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ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

LA SOMBRA DE DELIBES ES ALARGADA

11/10/2018

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por PEDRO GARCÍA CUETO

       Escribir sobre Miguel Delibes es hacerlo sobre el autor de libros tan afamados como Las ratas, El camino, El disputado voto del señor Cayo y El hereje, entre otros muchos. Pero también es reconocer a un escritor de primera línea, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1955, del Premio de la Crítica en 1962, el de las Letras en 1991 y el Cervantes en 1993. Delibes fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua desde 1973. Y escribir sobre Delibes es también hacerlo sobre un novelista de temática profunda y conmovedora, ya que sus novelas nos producen esa sensación de cercanía que lo verdadero posee. Quién no sintió como reales a personajes como Daniel, el Mochuelo o Roque, el Moñigo. Ambos nos parecían esos amigos del colegio que nunca hemos olvidado. Y quién no sintió que Paco, el bajo, el protagonista de Los santos inocentes, no era como uno de esos afables campesinos de nuestra España querida.
        En este sentido homenaje al maestro vallisoletano quiero hablar de una novela que ganó el Premio Nadal de Literatura en 1947, titulada La sombra del ciprés es alargada. La leí en mi adolescencia, tras haberme acercado ya, poco antes, a El camino, lectura obligatoria de mis días de instituto. Si esta novela me marcó por esa necesidad del autor de hacernos partícipes del sendero de amistad que se establece entre unos jóvenes que demuestran su incipiente camino hacia la vida, La sombra del ciprés es alargada fue lectura con la que me encontré en mis paseos matinales de fin de semana por la Cuesta Moyano, verdadero parnaso de los libros con leyenda.
          Eran los años ochenta cuando mi pasión voraz por los libros ya caló en mí y, naturalmente, devoré la novela de Delibes con emoción y mucho interés. Tiene un título que ya me hizo pensar, fruto del halo pesimista que va a inundarnos en todo el recorrido del libro, ese tinte melancólico de autor incipiente que ya empezó a despuntar de forma sobresaliente en nuestras letras.
         El principio de la historia ya nos encuadra a un personaje triste, como la ciudad en donde nació, Ávila. Así nos lo cuenta Delibes:
 
         Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer.
 
         Luego pasa a hablar de su tío, de Don Mateo, su tutor, de la casa de este último, cuya fachada no puede ser más deprimente. Pedro, así se llama el chico, llega a la casa para conocer a Don Mateo, el cual se va a encargar de su educación. Este último es descrito de la siguiente manera:
 
           Era don Mateo un hombre bajito, de mirada lánguida, destartalado y de aspecto cansino. (p. 16)
         Aparece ya la hipocresía en la novela cuando el tío de Pedro, Félix, deseando desembarazarse del chico, le cuenta a Don Mateo las grandes cualidades de su sobrino. El interés económico de Don Mateo y la falta de afecto de su tío hacen de Pedro un ser desvalido, dejado de la mano de Dios.
          Su nuevo tutor pregunta al chico que si sabe leer, escribir, etc, a lo que el joven dice que sí, salvo la potenciación.
        También aparece la mujer de don Mateo, doña Gregoria, una persona de pocas palabras, adusta como el paisaje que la rodea.

         LA LLEGADA DE ALFREDO
 
         Alfredo es un personaje fundamental, de buena familia, que llega a la casa y que se hace amigo de Pedro. Al igual que en El camino la amistad es un tema esencial en el mundo literario de Delibes.
         La descripción de Alfredo es magistral: El muchacho era rubio, muy rubio, casi albino y con un gesto de cansancio en la mirada que infundía compasión. (p. 32)
         A Delibes le interesa el paisaje, ya que éste condiciona a los jóvenes. La ciudad de Ávila se nos ofrece como un lugar de encierro, de cierta tristeza, cubierto de un presagio de muerte desde el principio de la historia:
 
         La plaza estaba desierta, blanca y silenciosa. La luz mortecina de un farolillo sumía en un claroscuro relevante las extrañas figuras medievales de la oquedad del casetón de enfrente. (p. 32)
 
