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KEROUAC EN BREST

15/3/2019

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por ANTONIO COSTA GÓMEZ

         De acuerdo, ¿quién quiere ir a Brest? Es un puerto militar sin interés artístico, sin encanto, pero yo quería ir a Brest porque allí pasó una noche de borrachera Jack Kerouac, según cuenta en Satori en París. Iba a buscar a sus antepasados, llegó en un tren desde París, se alojó en un hotel y salió a dar unas vueltas, se puso a cantar con unos marineros, preguntó a todo el mundo por los Kerouac de Bretaña que habían emigrado a Canadá, le hablaron de un tipo que tenía una librería, estaba en la cama y estuvieron hablando durante horas, le parecía que era su antepasado, pero eso era dudoso. A la mañana siguiente quiso regresar porque ya había cumplido, pero no había manera de encontrar billete y regresó en un avión a París, quería tener su iluminación en la calle de Saint André des Artes, aunque ya la había tenido de alguna manera en Bretaña mientras miraba los pueblos mágicos desde el tren. Me quedé contento porque estuve con Kerouac, recorrí esa avenida de Siam donde él estuvo con los marineros «que cantaban como ángeles tristes», busqué el bar concreto donde empezó con ellos, pero ya no estaba. Aún así, yo estuve por esas calles modernas y frías, que ya no eran tan frías al estar ligadas al nombre de Kerouac. En la avenida Siam estaba ahora la enorme librería Diálogos,  repleta de literatura, con las fotos enormes de los escritores más sugestivos. Veía a Kerouac, pero también veía a Ernesto Sábato y veía a Albert Camus, era una celebración de la literatura. En esa misma calle caminaba Barbara bajo la lluvia, tal como la escribió Jacques Prévert y la cantó Ives Montand: «Acuérdate, Bárbara, / llovía sin cesar en Brest aquel día», en la ciudad cuadriculada. De todos modos, a pesar de estar cuadriculada, tenía ciertos encantos, quedaba en pie una torre redonda del antiguo castillo y dentro había un museo alucinante con fotos del viejo Brest y artilugios de otras épocas,  había un paseo con árboles mirando el mar y el viejo puerto donde salían los barcos para las islas. En él estaba una escultura de Víctor Segalen que nació en Brest, y eso que no visitamos los alrededores, la bahía de Brest o la isla de Ouessant con sus ovejas salvajes.
         Y quería ir a ese pueblecito, Huelgoat, de donde venía la familia Kerouac, de nombre claramente bretón. Solo faltaba constatar que Kerouac era celta. La cosa encaja bien. Ese estilo vertiginoso de Kerouac concuerda con el vértigo vitalista del arte celta, con esas espirales y torbellinos. El pueblecito quedaba muy a trasmano, renunciaba a él, pero resultó que el autobús que nos llevaba a Quimper paró una hora en Huelgoat. El conductor nos dijo que podíamos dar un paseo, nos bajamos llenos de emoción,  visitamos la plaza principal, el hotel de Bretaña, donde una vez se alojaron André Breton y los surrealistas, fuimos hacia el río de Plata, desde el puente vimos el Caos del Molino donde Gargantúa se vengó de la mala acogida llenando el río de rocas gigantescas, vimos el comienzo del bosque espeso del rey Arturo donde está la Gruta del Diablo, recordamos que en él murió súbitamente Víctor Segalen leyendo a Shakespeare, pensé que en él estaba la Roca que Tiembla como los libros de Kerouac, y en una pared, al lado de un mapa en piedra de Huelgoat vimos una placa de mármol que recordaba a Urbain de Kerouach, hijo de un notario, y decía «él es el antepasado de todos los Kerouac de