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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN Hay gente que piensa que todo lo interesante ocurrió en el pasado y que a nosotros solo nos queda contemplar los vestigios o la vida ordenada de ese momento que es la historia. Son gente que no tiene capacidad de observación. Todos vivimos momentos que —examinados con atención pero sin énfasis— son apasionantes; lo deberían ser pues forman nuestra vida. Conozco un febril entusiasta de la literatura que puede recitar de memoria las fechas de publicación de casi todas las novelas victorianas. Da gusto hablar con él, porque no se conforma con la simple enumeración propia del memorioso. Él la acompaña de anécdotas: la editorial, las ventas o las reseñas que acompañaron al nuevo libro. Uno saca una idea amplia y amena de lo que son simples datos hoy en día y entonces fueron vida. Los comentarios de los críticos —siempre engola la voz cuando los parafrasea— son un contrapunto mordaz —por lo errado de tantas críticas que, con mucha frecuencia, estaban más cerca de la advertencia profética que de la lectura sagaz. Su conversación —a veces monólogo, pero lo disculpamos los que le acompañamos porque es ameno y es amigo— traza el auge y decadencia de la novela victoriana. Comienza con los Papeles de Pickwick y acaba con Rudyard Kipling y Joseph Conrad —dos escritores excéntricos. Le gusta señalar que Charles Dickens fue el primero y que, quizás por esa razón, añade humorísticamente, es el más importante de esa época. Quizás si Anthony Trollope o Thomas Hardy hubieran espabilado —suele añadir— ahora tendrían más relevancia. De nada sirve que le recordemos que Hardy es uno de los grandes, siempre queda por detrás de Dickens y eso, en parte, es porque no tuvo clara su vocación literaria que se aprecia —siempre añade— en las correcciones innumerables a las que sometió sus novelas, a veces muchos años después de haberlas escrito. Por más que le recuerde nadie que William Thackeray publicó en 1837 —el año de la coronación de la reina Victoria— algo arguye para contrarrestar la temprana entrada de Thackeray en el mundillo literario —a pesar de que en su momento fuera muy apreciado, dice jocoso, pero era un aprecio superficial, propio de los elegantes de entonces. Las hermanas Brontë destacaron desde que publicaron sus primeras novelas, a pesar de tantas novedades entre las que podrían haber naufragado, y también a pesar de no insistir en la publicación, al contrario que muchos que lograron su reputación gracias al empecinamiento editorial. Elizabeth Gaskell es una de ellas —una de las sentimentales, según mi amigo, al contrario que George Eliot, que manejaba las pasiones con frialdad y que solo necesitó cinco novelas para asentar su magisterio, según vio muy bien Lionel Trilling, le apunto; a pesar incluso de Trilling, me replica y recuerda los años en que este fue catedrático en la Universidad de Columbia en Nueva York. Allí hubo un tiempo —los años de la Segunda Guerra Mundial— en que daba clase a soldados que estaban obligados a matricularse en algunas asignaturas para luego embarcar rumbo a Europa. La literatura, por lo visto, era de las elegidas pero no de las amadas, o al menos eso contaba Allen Ginsberg, compañero de aula de los marineros. Trilling —entusiasta— les hablaba de los cinco victorianos y de algunos más y lo único que conseguía era que durmieran en sus clases o que las pasaran mirando al techo. Dickens continuó su imparable carrera, destacándose por varios trancos del resto. Hardy bregaba para no perder el compás, Gaskell iba ocupando ya su puesto en la posteridad, uno bastante rezagado, cercano al de Trollope o al de Thackeray, que aún tuvo repercusión mientras vivió. Los excéntricos, a pesar de su tardía llegada, lograron que los lectores les prestaran atención —quién sabe si por cercanía estética o porque eran algo nuevo y, sobre todo, diferente y un tanto exótico. El fin del imperio se acercaba y el interés por eso que en breve sería pasado, memoria, historia finalmente, aumentaba a finales del siglo XIX. Los escritores veían cómo se colocaban en la sociedad literaria de entonces —o quizás era que el conocido mío, con el horizonte de popa despejado, veía a cada uno como si fueran boyas. Algo similar nos ha ocurrido a los demás —si hemos prestado atención al mundillo literario, una atención que ganaba en emoción si de algún modo uno sentía que formaba parte—, aunque solo fuera como lector. En los años ochenta así lo creía. Era un lector —privilegiado, porque asistía al nacimiento de una nueva era literaria—, al menos así es como lo recuerdo; algo que no es extraño si desde algún suplemento literario anunciaban cada semana un nuevo valor en alza y en las revistas mensuales encontraba largas entrevistas a autores