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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por PEDRO GARCÍA CUETO Miguel Catalán fue filósofo pero fue mucho más, un hombre que nos ha dejado huella por su sabiduría, por su lucidez, parece que vuelve en sus libros porque aún queda una simiente poderosa en su mirada, su voz no ha desaparecido, se filtra en sus páginas, a las que dedicó tanto tiempo como el amanuense que va hilando las letras lentamente, para construir un edifico de palabras donde el tiempo no quede destruido por la muerte.
Nuestra común afinidad por Thomas Mann quedaba presente en las cartas que nos enviábamos, y digo cartas porque ahora se envían e-mails y también lo eran, pero eran largas y afectivas, lo que no suele ocurrir con la correspondencia electrónica en la mayoría de los casos. Fue partícipe de mis inquietudes, leyó entusiasmado mi ensayo sobre La muerte en Venecia, novela que me ha influido y que, junto con la película de Visconti, son dos pilares en mi vida. Miguel Catalán fue construyendo en la editorial Verbum un gran monumento de palabras. Me quiero centrar en el tema de la mentira porque no naufraga nunca el que nada con energía y sabe que la orilla anda lejos pero que sus fuerzas se renuevan en cada brazada. Como nadador del lenguaje, Catalán le da a la palabra su sentido más verdadero, sin renuncias, sin eufemismos. En La mentira nociva, perteneciente a “Seudología XI”, nos alumbra con ejemplos numerosos con la mentira que ha llevado a políticas a sembrar de ignominia nuestro tiempo. Como ejemplo cuando Miguel dice: En el universo concentracionario, el idiolecto oficial de los campos de concentración nacionalsocialistas no llamaba «muertos» a los judíos incinerados sino «figuras». Impresiona porque en esa ignominia se para el tiempo, nos deja una huella imborrable. También cita Miguel que llamaban al crematorio «sala de salidas». La mentira nociva, que destruye, se halla en el individuo, pesa en él. La falta de ética y el horror conviven en esas salas donde la muerte vive y se respira por doquier. Miguel Catalán, como amanuense, indaga en la mentira nociva y extrae múltiples ejemplos que se exponen en el libro. Todo queda sometido a análisis, la política, las estafas informáticas, el deporte, etc. Como un observador de fino estilete, Miguel Catalán contempla el mundo y lo analiza con detenimiento. Subyace también en La mentira benéfica, el tomo XIII y último. Quién sabe cuántos podrían haber salido de su pluma si la adversidad no le hubiera hecho frente, el deseo de ver en la mentira que no es mala, sino que es un bálsamo para curarnos, para no decirnos la verdad a la cara. Estudio esclarecedor que nos envuelve, entre todos los ejemplos, que son muchos, me detengo en un tema que me compete, el de escribir. Dice Miguel: La hermosa ilusión de la perpetuidad del autor a través de la escritura se remonta a la antigüedad, cuando Horacio escribió en referencia a sus obras: Exegi momentum aere pernennius, es decir, «He dado cima a un movimiento más perenne que el bronce». Sin duda, la obra vive y respira, pese al tiempo, como es el caso de este ingente esfuerzo de Miguel Catalán de esclarecer la verdad entre la mentira. Como en aquellas conversaciones donde La montaña mágica se nos aparecía de nuevo, Miguel permanece a través de su denodado esfuerzo por ejemplificar el mundo y sus luces y sombras a través de sus estudios. Ejemplos que el libro nos regala: el enfermo que es engañado a través de la mentira nociva, el marido que es agasajado por la mujer para que crea realmente en su varonil apariencia y para que no sucumba al peso del tiempo y a la crisis de los años. Miguel no cesa nunca, como el rayo que iluminaba a Miguel Hernández, e investiga en muchos frentes, como en La traición, volumen XII de la “Seudología”, cuando nos habla de la confianza. Me centro en ella porque es quizá el mayor de los castigos a los inocentes, a los incautos, a los que creen firmemente en el otro. Dice Miguel: La confianza viene a ser, pues, una apuesta moral, y puede significar, si erramos el cálculo, una invitación directa a la traición. Pone el ejemplo de Maquiavelo que dice a Nicómaco: «el que confía es más susceptible de ser traicionado». En un mundo cuyos espejos nos traicionan, en un universo cuyas palabras son solo un mar sin agua, la verdad que reside en estas páginas es total. Miguel Catalán fue trazando en su obra un paisaje del alma humana, con sus defectos y sus aciertos, estudiando con calma la historia para encontrar en ella lo que subyace por encima de las apariencias. Cuando leo sus libros, dialogo con él y vuelvo a sentir que aquellas cartas, no e-mails, palabra anglosajona que no me gusta, vuelve, sabiendo que la ilusión de nuestros escritos es la permanencia, pese a sabernos mortales y perecederos. Vuelve entonces La montaña mágica y aquella foto que Miguel me envió una vez porque había pasado un verano con su mujer, María, en aquel lugar inolvidable. La ficción de los libros y la realidad se encontraron y el soñador que era Miguel reaparece y se queda ya para siempre en nosotros.
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por PEDRO GARCÍA CUETO José Luis García Martín lleva muchos años en las letras, es director de la extraordinaria revista Clarín, pero también es ensayista, articulista y poeta. En todos esos espacios ha cultivado una palabra atenta que mira al tiempo, inmortal viajero. En José Luis late ese hermanamiento de culturas, ese paisaje abierto hacia otras épocas, como si la vida fuese un eterno instante en la que conviven aquellos que nos precedieron, los que vivimos ahora y los que vendrán. En Ediciones Nobel apareció hace casi dos décadas la poesía que abarcaba desde 1972 a 1998, veintiséis años de creación, como si tejiese un hilo fino de palabras, en cuyo verso fuese cincelando el tiempo que no morirá. En Lección sobre la sombra, que data de 1972, el adolescente que fue vuelve envuelto en espacios de luz y sombra: Ciudad anochecida, lluvia en mi corazón. Borrosamente recuerdas, donde soñaste ser feliz un día, viejas sombras amigas, tibios cuerpos apenas existentes cuando a oscuras dejaban en tu cuerpo semillas de desgana y melancolía. Azota el tiempo desde ese poema titulado ‘Adolescencia’, porque ya han pasado muchas derrotas y victorias en la memoria. Aún el joven es «cuerpo apenas existente», borroso por ese afán de identidad que busca el joven al amar a otro cuerpo. En Muestrario, de 1981, hace García Martín un homenaje a poetas como Pessoa, Lorca o Sandro Penna. Hay uno dedicado al gran Eugénio de Andrade que dice: «Lleno de sombra y de frescura de agua / en las lindes del bosque / apareció el muchacho». Como si el muchacho fuese la pureza, aún el poeta imagina ese amanecer en que conoció la dicha y fue feliz. El poema va pasando del amanecer al mediodía, como si el resplandor de ese cielo azul fuese cobrando nuevas pinceladas, para terminar en la noche cuando dice: «Danzan las horas solas / amo / las manos del verano / en su cintura». Música que va dejando el día como dos cuerpos cuando se aman, este poema representa ese mundo de sensualidad que vive el poeta en ese libro. El poema que dedica al maestro Brines dice en uno de sus versos: «Miro incendiarse el día en sus pupilas / lentas, diminutas. Agoreras las aves / gimen en torno suyo. Ese muchacho / ¿qué guarda? ¿qué persigue? ¿a quién espera». En la obra de Brines, después de ese vuelo iniciático que fue Las brasas, donde había luz y ceniza, llegó El barranco de los pájaros, con esos muchachos que, desnudos, incendian el día y el agua en su resplandor. Percibo en sí esa influencia en García Martín, ese deseo que se satisface de su propio cumplimiento, que es la pureza del tiempo ido. Llegará El enigma de Eros en 1982 con poemas muy hermosos, como ‘Grandes pupilas negras’, cuando vuelve a ese tiempo que no muere, que está renaciendo siempre: «Grandes pupilas negras / asustadas, el bosque silencioso, / el mar azul y rosa entre los árboles, / un inmenso laurel, la risa / cercana y joven / de un jinete invisible». Esta pleamar de sentimientos, como el amado que se acerca al ser que quiere gozar no tiene parangón, es ya la felicidad del instante, el surco que se abre entre dos seres que son ya el uno para el otro. Hay en este libro un acercamiento pleno al otro ser, un desvelamiento a su interioridad y en ese descubrimiento vida plena. Llega Tinta y papel en 1985 y José Luis García Martín sigue esa senda del poeta que al descubrir al otro ser se ve a sí mismo como en un espejo donde se desdobla. Esa imagen prevalece en su obra. Hay un poema que me gusta especialmente, titulado ‘Del brazo de la sombra’: En la mano tendida del otoño, unas pocas monedas. La mañana por mi lado pasa sin mirarme, esbelta y original. Del brazo de la sombra cruzo el parque amigo. Como bastón de ciego un semáforo guía a la calle decrépita. Ese paisaje de otoño que también ciega, porque la vida nos mira sin mirarnos, nos ofrece su mano y nos la niega, nos va desnudando en miseria y soledad. El poema termina con ese goce de una doncella, como si esa ambigüedad latente del hombre que se sabe distinto