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EL COLOQUIO DE LOS PERROS

ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

EL FIN DEL ESTUDIO

7/5/2025

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por JAVIER ALCORIZA

         Walter Pater, lector de Trabajos de amor perdidos, ha visto a Shakespeare en Birón. No lo ha buscado en una obra de caracteres fuertes, sino en una obra más bien estática: «Es como si Shakespeare hubiera intentado unir, mediante un concepto inventivo, los elementos de un tapiz antiguo y dar voz a sus figuras. A un lado, un bello palacio; del otro, las tiendas de la princesa de Francia, que ha venido como embajadora de su padre a ver al rey de Navarra; en medio, un amplio espacio de suave hierba. Los mismos personajes se combinan una y otra vez en una serie de galantes escenas... Algunas de las figuras son simplemente grotescas, y todas las masculinas, al menos, un poco fantásticas». Poco después, el crítico sigue refiriéndose al uso de los «juguetes de los adultos», a los que llama «juguetes de una época pasada... modales antiguos, vestidos antiguos, casas antiguas... son un ejemplo del predominio artístico de la forma sobre la materia, de la manera de hacer la cosa sobre la cosa hecha, y tienen una belleza propia». En Shakespeare ha reconocido Pater un gusto por lo antiguo que asocia al «viejo eufuismo de la época isabelina... que ocultaba un verdadero sentido de idoneidad y delicadeza». Mi propósito con estas citas sería vincular esa apreciación del viejo eufuismo en Shakespeare por parte de Pater a su propia inclinación a gozar de las formas de una belleza perfecta. Recordemos que en la Conclusión de El Renacimiento, el crítico rescata el «servicio de la filosofía» por su capacidad para hacernos despertar, de estar despiertos para captar esos momentos de goce. Allí dice que no debemos buscar el fruto de la experiencia, sino la experiencia misma. El fruto de la experiencia, que es lo que trata de obtener la crítica, traiciona con frecuencia la cualidad sensible de la experiencia estética (1).
         No implica esto que toda experiencia estética sea mera sensualidad. Al comienzo de su ensayo sobre “La escuela de Giorgione”, Pater, evocando a Lessing, recuerda que las artes no son lenguajes a los que se traduzca un mismo contenido. Esa separación de forma y contenido habría tenido su comienzo en el Renacimiento. El predominio de la forma sobre el contenido había sido el síntoma de la decadencia del arte, según Pater había podido leer en su maestro, John Ruskin. Es un riesgo atisbado también en la poesía. Shakespeare habría dado una curiosa señal de alarma en Trabajos de amor perdidos. El riesgo es no poder demostrar la sinceridad de los caprichos verbales en que se ven envueltos los jóvenes amantes. La demostración ya no será posible por un esfuerzo de la propia voluntad. Para sobreponerse a la vanidad del amor hará falta una penitencia, como advierten las mujeres de Trabajos. Hará falta poner a prueba a los pretendientes, someter sus palabras al paso del tiempo. El tiempo habría sido el enemigo de los jóvenes académicos que pretendían grabar el triunfo de la fama en sus «tumbas de bronce» (Trabajos, I, i). Birón protesta al decir que la necesidad los convertirá en perjuros, ya que los deseos no se pueden reprimir solo por la voluntad, sino por una «gracia especial». Frank Kermode ha apuntado la importancia del lenguaje teológico en Trabajos de amor perdidos. (2) Para no sucumbir a la vanidad, será precisa una «gracia especial». Todo apunta a que Birón posee esa gracia, a la vista de lo que Rosalina opina de él. Sin el amor de Rosalina por Birón no entenderíamos que se exprese así: «Nunca, por cierto, he empleado una hora de conversación con un individuo tan jovial... sus ojos proporcionan ocasiones de ejercicio a su ingenio» (Trabajos, II, i). En Birón aflora el ingenio poético. El ingenio se opone o complementa a la voluntad o el deseo, a “will”. (Los juegos de palabras con “will” rozan lo ininteligible en el soneto 135.) El ingenio es lo que no les falta a los jóvenes académicos dispuestos a cumplir con una abstinencia ideal. El ingenio pretende ser filosófico, pero los deseos socavan esa pretensión. Los jóvenes académicos no solo deben enfrentarse al «ejército enorme de deseos del mundo» (Trabajos, I, i): les hace falta comprender la fuerza de los deseos y les hará falta conocer o reconocer a sus respectivas amadas. El amor que conquista el corazón de los jóvenes debe distinguirse del deseo precipitado que los ha convertido en perjuros. La lujuria, dice el soneto 129 de Shakespeare, es perjura. ¿Cómo se diferencia el amor de la lujuria, de una lujuria que puede volvernos «veinte veces» perjuros (según el soneto 152)? La expresión poética es la cifra, no la solución de este problema, el problema de estos «dos amores» que se reparten los «trabajos». (Véase también el soneto 144.)
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         La naturaleza humana está aún por escribir, o por ser descrita. Emerson dirá en América que la literatura está aún por escribir. Los textos miran atrás, mientras que la naturaleza busca la experiencia, no el fruto de la experiencia. Las primeras comedias tendrán que ser vistas también a la luz de los romances, aun cuando en Shakespeare no haya evolución, sino la integridad de la «doctrina de la naturaleza». El despliegue de esa plenitud convierte su lectura en una escuela inestimable. Con Pater, decíamos, nos fijamos en este Shakespeare más impersonal, o más apartado de sus grandes personajes o caracteres, como Hamlet o Lear. Birón, se ha dicho, no constituye un carácter: no es profundo. (3) Trabajos de amor perdidos es el proceso constituyente de Shakespeare, allí donde el debate sobre la identidad se intensifica por la «crítica del lenguaje», donde el juego de las palabras tiene lugar en torno a lo que separa al ser humano del resto de la creación, su capacidad para amar e interpretar el amor. El peligro de esa separación consiste en no salir de los límites de nuestra conciencia: «El amor es demasiado joven para saber lo que es la conciencia; sin embargo, ¿quién ignora que la conciencia proviene del amor?» (soneto 151). Lo ignoran los jóvenes académicos, a excepción de Birón. Birón firma el pacto del Rey con sus cortesanos a sabiendas de que no podrá cumplir su juramento: «Cuando mi amada me jura que está hecha de pureza, la creo, aun sabiendo que miente» (soneto 138). ¿Cómo se llega a la persuasión de que «una confianza aparente es la mejor conducta en el amor»? Shakespeare se ha anticipado en Trabajos de amor perdidos a la sentencia de que «las palabras son unas bribonas desde que las promesas las han deshonrado», como dirá el Bufón de Noche de Epifanía. El mayor artista del lenguaje tomó nota de que el material de su arte podía traicionar la búsqueda del mayor bien, de que, en todo caso, necesitamos «una gracia especial». Birón justificará el perjurio por el hecho de haber confundido «el fin del estudio» (Trabajos, I, i). El fin del estudio no estaría en los libros, sino el rostro de la mujer, en sus ojos, que brillan con el fuego de Prometeo. Pero esta exultación supone no haber conocido aún lo bastante a la persona amada. El amante no puede estar enamorado del amor, no debe creer que basta el enamoramiento para violar sus votos. Desde el enamoramiento hasta el amor habrá un cambio que supondrá el fin del cambio: «El amor no se altera con las horas y las semanas rápidas, sino que perdura hasta el fin de los días» (soneto 116). La coherencia de los sonetos es interna a la experiencia del amor, no externa. No es la biografía amorosa de Shakespeare, sino «una vida de alegorías». Birón también lo sabe, cuando, al acabar su alegato por los perjuros, se hace eco de la carta a los Romanos 13:10: «La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. ¿Y quién podría separar el amor de la caridad?». (4) No es Birón en persona quien debería plantear esa pregunta, ya que dudará de poder «excitar la risa en la garganta de la muerte» (Trabajos, V, ii).
         Con todo, repitamos que Trabajos no es una obra de personajes, sino un «tapiz antiguo». En él aparecen citas del pasado, pero el pasado está tan vivo para Shakespeare como el presente. Digamos que el Renacimiento fue el último momento en que esa continuidad revalidaba los trabajos o esfuerzos del arte. En breve la conciencia del tiempo histórico hará que el espacio ocupado por los clásicos sea el foro de los debates académicos entre antiguos y modernos. Donde venían a hablar Mercucio y Romeo, o Mercurio y Apolo, oiremos perorar a los académicos. El clasicismo buscará por el camino equivocado revitalizar su amor por el pasado: tendrá razón por los motivos equivocados. El amor por el pasado debe ser un amor presente. El cierre de Trabajos de amor perdidos son canciones que podían escucharse, como señala Tillyard, en la campiña inglesa. El mejor cierre de Trabajos son las canciones del cuco y el búho. El público de Shakespeare podía comprender bien la integridad de su obra. ¿Qué ocurriría en adelante? ¿Cómo suturar las heridas creadas en la creación artística por la conciencia histórica? El arte seguirá siendo el terreno de los sentimientos más que de las convicciones. En el pasado, el lenguaje del arte no ha sufrido la tensión entre la forma y el contenido. Forma y contenido eran como las dos caras de una moneda. La tensión entre ellas es el descubrimiento estético moderno. George Eliot dirá después que las tradiciones estructuran nuestros sentimientos. Aún sentimos, pero, sin las tradiciones, sin una tradición viva, nuestros sentimientos quedan desestructurados. ¿No podría verse como ejemplo de ese diagnóstico el caso de la joven Deannie en Esplendor en la hierba? (5) ¿De qué sirven los versos de la Oda de Wordsworth sino como terapia para el desencanto de la protagonista ante la irrupción «natural» de las pasiones? ¿Cuáles son los límites de nuestra naturaleza? La poesía ha dado forma a lo humano: necesitamos formas para comprendernos. La atención de Pater a la belleza es una manifestación tardía de la integridad que se hacía presente en las obras de Shakespeare. Es una idea del orden que suma las palabras de Mercurio a los cantos de Apolo, aunque, al acabar la obra, unos sigan un camino, y otros, otro (Trabajos, V, ii).
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'Trabajos de amor perdidos' (Fundación Siglo de Oro, 2016)
          El ser humano no puede contener o reformar el mundo, debe aprender las maneras de quedar contenido en él, de contribuir, aunque sea testimonialmente, a repararlo o enmendarlo. El arte y la crítica del arte deben alinear sus intenciones. Es la encantadora sugerencia de Oscar Wilde sobre que los griegos fueron una nación de críticos de arte. Un mismo espíritu, reactivado y transmitido por múltiples canales, ha de configurar un pueblo o un público o una sociedad o una comunidad. Los nombres han sido circunstancialmente oportunos, pero no podemos quedar presos en denominación alguna. Somos críticos del lenguaje cuando somos críticos con el lenguaje, es decir, con nuestra naturaleza, para la que no tenemos una expresión definitiva, sino continuamente enmendable. La vieja enmienda era la Ley; la nueva, la enmienda cristiana, la caridad o el amor. No pueden fusionarse, pero tampoco deberían excluirse. Esa lección es la que hemos aprendido en el contexto de la educación liberal. El mismo Wilde decía que la unidad de Europa habría de venir de la mano de la cultura. La cultura o la literatura o la poesía nos han enseñado a distanciarnos de nuestras pasiones, no a eliminarlas; nos han enseñado a desconfiar de su absolutismo, ya que «una aparente confianza es la mejor conducta en el amor». ¿No ha sido Europa, antes de la Unión Europea, una república literaria? ¿Qué valor daremos a esa pretensión de comunicación secular entre los artistas? Harold Bloom decía que entre los grandes poetas, en virtud de una lectura errónea, se daba una lucha por la supervivencia. La memoria otorgaría el verdadero triunfo poético. Pero la vida debe discurrir también en el tiempo. Dice Birón: «No apetezco en Navidad más una rosa que deseo la nieve en las risueñas y presumidas festividades de mayo, sino que cada cosa la quiero en su estación». Esta sería una grata lección shakespeariana. Es la estrella para todo barco sin rumbo. Democratizar la poesía sería un modo indirecto de asumir la responsabilidad social de la crítica. Shakespeare puede ayudarnos a no creer en la inocencia del lenguaje sin desesperar de la sencillez de la naturaleza. La naturaleza humana se reivindica especialmente en sus romances. Ya sabemos por qué vía: en El cuento de invierno el arte estará al servicio del «milagro», de la regeneración, del Renacimiento.
            El cristiano no nace, nos recuerda Shakespeare, sino que renace. Nos lo recuerda en el contexto de las guerras de religión en Francia, de las guerras entre católicos y protestantes, cuya furia aún resonaba en la Inglaterra de Trabajos. Así entendemos la otra cara de la embajada de la Princesa de Francia ante el Rey de Navarra. La Princesa ha colmado todo afán de sabiduría más allá de la comedia. La historia en Shakespeare es más persuasiva que nuestro historicismo. El debate entre protestantes y católicos giraba en torno al Sacramento de la Eucaristía, que es la palabra para la acción de gracias. ¿Es la Eucaristía la evocación o la repetición del misterio de la fe? ¿Cuál es el alcance de la presencia de lo divino en lo humano? Una lectura sacramental de las obras de Shakespeare abunda en la cuestión de una crítica literaria que no puede prescindir de su trasfondo religioso. (6) Ni la mitología ni el dogma pueden arrogarse la última palabra sobre la descripción de la naturaleza humana. En ese sentido, la escritura de una constitución europea comenzó mucho antes del momento en que nos preocupamos por su constitución política. Tal como los ingleses han sido el público de Shakespeare, los europeos somos aún un pueblo en busca de educación. Ese podría ser el fin del estudio y el preámbulo de nuestra constitución.

