por ANTONIO COSTA GÓMEZ Estoy de paso en el aeropuerto de Munich, vengo de la isla de Creta, tengo un catarro infinito, todos los diablos del infierno se han confabulado contra mí, me atacan sin parar, no puedo respirar, no puedo ni abrir los ojos, jadeo continuamente, el infierno entero me ataca por todas partes, pero ahora no hablo del infierno como libertad contra el cielo opresor, no hablo de los diablos como liberadores contra el bien oficial aplastante, ahora hablo de los diablos como cabrones que quieren hacerme daño, que no me dejan ni un respiro, ahora hablo de diablos hijos de puta que no me dejan vivir, igual que los diablos campesinos fanáticos de Zorba el griego no dejaron vivir a la viuda porque se acostó con el narrador, igual que los diablos metidos en la iglesia ortodoxa más reseca excomulgaron a Kazanzakis y no quisieron enterrarlo en lo que ellos consideran tierra sagrada (porque toda es sagrada) y por eso está enterrado en un lugar solitario en lo alto de la muralla de Heraklion, los diablos me acosan sin piedad, pido una mínima tregua pero no me la conceden, tengo una congestión de nariz de todos los demonios, siento incitaciones explosivas a estornudar por todos los rincones de la nariz, cierro los ojos e intento olvidarme de todo con el pañuelo en la mano, abro los ojos y me asusta la nariz, me parece un extraño muro que sale de mí, y todos los pasajeros son sombras fugaces, creo que en este estado es interesante pensar en Creta y en Kazanzakis, en esos estados paradójicamente uno tiene más lucidez y capacidad de visión, la capacidad de ver se saca inopinadamente de las esquinas de la conciencia, funciona mejor que cuando uno está tranquilo y pretende comprenderlo todo encerrándolo en conceptos, no, de este modo, las cosas saltan delante de mí, tal vez tengan razón los gnósticos, este mundo está en poder de un dios malo, de un demiurgo que parodia mal los verdaderos arquetipos que tiene otro dios que está fuera, tal vez haya que liberarse de este mundo, de los poderes aplastantes de este mundo, y a veces por rendijas vemos la plenitud fuera de este simulacro platónico mal hecho. A través del azufre de este infierno leo la novela Zorba el griego y todo lo que me ha dado y sugerido, cuando la leí hace tiempo y cuando la leí ahora de nuevo antes de ir a Creta, mucho más ahora sin duda. Pienso en esa especie de profeta sin quererlo y a su pesar que es Zorba, lleno de contradicciones y de sorpresas, que comprende lo incomprensible que es la vida, que la defiende contra los prejuicios y las simplificaciones conceptuales, le reclama al patrón narrador que se deje de búsquedas abstractas y mire la vida con todo el ser, no solo con su cabeza hipertrofiada. El narrador busca en el budismo, en ideologías, Zorba le dice que viva y sienta la vida, algunos ven Zorba el griego de Cacoyanis, con la gran interpretación de Anthony Quinn, con la música inolvidable de Teodorakis, y no está mal, pero en esa película no están todas las reflexiones desconcertantes de Zorba, todo lo que dice en los momentos más impensados, cuando recuerda su vida, todo lo que hizo, todo lo que sintió, sus estupores, su sentimiento trágico, sus preguntas apasionadas sin respuestas, se pierde el sentido trágico de Zorba, su romanticismo de tragedia griega, se pierde cómo está conectado con la diosa de las serpientes de Creta, esa diosa representa la conexión con la tierra pero también toda estilización apasionada, todo el aligeramiento de los pesos, todo el dinamismo con la falda de volantes, toda la sinceridad y libertad con los pechos al aire, y así es Zorba también, alguien menudo con las entrañas al aire, parece un bravucón a veces pero tiene una sensibilidad exquisita otras veces, por ejemplo en el trato con la madame francesa que se considera a sí misma una vieja gloria, él tiene también mucho de teatral pero con la capacidad vitalista y reveladora del teatro; cuando no sabe cómo expresar algo se pone a bailar, porque en la vida no todo cabe en el lenguaje a no ser que el lenguaje se vuelva loco, a no ser que el lenguaje baile también, y si uno se limita a la película pierde la melancolía desgarradora