jóvenes o cuestionarios a otros que tampoco eran aún ancianos. Aquellos jóvenes —Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas y tantísimos otros— habían publicado alrededor de los inicios de 1980 —que podía ser a finales de 1970— y, según algunos críticos, luchaban a brazo partido contra los mayores —una lucha desigual, según esos mismos avezados prescriptores, porque los mayores disfrutaban de la gloria y del reconocimiento lector, aunque más bien habría que señalar que en algunos casos los mayores habían ejercido de maestros y amigos, como era el caso de Juan Benet o de Juan García Hortelano. Es verdad que otros venían de provincias y no conocían a nadie en el mundillo, pero eso les importaba poco, creo. Poco a poco, gracias a los suplementos —que ejercieron simultáneamente de fustigadores y padrinos— los mencionados y algunos más fueron situándose. A su alrededor otros daban vueltas en órbitas erráticas o trabajaban a un ritmo distinto: Juan Francisco Satué, Agustín Cerezales, Beatriz Pottecher, Mercedes Abad y algún otro. En provincias había quien intentaba lograr la fama: Miguel Espinosa, Miguel Sánchez Ostiz... De aquel entonces recuerdo una ilusión adolescente —la edad, claro, también la ilusión de ver ante mí el nacimiento de aquel momento extraordinario que, por más que digan y envidien, no ha vuelto a repetirse (a la ilusión me refiero, y a la lectura anárquica y caprichosa de casi todo lo que los nuevos narradores publicaban). La etiqueta “nuevo narrador” precisa de muchas matizaciones, pero sirva por ahora para referirme a los escritores españoles que comenzaban a publicar en la década de 1980. Yo tenía mis preferidos, los que pensaba que alcanzarían la fama, la gloria, el favor del público, sobre todo, los que publicarían unas cuantas grandes novelas cuando la madurez les llegara. Algunos publicaban con regularidad, sin que transcurriera demasiado tiempo entre una y otra —no jugaban a ser James Joyce, por ejemplo— e iban adelantando posiciones, pero otros se distanciaban de una manera que nunca habría imaginado. Hay quien dejó de publicar tras su tercer libro, o acaso caían en editoriales de provincias que no los promocionaban. Nunca he sabido si eso se debía a que habían agotado su caudal imaginativo, si la escritura no era lo que habían imaginado, si todo había sido un dulce juego de juventud que abandonaron al llegar a la madurez... Nunca lo he sabido. Este artículo no es un recuerdo de adolescencia —que ni siquiera a mí me interesa— ni tampoco un análisis sociológico de la fama literaria —el papel de las revistas, la consabida corrupción de los críticos, el gusto caprichoso de los lectores... Es un recuerdo a esos que comenzaron, pero se quedaron en el camino —da igual la razón; los escritores que no encontraron su lugar en el mundillo literario español. La distancia temporal —ahora que vuelvo a pensar en ello después de tantos años— reordena las perspectivas y los ángulos. Algunos de los que creí que podrían llegar muy alto han quedado en la sombra —algunos ni siquiera ahí. Otros vagabundean por el viaducto, al igual que aquel personaje de un cuento veraniego. Unos pocos —no resulta extraño ahora— se han acomodado —merecidamente— en sus sillones aterciopelados —y me alegro por ellos; tantas horas de lectura gozosa acaban, por fortuna, en agradecimiento —a pesar de la fealdad de lo que nos rodea y nos ha rodeado durante tantos años, la miseria nunca se fue del todo, solo rebajó su mal olor. Me equivoqué en mis predicciones; no me quejo, tampoco me extraña, quizás algunos supieron entrever o intuir por dónde iban los tiros. Yo solo fui un lector que esperaba la publicación de la nueva novela de cada uno de ellos —ese ellos no incluye a todos, eran mis ellos, al igual que ahora, reducido el grupo, siguen siéndolo—, aunque unas pocas veces pensé entonces que alguno había abandonado la lectura porque tardaba demasiado en dar su nueva novela a la imprenta. En todos los casos simplemente el intermedio entre una y otra se alargó. Nunca fui capaz de ver quién lo dejaba, nunca ninguna novela me dio la impresión de ser el testamento de ninguno. Solo con el tiempo me di cuenta de que ya no volvían a publicar. He sido fiel a quienes han seguido y de quienes lo dejaron guardo un agradecido recuerdo. Quizás no haya más, quizás como lector nunca necesité nada más. Fue bonito asistir al inicio y consolidación de unas cuantas carreras, y extraño el ver cómo algunas quedaban en suspenso, apagándose el eco sin que lo advirtiese. SANTIAGO RODRÍGUEZ GUERRERO-STRACHAN (Zaragoza, 1968). Ha colaborado en revistas como Lateral, Archipiélago, y actualmente lo hace en Turia y en el El Norte de Castilla, dentro de su suplemento literario “La sombra del ciprés”.
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