por ANTONIO COSTA GÓMEZ UNA CHARLA En enero de 2018 di una charla sobre la saudade en Gabriel García Márquez en la universidad de Cádiz. No quería hacer algo académico porque odio todo lo académico y acartonado. Para mí la literatura es hacer vivir, como Henry Miller o Jack Kerouac. Quería hablar con espontaneidad y no leer un texto muerto. Me olvidé de un montón de cosas, pero daba igual. Había pocos oyentes, porque estaban de exámenes, pero no importaba. De todos modos, con temas literarios siempre llegamos a poca gente, tal vez basta con que una persona o dos te reciban de verdad. Hablé como un solitario desde la mesa del salón de grados. Quiero darles este texto y que sugiera cosas vivas, que no se pudra en un gabinete académico lleno de polvo digital para disposición de hormiguitas especializadas. Tal vez alguien que me lea reciba algo, como si le hablase a un desconocido con la atención abierta en la estación de Zurich, dispuesto a escucharme porque nada le estorba en una espera entre dos trenes. LA SOLEDAD EN ARACATACA Les hablé de Aracataca, el pueblo que inspiró Macondo, de que es un pueblo solitario, hay una estación vacía por la que pasa un tren de 120 vagones que lleva carbón a Santa Marta y no para allí, el tren tarda mucho en pasar y da una sensación kafkiana, algunas personas se sientan en los bancos desolados a verlo pasar, como personajes de Edward Hopper. Cerca de allí está la plaza alargada, unas letras pintadas recuerdan a Comala, el pueblo hermano en la literatura, Remedios la Bella flota desnuda rodeada de mariposas amarillas con el libro abierto de Gabo, en una esquina hay un pequeño circo solitario con un tiovivo minúsculo. En el pueblo hay muchos billares, lo cual me recordaba la película Newman buscándose la vida, quedan las letras que anunciaban El buscavidas de Robert Rossen, con aquel joven Paul, el antiguo cine y los comercios de los turcos, ahora son otros negocios pero quedan las letras solitarias. Una vez llegó al pueblo un joven holandés que se hizo llamar Tim Buendía, fundó el alojamiento Gipsy Residence en homenaje al Mago Melquíades y puso Aracataca en el mapa del mundo, lo hizo salir en guías importantes, publicó informaciones en páginas web, pero sufrió amenazas y se fue a Los Ángeles. Tim Buendía construyó una Tumba de Melquíades, un espacio lleno de piedrecitas con la frase “las cosas tienen vida, solo hay que saber encontrarla”. El pueblo ni siquiera quiere llamarse Macondo, hubo una votación para cambiarle el nombre, pero ganó el no a Macondo, el restaurante “El patio mágico de Gabo y Leo Matiz” tiene las piedras enormes como huevos prehistóricos de que habla el principio de Cien años de soledad, fotos de Gabo, una máquina de escribir nostálgica, homenajea también al fotógrafo Leo Matiz, al que admiraba Frida Kahlo, y exhibe en grande esa foto en que un marinero está solo entre sus grandes redes. Tiene gracia que un fotógrafo se apellide Matiz. Hay poca iluminación por las calles. De noche, el pueblo parece flotar cerca de las estrellas, las casas bajas se esconden detrás de la vegetación, la casa de Gabo es un diseño abstracto y posmoderno, unas habitaciones con paredes altas casi vacías, con objetos simbólicos en medio de ellas, una mesa para fabricar peces, un ejemplar viejo de Las mil y una noches. Lo que si está es el legendario Corredor de las Begonias, y en el jardín queda el ficus gigantesco donde ataron a José Arcadio Buendía. Le pregunté un día a Jaime García Márquez sobre la casa y me dijo que estaba bien, por lo menos se hacía un homenaje a su hermano. Aracataca surgió de la nada a finales del siglo XIX y casi volvió a la nada, está fuera de la carretera principal que lleva a Bogotá. Cuando yo llegué me llevaron unos chicos en moto al centro; una vez fue animadísima, cuando llegó la Compañía Bananera de Estados Unidos, en el autobús hacia allí se ven otra vez grandes plantaciones de plátanos y se cruzan puentes cubiertos que recuerdan Los puentes de Madison de Clint Eastwood. El pueblo está al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta, no lejos del mar. Con la compañía hubo una prosperidad legendaria, llegaron productos del mundo entero, tiendas de todas clases, prostitutas francesas, todo tipo de sofisticaciones, se movió tanto dinero que se encendían cigarrillos con billetes de dólar, y todo se derrumbó cuando fue la masacre terrible. Hubo unas protestas de los trabajadores por sus condiciones de vida, incluso solo cobraban en bonos para comprar en tiendas de la compañía; un gobierno conservador mandó al ejército, un general hijo de puta convocó a miles de personas en la estación de tren y los declaró bandidos, les dio cinco minutos para marcharse, los masacró sin piedad; después el ejército cazó por las casas a todos los sindicalistas y activistas obreros, no se sabe si fueron dos mil muertos o muchos más, esa masacre provocó crisis parlamentarias, pero nunca fue castigada, después la compañía bananera se fue y Aracataca se hundió en el olvido, los americanos tenían su propio pueblo separado con alambradas, allí tenían sus chalets lujosos y sus piscinas y sus damas sofisticadas tomando el sol, todavía se ven ahora las alambradas y los chalets restaurados, se marcaba la frontera clara entre dominadores y dominados. LA SOLEDAD EN CIEN AÑOS Aracataca tiene mucho en común con Macondo, el pueblo de la novela. En la plaza principal hay un árbol solitario que se llama Macondo, es un árbol raro que es más grueso por arriba que por abajo. Gabo dijo que cuando se marchaba de Aracataca veía una finca que se llamaba Villa Macondo, pero a ese árbol probablemente lo