por ANDRÉS GARCÍA CERDÁN Es fácil entregarse a las diferentes fuerzas de gravedad que nos atraen, nos expulsan, nos hacen flotar, nos precipitan o tiran de nosotros -de aquí para allá- en la última entrega poética de Vicente Velasco. Tras Ningún lugar (2012), la aparición de Principio de gravedad sitúa a Vicente Velasco en la órbita sin dueño de la poesía reciente, actual, en la que conviven la pulsión terrenal y el aliento delirante. Al lado del gran Ángel Paniagua, de Juan de Dios García, Antonio Marín Albalate, Joaquín Piqueras, Héctor Castilla, Diego Sánchez Aguilar, Martínez Ros o José Alcaraz, Vicente Velasco hace grande la poesía escrita en ese ámbito impreciso que es Cartagena. No olvido al artista Antonio Gómez Ribelles, que es uña y carne con los poetas. Grandes voces para un gran aliento poético con tanto dicho ya y con tanto por decir todavía. En Principio de gravedad, sorprende en primer lugar la buena edición de Balduque. Sorprende a continuación la palabra de lujo de Alberto Chessa, como siempre muy perspicaz y límbico en sus apreciaciones sobre el libro. Finalmente, sorprende y atrapa en su eclipse la palabra y el mundo con que Velasco viene a confesar con nosotros, su oscura ceremonia de la redención poética. Ante nosotros se presenta este Principio de gravedad como Capítulo Primero de una serie posible, entre paréntesis Nada va a salir bien. 19 poemas. Un astronauta en el primero de ellos. Un cadáver en el último. El tono puede ser narrativo, a veces algo deshilachado, y siempre introspectivo. Es la suya una suerte de metafísica discursiva que gira en torno a las grandes inquisiciones de la soledad, la mirada crítica, devastada y el desasosiego de los vacíos cotidianos. Me gusta esa imagen poética que representa al astronauta como ángel y como poeta que se desvanece en el último peldaño de su escalada a los cielos. Es entonces un semidiós rodando en el vacío, mientras empuja, infatigable, la atracción del planeta al que sin remedio caerá: “Nada se ha conseguido sin sangre, se dijo, / y la mía es fresca y amarga./ Que se jodan todos.” El poeta puede ser ese meteorito humano que atraviesa en una exhalación, la atmósfera, ardiendo, armado de un gran angular que enfoca y desde la altura reflexiona sobre las miserias humanas y que destila lo poco que posee algún valor en la tierra: “Aún se toca Jazz en el Gueto”. Es valiosa también la colisión poética de los púlsares, capaz de devastar nuestro sistema y todos los sistemas. Por supuesto, púlsares humanos con el amor como corriente que impacta y desordena y vuelve a impactar y a deshacer. Implacable, se diría. “El secreto de la gravedad: la distancia.” Oh, colisión de soledades contemporáneas. “¿Y cuál de los dos sobreviviría?” Estirando los hilos de la gravitación, este libro permite al lector “desembocar en mis lugares exquisitos,/ donde soy psicológicamente nativo”. Quizá la primera ambición de las palabras: llegar hasta ahí. A los espacios de una especial intimidad desvelada, desentrañada, nos arrojan las largas descargas, las intensas efusiones del poema. En su estela envuelven al que escribe y al que está del otro lado de la escafandra. A través de los vidrios de la vida, el poeta -eso es seguro- estará “besando la radiografía de tu cráneo”. Oh lector. Acertados son los momentos del poema en que Vicente Velasco se entrega a los titubeos, a los agolpamientos, al delirio de la voz poética. Entonces, la corriente golpea con más fuerza y es una mirada automática, descuidada, sugestiva. Una invitación a la gravitación, a la flotación en los líquidos y los gases de este mundo y del otro. Y entonces el amor-ficción y el poema-ficción, un diálogo invencible, el del que quiere hablar y habla a pesar de todo: “No. No soy un iluminado./ Nunca me han hablado las estrellas/ cuando he mirado al cielo nocturno./ Soy yo el que habla con ellas”. Sirvan estas pocas palabras para celebrar la palabra de Vicente Velasco y, al tiempo, para celebrar a los que en ese rincón líquido del mediterráneo, con él, hacen hervir a la poesía. Los géiseres imparables que son no dejan de expulsar al mundo, a grandes alaridos calientes, su belleza y su verdad. Amenazan, un día de estos, con inundar la bahía con sus lenguas volcánicas, profundas como el mar que es todos los mares y todas las culturas. Me quedo, entre los muchos gestos inquietantes de este poemario, con esa “voz de ángel androide” que se impone en las salas de espera, con la “dimensión Proust”, con el hombre que les habla a los zapatos, con la decadencia y el insomnio, “cuando leemos las anotaciones/ a pie de página”, cuando la “noche despejada/ cerca de la costa” nos alza unos milímetros mortales sobre la zafiedad del mundo para ser algo más, para apaciguar “la sed de las dudas eternas/ y el dolor de los sueños/ que fallecen como sueños al amanecer”. Algo no fallece, sin embargo. Tiene la decadencia sus dones, sus relámpagos, su “hierba de tormenta”, sus inmortalidades. En ocasiones, su acidez y su amargura fulguran, “basura espacial” de la buena, por todas partes:
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por ANTONIO COSTA GÓMEZ Era en diciembre, de madrugada, Salzburgo estaba cubierta de nieve, y seguía nevando. Fuimos desde la estación de tren hasta el centro, cruzamos el puente y entramos en la ciudad antigua, pasamos ante la casa de Mozart, vimos las señales graciosas de los establecimientos, miramos el esplendor barroco en la penumbra, era una ciudad de barroquismo y de música, de ostentación y de ligereza, pero yo lo que quería era ver la casa de Georg Trakl, el poeta que habló del sueño y la locura, de la revelación y la aniquilación, de la metamorfosis del mal, el que lanzó un expresionismo desatado, el que soltó las imágenes en total libertad desde el fondo de sus pulsiones y creó un apocalipsis en que sus visiones se desencadenan para expresar sus angustias e inquietudes y sus esperanzas locas y sus intuiciones de pureza radical, el poeta del anochecer en que todo se revela y se transmuta, de la proximidad de la muerte que nos vuelve visionarios, como señalaba Heidegger, el que se vio siempre como un extranjero y un solitario, como el representante de una raza maldita, como el hombre de piedra que añora una paz imposible y ve cómo decae Occidente y se llena de lepra y de ratas avariciosas. Pero su casa estaba cerrada aquel día, miramos la casa en una plaza escondida, vimos su foto y adivinamos la intensidad visionaria de los cuartos donde se expandía su vida corta, seguimos dando vueltas, esperamos que abriera algún sitio donde pudiéramos desayunar, vagamos por las plazas principales y por las fuentes despampanantes y desmelenadas, miramos todos los palacios adornados como un decorado teatral, Salzburgo era el desenfreno del teatro, era el frenesí de aquel obispo que follaba sin parar con su novia y le hizo treinta hijos y llenó la ciudad de resplandores, entramos en la catedral grandiosa y escuchamos la Misa Brevis de Mozart y me reconcilié con Mozart, miramos el castillo en lo alto, subimos por una calle llena de faroles y bodegas hasta casi la entrada del castillo, caminamos bajo la nieve hasta el monasterio de donde salió la novicia de Sonrisas y lágrimas, entramos en el cementerio de San Pedro que Trakl cita en uno de sus poemas («Cruzaba al anochecer el cementerio otoñal de San Pedro, / un delicado cadáver yacía sereno en la oscuridad de la cámara»), ese cementerio es el esplendor teatral de los cementerios, es el expresionismo de la muerte y de la visión, pero yo lo que quería era ver a Georg Trakl de alguna forma. Recordaba un poema de Trakl sobre los jardines del palacio de Mirabell en que hablaba de hombres silenciosos que entran con cautela al anochecer, de los antepasados de mármol que miran a los intrusos, de un forastero que llega, de una criada que apaga una lámpara, del oído que recoge sonatas nocturnas, no cabía duda, Salzburgo era la ciudad de la música, del sueño y la locura de Trakl, del descontrol visionario de los sentimientos, la música es la locura por excelencia y el expresionismo, como ya quería Schopenhauer, nos dirigimos otra vez hacia la estación para ver los jardines de Mirabell, al entrar vimos la estatua del alquimista Paracelso, nos asomamos a terrazas con balaustradas espléndidas, vimos las extensiones de jardines con el castillo y la ciudad vieja a lo lejos, paseamos entre los pasillos y las fuentes, vimos las estatuas contorsionadas y expresivas, en realidad el barroco es un adelanto del expresionismo, pero yo lo que quería era recordar a Georg Trakl, y entonces en el gran muro vimos el poema de Trakl grabado, estaba en alemán y no entendía nada, pero me apasioné y recordé los versos: «hojas rojizas se desprenden del árbol añoso / y entran girando por la ventana al anochecer», recordé cómo la locura expresiva del otoño moribundo y el anochecer entran en las salas trastornadas, me quedé un rato mirando el nombre apasionante de Trakl que destacaba en la pared e imaginaba los caballos entrar en los salones y los espectros bailando en las fiestas de otro tiempo. Fuimos a un hotel de dueños japoneses, pero salimos de nuevo por la ciudad, aunque seguía nevando, yo recordaba a Thomas Bernhard insultando despiadadamente a Salzburgo y llamándole de todo con rabia, pero amándola de una forma pervertida, no podía evitar que se le escapase que era la ciudad más bella del mundo, y recordé que también era la ciudad donde Stefan Zweig vivió durante unos cuantos años y resistió con su defensa de la cultura y de la pasión frente a los nazis, decidimos subir a la antigua casa de Zweig en el monte