o porque eran algo nuevo y, sobre todo, diferente y un tanto exótico. El fin del imperio se acercaba y el interés por eso que en breve sería pasado, memoria, historia finalmente, aumentaba a finales del siglo XIX. Los escritores veían cómo se colocaban en la sociedad literaria de entonces —o quizás era que el conocido mío, con el horizonte de popa despejado, veía a cada uno como si fueran boyas. Algo similar nos ha ocurrido a los demás —si hemos prestado atención al mundillo literario, una atención que ganaba en emoción si de algún modo uno sentía que formaba parte—, aunque solo fuera como lector. En los años ochenta así lo creía. Era un lector —privilegiado, porque asistía al nacimiento de una nueva era literaria—, al menos así es como lo recuerdo; algo que no es extraño si desde algún suplemento literario anunciaban cada semana un nuevo valor en alza y en las revistas mensuales encontraba largas entrevistas a autores jóvenes o cuestionarios a otros que tampoco eran aún ancianos. Aquellos jóvenes —Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas y tantísimos otros— habían publicado alrededor de los inicios de 1980 —que podía ser a finales de 1970— y, según algunos críticos, luchaban a brazo partido contra los mayores —una lucha desigual, según esos mismos avezados prescriptores, porque los mayores disfrutaban de la gloria y del reconocimiento lector, aunque más bien habría que señalar que en algunos casos los mayores habían ejercido de maestros y amigos, como era el caso de Juan Benet o de Juan García Hortelano. Es verdad que otros venían de provincias y no conocían a nadie en el mundillo, pero eso les importaba poco, creo. Poco a poco, gracias a los suplementos —que ejercieron simultáneamente de fustigadores y padrinos— los mencionados y algunos más fueron situándose. A su alrededor otros daban vueltas en órbitas erráticas o trabajaban a un ritmo distinto: Juan Francisco Satué, Agustín Cerezales, Beatriz Pottecher, Mercedes Abad y algún otro. En provincias había quien intentaba lograr la fama: Miguel Espinosa, Miguel Sánchez Ostiz... De aquel entonces recuerdo una ilusión adolescente —la edad, claro, también la ilusión de ver ante mí el nacimiento de aquel momento extraordinario que, por más que digan y envidien, no ha vuelto a repetirse (a la ilusión me refiero, y a la lectura anárquica y caprichosa de casi todo lo que los nuevos narradores publicaban). La etiqueta “nuevo narrador” precisa de muchas matizaciones, pero sirva por ahora para referirme a los escritores españoles que comenzaban a publicar en la década de 1980. Yo tenía mis preferidos, los que pensaba que alcanzarían la fama, la gloria, el favor del público, sobre todo, los que publicarían unas cuantas grandes novelas cuando la madurez les llegara. Algunos publicaban con regularidad, sin que transcurriera demasiado tiempo entre una y otra —no jugaban a ser James Joyce, por ejemplo— e iban adelantando posiciones, pero otros se distanciaban de una manera que nunca habría imaginado. Hay quien dejó de publicar tras su tercer libro, o acaso caían en editoriales de provincias que no los promocionaban. Nunca he sabido si eso se debía a que habían agotado su caudal imaginativo, si la escritura no era lo que habían imaginado, si todo había sido un dulce juego de juventud que abandonaron al llegar a la madurez... Nunca lo he sabido. Este artículo no es un recuerdo de adolescencia —que ni siquiera a mí me interesa— ni tampoco un análisis sociológico de la fama literaria —el papel de las revistas, la consabida corrupción de los críticos, el gusto caprichoso de los lectores... Es un recuerdo a esos que comenzaron, pero se quedaron en el camino —da igual la razón; los escritores que no encontraron su lugar en el mundillo literario español. La distancia temporal —ahora que vuelvo a pensar en ello después de tantos años— reordena las perspectivas y los ángulos. Algunos de los que creí que podrían llegar muy alto han quedado en la sombra —algunos ni siquiera ahí. Otros vagabundean por el viaducto, al igual que aquel personaje de un cuento veraniego. Unos pocos —no resulta extraño ahora— se han acomodado —merecidamente— en sus sillones aterciopelados —y me alegro por ellos; tantas horas de lectura gozosa acaban, por fortuna, en agradecimiento —a pesar de la fealdad de lo que nos rodea y nos ha rodeado durante tantos años, la miseria nunca se fue del todo, solo rebajó su mal olor. Me equivoqué en mis predicciones; no me quejo, tampoco me extraña, quizás algunos supieron entrever o intuir por dónde iban los tiros. Yo solo fui un lector que esperaba la publicación de la nueva novela de cada uno de ellos —ese ellos no incluye a todos, eran mis ellos, al igual que ahora, reducido el grupo, siguen siéndolo—, aunque unas pocas veces pensé entonces que alguno había abandonado la lectura porque tardaba demasiado en dar su nueva novela a la imprenta. En todos los casos simplemente el intermedio entre una y otra se alargó. Nunca fui capaz de ver quién lo dejaba, nunca ninguna novela me dio la impresión de ser el testamento de ninguno. Solo con el tiempo me di cuenta de que ya no volvían a publicar. He sido fiel a quienes han seguido y de quienes lo dejaron guardo un agradecido recuerdo. Quizás no haya más, quizás como lector nunca necesité nada más. Fue bonito asistir al inicio y consolidación de unas cuantas carreras, y extraño el ver cómo algunas quedaban en suspenso, apagándose el eco sin que lo advirtiese. SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN (Zaragoza, 1968). Ha colaborado en revistas como Lateral, Archipiélago, y actualmente lo hace en Turia y en el El Norte de Castilla, dentro de su suplemento literario “La sombra del ciprés”.
por ENRIQUE A. CONESA Ha llovido mucho jazz y en muy distantes latitudes y longitudes desde que Coleman Hawkins se marcó su solo ‘Picasso’ allá por el 1948, de gira con la Jazz at Philarmonic de Norman Granz hasta que Javier Denis y su Banda Andalusí compuso y ejecutaron en un estudio de grabación de la tierra su ‘Suite de la Merced’, dedicada a este pintor malagueño de la misma Málaga, que diría la Martirio, que era de la misma Huelva. Ha llovido mucho jazz y se han interpuesto, además de unos cuantos husos atlánticos, algo así como unos 72 años, tres cuartos de siglo como quien dice. De todas formas no han sido tantas las ocasiones en las que la pintura o la figura de este pintor de la misma Málaga han podido inspirar a los músicos (a los músicos que lo son, de la pachanga no hablamos). Esto sí, en ocasiones sus pinturas reproducidas fotomecánicamente han servido para iluminar las cubiertas de álbumes fonográficos con composiciones de Falla, de Stravinsky, de Brahms, de Ravel, de Hubbard (Freddie), eligiéndose la pintura y la época o el estilo en función de las estéticas dominantes en las piezas musicales grabadas. Así, para la cubierta del antediluviano Discophon, con dos movimientos por cara de la Sinfonía 1 de Brahms ejecutada por la Filarmónica checa conducida por Karel Ančerl se eligió el tierno ‘Niño con paloma’ de la época azul; para El amor brujo y El sombrero de tres picos de Manuel de Falla, también del catálogo sesentero de Discophon, se reprodujo a una escala reducida sobre un cálido fondo el óleo postcubista ‘Jacqueline mirándose en el espejo’; para el EMI Columbia en el que Otto Klemperer ejecutaba frente a una Philharmonia Orchestra la Sinfonía en tres movimientos y la suite Pulcinella de Stravinsky se reprodujo el lúdico óleo cuasi cubista (post) ‘Los tres músicos’ (su versión con guitarra); para el Bolero de Ravel y otras famosas piezas del francés ejecutadas por Seiji Ozawa frente a la Boston Symphony, un Deutsche Gramophon, se eligió un aguatinta de la serie ‘Tauromaquia’; y para el Atlantic de Freddie Hubbard-İlhan Mimaroğlu/ Sing me a song of songmy —el más conseguido de todos los álbumes con cubiertas picassianas—, el expresionismo tardío de la Una masacre en Corea. Y más cubiertas que a buen seguro que habrá y no conocemos. Por cierto, que para ilustrar la cubierta de unas de las ediciones, ya tardías (1995-Giants of jazz), de la composición-ejecución ‘Picasso’, de Coleman Hawkins, la de 1948, se eligió un lamentable dibujo coloreado en el que se intentaba copiar una parte de una de las versiones picassianas de su ‘Los tres músicos’ junto a un momento de Hawkins soplando su saxo bajo una orla con unas destartaladas mayúsculas que deletreaban ‘PICASSO’, kitch a más no poder. Excusamos su reproducción. Aunque no sea este el tema que nos va a interesar, dejaremos