         La presencia de un desconocido afuera, la misma noche de la llegada fantasmal de Alfredo, con su aire enfermizo, entresacado del mundo de Allan Poe, nos centra ya en ese mundo onírico, en ese espacio de realidad-ficción que supone el ámbito esencial de la novela.
         La ciudad aparece adjetiva como “muerta” (p. 33), con la nieve de fondo, espacio donde la melancolía y la tristeza favorecen la soledad del protagonista, sólo mermada con la llegada de su amigo Alfredo, otro personaje poco real, nacido del luminario de los niños con sombra, como la ciudad abulense.
         Don Mateo pregunta a Alfredo lo mismo que a Pedro (si sabe sumar, escribir, restar y lo de la potenciación). El chico dice que sí a todo y que algo sabe de potenciación, lo que despierta en Pedro una callada admiración por el nuevo y extraño personaje.
         Martina, la hija de Don Mateo, es otro ser relevante en la casa, al ser muy pequeña contempla el mundo de los adultos y los adolescentes con un especial interés. En mi opinión, es, para Delibes, una espectadora de los hechos que, con el tiempo, será el mejor testimonio de los años vividos en la casa. Representa la inocencia en un mundo ya marcado por la tragedia.
          La alegría también se filtra en algunos momentos de la novela, en aquellos en que Alfredo y Pedro salen juntos por la ciudad, ávidos de aventuras y de vida. Cito unas líneas que ensalzan esa unión que sienten los dos jóvenes:
 
         Apenas desayunados solíamos dejar la casa de Don Mateo. Fany nos acompañaba en nuestras excursiones mañaneras  que rara vez variaban en su itinerario. Nos agradaba salir al paseo del Rastro cuando el azul comenzaba a dorar el verdeante valle del Amblés. (p. 59)
         Delibes describe la ciudad, el paisaje que rodea a sus protagonistas, los vencejos, las almenas de la muralla, el río. Se percibe la gran pasión por la Naturaleza del escritor, su deseo de fundirse con el paisaje para regalarnos imágenes de gran hermosura, como la que nos deja sobre la sierra que es telón de fondo de la ciudad:
 
           En sus crestas aún se agarraba la nieve con una apariencia, poco airosa, de ropa blanca tendida a solear. (p. 59)
 
           La muerte de Alfredo llegará poco después. En una visita que Pedro y él hacen al cementerio contemplan la lápida de Manolito García, muerto de una terrible disentería. Contemplan la sombra alargada de un ciprés sobre la losa. Alfredo le dice a Pedro que quiere que le entierren al lado de un pino, no de un ciprés.
          Los cipreses se convierten así en una presencia esencial, como si revelasen el destino adverso de la novela. Nos lo dice muy bien Delibes en boca de Alfredo:
 
         —Te aseguro que no son tonterías. Los cipreses no puedo soportarlos. Parecen espectros y esos frutos crujientes que penden de sus ramas son exactamente igual que calaveritas pequeñas, como si fuesen los cráneos de esos muñecos que se venden en los bazares. (p. 94)
 
          Si Pedro lleva la tristeza dentro, Alfredo es la tragedia en sí. En este personaje Delibes muestra la injusticia de la vida, todo lo malo planea sobre  un chico sensible e inteligente, pero marcado por el sino trágico.
          Ese pesimismo existencial está presente en toda la novela. Los personajes están sobrevolando siempre la tristeza, envueltos en la neblina de una ciudad que contagia su halo místico y sagrado.
          Tras un largo período de mejora donde Alfredo se marcha con su madre en verano, la vuelta a la estación otoñal se destaca por la ventura fatal, la muerte que se precipita finalmente sobre Alfredo, el joven que había perpetrado una inseparable amistad con Pedro, pero que es llamado a su destino final. Dice así la novela:
 
                 Don Mateo asió la sábana por el borde y la levantó cubriendo el rostro lívido de Alfredo. (p. 135)
 