pudiera ofrecer el amor de igual manera, lo que me recuerda a ese deslumbramiento de Thomas Mann al llegar a Venecia y crear su famosa novela al conocer a un muchacho polaco. Vuelve en Treinta monedas, de 1989, la idea de un mundo que se compra y vende, pero siempre una pureza que permanece inalterable, un más allá intocado e intocable. En ‘Vida de poeta’ refleja ya el sino del ensimismado, el letraherido, el que vive ya para su interior: «¿En qué piensa ese niño que no juega, / siempre distante y mudo, sin amigos? / Sin alcohol, sin amor, entre papeles / custodia el joven no sé qué secreto». Quizá sea el destino del poeta, errante, envuelto siempre en sombras, como ese paisaje de Rilke o esas nubes de Cernuda, García Martín se sabe poeta herido, que habla en el tono de otros, como si fuese un traductor de la música que llevan. Y en El taller de la memoria, escrito en 1990, escribe un poema que habla de ese desgaste de la vida, dedicado a Thomas Hardy, porque el tiempo nos horada, nos deja solos ante las vestiduras de la vida, nos desabriga: «Cómo insiste tu voz llamándome, llamándome, / recordándome que ya no eres como eras / cuando todo lo fuiste para mí / en aquellos remotos días tan hermosos». Vivir en el recuerdo, dice en otro verso, quizá sea esa la llama del poeta, su luz y su ceniza, García Martín lo sabe al alumbrar este libro. En El pasajero de 1992 hay un poema corto que representa ya de por sí el fracaso de la vida, solo existente en la música del verso: «A menudo / pienso en mi vida como un relato / desvalido, distante, incongruente / solo verdad en la ficción del verso». Quizá sea así la vida del que sueña, oasis solo al escribir, pero sequía al contemplar el mundo cuando no hay un lenguaje que descubrir. Y en Principios y finales, de 1997, una canción es un eco dormido, que le recuerda al tiempo ido. A lo mejor al que no ha muerto para siempre porque vive en él: «Insiste en el silencio de la casa, / apenas si se entiende lo que dice: / “ayer”, “adiós”, “la ruina de los años” / solo vagas palabras en una voz distante». Una canción como una caricia, como un beso perdido, como un adiós en plena noche, para el poeta la vida es siempre una canción que suena lentamente. Y en Material perecedero (1998) me quedo con un poema que cito entero, porque es todo un mensaje al corazón. Se titula ‘Cerca del fuego’: Toma una copa o dos del vino que te ofrezco reposa un rato más cerca del fuego, cuéntame nuevas cosas de tu vida. Yo nunca duermo. Nunca hablo con nadie. De memoria me sé todos los libros. El camino que llega hasta mi puerta no acaba aquí: mira esas rocas que sobrevuelan aves intranquilas. Bebe despacio el vino que te ofrezco, no te apresures a ponerte en marcha es largo el camino que te espera. pero nadie te espera al final del camino. Magnífico poema donde al final no somos nada, solo una llama que se extingue, una luz que se agota, un furor que se apaga. García Martín logra con este libro decirnos algo que se nos queda para siempre, somos el tiempo que se muere, pero solo en el instante, a través del poema, de esos libros de memoria, de esa música. Pudiese no morir. Toda una lección de vida esta mirada a la vida del poeta asturiano.
por PEDRO GARCÍA CUETO Como una nube que pasa y va dejando las sombras en el cielo, nuestros poetas valencianos contemporáneos hacen del paisaje un escenario donde van dibujando sus mapas emocionales. En la poesía de Jaime Siles el paisaje ha tenido una gran importancia, ha navegado en sus libros, dejando rastros de luz y sombra. Recuerdo el poema ‘Mañana de Ginebra’ perteneciente a Pasos en la nieve (2004), en el que Jaime Siles dice: Acaso son gaviotas en busca de otro mar que guardan en sus alas memorias de otra sal. También recuerda el poeta valenciano la niñez y la identifica con el mar y el espacio del Mediterráneo, en esa búsqueda de un origen, de un mundo ancestral donde hemos pertenecido y del que ya no quedan sino lentas huellas en la arena. Así dice en el poema ‘Niñez’: Niñez, niñez, cómo te siento: lejana y próxima bajo la piel del agua. Lejana y próxima en la luz de la memoria junto a la sal y el oleaje de las algas. Esa invocación al mar va ahondando en el libro, porque en el poeta valenciano laten olas de espuma, acantilados, gaviotas, paisajes de ciudades amadas de Europa, todo cabe en ese caleidoscopio del recuerdo, en ese mapa del corazón. En otros libros Jaime Siles habla de arte, de miradas al mar, pero también del lenguaje, una clara obsesión en su obra, la página en blanco que ha de ser llenada, como si en cada trazo vamos negando la creación, a la vez que reafirmamos su existencia, en un alarde de tejer y destejer el mundo, desbrozando los hilos de la verdad que hay en el arte. En la obra de Francisco Brines vemos también un paisaje de luz. Hay poemas claramente teñidos de esa luz mediterránea que inunda al poeta, como muestra en Palabras a la oscuridad. Es en este libro donde surgen poemas como ‘Niño en el mar’, donde Brines contempla el paso del tiempo, ve el suceder del mar, como si todo fuese un espacio único, que se repite siempre: Un niño, debajo de las nubes radiantes, contempla el mar. Entre las secas cañas de los huertos yo detengo mis pasos. Miro con turbada inquietud, el cansado oleaje de las aguas, la soledad del niño. Hay una tristeza en ese niño que está solo, pero parece que el poeta lo mira en el tiempo, como si contempláramos en un espejo nuestro propio rostro. También las aguas están cansadas, porque la vida cansa, mancha, nos va dejando agotados ante el suceder de años. Volver a la niñez es como volver al paraíso, espacio no mancillado por el paso de la vida: El desolado intento me hace daño; y al caminar de nuevo, siento adversa la vida y alejada. Brines se aleja de la vida, como si al mirarla, la contemplase en el rostro de otro, que ya no es él. Ese desdoblamiento lo va borrando, como el propio paso del tiempo sobre sus ojos que buscan la inocencia perdida. Y en otro poema del mismo libro, publicado en 1966, surge de nuevo el paisaje, como si se renovase el hombre, ahora ya abierto al mundo y feliz: Sube, cae tu voz, se mueve el sol, nos besa. No hay verso más significativo que ese beso del sol, esa conjunción de cuerpo humano con la Naturaleza. En la obra poética de otro poeta de Reinosa pero tan afincado en Valencia desde hace muchos años, Pedro J. de la Peña, que extraigo de su antología poética La zarza de Moisés en la edición de Huerga y Fierro, late el poema ‘Sueño del árbol’ del libro Corpus ecológico (Premio Ciudad de Irún en 1997), donde vemos esa identificación ser humano con la naturaleza: Yo era un árbol. Soñaba. Las hojas me crecían al borde de las ramas como dedos temblantes de inmóviles estatuas. Esa metamorfosis de hombre en árbol nos recuerda a Dafne en el famoso poema de Garcilaso, en la poesía de Pedro J. de la Peña late un paisaje de caballos y de mar, en muchas ocasiones, pero, por encima de todo, los homenajes a los clásicos pasean en sus versos, les dan luz y los adornan para siempre. En ‘Sonido del mar’, de su libro Teatro del sueño (Premio Adonais en 1979), late al final del mismo el mar como un todo, una extensión que es también creadora, capaz de nombrar todo lo que acontece en el mundo, en ese universo que es el verso: Oh, mar, aliento mío. ¿Cómo ignorar entonces que eras todo de rosas, presencia, luz y goce hasta que le pusiste su nombre a las cosas? Mar creado y mar que crea, en definitiva, luz cenital para explicar el mundo. Y hay un poeta interior, cuyo paisaje anida como si fuese un velo que debemos traspasar para mirarlo bien, aunque lo leas, necesitas leerlo de nuevo, porque vuelve otra vez el enigma del ser, la introspección latente del hombre en su fondo. Me refiero a César Simón, que nos regaló una poesía íntima pero de poderosa luz. En su libro El jardín (1997) viven poemas como ‘Los pasos últimos’ cuando dice: Jardín, centro del mundo, tierra sin nadie, por tus paseos anda un cuerpo todavía buscando no sé sabe qué objetivo, más sintiendo en las venas el rumor generoso y silencioso de la sangre. Jardín que es el mundo, pero es tierra de nadie, porque todos lo pisan, pero van muriendo, seres evanescentes que desaparecen como fantasmas, lúgubres espectros del tiempo que ya no quedan en el mundo, mientras la naturaleza persevera, sigue dotando de riqueza a los que vamos pasando, sin remisión, hacia la muerte. En ‘Tarde de julio’ el poeta valenciano Ricardo Bellveser mira el mundo y sabe que en la tarde, pese a ese tedio de la vida, hay algo que nos une, como un cordón umbilical a la naturaleza, así lo dice el poema: Probablemente era una tarde vulgar, tedio contagiado, brisa que teje los pinos y los evita. La tierra cálida como un pecho. Para el poeta valenciano, ya vivimos unidos al deseo, que nos emparenta con la tierra, buscamos a la mujer amada, anhelamos tener el otro cuerpo, la tierra nos llama, el mar nos evoca recuerdos de infancia, el poema termina así: Una paloma se asomó entre sus finos labios. Le desabroché la blusa, y sonaron las Valquirias. La música como un hechizo y el cuerpo como un mapa para ser conquistado, ambos presentes en este poema de amor.