América», me hice fotos entusiasmado al lado de esa placa, sentí que el propio Kerouac no se hubiera acercado allí. Yo me sentí su representante, miré todo el lugar durante unos minutos con su mismo espíritu. Me dije: yo soy el mismo Kerouac que llega al pueblo de sus antepasados con una borrachera de whisky y de palabras chorreantes, soy el que trae aquí el espíritu de sus novelas y el entusiasmo de sus historias. Me dije: en este pueblo lleno de magia céltica surgió, se fraguó a través de los neptunos de la sangre, como diría Rilke, el dinamismo de los libros de Kerouac, ese mismo espíritu imparable e indomable que encuentra escondida la magia del mundo y la hace reventar como árboles que desgarran el cemento. Junto al puente medieval el intenso lago Le Fao desaguaba en el río, la presa era un pequeño maelstrom semicircular que sugería el vértigo de la literatura acumulada.
         Y quise beber  otra vez En el camino, ese libro que nos pone a todos en el camino, en la vida, en el rodar, ver cosas, tener experiencias, conocer personas. Sal Paradise y Dean Moriarty hacen viajes sin parar por todo Estados Unidos y México, son personas que estallan como cohetes amarillos, demuestran que la vida real puede ser fantástica y sorprendente, rompen las convenciones y las rigideces de los buenos ciudadanos sensatos, de los burócratas o prepotentes que les pegan tiros como en Easy rider de Dennis Hopper. Kerouac rompe el lenguaje con su estilo vertiginoso lleno de vida, le hace al inglés, como dice Henry Miller, algo de lo que no podrá recobrarse, elimina todos los restos de academicismo y de corrección reseca, hace que el idioma rechine, enloquezca, suelte chispas, con él Kerouac recoge lo mejor del mito América, esa América de las carreteras sin fin, de los paisajes de infinitas películas, que vive en los coches y se mueve sin parar, esa América del movimiento y la espontaneidad, que no es el gótico americano de aquel cuadro famoso, que no es el puritanismo ni la quema de brujas de las almas biempensantes con talonario que no permiten una felación ni aún en la intimidad de los cuartos. Kerouac monta un festival de salidas, de amistades, de encuentros y reencuentros, de alucinaciones, pone la vida como un viaje continuo, redescubrirse y redescubrir la vida, pone en lo alto a los beat que se hartan del consumismo de la América más vulgar y de la producción de vidas en serie para vivir el latido de cada vida personal, se aparta de esa América de  las grasas y el hormigón que tanto le gustaban al grasiento Tom Wolfe, con su sonrisa de triunfador repugnante, saca a la luz a Los subterráneos llenos de espontaneidad, que afirman la vida y no la compraventa, ese libro es el festival culminante de los beat, pone el latido beat en el corazón de América, ese latido que rebasa la tecnocracia deshumanizada y kafkiana que nos amenaza cada vez más, que quiere sustituir a la raza humana por robots productivos y rentables.
         Y quise beber los otros libros que leí de Kerouac. Los subterráneos, donde llevó al limite el estilo espontáneo lleno de vida para contar los amores fatales de Leo Percepied por la negra Mardou, en medio de un montón de seres nocturnos que viven en la música y el frenesí. Los vagabundos del Dharma, donde él y sus compañeros beat están hasta las narices del dinero, el triunfo, la productividad, la tecnocracia, se salen a las montañas de California en una lucha por buscar la espiritualidad radical, la naturaleza, la vida auténtica. Son vagabundos, igual que los otros eran gente de