llamaron así los negros procedentes de África; en el sur de Tanzania hay una cultura que se llama Makonde, sus gentes fabrican unas figuras fascinantes de demonios familiares y los venden en los mercados de la capital. Macondo es un pueblo que fundan unos seres que huyen de más al Este por un crimen de honor, porque alguien duda de la hombría de José Arcadio Buendía, surge de la nada y vuelve a la nada. En Cien años de soledad obviamente el tema central es la soledad, la vemos en el pueblo mismo y en todos los personajes, José Arcadio Buendía acaba solo atado a un árbol hablando con los muertos y perdido en sus sueños, el hombre al que mató está más solitario que él y necesita hablar con un vivo; Aureliano Buendía está tan solo que marca un círculo de tres metros alrededor de él al que no deja entrar ni a su madre; Remedios la Bella tiene la soledad de su belleza desmesurada y de que no tiene interés por la vida concreta, pertenece a otro mundo más cósmico; Rebeca muere en su cabaña solitaria porque le ha fallado el amor de su vida. La vieja Úrsula es la sensatez a lo largo de la novela que equilibra las cosas cuando los personajes se lanzan en caprichos y acciones absurdas, pero al final de su vida, cuando está ciega, es cuando percibe a todos mejor que nunca, se da cuenta de cosas que había ignorado, pero precisamente entonces descartan sus opiniones como frases de vieja chocha, el último Buendía está metido en sus libros y en sus investigaciones y se da cuenta de que el pueblo entero y todo lo que ha vivido es pura literatura, incluso Fernanda del Carpio, a la que Gabo caricaturiza como rígida europea que pone ritmos y ceremonias en el caos y la desorganización de los caribeños, se encuentra radicalmente sola. Macondo está tan solo que, cuando al final de la novela el belga pide que le envíen una avioneta, los europeos la mandan precisamente a Tanzania, donde están los Makonde, y no a Colombia; la prostituta es la amante de un Buendía y la madre secreta de uno de ellos; la soledad atraviesa a todos los seres de Macondo y no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra; incluso cuando empiezan a llegar un montón de hijos de Aureliano Buendía los reconocen por la mirada de soledad que tienen todos. LA SOLEDAD EN LAS OBRAS DE GARCÍA MÁRQUEZ Pero la soledad aparece en todos los libros de Gabo, y hay distintos tipos de soledad con distintos significados, en El coronel no tiene quien le escriba aparece el individuo abandonado por la burocracia, como un personaje de Kafka; Gabo admiraba mucho a Kafka, en La hojarasca se habla de los seres que llegaron a Macondo, las hojas arrancadas de las ramas y desarraigadas, pero los propios habitantes de Macondo eran también hojarasca, como en Antígona, un viejo y su hija se empeñan en enterrar a un médico excéntrico al que todo el pueblo odiaba; en Del amor y otros demonios acusan de brujería a una joven porque se mantiene al margen del mundo oficial y conecta más con el mundo de los esclavos africanos; no es que no pudiera aprender la lengua española sino que no le interesaba, y le crece el cabello desmesuradamente como señal de sensualidad (me acordé de la protagonista de Peleas y Melisenda de Maeterlinck y de su pasión y su cabello desmesurado), y se enamora de un sacerdote; aquí aparece la soledad como amor y rebeldía. En La mala hora se ve una vaca muerta en el río al principio de la novela y allí sigue al final; algunos dicen que simboliza la corrupción, pero para mí simboliza la soledad; aparecen unos pasquines acusatorios y todos desconfían de todos; en El otoño del patriarca aparece sobre todo la soledad del patriarca, que no puede confiar en nadie, que no conecta con nadie, y algo parecido puede decirse de Los funerales de la Mamá Grande, perdida en su mansión entre pantanos; Gabo, según su biógrafo Gerald Martin y según su hermano Eligio García, describe en la soledad del patriarca su propia soledad, en El general en su laberinto aparece Bolívar viejo y enfermo, retirado de la Historia, y muere desconectado de la realidad, cuando se dirige a luchar contra la propia Venezuela y nadie ha entendido su sueño de una Sudamérica independiente unida. En Crónica de una muerte anunciada hay una soledad metafísica, el hombre está solo frente al destino, no es solo la soledad ante los prejuicios sociales del honor; todo el mundo intenta evitar su muerte, pero no lo consigue, sus propios asesinos lo anuncian a todo el mundo para que alguien lo impida, y una serie de casualidades conducen a su muerte; en Memoria de mis putas tristes Gabo se inspira en El albergue de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata y habla de la soledad de un viejo que trata de comunicarse a través de los objetos y de acciones nocturnas con la prostituta dormida que le presentan todas las noches; en El amor en los tiempos del cólera los dos protagonistas, que se aman sin decirlo durante cincuenta años, deciden al final no bajar nunca del barco en el río Magdalena y separarse del mundo y sus vulgaridades; la soledad en ellos es sueño y romanticismo; en Vivir para contarla Gabo y su madre llegan a una Aracataca espectral y solitaria para vender su casa en ruinas y él trata de mantener su soledad al dedicarse a la literatura contra el criterio de sus padres. En los cuentos aparecen otros tipos de soledad. Por ejemplo, en ‘Ojos de perro azul’ una mujer busca por todas partes quién es el hombre que en sueños le dice la frase “ojos de perro azul” obsesivamente y siguen para siempre perdidos e incomunicados; en ‘Alguien desordena esas rosas’ un muerto solo puede comunicarse con la mujer cambiando un poco