(1) Véanse WALTER PATER, Apreciaciones, trad. de J. Alcoriza, Cátedra, Madrid, 2025, y Essays on Literature and Art, ed. de J. Uglow, Everyman’s Library, Londres, 1990, p. 46. Para las citas de Shakespeare remito a Obras completas, trad. de L. Astrana Marín, Aguilar, México D.F., 1991.
(2) FRANK KERMODE, El tiempo de Shakespeare, trad. de J. M. Ibeas, Debate, Barcelona, 2016, p. 94.
(3) E. M. TILLYARD, Shakespeare’s Early Comedies, The Athlone Press, Londres, 2001, p. 166.
(4) Hay más de sesenta citas bíblicas y homiléticas en Trabajos de amor perdidos. Véase NASEEB SHAHEEN, Biblical references in Shakespeare’s comedies, University of Delaware Press, Newark, 1993.
(5) He tratado de responder a esta pregunta en “Voces en Colono”, en Psicología literaria, Dykinson, Madrid, 2021.
(6) REGINA MARA SCHWARTZ, Sacramental Poetics at the Dawn of Secularism, Stanford University Press, Stanford, 2008, p. 57.
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LA MUSA DE FUEGO.ENSAYO HABLADO SOBRE EL ORDEN DE LECTURA DE SHAKESPEARE

23/6/2024

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por JAVIER ALCORIZA

La lectura de las obras de Shakespeare esconde secretos. Son secretos tal vez sólo para uno mismo. Ya Petrarca habló de “mi secreto”. Tal vez mi secreto no lo sea para nadie más, pero también es posible que, al compartirlos, los secretos adquieran un valor nuevo. Hablar, como hablar de un secreto, no es lo mismo que escribir. Un ensayo hablado quiere asomarse primero a los oídos del lector. Fue por el oído como resonaron en mi mente algunos pasajes de Enrique V de los que quiero hablar. ¿Existe el oído de la mente? Hablar de ellos, más que, repito, escribir sobre ellos. Lo escrito sobre Shakespeare, la biblioteca shakespeariana, es de gran ayuda. Sin embargo, Shakespeare sigue siendo, decía Harold Bloom, el mejor crítico de Shakespeare. Yo lo había entendido como que en cada obra de Shakespeare hay un personaje que emite su mejor crítica, como las Brujas en Macbeth, sobre lo hermoso y lo feo de la tragedia. No quisiera empezar por ahí, con Enrique V. No estoy seguro de que haya en Enrique V una buena crítica de toda la obra. Supongo que el relato de la muerte de Falstaff podría cumplir esa función, si no se elevara por encima de ella o descendiera, si así se quiere, hasta el seno de Arturo. Mejor decir que se eleva, al evocar las citas del rico epulón en Falstaff, más que la cita sobre la muerte del joven Arturo en El rey Juan. Si la muerte de Falstaff está por encima de Enrique V, será porque Shakespeare no ha encontrado aquí, en la aventura imperial de Hal, un medio de elevación. Este sería otro modo de leer la ironía sobre la musa de fuego de la que el poeta carece, cuya ausencia, dice el Coro, debe suplir nuestra imaginación. Primero, la imaginación de los espectadores, y ahora, la de los lectores. Estamos en la segunda caverna de Shakespeare, si la primera es la O de madera. Pero tal vez no haga falta salir a la luz del día para conocer la verdad. Ya estamos avisados de que necesitamos «alados pensamientos». Por tanto, a falta de una crítica interna, por así llamarla, unas palabras que perforen la obra desde dentro, y al conformarnos con un escenario donde no va a aparecer el espectro de Falstaff, nos basta, en principio, con atender a las resonancias de algunos pasajes de la obra. Sin embargo, para que no parezca que he confiado al azar de las resonancias este juego secreto, querría señalar también el posible criterio con el que parecen obedecer estas asociaciones, que giran en torno a la muerte, el sueño y el honor. El primer motivo, el de la muerte, viene dado por la declaración de Enrique V sobre el traslado de los restos de Ricardo II, al que va a dar nueva sepultura. El pasaje que puede leerse a continuación es el de la modesta, «modestísima tumba» que pide Ricardo II antes de ser destronado. Enrique V debe expiar la culpa de su padre, que hizo asesinar a Ricardo II. La mención del rey Ricardo no puede pasar inadvertida a los espectadores y lectores de Enrique IV. Se trata, por un lado, del cierre de la segunda tetralogía, en cuyo epílogo se hace referencia a la primera tetralogía, que ya ha sido representada. Shakespeare, con el epílogo de Enrique V, podría advertirnos del callejón sin salida en que se encuentra la monarquía cuando se cuenta su historia en los términos de la lucha por la legitimidad. Ricardo II no fue un buen rey, pero el crecimiento poético de su personaje en la segunda mitad de la obra, a causa de su derrocamiento, puede entenderse como una señal de los tiempos desquiciados que se avecinan. Como el rey Lear, Ricardo es más una víctima del pecado que un pecador. ¿No acierta Enrique V, entonces, al encomendarse a Dios y dedicarle su victoria en Francia? ¿No se ha convertido Francia para él en la Tierra Santa por la que Bolingbroke iba a emprender una cruzada hasta «remotas playas»? Por fin, Enrique IV muere en la cámara de Jerusalén, y el príncipe enviará sus tropas, con el beneplácito de la Iglesia, hasta Francia. ¿Es esta una guerra justa? ¿Lo parece tras haber asistido en la escena primera a la conversación entre Canterbury y Ely, o tras enredarnos en las ramas del árbol genealógico del arzobispo? Ricardo ha pasado de la soberbia a la humildad del rey cristiano que implora una «modestísima tumba». ¿Es Enrique antes un rey de Cristo que un tirano, como aclara a los embajadores franceses? John Middleton Murry recuerda la posición central que ocupa Ricardo II entre las obras históricas de Shakespeare, cuatro escritas antes y cuatro (El rey Juan incluida) después. Ricardo está en el centro del litigio y, tal como Shakespeare le hace hablar, ningún otro monarca inglés podrá ocupar su posición. Tendremos que esperar a la “crónica” del rey Lear para salir del pozo de la guerra civil, aunque al precio de entrar en la «rueda de fuego» de la locura del rey despojado de su reino por sus propias hijas. Murry también apunta la importancia del Duque de York en Ricardo II, el personaje que pasa de la lealtad a Ricardo a la lealtad a Bolingbroke. El apunte nos invita a apreciar la sensatez de los personajes que transitan entre los grandes, al modo de Pisanio en Cimbelino. El centro de gravedad de la obra no tiene por qué coincidir con la lección de naturalidad que podemos extraer de ella. La excitación del espectáculo tampoco tiene por qué ser la mejor recomendación para el público. De hecho, frente a lo que defiende Logan Pearsall Smith, hay un motivo para que nos esforcemos en leer a Shakespeare en clave no patética. La conservación de la vida sería el mayor bien para el poeta. Un buen poeta, como afirmaba Ben Jonson, ha de ser antes un buen hombre. ¿Qué tiene que ver la aventura imperial de Enrique V con la conservación de la vida? La conservación de la vida en el reino es una tarea compartida entre el rey y sus súbditos. Es el fin por el que aceptamos la necesidad de la jerarquía. El orden de la vida está por encima del orden social, como bien sabe el poeta que no quiere ver su obra amordazada por la autoridad. La poesía es el vehículo de ese principio de orden. Murry distingue a York como personaje para hacernos ver la fuente misma de la que emana la idea de la realeza en Shakespeare. El derecho divino de los reyes, como apunta Hazlitt en su ensayo sobre Enrique V, no puede ser el derecho divino a gobernar mal. Shakespeare es, en efecto, un constitucionalista literario. Es un poeta prerrevolucionario que ya ha anticipado los desastres de la revolución, otra manifestación histórica de las ambiciones desatadas en las antiguas guerras civiles. Las lecciones de la Antigüedad son suficientes para no dejarnos arrastrar por la tempestad de la épica. El crítico John F. Danby aclara el alcance de la doctrina de la naturaleza de Shakespeare: Shakespeare es el poeta de la teología natural antes que de la épica nacional. Con esa perspectiva, la distancia abismal que hay entre Ricardo III y Enrique V, desde el punto de vista moral prácticamente desaparece cuando los observamos como héroes políticos. “Política” es una palabra connotada negativamente en Shakespeare. Maquiavelo habría sancionado políticamente los desvíos de la teología natural. Frente a la falta de escrúpulos de Enrique V, nos queda esperar que no se extingan en el corazón humano los impulsos que reconocen la virtud del perdón antes que la venganza. Será la respuesta que le dará Próspero al compasivo Ariel. Shakespeare pudo usar la vida de Ricardo III escrita por Tomás Moro, pero dejó que los cortesanos se burlaran de las ideas utópicas de Gonzalo. La poesía no puede edificar una república, pero no deja de prestar atención al modo en que se expresa la naturaleza humana. Las obras de Shakespeare debían cumplir la función de los mitos clásicos o las parábolas cristianas. No indagan en la incompatibilidad entre ambos, sino en su espíritu edificante. La poesía, a diferencia de la filosofía, sí puede, sí tiene que ser intrínsecamente edificante. Hay una teología natural en Shakespeare que nos permite articular un orden de lectura de sus obras. Danby sitúa al Bastardo de El rey Juan en la línea que podría unir Ricardo III con Enrique V. Por su boca oímos que, tras la muerte del príncipe Arturo, «todo cuanto este reino poseía de vida, de derecho y de verdad ha huido al Cielo». El Bastardo ya sabe cómo va el mundo, aprende a moverse en él, aprende sus mañas, no para engañar, sino para no ser engañado. El mundo de la historia en Shakespeare es el mismo que el de las comedias y las tragedias. Shakespeare se alza por encima de los géneros, como no podía ser de otro modo, para dar gusto a su público. Acepta las convenciones, pero las costumbres «ceden ante los reyes». El orden de lectura en Shakespeare, según Danby, no debería disociarse de la teoría de la rebelión que acepta la muerte de Ricardo III y se ve obligada a aceptar la expedición desde Francia en El rey Lear. Las obras de Shakespeare no son un espejo de la historia o de Inglaterra, sino de la naturaleza humana. La idea de la naturaleza humana estaba ya anclada en la lectura de la Biblia, como sabemos por las citas evangélicas de Falstaff. Chesterton recuerda que el elogio de Inglaterra en el discurso de Gante pivota en torno a Judea. ¿Puede la mención de Dios borrar los pecados que han recaído sobre la corona de Enrique V? ¿Por qué no puede dormir Enrique V en la víspera de Agincourt? El sueño, o mejor el insomnio, es otro de los temas que buscan su correlación en estas obras. ¿Puede ser el insomnio hereditario? Enrique IV tenía motivos para desvelarse tras la muerte de Ricardo y por la juventud desenfrenada del príncipe Hal. Ahora bien, el desenfreno del príncipe ha quedado atrás en el rey. El propio Hal se anticipaba a ese momento en el primer monólogo de La primera parte de Enrique IV. La transformación supondrá dejar atrás a Falstaff, en cuya boca pone Mistress Quickly palabras del Salmo 23. El seno de Abraham es ya el seno de Arturo. La anáfora planea sobre Enrique V. El último sueño de Falstaff es una bendición, a pesar de que el joven rey le había roto el corazón. Shakespeare puso en boca de Falstaff la mejor respuesta al cambio de actitud del príncipe ya coronado rey: una risueña incredulidad. Ya no volveremos a oír a Falstaff, pero su ausencia determina el clima de Enrique V. Falstaff debía desaparecer para mostrar al rey en todo su esplendor. Al dedicar a Dios sus victorias, Enrique V trata de expiar el crimen de su padre. Queda pendiente la cuestión de la paternidad subrogada que ejerce Falstaff. El vínculo entre Hal y Falstaff, como ha estudiado Allan Bloom, es erótico antes que político. Falstaff actúa en Enrique IV, antes de la entrevista del príncipe con su padre, como un Sócrates aristofánico. Cambiar el papel es permitir que los personajes digan por una vía indirecta lo que realmente creen. Bajo el manto del humor se esconde la verdad. Falstaff le advertía a Hal de que desterrarle a él sería desterrar al mundo entero. ¿Está huérfana de toda humanidad, entonces, la historia de Enrique V? ¿Exige la corona el sacrificio de la humanidad? ¿Qué supone la conversión del joven príncipe en rey? ¿Acaso no ha dado Enrique V pruebas de madurez a quienes lo han tratado? ¿Significa convertirse en rey adoptar una pose de ejemplaridad? ¿No está oculta en la majestad del rey cristiano la admisión de la pobre humanidad como condición insuperable de sus súbditos? El rey Lear, en la tragedia que mira desde lejos a las obras históricas en que asistimos a la muerte de un rey, reconoce en el páramo esa condición: «Pobres y miserables desnudos... ¡Oh, cuán poco me había preocupado de ellos! Pompa, acepta esta medicina; exponte a sentir lo que sienten los desgraciados, para que puedas verter sobre ellos lo superfluo y mostrar a los cielos más justos». Como hemos visto en Ricardo II, la conquista de la realeza pasa por haber tenido la experiencia de la pobreza. El alcance de la comprensión que tiene Lear de la experiencia de la pobreza se abría paso antes en la réplica a Regania: «¡Oh, no hay que razonar sobre la necesidad! Nuestros más viles mendigos son en alguna pobrísima cosa superfluos. No concedáis a la naturaleza más de lo que ella exige, y la vida del hombre será de tan bajo valor como la de las bestias». Siempre hay que prestar atención al sentido de las palabras en la escena. ¿No es Lear el mismo personaje cuando protesta ante su hija por reducirle su guardia personal y cuando ve en Edgardo (disfrazado de mendigo) al «ser humano mismo»? Le dice: «¿No es más que esto el hombre? Considerémoslo bien. Tú no le debes seda al gusano, ni a la bestia la piel, ni la oveja la lana, ni al almizcle su perfume». ¿Es comparable el ascenso de Enrique V, conquistador de Francia, con el descenso de Lear, cuyo reino dividido queda expuesto a la invasión? El estado final del hombre está en contacto, de manera subterránea, con los cambios a los que se ha expuesto. La guía segura para entender esos cambios es la naturaleza. Sin embargo, como Danby explica en su ensayo sobre El rey Lear, hay varios conceptos de naturaleza en Shakespeare. La naturaleza no es materia de indagación. Da a los personajes, se trate de Edmundo o de Lear, las respuestas adecuadas según las preguntas que se plantean. La naturaleza ya está presente en ellos. La imperfección o las debilidades son consustanciales a ser humano. En Shakespeare, como es obvio, ese punto de partida obliga a un movimiento ascendente, aun cuando la ascendencia esté más clara en el descenso de Lear que en la elevación de Enrique V. La pobreza era la medicina de la pompa. Un rey debe conocer su reino, tal como Dios se encarnó en el hombre. Enrique V increpa en estos términos a la pompa o el ceremonial: «¿Hay  en ti otra cosa que una situación, una condición, una forma que crea en los otros hombres el respeto y el temor?... ¿Qué bebes con demasiada frecuencia, en lugar de un tierno homenaje, sino la lisonja emponzoñada? ¡Oh poderosa grandeza, muéstrate enferma y ordena luego a tu ceremonial curarte!». La ironía del rey retrata al personaje. Poco antes, ante el soldado Williams, Enrique V distinguía entre la obediencia al rey y la salvación del alma. La distinción es hobbesiana, como ha señalado la crítica respecto a una obra que pudo inspirar el título de Leviatán. En tal caso, la afinidad de Hal con Edmundo muestra el riesgo que entraña el ejercicio del poder para el hombre que busca actuar antes que conocerse a sí mismo. El riesgo de conocerse a sí mismo implica el riesgo de creer que uno ya se conoce lo suficiente. Es el caso del duque de Gloucester antes de perpetrar los crímenes que le convertirán en Ricardo III. ¿No alcanza ese autoconocimiento Ricardo II cuando está prisionero en Pomfret, donde, como la deidad gnóstica, engendra «una generación de pensamientos»? Antes había mantenido con Bolingbroke un diálogo platónico, en el que admitía que la sombra de su pesar había destruido la sobra de su semblante: «Veamos, es cierto, mi pena es interior, y esas formas exteriores del pesar son simplemente sombras de una pena invisible que penetran en silencio en el alma atormentada». Las palabras del rey cautivo transmiten después una especie de liberación: «Así, yo, en una sola persona, represento el papel de muchos actores, de los cuales ninguno hay contento. A veces, soy rey; entonces la traición me hace desear ser un mendigo, y eso es lo que soy; mas poco a poco vengo a reflexionar que he sido destronado por Bolingbroke, e inmediatamente ya no soy nada. Pero quienquiera que sea, ni yo ni hombre alguno, se verá satisfecho con nada hasta que sea reducido a nada». El rey escucha una música (como la «música de las esferas» en Pericles) que le lleva a pensar en el paso del tiempo: «No he tenido oídos para observar que mi tiempo se hallaba suspendido en la armonía que debía reinar entre mi poder y el tiempo. He abusado del tiempo y ahora el tiempo abusa de mí». En su embajada ante el Delfín, Exeter compendia así la conversión de Hal en Enrique V, la diferencia que captan sus súbditos «entre las promesas de sus verdes años y las cualidades de que da pruebas hoy; ahora pesa el tiempo hasta el más pequeño segundo». Hal ya se había anticipado a esa diferencia tras la escena con Falstaff en la habitación de una posada. Pero la anticipación de Enrique V vale menos, entendemos, que la resignación de Ricardo II. De hecho, la bravura demostrada en Shrewsbury es del mismo calibre que la de Harfleur y Agincourt. Hal sacó más partido del lado aristofánico que socrático de Falstaff. El ejercicio cerrado del poder real parece la justificación suficiente del trato que le dispensará a Falstaff. Danby habla de una Inglaterra dividida entre el Apetito y el Poder. Es un diagnóstico que se proyecta sobre Enrique VIII. Para superar esa cesura, en términos dramáticos, habrá que esperar a ver a Lear con Cordelia. Las jóvenes de los romances, desde Marina hasta Miranda, representan, en cierto modo, el milagro de resucitar a la hija menor del rey. Entretanto, el poeta recuenta la historia, recrea los hechos: «La poesía es historia y los hechos son falsos». Los hechos carecen de valor por sí mismos. Las palabras les dan forma. Pero las palabras no sustituyen a los hechos. Ese es el sentido, creemos, de que la poesía instruya mejor que la historia, como advierte el Coro final de Enrique V. Las hazañas del rey no implican lamento alguno por la muerte socrática de Falstaff. Lleguemos al final. En un momento cinematográficamente revelador de Campanadas a medianoche, Orson Welles hace que Falstaff, a quien interpreta, pronuncie el monólogo sobre el honor situado detrás de Hal. El horror de la guerra asoma tras las preguntas retóricas de Falstaff, que viene a concluir que el honor es aire, flatus vocis. El crítico A. D. Nuttall relaciona esa deflación del honor con el nominalismo socrático. La última palabra de la discusión sobre los valores, como saben los lectores y espectadores de Troilo y Crésida, no es el nihilismo. Shakespeare es un poeta, no un razonador, aunque ponga de manera insuperable en boca de sus personajes las razones por las que actúan como lo hacen. Sin embargo, tampoco esas razones lo son todo en todo momento. Falstaff no es un cobarde. Tampoco lo será Hamlet, a pesar de su conciencia y de sus malos sueños. La más famosa arenga de Enrique V surge de la respuesta que da el rey a Westmoreland cuando desea contar con más hombres antes de la batalla: «Cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte del honor». La valentía del rey no está en entredicho. ¿Es este su atributo más importante? Aún le quedarán fuerzas para ordenar «que todos los soldados maten a sus prisioneros». ¿Es así como habla un «rey de Cristo», el «espejo de reyes cristianos», según el Coro? ¿Ha sido esta una «guerra justa»? ¿Basta la sanción de la Iglesia para que así sea? Canterbury afirma: «Que el pecado recaiga sobre mi cabeza». Decíamos que Shakespeare era un poeta antes que un razonador. ¿Con qué está más estrechamente en contacto la poesía que con la fe de los hombres? Las razones no pueden reemplazarla, aunque la fe pueda apoyarse en ellas para dar cuenta de sus actos. No debía haber una tensión maquiavélica entre la razón y la fe, sino una reciprocidad socrática capaz de revelar los tesoros hundidos en el fondo del mar de la naturaleza humana. Resulta notable que Shakespeare no encontrara en el terreno de la historia la posibilidad de afirmar esa compleción de la naturaleza humana, una figura de integridad que se sobrepusiera a las circunstancias. El bucle del antagonismo entre el poder político y el poder poético nos lleva de una a otra tetralogía, ya que el orden de la lectura cronológica es inverso al de composición de las obras. El presente no traza otro escenario diverso al del pasado. Enrique VIII será también una prueba manifiesta de la incomodidad o dificultad para hacer poesía de la historia. Como dice Danby, el de las obras de Shakespeare es el tema universal, el tema del buen hombre en la mala sociedad. Es la universalidad de las historias de Sócrates y de Cristo. No es de extrañar que haya una vibrante coincidencia textual de Shakespeare con la «filosofía de Cristo». La lectura de Erasmo puede servir de pantalla para proyectar las obras de Shakespeare. El amigo de Tomás Moro había hecho pronunciar a la Locura palabras similares a las de Lanzadera tras despertar del hechizo en Sueño de una noche de verano. No olvidemos que también la Locura es un personaje, tal como Jesús se ha convertido en el protagonista de los Evangelios. Sus parábolas serían otra vía de acceso a la trascendencia para quienes carecen de fe (Mateo 13:10-13). De manera similar, Sócrates ha pasado a ser un personaje de los diálogos de Platón. Necesitamos los textos para recuperar las palabras que rescatan el espíritu de la letra. Ricardo II pedía elevar los pensamientos. Los efectos subversivos de la imaginación pueden dar como resultado la recuperación de un principio de orden en las escenas que nos toca vivir. ¿Qué otros sentidos tendrán las obras de Shakespeare en el mar del tiempo? El mar es amenazante, un elemento independiente, como diría Hazlitt del tiempo en su ensayo sobre El reloj de sol. Al tiempo no le afecta nuestra vanidad. El tropo del mar, a mi juicio, es el más indicado para adentrarnos en las últimas obras de Shakespeare. Ted Hughes diría que Shakespeare resuelve en los romances la ecuación trágica. Con una visión menos panóptica de sus obras, Hazlitt descubre en el desahogo de la potencia expresiva la ocasión de celebrar la justicia poética, el fundamento de la exultación que causa la manifestación de un poder no refrenado. Es el caso de Coriolano, es el caso de Enrique V. Podemos admirar las expansiones heroicas de Enrique V con la conciencia tranquila. La fiera anduvo suelta por los campos de Francia. No hay cadáveres sobre el escenario. Enrique V ha reemplazado a Enrique V. El poder regio de Shakespeare está al servicio de una humanidad múltiple, valiente, sufridora. Homero tuvo su Homero. Shakespeare tuvo su doctrina de la naturaleza, no inventada por él, común, podríamos decir, a la de Erasmo y Cervantes y Molière. Tal vez el tipo del espectador cristiano, como sugiere Murry, sea indispensable para identificar el valor intrínseco de las fuerzas que, una vez desencadenadas, se apoderan de las obras de Shakespeare. ¿Qué puede añadir nuestra época, poscristiana y posrevolucionaria, a esa fuente de revelaciones que constituyen, como decía Harold Bloom, las Escrituras de la Realidad? Enrique V ha superado a Enrique V. La última versión de los hechos está en manos del poeta, como se cuida de recordarnos Melville en Billy Budd, la última reescritura de la Pasión. La retrodicción poética, con la confianza puesta en la suspensión de la incredulidad del público, sería la única manera de compensar la ausencia de una musa de fuego.
