anotado que, aparte de la serie de Matisse, ‘jazz’, pocas veces se ha acertado haciendo por conjugar el jazz con las artes plásticas. Otra excepción sería la reproducción de un cuadro de Jackson Pollock, ‘White light’, de 1954, para ilustrar el seminal disco de Ornette Coleman Free jazz. A collective improvisation, de Atlantic-1960. Todo un acierto, incluida la presentación con su ventana abatible sobre el detalle del óleo reproducido. Pedazo de placa, oiga. Los que la tengan, la conserven. Pero volvamos al Picasso-Jazz theme. En el caso de Hawkins no fue una suite ni tampoco una composición al uso para cuarteto o quinteto o trío, sino un magnífico solo de saxo tenor grabado —y concebido para ser grabado— en 1948. Estaba, a la sazón, el saxofonista de Misuri embarcado en la empresa de Norman Granz, ya saben, su Jazz At The Philarmonic, como oficial primero de aquella primera troupe de filarmónicos en la que llegaron a figurar, a lo largo de sus evoluciones, los nombres más grandes de lo que entonces era el jazz. El jazz de la quinta y sexta décadas; un jazz que se revolvía entre las propuestas más vanguardistas de Charlie Parker, Bud Powell, Charles Mingus, Dizzie Gillespie, Max Roach, por una parte, y otras propuestas más templadas y melódicas que, como las que alentaba Granz y su Philarmonic, estaban destinadas a un público más abierto y tal vez menos intelectualizado y exigente; un público más interracial que acudía a los auditorios a escuchar versiones de estándares, de recreaciones de blues y hasta de canciones populares ejecutadas por solistas de la talla de Hawkins y otros gigantes del momento. Unos gigantes —Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Jimmy Smith, Oscar Peterson, Stan Getz, Roy Eldridge, Illinois Jacquet, entre tantos otros— que a lo largo de las tres décadas 40/50/60 de aquella JATP venían integrados en formaciones, más bien inestables, que recreaban los ambientes festivos y a veces dionisíacos de las jam sessions al cierre de las actuaciones oficiales en clubes y en salas de concierto. El caso es que en ésas andaba Hawkins cuando mandó parar el carro de aquella JATP y, después de una jornada de ensayos y vacilaciones —se habla de un ensayo previo de unas doce horas—, se plantó delante del micrófono para registrar un solo de poco más de cinco minutos que tituló ‘Picasso’. Un solo unos nueve años posterior a aquel otro legendario que ejecutó en 1939 desde los primeros coros de ‘Body and soul’, la canción de Johnny Green (música) y de Heyman, Sour y Eyton (letra), compuesta para la cantante Gertrude Lawrence. Una jazz song que no tardaron en incorporar a sus repertorios otras estrellas de la canción y el entretenimiento, llegando finalmente a los dedos y a la garganta de Louis Armstrong, desde la cual a los repertorios de muchas figuras del jazz de todos los tiempos que han hecho versiones memorables de tal tema. Entre ellas y muy principalmente esta de Coleman Hawkins en 1939 ha sido seguramente la más aclamada y referida ya que con aquel solo seminal, en esta primera ocasión de unos tres minutos, se inició esa suerte jazzística que hoy es todo un rito de esta tradición musical, el del solo del saxo tenor. De aquel mismo solo de tres minutos derivaron los cinco del ‘Picasso’ hawkinsiano, como podrá advertir cualquier amante o aficionado al jazz que no tenga las orejas forradas de pana. Para otros oídos más finos, como los de Joachin E. Berendt, en este último solo, el del ‘Picasso’, podrían apreciarse ecos de una partita de Johan Sebastian Bach para violín, la partita en Re menor. Lo cual, dicho sea de paso y después de las pertinentes audiciones, hemos de decir que resulta bastante acertado, y mucho más habrá de resultarles a aquellos que sean capaces de comparar los pentagramas, entre los cuales no nos encontramos. En la suite de Javier Denis, una suite muy jazzística y coltraniana desde los primeros golpes de baqueta de Carlos González, ‘sir Charles’, sobre los platillos y los primeros pulsos de Baldo Martínez en las cuerdas de su contrabajo, no hemos sabido encontrar ningún momento ‘Hawkins’, lo cual, desde luego, no es ningún defecto, aunque sí que pueda serlo considerando la voz ‘defecto’ desde su raíz (lo que queremos decir es que no está Hawkins