las rosas; en ‘Solo vine a hablar por teléfono’ aparece la soledad como angustia kafkiana, la mujer tiene un accidente y la recoge el autobús de un manicomio, y los médicos la retienen allí con tópicos rutinarios y mecánicos, a pesar de sus protestas, y el marido acaba colaborando con los médicos; en ‘El verano feliz de la señora Forbes’ aparece de nuevo la soledad como rebeldía; la señora Forbes es una caricatura de la alemana rígida que impone orden y normas a unos niños, pero de noche anda desnuda por la casa, bebe vino, tiene un amante apasionado, los niños creen que la matan con una botella de vino sacada de un barco pero ha muerto cosida a puñaladas. ‘Maria dos Prazeres’ presenta a una prostituta brasileña que tiene un amante racista y acaba descartándolo, y hace planes para que cuando muera vaya a verla su perro todos los domingos al cementerio; en los cuentos aparecen todas las formas de soledad, como incomunicación, como angustia, como rebeldía, como realización personal, como desamparo ante la sociedad o el universo; en ‘Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles’ el muerto hace que lo esperen los coros de los ángeles porque tiene que aclarar antes algo con el músico que lo llenaba en la taberna; en ‘La noche de los alcaravanes’ los hombres a los que cegaron los alcaravanes ven negada su propia realidad, nadie cree que ese ataque ocurriera, son seres expulsados de todo y de la realidad. LA SAUDADE EN GARCÍA MÁRQUEZ Una forma de soledad que aparece en Gabo y no ha sido comentada es la saudade, es un sentimiento que aparece en Galicia y Portugal, se encuentra en los poemas galaico-portugueses de la Edad Media. Por ejemplo, en ese famoso poema del juglar Meendiño en que una muchacha está en la isla de San Simón, enfrente de Vigo, esperando a su amado, y las olas suben y la separan de tierra, y dice «estaba yo sola en la isla de San Simón / y me cercaron las olas que grandes son / y yo esperando a mi amigo / y yo esperando a mi amigo». También aparece en Teixeira de Pascoaes, el creador del saudosismo, e incluso aparece en Fernando Pessoa, con su nostalgia imprecisa por un Portugal místico y sebastianista. Algunos autores estudiaron las saudades, algunos la comparan con la senshucht alemana o ansia de absoluto. Ramón Piñeiro la definió como el sentimiento de singularidad ontológica del ser humano, de sentirse único y desconectado del universo. También eso es que le da a cada uno su personalidad y su libertad. En todo caso, la saudade se diferencia mucho de la morriña; la morriña es nostalgia de tu pueblo, o de tu país, la saudade es nostalgia de no sabes qué, como aparece en un poema de Rosalía de Castro: «yo no sé lo que busco y que no encuentro / en la tierra, en el aire o en el cielo». García Márquez tenía orígenes gallegos por parte de su abuela materna, por eso su abuela le contaba historias de brujas y de aparecidos, y por eso aparece con frecuencia lo mágico y lo inexplicable en su obra. Además, Gabo admiraba a escritores gallegos, por ejemplo a Álvaro Cunqueiro; llegó a decir que Cunqueiro se merecía el Premio Nobel más que él; Cunqueiro también mezcla distintas culturas con la cultura gallega, une fantasías desaforadas con los detalles más concretos y materiales de Galicia, y hay siempre en él una nostalgia imprecisa de otros mundos. La saudade en Gabo aparece en múltiples libros. Por ejemplo, en Del amor y otros demonios la protagonista tiene nostalgia de un mundo más telúrico e impreciso que la liga a la tierra y a los dioses africanos, la aparta de la doctrina oficial que la condena como endemoniada. Cuando creen que no sabe hablar Gabo dice: «no es que no pudiera aprender el lenguaje, es que estaba más allá de él, no estaba interesada por él. En el cuento ‘Isabel viendo llover en Macondo’ la lluvia enloquecida durante semanas que trastorna la visión del mundo de todos y los deja solitarios también tiene algo de saudade, porque Isabel recuerda los días de calor terrible en que estaba aplastada contra el suelo, por tanto se añora otro mundo que no se sabe dónde está. Remedios la Bella en Cien años de soledad está también apartada de todos por su belleza desmesurada —recuerda a Maria Griselda de María Luisa Bombal, que era tan bella, nadie se comunicaba con ella ni la quería, solo lo intentaba la narradora)—, se marcha a otra dimensión desconocida, se va hacia lo ignorado que siempre añoró. José Arcadio Buendía, amarrado a un árbol, siente un día que avanza por un sueño donde hay miles de habitaciones interminables y no puede agotarlo nunca. De todos modos, él está para siempre metido en los sueños más amplios que la realidad. También el hombre al que mató siente nostalgia de algo que tampoco está en la muerte, es decir, siente saudade. Todos los personajes de Gabo están siempre buscando algo que en realidad no saben qué es, y nunca están contentos con nada, eso es precisamente la saudade. En Crónica de una muerte anunciada, al principio, la madre del narrador canta el “fado del amor invisible”; precisamente esa canción, el fado, es una canción impregnada de saudade y de fatalismo, hay en él una tristeza inexplicable, un sentirse siempre fracasado y deseando algo más pleno, una nostalgia sin remedio. Gabo tiene pocas referencias explícitas a la saudade, pero las tiene muy densas. En El amor en los tiempos del cólera se contrapone el mundo del agua del río Magdalena contra el mundo de la tierra, el primero significa los sueños y la plenitud y la libertad, el segundo indica todos los prejuicios y las vulgaridades y las cerrazones. UN ESCRITOR POPULAR Gabo fue el escritor más popular del mundo y el