carretera, gente que vaga sin fin y viaja en busca de iluminaciones o de descubrir la vida de verdad, son gente inquieta que busca la plenitud de algún modo. Cuánta falta nos haría eso ahora, que los jóvenes buscaran otra vez la plenitud y la vida en las montañas o en las carreteras en lugar de embutirse todo el día en máquinas y más máquinas que mecanizan la vida y le quitan toda espontaneidad. Kerouac nos hace falta de una forma urgente y desesperada ahora mismo. Quise beber México City blues, el libro que me acompañó hace dos años por la Ciudad de México cuando yo estaba en el barrio de Roma donde él y sus amigos se movieron, ese barrio lleno de fantasías bohemias, donde él quería emular al Scott Fitzgerald de la era del jazz y decía que la noche era suave, que Fitzgerald era un héroe, que los maullidos de los gatos eran tiernos, que los elefantes no necesitaban instructor, que las guitarras resplandecían como vacas españolas, que él era el muchacho más guapo de su generación, que las estrellas lo besaron y amó, mientras perseguía a una prostituta mexicana llamada Tristessa. Quise beber su Satori en París, donde convierte París en un San Francisco de meditación, como los cuadros de Mark Rothko, y quiere volver a sus raíces célticas, quiere volver a la iluminación céltica que lo convierte en el torbellino y la espiral. Los celtas, de algún modo, con sus sueños sin fin, serían los Kerouac de Europa.
         Y siempre pensaré que la literatura es eso, que es ese vértigo, consiste en resaltar el dinamismo del mundo al revés que el mecanicismo. La literatura hace que todo resulte interesante, rescata lo que hay de interesante y de no manoseado en el mundo, nos destaca a nosotros de la rutina y de lo mecánico, nos hace ver, nos convierte en inquietud y palpitación, nos confronta con las imágenes reveladoras como hacía Georg Trakl, nos vuelve vivos y apasionados como hacía Dostoyevski. La literatura nos pone en el camino, muestra lo único de cada día y de cada vida, nos saca del sedentarismo espiritual y del acomodo burgués, nos libera de las doctrinas que lo solucionan todo y nos encierran y nos lobotomizan, por eso todos los poderes han desconfiado siempre de la literatura, los inquisidores, los predicadores, los comisarios del pueblo, los tenderos de pueblo con un rifle automático, los sobrinos del reverendo con todo resuelto en la cabeza por unos cuantos versículos, el hijo del tendero para el cual todos los que llegan por la carretera son extraños e intrusos. Y la literatura es esa carretera, ese subirse a un coche y dar vueltas y ver con los ojos enteros y cuestionarse todo lo que ves. La literatura es vagabundeo mental y es viaje, sobre todo es siempre un viaje, con poco equipaje mejor, porque el equipaje solo hace que traslades tu casa a todas partes y te muevas torpemente. Para mí la literatura es ese vértigo de Los subterráneos de Kerouac, es esa espiral sin fin de los celtas de los que procedía Kerouac, por eso los marinos celtas que navegaban sin fin en busca de pasiones y fantasías son el antecedente de la carretera loca de Kerouac, por eso le encantaba cantar con los marinos como ángeles de la calle Siam en Brest, y yo me di cuenta en aquel puente de Huelgoat, junto a un lago en Bretaña, en ese pueblecito rodeado de senderos inquietantes donde se reunieron los surrealistas, donde nació Víctor Segalen, que fue otro nómada del universo que murió leyendo a Shakespeare.
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LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC

26/7/2015

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por JUANDE MERCADO
       Estos últimos meses soy presa fácil de una dulce y, a veces, hiriente enfermedad llamada “nostalgia por los años perdidos”. Estoy en una fase de mi vida en la que, sin ser viejo, acumulo ya suficientes horas de vuelo para poder mirar atrás sin ira, como cantaba Noel Gallagher, pero sí con algo de desazón porque, como de tanto en tanto le pasa a cualquier homínido pensante, pienso que pude haber sacado más rédito a aquellos de formación vital y de espíritu para ser mejor de lo que soy ahora (en todos los sentidos), con mis numerosos defectos y con alguna pequeña virtud que tímidamente asoma la cabeza desde el fondo.

        Mis últimas lecturas dan fe del proceso interior de melancólica remembranza del pasado por el que transito en estos momentos. Mi penúltimo libro ha sido el tercer volumen de K. O. Knausgard publicado en castellano con el significativo título de La isla de la infancia y mi último libro, el que me ha empujado, con cajas destempladas, a escribir estas líneas, ha sido La vanidad de los Duluoz de Jack Kerouac. Este libro, como bien dice Kerouac, es un libro que «trata de fútbol americano y guerra, pero cuando digo fútbol americano y guerra tengo que dar un paso más adelante y añadir: Muerte» (pág. 237). Tengo que confesar que los libros de Kerouac me producen una sensación parecida a la de esa canción de The Jesus and Mary Chain titulada ‘Everything’s allright when you’re down’. En otras palabras menos poéticas, cuando hay algo en mi vida que me parece manifiestamente mejorable, Kerouac me acompaña como un buen amigo y en sus libros encuentro sabios consejos para no morir de pena, hastiado por los deseos no cumplidos, como le pasó a él que murió a los cuarenta y siete años, totalmente alcoholizado y sintiéndose una nulidad en un mundo del que se había apartado voluntariamente un decenio atrás, unos años después de convertirse en una de las grandes sensaciones de las letras americanas tras la publicación de En el camino en 1957. Quién mejor que él mismo para expresarlo: «Un ESCRITOR (las mayúsculas son suyas) cuyo éxito, lejos de ser un triunfo como ocurría antiguamente, fue el preludio de su propia condenación» (pág. 11).
Foto de la cubierta de Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval “Crónicas Anagrama” (2013). Aparece Kerouac en primer término con J. Johnson, al fondo, en un segundo plano.
Kerouac acaricia su gato, en plena decadencia, cuando es una sombra de lo que fue y se convierte en un “redneck” que vegeta junto a su madre
Foto de la pág. 30 del mismo libro. Aparecen unos jóvenes que no son otros que Burroughs, Ginsberg y Kerouac antes de convertirse en escritores famosos.
        No obstante, ¿qué es lo que convierte a La vanidad de los Duluoz en un libro de memorias de formación de un escritor que merece, a mi modesto entender, una relectura frecuente? Espero explicar el porqué en las próximas páginas. En primer lugar, quisiera aclarar que el libro es una larga carta explicativa de Kerouac a su tercera esposa, Stella Sampas, en la que le cuenta, como mejor sabe, es decir, mediante una estilo narrativo sencillo y ameno pero impregnado de un lirismo penetrante y de una nostalgia sabiamente esparcida (no estamos ante las típicas memorias de escritor “lameheridas”), quién fue durante el periodo que abarca desde 1935 hasta 1946 ese fantasma espectral que vegeta, a su lado, en su Lowell natal deseando una pronta muerte. Kerouac, según afirma un tío suyo sobre Leo, su padre, cuando este último fallece, es «demasiado ambicioso y orgulloso y loco. Supongo que tú eres igual» (pág. 329), y desciende de una estirpe de francocanadienses de ancestros marineros que se afincaron en Lowell, Massachusetts. Su padre, Leo, fue un impresor que deseaba que su único hijo varón vivo triunfara en la vida para demostrarle al mundo «la marca distintiva Kerouac»; mientras que su madre, Gabrielle, fue una mujer que trabajó en fábricas de zapatos y cuya principal obsesión fue mantenerlo entre algodones tras la triste muerte del hermano de Jack, Gerard, cuando el chico solo contaba nueve años de edad. Después de releer también ese fantástico libro titulado Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval en el que este experto francés de la generation beat entrevista, entre muchos otros, a dos de las mujeres, Carolyn Cassady y Joyce Johnson, con las que Keroauc convivió, se llega a la conclusión inequívoca de que este solo quiso de verdad a su querida Mémère Gabrielle. Fue demasiado inconstante y bala perdida para querer a una mujer durante más de dos años seguidos y, leyendo extractos de su numerosa correspondencia con otros escritores beat, se deduce claramente que siempre privilegió su obra por encima de cualquier otra consideración material o sentimental.