         Alfredo muere sonriendo, con la presencia de su madre en la casa, también de Doña Gregoria, la perra Fany, Don Mateo y, naturalmente, Pedro.
         No elude Delibes detalles sobre el enterramiento, la forma de vestir al muerto, por ejemplo. En estos instantes, el escritor vallisoletano manifiesta su obsesión por el cuerpo y el alma. ¿Qé queda de nosotros tras la muerte?, parece preguntarnos a todos el autor del libro.
         No hay conciencia religiosa, sino una sensación de epicureísmo. Todo se reduce a nuestra presencia en el mundo, porque después ya no queda nada:
 
              Las articulaciones habían perdido su flexibilidad, los miembros todos se habían aplomado, la rigidez convertía al cuerpo en un garrote de elasticidad, de una sola pieza. Todo esto vino a evidenciarme que el cuerpo, sin el alma, es un simple espantapájaros. (p. 137)
 
         La mención del ataúd blanco, símbolo de la virginidad de Alfredo, nos sobrecoge. Aún recuerdo la sensación que me produjo su lectura adolescente, como un mazazo en mi inocencia, ya perpetrada por alguna que otra tragedia familiar que había asaltado, debido a su crueldad, mi candidez, hasta horadar mi imagen idealizada de la vida, ya para siempre defenestrada.
         El libro, para no extenderme demasiado, tiene una segunda parte, cuando Pedro deja la casa de Don Mateo, inicia sus estudios y se decide a ser marino mercante. En esta segunda mitad de la novela hay otra presencia clave, la de Jane, la chica que conoce Pedro, de la que se enamora y con la que decide contraer matrimonio y tener un hijo. Sobre ella, como un fatum terrible que explica el pesimismo acérrimo de la novela, planea el mal augurio, porque también muere cuando va a buscar a Pedro tras la vuelta de un viaje, pero un accidente con el coche que cae al agua cuando va a atracar el barco deshace la felicidad de ambos.
          JANE, EL OTRO LADO DE UN ESPÍRITU PESIMISTA
 
         Si Pedro es, sin duda, un personaje que bien podía haber sido escrito por la pluma de Baroja, Azorín o Unamuno, debido a su pesimismo vital, Jane es la alegría, el contrapunto de Pedro, la parte positiva que alienta a éste a gozar la vida.
           Así nos la describe Delibes:
 
         Empecé a descolgarme por las rosas sin contestar. Jane brincaba de roca en roca detrás de mí. Experimenté una sensación ampliamente acogedora al ver que el muro de la roca iba creciendo detrás de nosotros, aislándonos del resto del Universo. (p. 213)
 
           La conversación de Pedro con ella toca temas esenciales de la vida: el amor, la religión, el destino, etc. Delibes crea un personaje que pretende ser un espíritu vital para mermar la soledad del protagonista e infundirle mayores ganas de vivir. La profesión de Pedro, marino mercante, le induce al aislamiento y el asidero con el mundo es la bella Jane, de la que se enamora y con la que llega a casarse.
           La posibilidad de futuro se trunca con la muerte de Jane, lo que refuerza la idea de que Delibes inicia con esta novela una lectura fatalista de la vida, que no abandona en futuros libros, pero que sí mitigará en parte. Diríamos que Delibes entiende que la senda trazada (el pesimismo) no puede convertirse en su leit-motiv y, en futuras novelas, abre ventanas a la esperanza.
            Hay otras historias en el libro, pero he querido ceñirme a la principal (tienen su interés la historia de Martina, por ejemplo).
        EL FINAL DE LA HISTORIA: EL REENCUENTRO CON LA CIUDAD MÍSTICA
 
        La novela se cierra con la vuelta a Ávila. Si salió Pedro de una ciudad cerrada, hermética y triste para ir a un espacio abierto, el mar, gracias a su profesión de marino mercante, la vuelta a la ciudad de la santa, tras la muerte de Jane y del hijo que esperaban, representa el cierre de un círculo donde el protagonista revive su melancolía de niño y su tristeza de hombre adulto.
         La prosa de Delibes logra sus mejores efectos al final del libro cuando Pedro va a visitar el cementerio donde está la tumba de su amigo Alfredo:
 
