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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ANGELO MEDINA LAFUENTE PROXIMIDAD Las pinturas de interiores de los maestros holandeses del siglo XVII fija-ron poéticamente la cotidianidad, no pintaron los grandes acontecimientos, las mitologías, retrataron otra historia. Un universo que habitaba entre las paredes, los objetos y la intimidad de los quehaceres hogareños. «Objetos inmortales, pero que no nos sirven», escribe Adam Zagajewski en un poema dedicado a los pintores holandeses. Esos «objetos inmortales» son pintados con la más detallada maestría y cuidado. La lechera de Vermeer, que pintó hacia 1660, es una joven en una habitación, los objetos que la acompañan proponen cercanía. El blanco y los tonos grises del espacio, el azul del delantal de la joven, los detalles de su corpiño, el cromatismo de amarillo y ocre o el rojo del vestido son concordantes con los colores de los objetos, desde el verde azulado del mantel, el azul de la jarra de cerámica y del paño que cuelgan de la mesa, la cerámica rojiza del cántaro de leche, hasta la escudilla marrón, sugieren proximidad. La pared no es una superficie lisa, tiene pequeñas roturas, manchas, agujeros de clavos, partes desconchadas. La maestría de Vermeer es evidente en el detallado cántaro de cerámica azul, los panes de la cesta y los trozos de pan que yacen sobre la mesa. Quedemos con esos pedazos, con esas migas, antaño se creía que tirarlas al suelo era de mal augurio, en nuestros días, son sobras. No existe una leyenda o alegoría en La lechera del pintor de Delft, la casa rústica y modesta en la que habita la joven es la representación de lo cotidiano: sólo está vertiendo leche. El alimento necesario para la firmeza. Cuando el alimento escasea somos vulnerables a la caída del cuerpo y del espíritu. Ningún «objeto inmortal» pasa de largo Vermeer, se detiene, trabaja en él, aunque su plano pictórico en apariencia no tenga tanta relevancia. Lo evidenciamos en la cesta de mercado que cuelga en la penumbra de la esquina de la pared, al fondo. Del mismo modo, el calientapiés que se deja ver detrás de la joven. Ese pequeño hornillo lleno de carbones se conocía con el nombre de mignon des dames, el «mimado de las damas», que las mujeres usaban durante la época de frío bajo las faldas. En algunos cuadros y textos del siglo XVII era un símbolo de lujuria en la mujer. Pero, en este caso, el hornillo no es un emblema, «¿misterio? No hay misterio alguno, | sólo el azul del cielo hospitalario | e intranquilo como gritos de gaviotas», responde Zagajewski. El hornillo nos avisa de lo que hará la joven después de verter la leche, el mignon des dames ya está listo, será para ella misma o quizá lo lleve a la señora de la casa. Los interiores holandeses acogen, en algunos casos, una retórica moralizante, «el mantel huele a moral y almidón», escribe Zagajewski. En la pintura Caballero y dama tomando vino, de Vermeer, con un suelo ajedrezado como las obras de Pieter de Hooch, un hombre le sirve vino a una joven, ella bebe, mientras él sostiene con la mano el asa de la jarra, atento a que acabe para ofrecerle más vino. Reposa en la silla un laúd y partituras sobre la mesa cubierta con un tapiz persa, quizás acabó la lección de música y descansan. La ventana semiabierta de la habitación tiene un cuadrilóbulo, una representación de la templanza. En el libro de emblemas realizado por Gabriel Rollenhangen en 1611 titulado Nucleus Emblematum, hay una mujer sosteniendo una escuadra, simbolizando el obrar recto, y una brida, que viene a ser la represión de los afectos, la inscripción del emblema dice: Serra modum, «Conserva la templanza». La ventana está de frente a la mirada de la joven, recordándole que debe atenerse a la templanza. La seducción mediante el vino acompañada de música era un motivo recurrente en las obras del