Y, para concluir, un poeta valenciano de distinta poesía, en el sentido de buscar aquella luz que revela el lenguaje, como un amanuense traza en el poema una forma de decir que siempre es enigma, pero que al declamar el poema sale su misterio, se nos revela, como un laberinto donde vamos encontrando la salida. En su libro Leer después de quemar, que es una antología poética que ha aparecido hace muy poco, Soler nos viste y nos desviste, usa el lenguaje como una filigrana, da al poema su punto y su coma, nos deja a todos asombrados del resultado. En el poema ‘Se nos apaga el mundo’ dice: Exterior día, paisaje con manzanas plano general que muestra casi todo menos tú ruido de voces que se acercan con un eco lejano de cascos de caballo pájaros también en una rama que no merece el viento. También el paisaje está presente y debemos descubrir su significado. Late en los poetas valencianos comentados una clara influencia del paisaje, como si la Naturaleza fuese ya un espejo donde se miran, un cuadro que quieren componer. Como un día estival donde las olas nos acogen, hay en ellos un afán de hacer de la Naturaleza el otro. Termino con los versos de Guillermo Carnero en Verano inglés (1999), concretamente de su poema ‘Campo de mayo’: Vaga sin rumbo el viento en los campos de Mayo como caricia lenta sobre piel morosa, y me trae el rumor de las rubias espigas. Quizá sea el rumor de la vida eterna, ese afán de no morir, quedar para siempre en la Naturaleza, lo que persiguen estos poetas, solo inmortales en el acto de crear, pero efímeros como todo ser humano. En esas espigas está dorado el sol de los versos de un universo siempre en creación, de un paisaje siempre nuevo, aunque haya existido siempre. por PEDRO GARCÍA CUETO Escribir sobre Miguel Delibes es hacerlo sobre el autor de libros tan afamados como Las ratas, El camino, El disputado voto del señor Cayo y El hereje, entre otros muchos. Pero también es reconocer a un escritor de primera línea, ganador del Premio Nacional de Literatura en 1955, del Premio de la Crítica en 1962, el de las Letras en 1991 y el Cervantes en 1993. Delibes fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua desde 1973. Y escribir sobre Delibes es también hacerlo sobre un novelista de temática profunda y conmovedora, ya que sus novelas nos producen esa sensación de cercanía que lo verdadero posee. Quién no sintió como reales a personajes como Daniel, el Mochuelo o Roque, el Moñigo. Ambos nos parecían esos amigos del colegio que nunca hemos olvidado. Y quién no sintió que Paco, el bajo, el protagonista de Los santos inocentes, no era como uno de esos afables campesinos de nuestra España querida. En este sentido homenaje al maestro vallisoletano quiero hablar de una novela que ganó el Premio Nadal de Literatura en 1947, titulada La sombra del ciprés es alargada. La leí en mi adolescencia, tras haberme acercado ya, poco antes, a El camino, lectura obligatoria de mis días de instituto. Si esta novela me marcó por esa necesidad del autor de hacernos partícipes del sendero de amistad que se establece entre unos jóvenes que demuestran su incipiente camino hacia la vida, La sombra del ciprés es alargada fue lectura con la que me encontré en mis paseos matinales de fin de semana por la Cuesta Moyano, verdadero parnaso de los libros con leyenda. Eran los años ochenta cuando mi pasión voraz por los libros ya caló en mí y, naturalmente, devoré la novela de Delibes con emoción y mucho interés. Tiene un título que ya me hizo pensar, fruto del halo pesimista que va a inundarnos en todo el recorrido del libro, ese tinte melancólico de autor incipiente que ya empezó a despuntar de forma sobresaliente en nuestras letras. El principio de la historia ya nos encuadra a un personaje triste, como la ciudad en donde nació, Ávila. Así nos lo cuenta Delibes: Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer. Luego pasa a hablar de su tío, de Don Mateo, su tutor, de la casa de este último, cuya fachada no puede ser más deprimente. Pedro, así se llama el chico, llega a la casa para conocer a Don Mateo, el cual se va a encargar de su educación. Este último es descrito de la siguiente manera: Era don Mateo un hombre bajito, de mirada lánguida, destartalado y de aspecto cansino. (p. 16) Aparece ya la hipocresía en la novela cuando el tío de Pedro, Félix, deseando desembarazarse del chico, le cuenta a Don Mateo las grandes cualidades de su sobrino. El interés económico de Don Mateo y la falta de afecto de su tío hacen de Pedro un ser desvalido, dejado de la mano de Dios. Su nuevo tutor pregunta al chico que si sabe leer, escribir, etc, a lo que el joven dice que sí, salvo la potenciación. También aparece la mujer de don Mateo, doña Gregoria, una persona de pocas palabras, adusta como el paisaje que la rodea. LA LLEGADA DE ALFREDO Alfredo es un personaje fundamental, de buena familia, que llega a la casa y que se hace amigo de Pedro. Al igual que en El camino la amistad es un tema esencial en el mundo literario de Delibes. La descripción de Alfredo es magistral: El muchacho era rubio, muy rubio, casi albino y con un gesto de cansancio en la mirada que infundía compasión. (p. 32) A Delibes le interesa el paisaje, ya que éste condiciona a los jóvenes. La ciudad de Ávila se nos ofrece como un lugar de encierro, de cierta tristeza, cubierto de un presagio de muerte desde el principio de la historia: La plaza estaba desierta, blanca y silenciosa. La luz mortecina de un farolillo sumía en un claroscuro relevante las extrañas figuras medievales de la oquedad del casetón de enfrente. (p. 32) La presencia de un desconocido afuera, la misma noche de la llegada fantasmal de Alfredo, con su aire enfermizo, entresacado del mundo de Allan Poe, nos centra ya en ese mundo onírico, en ese espacio de realidad-ficción que supone el ámbito esencial de la novela. La ciudad aparece adjetiva como “muerta” (p. 33), con la nieve de fondo, espacio donde la melancolía y la tristeza favorecen la soledad del protagonista, sólo mermada con la llegada de su amigo Alfredo, otro personaje poco real, nacido del luminario de los niños con sombra, como la ciudad abulense. Don Mateo pregunta a Alfredo lo mismo que a Pedro (si sabe sumar, escribir, restar y lo de la potenciación). El chico dice que sí a todo y que algo sabe de potenciación, lo que despierta en Pedro una callada admiración por el nuevo y extraño personaje. Martina, la hija de Don Mateo, es otro ser relevante en la casa, al ser muy pequeña contempla el mundo de los adultos y los adolescentes con un especial interés. En mi opinión, es, para Delibes, una espectadora de los hechos que, con el tiempo, será el mejor testimonio de los años vividos en la casa. Representa la inocencia en un mundo ya marcado por la tragedia. La alegría también se filtra en algunos momentos de la novela, en aquellos en que Alfredo y Pedro salen juntos por la ciudad, ávidos de aventuras y de vida. Cito unas líneas que ensalzan esa unión que sienten los dos jóvenes: Apenas desayunados solíamos dejar la casa de Don Mateo. Fany nos acompañaba en nuestras excursiones mañaneras que rara vez variaban en su itinerario. Nos agradaba salir al paseo del Rastro cuando el azul comenzaba a dorar el verdeante valle del Amblés. (p. 59) Delibes describe la ciudad, el paisaje que rodea a sus protagonistas, los vencejos, las almenas de la muralla, el río. Se percibe la gran pasión por la Naturaleza del escritor, su deseo de fundirse con el paisaje para regalarnos imágenes de gran hermosura, como la que nos deja sobre la sierra que es telón de fondo de la ciudad: En sus crestas aún se agarraba la nieve con una apariencia, poco airosa, de ropa blanca tendida a solear. (p. 59) La muerte de Alfredo llegará poco después. En una visita que Pedro y él hacen al cementerio contemplan la lápida de Manolito García, muerto de una terrible disentería. Contemplan la sombra alargada de un ciprés sobre la losa. Alfredo le dice a Pedro que quiere que le entierren al lado de un pino, no de un ciprés. Los cipreses se convierten así en una presencia esencial, como si revelasen el destino adverso de la novela. Nos lo dice muy bien Delibes en boca de Alfredo: —Te aseguro que no son tonterías. Los cipreses no puedo soportarlos. Parecen espectros y esos frutos crujientes que penden de sus ramas son