             Sentí agitarse mi sangre al aproximarme a la tumba de Alfredo. La lápida estaba borrada por la nieve, pero nuestros nombres —Alfredo y Pedro— fosforecían sobre la costra oscura del pino. Me abalancé sobre él y palpé  su cuerpo con mis dos manos, anhelando captar el estremecimiento de su savia. (p. 346)
 
         Allí, en aquel ámbito de paz y recogimiento, incomprensible como la propia vida, Pedro deposita el aro de Jane y lo deja caer por un resquicio de la losa.
         Con ese emotivo acto, une sus dos grandes amores y la novela cobra toda su intensidad y su relevancia, ya están unidos los dos vínculos de Pedro con los dos seres que más quería en el mundo.
           El final sí nos sorprende, porque, al salir del cementerio, dice nuestro protagonista:
 
               Me sonreía el contorno de Ávila allá, a lo lejos. Del otro lado de la muralla permanecían Martina, Doña Gregoria y el señor Lesmes. Y por encima aún quedaba Dios. (p. 347)
 
        Con un final así, la novela nos deja pensativos y meditabundos, dándonos cuenta de que nuestro Pedro (se ha hecho nuestro para el lector apasionado y sensible) cree en Dios al final, comprendiendo que nuestro destino tiene algún sentido realmente, con la sonrisa de la ciudad de Ávila de fondo, ciudad adusta que, por fin, sonríe, como si tuviese vida y entendiese ahora la cruzada vital del protagonista y el por qué de sus infortunios.
      Por ello, he elegido esta novela para tributar un merecido homenaje a Miguel Delibes, porque desde mi adolescencia, el libro caló en mí, dejándome un sabor de alegría y de tristeza que, ahora, al releerla, creo entender mejor.
          Miguel Delibes escribió una novela que, pese a ser primeriza, ya contenía los mejores rasgos de su estilo narrativo: la emoción, el lenguaje esmerado y preciso y, por encima de todo, la construcción de un personaje inolvidable, Pedro, espejo, en mi opinión, del autor vallisoletano.
         La sombra de Delibes es, sin duda, alargada, y que su luz, como la de esta novela entrañable, siga brillando en un destino que creo que, como el final del libro, sigue sonriendo a nuestro querido novelista, en el más allá.
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MAGÍA Y POESÍA EN <<DR.FAUSTUS>>

9/10/2018

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por EMILIO JOSÉ ÁLVAREZ CASTAÑO
[Extraído del nº 32, 2013]