hombre más rodeado de gente. Eso no es casual. Él siempre buscó ser leído por multitudes; aplicó técnicas modernas y complejas; imitó a Faulkner en los saltos en el tiempo, las elipsis tremendas que omiten decir la acción principal; se inspira en Kafka, al que admiraba, pero sobre todo quiso tener millones de lectores, y lo consiguió por varios procedimientos, uno de ellos es usar las técnicas del periodismo; él vivió de periodista muchos años y varias de sus obras más famosas son reportajes periodísticos como Noticia de un secuestro o Relato de un náufrago; los cuentos de Doce cuentos peregrinos se fraguaron a partir de reportajes periodísticos y tienen el estilo de los reportajes. Gabo prestó atención con humildad y ganas de aprender a expresiones culturales populares. Por ejemplo, una vez visitó en Cuba a Félix Coignet, autor de la novela El derecho de nacer (un médico convence a una chica de que no aborte porque él mismo fue un hijo no deseado y estuvo a punto de no nacer) y el hombre le dio dos consejos claves: el primero, que no haya ningún párrafo sin que ocurra algo, y eso hizo en Cien años de soledad, tiene un ritmo rápido y lleno de acción, siempre están ocurriendo cosas, parece una novela de acción; el segundo consejo fue que no violentase la sintaxis normal de la lengua castellana, y eso hizo también en su gran novela, tiene frases muy largas pero fluyen con naturalidad, tiene mucha imaginación poética pero se entienden fácilmente. También se inspiró en las narraciones orales que le contaban sus abuelos, bebió en el vallenato, que es una especie de balada tocada con acordeón y la voz muy elevada, se dedicó incluso a cantar vallenatos, también imita las narraciones populares de todos los tiempos, como Las mil y una noches, la Biblia, las novelas de caballerías de Europa que tuvieron tanto éxito entre millones de lectores... Por todos esos motivos se acercó a un público amplísimo, que de todos modos se alejó de él cuando publicó libros más vanguardistas como El otoño del patriarca. UN SOLITARIO Y a pesar de todo, Gabo fue un hombre muy solitario, y también con saudade. En su pueblo natal no querían saber mucho de él, lo criticaban por no ayudar económicamente al pueblo, como si eso fuera función de un escritor y no de los gobiernos. Su padre nunca lo respetó del todo: cuando llegaban periodistas de todo el mundo, decía que él también escribía y no sabía por qué le hacían tanto caso a su hijo. En Colombia es un escritor muy discutido, lo critican porque se marchara a México, a pesar de que recibió amenazas de muerte. No se encuadró con rigidez gregaria en ninguna ideología o tendencia: unos lo encuadran en el comunismo, pero cuando viajó en los años cincuenta por Europa del Este se sintió muy decepcionado y no dudó en expresarlo; cuando dirigió una agencia de noticias cubana en Estados Unidos, acabó enfrentándose con el sector más dogmático y tuvo que dejarla. Fue amigo de dictadores, pero también les hizo críticas y trató de salvar con gestiones a personas perseguidas por ellos. Al final de su vida él mismo se sintió reflejado en la soledad de los grandes patriarcas. Su hermano Eligio García Márquez en el libro Así son —lo encontró mi mujer en una basura, sin pastas, y lo encuaderné—, ese libro fascinante de entrevistas con escritores latinoamericanos que necesitaría una reedición, copia párrafos enteros de El otoño del patriarca y se los aplica a él. Llegó a ser un hombre poderoso e influyente en el mundo, pero no se encuadró del todo en nada. Aquí la soledad significa libertad e independencia. Asumió todo tipo de paradojas y contradicciones, lo que le apartó de unos y de otros. Hablaba de los caribeños abiertos, pero cuando llegó famoso a Cartagena de Indias se escondía en su casa, o se iba por ahí cuando la casa se llenaba de visitas para preservar su soledad, y se sentía fuera de todos los tópicos y las trivialidades en las que se convertía su fama, porque la fama, como dijo Sábato, es un conjunto de malentendidos. Él siempre opuso a los costeños vitalistas y espontáneos contra los cachacos supuestamente rígidos y tradicionalistas y europeos (en Colombia hay casi una guerra civil cultural en ese sentido, los de la costa contra los del interior), en una visión caricaturesca y simplista, sin embargo, paradójicamente, los costeños son más cerrados y autosuficientes y no les apetece viajar, y los cachacos viajan más y están más en conexión con el mundo entero; él se siente costeño y nada cachaco, y sin embargo fueron los cachacos los que lo lanzaron al mundo y los que le dieron sus referencias europeas, porque aunque a menudo desdeña Europa, está lleno de referencias europeas, y cuando se fue a México se instaló en el altiplano de la capital, que sería lo cachaco de allí, y no en la Veracruz costeña, donde dijo que se sentía como en casa. Son esas contradicciones las que lo hacen solo e inclasificable. También incide mucho su talante ácrata. Él no tenía una ideología ácrata, pero sí una manera de ser, un estilo en ese sentido, y por eso se separa de las disciplinas de unos y de otros, de los partidos y de las ideologías. De ahí nace su propuesta de eliminar las reglas de ortografía, que tanto escandalizó a la Real Academia. En su discurso de recepción del Nobel, La soledad de América Latina, presenta este continente como un mundo prodigioso y desaforado, tal como lo vieron desde el principio los primeros exploradores, terrible y mágico. Y dice que Europa no lo comprende, que tiene que aplicar métodos menos racionalistas para entenderlo. Una vez más contrapone una América vitalista a una Europa anquilosada, sin embargo