del libro en algunos momentos, ese rendirse con estupor para levantarse más tarde con nuevas fuerzas, con nuevas ínfulas de la diosa de las serpientes. Kazanzakis se vio deslumbrado por este personaje real de Macedonia, pero en el fondo Zorba es él mismo, en él puso todas sus intuiciones vitalistas, la secreta estilización apasionada de la cultura minoica y de El Greco. En el aeropuerto de Munich, en mitad del azufre, pienso en Cartas al Greco. En esa obra el cretense Kazanzakis le cuenta su vida al cretense prodigioso y visionario Domenico Theotocopuli, el pintor en cuyas pinturas vibran después de miles de años las estilizaciones y libertades minoicas de los frescos de Cnossos. Después afinó su mirada en Venecia, y luego vino a Toledo a asombrar a los españoles con su visión del cielo y de la tierra y a asombrar a Rilke. Kazanzakis le cuenta su vida profunda, no se centra en hechos y fechas, le habla de sus búsquedas espirituales. Siempre pretendió la gran paradoja, pretendió espiritualizar el mundo al máximo sin que dejara de ser carne y sangre, sin que dejara de palparse y vivirse. Kazanzakis quiso, como el Greco, que todo fuera estilizado y apasionado, buscó por todas partes, en Oriente y Occidente, en el cristianismo más salvaje, en el monte Athos con Angelos Sikelianos, que incluso se volvió demasiado angelical para él, en La India, en Nietzsche, en Europa, en la Creta más escondida, en el leninismo, en las corrientes que parecen más contradictorias, y todo lo vivió con pasión y con ansia, todo lo hizo suyo, en todo puso ganas de vivir y aprender de verdad y no hacer diletantismo o erudición. Le cuenta sus desgarramientos al Greco, a veces le parece que en la Grecia clásica de la razón y la mesura hay un remedio contra lo bárbaro salvaje, los lapitas serán mejores que los centauros; otras veces encuentra en lo bárbaro algún ingrediente esencial que no se puede eliminar de la vida; siempre late en él esa filiación con la Diosa de las Serpientes que representó el refinamiento más exquisito de la cultura minoica sin dejar ese salvajismo del contacto apasionado con la naturaleza. Kazanzakis también vivió las epifanías de las mujeres de los grabados cretenses que abrazaban a los árboles porque en ellos estaban los dioses. Pido una copa de vino blanco, me parece bellísimo y delicioso, lo miro alucinado, le digo a Consuelo que el vino de Baviera es exquisito, ella me señala que es Pinot Grigio de Venecia, y yo estoy encantado de beber vino de Venecia, bebo Venecia embotellada a pequeños sorbos para que me dure infinitamente, y pienso en La última tentación de Cristo, en esa novela Jesús quiere ser un hombre, tiene miedo de Dios y la religión, le parece que esa trascendencia abstracta lo destruye todo, quiere ser un hombre concreto de carne y hueso, como decía Unamuno, quiere ese estar aquí de los cuerpos, «este deseo, este amor, esta espera de la muerte», como decía Sábato. Su madre también quiere apartarlo de esa trascendencia furiosa, según ella, que aniquila a su hijo, luego se ve involucrado en la salvación, en sentirse un Mesías, en que lo sigan todos esperanzados, pero siempre está lleno de dudas y angustias, de contradicciones, expresa un cristianismo agónico de lucha interior como Unamuno. Judas, el dirigente político contra los romanos, lo vigila estrechamente. A menudo desea renunciar, finalmente se plantea una vida de hombre y de amor humano con María Magdalena. Lejos del maximalismo religioso, quiere sentirse de carne y amar a la Magdalena de carne a la que quiso desde niño. Toda la novela es una lucha entre la carne animada y la trascendencia, es un conflicto interior sin fin, es intensamente la agonía de Unamuno, por eso Kazanzakis buscó un día a Unamuno en Salamanca, poco antes de que éste por criticar a Franco se viera apartado de todo y encerrado en su casa, como un solitario grandioso igual que Kazanzakis, La última tentación de Cristo abruma e inquieta con todas sus contradicciones y paradojas, por esa lucha siempre zakisiana (permítanme esa palabra) para espiritualizar la vida sin quitarle la carne, ese deseo tal vez imposible, esa pasión tan profunda por unir lo que