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UN SÓCRATES MARINO

30/9/2023

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por JAVIER ALCORIZA

[25 años después de la primera edición de Chaqueta Blanca, o el mundo en un buque de guerra de Herman Melville, traducción de José Manuel de Prada Samper, Alba, Barcelona, 1998]

         Somos de cristal, tenemos esencia vítrea, pero no vemos claro sino a través de la mirada ajena. Chaqueta Blanca tiene esa virtud: nos devuelve al mundo, nos devuelve una imagen del mundo, el mundo en un buque de guerra. Esa es la alegoría de Melville, como decía Keats de Shakespeare: sus obras son el comentario de las alegorías de su vida. Un texto alegórico tiene otro sentido que no es literal. Chaqueta Blanca presenta los dos sentidos entrelazados, el literal y el alegórico, lo que es la vida a bordo del Neversink, la vida detalladamente nombrada de los marineros, y lo que nos afecta a los lectores, que no estamos embarcados en el Neversink, pero sí en este mundo, que es otra nave que surca el espacio, gobernada por el Almirante Todopoderoso. Chaqueta Blanca es el libro, es el nombre del narrador y es la prenda que lo distingue, de la que, para seguir vivo, debe desprenderse cuando cae al mar. De cada libro debe deshacerse su autor: la escritura es ese proceso de desprendimiento. El punto crítico es aquí una lucha a vida o muerte, o una lucha de la vida con la muerte, para que el narrador, testigo de todo lo que ocurre a bordo del mundo, pueda al final levantarse, resucitar, como un Cristo del mar. ¿Cómo entender, salvo de esta manera, las constantes referencias a la flagelación en el enjaretado, la escena crucial que atenta contra la idea misma de humanidad? Ahí podrían acumularse las menciones de Melville al cristianismo, la religión del “pueblo”, del que Chaqueta Blanca forma parte. Pero recordamos también que la Chaqueta Blanca tiene otras acepciones. Chaqueta Blanca está dentro y fuera del pueblo. Pertenece a la clase de intelectuales que son despreciados por los oficiales. Las enseñanzas cristianas deberían presidir todas las relaciones humanas, pero no es así. Se impone un código naval que da lugar a insufribles vejaciones. ¿Es entonces la filosofía el consuelo que queda frente a ese despropósito de una autoridad arbitraria, ajena, según el narrador, a los principios republicanos que inspiran el gobierno americano? Mar y tierra resultan diversos dominios. El mar es el estado de naturaleza; el buque de guerra, sorprendentemente, un estado de excepción. Tampoco en Chaqueta Blanca la palabra filosofía, o sus derivados, sale bien parada. En cierto pasaje se habla, significativamente, del pantano de la filosofía. Sin embargo, la manera de narrar de Melville, con incrustaciones descriptivas, con juicios ponderados, es propia de quien se ha preocupado sobre todo por averiguar la verdad que está a su alcance. Sabemos que la blancura de la Chaqueta de Melville (un presagio de la ballena) no es símbolo de pureza, sino un estigma entre los hombres. El libro, por tanto, dice cosas que muestran la dificultad de su composición. Entre otras evidencias, entendemos que no quiere apartar la vista del mal, que no cree que haya problemas sin solución a bordo de los buques de la Armada, que no puede emitirse una condena rotunda o, si lo hace, como en el caso chestertoniano del contrabando de Bland, se permite una ironía no desalmada. La mayoría de los marineros, el “pueblo”, en general, se ve arrastrado o cede a sus bajas pasiones, pero ahí está el incomparable Jack Chase, un mediador inagotable; o el viejo Ushtant, que se conduce como un “Sócrates marino”, que no acata la orden de afeitarse las barbas conforme al reglamento. Melville sabe que el cristianismo, que ha suavizado las costumbres, que ha moldeado el gobierno de “contrapesos” más recomendable de la historia, no ha penetrado en el corazón de los hombres. ¿Lo hará alguna vez? La Constitución americana (antes de la Guerra Civil) era la profecía de que este país sería un nuevo Israel, pero los buques de guerra han quedado exentos de su beneficio. Melville contrapone textos para denunciar un desequilibrio insoportable. Es llamativo el caso del esclavo a bordo del Neversink, mejor tratado que algunos marineros. La escritura de Melville negocia con las realidades de su tiempo y de su experiencia. Es todo lo que se puede pedir a un libro para cuya escritura no hay precedentes, sino, en todo caso, fuentes, como la Biblia, Shakespeare, Homero, Camoens. Chaqueta Blanca admite ser leído como un libro más filosófico que religioso. Nace todo él de la revisión del pasado como un presente para la escritura, sin desentenderse del futuro humano. Como decíamos, esto implica que el final de la escritura sea, hasta cierto punto, la muerte del recurso que le ha dado vida. Pocas páginas en toda la literatura producen el estremecimiento del trance en que el protagonista se ve obligado a rasgar su chaqueta y desprenderse de ella. Esa crisis no podía ocurrir a bordo, como vemos en el capítulo de la subasta: hay una fatalidad visible o diabólica  asociada a la propiedad de la Chaqueta. La agonía tenía que suceder fuera del mundo del buque, en el mar, ese mismo mar de los romances de Shakespeare de donde proceden sus personajes perdidos y reencontrados. Pero el final de la Chaqueta no es el final del libro, como vemos. Las últimas páginas encierran un mensaje de esperanza para los navegantes de este otro buque o globo a la deriva. Antes, al reflexionar sobre los favores y disgustos de la fortuna, Melville decía que el hado no es ni destructivo ni filantrópico, sino que mantiene una «neutralidad armada». También llega a convencernos de que el destino es otra cosa que lo que pensamos de él. Las palabras finales del libro apuntan a las estrellas como el hogar de los pensamientos, dan a entender que habrá una travesía de regreso a casa. El libro no puede acomodarse a una sola expectativa. Si aceptamos su testimonio, debemos estar dispuestos a sufrir ese «cambio marino». Ahora bien, su autor ha querido reservar la verticalidad del espíritu como contrapeso de un horizonte mortal, más allá de sus páginas atroces sobre los castigos, el sufrimiento y la muerte. Estar preparados para morir podría serlo todo, pero el impulso de querer volver a la vida, si es posible, es el secreto de la resurrección, una lucha violenta contra lo que nos distingue y nos condena. La poesía no tiene lugar en el mundo de un buque de guerra. El instinto debe ser capaz de enfrentarse al sentido del deber. Las debilidades han de ser consideradas en relación con las influencias a las que estamos sometidos. El pecado no puede ser extirpado, aunque el pecador pueda ser castigado. El estilo de nuestro relato evitará que nos desviemos del rumbo, incluso cuando cesa el viento. Un tiempo de reflexión sobre el mar nocturno en calma es un don del cielo. En las ocasiones decisivas, dice el narrador al final, cuando se ha desprendido de su Chaqueta Blanca, cada uno es su propio salvador. El propio salvador de cada hombre no es el Redentor, sino que presenta más bien la fisonomía de un Sócrates marino. El ejemplo de Melville se fue definiendo a lo largo de sus obras: haber encontrado un lugar para la supervivencia de la voz. Aunque «se hunda el mar», según suena la blasfemia del marino, apartemos los ojos del «destructor de mundos», insinúa Melville, para la más deslumbrante imagen de la derrota transitoria de la muerte.