exactamente igual que calaveritas pequeñas, como si fuesen los cráneos de esos muñecos que se venden en los bazares. (p. 94) Si Pedro lleva la tristeza dentro, Alfredo es la tragedia en sí. En este personaje Delibes muestra la injusticia de la vida, todo lo malo planea sobre un chico sensible e inteligente, pero marcado por el sino trágico. Ese pesimismo existencial está presente en toda la novela. Los personajes están sobrevolando siempre la tristeza, envueltos en la neblina de una ciudad que contagia su halo místico y sagrado. Tras un largo período de mejora donde Alfredo se marcha con su madre en verano, la vuelta a la estación otoñal se destaca por la ventura fatal, la muerte que se precipita finalmente sobre Alfredo, el joven que había perpetrado una inseparable amistad con Pedro, pero que es llamado a su destino final. Dice así la novela: Don Mateo asió la sábana por el borde y la levantó cubriendo el rostro lívido de Alfredo. (p. 135) Alfredo muere sonriendo, con la presencia de su madre en la casa, también de Doña Gregoria, la perra Fany, Don Mateo y, naturalmente, Pedro. No elude Delibes detalles sobre el enterramiento, la forma de vestir al muerto, por ejemplo. En estos instantes, el escritor vallisoletano manifiesta su obsesión por el cuerpo y el alma. ¿Qé queda de nosotros tras la muerte?, parece preguntarnos a todos el autor del libro. No hay conciencia religiosa, sino una sensación de epicureísmo. Todo se reduce a nuestra presencia en el mundo, porque después ya no queda nada: Las articulaciones habían perdido su flexibilidad, los miembros todos se habían aplomado, la rigidez convertía al cuerpo en un garrote de elasticidad, de una sola pieza. Todo esto vino a evidenciarme que el cuerpo, sin el alma, es un simple espantapájaros. (p. 137) La mención del ataúd blanco, símbolo de la virginidad de Alfredo, nos sobrecoge. Aún recuerdo la sensación que me produjo su lectura adolescente, como un mazazo en mi inocencia, ya perpetrada por alguna que otra tragedia familiar que había asaltado, debido a su crueldad, mi candidez, hasta horadar mi imagen idealizada de la vida, ya para siempre defenestrada. El libro, para no extenderme demasiado, tiene una segunda parte, cuando Pedro deja la casa de Don Mateo, inicia sus estudios y se decide a ser marino mercante. En esta segunda mitad de la novela hay otra presencia clave, la de Jane, la chica que conoce Pedro, de la que se enamora y con la que decide contraer matrimonio y tener un hijo. Sobre ella, como un fatum terrible que explica el pesimismo acérrimo de la novela, planea el mal augurio, porque también muere cuando va a buscar a Pedro tras la vuelta de un viaje, pero un accidente con el coche que cae al agua cuando va a atracar el barco deshace la felicidad de ambos. JANE, EL OTRO LADO DE UN ESPÍRITU PESIMISTA Si Pedro es, sin duda, un personaje que bien podía haber sido escrito por la pluma de Baroja, Azorín o Unamuno, debido a su pesimismo vital, Jane es la alegría, el contrapunto de Pedro, la parte positiva que alienta a éste a gozar la vida. Así nos la describe Delibes: Empecé a descolgarme por las rosas sin contestar. Jane brincaba de roca en roca detrás de mí. Experimenté una sensación ampliamente acogedora al ver que el muro de la roca iba creciendo detrás de nosotros, aislándonos del resto del Universo. (p. 213) La conversación de Pedro con ella toca temas esenciales de la vida: el amor, la religión, el destino, etc. Delibes crea un personaje que pretende ser un espíritu vital para mermar la soledad del protagonista e infundirle mayores ganas de vivir. La profesión de Pedro, marino mercante, le induce al aislamiento y el asidero con el mundo es la bella Jane, de la que se enamora y con la que llega a casarse. La posibilidad de futuro se trunca con la muerte de Jane, lo que refuerza la idea de que Delibes inicia con esta novela una lectura fatalista de la vida, que no abandona en futuros libros, pero que sí mitigará en parte. Diríamos que Delibes entiende que la senda trazada (el pesimismo) no puede convertirse en su leit-motiv y, en futuras novelas, abre ventanas a la esperanza. Hay otras historias en el libro, pero he querido ceñirme a la principal (tienen su interés la historia de Martina, por ejemplo). EL FINAL DE LA HISTORIA: EL REENCUENTRO CON LA CIUDAD MÍSTICA
La novela se cierra con la vuelta a Ávila. Si salió Pedro de una ciudad cerrada, hermética y triste para ir a un espacio abierto, el mar, gracias a su profesión de marino mercante, la vuelta a la ciudad de la santa, tras la muerte de Jane y del hijo que esperaban, representa el cierre de un círculo donde el protagonista revive su melancolía de niño y su tristeza de hombre adulto. La prosa de Delibes logra sus mejores efectos al final del libro cuando Pedro va a visitar el cementerio donde está la tumba de su amigo Alfredo: Sentí agitarse mi sangre al aproximarme a la tumba de Alfredo. La lápida estaba borrada por la nieve, pero nuestros nombres —Alfredo y Pedro— fosforecían sobre la costra oscura del pino. Me abalancé sobre él y palpé su cuerpo con mis dos manos, anhelando captar el estremecimiento de su savia. (p. 346) Allí, en aquel ámbito de paz y recogimiento, incomprensible como la propia vida, Pedro deposita el aro de Jane y lo deja caer por un resquicio de la losa. Con ese emotivo acto, une sus dos grandes amores y la novela cobra toda su intensidad y su relevancia, ya están unidos los dos vínculos de Pedro con los dos seres que más quería en el mundo. El final sí nos sorprende, porque, al salir del cementerio, dice nuestro protagonista: Me sonreía el contorno de Ávila allá, a lo lejos. Del otro lado de la muralla permanecían Martina, Doña Gregoria y el señor Lesmes. Y por encima aún quedaba Dios. (p. 347) Con un final así, la novela nos deja pensativos y meditabundos, dándonos cuenta de que nuestro Pedro (se ha hecho nuestro para el lector apasionado y sensible) cree en Dios al final, comprendiendo que nuestro destino tiene algún sentido realmente, con la sonrisa de la ciudad de Ávila de fondo, ciudad adusta que, por fin, sonríe, como si tuviese vida y entendiese ahora la cruzada vital del protagonista y el por qué de sus infortunios. Por ello, he elegido esta novela para tributar un merecido homenaje a Miguel Delibes, porque desde mi adolescencia, el libro caló en mí, dejándome un sabor de alegría y de tristeza que, ahora, al releerla, creo entender mejor. Miguel Delibes escribió una novela que, pese a ser primeriza, ya contenía los mejores rasgos de su estilo narrativo: la emoción, el lenguaje esmerado y preciso y, por encima de todo, la construcción de un personaje inolvidable, Pedro, espejo, en mi opinión, del autor vallisoletano. La sombra de Delibes es, sin duda, alargada, y que su luz, como la de esta novela entrañable, siga brillando en un destino que creo que, como el final del libro, sigue sonriendo a nuestro querido novelista, en el más allá. por PEDRO GARCÍA CUETO De Jaime Gil de Biedma se han dicho muchas cosas. Gran poeta, verdadero creador de una época de la poesía en Barcelona, verdadero maldito de una generación, la de los cincuenta, que dio lugar a la Escuela de Barcelona, Barral, Costafreda o Ferrater, entre otros. Si Costafreda y Ferrater se suicidaron, Barral fue un gran editor, pero también otro de esos malditos de su época en una Barcelona inolvidable. Gil de Biedma también fue contemporáneo de los poetas de los cincuenta y sesenta Ángel González, Paco Brines y Claudio Rodríguez, entre otros, pero algo que les ha diferenciado es el tono poético, articulado en un diálogo continuo consigo mismo. En el caso de Gil de Biedma, donde se siente un desengaño vital y una cierta amargura ante la vida, su búsqueda del placer prohibido en tantos locales y su abuso del alcohol le llevaron a la autodestrucción, muriendo de sida el 8 de enero de 1990. En su libro Moralidades (1966) vemos la influencia de Eliot, Spender o Auden. Buen lector de los ingleses, al igual que Luis Cernuda, sus poemas inician un interesante coloquio del hombre poeta con el hombre que se considera uno más de la especie, a través de un cierto desdoblamiento que merece ser comentado en este artículo. He elegido para ello un poema muy conocido, ‘Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario en primavera’, dedicado a Fabián Estapé, donde