él mismo dice que las violencias e injusticias descontroladas de América son cosa del pasado en Europa, y se remite a la cultura europea con Dante y con Homero, y acaba encontrando un terreno común de unión de todos en la poesía, en la literatura como esencialmente poesía, que capta la magia del mundo. Una vez García Márquez contó que se encontraba en Zurich entre dos trenes, entró en un bar, había un pianista en la sombra que animaba a las parejas a besarse con la atmósfera que creaba, era un pianista solitario al que no se le veía en el fondo, pero hacía que otros vivieran y tuvieran magia. Gabo dijo que le gustaría ser como ese pianista, animar a los demás a que vivieran, a que se comunicaran más, a que tuvieran magia. Es curioso, porque también Ernesto Sábato contó que, estando en Zurich entre dos trenes, fue cuando concibió lo esencial de El túnel, que es una de las novelas básicas en que se plantea la soledad, sin embargo lo que Gabo plantea es una soledad creativa y estimulante, una nostalgia que traiga un mundo más amplio a las personas, y Sábato habla de la soledad como incomunicación, pero en el fondo también como nostalgia de no se sabe qué (la mujer mirando al mar esperando una llamada distante), como saudade, igual que en el caso de Gabriel García Márquez. (*) Antonio Costa Gómez (Barcelona, España, 1956). Viajero y narrador.
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por LAURA GIL Only I have no luck any more. But who knows? Maybe today. Every day is a new day. It is better to be lucky. But I would rather be exact. Then when luck comes you are ready. Ernest Hemingway The Old Man and the Sea Me está hablando el camarero y le estoy ignorando por completo. Es calvo, italiano. Estoy en la barra y tengo el turquesa del mar a mis espaldas. Hay uno o dos veleros flotando en él, o eso imagino, porque ya ni miro. No quiero levantar la cabeza del papel. Quiero averiguar algo que me está rondando la cabeza, que no consigo descifrar desde hace días. Se trata de Hemingway y las coincidencias. Y es que ha habido demasiadas coincidencias. Coincidencia, para empezar, que justo hace un par de días un rubito me hablara, jugando al billar, sobre escribir de forma sincera antes de mi excursión en barco. Coincidencia que de camino al barco me perdiera para encontrarme, en el puerto, con un cartel enorme de Hemingway con barba blanca y negra. Coincidencia que hoy, días después, haya tenido que volver al puerto a por una toalla que había perdido, y que me haya encontrado en la puerta de esta cafetería, la Hemingway’s. Coincidencia. Y aquí estoy. Me he pedido un café helado y no levanto la cabeza del papel. No quiero. Prefiero escribir sobre lo que me dijo el rubito periodista. Escribe de forma sincera: lo más sinceramente que puedas. —¿Cuánto tiempo llevas en Australia? —insiste el camarero. —Casi un mes. Vuelvo al papel. Hemingway escribía así: era su sello. Era sincero, rudo, elemental. —¿Y qué sitios has visitado ya? —Sídney, Melbourne, la Gran Carretera del Océano, y acabo de volver de Whitsundays. —Ah, has hecho la excursión en barco velero, ¿verdad? ¿A que son preciosas, las islas? Tengo una alucinación en la que me levanto, lo cojo de los hombros, y le digo: “Pero hombre, ¿quién interrumpe a alguien que escribe?” Pero me limito a decirle que sí, sin mirarle a la cara. Genial tu idea de sentarte en la barra, Laurita. Me tomo un trago del café helado y lo dejo en la barra blanca, evitando la cara del camarero. Le echo un vistazo fugaz a la pizarra de la izquierda, que lleva una cita de Hemingway, y vuelvo al papel. Y es que no puedo hablar. No puedo contarle cuánto me queda de viaje, ni todo lo que he visto ya. No puedo contarle que salté de un avión sin casco. Ni me apetece describirle cómo me perdí en la arena de talco de la playa más bonita del mundo, Whitehaven. Ni que abracé a un koala y a una serpiente en la Isla Magnética, ni que bailé con surferos sobre las olas de Noosa. No puedo decirle que me quedaría a vivir en Bondi, barrio verde tranquilo donde los pájaros hablan otro idioma y los árboles están hechos de gomaespuma. Tampoco puedo ponerme a contarle qué personajes he conocido. Que compartí el cuarto con un australiano que tenía la mano tapada por una rosa tatuada, que vivía en aquel hostal desde hacía años, que llevaba escapando de sí mismo desde que murió su mejor amigo. Meneo la cabeza. ¿Cómo puede uno transmitir un viaje así, de forma sincera? Sería una conversación demasiado brutal. Demasiado honesta. Prefiero seguir con la cabeza agachada, respirando aire a mar. Y él lo ha entendido, al fin. No me habla. Hace sus cócteles en su mundo de camarero. Me mira escribir, o eso creo. Es difícil, escribir de forma sincera. Cuando leo a Hemingway, me llega poca magia a las venas, la verdad. Antes lo contrario, se me llenan los pulmones de un humo realista, pesado, puro. Y creo que tiene que ver con eso que le contestó la señora Stein en París cuando el joven autor le decía que no sabía qué escribir. Escribe, sencillamente, una frase sincera. La frase más sincera que conozcas. Cuánta influencia pudo haber tenido aquella mujer en la obra creativa de Hemingway: qué genio. En este viaje de mochilera por Australia, después de tanto ajetreo, noto que vuelvo a lo más sencillo, a lo más vital. No tengo energía para adornos, ni para pensamientos superficiales. Y me da la sensación de que algo así le pasaba a Hemingway, pero todo el tiempo. Y es esa sinceridad brutal, esa reducción del lenguaje a lo más mínimo, lo que nos hace viajar de la mano de sus personajes y sangrar con ellos en un mar cubano, en Pamplona, o en