parece contrario, o por escarbar en la carne con hondura, como hizo Rilke. Mientras me acabo mi copa de vino de Venecia, pienso en la rebeldía continua de Kazanzakis, es normal que la jerarquía ortodoxa más cerril lo excomulgara y no quisiera enterrar sus restos. Recuerdo cómo lo fui a visitar en lo alto del bastión Martinengo en Heraklion, vi su tumba sencillísima en mitad de la hierba, simplemente una lápida de piedra muy alargada y su nombre. En la piedra está la reciedumbre de su personalidad, en el alargamiento está su deseo de estilización de toda la vida. No sé, quizá son chorradas mías, pero me gustó verlo allí solitario, un tipo apartado y escondido que, sin embargo, puso en el mapa del mundo para mucha gente a Creta con su Zorba, transmitió a millones de personas la «santa locura de los modernos griegos» (como dice en un libro Theodoro Pagiavlas, con el que brindábamos en Chania). Pienso en Kazanzakis como un rebelde cálido y hondo, un rebelde parecido al que aparece en El lobo estepario de Hermann Hesse, un solitario genial y apasionado que no se deja clasificar ni encerrar por nadie, que rompe las perspectivas de todos los que lo abordan. Pienso en él como una variante del Rebelde de Albert Camus, alguien que prefiere la calidez de cada hombre antes que las abstracciones ideológicas revolucionarias o de cualquier tipo, alguien con un lirismo rebelde y próximo, que defiende cada hora de cada persona, cada crepúsculo «en el que el corazón se dilata» (El mito de Sísifo) antes que las trascendencias aniquiladoras de las ideologías y los sistemas, que se enfrentará a todos los sistemas para defender la dignidad de cada ser humano, para defender el presente antes que los futuros mentales, y también encuentro un parecido grande entre Kazanzakis y Rilke, que fue un rebelde contra la trivialidad contemporánea, este superficializar la vida en aras de la técnica y la mecanización de todo, la esquematización de la experiencia y el empobrecimiento. Rilke, como Kazanzakis, quería sentir tan intensamente la tierra que se volviera invisible como la música de Orfeo o los ángeles de las Elegías. Con mi copa de vino de Venecia que parece una epifanía recuerdo que he pasado unos días en Creta, que he encontrado el espíritu de Kazanzakis en toda la isla en cada momento. Lo encontré en el museo arqueológico de Heraklion al ver la Diosa de las Serpientes con su falda de volantes y las tetas al aire. En esa diosa estaba ya hace miles de años la pasión de Kazanzakis por sentir la tierra de las serpientes, hablar con el pecho descubierto, echarse a volar libremente, encontré a Kazanzakis en las ruinas de Cnosos y me alegré mucho, porque las personas repiten como loros los mismos tópicos. Dicen que Cnosos está muy restaurado y repintado por Arthur Evans, pero yo encontré unas ruinas potentes y salvajes y reveladoras, restauradas en algunos trozos, igual que están restauradas muchas ruinas del mundo. Él acabó algunos frescos, él pintó algunas columnas, remató algunas escaleras, pero lo original sigue bien visible y muestra aquella civilización refinada y llena de pasión que, en lugar de aplastar a otras culturas con ejércitos, buscaba la calidad de vida apasionadamente hasta los límites, con sus alcantarillados, su agua caliente, sus teatros, todas sus exquisiteces, y en las ruinas se ve el trazado lleno de dinamismo, de movimiento, de sorpresa, de creatividad constante, de intimismo, de misterio que desafía los esquematismos, nada que se parezca a dioses que van a comerte con sus grandes dentaduras, a tumbas geométricas y gigantescas, no, allí es la exquisitez, la libertad, la imaginación, la naturaleza, las mujeres que abrazan a los árboles porque en ellos se manifiesta lo divino, y vi a Kazanzakis en la coquetería apasionada de la ciudad de Rétino, lo vi en las callejuelas íntimas e intensas de Chania, lo vi en los manantiales surgiendo desbordados por todas partes en el pueblo de montaña de Argiropoulis, lo vi en la fuente veneciana de Spili con sus 25 leones echando agua, en el monasterio de Preveli. En el acantilado estaban los dos únicos monjes con la sequedad oficial vigilando a mi mujer, Consuelo, pero allí mismo el río entre palmas que desemboca abismal en la playa al pie del acantilado tenía la fuerza telúrica de Kazanzakis, Kazanzakis estaba en la mirada melancólica e inasible de la Monna Lisa de Bizancio en Meronas, estaba en la bohemia de Mátala donde los hippies olvidaron Katmandú y donde la María Nube de Odysséas Elýtis invitaba a la libertad del alma palpitante.