podemos encontrar los verdaderos temas de su obra: el paganismo, el pesimismo, la nostalgia, la soledad y el paso del tiempo. Recuerda a sus padres y los retrata en ese tiempo de blanco y negro, cuando dice: Entonces, los dos eran muy jóvenes / y tenían el Chrysler amarillo y negro. / Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos / la capota del coche salpicada de sol. El recuerdo va avanzando, la mirada a los seres que viven ya en las fotografías, lo que le lleva a los mismos lugares que sus padres, deambula por aquellos espacios que ya el tiempo ha dejado atrás, queriendo recuperar un eco, una sombra, una luz que destelle en ese olvido que es el tiempo: Así, yo estuve aquí / dentro del vientre de mi madre, / y es verdad que algo oscuro, que algo anterior me trae / por esos sitios destartalados. Y llega el amor, como si quisiese ser testigo del momento de la cópula en que fue engendrado. Hay una sombra en su interior que pesa, una desolación que hiere. Indaga entonces por esos rincones donde estuvieron sus padres: Yo busco en mis paseos los tristes edificios, / las estatuas manchadas de lápiz de labios, / los rincones del parque pasados de moda / en donde, por la noche, se hacen el amor. Vive entonces un tiempo ido, parece como si fuera un exiliado del mundo que persiguiera el eco de sus seres queridos, errante de todo nacer, olvidado, increado en realidad. Luego habla de la época de la burguesía, de aquellos tiempos donde todo era capitalismo y poder: Oh mundo de mi infancia, cuya mitología / se asocia —bien lo ves— / con el capitalismo de empresa familiar. Vuelve en otro poema de este libro ese deseo de recordar el pasado, en ese afán de ver desnudo un cuerpo, porque solo así se puede unir el deseo a la memoria, al contemplar un cuerpo por la noche sin ser tocado (como un día contó Vicente Aleixandre de una experiencia que vivió) todo se vuelve pureza, el tiempo eterno y la vida algo bello. El poema se titula ‘Mañana de ayer, de hoy’. Refleja una imagen, como si el poeta mirara un cuadro donde los colores inundan la vista y todo produce un destello impresionante: Es la lluvia sobre el mar. / En la abierta ventana, / contemplándola, descansas / tu sien en el cristal. La reflexión del hombre que medita la vida, como en los Cuatro cuartetos de Eliot o en ‘El pensador’ de Rodin, el acto de mirar, en la senda de Brines, que mira el paisaje desde el interior, la aparición del mar, que refleja el sentido de la vida y ese cristal donde se refleja, como un Narciso que se mira en las aguas del río. Y luego el cuerpo. Verlo desnudo es saber que el deseo goza su ímpetu, vive en el poeta, el afán de acercarse a un cuerpo es también la ilusión de vivir, volver a ser después de la nada que es la vida: Imagen de unos segundos, / quieto en el contraluz, / tu cuerpo distinto, aún / de la noche desnudo. Se ve la imagen, puede ser el ayer o el presente, puede estar ahí o haberse alejado, pero al igual que el cristal es reflejo auroral, inicia el mundo. Para Gil de Biedma la contemplación ya es suficiente, como miramos con atención las estatuas griegas, en el deseo está también la conjunción amorosa, el mirar es tocar, el contemplar es acariciar. Y como si fuese la sonrisa de una Gioconda, el cuerpo le mira, como si hubiese estado allí o en la lejanía hubiese sido un espejismo o un ser real: Y te vuelves hacia mí, / sonriéndome. Yo pienso / en cómo ha pasado el tiempo, / y te recuerdo así. Todo se hace evocación, cuerpo que es deseo, mirada que es evocación y un desnudo que sin tocar ya es acto de amor. Y no hay que olvidar en Gil de Biedma la imagen desgarrada, esos encuentros homosexuales que le llevan a bares, que le hacen maldito en la vida y en la literatura. En esos lugares se va destruyendo, en actos de amor a casi desconocidos, amores de una noche, ginebra y cama por doquier, como nos dice en su poema ‘Loca’: La noche, que es siempre ambigua, / te enfurece —color / de ginebra mala / son tus ojos unas bichas. La alusión a “bichas” ya expresa el dolor. También el alcoholismo que le persiguió para huir de la vida penetrando brutalmente en ella, como Baudelaire, Allan Poe y otros muchos que ahogaron su vida en el alcohol. En la cama, / luego te calmaré / con besos que me da pena / dártelos. Y al dormir / te apretarás contra mí / como una perra enferma. «Bichas», «perra», nos lleva a un vocabulario más violento, quién sabe si del mundo de la prostitución, ese deseo de calmar para luego hacer el amor ferozmente.
En este poema vemos el mundo del poeta, que a veces, cuando se deja llevar por el lirismo, escribe poemas de una gran ternura, pero que no elude la realidad de la vida, todo está en la poesía de Gil de Biedma: el sexo, el tiempo y la muerte. Y, para concluir su famoso ‘Contra Jaime Gil de Biedma’, de su libro Poemas póstumos (1968), donde se echa en cara el ser en que se ha convertido, el hombre envejecido prematuramente porque la vida no le da lo que busca y lo que encuentra no es más que el poso de un tiempo ido: Te acompañan las barras de los bares / últimos de la noche, los chulos, las floristas, / las calles muertas de la madrugada / y los ascensores de luz amarilla / cuando llegas borracho, / y te paras a verte en el espejo / la cara destruida, / con ojos todavía violentos /que no quieres cerrar. Y si te increpo, / te ríes, me recuerdas el pasado / y dices que envejeces. Ese otro yo que se recrimina en lo que se ha convertido es el espejo de un hombre que ha fracasado en la vida, un perdedor en realidad. Parece como si el poeta fuese intuyendo que ese mundo de noches locas, de sombras en las que se contempla desdoblado, le convierten en un ser que se va desdibujando, en realidad, un hombre que se contempla a sí mismo, en el pasado (la infancia), en el presente (los lugares donde bebe o escribe). Así fue el poeta catalán, un precursor de generaciones posteriores, también un talento que dejó huella en amigos poetas, además de todo un maldito de su tiempo, realmente inolvidable. Queda como uno de los poetas más singulares e irrepetibles de su tiempo. Su legado aún permanece en una poesía no exenta de lirismo pero muy apegada a la realidad. por PEDRO GARCÍA CUETO Fernando del Val es periodista, pero también poeta, hombre de radio y esencialmente hombre de letras. Ha cultivado el ensayo y muy importante es su libro de entrevistas Si te acercas más, disparo, publicado por la editorial Difácil, donde ha publicado su obra esencial en el año 2017. Del Val es también un hombre de mirada atenta, ha participado en los equipos de El ojo crítico y La estación azul, entre otros. Su labor de periodista y columnista en El Mundo en Castilla y León desde 2003, además de colaborador de Turia, le hace acreedor de una notable trayectoria en nuestras letras, dada su juventud —el año que viene cumplirá cuarenta años—. Una trayectoria tan prolífica ha dado cinco libros esenciales de poemas, editados todos por Difácil, editorial que lleva siempre con buen tino César Sanz. Los libros tienen una portada elegante donde se esconde el influjo de del Val de una poesía misteriosa y profunda que merece destacar. Amanecer en Damasco se publicó en 2005 y en él vemos una poesía bien hecha, de profunda lectura; son poemas en clave, con misterio, donde el lenguaje lo es todo (esencial en la poesía de del Val); hay un afán por hacer del verso un enigma que el lector ha de traducir, porque, como siempre ha dicho Francisco Brines, hay un segundo creador tras el poeta que hace el libro, el que lo lee, este lector es traductor también, he elegido un poema del libro titulado ‘Maletas’, donde expone el tema del libro que es, en mi opinión, el afán de crear un lenguaje que nos salve de la ruina de la vida, es en esa búsqueda donde la palabra triunfa y obtiene el rédito que esperamos: El cuerpo doblado de las persianas golpeadas por el viento las copas de los árboles un rayo deja herida la atmósfera a la espera de cura. mil rayos nunca mataron un cielo pero por si acaso todo amanecer es yodo para —los— desánimos. En el poema late el deseo de crear, ese afán de sentir que la vida es siempre “amanecer” porque algo nos golpea (el viento, los árboles que cimbrean), para darnos a entender que hay que tener una fe, puede ser en la poesía, pero puede ser en aquello que nos salve de nuestra ruina