XVII. Una mujer tomando vino era en aquellos tiempos como una encarnación del vicio, la opinión del pedagogo popular Jacob Cats era que se debería prohibir que las mujeres beban vino. En algunos casos, no era vino, había otra bebida que se conocía como «filtro de amor» o la «pócima de galán». Un brebaje citado en los escritos de medicina del siglo XVII, que se obtiene, según Jan Baptista van Helmont, de una «efervescencia del bálsamo natural de la vida». Del mismo modo, en las escenas musicales, se presenciaba esa dicotomía entre la templanza y la desmesura. En Mujer de pie tocando el virginal, también obra del pintor de Delft, tiene un recurso técnico que se conocía como el «cuadro dentro del cuadro». En este caso, en la pared de la habitación, hay un Cupido mostrando un naipe. El instrumento que toca la mujer, el virginal, era propio de las muchachas, de las doncellas. «El nombre de algunos instrumentos musicales sugiere, aun antes de escucharlos, una evocación, un añadido a su poética», escribe Ramón Andrés en su libro El luthier de Delft. Ese Cupido, obra de Cesar van Everdingen, puede tener dos opciones: o pone en cuestión irónicamente la virginidad de la joven o es un emblema de la fidelidad. En el libro citado de Gabriel Rollenhangen hay un «amorcillo» con un laúd. Pintar a mujeres jóvenes tocando el virginal era muy usual en los Países Bajos desde la segunda mitad del siglo XVI. Esas habitaciones bellamente iluminadas, de suelos ajedrezados, mesas cubiertas con manteles persas, paredes con mapas que daban signo de una sabiduría humanística o definían las situaciones políticas, guardan un íntimo sonido. Un sonido de escucha atenta. Seguramente las músicas de William Byrd, las de John Bull y Orlando Gibbons formaban parte del repertorio y las lecciones de música de las jóvenes de Vermeer. Esas partituras eran de maestros ingleses que los Países Bajos acogieron cálidamente, y con el mismo recibimiento a los maestros alemanes y franceses, como Jacob Froberger y Louis Couperin. «La música hace posible los encuentros», menciona Ramón Andrés, así como la casa. No solamente los instrumentos de teclas estaban en las pinturas holandesas, también acompañaban la viola da gamba, el laúd, la tiorba, la guitarra barroca. Instrumentos de sonido delicado, evocador, nada ostentoso. NO OCUPAR, HABITAR «Les gustaba habitar. | Y lo habitaban todo», continúa en su poema Zagajewski. Heidegger en Construir, habitar, pensar menciona la relación de construir con habitar. El verbo alemán bauen, que corresponde a construir, significa habitar, originariamente, y asimismo, abrigar y cuidar. Además, aclara que construir, en el sentido de abrigar y cuidar no es ningún producir. Y añade: «El construir como el habitar, es decir, estar en la tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano es desde siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, “lo habitual”». El rasgo fundamental del habitar es el cuidar (mirar por). El habitar, el residir en la tierra, bajo el cielo, es el sentido del ser humano. Abrigar y cuidar a los demás, porque pertenecemos a una comunidad. Los espacios cotidianos, los quehaceres caseros de las pinturas holandesas evocan un retorno a la cotidianidad, un habitar cuidando y acompañando. El filósofo español Josep Maria Esquirol en su libro La resistencia íntima menciona que «nuestro existir es un permanecer en la proximidad, cuidando más que dominando. Acompañar y cuidar son expresiones de la proximidad, y ésta a su vez, resulta ser el carácter más distintivo de la cotidianidad». EL OFICIO Adam Zagajewski: «las escobas descansaban tras el trabajo a consciencia». Las figuras de las obras holandesas no tenían jerarquizaciones, los maestros ejercían el mismo cuidado en un rostro como en una cesta. Gerrit Dou, el primer discípulo de Rembrandt, que vivió en Leiden y fundó allí la escuela Fijnschilder, «pintores