la montaña de Kilimanjaro. La sinceridad es su fuerte. ¿Pero, creería en las coincidencias, alguien tan real? ¿Y en la magia? Igual sí. Igual se toparía en alguno de sus viajes con ángeles viejos con harpas. Me giro y miro al mar. Veo una isla que luce su pelambre verde oscuro, y de nuevo miro hacia la pizarra. Esta vez leo la cita. No hay riesgo de cruzar la mirada con el camarero; ya no está. Al diablo con la suerte. Yo me traeré la suerte conmigo. E. H. A mí, el haber pasado por delante del póster escondido de uno de mis autores favoritos en Australia me parece un golpe de suerte: una bonita coincidencia. Igual que me parece un absoluto guiño del destino que aquel chico del moño rubio me dijera, unos días antes y entre bolas de billar, que lo único que tenemos que hacer, aquellos a los que nos gusta escribir, es hacerlo de forma sincera. Cuando muera, lo único que voy a dejar como herencia es lo que escriba. Es lo que van a leer los que vengan detrás. Luego se paraba, se agachaba, y colaba unas cuantas bolas rojas más. Achinaba sus ojos claros y me volvía a mirar, enseñándome las palmas de las manos. ¿Qué más vas a dejar? ¿Dinero? Eso no es nada. El dinero se esfuma. Tu legado es lo que escribes, así que más te vale escribir sinceramente. (*) Laura Gil (Murcia, España, 1989). Trabaja en Naciones Unidas.
por MARCO SANZ Habíamos dejado atrás la costa. La carretera, conforme nos internábamos en zona montañosa, se fue volviendo cada vez más estrecha, cada vez más sinuosa. Hubo curvas donde, si me hubiese dejado llevar por la temeridad, pude haber tocado con mis dedos la saliente de una peña que parecía querer meter sus narices por la ventanilla del coche. Algo en mí comenzaba a despertarse. El recorrido inició poco antes del amanecer. Tras una breve parada en San Vicente de la Barquera, nos esperaba Santillana del Mar: de la cueva de Altamira no guardo ningún recuerdo salvo la añoranza, o más bien la tristeza de ver frustrado un genuino ímpetu y curiosidad arqueológica a causa de la agoniosa premura del turismo cultural, que con meses —o quizás un año o dos de antelación— se había anticipado a mis cándidas intenciones de acceder justo ese día al antro milenario. Con todo, decía, fue allí donde, para ser exactos, algo en mí comenzó a tomar forma. Se trataba de un pensamiento —o mejor aún: de una intuición—. Ante la magia de una idea naciente, que aparece de pronto, acaso sobrecogiéndonos como lo hace una gaviota en pleno vuelo durante una noche de insomnio y de miradas desde el balcón, ¿quién puede prevenirse? ¿Quién, insisto, puede mantenerse a salvo de esa cuchillada metafísica que rasga el velo de las trivialidades y pone frente a los ojos de nuestro espíritu el hierro incandescente de una idea? La cuestión tenía que ver con el tiempo, no menos que con el espacio, y por supuesto ahora sé que nada había sido fruto de la casualidad: nunca antes había estado tan cerca de un sitio como la cueva de Altamira, capilla del arte paleolítico, y hasta la fecha tampoco he estado en ningún otro lugar donde el mar haya impresionado tanto mi percepción de la orografía como en Cantabria. Nos encontrábamos ya en el corazón de las montañas —Vada era el nombre de aquella localidad, a escasos diez kilómetros de Potes, Liébana— y debo señalar que en mí no se desvanecía aún esa impronta de inconmensurabilidad que el mar, en su infinito oleaje y lejanas lindes, suele dejar en el viandante. La gente ahí parece deberle al aire puro de la montaña una salud de hierro y un carácter amable; es difícil no contagiarse de la jovialidad cántabra. Sin embargo, una suerte de melancolía hacía mella en mi ánimo. Y no era para menos, sobre todo por aquello que venía experimentando después de estar tan cerca —y a la vez tan lejos— de los yacimientos de Altamira. Pero la melancolía es un temple que le conviene al filósofo, y filosófica era la intuición a la que iba entregándome a medida que me aclimataba a las alturas en cuerpo y alma. El homo sapiens es una especie que bien pudo no haber surgido nunca sobre la faz de este planeta. Pero henos aquí, tan acostumbrados a nosotros mismos y a nuestro entorno, que cuando biólogos y paleoantropólogos nos hablan de la evolución de los primates y del tiempo que le ha costado a la vida engendrar una especie como la nuestra, todo nos parece tan fantástico y remoto que cuesta creérselo y sentirse verdaderamente concernido —una cifra que se cuenta por miles o millones de años me parece un manjar para la memoria erudita, pero no un dato dócil para la imaginación—. Aun así, afirman, nuestra historia es un simple parpadeo en la cronología del universo. Si tan sólo tuviésemos esto en mente cada vez que pretendemos darnos una importancia evolutiva, creo que resultaría más fácil cultivar la humildad y saborear sus frutos en todos los niveles. Somos seres insignificantes, mas no insulsos. Por ejemplo, hasta la fecha, en ningún otro animal ha nacido como en nosotros la noción de dios como una forma de naturalizar todo aquello que desconocemos de nosotros mismos y, por otra parte, de proyectar nuestro deseo de ver descifrado algún día el misterio que nos alberga. Eso le otorga al género humano un cierto estatus —uno que, por otra parte, no habría que sobrevalorar ni tomárselo muy en serio si realmente queremos evitar la acción indiscriminada del ser humano sobre el entorno—. No obstante, pienso que es dicha relación con el misterio —¿Por qué estamos aquí?