vital, de la desolación por sentirnos solos ante el mundo. Hay en el lenguaje de Fernando del Val enigmas, palabras que van bailando para producir el efecto que llega al lector y que permite la imaginación que vive en el poema. El homenaje a Damasco también es hermoso, porque vuelve el amanecer, ese momento del día que le gusta al poeta, donde todo cobra sentido: Damasco, serigrafiada tras la anatomía del cristal y el bajorrelieve de tu mirada, amanece, pero a tu lado. Cuando dice el poeta en otro verso: «El ahora bien podría haber sido esta mañana» ya nos está diciendo que el tiempo es eterno. En la belleza del paisaje, en su fluir, vive la Antigüedad y la historia, la vida en todo su esplendor. Llega su homenaje a Nueva York, aquella ciudad que fascinó a Lorca para encontrar en ella la deshumanización latente de un mundo moderno siempre en perpetua construcción. Si del Val mira el paisaje neoyorkino, extrae de él heridas y cicatrices, pulsa con acertado tino el don del lenguaje que se hace poesía. Primero llegó Orfeo en Nueva York (Difácil, 2011), donde va gestando poemas como sinfonías, musicales, de enigmática misión, se vale del mito de Orfeo para ir creando poemas con mensaje, que parecen en sí aforismos, como deudas con el destino. No sé si hay una deuda latente del Jenaro Talens de Orfeo filmado en el campo de batalla, pero sí que aprecio ese deseo de hacer del poema una cámara que filma la ciudad, la va desnudando lentamente, no en vano cita a Cocteau en un poema corto: amanece el árbol de un manicomio pronto despegarán los primeros gorriones en cámara lenta filmados por Cocteau. No parece arbitraria la minúscula para el director de cine y ese afán de cámara lenta que es la vida en realidad cuando nos ponemos a pensar. Hay paisaje y cine en este libro, la ciudad admirada por tantos se convierte en algo onírico para del Val, como dice en este otro poema: mienten las cenizas cuando se posan en los tejados miente la muerte mienten las mentiras todo es acabose estamos hechos de irrealidad premeditada. Nueva York es visto como un sueño, los túneles, los metros, la soledad de los rascacielos, aparece el Hotel Plaza, King Kong, Audrey Hepburn, referencias cinematográficas que convierte del Val en acto de lenguaje, sus versos son caligrafías de idiomas que no son el nuestro, que van dando claves para entender la desolación de la ciudad amada y odiada, la gran Nueva York. Continúa esa senda con Lenguas de hielo (Difácil, 2012). Aparecen poemas cortos con algunos en prosa, que casi acaban el libro, de nuevo esa desolación, ese mundo deshumanizado de la Gran Manzana. Hay un poema que me gusta especialmente, ese homenaje a Cernuda, poeta del desencanto y de la memoria: El pájaro muerto al que se refería Luis Cernuda estrella desterrada del trono de la noche quizás asesinado a manos de alguien triste en los muros del cielo lo encuentro yo cada mañana apostado al otro lado del ventanal cojeando en la repisa lleno de la poca libertad que le cabe en el pico la desolación de la quimera nunca sabré si se refería a un animal o a un proyecto de vida. Hay algo lorquiano en estos versos: “ese pájaro muerto” que nos recuerda a su Poeta en Nueva York, porque la ciudad asesina con sus manos a la Naturaleza, tal es el poder capitalista de esa ciudad adorada por poderosos y gente de éxito, insensible a la verdad del mundo. Concluye ese “homenaje” a Nueva York con Regreso al Metropolitan (Difácil, 2013). Vemos en este libro el mismo tema de fondo, la ciudad que deshumaniza todo, donde las personas casi no son, son meros transeúntes que parecen pájaros muertos, recordando el poema anteriormente citado: an new york am new york am new york grita una mujer a mi espalda no ha demenciado no se cree más de lo que es está repartiendo el diario gratuito. Ciudad de sueños, donde la mayoría no llega a triunfar, sólo a sobrevivir, ciudad herida en los cuatro costados, como nos va mostrando en unos poemas muy esenciales, aunque recojo esta vez el final de un poema en prosa: Decía Melville, quien tanto gusta a Eduardo Lago, en Moby Dick, que los hombres que no logran superar los absurdos y las sinrazones de la vida terminan yendo al mar. Quién no es un inadaptado. Por si acaso, intento dejar en tierra cosas a recaudo, mi ordenador con poemas, libros sin publicar y así. Resume bien este libro, todos somos inadaptados, seres que ven el paso del tiempo sorprendidos, porque apenas entienden nada, un mundo que nos va deshaciendo, nos hace casi invisibles, como esos ciudadanos de Nueva York, tapados por rascacielos y por soledades.
Se trata de un libro que cierra la trilogía y demuestra que del Val es un gran poeta que entiende la sinrazón de la vida, pero que hace del lenguaje un sortilegio para ir soportándola. Y en el año 2017 llega Los años aurorales, premio Ojo Crítico, merecido premio a una labor que ha ido gestando años, a través de la poesía, su labor de periodista, sus ensayos, su libro tan interesante de entrevistas, etc. En Los años aurorales ha ido buscando la esencia de su poesía, en la estela juanramoniana, como si del Val dijera aquello de «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas». Su lenguaje se concreta y va a la esencia, así nos deja poemas con eco, que debemos interpretar en nuestro fuero interno: sería otoño pero el aire aún conservaba un olor destellado a luz. Me quedo con esos versos, porque late la esperanza, la desolación anterior deja ese destello de luz. Puede que estemos en sombras, nos dice Del Val, pero queda algo de amanecer, el que tanto aparece en sus libros, el vacío, la inconsistencia, nuestra levedad, siempre deja algo eterno, una esperanza, un devenir, un volver a ser. Con este libro hay aurora, hay deseo de creer en la vida, en la existencia. Celebremos este libro premiado y a un poeta de mirada honda y verdadera, que ha ido gestando una obra poética cada vez más madura y llena de matices. por PEDRO GARCÍA CUETO Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca, el de la memoria, donde César Antonio Molina, con su dilatada trayectoria, ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada, atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento. Poeta gallego, nacido en La Coruña, pero también ensayista, articulista, hombre del periodismo, que busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo: Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado. En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción, al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente, la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig, tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser. En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece, en el que nos habla del camino, porque caminar es volver a ver, es encontrarse de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida: Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio. Muy cierto, porque, hartos de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, lejos de turistas que lo estropean todo, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor. Dice el escritor en este libro: «Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio», una gran verdad, ya que en el camino uno vuelve a ver la vida, contempla el río que nos lleva, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro. Somos seres errantes, vidas errantes —título de aquella famosa película norteamericana— seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque «nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir». Para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música, en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos. Por ello es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido; cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró a mí hace ya décadas. Como nos dice en Cuando la eternidad envejece, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria: Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta de que nosotros mismos formamos ya parte de él. Somos, como dice el escritor gallego, «fantasmas evadidos del tiempo», seres evanescentes que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida, que al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron, pero que nada será ya en realidad, como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.