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       El conocido relato de Fausto, el hombre que renuncia a su integridad moral a cambio de conseguir éxito y reconocimiento social, tiene su primera plasmación literaria en Dr Faustus de Christopher Marlowe. De manera habitual, se ha tratado de dilucidar por la actitud del protagonista cuál era la posición que tomaba el autor en relación al orden establecido de su época existiendo las habituales posturas encontradas al respecto. Más allá de entrar en esta controversia, o en otras que también han dado mucho de sí como la textual, el presente estudio pretende centrarse en el origen de la decisión de Faustus para, a partir de ahí, alcanzar alguna conclusión diferente de las habituales en relación a Marlowe y algunos aspectos de la Inglaterra renacentista.
        Aunque es conocida la historia de Fausto, Marlowe hace saber desde el comienzo de su pieza teatral que lo que lleva a su personaje a vender su alma no es otro motivo que el deseo de dominar la magia, el de ser un mago. En el prólogo, el coro familiariza al lector/espectador con los comienzos de Faustus, los estudios que hizo e indica que nada es tan dulce para él como la magia. A partir de aquí, Faustus construye su propio sistema de creencias en el que se puede encontrar la distorsión de versículos bíblicos con la intención de adaptarlos a sus razonamientos (Mangan 32-33). No solo no sigue la autoridad de la Biblia en lo que se refiere a asuntos religiosos y la de la Iglesia en cuanto a guía espiritual (como se ve en las burlas al Papa y a los sacerdotes en la escena 7), sino que también rechaza todo el saber general conocido hasta entonces y considerado como un referente en su campo: la lógica de Aristóteles, la medicina de Galeno y las leyes de Justiniano. Lo que pretende con todo ello es resaltar su propio intelecto sobre las fuentes tradicionales de conocimiento (Mebane 114). Tras la intervención del coro, en la escena primera, lo vemos con Valdes y Cornelius, dos magos, a los que les hace saber su decisión de ser como ellos, ya que considera que la magia está por encima de cualquiera de las otras disciplinas, algo que confirma Cornelius, y por eso Faustus decide empezar el aprendizaje. Los eruditos que aparecen en la escena segunda, cuando se enteran de la decisión de Faustus, se proponen convencerlo para que desista de su empeño, ya que consideran que se trata de un arte malvado. Junto con los magos de la escena anterior vienen así a ser la representación intelectual del ángel bueno y el ángel malo que aparecen en varias ocasiones ante Faustus en los momentos de duda de éste. Pero en la escena tercera lo vemos haciendo un conjuro y pide la «uttermost magic» (Marlowe 16), algo que tiene una clara consecuencia: Mefistófeles le comunicará a Satán la idea de Faustus de ser el «great emperor of the world» (Marlowe 21).
       La idea de ser el amo del mundo implica la atracción seductora que suponen tres campos: el poder, el dinero y la sabiduría (Mebane 113), algo que se va a ejemplificar a continuación. De manera que lo vemos en la escena 9 acudiendo a la llamada del Emperador quien, enterado ya del dominio que tiene Faustus de la magia, le pide una muestra de la misma y éste, atendiendo la petición de su anfitrión, hace aparecer a Alejandro Magno, como imagen ideal de gobernante influyente. Para completar su demostración, hace que le salgan cuernos en la cabeza a un caballero que se estaba burlando de él. En la escena 11 lo llama un Duque porque a su mujer se le ha antojado comer uvas cuando no es la temporada todavía. Faustus, gracias a sus rápidos viajes por todo el mundo por los que parece que se teletransporta, es capaz de ir al punto del planeta en el que están y se las trae al instante. El Duque, gracias a su poder económico, bien podría haber encargado esa misión a cualquiera de sus servidores, con el inconveniente del tiempo que tardaría en satisfacer el capricho de su mujer. Acude a Faustus porque puede conseguirlo además con la inmediatez con la que está acostumbrado a satisfacer sus deseos una persona adinerada. Y en la escena siguiente le vemos atender la petición de los eruditos, quienes le solicitan ver a Helena de Troya. Para la mente de un intelectual renacentista esta figura mítica viene a ser la representación de toda la gloria del mundo griego que aspiraban a emular. Pero los eruditos la tienen como un ideal inalcanzable, no llegan al extremo de Faustus quien, ya a solas, vuelve a reclamar su presencia para también tratar de venderle su alma. Esa diferencia es la que hace que los eruditos, en la última escena, decidan rezar por Faustus, cuando saben por boca de éste todo lo ocurrido y solo queda el desenlace final.
        Por todo ello esta magia está a disposición solo de unos cuantos. Por eso, cuando los mozos de cuadra Robin y Rafe se hacen con el libro para hacer conjuros, Mefistófeles se molesta por tener que aparecer a requerimientos de unos individuos para los que las artes mágicas no están destinadas. El mero hecho de hacer uso de esta magia sin saber su utilidad ya es motivo de castigo. Se trata de la magia que permite ser el señor de los dominios mundanos. Es significativa en este sentido la reacción que tiene en la escena 10 el hombre que le solicita a Faustus una reparación al perder el caballo que éste le vendió. Cuando le indican que lo van a llevar ante las autoridades cambia de actitud y pide que lo dejen marchar, señal inequívoca que muestra que es consciente de parte de quién están las leyes humanas. No en vano, Mefistófeles se refiere a su inmediato superior como «monarch of