— lo que, bajo determinadas condiciones, ennoblece la existencia. ¿O no ocurre acaso que ante una pregunta como ésa nos sentimos, a la par que intranquilos o consternados, atraídos y estimulados por una fuerza que, a falta de una palabra mejor, me atreveré a denominar «gracia»? Mantiene el DLE que la gracia, en una de sus acepciones religiosas, es el «favor sobrenatural y gratuito que Dios concede al hombre para ponerlo en el camino de la salvación». Hay tantas ideas que vienen de pronto a la cabeza. El diccionario es puntual: «sobrenatural y gratuito», mas las palabras —no sé, se me ocurre decir— son como esas discretas plantitas que ocultan bajo tierra una intricada corpulencia rizomática. Un favor sobrenatural y gratuito concedido por Dios, ¿no parece todo tan polisémico? Incluso si los términos son tomados por su raíz: a poco que escarbemos, uno de ellos remitirá a otro y así hasta el infinito. Es necesaria la fe para que el sentido de la oración se cumpla o satisfaga los más rigorosos criterios de la veracidad, ya que de otro modo nos veríamos en la situación de tener que arreglárnoslas con entidades imposible de señalar con la punta del índice. Con todo, hay algo que llama mi atención, y tiene que ver, pues, con mi elección de llamar gracia a la forma en que cierto tipo de preguntas nos interpelan. No obstante, quiero ir despacio: hacer de esta meditación un camino. Continuemos la marcha. La clave está en el cierre. Ese favor que Dios concede —obviemos ya el resto— pone al ser humano en el camino de la salvación. Y admitamos ahora que, excepto el humano, no hay ser sobre la Tierra que haga de su condición una fuente de ansiedad metafísica, al grado de querer convertirse en objeto de una intención salvífica. Pero una cosa es esperar que la salvación venga garantizada por la participación de una entidad transcendente y otra muy distinta indagar hasta qué punto el estar a la espera de, la expectativa, es un componente intrínseco a la naturaleza humana. De esto tuve una primera idea cuando caí en la cuenta de que mi sensibilidad a la belleza de los bosques que me rodeaban iba en aumento. Puede parecer una exageración, un producto textual de una inspiración kitsch o de un trasnochado romanticismo. Sin embargo, intento corresponder a lo que en ese momento estaba experimentando y de alguna manera revivirlo; a fin de cuentas, en eso consiste la escritura —al menos cierto tipo de escritura—: en tratar de redibujar la grácil cinética de la vida con el noble carboncillo de las palabras. Hay palabras que crispan y modifican el temple con el que le salimos al paso a la vida, y una de ellas es el vacío. Y de vacío fue la sensación que comenzó a apoderarse de mí conforme pasaban los días en aquel lugar tan apartado del frenesí citadino; más adelante aclararé por qué. Hace apenas un momento sugerí llamar gracia a la forma en que el misterio, colándose entre nuestros pensamientos, ennoblece nuestra existencia. Ahora diré que el misterio no es más que una modalidad en que el vacío suele interpelarnos. ¿O acaso no resulta misterioso aquello que, precisamente, se manifiesta vaciado de toda explicación? Pues bien, la vida humana es algo de lo que cabe decir muchas cosas. Mas de su origen remoto, lo mismo que de su postrero final, no existen palabras, al menos en lo que va de nuestra historia, que alcancen un grado infalible y definitivo de convicción. Siempre queda un espacio para la duda. Comienza entonces el terreno del mito, el de la fe, cuando no el del más recalcitrante de los escepticismos. La vida humana, por lo tanto, es un auténtico misterio. Y al habérnosla con algo que se resiste a toda explicación, es probable que sintamos el vértigo de la libertad: uno puede y hasta se siente tentado a pensar cualquier cosa al respecto con tal de superar lo más rápido posible esa sensación de haber sido dejado en vilo, suspendido entre dos grandes abismos, entre nacimiento y muerte. Hay quienes hablan del carácter disruptivo del instante para referirse a esto. Yo prefiero usar imágenes de cuño más bien espacial, sobre todo porque, insisto, fue el estar en un lugar muy concreto lo que originó el encadenamiento de todas estas ideas. En efecto, estábamos en Vada, alojándonos en una encantadora posada situada en las inmediaciones de un pequeño valle. El clima durante el verano —transcurría la segunda semana de julio— es idóneo para andar y curiosear por los caminos de bosque. Pero el mar. Tras recorrer por espacio de una hora uno de aquellos senderos nos encontramos ante un claro en cuyo centro, elevada sobre un montículo hecho a base de tierra y piedras y piedras, había una ermita; parecía abandonada; en la parte trasera vimos los vestigios de un pequeño cementerio que se resistía a desmoronarse por completo. Y entonces el mar: el Cantábrico, no sé muy bien por qué, me venía a la mente una y otra vez. Al rodear la ermita y de espaldas al cementerio, advertimos después un miradero al que se aferraba, vieja y solitaria, una banca. Fuimos a allí. Nos sentamos. Dejamos de hablar —no por mutuo acuerdo, sino porque el paisaje era tan espectacular que enmudecimos casi instintivamente—. Ignoro también bajo qué mecanismo, qué asociación de ideas hubo detrás, pero fue justo en tal sitio donde esa suerte de vaciamiento del que vengo hablando fraguó en la siguiente estampa: la masa de aire que respiramos aquí arriba —me dije— es para nosotros lo que el colosal volumen acuático para los seres submarinos; las montañas, con todos estos arriesgados e impresionantes contornos orográficos, nos dan una imagen invertida de las profundidades oceánicas. Me pareció extraña, pero ello no impidió que cobrara fuerza: así como de los océanos el fondo nos resulta todavía ignoto —continué—, así también somos ciegos a lo que nuestra propia naturaleza humana