ahí). Mas, antes de referirnos a esta suite un poco más en extenso, diremos que el requisito dionisíaco y cordial y melódico y filarmónico que ha de cumplir cualquier composición jazzística para serlo y para no naufragar en el intento está plenamente conseguido. Y es que desde la introducción ‘Amanece’ (amanece sobre la Plaza de la Merced: eso es lo que vemos) el cuarteto andalusí nos agarra de donde sea para no soltarnos hasta el ‘adiós’ con el que concluye la suite. Así, durante los ‘Juegos en la Plaza’ sobrevolados por el batir de las alas de las blancas palomas, recreando un tema juguetón fresco e insinuante que, en un momento indeterminado, da pie a un largo viaje sin retorno; un viaje en el que el saxo tenor esgrime las razones por las cuales ese retorno no hubo de producirse, perfectamente asumidas por los airosos fraseos que dibuja la guitarra-piano de Marcelo Sáenz. Mas a la altura del 6:30 adviene la templada ‘Contemplación’, que no es otra que la de la propia verdad del pintor entrevista por el músico, la cual no tarda en generar una serie de ‘Imágenes’ muy andaluzas y muy hispanas, tanto como en su día lo fueron las del ‘Olé’ coltraniano y, por momentos, las de la ‘fiesta’ de Chick Corea, aunque en las cercanías del un tanto abrupto adiós (queríamos más), se vuelve a un efusivo y desatado Coltrane. Sólo que aquí los que jalean y se dan a la improvisación y al juego melódico son músicos de la Hispania Fecunda, lo cual se nota lo suyo. Vaya que sí. Pero conste que si hemos hablado del Picasso de Hawkins antes de referirnos a la Suite de la Merced de Javier Denis no ha sido con el ánimo de comparar aciertos ni excelencias, por así decirlo, sino para hacer por senti-entender (extensión del ‘senti-pensar’ zubiriano) la pieza del maño malagueño en su contexto histórico o acontecimental. Intento este que con Javier Denis está plenamente justificado desde el momento en que este músico en cuestión, además de ejecutar y componer, es un gran conocedor, por lector y por estudioso, de las tradiciones musicales cercanas a su arte, e igualmente de las razones históricas que las sustentan. Por otra parte hemos de considerar que las miradas del saxofonista de Misuri y las del saxofonista maño-andalusí apuntando hacia la obra de Picasso son difícilmente confundibles desde el momento en el que Hawkins no podía mirar más que hasta el Picasso de 1945, el Picasso de ‘El osario’, una suerte de epílogo de ‘Guernica’-1937; y de esa mirada surgió ese solo sinuoso, introspectivo, a ratos lírico y más romántico que barroco, y siempre monótono en el mejor de los sentidos que musicalmente puede tener este término, mientras que en 2003, que es el año de la Suite de la Merced, compuesta con motivo de la inauguración del Museo Picasso de Málaga, la mirada hacia el pintor podía y debía abarcar la totalidad de su producción, así como la dimensión universal de su obra y de su figura. De tal manera que si en 1946/48 —los años en los que maduró el ‘Picasso’ de Hawkins, con el pintor en activo— esa mirada estaba tintada por los tonos grises y pardos del Osario y de los bodegones del fin de la IIGM y de los aún pregnantes grises y negros de ‘Guernica’, en 2003, medio siglo después, la mirada hacia Picasso desde su Málaga natal no podía tener otros tintes y otros cromatismos que los propios de un homenaje musical a su arte y a su gracia tan andaluces, y a toda su larga, inconmensurable y proteica producción. Y es así que esta Suite lo que celebra es el nacimiento y la primera residencia malagueña del pintor —de la que partió siendo ya pintor, aunque aún no maestro—, la circunstancia de su extrañamiento en otras tierras lejanas a la nuestra —desde La Coruña hasta París—, la eclosión de su arte y la plasmación de las figuras entrañadas que siempre serán las suyas, las del ‘estilo Picasso’ (el toro, la mujer fatal, la madre, la muerte, la violencia, y el surreal sinsentido al que también se acercó con su poesía), y, finalmente, el adiós que pintó en su último autorretrato, el de julio de 1972. Ese mismo ‘adiós’, que hay que ir a Tokio a contemplarlo en vivo, pronunciado por un ya anciano pintor sin estar aún del todo seguro de si se iba mañana o pasado mañana, como así fue que aconteció aquel 8 de abril de 1973 en Mougins.