hell, under whose black survey / great potentates do kneel with awful fear» (Marlowe 48). Al quedar Satán unido a aquéllos que detentan el poder terrenal se concluye que el deseo de conquista se encuentra en la esencia del mal. Con todo esto Marlowe no está más que haciéndose eco de lo establecido por la demonología renacentista según la cual los servidores del Diablo son los que ocupan los puestos de poder en este mundo (Mebane 131). Y como Faustus quiere ser el amo del mundo, para conseguir su objetivo entra a formar parte de aquellos que entregan su voluntad a Satán. Cuando en la escena 5 tiene lugar la firma del contrato los demonios le dan la bienvenida al nuevo miembro de su clan por medio de un baile. Cuando acaba la ceremonia, Faustus le pregunta a Mefistófeles cuál es el motivo de dicho baile y éste le responde que es solo para que él vea lo que la magia puede hacer. Hay que recordar aquí que a lo largo de la obra hay otro tipo de representaciones teatrales en relación a este mundo mágico, como la que tiene lugar un poco más tarde en esa misma escena cuando Lucifer, para recordarle a Faustus su compromiso en un momento de duda de éste, promueve la representación de los siete pecados capitales. Después, a lo largo de la obra, los mismos viajes, apariciones y desapariciones que hace Faustus tienen mucho de teatrales. Teniendo presente esto, uno de los conflictos centrales de la obra es dilucidar si la magia no es más que una ilusión o si la ilusión la representa la ortodoxia tradicional (Mebane 121). Además, el hecho de que Faustus encuentre como celestial una serie de prácticas que son consideradas por dicha ortodoxia como demoniacas se relaciona con la comparación que se puede seguir en la obra entre magia y poesía, perteneciendo ambas a este mundo alternativo. Se trata de un paralelismo natural porque los filósofos del ocultismo y los poetas buscan una inspiración divina, transmitida algunas veces por espíritus, y también porque ambas artes tenían un dudoso nivel moral. Los poetas, como los magos, han sido acusados a veces de irracionalidad y de una pasión excesiva, y de crear y ser engañados por ilusiones. Además, ambos utilizan una lengua como medio de expresión a través del cual la visión que dan, ya sea auténtica o engañosa, es creada (Mebane 132-133).
        Y la poesía, y el conocimiento en general, se ha transmitido de manera tradicional por medio de los libros, hasta el punto de que los libros han llegado a convertirse en sí mismos en un símbolo de la sabiduría. Y como la poesía también la magia, no en vano vemos en la obra una presencia destacada de libros. Faustus, por medio de los libros que le proporcionan Lucifer y Mefistófeles, se adentra en el lenguaje de la magia, pero en la obra los libros que muestran cierto carácter peligroso son aquellos que tienen que ver con la necromancia. No obstante, es de considerar en la obra la ambivalencia renacentista sobre este aspecto. El gran interés de la época por toda clase de conocimientos debido al aumento del alfabetismo y a la expansión de la imprenta son dos elementos que provocaron que el hecho de aprender se percibiese como un fenómeno de consecuencias inquietantes (Mangan 59). Dentro de esa ambivalencia hay que reconocer que aprender en sí siempre se ha considerado como algo positivo, pero la cuestión está en dilucidar si todo lo que se puede aprender es recomendable aprenderlo, o bien, reflexionar sobre la misma actitud que se tiene ante el fenómeno del conocimiento. La conclusión a la que llega Faustus en el primer soliloquio de la obra es una declaración de intenciones ya que, basándose en la doctrina ocultista, piensa que si alcanza un conocimiento global lograría el grado de deidad, de manera que cuando la mente lo es todo se puede conseguir la unión con Dios (Mebane 123). Es decir, la magia se presenta a sí misma como una alternativa al conocimiento ortodoxo tradicional, al que acusa de ser una fantasía, pero, al desear un estado primigenio del conocimiento por medio de la purificación de la mente que busca una unión divina, ¿no está cayendo también en otro tipo de fantasía? Entonces, ¿qué es realidad y qué es fantasía? En su obra, Marlowe deja ver que el bien y el mal están enraizados en el ser humano y crecen juntos, de ahí las sucesivas dudas que tiene el protagonista sobre la decisión que toma, por lo que ese proceso de purificación se antoja más que complicado, y lo es porque esa aspiración divina se ve corrompida por los deseos egoístas de riqueza, sensualidad y poder principalmente (Mebane 135), aunque habría que añadir también el deseo de un conocimiento sobrehumano que abarcase todas las capacidades. La suma de todo ello es lo que condena a Faustus y no el lícito deseo de alcanzar un alto grado de conocimientos, como ocurre con los eruditos que aparecen en la obra. Por consiguiente, la misma lectura se habría de seguir para la poesía, y la literatura en general. Dentro de que estemos en un arte que viene de y promueve la fantasía lo hace dentro de unos límites que son los que nos remiten a la misma realidad de nuestras vidas.
        En el ambiente renacentista de la expansión de conocimientos, Marlowe escribe una obra que trata sobre el uso que se le puede dar a esos conocimientos que estaban llegando de manera más extendida en aquellos años. El autor no rechaza las aportaciones tradicionales pero tampoco se opone a lo novedoso. Dentro de esa nueva situación cultural que se estaba viviendo el reto se encuentra entonces en construir desde una base fiable un criterio propio que indique qué es realidad y qué no lo es dentro de cada ámbito de la vida.