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SHAKESPEARE, “PROFESOR DE FILOSOFÍA”.EL PRIMER SUEÑO DE ROMEO

14/3/2023

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por JAVIER ALCORIZA
Para Marta Semitiel

«Enséñame cómo puedo dejar de pensar».
Romeo y Julieta, I, i, 223

1. EN EL QUICIO DE LOS TIEMPOS. La cita del título, “profesor de filosofía”, remite a Lev Shestov, el filósofo existencialista: «Por extraño que pueda parecerles a algunos, mi primer profesor de filosofía fue Shakespeare, con sus enigmáticas, incomprensibles, amenazadoras y melancólicas palabras: ʻEl tiempo está fuera de quicioʼ». Shestov fue un gran lector de filosofía y de literatura. Su visión no discrimina cuando se trata de calibrar lo que llamaba las «peregrinaciones del alma». Filosofía, literatura, arte... El alma peregrina hasta el santuario de las obras. Lo que manifiesta es más relevante que lo que adora. El alma no es, al modo de Emerson, sino que deviene. Está en el cambio pitagórico, no en la permanencia. Esa sumisión al tiempo es consonante con Shakespeare. El conflicto entre cambio y permanencia está en sus obras. La mente moderna lo hará suyo. Subordinará la permanencia al cambio. Shestov lo plantea a su manera: desde el relato de Génesis, hemos caído en las garras de la necesidad. Nos revolvemos en vano. Tanto al conocer como al actuar, nos hemos vuelto lastimosamente obedientes a una visión del mundo más pobre que la propia experiencia del mundo. Shakespeare no habría cerrado la puerta a esa libertad de afirmar la soberanía del alma, de los fenómenos entre los que habita y resulta iluminada. Nuestra tarea consiste en devolver a Shakespeare a su tiempo, que es un quicio del tiempo, según Hamlet. Si el tiempo está fuera de quicio, se debe a que estamos en el paso de lo antiguo a lo moderno. La pérdida de la fe, sin embargo, no es voluntaria. El espejismo del escepticismo es que la voluntad gobierna impotente... ¿No es curioso que Shestov, desde Rusia, y Thoreau, desde América, se refieran de manera elegíaca a que ya no hay filósofos, sino «profesores de filosofía»? ¿No hace falta cierta expansión postoccidental para no incurrir en las contorsiones nihilistas de Nietzsche o en la venenosa melancolía de Chéjov?
2. HUMANIZAR A SHAKESPEARE. El contexto de Shakespeare era el de la religión. El debate sobre si fue católico o protestante lo pone en primer término. Hablar de «ausencia de religión» en Shakespeare, como hará George Santayana en sus Interpretaciones de poesía y religión, es ir por delante de lo que la propia época habría dicho de él. Digamos la Época, como Shakespeare saca a escena al Tiempo en El cuento de invierno. Jonathan Bate llamaba a Shakespeare el alma de su época. La crítica se vuelve trascendental, como ocurrirá con Emerson: Shakespeare o el poeta. Emerson dirá que la poesía es una protesta contra el ateísmo de la civilización. ¿Era Shakespeare gnóstico o agnóstico, si no ateo? ¿Qué entenderemos por civilización, si abstraemos a Shakespeare (y a Cervantes y a Molière) de ella? ¿Queda civilización sin ellos? ¿En qué se ha convertido la civilización que ha superado a estos poetas como objetores de su ateísmo? ¿Habrá necesariamente que abogar por la fe frente a la razón para reponer a Shakespeare en el “trono” de nuestro pecho (Romeo y Julieta, V, i)? Kant dirá que la razón debe dejar espacio a la fe, como si advirtiera que la generosidad, no la rigidez, completa la actitud filosófica. Shakespeare está en ese lugar, el de la defensa de la integridad, aun cuando en sus obras, en sus tragedias, nos presente formidables problemas: Hamlet o Medida por medida son un ejemplo. Y Shakespeare es el mismo en todas sus obras, lo que nos obliga a repensar la idea de su genialidad impersonal. Perseguir la forma de Shakespeare, sin incurrir en ningún esteticismo, podría orientarnos a la hora de escuchar sus lecciones de filosofía. ¿Qué forma preside la totalidad de sus obras, dramáticas o líricas? ¿Qué podemos decir de todas ellas sin emplear fórmulas de una vaguedad irritante o consoladora? ¿Qué posibilidades tenemos de humanizar a Shakespeare? ¿Estamos en condiciones de devolver a nuestra lectura la plena humanidad de su escritura?
3. “EL SEÑOR DE MI PECHO”. Estar plácidamente sentado en el trono... Esa es la actitud regia por excelencia en Shakespeare. No es algo exclusivo de Romeo, sino un privilegio de los personajes que encuentran su lugar en el mundo. Oímos decir al “profesor de filosofía” que ya lo hemos encontrado. Todas las cosas que nos suceden, sobrevenidas, llegan tarde cuando nos hemos sentado en ese trono. El trono es la anticipación de nuestra naturaleza, allí donde alcanza a anidar la mente que es consciente de su poder o, como en Romeo, de su amor. La objeción sería que ese amor es un suceso sobrevenido. Sin embargo, Romeo ya andaba enamorado, o eso creía. Hace falta una base natural para obrar un milagro: Rosalina para Julieta. Ningún privilegio del ser nos pone a salvo del engaño de nuestras impresiones o pasiones anteriores. Romeo estaba destinado a enamorarse de Julieta en el sentido de que la experiencia capital no dependerá en adelante de los accidentes. En realidad, el accidente se somete al ser soberano. El personaje se comporta como si el mundo estuviera en deuda con él. Se trata de la perspectiva inversa a la que el individuo moderno suele adoptar, siempre tras los compromisos asumidos. No es lo mismo cobrar una deuda que saber que están en deuda con uno. Lo primero es la urgencia o ansiedad del tiempo revuelto, revolucionado por esa falta de sustancia de una existencia desencantada. Lo segundo es la plena posesión de sí mismo e incluso el olvido de la lista de deudores. Que llamen a nuestra puerta y tal vez nos dignemos a abrir. El señor de nuestro pecho está plácidamente sentado en su trono. Eso es irradiar, aun al borde de la tragedia, una calma casi sobrenatural, la redención del espíritu, el paso firme tras el cual han desaparecido todos los indicios. Que se guarden las señales quienes vivan aún en la necesidad de revelarse a sí mismos. El señor del pecho emite, no recibe señales. No hay novedad alguna para el generador de oráculos. Ya no espera una respuesta, sino que flota en la maravilla de las melodías para la que había nacido. Esa juventud no hollada por la decepción no se llama solo Romeo, pero en él tienen cabida todos sus portadores. No es de extrañar que las convenciones o locuras del mundo estén desarmadas frente a la suma cordura de Romeo. Mercucio, el mensajero de la reina Mab, puede burlarse de Romeo, de todos los usos humanos, pero hay un engaño que supera a todos los demás, que ya equivale al ser supremo, soberano, el señor del pecho, respecto al cual todos los movimientos parecen retrocesos o descensos. Romeo es el límite. Las familias que lo han visto nacer vivirán en una calma de reconciliación empobrecida. Tenemos que aprender a desentrañar la orfandad de Romeo.
4. LA APUESTA MÁS ALTA. Pero habrá quien hable de la precipitación de Romeo... ¿No albergan las tragedias un mensaje de prudencia, la virtud que sabe interpretar el tiempo, con el fin de conservar la vida, de prometer, en medio de una hostilidad ancestral, como la de las familias, «más vida»? ¿No era la prudencia la cara oculta de la filosofía de Shakespeare en esta tragedia? ¿Es superior la apuesta por Romeo o por la disolución de la tragedia en una enseñanza más fácil de asimilar? La juventud de Romeo, en definitiva, no es la juventud sin más: Mercucio o Paris o Teobaldo también son jóvenes. En realidad, Romeo y Julieta dirían que su juventud no tiene la culpa, que el amor ha descontado su insuficiencia... Sin embargo, sabemos que no están enamorados como Antonio y Cleopatra, la tragedia en la que Shakespeare hace hablar a los amantes sin hablar del amor. Dicho a la manera de Hazlitt: Romeo y Julieta no han conocido los placeres del amor. El amor, dice el ensayista, es la anticipación del placer. Toda su intensidad vacuna a los enamorados contra la decepción. Esa perspectiva de descubrir el placer convierte a Romeo y Julieta en personajes inalcanzables. Su distancia respecto a los demás, amigos y familiares, los aísla antes de su muerte. La tragedia o destierro de Romeo y Julieta, filosofando, ocurre antes de su muerte. El antagonismo entre Capuletos y Montescos resulta menor al que hay entre los jóvenes y sus padres. El recuerdo del padre de Julieta de su juventud sugiere el desacuerdo más profundo... ¿Pueden ser cambiadas las personas? ¿Es el dios del amor en Romeo y Julieta más poderoso que Dios? ¿Qué papel ha de jugar la Iglesia en esa inédita rivalidad? La desigualdad de los amantes era el tema de Troilo y Crésida, lo que impedía la tragedia: son como los demás... Allí, el filósofo, Ulises, advertía a Aquiles sobre el secreto de la desigualdad, que es la ingratitud, con una advertencia que era un engaño interesado. Antes, frente a Agamenón y Néstor, pronunciaba el elogio de la jerarquía. ¿Se mueve Shakespeare entre esos discursos? Ahora son Romeo y Mercucio quienes mantienen opiniones irreconciliables. ¿Y la verdad? ¿No es aquello que soporta la apuesta de la vida? Sin embargo, Shakespeare no se desentiende de lo que prolonga la vida para la comunidad, para el pueblo, para su público. Próspero, en La tempestad, renunciará a la magia para que el matrimonio de Miranda con Fernando sea el acontecimiento que sanciona su reconciliación, su regreso al ducado. Hace falta un escenario donde anclar nuestra idea de la realidad...
5. ROMEO Y JULIETA FRENTE A LA CELESTINA. La idea de la realidad puede estar fuera de la obra. Es el caso de La Celestina. El prólogo arranca con el lugar común de que todas las cosas luchan. El orden de las partes en lucha en el texto de Fernando de Rojas es el de Génesis, el cielo y la tierra, el fuego y el agua, los animales, la humanidad. El trasfondo clásico podría ser el del mito de Prometeo en el Protágoras de Platón. A los humanos, decía Protágoras, les faltaba el sentido de la justicia. Zeus mandó a Hermes a «que trajera a los hombres el pudor y la justicia, para que en las ciudades hubiera armonía y lazos creadores de amistad». Para los antiguos, el intermediario es Hermes, o Mercurio (¿o Mercucio?). En la tradición judía, lo que pone límite a la persecución en la Creación es la Ley. El autor de La Celestina se presenta varias veces como un estudiante de Derecho. Estudiar el Derecho es estudiar la Ley. Para el converso Fernando de Rojas no debía haber gran diferencia. La diversión que proporciona su tragicomedia se desprende de un escenario social en que no hay freno a las pasiones por la Ley. Celestina es quien mejor entiende que la religión puede ser la cobertura del pecado, que el cristianismo, si no se profesa con sinceridad, acepta la negociación con los deseos de este mundo. Pero es un negociador desacreditado. La expulsión de los judíos debía haber implicado el fortalecimiento de la fe antes que su aplicación cohesiva en el terreno político. Lo que mostraba La Celestina era la incapacidad del cristianismo para hacer frente a la exaltación del erotismo. La conciencia (pensemos en el monólogo de Calisto tras la muerte de sus criados) resulta derrotada por la Ley como dique de contención frente al azar. Desde otro punto de vista, el papel de la Iglesia en Romeo y Julieta viene a ser igualmente deficitario. ¿Son el judaísmo de Rojas o la filosofía de Shakespeare las alternativas para un resquebrajamiento generalizado de los vínculos fundados en la fe común? ¿Hasta qué punto no era Shakespeare consciente de que no habría filosofía que pudiera contener la fuga de la humanidad emancipada? ¿No es la tragedia la respuesta dramática adecuada ante la desesperación que puede incubar esa pregunta? La Iglesia no sirve de ayuda. ¿Pensará Shakespeare en otra salida que la de la huida de Romeo y Julieta? ¿No es Antonio y Cleopatra un paso adelante en ese sentido, mientras que el poeta habría dado un paso atrás en la historia? Ulises había estado más cerca de la filosofía. Sin embargo, el centro de Troilo y Crésida resultaba antidramático. Era una obra para las Inns of Court, para estudiantes de Derecho...