finos», que en lo sucesivo se consideraría la especialidad de Leiden, se dice que necesitaba tres días para terminar de pintar un palo de escoba apenas más grande que una uña. Ese cuidado en el detalle le heredó a su discípulo Pieter Cornelisz van Slingelandt, que dedicaba tres o cuatro días a pequeños detalles, como el labrado de un cuello. Conocían la espera, el demorarse, «el trabajo a consciencia», es decir, el trabajo artesanal, la cercanía con los materiales. Los artesanos del color preparaban sus propios pinceles, molían los colores, preparaban la tabla; el mismo cuidado tenían los constructores de instrumentos musicales, los luthiers, sentían las maderas, probaban su resistencia y flexibilidad; y no menos cuidado tenían los artesanos del sonido que construían catedrales contrapuntísticas donde habita un mundo del sentir próximo. El trabajo, el oficio artesanal implicaba proximidad, dedicación, sentido. Las herramientas utilizadas como sierras, gubias, garlopas, los tarros que contenían aceites, barnices, colas naturales que se hacían hirviendo huesos, pezuñas y piel de animales, o la «cola de Flandes» que se elaboraba juntando los huesos de cabra y oveja, en esos materiales estaba impregnado el oficio de los maestros anteriores. Un aroma que se combinaba también, con lo que se cocinaba en la trastienda, el olor, los vapores de la sopa se juntaban con el vapor de linaza o con la trementina. «NUESTRO RINCÓN DEL MUNDO» En los interiores holandeses no existía aquello que hoy conocemos como comodidad. En el lugar que se escogía para preparar el alimento, se podía dormir; el sitio donde se compartía lo cocinado podía servir para descuartizar a los animales; los desvanes, alacenas, eran fácilmente el espacio para las herramientas del artesano. En esas casas se atestigua lo que John Burroughs escribió: «El espacio interior en su totalidad no es más que un fondo para la forma humana». No eran postales lo que pintaban los maestros holandeses, sino, un espacio donde se moldeaba la condición humana. Un rincón para pensar el mundo. El «universo de la casa» que menciona Gaston Bachelard fue lo que pintaron los maestros holandeses, en cada figura, objeto, instrumento musical, herramienta, está el rincón de un mundo que no tenía la intención de convertirse en una idea, en un sistema o en una doctrina, menos aún en ideología, solamente transcurría, fluía, como la leche que vierte la joven de Vermeer. Escribir una carta, tocar el virginal, leer, tañer un laúd, pelar una fruta, era estar en la marginalidad, resistir a lo de afuera. En las casas holandesas del XVII se resiste desde el espacio cotidiano, desde lo casero. Estar al margen, no es huir, es estar en vigilia, no ceder. Adam Zagajewski cierra su poema: Pintores holandeses, decid, ¿qué pasará al pelar la manzana, cuando falte la seda, cuando todos los colores sean fríos? Decidnos, ¿qué es la oscuridad? Frutas a medio pelar, platos con restos de comida, utensilios, una escoba, aquella que pintó Gerrit Dou, los libros antiguos de los bodegones de Jan Davidsz de Heem, la bella viola da gamba y el laúd de Frans van Mieris, el niño que enseña a bailar al gato y el buen humor de las habitaciones de los cuadros de Jan Steen, los suelos con baldosas negras y blancas, las tiorbistas de Gerard Terborch, son los protagonistas de las casas holandesas, y recordando a Zagajewski, no ocupan un espacio, lo habitan, «y lo habitaban todo». Ramón Andrés refuta a Hegel, cuando el filósofo alemán en sus Lecciones sobre la estética sostiene que los maestros holandeses pintaron los «domingos de la vida». Hegel se equivocó. Los interiores holandeses desvelan un mundo a partir de lo cotidiano, «actúan y viven en el gesto de las tareas sencillas», argumenta el escritor español, es un estar. Pensar a partir del retorno a lo cotidiano.
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