Bibliografía
 
Mangan, Michael, Christopher Marlowe. Doctor Faustus, Harmondsworth: Penguin, 1987.
Marlowe, Christopher, Dr Faustus, Londres, A & C Black, 1995.
Mebane, John S., Renaissance Magic and the Return of the Golden Age. The Occult Tradition and Marlowe, Jonson and Shakespeare, Lincoln y Londres, University of Nebraska, 1989.

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PANFLETO CONTRA LA NOVELA NEGRA

5/10/2018

2 Comentarios

 
por ANTONIO COSTA GÓMEZ

         Claro que no, no rechazo del todo la novela negra. Yo también he disfrutado con Una mujer en la oscuridad de Raymond Chandler o Cosecha roja de Dashiell Hammett. Incluso intenté escribir una novela negra, aunque me salió más bien una novela existencial y alucinada, como cuando van Gogh quería copiar a Millet y en lugar de cuadros edificantes le salían cuadros atormentados y pasionales. Sí, es un tipo de novela tan válido como otros.
         Lo que me fastidia es su imperialismo, que quieran ponerlo como el único modelo posible. Que le exijan a todo tipo de novela las características de la novela negra. Que la novela negra fagocite a la novela en general y no la deje respirar. Todo tiene que basarse en crímenes que resolver, en suspense, en acción exterior.  Solo cuenta la trama. Y le llaman misterio (que es una noción metafísica) a lo que no es más que un acertijo: quién mató a quién. Es la novela preferida del gran público (junto con la novela histórica más convencional), pero se impone incluso a muchos autores exigentes. Quieren congraciarse con el público.
         Las editoriales presionan también, no solo porque publican en grandes cantidades novela negra, sino porque le piden siempre a los autores una sinopsis, como si una sinopsis dijera algo sobre una novela. La pregunta es siempre: ¿qué ocurre?, ¿cuál es la acción?
          En la novela negra lo principal es el argumento. Y parece que la gente no concibe otra cosa. Pero en otras novelas el argumento no es nada. ¿Cuál es el argumento de Crimen y castigo? Que un estudiante mata a una vieja. Pero eso no es nada, lo puede contar Dostoyevski o mi prima Pepita la que solo ve telenovelas. ¿Van ustedes a leer Crimen y castigo por ese argumento o por todo lo que se dice en cada página, por la vibración de los personajes, por cómo evolucionan los personajes, por los problemas éticos que se plantean? ¿O por el fervor con que escribe Dostoyevski, que nos sacude a todos los lectores? ¿O por su humanismo estremecido, o por la atmósfera vertiginosa que crea, o por el tratamiento de la angustia y la culpa y la redención por el amor? ¿Leemos solo Crimen y castigo por saber qué hace Raskolnikov o por temblar por cada monólogo que suelta en su habitación, por cada diálogo con el policía que le va sonsacando?
         ¿Y leemos a Proust por lo que ocurre o porque nos sumerge en los misterios del tiempo y la memoria, porque nos da la riqueza infinita de cada instante, porque nos regala los prodigios de la memoria involuntaria, porque nos hace vivir intensamente una frase musical, un perfume, un enfoque pictórico, el sabor de una magdalena? ¿O porque nos muestra la infinitud de la vida que siempre olvidamos? ¿O por sus frases larguísimas, llenas de matizaciones, de aclaraciones que nos arrastran a su atmósfera intimista e inagotable? ¿Y qué ocurre en el Ulises de Joyce que no ocurra todos los días en la vida de un agente de publicidad en Dublín? Y, sin embargo, qué infinitud tiene el pasear por la playa, comerse unos riñones en un pub, criticar a los ingleses en un café, mirar los muslos de una jovencita en la arena.