6. MERCUCIO DEBE MORIR. ¿Es Mercucio el filósofo de la obra? Así lo parece cuando pronuncia el discurso sobre Mab. Mercucio conoce un mito sobre los engaños de los hombres. ¿Es aplicable al caso de Romeo? Mercucio así lo cree. ¿Le falta a Romeo desengañarse? ¿Es, según decíamos, una víctima de su juventud? Entonces el tiempo vendrá a castigarlo, el «monstruo de ingratitudes» (Troilo y Crésida, III, iii). Troilo dirá que hay dos Crésidas (V, ii): «¡Es y no es Crésida!». ¿Aceptaría Romeo que hubiera dos Julietas, o que él mismo fuera otro? Está dispuesto a borrar su nombre. ¿Qué posición estaría a salvo de todo encanto? Vivir enemistado con los sentimientos sería deshumanizarse. ¿Es la alternativa ceder a ellos sin restricciones? Ahora bien, no puede quedar todo en manos del capricho, a menos, como recuerda Emerson, que grabemos su nombre con mayúscula en el dintel de nuestra puerta. Grabarlo así es dedicarle el pórtico de nuestra vida, descontar la muerte. En esto, Romeo como Cleopatra. Ese es el precio de dejar al señor de nuestro pecho sentado plácidamente en su trono. Si el sentimiento alcanza la fuerza de una creencia, si la imaginación tiene la profundidad de la fe, no habrá discusión posible con ella, o mejor, será la bóveda, la clave de bóveda de todas las discusiones. Saber el lugar donde nos encontramos, admitirlo de palabra, es reconocer que se nos puede tratar con ventaja, pero a cambio de no jugar con las cosas más importantes. En Mercucio hay un asomo de frivolidad, porque el talante del apóstol de la reina Mab le lleva a devaluar por igual los deseos y las aspiraciones. Si Mercucio hubiera seguido vivo, Romeo habría tenido que retroceder. Los pasos adelante de Venus hollan la tumba de Mercucio. El señor del pecho se cree inmune a los hechizos de la reina Mab. La discordia entre Capuletos y Montescos es tan pequeña, desde la distancia del erotismo de Romeo y Julieta, como enorme la que hay entre el imperio de Augusto y la pasión de Antonio y Cleopatra. Cabe la sospecha de que enterrar el odio en Verona sea una pobre contrapartida frente al tesoro de la juventud que se ha perdido para siempre. ¿Quién puede creer que sea común el amor después de Romeo y Julieta? Sin embargo, parece un privilegio al alcance de cualquiera... Leer Romeo y Julieta sería como seguir rastros estelares, ir en busca de oráculos. La pretensión de abarcarlos en un relato civil, de reducir el amor a la conveniencia política, suena detestable. Rastros y oráculos son inconmensurables. Se gana una cosa aun cuando se pierda otra. ¿No es así como realmente depositamos el crédito de nuestro tiempo, a fondo perdido? ¿No replica justamente la desesperación a la pérdida? ¿No vienen nuevos hallazgos, o el inveterado hastío de las horas más frías, a suplantar mediante el desgaste del olvido el papel de los sucesos más apreciados? ¿Tenemos el valor de aceptar que las cosas ocurran por una carrera de revelaciones para las que no puede preverse orden dado alguno? ¿No es todo orden la deceleración retrospectiva de los ánimos que ganamos en ocasiones afortunadas frente a la dispersión de nuestras fuerzas? Entonces el teatro tal vez pueda llegar a reproducir “filosóficamente” esa costra de luces y sombras que tanto se parece, en realidad, a una caverna de simulacros...
. SHAKESPEARE, HANEKE, ROHMER. ¿Soporta Romeo y Julieta un paréntesis contemporáneo sobre el amor, sobre, digamos, Amor, la película de Michael Haneke, o acaso sobre La pianista? Erika, la pianista, dice que no va a permitir que sus sentimientos dominen a su inteligencia. Haneke conoce bien la filosofía. Se mueve en ese terreno de la descomposición o deconstrucción individual con el que estamos más que familiarizados. Aún queremos decir que Romeo y Julieta contiene la prueba de la naturalidad de Shakespeare, aunque lo natural haya perdido su inmediatez en el pensamiento de Haneke, de Jelinek, de la pianista. Tal vez no haya sido así ni para Romeo y Julieta. Yuval Noah Harari considera en sus 21 lecciones que no hay un salto a la autenticidad que respalde el mensaje de ciertas películas de ciencia ficción sobre la amenaza de la inteligencia artificial. ¿No sería Del revés, la película de Pete Docter y Ronnie del Carmen, otro caso de esa pérdida de fe en el libre albedrío que tan abrumadora resulta en el cine de Haneke? Por algún motivo, no sucede lo mismo con Cuento de invierno de Éric Rohmer, aun cuando se trate de otro buen conocedor de la filosofía de la misma época. Aún tenemos que aprender a relativizar las cuestiones del tiempo. La época es real, pero su soberanía es discutible. ¿Quién inicia la discusión, si no es el filósofo? ¿Y cuando una época supone la discusión con la anterior, cuando los modernos se definen por oposición a los antiguos? ¿Puede haber una época cuyas condiciones de vida sean dictadas por la filosofía? ¿Supondrá esto que podamos dar por canceladas las controversias, más bien o su multiplicación confusa e interminable? ¿No habría de abrir el filósofo un nuevo frente, como de tomarse en serio las más serias objeciones a ese clima de escepticismo que parece envolver a la mayoría? La pregunta será si el escepticismo no puede emplearse como una coartada para dejar de lado las cosas más importantes. La afortunada frase de Allan Bloom sobre las «bellas conjunciones y brutales disyunciones» de Shakespeare apunta al «secreto» de su naturalidad, es decir, de la falta de evidencia sobre el hecho de que nos reconozcamos aún en personajes como Romeo y Julieta. La herida de La pianista, por volver a Haneke, está en el corte entre sus sentimientos y su inteligencia, una herida que no es capaz de infligir a Walter. ¿Estaba el alumno, por su parte, dispuesto a llegar a violar a Erika desde un principio? (¿No podría ser la violación de Erika un eco ominoso de La violación de Lucrecia...?). Recordemos sus zapatetas tras el encuentro en el aseo, sus extravagancias, su incapacidad de interpretar a Schubert. ¿No se aplica la inteligencia de Erika solo a esa capacidad de interpretación? Querer ahondar en sus perversiones nos apartaría de lo más superficial de la película, las superficies filmadas deliberadamente —las manos, los rostros, los movimientos corporales— donde se dirime el arte de la música. No es más misteriosa la perversión de Erika que la maldad de Macbeth, tras haberse nutrido con «la leche de la concordia humana»... Entonces, ¿en qué divergen estas visiones o interpretaciones del amor? Como podría haber dicho Ulises, se ha desatado en la vida privada la persecución del «lobo universal». El filósofo debe saber a quién se dirige. Shakespeare debía conocer a su público, como demuestran sus obras, la holgura con la que unos personajes se alzan sobre otros, los gobiernan o consienten en ser gobernados, más allá de los equívocos en que se ven envueltos, incluso de la muerte que los atrapa. El escenario de Shakespeare anuncia esa trascendencia, que anuncia las colisiones entre la victoria y la derrota de las pasiones: Romeo se halla sentado en el trono de su pecho y Erika no deja que la dominen los sentimientos. Shakespeare tal vez haya impedido que el director de Cuentos de las cuatro estaciones —una suerte de cinematográficos Fastos— se convierta en un director como Haneke.
8. ACTO I. El prólogo anuncia la tragedia, el asunto de la enemistad entre las familias y la muerte de los amantes «bajo contraria estrella». Ahí queda toda la historia. Falta el montaje, así como la pintura de los personajes. Comienzan los criados. Los padres preguntarán por Romeo y Julieta, respectivamente. Están distanciados de la acción. Luego llenarán toda la escena, juntos y por separado. El acto primero es de Romeo, más que de Julieta. Su tristeza resulta enigmática, como en Hamlet. Benvolio se presta a descubrir la causa. Romeo está enamorado. ¿Cuánto tiempo llevará así? Sus amigos creen que por ir al baile se curará de su locura de amor, pero él es el más cuerdo. Tiene expresiones oportunas. Está atento a las señales de los sueños. Romeo habla del amor como un dios; también los otros personajes, aunque no coincidan en sus atributos. Pero Romeo atiende con todo su ser la llamada del dios. Pide una antorcha para entrar en casa de los Capuleto. Pide luz o claridad. (Más tarde, Julieta hablará de la claridad como “portaantorcha” para guiarle en su camino al destierro.) Cuando se acerca a Julieta, la trata con adoración, como un peregrino a una santa. El léxico devoto se vuelve erótico. Es la transfiguración moderna del lenguaje del amor cortés. La cuestión de la identidad es un inconveniente, pero él mismo comienza dudando de ser Romeo. Mercucio quiere desengañarle respecto a los sueños. Son las locuras que hace concebir la reina Mab. Hay cordura en el discurso de Mercucio, pero Romeo le hace callar. Hay una sabiduría superior. No ha llegado a contar su sueño, citado como una revelación, luego desestimado. Romeo pasa de Rosalina a Julieta. No se obra el desengaño que sugiere Benvolio, sino una locura de amor más intensa por Julieta. Romeo y Julieta son singulares. A Julieta le asalta el amor por vez primera. La nodriza nos hace ver lo joven que es. También tenemos en este primer acto el trasfondo de los astros, el día, la noche, las estrellas, el sol: «El sol que todo lo ve no vio nunca su igual desde la aurora de los tiempos». La singularidad lo preside todo. No hay enamorados como ellos, aunque todos los espectadores conozcan el amor. Pero hay que conocer y aceptar al dios: no es todo dulzura, sino también aspereza. Amor y odio parecen ir de la mano, como presagiaban las estrofas finales de Venus y Adonis. ¿Es el Dios cristiano o el dios del amor aquel que se hace presente en la tragedia? Shakespeare se levanta sobre dos mundos, sobre la fe y el conocimiento. Ha hecho de Romeo una especie de filósofo, porque nadie lo conoce mejor que él a sí mismo. ¿Puede vivir alguien así entre sus semejantes? ¿Puede haber igualdad entre los hombres si la naturaleza los reclama desde lo más alto, desde el cielo de sus pensamientos?
9. ACTO II. Este acto ya es la cima de la obra antes de descender a la tragedia. La escena en el jardín de Julieta responde a todas las preguntas sobre los tópicos de la locura, el tiempo y la memoria. Romeo está «en su centro», un lugar inaccesible para Benvolio y Mercucio. Mercucio se queda fuera con su misoginia. El jardín es el santuario del dios del amor. Allí «reza» Julieta. Antes de saber que la escucha Romeo, Romeo habla a solas... ¿Y si lo hubiera escuchado antes Julieta a él? A los amantes les basta oírse, escuchar su lenguaje inspirado. Shakespeare debe contagiar la adoración de Romeo. No aciertan a saludarse ni a despedirse. Podrían seguir hablando de su amor, que es como hablar al amor, interminablemente. La de Romeo y Julieta es una lengua aparte. Romeo sabrá responder a Mercucio en su propia jerga cuando se lo encuentre. Las dificultades de Julieta con la nodriza son del mismo tipo. No se entienden las familias ni los familiares, solo Romeo y Julieta, en virtud del dios del amor. Sin embargo, la religión que impera, en Inglaterra o en Verona, es el cristianismo. El fraile desentraña los secretos de la naturaleza. Habla entonces como un filósofo, sobre los principios del bien y el mal tanto en las plantas como en los hombres. Romeo también habla de la vida y la muerte, pero para él no hay cambio de Rosalina a Julieta, sino amor verdadero, correspondido. Es un amor sin «perversas intenciones», en palabras de Julieta, no un fuego que mata otro fuego, sino la gran conflagración. El amor de Romeo no es psicológico, sino mitológico o teológico. No se conformará con menos ni le atenaza el temor. Recordemos que sus reservas son anteriores al baile. No llegan a casa de los Capuleto demasiado tarde, sino, según dice, demasiado pronto. ¡Romeo es prudente antes de enamorarse de Julieta! Luego ve las cosas claras: ningún daño puede robarle su felicidad: «Las amarguras nunca podrán contrarrestar el gozo». A Julieta le parece un pacto repentino. Shakespeare quiere distinguir el placer del amor. Hazlitt nos lo advierte a su manera: la promesa del placer deja intacto el amor. Julieta habla del matrimonio como un «honor». Las burlas sobre la pérdida de la virginidad se suceden en boca de Mercucio, de la nodriza (la «tercera»). Hay que hacer oídos sordos o hacerlos callar. Romeo pide silencio a Mercucio; dice a Julieta: habla. Y luego: «Si la medida de tu ventura se halla colmada...». No buscan el placer, sino la felicidad del amor. Julieta da con su clave perfecta: «El sentimiento, más rico en fondo que en palabra, se enorgullece de su esencia, no de su ornato». ¡Lo dice quien ha sido causa de la creación del lenguaje poético! Shakespeare deja que sus amantes trasciendan su poesía. Así blinda la tragedia, o se blinda contra la tragedia. La tragedia da forma a la trama, pero su tema se escapa de ella, tira de ella. Las alternancias del Sueño de una noche de verano están ya aquí presentes. La serie de «destrozonas» de Mercucio —Laura, Dido, Cleopatra, Helena, Hero— acaba con Tisbe. La retórica de Shakespeare nace del poder de los personajes, que es superior a la expresión. La fe que ellos tienen es la fe que hay que tener en ellos para asistir a la tragedia como espectáculo. Hoy en día pagamos nuestro sufrimiento mucho más barato.
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10. UN ENTREACTO CHEJOVIANO. «ʻYa sabe usted que no me gusta Shakespeare, pero su teatro, Antón Pávlovich, es aún peorʼ le diría al propio Chéjov sonriendo». La cita, en la La vida de Chéjov de Irène Némirovsky, se refiere a Tolstói. Tolstói buscaba la salvación del hombre en un mundo plagado de maldad. Chéjov no negaría que el mundo fuera malvado, pero dudaba de que el hombre, en quien hay semillas de esa maldad, pudiera salvarse. Su teatro es «aún peor» porque no ofrece esperanza alguna, sino el grito desgarrador, ibseniano, de Sonia al final de Vania: hemos de tener fe. O lo que es peor: descansaremos. No hay descanso sino en la muerte, si es que la muerte es un descanso, podría apostillar Vania. Los personajes de Chéjov están rotos, como Astrov, o son cobardes, como Elena: no nos va a dar la historia de amor, sino la separación previa a esa historia. Hasta ahí el magnánimo Chéjov, que no quiere hacer sufrir gratuitamente a sus criaturas. Imaginamos al escritor dejar esta obra agotado, con la necesidad de salir a pasear por sus jardines. ¿En qué se asemeja a Shakespeare? No hay moraleja, como bien sabía Tolstói, no hay un anhelo de trascendencia o un dolor redentor. La realidad del dolor nos obliga a mitigarlo antes de llegar a ese extremo. En el drama de Chéjov, en Vania, no pasa nada, y aun se evita lo que podría cambiar el curso de los acontecimientos, la muerte o el amor. No hay nada tras los desacuerdos o desengaños, o, por decirlo a la manera de Shestov, hay la nada. Si el nihilismo fuera una pose en Chéjov, una especie de conclusión, nos repugnaría; pero el nihilismo va penetrando por los intersticios de los personajes, en sus intercambios, impregnando los silencios, todos los rincones de la escena. Es una verdad que oprime incluso tras las palabras más exaltadas, como las de Elena. Por descontado, hay nihilismo en Shakespeare, pero no es el de la verdad que sostiene sus obras, es un epifenómeno de las situaciones. La garantía de Shakespeare estaba en el mundo que él no había creado, una garantía que desaparecerá para la época que le sucede. No podemos leerlo como si nada hubiera cambiado, y lo que ha cambiado escapa a nuestro control, si tiene que ver con las creencias. Creencia es una palabra poderosa, que viene de la fe y apunta a la imaginación. Había imaginación en los poetas antiguos, como Ovidio, aquellos a los que admira Shakespeare, pero la imaginación no era el centro de gravedad, no era el fin, sino un medio. Lo mejor que llegaremos a decir de la literatura moderna es que tiene como fin la imaginación. Cuando se la use como un medio, no podremos estar seguros de compartir el propósito perseguido, sea el firme compromiso realista o la pura evasión romántica. Así podemos abordar la unión y separación entre Shakespeare y Chéjov, aunque el mundo de Chéjov sea el de Tolstói y Dostoyevski. Así habla Voinitzkii: «¡Si hubiera vivido normalmente, de mí pudiera haber salido un Dostoyevski, un Schopenhauer!... ¡No sé lo que digo!... ¡Me vuelvo loco! ¡Estoy desesperado!... ¡Madrecita!».
11. ACTO III. ¿Cómo van a hablar a otras personas los que ya se han hablado como lo han hecho Romeo y Julieta en el acto segundo? El tercero lo muestra. Romeo, que aún era capaz de bromear con Mercucio («ahora eres sociable, ahora eres Romeo») después de estar con Julieta, no puede dejar impune su muerte. De ahí la venganza sobre Teobaldo. La desesperación por el destierro es la consecuencia retórica de la estremecedora separación tras la noche de bodas. El matrimonio los ha unido ante Dios, aún no ante los hombres. Salvando esa distancia se desenvuelve la tragedia. El engaño de los Capuleto respecto a Julieta, «hilvanadora de retóricas», depende del ocultamiento. La nodriza no acabará de entender a Julieta. Julieta sí la ha calado, como Mercucio («¡tercera!»). Este acto sigue deconstruyendo el nombre de Romeo. La obra se tensa entre sus extremos nominalista y realista. ¿Puede darse nombre al amor, se dejará atrapar el dios por las palabras, por la poesía, por la más hermosa poesía sobre los amantes, una y otra vez equiparados a los astros, al Sol y las estrellas? ¿O puede creerse en un amor, como dice Julieta, «más rico en fondo que en palabras», que «se enorgullece de su esencia, no de su ornato»? Shakespeare no deriva ni al realismo medieval ni al nominalismo moderno, sino que es capaz de cabalgar sobre ambos, para acercarnos al mundo que ha conocido y le ha permitido disfrazarse y revelarse con estos personajes. Romeo y Julieta son aficionados al oxímoron; solo en ellos se agota la semántica del lenguaje ordinario. Por esas grietas adivinamos lo que les está prometido a ellos, una felicidad que trasciende la vieja hostilidad de las familias. La Iglesia verá en ello una oportunidad de reconciliación. Tratará el amor por su virtud política, instrumental. Quedará también atrás. A Shakespeare le interesa aquí el exceso de vida de las pasiones, su “ateísmo”, aunque el final de la tragedia prometa una paz civil que cuenta con el asentimiento del público.
12. ACTO IV. Este acto sirve para ilustrar dos cosas. Lo primero, que ya sabíamos, es que todos los personajes de Shakespeare se expresan con potencia magnífica, sea Fray Lorenzo, Mercucio, Capuleto o Julieta. Esto contribuye a la impresión de igualdad del genio de Shakespeare. Su adaptación al personaje, o su gusto por la verdad del carácter, no impide la intensidad en momento alguno. Por supuesto, hay variedad de escenas, lo doloroso de la “muerte” de Julieta y, a continuación, el cómico intercambio entre Pedro y los músicos, una yuxtaposición, por cierto, que viene dada por el simulacro anterior de la desgracia. En todo caso, la potencia expresiva en Shakespeare es idéntica, una especie de vuelco sobre el lenguaje que rodea y desactiva posterior culto al estilo per se. Sin embargo, hay un corte neto entre los tipos: nadie habla como nadie más. Y aquí viene la segunda observación: Julieta nos recuerda a Hamlet cuando especula sobre el efecto del «destilado licor» que le da Fray Lorenzo. La escena es paralela: ser o no ser, y qué ocurrirá tras las puertas de esa muerte, aunque temporal, y la decisión de beber cuando ve el fantasma de Teobaldo persiguiendo a Romeo. ¿Lo ve solo ella? Julieta es un ser de visiones, como Hamlet, como Romeo, que es un ser de sueños, cuya frente es «un trono donde el honor puede coronarse rey»...
13. EL SEGUNDO SUEÑO DE ROMEO. El quinto acto comienza con el triunfo de Romeo como «profesor de filosofía»:
         