        Como anteriormente he señalado, Keroauc se cría en una cerrada comunidad francocanadiense proletaria de Lowell hasta el punto de hablar solamente en joual, una especie de dialecto del francés originario de Quebec, hasta los cinco años. Kerouac nunca dejó de reivindicar sus orígenes de clase trabajadora y siempre huyó de cualquier cosa que pudiera parecerle un lujo superfluo, incluso después de triunfar a partir de 1957 con la publicación de varios títulos que durante años habían acumulado polvo en los cajones de diversas editoriales neoyorquinas. J. Johnson, una de sus novias, explica en Personajes secundarios que su primer encuentro con Keroauc fue una cita a ciegas organizada por Ginsberg en la que el escritor emblema de la generation beat, que por entonces tenía treinta y cuatro años, no tenía un céntimo y ella le tuvo que invitar a salchichas, patatas caseras y alubias con ketchup. Hasta la publicación de En el camino, su novela más célebre, todas las posesiones materiales de Kerouac cabían en una mochila y era costumbre en él utilizar máquinas de escribir ajenas para redactar sus propias obras. Pero esto es avanzarse a los acontecimientos.
        Gracias a su gran talento para el fútbol americano, Kerouac recibe a los diecisiete años una beca para estudiar en Columbia mientras por la tarde se entrena duramente practicando este deporte. Una vez más, quién mejor que el chico de Lowell para describir ese momento de su adolescencia: «…para poder llegar a ser una estrella de fútbol americano, primero en el instituto y después en la universidad, donde servía cafés y fregaba platos y me entrenaba hasta la noche y leí La Ilíada de Homero en tres días, todo al mismo tiempo» (pág. 11). Durante esa fugaz época, Kerouac se muestra como un ambicioso deportista dueño de una insobornable independencia de espíritu al rechazar de plano el espíritu gregario propio de los componentes de los deportes de equipo y vagar de forma solitaria por el campus de Columbia invirtiendo gran parte de su tiempo en la autoformación literaria que le brinda la espectacular biblioteca de Columbia o, en su defecto, malgastar su tiempo en dobles sesiones matinales de cine de arte y ensayo donde se empapa de cine americano y francés. Aunque es justo reconocer que no fue un hombre con un apego especial por el trabajo físico, el bello francocanadiense sí fue bastante disciplinado, trabajador y organizado en lo que se refiere a su obra escrita: no es casualidad que en la década de los cincuenta escribiera un montón de obras que vieron la luz a finales de esa década y principios de la siguiente. Su prosa, es verdad, tenía bastante de espontánea (acuñó el lema “First thought, best thought”) lo cual no quiere decir que sus obras adolezcan de reescritura. La hubo en muchas de sus obras.

         A pesar de su aparente brillante futuro como estrella de fútbol americano, su carrera se trunca por un doble motivo: por un lado, su entrenador le condena al banquillo pese a ser el delantero más rápido del equipo (o eso dice Kerouac que a lo largo del libro alardea de su sempiterna vanidad) y, por otro lado, sufre una grave lesión de rotura de tibia que le impide jugar durante muchos meses. Como no hay mal que bien no venga, el bardo de la generation beat no dejará de formarse como futuro escritor y lee sin parar todo lo que le cae en las manos, desde Dostoievski hasta H. G. Wells, sin olvidar una influencia fundamental: la literatura que ensalza la belleza paisajística americana de Thomas Wolfe y que, junto a la irrupción de Neal Cassady en su vida, fue un motor fundamental para lanzarle a la carretera y recorrerse de costa a costa todos los Estados Unidos de América. No hay que olvidar que él y Cassady, aunque no fueron los pioneros en descubrir un vasto país como Estado Unidos (sucesivas olas de colonos descendientes de europeos habían avanzado hacia al oeste en busca de tierras de labranza durante los dos siglos anteriores), sí, en cambio, fueron precursores en el arte de viajar para profundizar en el autoconocimiento espiritual que les llevase a la “nueva visión”, mística expresión que Kerouac/Ginsberg solían utilizar con bastante frecuencia para referirse a la búsqueda interior mediante la aprehensión del arte.

