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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. JUAN RULFO Blanco y negro es el color de fotografías antiguas y los programas viejos de televisión; es el color de los fantasmas, la nostalgia, la memoria y la locura. El blanco y negro duele. LAURIE LIPTON 1 Se acercan estas fechas y pienso en la muerte. O, más bien, en los muertos, esas personas que andaban por aquí y que un día dejaron de estar. Tal vez por esa operación inconsciente que tiene lugar en nuestras cabezas (debido a la educación, la familia o la tele que obvian algo tan fundamental como la desaparición o el fin), la muerte no aparece en primer plano dentro de mis pensamientos (al menos no de forma cotidiana o durante estos días, al menos no de un modo evidente). Es por eso, tal vez, que me resulte más normal pensar en los muertos que en la muerte: recordar a mi padre, mi abuelo y abuela, los tíos y tías que ya no están, la hermana de algún amigo, amigos que pasaron al otro lado o el reciente fallecimiento de mi tío Ignacio. La muerte, entonces, se concreta en rostros. Hacer desaparecer el rostro equivale a hacer desaparecer el nombre, sepultarte. El rostro, como bien ha escrito recientemente Heriberto Yépez después de la muerte de 42 estudiantes en México, es sinónimo de identidad: El viento dice que es justo el momento de perder la cara, perder el nombre. La muerte deja su impronta según pasan los años. Tal vez cambia hacia una idea que poco tiene que ver con la desaparición y mucho más con la transformación. Va sustituyendo también a los rostros (esos muertos que permanecen en los álbumes de fotos o en la memoria) y adquiere connotaciones de lugar o espacio desde el que, quizás, también fluye la vida para dejar de ser (la muerte) un proceso en el que solamente se inhiben los procesos bioquímicos vitales. 2 Según algunas tradiciones, durante estos días nos encontramos más cerca de contactar con los que se han ido. Como si las almas de los muertos flotaran en el ambiente y se colaran sigilosamente en nuestras casas, en los pensamientos que se van construyendo sin apenas darnos cuenta en nuestro interior. Desde mi punto de vista, estas creencias ancestrales que nos hablan del contacto con los que se fueron no tienen por qué ser despreciadas en el mundo racional y científico que nos ha tocado vivir. Quizás un componente sagrado o místico que invadiera nuestra concepción de la existencia sería oportuno en una realidad banal (la que vivimos) que va configurando una existencia deshumanizada, falta de trascendencia. Si pensamos en la celebración religiosa (o pagana si así se quiere) que se acerca y tiene lugar este fin de semana (primero de noviembre), no está de más que tengamos en cuenta que el Día de los Difuntos hunde sus raíces en la cultura celta. Dentro de la mitología druídica, su espiritualidad se caracterizaba por el culto a dos dioses: uno solar y otro relacionado con los muertos. La celebración de este último coincidía con el 1 de noviembre, fecha para el inicio del año celta. Como sucede con otras celebraciones y fiestas de carácter religioso, el ritual cristiano incorporó esta festividad dentro de su calendario, en esa estrategia tan sabia por parte de la Iglesia de camuflar tradiciones previas que, gracias a la propaganda eclesiástica, fueron clasificadas como paganas y asimiladas dentro de su calendario bajo un manto de maquillaje y camuflaje. Este tipo de sincretismo ha sido habitual a lo largo de la historia y en él tienen cabida las analogías entre Osiris y Cristo (en su Resurrección) o la presencia en la tradición popular alemana del Conejo como animal referente dentro de las celebraciones de la Pascua. En ambos casos, lo que se traslada al cristianismo son conceptos propios de los rituales de fertilidad y regeneración tan habituales en el cambio estacional que va del invierno a la primavera. Pero aquí, hoy, no hablamos de fertilidad, sino de la muerte (y los muertos). En los años cuarenta del siglo pasado Ernst Jünger escribía en su Diario de guerra y de ocupación (1939-1948) que los muertos no mueren en verdad puesto que nosotros (los que estamos aquí) seguimos recordándolos. Solamente cuando somos nosotros los que dejamos de estar, ellos también lo hacen. Es entonces el momento en que desaparecen finalmente: Cuando nosotros dejamos de existir. Cuando arden los álbumes de fotos. Cuando la memoria se deshace en un último aliento. Con el paso de los siglos o con la sucesión de diferentes civilizaciones y culturas, sigue germinando en nuestra conciencia la evocación de los muertos. En ese sentido (y saliéndome un poco de aquello a lo que estoy habituado en estas fechas) puedo decir que, durante el mes de octubre, desde hace unos días, lo que me viene a la mente son imágenes de la obra de Laurie Lipton (No pienso en los muertos, no, a la cabeza me vienen sus dibujos a lápiz, en blanco y negro, el color de los fantasmas, la nostalgia, la memoria y la locura). Y no es casual que eso suceda, ni se aleja de lo que tenemos entre manos desde el principio de este texto puesto que en la obra de esta ilustradora norteamericana, nacida en Nueva York en 