De creer en la aduladora visión del sueño, mis sueños presagian próximas y alegres noticias. El señor de mi pecho se halla plácidamente sentado en su trono, y durante todo el día una desusada animación me eleva por encima de la tierra con pensamientos acariciadores. Recuerdo que soñé que me había muerto (¡extraño sueño que concede a un muerto la facultad de pensar!) y que venía mi esposa e infundía con sus besos en mis labios una vida tan potente y deliciosa, que yo resucitaba y era emperador. ¡Ay de mí!... ¡Qué dulce no será la posesión de ser amado, cuando la sola sombra del amor es tan rica en los deleites!...
 
          Romeo ha tenido sueños; en este acto se acordará de haber oído algo sobre la boda de Paris: «¿No era eso lo que dijo, o lo he soñado?». Un sueño le alertaba sobre el baile de los Capuleto. Leída en clave de destino, la objeción de Mercucio no debía prevalecer: hay verdad en los sueños. ¿Significa esto que no debía haber acudido al baile y no haber conocido a Julieta? En tal caso, Romeo y Julieta estarían vivos, pero no se habrían amado. ¿Es más digna de ser vivida la vida sin amor o un amor que desconoce o supera el miedo a la muerte? Mercucio, la mejor encarnación del humor shakesperiano, vive alegremente desengañado, muere por la interposición de Romeo, sobre el que recae la venganza, por la que tendrá que pagar, junto a Julieta. Incluso ha muerto, se nos dice al final, la madre de Romeo. ¿Qué soñaba ahora Romeo? Shakespeare nos envuelve: un beso de Julieta le despierta de la muerte y lo corona emperador. Pasa de estar sentado en el trono de su pecho a elevarse a un imperio resucitado por el amor de Julieta. ¿No hay aquí una prolepsis de Antonio y Cleopatra? ¿No habría que revisar la asignación de la juventud a la tragedia de Romeo y de la madurez a la de Antonio? Si la unión mística de Cleopatra y Antonio es más espléndida que el triunfo de Augusto, la victoria del amor sobre la muerte de Romeo tiene tintes imperiales. ¿Qué significa, en realidad, la muerte para Romeo y Julieta? Julieta bebe el licor, Romeo se envenena, Julieta se clava su daga... Podrían morir varias veces y, sin embargo, el uno al otro no se ven muertos. Los signos extremos de la vida tienen esa virtud suprema. En medio de esas consideraciones, Romeo advierte que su animación le «eleva por encima de la tierra». Compárese con su distinción: «¿Cómo puedo llamar a esto un relámpago?». La filosofía no está en la resignación o el consuelo, como cuando Fray Lorenzo les responde a los Capuleto que Julieta está en el Cielo, sino en el descubrimiento de la auténtica riqueza de este mundo, respecto al cual la propia religión tiene un papel secundario. Nadie duda, antes de la boda, de que Romeo no persigue a Julieta con «perversas intenciones». Romeo le espeta al boticario que le vende el veneno que es él quien le entrega el «veneno» del oro. Quien conoce las cosas por su verdadero valor es el sabio. Romeo está de vuelta de las costumbres de este mundo. Su humor le acompaña aun cuando reconoce el rostro de Paris: «¡Yo te enterraré en una tumba triunfal! ¿Una tumba? ¡Una linterna, joven víctima!». Los nombres deberían designar el verdadero ser de las cosas. Shakespeare entendió así la misión de su poesía. Las metáforas no tienen una función solo estética, sino epistémica. La poesía de Romeo, de Shakespeare, va por delante de los acontecimientos: se anticipa a la naturaleza. Todos llegan tarde a las muertes de los amantes. Fray Lorenzo debe dar explicaciones, que suenan enojosas en comparación con lo ya escuchado. La historia debe ponerse en hora, después de la revolución de los jóvenes amantes. La reconciliación de las familias reabre las puertas del teatro para el público, pero sus pensamientos se han elevado al cielo. Romeo es el auriga de esa aurora.
14. EL PRIMER SUEÑO DE ROMEO. Para acabar, hemos de volver atrás (I, ii). El azar ha elegido a Romeo para leer la invitación de algunas personas a casa de los Capuleto:
 
CRIADO: Por favor, señor, ¿sabéis leer?
ROMEO: Sí, mi propio destino en mi desventura.
 
          Romeo sabrá convertir el azar en un destino que será, en efecto, el de su desventura. Leída hacia atrás, exotéricamente, la obra parece convertir la muerte de los jóvenes amantes en el precio que han de pagar las familias para alcanzar «una paz lúgubre». El fraile, usurpando la posición del príncipe, había ayudado a Romeo «porque esta alianza puede ser provechosa, cambiando en puro afecto el rencor de vuestras familias». El fracaso de ese plan será también una causa de la desdicha de Romeo. Sin embargo, leída hacia adelante, esotéricamente, la muerte de los amantes no es un precio demasiado alto para el amor que han alcanzado. Este sería el sentido de la revisión del primer intercambio entre Romeo y Mercucio. Como sabemos por Allan Bloom, tanto el amor como la obscenidad se expresan en Shakespeare con gran fuerza imaginativa. Mercucio pronuncia ante Romeo su interminable discurso de la reina Mab hasta que le interrumpe Romeo: «¡Silencio! ¡Silencio, Mercucio, silencio! Estás hablando de nada!». «Nada» es la palabra que también designaba el sexo femenino. El discurso de Mab tiene siete referencias a los sueños en que interviene la reina: los enamorados, los abogados, un palaciego, las damas, un párroco, un soldado y las doncellas. Predominan los enamorados, las damas, las doncellas. ¿Adivina Mercucio el sueño de Romeo? Mercucio había interrumpido antes a Romeo:
 
ROMEO: Y nuestra intención de concurrir a esa mascarada es también buena; pero constituye una falta de juicio.
MERCUCIO: ¿Por qué? ¿Puede saberse?
ROMEO: Tuve un sueño anoche...
MERCUCIO: Y yo otro.
ROMEO: Bien; ¿y qué soñasteis?
MERCUCIO: Que los soñadores suelen mentir.
ROMEO: Dormidos en su cama en tanto sueñan cosas verídicas.
 
          Entonces Mercucio se da cuenta de que «ha estado con vos la reina Mab»: le ha hecho creer a Romeo que eran verdad las cosas con que había soñado. Como Mercucio conoce a Romeo, sabe que tiene que haber soñado con el amor. Por ello, intenta desacreditar los sueños eróticos al aludir a los enamorados, las damas, las doncellas, doncellas «que duermen de espaldas, las oprime y las enseña a resistir por primera vez, haciendo de ellas mujeres de buen llevar». La obscenidad de Mercucio es silenciada por Romeo, pero, más adelante, cuando Julieta va a suicidarse, habla de la «vaina» (la palabra para vagina) en que ha de hundirse la daga de Romeo. Volvamos al breve diálogo entre Romeo y Mercucio: ¿cuál es ese primer sueño de Romeo? Shakespeare hace hablar a Mercucio para ocultarnos deliberadamente el sueño que ha tenido Romeo. Romeo y Mercucio se interrumpen, mientras que Romeo y Julieta se solapan, como vemos en los diálogos en el jardín. La suya se forja como una sola voz, la del dios del amor, capaz de desdoblarse, de generar el eco de la cita ovidiana de Julieta (II, ii): «¡Quién tuviera la voz del halconero para atraer de nuevo a ese gentil azor. La esclavitud ha enronquecido y no puede hablar en voz alta. ¡De otro modo estremecería ya la caverna donde habita Eco y pondría su aérea lengua más ronca que la mía con la repetición del nombre de mi Romeo! ¡Romeo!...». A estas alturas ya han acabado los problemas de Julieta con el nombre de Romeo. ¿De qué otro modo podía vincular Shakespeare a Romeo y Julieta sino a través de los mitos y los sueños? En Sueño de una noche de verano, una comedia estrechamente emparentada con esta tragedia, la disputa entre Oberón y Titania da pie al encantamiento de Fondón y la locura de amor de Titania, que se puede verse como una cómica venganza sobre la reina de las hadas. La magia del sueño se hará aún más explícita en los bosques de Atenas que en Verona. Sin embargo, en Verona ha tenido Romeo su primer sueño. Los sueños anticipan las visiones... Antes que casarse con Paris, Julieta preferiría verse encerrada en un osario (IV, i). Cuando revela sus «negros presentimientos» (V, v), dice que le parece ver a Romeo «como un cadáver en el fondo de una tumba». Luego, cuando duda de si beber la poción de Fray Lorenzo, exclama (IV, iii): «¡Oh! ¡Ved! ¿Qué es lo que miro?... ¡Me parece que lo veo!... ¡Es el espectro de mi primo que persigue a Romeo, cuya espada ensangrentada le atravesó el corazón!...». A la vista de estos pasajes, nuestra hipótesis es que el primer sueño de Romeo (I, iv) le había mostrado a Julieta muerta, pero antes de haberla visto por vez primera. La interrupción de Mercucio tiene el sentido dramático de permitir su excurso sobre la reina Mab, pero también da pie a que Romeo no tenga que contar su sueño porque, en efecto, no habría palabras para hacerlo, de manera similar a como después Julieta dirá que «los que cuentan sus tesoros son simplemente unos pordioseros». Si Romeo hubiera desistido de acudir al baile de los Capuleto, no habría visto a Julieta. En su desdicha, no habría llegado a verla muerta en el panteón de los Capuleto, aun cuando solo estaba dormida. ¿Es más digna de ser vivida la vida sin amor o un amor que desconoce el miedo a la muerte? Al final de su Apología, Sócrates afirma que no es digna de ser vivida una vida no sometida a examen. En el caso de Sócrates, el examen pasa por hablar todos los días de la virtud. Romeo es un aprendiz de filosofía, en el sentido de que se atreve a conocer a Julieta y verla muerta antes que seguir vivo sin haberla visto. En adelante, los días de su vida no podrán pasar sin hablar el lenguaje que escuchamos en sus intercambios. Romeo y Julieta, como dice Hazlitt, viven de la felicidad de los placeres que no han conocido. Thoreau nos advierte de que debemos anticiparnos a la naturaleza. ¿No están estas expresiones alineadas, más allá de la adscripción de géneros que funciona en la identificación de los textos? ¿No hay manera de traducir las visiones a mitos, los mitos a razones a las que podemos atender? También Sócrates al final de su discurso, antes de ser condenado, pronuncia una profecía...
(*) Este ensayo se corresponde con la primera conferencia del seminario temático Shakespeare, “profesor de filosofía”, celebrado entre enero y junio de 2023 y organizado por la Biblioteca Regional y el CPR de la Región de Murcia.


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—YUVAL NOAH HARARI, 21 lecciones para el siglo XXI, trad. de J. Ros, Debolsillo, Barcelona, 2022.