        Luego está esa chorrada de que no te digan qué pasa después, cómo acaba la novela. Cuando más se disfruta una novela es cuando la lees por segunda vez, cuando ya sabes de sobra cómo acaba. Generalmente la primera vez estás tan pendiente de lo que ocurre que no te enteras de nada. Solo la segunda vez aprecias la riqueza de cada página, lo que se dice en cada frase, las paradojas de un personaje, la dificultad de las relaciones humanas, el estilo de un autor que es el que te da su personalidad y su vibración, la atmósfera que crea y con la que te arrastra, la forma en que le da vida a la novela. No, la literatura no está en lo que ocurre. Puede haber literatura en una novela negra, pero la literatura no consiste en contar cosas, consiste en el sabor que pones en cada página, en la hondura de tus afirmaciones, en el asombro con que enfrentas la vida, en cómo haces que cada día de un personaje sea interesante. La literatura es lo que hace interesante y valiosa la vida entera. Cuando yo muchas veces veo una perspectiva fastidiosa delante de mí, la convierto  mentalmente en literatura y entonces ya me interesa. La literatura es lo que le da vibración a cada instante.
         No hablemos ya del estilo. La gente cree que el estilo es un adorno, algo que añades al contar las cosas. Pero no, el estilo es tu personalidad, es lo que da vida algo, es lo que hace que algo te interese o no te interese nada, es la gracia de un relato, es lo que lo hace vertiginoso o pesado. Y no tiene más estilo Proust que Hemingway, cada uno tiene el suyo. El estilo es el alma, dijo Buffon, y nunca se dijo mejor. Un autor barroco no tiene más estilo que uno conciso y seco. Bukowski tiene su estilo que te golpea, Céline te escupe las cosas. Eso es estilo. Tienes a un hombre detrás de las páginas hablándote. Por eso las máquinas nunca tendrán estilo, aunque te cuenten montones de historias. Algunos han recorrido el mundo entero varias veces, pero no interesa nada lo que te cuentan, porque no han visto nada o porque no le sacan el jugo. Y otros no han salido de su habitación y te arrebatan.
         Los antiguos griegos se conocían de sobra sus mitos y cuando iban al teatro ya sabían de sobra lo que pasaba. Pero lo que destacaba Esquilo no era lo mismo que destacaba Sófocles, lo que les iluminaba Esquilo no era lo que les inquietaba en Eurípides. Cada uno sacaba vino interminable de esas historias conocidas. Y así somos nosotros. En realidad, como dice Wladimir Propp, solo hay unas diez o doce historias posibles. Lo que importa es lo que hacemos con ellas. Que nunca se agotará.
        De modo que ya está bien, no den tanto el coñazo con la novela negra, no pretendan que todas las novelas sean como la novela negra. Es un tipo de novela entre otros y ya está. No fastidien más con el “no me cuentes el final”, “quién mataría a la portera”. Y a mí qué coño me importa quién mató a la portera. Incluso animo a alguien a que escriba una novela sobre una portera sin aclarar quién la mató. Pero se pueden escribir tantas cosas intensas sobre las porteras. Sábato planteó una vez parodiar las novelas policíacas igual que Cervantes parodió las novelas de caballerías. Alexander Pope hizo una especie de parodia de la novela negra antes de que apareciera “¿quién robó el rizo de la marquesa?”.
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