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por DAVID GUIJOSA AEBERHARD Puede que sea ya tarde y el sol esté comenzando a caer tras un horizonte aserrado donde se recorta la silueta de las montañas, es posible que el terreno sea árido o que sea una selva frondosa con hojas de palmeras balanceándose lentas. Quizá no, quizá sea de noche y llueva sin cesar mientras el nivel del barro sube por encima de las rodillas o esta vez sí que es el viento, el viento y la arena que queman los ojos al mediodía, en el desierto. Y entre tanto, más allá de los escenarios, se abre paso la guerra. La guerra donde se materializan los cuerpos falibles y no basta el lenguaje. Pero donde al otro lado de las balas aún hay voces que se empeñan en construir un poema. Durante la historia se ha escrito sobre batallas, sobre guerras y sus protagonistas, a través de la poesía épica o los cantares de gesta, entre otros géneros, intentando retratar con palabras los sucesos bélicos y sus escenarios y personajes, reales o legendarios, presentando hechos o invenciones sazonadas de mitología, resultando casi siempre en un ensalzamiento de guerreros y conquistas, a veces en un amargo lamento; de entre las muchas obras que ilustran la temática podríamos mencionar dos, La Ilíada de Homero, como clásico imperecedero, o El cantar de Mío Cid en la tradición de la literatura escrita en español. Sin embargo, en la historia reciente de este siglo y en el anterior, se introduce un nuevo paradigma a la hora de escribir sobre la guerra, al menos en la poesía. A principios del siglo XX, durante la Primera Guerra Mundial, en la lucha que se desata entre los grandes imperios colonialistas de la época, se envían al frente cientos de miles de personas que por primera vez experimentarán un nuevo tipo de guerra a escala mundial, que de la mano de la industrialización será capaz de masacrar de una forma nunca antes vista. Y es en ese momento en el que surge el fenómeno de los poetas de guerra, war poets. Aunque se acuña este término inicialmente en el ámbito de la literatura anglosajona, veremos cómo la figura del poeta soldado o de guerra no solo se circunscribe a las letras escritas en inglés. La necesidad de abarcar con palabras los terribles escenarios de la Primera Guerra Mundial, nunca antes vistos, y sus consecuencias, iniciará un florecimiento de poetas británicos (los más conocidos, aunque, por supuesto, no los únicos), entre los que hoy destacan nombres como Wilfred Owen, Siegfried Sassoon o Robert Graves, que buscarán una forma directa y sin adornos que haga llegar su mensaje antibélico, sus reflexiones sobre el precio de la vida y la muerte o el destino o sus anhelos amorosos, como se puede leer en el sencillo poema de amor de Mary Borden escrito para su amante en un hospital de campaña durante la batalla de Somme. En esa lucha por encontrar un código que refleje sus experiencias sin grandes filtros estéticos, los soldados poetas trabajarán exhaustivamente para lograr que el lenguaje pueda nombrar lo inenarrable para, a la vez, mostrar la humanidad que habita incluso en medio de la muerte y la destrucción. Esta forma de escribir sobre la guerra seguirá en la Segunda Guerra Mundial con poetas soldados que pertenecen en ese momento a un mapa del mundo más fragmentado, ya no pertenecientes a imperios, sino a distintas naciones, y que plasmarán su voz en lucha con un lenguaje con el que, junto con el tiempo que les toca vivir, también estarán en conflicto, buscando expresar esta nueva realidad de la guerra para la que necesitan nuevas palabras. Además en la Segunda Guerra Mundial se suma la literatura escrita por soldados rusos o franceses, entre otros, que se añade a la de los poetas anglosajones, creando un mosaico de voces impactante. Como ejemplo de esta