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CONTEXTOS DE <<EL AMERICANO>> DE HENRY JAMES

12/6/2020

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por JAVIER ALCORIZA

       Después de acabar una relectura de El americano, me revoloteaba por la cabeza la palabra “contexto”. Permítaseme comenzar con una cita a lo Henry James. No creo que debamos omitir lo que implica el revuelo que genera una palabra en una novela del distinguido autor norteamericano. Diría que, como en otras obras suyas, en las numerosísimas páginas que escribió, estamos ante lecciones de un maestro. (2) No creo que deba incomodarnos considerar así a un escritor de ficción. Mortimer Adler señalaba en Cómo leer un libro que entre maestro y discípulo se da una situación de interesante desigualdad. (3) Hablando del genio de Shakespeare, Emerson empleaba la imagen de quien, tras obrar el milagro de su ascensión, había retirado la escalera. Mi impresión es que James lanza numerosos cabos, tal vez no desde el antiguo cielo, sino desde su moderno abismo de «contraminas del arte», si es que, como decía en privado a su amigo Henry Adams, «el abismo tiene fondo». (4) Se pueden señalar aciertos expresivos con los que Henry James ha abierto ventanas en las escenas que ha pintado en El americano, hasta hacernos dudar de si la ventana estaba ahí antes de que la abriera; y subrayaría lo de “expresivos” por tratarse de aciertos llevados, en todo caso, a la superficie del lenguaje. James puede invitarnos, pero no obligarnos a imaginar más de lo que dice. En esto es, en efecto, un consumado artista que ha descubierto un límite (en realidad muchos límites sucesivos) para las escenas y representaciones de sus obras. Así ha cultivado Henry James la elasticidad de la novela, empleando todos los recursos de los que podía valerse para no confinarse en lo típico del género. Y diré algo más de entrada: en ese trabajo de poner a la vista cuanto hacía falta para admirar lo que quería contar, en su manera de “exteriorizar” el tema de sus novelas, lejos de todo modernismo, habría en Henry James un homenaje (que nadie que hable de él se atrevería a calificar de inconsciente) a los clásicos. El autor no pide del lector mayor “cultura” de la que él mismo aporta para apreciar la calidad de su escritura. Ni siquiera le importaría que se adelgazara el trozo de vida que nos ofrece por buscar solo el generalmente más apetecible recorrido emocional de la historia. ¡Tanto peor para quien lo haga!, podría exclamar el autor de El americano, porque nada de lo que configura la obra debería ocupar un segundo lugar para un lector atento. No cultura, por tanto, sino pura atención (Petrarca la llamaba la «salud del alma»), una actitud equivalente a la tensión creativa, sería cuanto el novelista parece esperar de nosotros. Al fin y al cabo, es él quien se ha tomado tantas molestias como vemos por concretar su imaginación. (5)
          La palabra “contexto”, por volver al principio, tiene un peso específico en un doble sentido: no es una palabra habitual en una novela y, además, está aplicada a la expectativa de un personaje que «no ha leído novelas». Sin embargo, nos traslada directamente al acto de hablar de esta obra:
 
         El lugar hacía pensar en un convento con todas las mejoras modernas: un asilo donde la privacidad, a pesar de ser ininterrumpida, quizá no fuera del todo idéntica a la privación, y donde la meditación, aun siendo monótona, quizá fuera de corte alegre. Y sin embargo, sabía que éste no era el caso; sólo que para Newman, ahora, no tenía visos de realidad. Todo era demasiado extraño y demasiado socarrón para ser real; era como una página arrancada de una novela, sin contexto alguno en su experiencia personal. (6)
 
          ¿Cuál es el contexto en nuestra experiencia (siendo experiencia otra palabra de gran alcance) para captar el carácter del protagonista? Observamos que el americano produce cierto asombro en todos aquellos que lo tratan (no solo en quienes están directamente implicados en la aventura de su trato con madame de Cintré). La manera de descalificar ese asombro es calificarlo a él, como sabemos, de persona “mercantil”. La descalificación, sin embargo, retrata a quien la profiere, ya que, a esas alturas de la historia, conocemos el potencial de Newman. Más característico es que el propio Newman se detenga sobre esa expresión para juzgar imparcialmente si tiene algo que reprocharse: sigue siendo «un buen tipo agraviado». Porque Newman no es solo una persona que despierta interés, sino alguien que se interesa de manera original por los demás, el movimiento correspondiente a «una especie de anhelo intenso, un deseo de estirarme y de contraerme». Pensemos, en especial, en su amistad con Valentin de Bellegarde o su vínculo con monsieur Nioche. Importan los dos lados de esa personalidad que hacen de Newman el héroe de su novelista. Ahora bien: el héroe de la obra debe más de lo que él mismo parece reconocer a su estirpe (una palabra que puede arrastrar a graves errores). ¿Cuál sería la estirpe del americano? Bastaría con limitarse al momento culminante de su oposición a la familia Bellegarde para identificar (en el capítulo XVIII) los términos apropiados de esa distinción: persuasión y autoridad. Frente a la primera, que es el instrumento que ha servido a los americanos para moldear su estilo de vida, está la indiscutible autoridad del Viejo Mundo, de la mujer que ha llegado al extremo de perpetrar un crimen para imponer su voluntad frente a su esposo y su hija. ¿No es posible oír en esa combinación, sin embargo, una resonancia tardía de las comedias de Molière? ¿Por qué no ha dado pie el desacuerdo entonces a una comedia? ¿Qué ingrediente falta o sobra para que no hayamos de ver a Newman saboreando peligrosamente “cierta dulzura acre y sabrosa” junto a los muros de las carmelitas?
         En las comedias de Molière no había un desafío frontal a la autoridad. Los personajes jugaban con ella, en especial los criados junto a los hijos, la parte joven de una sociedad estamental. A pesar de su cortesía, Newman no se brinda al juego de la familia Bellegarde, o no ha sido invitado a participar en él: le faltan credenciales que permitan a la familia seguir disfrutando de su reputación en su presencia: algo que se levantaba, no obstante, sobre un «misterio de iniquidad». Cuando Newman decide destruir la «prueba ocular» del crimen de la marquesa, se niega a seguirles el juego, ni siquiera como espectador. No es el amor a madame de Cintré lo que le abre la puerta al final de su desgraciado romance para seguir viviendo, sino la destrucción de su odio a los Bellegarde. No, Newman no se vuelve tan peligroso como pensaba la señora Tristam: es capaz de mejorar, tal como había mostrado al guardar un equilibrio entre la vieja y la nueva Inglaterra, entre el mundano periodista londinense y el clérigo de Massachusetts que visita Europa a expensas de sus feligreses; un equilibrio que guarda por naturaleza, ya que está exento de hacer cálculo alguno al respecto. El punto medio de Newman resulta simbólico sin perder un ápice de espontaneidad moral, entre la amoralidad anglicana y el moralismo puritano. (7) Es el punto de vista que se aplica a sí mismo tras haber regresado a París por «un rayo pálido y evasivo de inspiración», como si fuera a enterrarse vivo en el culto a madame de Cintré, que ya ha consumado su retiro. Con todo, Newman debe romper el hechizo de ese «altar de los muertos».
          El hombre nuevo que es Newman es una enmienda a la totalidad de la vieja sociedad a la que pertenece madame de Cintré. La novela vendría a demostrar, como en Otelo, la imposibilidad del matrimonio o unión entre estos dos mundos, el del cosmopolita y la «supersutil» parisina, aunque no será porque el americano no lo haya intentado, es decir, no haya intentado que la mujer actúe al margen de los deseos de su familia, de su madre, y se independice. (8) Ese hiato entre el republicano mercantil y la alcurnia de los Bellegarde se habría puesto de manifiesto ya en el terreno histórico y político; faltaba que tomara cuerpo en un dilema como el que nubla la mente de Newman después de su agravio. De Newman sabemos que no tiene un gusto educado para el arte, o que ese gusto no tiene dificultad alguna en trascender el arte para ir en busca de lo que promete la vida misma. Allí donde encuentra a un individuo dispuesto a sobreponerse a su pobreza, el americano no duda en mostrarse espléndido. La riqueza material debe ser, en el mejor caso, un medio para remediar y superar la pobreza espiritual. Ese es un principio al que el protagonista no está dispuesto a renunciar. Las fórmulas de la vieja sociedad europea deben ser examinadas a esa luz. Y lo que la aristocracia francesa no parece entender es que hay un beneficio moral en la prosperidad que no deriva de las obligaciones contraídas ante los progenitores. ¿Qué otra cosa había de significar, sin embargo, el descubrimiento de América para este nuevo Cristóbal Colón? En el Viejo Mundo hay quien, como Valentin de Bellegarde, mira con interés esa aventura americana, y quien, como madeimoselle Nioche, ya es una víctima del cinismo. Tratar con Newman supone asumir que se está en condiciones de ir un poco más allá de sí mismo, siempre que se haya captado que hay algo morboso en conformarse con la propia suerte. De nuevo damos aquí con el tema casi cómico de la enfermedad imaginaria.
        No habría diferencia, a mi juicio, entre la actitud de Newman y la salud que preconiza Walt Whitman, lo que viene a llamar la «sensación de la salud perfecta» en sus versos. La salud garantiza una percepción generosa del universo en que vivimos, un derecho para todos, que el poeta canta y reconoce, frente al privilegio del que hasta ahora habría disfrutado una minoría. (9) La integridad democrática supone que la parcialidad del privilegio acabe siendo una maldición peor para quien se lo arroga que para quien lo padece. El pensamiento democrático va siempre por delante de los procedimientos políticos, es más revolucionario, por así decirlo, que las revoluciones que ha propiciado. A ese manantial se remontan una y otra vez los americanos que han creído que su país era una tierra «inalcanzada, pero alcanzable»; de ahí brotan las palabras inspiradas de la Declaración de Independencia y de la Constitución, los breves y portentosos textos que generan el verdadero contexto en que se mueve el americano de James, que podría haber salido también de las páginas de Hojas de hierba.
         Ahora bien, cortar amarras respecto al pasado para dar cabida al presente, a lo que el presente puede pedir de nosotros o nosotros esperar de él, supondría todo un desafío para el arte, cuya fuerza habría provenido del apego a las enseñanzas de los maestros antiguos. Situar a la ficción entre las bellas artes, como James insistía en hacer (con un énfasis que sugiere la resistencia sociológica que se veía obligado a vencer al respecto), puede leerse como un movimiento en esa dirección. La ética de la escritura tenía poco que ver para el «historiador de las conciencias refinadas» con la defensa de una lectura “moral” de las novelas. Cuando James plantea que no hay más reglas que seguir que las que se surgen de la visión que el artista tiene de su tema, adopta un tono de franqueza similar al que emplea Newman en muchos intercambios personales de El americano. Se diría que la alegría por los hallazgos relativos a la responsabilidad de actuar libremente es igual en el ensayista que en su personaje: un mismo ejercicio de serena persuasión, por ser gratamente consciente del esfuerzo que la empresa exige de él, haría realidad como nunca la paradoja en que Oscar Wilde fijaba la posición del crítico como artista. La pregunta siguiente sería si ese esfuerzo individual, esa demostración de confianza, podría contar con una respuesta del público que sacara al artista de la torre de marfil de su “imperturbable” vocación. Nada hace creer que Henry James no concediera el beneficio de la conciencia refinada a todo lector que se enfrentara a una de sus obras. A mi juicio, toda la carga “experimental” que se ha atribuido a la dificultad de su escritura se desvanece si retenemos ese sencillo principio de fe estética y democrática. Ni siquiera el gran maestro que es James osa llegar a lo más recóndito o superficial de ciertos procesos en los que Newman se ve involucrado. Nos gusta imaginar que ese respeto del autor por el personaje tiene algo que ver con la capacidad de Newman (señalada en dos ocasiones en la novela, en los capítulos II y XXVI) para desmovilizar su propósito de venganza; incluso nos gustaría imaginar que el gusto por imaginarlo así es un mérito del artista que se debe a la facilidad con que se desenvuelve en las situaciones en que su héroe da muestras de que el «carácter es superior a la inteligencia»; muestras de lo que vale reaccionar a tiempo ante la tentación de pensar sin tener en cuenta las consecuencias de los propios actos. Sea como fuere, Henry James quiere ser un artista para un público que pueda contar con las ventajas que América ha reportado frente a los más antiguos y encumbrados títulos de la civilización: adoptar un punto de vista que nos revele lo que significa, con palabras de Emerson, «elevar la norma de la vida». (10) En esto radicaría la virtud de esa paradoja que haría al artista americano respetar lo antiguo en términos culturales y apostar por lo moderno en términos constitucionales. Las artes tienen su historia, en efecto, pero el público espera al artista en el terreno de la pura realización. El trabajo de escribir la historia de las conciencias refinadas, por volver sobre la frase de Conrad, no implicaría ahogar un instinto civilizador como el de Henry James, que está presente, aunque modulado por otros medios, en alguien tan “mercantil” como Newman, que «¡jamas había leído una novela!». (11)
          Si la objeción es que, de este modo, idealizamos América, habrá que alegar que la realidad de América ha servido reiteradamente como un fulcro para renovar o consagrar la fe en sus ideales. El más lúcido apóstol de la idea de América, Emerson (en palabras de James no un secularizador, sino un santificador), habría alertado en Sociedad y soledad, un libro publicado en la década de El americano, sobre la seducción del “americanismo superficial”. La consigna para contrarrestar esa deriva sería la de la hospitalidad, una palabra recurrente en la novela. En Emerson, ser hospitalario significa creer que nada de lo que se ha logrado en la historia puede monopolizarse: los logros de la humanidad serían, por el contrario, contribuciones a la ocasión que se nos brinda para incorporarlos como un estímulo a la experiencia de la vida, que es siempre el terreno más productivo. El alma humana es una “mendiga” insaciable: esa avidez es el síntoma de la salud que celebraba Whitman y de la energía con que Newman recorría todos los lugares de Europa («unas cuatrocientas setenta iglesias») que pudieran enseñarle algo, una actitud con la que Henry James parece retarnos a desmentir que el Viejo Mundo sea el que esté en deuda con el nuevo americano, en contraste con lo que habría apuntado hasta el momento una “refinada” conciencia cultural. Pensemos, por ejemplo, en las alusiones a los cuadros que contempla el protagonista en el Louvre, en la manera desenfadada de “conversar” con ellos u omitir los prejuicios de la admiración. La visita a los monumentos o museos quedaría contenida en la novela como un nuevo capítulo sobre el arte de escribir la historia del arte.
         Cabe recordar que aquellas obras maestras de la pintura iluminarían la conciencia artística del siglo XIX por un camino más elevado que el de los “mercantiles” americanos: es la época en que el artista se ve en peligro de naufragar socialmente a menos que se oriente por la luz intermitente de esos “faros” que barren la ferviente oscuridad de un poemario como Las flores del mal. Baudelaire nace el mismo año que Walt Whitman y, a pesar del disgusto que la “prosa” de Whitman le causaba a Henry James, su aproximación al arte no resulta por ello más afín a las imprecaciones del poeta francés. Alberto Savinio ha apuntado el vuelco (toda una “revolución copernicana”) que supone la poesía de Baudelaire, la voluntad de bajar a la Musa de su pedestal y mostrarle estampas de nuestra modernidad cotidiana. ¡Tampoco está de más incidir en que Baudelaire, el traductor de Poe, el amigo del parnasiano Gauthier, profundizando la brecha entre lo bello y lo útil, arremetía contra las declaraciones de derechos que no satisfacían su rabiosa individualidad! (12) En este caso parece de nuevo que el poeta se ponga a la defensiva frente a una sociedad ostentosamente “mercantil” (en el extremo opuesto de la melindrosa afectación de los Bellegarde), mientras que el artista americano se presenta como el abanderado de la idea democrática que ha dado forma a su visión del mundo. Sería una vía para desactivar el supuesto elitismo de una escritura tan exquisita como la de James decir que él y Whitman tienen mucho más en común de lo que expresamente los separaba. Y sería ilustrativo indicar en este contexto que las dolencias de Whitman o de James tendrían poco o nada que ver con el spleen o el ennui que padecerían los intelectuales franceses y europeos. (13) El ennui era la enfermedad imaginaria de la que había sido víctima un siglo —como rezaba el verso de Rubén Darío— falto de fe. Se dirá: ¿fe en qué? No se trataría ya de la religión de los antepasados, sino de una lucha por la “voluntad de creer” que ahora ocupa todo el escenario que ha quedado vacío a medida que avanzaba el nuevo orden de los tiempos. ¿De qué otro modo entendemos que Ernest Renan se aproximara de nuevo a la Acrópolis de Atenas para desahogar el pesar de su espíritu huérfano ante el altar de la diosa? (14) ¿Acaso no llama la atención que James recurra a la imagen de un «griego de la antigüedad» (en el capítulo XIII) cuando evoca el sentido de la adoración de Newman por madame de Cintré? Ya sabemos que Newman no está dispuesto a dar cuanto tiene a los pobres, por mucho que el dinero le importara menos que el hecho de ganarlo. Ni cristiano ni pagano, al americano le quedaba la opción de ir más allá de la renuncia a su amor por madame de Cintré y sepultar a los Bellegarde destruyendo la carta que ataba su destino al de sus enemigos. Por mucho que haya sufrido Newman, su autor nos convence de que no podemos imaginarlo como víctima de un “sacrificio”, a pesar del «bello circuito y subterfugio de nuestro pensamiento y nuestro deseo». (15) La fuerza más poderosa que existe ha amenazado con ahogar la vida del americano: escapar a esa amenaza resultaría menos la consecuencia de una actitud heroica que la prolongación de ciertos hábitos cultivados provechosamente desde hacía mucho tiempo. Newman se sobrepone a la desgracia por vías indirectas: piensa en su salud antes que en su felicidad.
         Este final introduce una leve corrección al subrayado de Conrad sobre la grandeza de la renuncia como base de las grandes novelas que, como templos, contribuyen a nuestra edificación, y se alinea con su conclusión sobre el hecho de que las novelas de Henry James no reportan el descanso que el público espera naturalmente al final de la lectura; (16) se alinea con ella en el sentido de que sea preferible, si lo pensamos bien, ese tipo de descanso que no supone la rendición total de nuestras facultades. En realidad, nadie negará que al final de El americano se nos brinda la posibilidad de descansar: una posibilidad que no será un impedimento para suponer que Newman regresa a América como la forma más elocuente de seguir vivo.