También el concepto de escritura palpita en el libro, hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee, como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, suya sola, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad. Dice César Antonio Molina: «Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones». Así, con sentimiento y pasión, ha ido César Antonio Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias. Todo está ahí: el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada, diría yo, pero tan vivos en realidad que a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros uno se hace eterno, cuesta volver a la realidad mediocre de cada día después de su gratificante lectura. por PEDRO GARCÍA CUETO Para hacer este repaso necesario a los escritores valencianos exiliados en América cuento con un libro de indudable valor: Exiliados, publicado por la Generalitat Valenciana en 1995 en la edición de Manuel García. El prólogo al mismo ya es muy esclarecedor en cuanto a quiénes fueron los que iniciaron la senda del exilio desde tierras valencianas, ya que se hacía necesario hacer un estudio acerca de este grupo, al igual que se ha hecho de los escritores catalanes, gallegos o vascos. Como dice Manuel García en su acertado prólogo: «Las inquietudes valencianistas en el exilio tienen como referencia los núcleos afincados en París (Angelí Castañer, Juli Just, Emili González Nadal, Francesc Puig Esper, Josep Castañer, etc) y en México (Alcalá Llorente, Felip Meliá, Carles Esplá, Joan Sapiña, Ernest Guasp, etc)». Lo que está claro es que no podemos hablar de un “corpus” de la obra valenciana en el exilio. Por esta causa, habría que señalar las diferentes aportaciones de cada uno de ellos con su labor artística para entender así el contexto general de la cultura valenciana en el exilio. He elegido varios autores que me parecen destacados representantes de esta cultura valenciana en el exilio americano: Ramón Gaya en el artículo titulado ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno, el artículo ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón, el artículo ‘Tomás Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide, el artículo ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar y el artículo ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert. ‘Carta a Manuel García sobre el pintor Ramón Gaya’ por Salvador Moreno La figura de Ramón Gaya (aunque murciano, muy ligado a Valencia desde muy joven) parece que está ligada solo a la pintura, pero fue también un estupendo articulista, como nos cuenta el músico Salvador Moreno en este pequeño estudio. Sí es cierto que la mayoría de los escritos de Gaya tienen que ver con la pintura, su verdadera vocación, lo cierto es que el pintor murciano escribió mucho en el exilio mexicano, pero no todo lo que podía haber desarrollado, como nos cuenta en esta carta Salvador Moreno: «Y si no realizó más exposiciones se debió, sin duda, a la incomodidad a que se vio obligado por la actitud hostil de un grupo extremadamente nacionalista, que no supo entender el juego literario con el que Gaya caracterizó, a manera de retrato, a un grabador popular del que se conmemoraba aquel año de 1943 un aniversario (semblanza publicada en el primer número de la revista El hijo pródigo), lo que dio motivo para que un grupo de intelectuales mexicanos y españoles rindiera a Gaya un homenaje, a manera de desagravio (firmaban la invitación don Álvaro de Albornoz, José Bergamín y Enrique Climent) (p. 71). No solo fue Gil-Albert quien fue invitado a participar en la revista Taller que dirigía Paz, sino también Gaya, a la vez fue colaborador de la revista Romance. Entre esos ensayos hay una interesante crítica a la exposición “Pintura francesa contemporánea”, que en agosto de 1939 se presentó en México. Gaya era directo en sus opiniones, sin florituras, sin aderezos o halagos, lo que sorprendió a diferentes críticos mexicanos. Resulta muy interesante la sinceridad que Gaya pone al calificar la obra de Mariano Orgaz, arquitecto amigo suyo, que estaba realizando una exposición en la zona arqueológica de Teotihuacan. El pintor murciano analiza con dureza la actitud pictórica de Orgaz, reconoce la sensibilidad de Orgaz para expresar en el cuadro emoción, pero no entra de lleno en la calidad, como si no hubiese perfección en la obra del amigo, arquitecto y pintor. Acerca de los pintores que interesan a Gaya, hay uno que destaca, según lo que Salvador Moreno cuenta en esta carta a Manuel García. Me refiero a Antonio Rodríguez Luna. El pintor murciano le dedicó un gran artículo a propósito de su primera exposición en México. Gaya hace hincapié en el espíritu de modernidad que tiene Luna, pero le advierte del peligro que esto representa. Gaya ve luz en la obra de Luna, pero considera que falta el clasicismo que le salvaría de la repetición y la mediocridad. Fue Gaya también un lector de conferencias en el Ateneo de México, como nos cuenta Salvador Moreno: En el Ateneo Español de México (el Ateneo de los refugiados, como decíamos) leyó varias conferencias, que atraían a un auditorio seguro de escuchar conceptos tan inquietantes como originales. (p. 73) “El silencio del arte” fue una de las conferencias más aplaudidas de Gaya en México. En ella sitúa a tres pintores por encima del resto: Goya, el Greco y Velázquez. Si Goya es la pasión, el Greco es la sensualidad y Velázquez es la inocencia, la grandeza misma. Resulta muy conocido por todos cómo consideró la obra de Velázquez por encima de la mayoría de los otros pintores españoles y europeos. En México, Gaya realizó dos exposiciones fundamentales, una el 19 de mayo de 1943 y la otra el 10 de julio de 1950. La primera en una galería del arquitecto Esteban Marco y la segunda en el Ateneo Español de México. En estas exposiciones podemos contemplar grandes paisajes, testimonio esencial de su paso por México y del amor que sintió por aquella tierra. Paisajes de Cuernavaca, Veracruz, Acapulco y Pátzcuaro son ya parte de la historia de la pintura española en México. Como conclusión a esta interesante carta, cito un recuerdo de Salvador Moreno de esos años con Gaya, Gil-Albert y otros artistas españoles, las reuniones en un lugar al que llamaron “Las chufas”: Resulta curioso para mí, pensando hoy en Valencia, el recordar que el café en que nos reuníamos un grupo de amigos en torno de Ramón Gaya, en la calle Bolívar, y que llamábamos “Las chufas”, llevara el nombre de “Horchatería valenciana”. En él pasábamos muchas horas, años sin duda, hasta que cada quien, llevado por sus circunstancias, tomara otros destinos. Allí escuché conversaciones, discusiones, lecturas de originales y fue para mí, y para otros jóvenes mexicanos, motivo de interés creciente, de revelaciones. Hoy, pasados los años, puedo decirle, como testigo de excepción, que la última palabra que allí se decía era siempre la de Ramón Gaya. (p. 75) Esta carta nos hace entender la importancia de Gaya como intelectual que brillaba en conferencias, exposiciones, críticas en las revistas de México y en las tertulias con amigos, su protagonismo fue indudable y ha quedado para la historia de los años del exilio en tierras mexicanas. ‘Vida y obra de Juan Gil-Albert en México’ por César Simón Nos cuenta el gran poeta valenciano César Simón que recibió el encargo de Manuel García de colaborar en el estudio que dio como resultado el libro que comento. Le llegó un 15 de junio, con el membrete: Exiliados, la emigración cultural valenciana a través de los tiempos, donde se le pedía un texto sobre la vida y la obra de Gil-Albert en México. César Simón cenó con Juan Gil-Albert esa noche y le preguntó por aquellos años, pero, lamentablemente, Juan no recordaba nada, ya había empezado el deterioro irreversible que le llevaría a una ausencia total de recuerdos en los últimos años de su vida. César, apenado por el destino adverso de su querido Juan, tuvo que buscar en su obra, profundizar en datos que estaban en sus libros, pero, como en todo ensayo del escritor alcoyano, lleno de digresiones, con una gran dificultad para sacar de ellos hechos concretos que le sirviesen para el artículo encomendado. El poeta valenciano tuvo que ir a los libros de Juan, extraer de aquellos recuerdos todo lo que tuviese que ver con los años mexicanos. Acerca de Las ilusiones, Simón dice en el artículo que es un libro «dorado y sombrío», donde se puede ver la actitud última del poeta en el exilio que, como ya comenté en este libro, tenía algo de ensimismado, como si navegase entre sueños. Cuenta datos que ya he comentado antes, acerca de la colaboración de Juan en la revista Taller o en otras revistas mexicanas, como Romance, pero son interesantes los datos que nos da el poeta valenciano sobre su viaje por Sudamérica en 1942. Cuenta que la idea inicial