lucha con el idioma y la realidad de una nueva guerra mundial, sobresale la figura de Guillaume Apollinaire, que, como poeta y soldado francés de ascendencia polaca, es central para situar hasta qué punto el lenguaje necesita reensamblarse para poder expresar lo que nunca antes se había adentrado en las palabras. En su libro Caligramas, que recoge poemas sobre la guerra a la vez que es un testimonio de la vanguardia que está transformando en ese momento el arte europeo, Apollinaire declara en su poema ‘Victoria’, que en los viejos lenguajes solo se usan cobardía o hábito, dejando claro que es necesario un nuevo lenguaje para representar esta nueva era. Caligramas es, por tanto, un libro que se adentra en esa búsqueda a la vez que lanza una propuesta poderosa para forzar los límites de la lengua, sobre todo en lo que atañe al aspecto formal y visual, y estableciéndose casi como uno más de los precursores de la poesía del lenguaje o el concretismo. Más adelante, ya en el siglo en el que nos encontramos actualmente y al final del siglo pasado, después de las guerras mundiales, aún seguirán apareciendo nuevos conflictos de los que nos llegarán noticias a través de poemas escritos por soldados que presenciarán guerras, declaradas o no declaradas, como la guerra de Vietnam. Allí, después de todos los avisos, todas las advertencias escritas en los poemas, como dejó dicho Wilfred Owen, seguirán habiendo hombres y mujeres que tendrán que volver a escribir que la sangre se derrama, que no terminan las atrocidades, como lo atestiguan, entre otros, los poetas americanos John Balaban o W. D. Ehrhart, que entraron en Vietnam como soldados, o en el caso de Balaban como voluntario para trabajar como profesor primero y luego con niños heridos de guerra, dejando ambos un recuento amargo, crítico pero también tierno y lleno de humanidad de un escenario catastrófico. Es de esa manera en la que la obra de Guillermo de Jorge se enlaza con la tradición anterior de los poetas soldados del siglo pasado, y se hace imperiosamente actual y necesaria. Su poesía llega también para avisarnos y desnudar al ser humano que hay al otro lado de las trincheras, y así es como nos escribe desde el campo de batalla de una guerra no declarada y aún en marcha, haciéndonos llegar el eco de una realidad abrumadora. La que lleva al soldado hasta una geografía desconocida y lo que traerá de vuelta si esquiva la muerte. En Afganistán: Diario de un soldado (Playa de Ákaba, 2016) recibimos la historia que nos cuenta otro soldado poeta más, alojado en la periferia de lo que significa escribir sobre la guerra desde España, aunque perfectamente encajado por temas, reflexiones e intención discursiva en la tradición de los war poets británicos o el mismo Guillaume Apollinaire, aunque sobre todo muy cercano a los poetas veteranos de la guerra de Vietnam. Con ellos y su tradición comparte el tono antitriunfalista en el retrato de la vida como soldado en guerra, la descarnada inmediatez de sus versos: «aquí la vida // vale menos / que la arena». También las contradicciones derivadas de una situación de violencia diaria en la que conviven el hecho de que la guerra es a la vez destrucción pero también la fuente de valor personal y político para el individuo, como apunta Mark Rawlinson en su conferencia sobre la poesía de guerra de la Primer Guerra Mundial. En un episodio en el que se relata la muerte de tres insurgentes se dejan ver esos sentimientos contrapuestos, esa contradicción, desde la que se eleva una reflexión ofrecida al lector para que este la termine. «Algunos, en algún lugar de este mundo, se felicitan por la muerte / de tres hombres; [...] // yo / sólo / pienso en qué culpa tendrán sus hijos [...] // reconozco que, por esta vez, no tengo que lamentar la muerte de un/ soldado». En este sentido Afganistán: Diario de un soldado no es un recuento histórico. Aunque es el testigo de la historia, es, como otros libros de poetas que vivieron la guerra, una incursión en esa realidad para que el lector la reciba y la haga suya como pueda sin ahorrar ninguna arista, sin ofrecer comodidades. Así se construye en el libro una crítica a la sociedad, la