al lado del Monasterio de los Capuchinos, y no habíamos dormido aquella noche en el tren, teníamos un estado visionario y expresionista, nuestro cuerpo estaba resistiendo con sus resortes más radicales para ver profundamente las cosas, subimos y vimos la casa de Zweig que ahora era de alguien y este alguien insistía machaconamente en que era propiedad privada y que nadie se acercara, tal vez el dueño era un nazi que no quería saber nada de Zweig ni de sus seguidores, pero yo lo que quería era seguir a Georg Trakl, y entonces casualmente al bajar por la calle Linz vemos en la pared otro poema de él, como no sé alemán me quedé pasmado mirando (era el poema ‘En la oscuridad’: «Bajo el húmedo ramaje del anochecer / se sumió en escalofríos la frente de los amantes»), pero me encantaba la magia de su nombre mirado sin dormir en los muros de Salzburgo, y me acordé de cómo en un mundo apocalíptico y decadente todo se desata, él nombra una paz imposible, el encuentro con la hermana, el extrañamiento y la culpa, el recibir a los extranjeros al anochecer, el alejamiento de los gitanos y las prostitutas, la pesadumbre terrible y los salvadores míticos (Elis, Helian, Sebastián) que levantan su pasión y su martirio, Orfeo evocando sombríos amores de estirpes salvajes, o Helian, que tiene el oro de las estrellas, o la piedra que significa el silencio y todo lo inconmovible, los nietos solitarios acompañados por los muertos. Nos metimos en la filmoteca, vagamos por callejones góticos y tabernas en la proximidad del río, volvimos a la parte antigua, pasamos por el arco del ayuntamiento y seguimos por la calle Getreide, llegamos a la iglesia gótica de San Blas y entramos en su mundo de velas y recuerdos, fuimos por la calle Hofstall, que bordea el acantilado de la montaña, y mirábamos fuentes y restaurantes teatrales y el edificio de los festivales de música, y nos acercamos al pabellón de Anselm Kiefer en el que se ven bloques con matorrales a través de una ventana, como muchas otras obras locas de arte moderno por la ciudad, y atravesamos el patio de la universidad, y seguía nevando, y entramos otra vez en el cementerio de San Pedro al anochecer, y las tumbas parecían pequeños templos o salas de teatro, y había iluminaciones misteriosas acompañándolos, y mi mujer, Consuelo, tenía miedo y no quería atravesarlo, y pensamos en esos muertos videntes que atraviesan los poemas de Trakl, todo lo latente y escondido y atravesado detrás de la realidad que en Salzburgo parece estallar con locura, en Salzburgo es como si los vivos y los muertos participasen en la misma pasión y la misma fiesta, porque no sabemos lo que somos sino al borde de la aniquilación y de la noche, es lo que veía Heidegger, sólo en el mito y la visión podemos conocer la existencia, la inquietud radical de la vida, el aliento de los muertos y su inquietud. Y rodeamos otra vez la catedral y las grandes construcciones de los príncipes obispos, Salzburgo era la ciudad de los religiosos desatados y de los aristócratas delirantes y de la música desenfrenada, y paseamos sin fin debajo de la nieve, y nos quedamos ante la fuente prodigiosa de Neptuno, y admiramos al hombre solitario encima de un globo dorado, y en una puerta de la catedral vimos la Pietá de Anna Chromi, ese manto vacío que expresa la sombra y la ansiedad, el puro espectro y la visión como en los poemas de Trakl, y entramos en el café Tomaselli, el más antiguo de Salzburgo, y tomamos con toda la calma del mundo atravesando las épocas el aura de la ciudad, evocando poemas y culturas, entreviendo teatros y pasiones, pero yo lo que quería era sentir a Georg Trakl, y volvimos a pasar por su casa en la noche, y nos asomamos a las ventanas vacías, y miramos el nombre de las actividades que organizaban, y yo pensaba en Trakl paseando por Viena con un Rilke lleno de admiración, en que conmovía a Witgenstein hasta tal punto de ofrecerle una parte de una herencia que había recibido, en que nos trastornaba a todos con sus visiones incontrolables de inquietud y de paz imposible, de lepra y de vitalidad, de locura y de infancia, con el hombre de regreso esperando mudo en las puertas de la mansión familiar, como el hijo pródigo que ha visto el mundo y no se reconoce en ninguna parte, como el extraño que mira la transformación del mal y vive todas las pesadillas, pero todavía quiere como Kaspar Hauser convertirse en jinete, cabalgar libremente y soltar sus sueños, cantar rondeles sobre su hermosa ciudad a la que amó oscuramente, antes de someterse a la noche, antes de presenciar la revelación y la caída definitiva, para mí él estaba lleno de la vitalidad más oscura, de la resistencia invencible de todas las imágenes desatadas, y podría estar con él en una taberna en la noche.
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