puede depararnos; somos insondables, una tensión insalvable entre altura y profundidad, de manera que quien desciende hasta las simas lo mismo que el que se eleva allende la troposfera, muere por asfixia, ¿cuál es, entonces, la prisa? Por eso, aquel que desiste de precipitarse hacia cualquiera de los dos extremos y opta por mantenerse, en cambio, en una zona intermedia, de repente descubre que durante esa tentación de lo desconocido se asoma la gema de la ponderación. Lo importante es resistir. Y hay en la noción de resistencia un poso de especulación filosófica que es provechoso remover aquí. Trato de oír en la palabra «ponderación» lo que los griegos oían en el vocablo σωφροσύνη, por cuanto aquélla, en una de sus acepciones, se refiere a la compensación o el equilibrio entre dos pesos. Me gusta pensar que la primera articulación de la perplejidad de ser humano, quizás tuvo lugar en la montaña, y que para que una operación tal se lleve a término, se requiere de un posicionamiento a medio camino entre la exaltación mística y el arraigo en la tierra, es decir, se necesita de una actitud que pondere la vía intermedia. De ahí que también piense que quienes plasmaron sus manos en una de las paredes de la cueva de Altamira, mantenían en ese momento una actitud semejante en la medida en que intentaban decir: “Nosotros estuvimos aquí”. Se trata de una operación revolucionaria de autoconsciencia, de la que, a juzgar por las investigaciones que se han hecho al respecto, eran perfectamente capaces los seres humanos que habitaron esta región hace alrededor de 30.000 años, y que, desde un ángulo distinto, podría tomarse como una categoría antropológico-filosófica bastante útil para explicar la génesis del homo sapiens, también conocido como homo religiosus. Pero, ¿no resulta esto demasiado arriesgado? Quiero decir: ¿acaso no estoy cayendo en una grave imprecisión metodológica? Más aún, ¿no estaré cometiendo un severo anacronismo al intentar asociar uno de los conceptos más preciosamente pulidos por el espíritu griego con una interpretación bastante libre de lo que dicha pintura rupestre en verdad significa? Me acerco así al final de esta meditación. Es momento de esforzarse y atar los cabos sueltos. La pregunta de por qué estamos aquí en rigor no tiene respuesta. Es un hecho gratuito, un mero resultado del azar. Y sin embargo, nadie puede discutir —puesto que se trata de nosotros mismos— el que se tome como un verdadero y extraordinario prodigio. Son harto conocidas las ideas de Wittgenstein relativas a lo místico. Recuerdo aquella según la cual lo místico no es cómo sea el mundo, sino que sea simplemente. Ahora bien, no conozco ninguna otra sensación tan real y certera que la de asombrarse de que uno sea: estoy aquí, el paisaje y el recuerdo del mar me han despojado de todo excepto de una extraña necesidad de atrapar y fijar para siempre este instante, pero no puedo plasmar mi mano en la pared de una cueva ni transmitir siquiera esto que siento en un enunciado inteligible. Soy. Me veo, aunque no como una cosa distinta de lo que me rodea. Saberme aquí, tan presente, me inspira súbitamente una seguridad inmarcesible, de la que —oh, malditas trampas de la mente— comienzo bien pronto a sospechar: ¿qué es todo esto? ¿Quién soy? ¿Qué hago aquí? Necesito rápido una respuesta. De repente viene otra oleada de calma: el vacío es tan exuberante como estas montañas tapizadas verdemente por centenares de carrascales. Algo me fuerza a dar las gracias. ¿Por qué?, ¿de qué? No lo sé; lo único que sí sé, y con absoluta certeza, es que si me dejara llevar por esta sensación nada podría dañarme: me siento guiado hacia un lugar en el que estaré a salvo. ¿Cuál es? ¿Quién me guía? Tampoco lo sé. Mas la necesidad de dar respuestas vuelve a aparecer. Desde entonces, recogiendo el estímulo de las especulaciones de Heráclito, opté por llamar «vigilia» a ese estado que me he esforzado en describir y que me sobrecogió durante una tarde en las montañas de Cantabria. Ya a la distancia, reflexionando sobre ello, entiendo que de haberme dejado avasallar completamente por lo que estaba pasando, habría quedado atrapado dentro de una burbuja que resultaría muy difícil reventar; de la misma manera entiendo que simplemente no puedo olvidarme de aquello, pues sería un error de mi parte obviar que lo que pasó tiene ahora el valor de una enseñanza. Somos funámbulos en una cuerda tendida entre lo telúrico y lo celeste. Y para explicármelo a mí mismo, lo digo inspirándome en una analogía que me cautivó pero que no recuerdo dónde leí: así como el mar tiene un sabor salado, ya se pruebe por el norte o por el sur, por el este o por el oeste, el sabor de esa tensión entre altura y profundidad es la vigilia. Mas la vigilia, como también traté de describirlo, es frágil y nos puede llevar a los extremos. Lo importante, decía, es resistir, encontrar el equilibrio. De ahí que hablara de ponderación, y esto porque la idea de renuncia me parece homicida, una crueldad cometida por ascetas, monjes y sacerdotes contra la humanidad, pues el efecto que ésta surte consiste en anestesiar, cuando no poscribir, la actitud vigilante. Sin embargo, habría otro camino, que me parece es el elegido por ciertos personajes de la historia de las religiones, y estriba en transmutar incesantemente y a la inversa lo mundano en sagrado, en abogar por que en lo profano radique lo divino y viceversa —las veces que sea necesario—. (*) Marco Sanz (Hermosillo, México). Es profesor de antropología filosófica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa. |
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