Así que a cada uno lo suyo: a Coleman Hawkins nuestro aplauso mantenido por haber ensayado in illo tempore ese homenaje más bien austero y monótono, aunque potente e inspirado, al Picasso de las posguerras; y a Javier Denis nuestro aplauso igualmente mantenido y más que merecido por haber compuesto y ejecutado esa suite tan andaluza y tan sentida e inspirada, tan jazzística y tan moderna, tan universal y tan de nuestra tierra para celebrar esta feliz circunstancia: que Pablo Ruiz Picasso, ese indiscutido primer pincel del siglo XX, era de aquí, de la misma Málaga. Por cierto ¿dónde podréis adquirir el CD de la Andalusí Jazz Band de Javier Denis-Suite de la Merced/2003? En ninguna parte. Se hizo para la ocasión una tirada mínima no sé deciros ahora de cuántos ejemplares, y hasta la fecha. |
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LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA" PUNTO DE NO RETORNO JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN EL HIELO QUE MECE LA CUNA NO FUTURE MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA IMITACIÓN Y VERDAD. JOHN RUSKIN LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN? ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500 BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES" "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO" CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ LADY GAGA: PORNODIVA DEL ULTRAPOP LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA" UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO KEN KESEY: EL MESÍAS DEL MOVIMIENTO PSICODÉLICO CINCUENTA AÑOS DE UN LIBRO MÁGICO: RAYUELA, DE JULIO CORTÁZAR LA INCOMUNICACIÓN Y EL GRITO QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS LAS RIADAS DEL ALCANTARILLADO MÚSICA EN LA VANGUARDIA: LA ESCRITURA DE ROSA CHACEL MULTIPLICANDO SOBRE LA TABLA DE LA TRISTEZA: UNA APROX. A LA TRAYECTORIA POÉTICA DE JOSÉ ALCARAZ RUBÉN DARÍO EN LOS TANGOS DE ENRIQUE CADÍCAMO THE VELVET UNDERGROUND ODIABAN LOS PLÁTANOS "TREN FANTASMA A LA ESTRELLA DE ORIENTE" DE PAUL THEROUX: EL VIAJE COMO FORMA DE CONOCIMIENTO EL TEMA DEL VIAJE EN LA PROSA FANTÁSTICA HISPANOAMERICANA GUERRA MUNDIAL ZEUTA LA HAZAÑA DE PUBLICAR UN NOVELÓN CON SOLO 25 AÑOS JACINTO BATALLA Y VALBELLIDO, UN AUTOR DE REFERENCIA EL OJO SONDA: LA MIRADA DE TERRENCE MALICK SURF Y MÚSICA: MÚSICA SURF EL PERSONAJE METAFICCIONAL DE AUGUST STRINDBERG MARCELO BRITO: PRIMEROS PASOS HACIA EL TREMENDISMO EN LA OBRA DE CAMILO JOSÉ CELA EPIFANÍAS JOYCEANAS Y EL PROBLEMA AÑADIDO DE LA TRADUCCIÓN EL VALLE DE LAS CENIZAS RASGOS BRETCHTIANOS EN "LA TABERNA FANTÁSTICA" DE ALFONSO SASTRE AL OESTE DE LA POSGUERRA. JÓVENES EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA LORD BYRON Y LA MUERTE DE SARDANÁPALO JUAN GELMAN. UNA MIRADA CARGADA DE FUTURO FRANZ KAFKA: UN ESCRITOR DISIDENTE Hemeroteca
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