1960, la muerte es un elemento dominante. Como ya se ha señalado antes, dentro del proceso de banalización que nuestra existencia tiene en Occidente, la muerte es una figura que apenas se trata, al contrario de lo que sucede en la obra de Lipton. Si bien las imágenes relacionadas con la muerte aparecen de diferentes maneras en nuestra sociedad, podríamos asegurar que tales representaciones están impregnadas, en muchos casos, de un carácter frívolo y trivial. Es lo que sucede, por ejemplo, con la calavera de platino con incrustaciones de diamantes producida por Damian Hirst en 2007 (For The Love of God es el nombre que recibe esta escultura valorada en setenta y cuatro millones de euros) o lo que también ocurre con la profusión de ropa interior que cuenta con calaveras en las colecciones de H&M (mucho más baratas estas prendas que la pieza de Hirst ya que se confeccionan en países del Tercer Mundo como Bangla Desh, claro). Igual sucede con los complementos (bolsos, anillos o colgantes) que se comercializan con imágenes semejantes o, sencillamente, los tatuajes de calaveras que se vuelven tendencia en la actualidad en una suerte de adulteración de todo aquello que la muerte representa. No se puede decir, por tanto, que tales manifestaciones vayan más allá de lo meramente superficial. De hecho la presencia masiva de estas imágenes opera, de forma inconsciente, un desinflado semántico del concepto de muerte en la conciencia colectiva. Tales imágenes nos dicen: La muerte no existe, siga jugando. 3 Afincada en Londres desde 1986, las imágenes de Lipton (que tienen en la recámara la influencia de Goya, como bien ha confesado la artista en alguna entrevista) nos permiten presenciar estrechas relaciones entre la vida y la muerte, entre los vivos y los muertos, deshaciendo los límites entre unos y otros. Siguiendo la estela de pintores como Durero o Van Eyck (y aprendiendo de ellos a través de la copia de sus obras como estrategia de aprendizaje), Laurie Lipton ha sabido captar y crear, según sus propias palabras, algo que nadie había visto antes. Su devoción por el dibujo en blanco y negro tiene mucha influencia del trabajo de Diane Arbus y las composiciones de esta fotógrafa norteamericana han sido inspiración e influencia en el trabajo de Lipton, un trabajo en el que la muerte se configura en sus ilustraciones a través de encuentros amorosos entre cadáveres o mediante fotografías de familias de muertos que posan para una cámara imaginaria. Presenciamos reuniones de té entre mujeres que se ubican en escenarios de época que nos retrotraen al XIX. Son señoras que no están vivas sino que son puro esqueleto, dibujadas en blanco y negro, enfatizando los claroscuros que una idea como la de la muerte contiene. En Lipton también hay esqueletos que velan cadáveres en una suerte de actualización de las clásicas fotografías decimonónicas en las que se solía retratar a los finados. Ésta es una suerte de exaltación continua de la muerte o, al menos, una puesta en escena de ella como protagonista de la realidad (algo que, hoy en día, olvidamos con facilidad dentro de las nuevas mitologías que crea, por ejemplo, la publicidad). En un mundo deshumanizado por el vacío y el hedonismo, Lipton pone en primer plano estos retratos de época en clave retro donde las personas representadas no son más que esqueletos salvo alguna excepción (una vieja dama, un bebé, una niña en la cama). La muerte es un elemento constante con el que también se comercia y encontramos tenderas que venden calaveras como si se tratara de souvernis (tal vez esto tenga algo que ver con esa devoción contemporánea por serigrafiar camisetas, sudaderas, medias o calzoncillos con imágenes de calaveras...). Así, la visión de la obra de Lipton nos hace pensar en las danzas de la muerte, esos rituales de origen medieval que ponen el foco sobre la personificación alegórica de aquella y que nos avisan sobre la pérdida de los placeres terrenales, la corrupción corporal. En Lipton los vivos parecen habitar entre los muertos, algo que acerca su trabajo al Pedro Páramo de Juan Rulfo y nos hace plantearnos si esos individuos aislados que parecen vivos no están, en realidad, también muertos como el resto de individuos que configuran el conjunto (igual que sucedía con el personaje que protagoniza la obra del mexicano Rulfo). En algún momento Laurie Lipton nos introduce en una vulgar sala de estar donde la muerte posa sosteniendo en una de sus manos una máscara sonriente mientras la otra carga con una botella de alcohol que sirve para brindar, quizás, por la eternidad. Es un modo de mostrar el reverso mortal de nuestra existencia, el polvo eres y en polvo te convertirás que se decía en la iglesia, cenizas a las cenizas (Ashes to ashes tal como cantaba David Bowie en 1980). Laurie Lipton subraya a través de sus imágenes que el goce es siempre perecedero y, al igual que las danzas de la muerte, lo hace de una forma que resulta, en cierto modo, satírica y que deja clara la última verdad de nuestra existencia: la muerte está presente y nos acaricia con sus manos huesudas. GALERÍA DE IMÁGENES DE LAURIE LIPTON
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