nuestra, la global, y al individuo, a nosotros y al mismo hombre que escribe los versos. Aunque no es un trabajo de expiación, el diario-poema es una obra que se cuestiona y cuestiona a la vez a la sociedad que ha decidido la guerra y a sus representantes en esa guerra. Personas que, en palabras de de Jorge, pagan a otras para no enfrentarse a su propio dilema, el dilema que implica imponer la muerte a otro ser humano. Porque el poeta que hay detrás de estos versos no solo batalla físicamente sino que lo hace también emocionalmente, así lo atestiguan los poemas dedicados a su esposa o a su familia. Todo esto para completar un mapa de significado que se extiende sobre la situación de un soldado que debe adaptarse como ser racional y emocional al presente desquiciado de la guerra/no guerra de Afganistán, de la que de alguna manera todos somos partícipes. Pero, como decía al principio, cuando ponía en contexto la obra de Guillermo de Jorge con respecto a los poetas que escribieron sobre las distintas guerras mundiales o la guerra de Vietnam, ésta no es solo una obra que pretende informar o desafiar, es también literatura como artefacto en el que cada página muestra el trabajo de un autor que ha diseñado los espacios para que se encuentren con el lector de una manera determinada. Es evidente que el aspecto formal cuidado al milímetro y que rompe con las estructuras ordinarias de un libro de poesía, con su amalgama de géneros que van desde el diario y la prosa poética hasta el poema de verso libre o lo aforístico, y el trabajo del aspecto visual para empujar el lenguaje un poco más allá, son la voluntad de un autor con una idea clara, que trabaja el contenido y la dimensión estética para añadir capas de significado. Quizá, un poema que puede representar bien a Afganistán: Diario de un soldado es el que aparece justo al final de este texto. El poema, en suma, recorre transversalmente lo que John Balaban describe como los temas que debería tratar toda poesía, tomándose alguna licencia, cuando cita a Dante en De Vulgari Eloquentia y que, según el poeta americano habría dicho: «Los temas apropiados para la poesía son el amor, la virtud y la guerra». Se puede discrepar o no, aunque lo cierto es que estos temas están presentes en el libro de Guillermo de Jorge y de la mano del autor se adentran en nuestro siglo para volver a redactar una advertencia, esa que deberíamos haber tomado en serio cuando los poetas de la Primera Guerra Mundial la dejaron por escrito. DÍA D + 31 DÍAS AFGANISTÁN. LUDHINA - SANG ATESH (COP Ludhina - Sang Atesh) anclado con mi cuerpo entre las grietas de una roca , avanzo con un lanzagranadas de 40 mm los últimos designios de la tarde : sobre el mismo cielo incierto que devo -ran los pájaros ; sobre el mismo cielo donde el aún no sí de tus labios cuelga sobre mi cuerpo ; sobre el mismo cielo incierto que reparte todo el dolor de los hombres sobre todos los hombres. Breve bibliografía: —‘John Balaban in conversation with Michael Silverblatt’, Readings and Conversations, 6 de noviembre de 2002. Lannan Foundation. [lannan.org/events/john-balaban-with-michael-silverblatt]. —‘War Poetry’, British World War One Poetry: An Introduction. Mark Rawlinson. Conferencia, Facultad de Lengua y Literatura, Universidad de Oxford. 14 de septiembre de 2014. [podcasts.ox.ac.uk/war-poetry]. —‘Guillaume Apollinaire to Sarojini Naidu: the war poets you don’t study at school’. New Statesman. Owen Clayton. 3 de julio 2014. [www.newstatesman.com/politics/2014/07/guillaume-apollinaire-sarojini-naidu-war-poets-you-don-t-study-school]. david guijosa. Ha publicado, entre otros, los libros Planeta Turista. Poesía reunida (Amargord, 2014), volvemos en breve (Playa de Ákaba, 2017) y tiempo sin detener (Trea, 2018). Ha traducido del sueco la poesía de Anne-Marie Berglund, Tomas Tranströmer y Lasse Söderberg.
por MARTA LEDRI Si me quedo a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria, pero mi gloria será inmortal; si regreso, perderé la ínclita fama, pero mi vida será larga, pues la muerte no me sorprenderá tan pronto. Homero, La Ilíada, C. IX
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