          Aunque Leo Kerouac manifiesta su absoluta contrariedad ante la decisión de que su Jack deje el fútbol americano, su hijo rompe con Columbia y, en consecuencia, pierde la beca que le permitía estudiar en dicha universidad, y se lanza, a tumba abierta, a saciar sus apetitos de libertad y aventuras. Para ello, se alista en la Marina, en plena II Guerra Mundial (1942), trabajando como marmitón en el Dorchester, un barco que tiene encomendado construir una pista de aterrizaje en Groenlandia. En este y en otros viajes transoceánicos posteriores como el que efectuó en un barco que almacenaba explosivos en sus bodegas con destino Liverpool, Kerouac homenajea a sus antepasados marinos y escribe su primera obra de cierta enjundia con el (permítanme) bobalicón título de The sea is my brother. Pero el chico, espíritu independiente donde los haya, se cansa de la disciplina que supone la obediencia debida a los mandos militares y, primero, en un encontronazo con el dentista y, después, en una notable insubordinación mientras hace instrucción, es castigado y enviado a un hospital psiquiátrico militar. Al final, tras convivir con algunos locos de atar, consigue licenciarse de la Marina y emprende el camino de vuelta a casa. En Nueva York le espera una doble morada: en una, su padre y su madre, en Ozone Park (Queens) y, en la otra, la que sería después su primera mujer, Edie, le acoge en su apartamento, cerca del campus de Columbia y centro de reunión donde no mucho tiempo después Ginsberg, Burroughs y Keroauc mantendrán veladas intelectuales de alto voltaje en la que unos analizarán los escritos del resto y viceversa, además de convertirse en destacado lugar de encuentro para la celebración de orgías y consumo desaforado de marihuana y bencedrina. El pasote de esos años (1943 y 1944) le pasa factura a Kerouac que adelgaza de forma notable debido a sus excesos con la bencedrina y tiene que ser internado en un hospital de Queens con el consiguiente enfado de Mémère Gabrielle, antisemita convencida, que le echa la culpa de todo lo sucedido al bueno de Ginsberg. Pero, ¿cómo consiguen conocerse esos tres escritores (Kerouac, Ginsberg y Burroughs) que iniciaron nuevas temáticas e innovaron notablemente en el lenguaje narrativo de las letras americanas durante la segunda mitad de siglo XX?
        La alcahueta que facilita el encuentro de todos ellos es Edie, novia de Kerouac por esa época, quien conoce en Columbia a Lucien Carr, un rubio descarado poseedor de un gran atractivo físico, cuyo linaje aristocrático procede de Nueva Orleans. Carr, que ya conoce a Burroughs, entabla amistad con un joven judío que estudia derecho laboral en Columbia llamado Allen Ginsberg. Carr y Kerouac, a pesar de sus diferencias de clase social, congenian bien por las irrefrenables ganas de beberse hasta el último minuto de sus existencias y se convierten en inseparables amigos de juerga y en compadres intelectuales. A través de Carr, Kerouac conoce también a Burroughs y a Ginsberg. En primera instancia, Kerouac logra una relación intelectual más intensa con Burroughs que, a pesar de ser nueve años mayor que él y aun siendo una persona de talante frío y distante, envidia secretamente esa bohemia locuela de Keroauc que le impele a lanzarse a la mar a bordo de cualquier barco que le aceptase como marinero. Kerouac lo rememora así en La vanidad de los Duluoz: «—Eso sería propio de esquiroles. A Will (Burroughs) se le quedó grabada aquella frase y, al parecer, consideró que era una afirmación de orgullo procedente de mis experiencias tabernarias» (pág. 250-251). No tiene tampoco desperdicio el primer encuentro Kerouac/Ginsberg en casa de Edie. Un almibarado gafotas judío de diecisiete años se cohíbe ante una muestra racial de machismo francocanadiense cuando el primero irrumpe en el piso de Edie. Kerouac otra vez en La vanidad de los Duluoz: «—¿Cómo está la cena, joder? —le grité a Johnnie (Edie) porque eso era precisamente lo único que tenía en la cabeza en el momento en que entró Irwin Garden (Ginsberg). De resultas de eso, Irwin tardó años en superar cierto miedo al malhumorado artista del fútbol americano que gritaba pidiendo la cena sentado en la silla de amo de casa» (pág. 260).