(1) Este texto responde a la quinta sesión del seminario sobre Psicología literaria organizado por el CPR y la Biblioteca Regional de Murcia. Cabe mencionar que las sesiones anteriores estuvieron dedicadas a Sófocles, Dante, Shakespeare y Molière. Sobre las dos últimas, pueden verse ‘Bajo un cielo de mármol. Pensamiento sobre Otelo’ (Revista Cultural Turia Judía de Cultura), y ‘La salud de la comedia. Sobre El enfermo imaginario de Molière’ (Pasajes de pensamiento contemporáneo), respectivamente.
(2) The American (El americano) es una de las novelas del volumen Novels 1871-1880, ed. de W. T. Strafford, The Library of America, Nueva York, 1983. Con dieciséis volúmenes, Henry James es el autor más editado de esta serie. Véase una traducción reciente de ‘La lección del maestro’ en Henry James, Los papeles de Aspern y otros relatos sobre escritores, ed. de J. A. Molina Foix, Cátedra, Madrid, 2017.
(3) Mortimer Adler, Cómo leer un libro, trad. de C. Acevedo, Claridad, Buenos Aires, 1983, pp. 36-38.
(4) Véanse ‘Shakespeare o el poeta’, en Ralph Waldo Emerson, Hombres representativos, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Cátedra, Madrid, 2008, y la ‘Carta a Henry Adams’ en Henry James, Hawthorne y otros ensayos de apreciación, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Leserwelt, Murcia, 2000.
(5) James habla de la «distribución final de premios» en una novela, «pensiones, maridos, esposas, niños, millones», que se contraponen obviamente a los «experimentos, esfuerzos, descubrimientos, éxitos» de los «intentos de ejecución» en su ensayo sobre ‘El arte de la ficción’. Véase Henry James, La imaginación literaria, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Alba, Barcelona, 2001, pp. 254-256.
(6) Henry James, El americano, trad. de C. Montolío, Debolsillo, Madrid, 2003, cap. XXIV. En realidad, el texto original no habla de «novela», más centrada en los aspectos sociales, sino de «romance». La elección es significativa por el comentario de James años después en el prefacio a El americano: «…lo que he reconocido en El americano, para mi sorpresa y tras muchos años, es que la experiencia aquí representada es la experiencia desconectada y no controlada —no controlada por el sentido general de la “manera en que ocurren las cosas”— que solo el romance encaja en nosotros de manera más o menos exitosa» (Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, ed. de L. Edel, The Library of America, Nueva York, 1984, p. 1065).

(7) «La familiaridad de Newman nunca era inoportuna; su conciencia de la igualdad humana no era un gusto agresivo ni una teoría estética, sino algo tan natural y orgánico como un apetito físico que nunca ha sido sometido a un parco racionamiento y que, en consecuencia, no incurre en una avidez desgarbada» (El americano, capítulo XIII).
(8) «A super-subtle Venetian» es como califica Yago a Desdémona en Otelo (I, iii); la cita aparece en la celosa advertencia que en el capítulo X le hace a Newman la señora Tristam, la artífice de su romance. Allan Bloom recuerda que «Desdémona es como su nombre la describe, supersticiosa… Otelo era una creación de su mente… existía solo en la mente de Venecia» (Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, pp. 59-60). Cuando madame de Cintré le revela a Newman la decisión que ha tomado, el americano le espeta que sus sentimientos «son supersticiones».
(9) Véanse, por ejemplo, las primeras secciones del Canto de mí mismo en Walt Whitman, Hojas de hierba, trad. de F. Alexander, Mayol Pujol, Barcelona, 1980, pp. 113-118: «A los treinta y siete años, con la salud perfecta, empiezo, / Y espero no cesar hasta la muerte». Cf. con este párrafo representativo en el capítulo V de El americano: «Consideraba que Europa estaba hecha para él y no él para Europa. Había dicho que quería cultivarse, pero habría sentido cierta turbación, incluso cierta vergüenza —aunque posiblemente falsa—, de haberse sorprendido a sí mismo estudiándose intelectualmente ante el espejo. Ni a este ni a ningún otro respecto poseía Newman un elevado sentido de la responsabilidad; su principal convicción era que la vida de un hombre tenía que ser fácil, y que él tenía que ser capaz de reducir el privilegio a algo natural».
(10) Para las citas anteriores, véanse las obras de Ralph Waldo Emerson, Naturaleza y otros escritos de juventud, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Biblioteca Nueva, Madrid, p. 102, y Sociedad y soledad, trad. de R. Narbón y J. Alcoriza, Pepitas de Calabaza, Logroño, 2019, p. 52.
(11) Véase El americano, capítulo III. Ruth Bernard Yeazell apunta bien que la novela de James se caracteriza (usando las palabras del autor) por unir «el instinto más fuerte por lo humano» y «la reacción más vívida ante lo literal». Véase su ensayo sobre ‘Henry James’ en Emory Elliot (ed.), Historia de la literatura norteamericana, trad. de M. Coy, Cátedra, Madrid, 1991, p. 618.
(12) Véanse Alberto Savinio, Nueva Enciclopedia, trad. de J. Pardo, Seix Barral, Barcelona, 1983, pp. 73-76, y Charles Baudelaire, Escritos sobre literatura, trad. de C. Pujol, Bruguera, Barcelona, 1984, p. 223. Cf. la poética de Baudelaire con el capítulo ‘Arte’ en Sociedad y soledad de Emerson.
(13) Cf. con la siguiente cita de James en ‘Henry James as a Characteristic American’, de Marianne Moore, en Morton Dauwen Zabel (ed.), Literary Opinion in America, Harper & Row, Nueva York y Evanston, 1962, vol. II, p. 400: «Seguramente éramos todos gentiles y generosos juntos, flotando en tal orden social limpio y ligero, dulcemente a prueba contra el ennui». (Puede verse el jamesiano poema de Moore ‘La mente es una cosa encantada’ en la sección de traducciones de El coloquio de los perros).
(14) He relacionado el texto de Renan con el binomio conceptual de Atenas y Jerusalén en el § 15 de mi libro Educar la mirada. Lecciones sobre la historia del pensamiento, Psylicom, Valencia, 2012.
(15) Véase su ajuste de cuentas con El americano en el prefacio escrito treinta años después de la publicación de la novela, en Henry James, Literary Crticism. European Writers. The Prefaces to the New York Edition, p. 1063.
(16) Joseph Conrad, Notas de vida y letras, trad. de C. Sánchez Rodrigo, Ediciones B, Barcelona, 1987, p. 32.

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    LA NOSTALGIA DE JAIME GIL DE BIEDMA EN "MORALIDADES" Y "POEMAS PÓSTUMOS"
    SESÉ, ME ACUERDO
    HEMINGWAY Y LAS COINCIDENCIAS
    MEDITACIÓN DEL CANTÁBRICO
    VIGENCIA DE UNA LITERATURA INVISIBLE: ALFREDO PAREJA DIEZCANSECO
    DOS FOTOGRAFÍAS DE GUERRA
    LA MIRADA AL MUNDO DE FERNANDO DEL VAL
    LAS CÉLEBRES ÓRDENES DE LA NOCHE: DESTIERRO, ASESINATO. LAS CICATRICES DEL MONSTRUO

    2017
    DON BALÓN DE BABA
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    HOY HE CONOCIDO UN ÁNGEL
    LOS LUGARES AMADOS DE CÉSAR ANTONIO MOLINA
    POETA EN BUENOS AIRES
    ESCRITORES VALENCIANOS EN EL EXILIO DE AMÉRICA
    CARLOS MARZAL: REFLEXIÓN Y HONDURA EN EL SENTIR POÉTICO
    LA CONVERSIÓN DE LA VÍCTIMA EN VERDUGO
    BREVE REVISIÓN DEL PRINCIPIO DE ECONOMÍA DEL LENGUAJE
    POESÍA Y TRADUCCIÓN: UNA LECCIÓN DE GEOMETRÍA
    JOHN WILLIAMS Y SU ANTOLOGÍA DE POESÍA INGLESA DEL RENACIMIENTO
    TED KOOSER, CUANDO MENOS ES MÁS
    GAMONEDA INTERIOR: EL PASO AL VERSO VERDADERO
    ALFRED KUBIN O EL MOVIMIENTO NOCTURNO DE LA CONCIENCIA

    2016
    SHINY HAPPY PEOPLE? UNA DESMITIFICACIÓN DE LA VISIBILIDAD DEL UNDERGROUND NORTEAMERICANO
    NOTAS SOBRE EL ESQUIZORREALISMO
    CUBISMO PICTÓRICO. MODERNISMO LITERARIO. UNA ESTÉTICA COMPARTIDA ENTRE STEIN Y PICASSO
    SOBRE CASPER KANG: EXTRAÑOS LABERINTOS, BUCLES Y CAOS
    DERIVAS SONÁMBULAS: SÍNDROME DE MOEBIUS
    JAVIER LOSTALÉ: LA POESÍA COMO LLAMA Y CENIZA
    LA POLICÍA SEMÁNTICA
    DISECCIONES DE LO COTIDIANO: FOLLAR O NO FOLLAR, HE AHÍ EL DILEMA
    HERAKLÉS: LA IMPORTANCIA DE SER DISTINTO. UNA VISIÓN DE LA HOMOSEXUALIDAD EN LA MIRADA DE JUAN GIL-ALBERT
    EL ALMA DE PACO MIRANDA: ELEGÍA EN CINCO MOVIMIENTOS CRONOLÓGICAMENTE DESORDENADOS (MÁS UN SUEÑO Y UNA PESADILLA)

    2015
    HOMERO EXPÓSITO: LA METÁFORA EN EL TANGO
    LA HONDURA HUMANA Y NARRATIVA DE JOSÉ LUIS SAMPEDRO
    ARANOA. UN TEXTO IMPERFECTO
    ESTARÉ BESANDO TU CRÁNEO. "PRINCIPIO DE GRAVEDAD" DE VICENTE VELASCO


    LOS AÑOS DE FORMACIÓN DE JACK KEROUAC


    ALGUNAS FUENTES FILOSÓFICAS EN LA NARRATIVA DE JORGE LUIS BORGES



    EDWARD LIMÓNOV: EL QUIJOTE RUSO QUE SINTIÓ LA LLAMADA A LA ACCIÓN


    EXILIO Y CULTURA EN ESPAÑA


    VIGENCIA DE LA RETÓRICA: RALPH WALDO EMERSON, MIGUEL DE UNAMUNO Y EL AYATOLÁ JOMEINI


    LA VISIÓN DE RUBÉN DARÍO SOBRE ESPAÑA EN SU LIBRO "ESPAÑA CONTEMPORÁNEA"


    PUNTO DE NO RETORNO


    JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD: ENTRE LA NOCHE Y LA CREACIÓN


    EL HIELO QUE MECE LA CUNA


    NO FUTURE


    MUERTE EN VENECIA: DE LA NOVELA AL CINE


    GUILLERMO CARNERO: DEL CULTURALISMO A LA POESÍA ESENCIAL


    ARCHIPIÉLAGOS DE SOLEDAD DENTRO DE LA PINTURA


    JUAN GOYTISOLO, NUEVO PREMIO CERVANTES, LA LUCIDEZ DE UN INTELECTUAL CONTEMPORÁNEO


    LA INFLUENCIA DE LUIS CERNUDA EN LA OBRA DE FRANCISCO BRINES


    EL LENGUAJE POÉTICO, REALIDAD Y FICCIÓN EN LA OBRA DE JAIME SILES


    EL ENSAYO COMO PENSAMIENTO GLOBAL EN LA OBRA DE JAVIER GOMÁ


    DESIERTOS PARADÓJICOS, DESIERTOS MORTÍFEROS


    DOS POETAS ANDALUCES Y UNA AVENTURA EXISTENCIAL


    "NEO-NADA", DE DOMINGO LLOR


    EL SOMBRÍO DOMINIO DE CÉSAR VALLEJO


    LAURIE LIPTON: DANZAS DE LA MUERTE EN UNA ERA DEL VACÍO


    MUJICA. LA SAPIENCIA DEL POETA


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    LA OBRA LUMINOSA DE ÁLVARO MUTIS A TRAVÉS DE MAQROLL EL GAVIERO


    SIEMPRE DOSTOIEVSKI. REFLEXIONES SOBRE EL CIELO Y EL INFIERNO


    ANÁLISIS DEL PERSONAJE DE OFELIA EN HANMLET DE WILLIAM SHAKESPEARE


    EL QUIJOTE, INVECTIVA CONTRA ¿QUIÉN?


    ESQUINA INFERIOR DERECHA, ESCALA 1:500


    BAUDELAIRE Y "LA MUERTE DE LOS POBRES"


    "ES EL ESPÍRITU, ESTÚPIDO"


    CONEXIÓN HISPANO-MEJICANA: JUAN GIL-ALBERT Y OCTAVIO PAZ


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    LA BIBLIA CONTRA EL CALEFÓN. LAS IMÁGENES RELIGIOSAS EN LOS TANGOS DE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO


    VILA-MATAS, EL INVENTOR DE JOYCE. UNA LECTURA DE "DUBLINESCA"


    UNA BOCANADA DE AIRE FRESCO: EL NUEVO PERIODISMO


    COMO LA VOZ DEL ANIMAL NOCTURNO. BREVES ANOTACIONES SOBRE LA TRAYECTORIA POÉTICA DE CRISTINA MORANO


    JOHN BANVILLE: LA ESTÉTICA DE UN ESCRITOR CONTEMPORÁNEO


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    QUEVEDO REVISITADO: FICCIÓN, REALIDAD Y PERSPECTIVISMO HISTÓRICO EN "LA SATURNA" DE DOMINGO MIRAS


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