        Sin embargo, Ginsberg, que fue un astuto hombre de letras y un respetable gurú intelectual capaz de seducir con su indudable magnetismo personal a millares de jóvenes que durante los sesenta y los setenta abrazaron la fe del hippismo y del budismo, también fue el mejor agente literario que Kerouac tuvo en la década de los cincuenta cuando comenzaron a acumulársele muchos manuscritos sin publicar (pienso sobre todo En el camino, Visiones de Cody y Doctor Sax) porque fue Ginsberg el encargado de presentarse en las sedes de las editoriales neoyorquinas a vender las bondades de las novelas del francocanadiense y porque Ginsberg, en todo momento, le alentó a seguir con la búsqueda impenitente de la “nueva visión”, entelequia que ambos profesaron con tozuda vehemencia. Resulta paradójico que Ginsberg, cuatro años más joven que Kerouac y con una poesía fuertemente influida por la prosa lírica de este, consiguiese el éxito un año antes que él con la publicación de Aullido (1956), uno de los poemarios de referencia de la contracultura americana.

        Y, ¿qué consecuencias tiene la publicación de En el camino en la vida de Kerouac?

        Durante la segunda mitad de los cincuenta se va tejiendo una red de hastío vital en gran parte de la juventud urbana de las grandes ciudades americanas que, con el paso de los años, muta en un fenómeno de masas que solo puede ser contenido, a través del empleo de malas artes (principalmente, invadiendo las calles de heroína a precios asequibles), durante la administración Nixon, a principios de los setenta. En el cine, películas como Salvaje (1953) o Rebelde sin causa (1955) comienzan a proyectar una imagen diferente de la imagen estereotipada del americano universitario feliz e ingenuo cuyo máximo anhelo es entrar en una cofradía universitaria. En literatura John Clellon Holmes causa cierta conmoción en el ambiente underground americano con la publicación de Go (1952) y se anticipa al éxito de Kerouac que durante esa época escribe borradores de En el camino (el mito de que escribió dicha obra en pocas semanas es falso. Lean, por favor, la entrevista a Carolyn Cassady en Kerouac y la generación beat. En 1956 City Lights, una editorial y librería creada por otro poeta del entorno beat llamado Lawrence Ferlinghetti, publica Aullido de Ginsberg, que es calificado de obsceno y llevado a los tribunales en los últimos estertores de la caza de brujas maccartiana. Estas dos obras son los precedentes inmediatos de En el camino, publicada por Viking Press en 1957, que consagra de la noche a la mañana a un autor que solo había conseguido publicar un libro titulado La ciudad y el campo en el ya lejano 1950. Gracias a la reseña de un crítico del New York Times, aparecida el 5 de septiembre de 1957, Kerouac pasa de ser un perfecto desconocido a ser el escritor joven más prometedor de su generación llegando a ser comparado con el siempre omnipresente Hemingway. Cierto es que no todo el gremio de escritores acoge de buen grado la publicación de una novela tan singular como En el camino y, así, una lengua viperina como la de Capote califica la obra como «mecanografía y no como escritura». No obstante, un extracto de la crítica de Gilbert Millstein no deja ningún género de dudas sobre la trascendencia profética que dicho reseñista encuentra en la obra y que el paso de los años ha conseguido atestiguar. Dice así:

          En el camino es la segunda novela de Jack Kerouac, y su publicación es un acontecimiento histórico en la medida en que el descubrimiento de una auténtica obra de arte reviste una trascendencia vital en una época en que la atención se ha fragmentado y la sensibilidad ha quedado embotada por los superlativos de la moda.
        J. Johnson, que en 1957 es la novia de Kerouac, narra en Personajes secundarios la hecatombe personal que supone el éxito inmediato para Kerouac y que él no sabe gestionar de la misma manera que Kurt Cobain, veinticinco años después, tampoco sabrá hacerlo. En la entrevista que Duval le hizo para Kerouac y la generación beat en 1996, ella acertadamente esgrime que si en ese momento hubiese tenido un lugarteniente fiel como Ginsberg, muy hábil en las tareas de intermediación con la prensa y que, en aquella época, se encontraba en la lejana Tánger, tal vez hubiese podido sobrellevar mejor los sinsabores de convertirse en una celebridad. En los meses posteriores a su éxito, Kerouac que tan solo persigue el reconocimiento literario y rechaza de plano ser el líder generacional de lo que, de forma poco atinada, se da en llamar “beatniks”, comienza a beber como una cuba y cada aparición en televisión y cada entrevista en prensa escrita se convierten en un suplicio insuperable para un escritor cuyo discurso mediático queda limitado a un reguero de palabras patéticas e inconexas, impropias de un autor dotado de una hermosa prosa rezumante de energía vital y positivismo. Su paulatino pero irreversible descenso a los infiernos parece ya un hecho incontestable. En 1948-1950 Kerouac era una alegre peonza que recorría los Estados Unidos con ese loco del volante y géiser de energía que era Neal Cassady, mientras que el Kerouac de principios de los sesenta es un amargado que se refugia con Mémère Gabrielle ya sea en San Francisco, Lowell o Florida bebiendo cantidades ingentes de vino californiano, incapaz de concebir una alternativa mejor a su autodestrucción. Aun viendo, de cuerpo presente, que comienzan a publicarle todos los manuscritos que ha ido acumulando desde 1948 hasta 1957 y que puede vivir de los royalties y anticipos que comienzan por fin a materializarse, el escritor francocanadiense es un ser desgraciado que rompe con su pasado, sus amistades y su círculo literario para languidecer tristemente hasta el día de su muerte, acaecida en 1969. En sus últimos años de vida, critica de forma despiadada a la contracultura americana que germina durante la década de los sesenta y que le concede una segunda vida a personajes como Neal Cassady que, tras el divorcio de su mujer y el cumplimiento de una condena carcelaria, se convierte en el conductor oficial del autobús escolar de los Merry Pranksters de Kesey. Kesey y los suyos, en su famoso viaje de costa oeste a costa este de 1964 para promocionar la segunda novela de Kesey, le rindieron tributo a Kerouac en lo que fue un desafortunado encuentro: esos locos drogados de los Pranksters le anudan una bandera americana en el cuello a un alelado Kerouac sin ser del todo conscientes que más que un homenaje es una broma carente de toda gracia (hay fotos sobre la broma).

        Kerouac cierra La vanidad de los Duluoz con unas palabras proféticas dirigidas a Stella Sampas, su última mujer, que presumen su triste fin:

         Ninguna generación es nueva. No hay nada nuevo bajo el sol. Todo es vanidad. Olvídalo, mujercita mía. Vete a la cama. Mañana será otro día.
          Hic calix!
          Eso, en latín, significa: “Aquí está el cáliz”, y asegúrate de que en él hay vino (pág. 330).


BIBLIOGRAFÍA

--La vanidad de los Duluoz de Jack Kerouac (traducción de Mariano Antolín Rato), segunda edición de “Compactos Anagrama” (2009). Uno de los últimos libros de Kerouac, dedicado a su tercera mujer, Stella Sampas, publicado en 1967, dos años antes de morir.

--Personajes secundarios de Joyce Johnson (traducción de Marta Alcaraz), Libros del Asteroide (2008). Joyce Johnson era la novia de Kerouac cuando este se convirtió en una celebridad literaria tras la publicación de En el camino.

--Kerouac y la generación beat de Jean-François Duval (traducción de Francesc Rovira), “Crónicas Anagrama” (2013). Libro que es un compendio de entrevistas, realizadas por este periodista especializado en la generación beat, entre otros, a Carolyn Cassady (exmujer de Neal Cassady y amante de Kerouac), a Joyce Johnson (novia de Kerouac), a Ken Kesey (escritor y promotor de la contracultura americana) y a Allen Ginsberg (poeta fundamental para entender a la generación beat y amigo de Kerouac desde los inicios de su carrera).
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    El Coloquio de los Perros.
    Revista de Literatura.
    ISSN 1578-0856


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