era viajar a Río de Janeiro, invitados por una amiga de Máximo José Khan, pero fueron antes a Colombia, donde Gil-Albert escribe ya poemas de Las ilusiones: ‘Los viajeros’, ‘El mar’, ‘Las aguas’, ‘Las estrellas’, ‘La tormenta’, ‘La bonanza’ y ‘El recuerdo’. Se trasladan los dos amigos a Cali, a casa de los Zavadski, que habían sido embajadores de Colombia en México. Luego a Lima en avión, de allí a La Paz, donde se asombran cuando ven orinar a las bolivianas en la calle y, por fin, a Río. Se hospedaron en Copacabana, cerca de la casa de la amiga de Máximo José Khan, Elisabeth Von der Schulemburg. Allí permanece el poeta alcoyano seis meses. Recuerda Gil-Albert el viento y el oleaje de Copacabana. Durante el vuelo a Río, Juan compone ‘Las nubes’, dedicado a Luis Cernuda. En la famosa ciudad brasileña vive Timoteo Pérez Rubio, el marido de la novelista Rosa Chacel, con el que hace relaciones sociales. El viaje a Buenos Aires es el siguiente destino, lo emprende junto a Máximo José Khan, Rosa Chacel y su hijo. Permanece un año en la capital bonaerense y publica allí su famoso libro Las ilusiones. Allí, el poeta alcoyano va a colaborar en la revista Sur y en La Nación, encuentra también a Arturo Serrano Plaja, Rafael Dieste, Rafael Alberti, María Teresa León, así como a la familia de Ricardo Baeza. Naturalmente conoce a Borges y a Victoria, Angélica y Silvia Ocampo. Luego, la vuelta a México, dos años más, antes del regreso a España, su necesidad de volver al país mexicano viene por motivos sentimentales. Resulta interesante la reflexión de César Simón acerca de su necesidad de dejar atrás, pese a la importancia que ha tenido en su vida, la cultura mexicana: Pero Juan necesitaba recobrar su condición “europea”, o recomponerla, su calidad de “hombre prometeico”, para entendernos, liberarse de la oriental disipación mexicana, y es cuando decide regresar a España, o, al menos, ésta es la interpretación con la que él justifica su regreso, con un símil de abolengo: él, a diferencia de Antonio, deberá vencer la tentación de Cleopatra y acudir a la “llamada imperiosa de Octavio. (p. 82) Esto se explica en el sentido de que hay algo extraño en el mundo mexicano que, siendo fascinante para él, no logra atraparle, el poeta necesita el regreso a casa, que, completando lo que dice César Simón, tuvo claras razones afectivas y familiares, pero no podemos dejar de dar importancia al peso que lo europeo, su cultura, tuvo para justificar su vuelta, como bien nos dice el poeta valenciano. La mirada de César Simón a la obra de Gil-Albert no es solo una mirada admirativa, sino también una aproximación, desde lo sentimental, a un hombre que conoció la pérdida de sus valores y tuvo que recomponerlos a su vuelta a España. Además, Simón reconoce la deuda literaria que hay en su obra con la de Juan, entremezclado por lazos afectivos que nunca se rompieron. ‘Tomas Segovia. Una lírica fronteriza’ por Santiago Muñoz Bastide Si ha habido una obra que tiene como referente los años mexicanos esa es la de Tomás Segovia. También el exilio está presente en su mirada, porque desde muy joven el poeta tuvo que vivir la dura experiencia del desterramiento. Nacido en Valencia en 1927 y llegado a México con trece años, el exilio marcó pronto su vida. Si en la poesía de Moreno Villa, Luis Cernuda, Altolaguirre o Emilio Prados sobrevuela siempre el deseo de volver a la tierra amada, con la poesía de Tomás Segovia encontramos el deseo de vuelta del hombre en general, esa ansiedad de volver a los orígenes, a los lugares queridos. Como dice muy bien Santiago Muñoz Bastide en este artículo del libro coordinado por Manuel García, la poesía del exilio es el deseo de regreso del hombre, en su universalidad, a su cuna: «Segovia ha hecho suya la reflexión del desterrado de su patria para, a través de ella, extenderla al hombre, ser de intemperie (T.S.). La experiencia moral de esta poesía nos enseña que el hombre es su propia herida». (p. 198) Esa herida, como la llama Muñoz Bastide, late en el Cuaderno del nómada, un libro magnífico donde Segovia logra cerrar el círculo de su poesía sobre el exilio, que empezó con Anagnórisis. Si en este último el paisaje es el de la ciudad que amanece, anegada por la niebla, donde la vida queda desdibujada en un mundo fuera del tiempo, hasta que llegue la luz que alumbre todo lo esencial, el mar, el agua, la niebla, en Cuaderno del nómada comienza con la figura del hombre errante, aquel que había aparecido en Anagnórisis y que aquí muestra la faz de la herida, aquella que le relaciona con el dolor de la pérdida por el exilio impuesto, por la vida fuera de su lugar amado. Hay otro cambio en estos dos libros, si Anagnórisis el yo nos habla, dialoga con nosotros, en Cuadernos del nómada, el yo ha desaparecido, envuelto en la niebla de su disolución como ser humano, es todo y nada, la realidad del desterrado: «Otra vez donde estuvo / El nómada se sienta / Y mira los caminos / Gravemente domados por sus tiendas». Hay que leer con pasión lo que dice Segovia en el apartado titulado Bandera, que sirve para comprender esa disolución del hombre exiliado, esa desintegración de su figura en la neblina de una tierra que no es la suya, por mucho que intente adaptarse a ella: BANDERA: Mi tienda fuera de los muros. Mi lengua aprendida siempre en otro sitio. Mi bandera perpetuamente blanca. Mi nostalgia blanca y caprichosa. Mi amor ingenuo y mi fidelidad irónica. Mis manos graves y en ellas un incesante rumor de pensamientos. Mi porvenir sin nombre. Mi memoria deslumbrada en el amor incurable del olvido. Lastrada en el desierto de mi palabra. Y siempre desnudo el rostro donde sopla el viento. Para Segovia, el nómada es el hombre sin esencia, perdido en la vorágine del mundo moderno, deshabitado de su yo, envuelto en la bruma de un mundo despiadado, así dice en Cuadernos del nómada: «El nómada se mira el corazón / y lo halla inmenso y sin ninguna huella». Esa ausencia de recuerdos es el objetivo de ese libro donde uno debe reconstruir su tiempo, ahondar en una vida que no ha dejado nada y que debe dibujarse día a día, hasta construir, desde la nada, una nueva biografía. Para concluir, cito lo que Muñoz Bastide dice en el artículo, refiriéndose al momento crucial en que descubre México, tras siete años de vivir allí, con su luz y su misterio, porque los años anteriores eran solo la huella de un país que apenas conoció en profundidad, su España: El mismo Segovia me refirió que a los veinte años se dio cuenta de que México existía, que estaba ahí con sus gentes, su historia, su literatura, pero que hasta esa edad, él, como el resto de sus compañeros, habían vivido únicamente de escuchar la historia de España. (p. 198) Ese descubrimiento de México hace del poeta un hombre más apegado a la realidad, pero que sigue envuelto en las brumas de un país al que no pudo conocer a fondo y que fue construyendo a base de la memoria de los otros, más mayores, como Juan Gil-Albert, con el que también le unió una gran amistad. La poesía de Segovia nos acerca más al duro mundo del exiliado, un ser sin tiempo y sin historia, que debe construir desde la nada el proceso vital para reconciliarse con una vida que podía haber sido de otra manera si la Guerra Civil no hubiese truncado tantos proyectos humanos. ‘Los valencianos que conocí en México’ por Manuel Andújar Si hay un hombre que conoció profundamente la importancia del abrazo, de la amistad entre los exiliados, ese ha sido, sin duda alguna, Manuel Andújar, un escritor andaluz que pasó largos años en México, hasta 1967, con incursiones cortas en otros países del territorio americano. Las impresiones que nos deja en este libro son muy interesantes, como la que dedica a Rafael Altamira, el ilustre historiador. Lo visitó en un piso de reducidas dimensiones, cuyos balcones daban a la plaza de George Washington, nos cuenta cómo le recibió el historiador: Don Rafael me trató con una actitud discretamente paternal, como si un añejo vínculo nos uniera, y lo que debió haber sido una mera plática de tinte funcionarial resultó, gracias a su hospitalidad en un para mí tonificador cambio de valoraciones. Extraordinaria su lucidez, aún vigoroso el temple existencial. (p. 203) También nos relata su encuentro con Juan Gil-Albert, al que le unió una amistad de muchos años, ya que Andújar colaboró en varios homenajes al escritor, porque siempre lo consideró uno de los mejores de la tierra valenciana: En la Horchatería Valenciana —Bolívar, flanqueo de Madero y 16 de septiembre— nos vimos Juan Gil-Albert y yo. Y a partir de tan lejana fecha no hemos dejado de “divisarnos”. De ahí provino un trabajo emérito, evocador de su Alcoy, con que honró a Las Españas, de sus aportes a lo vivo, amén de largas parrafadas telefónicas, lo que requiere ocasión más holgada. Ananda —mi esposa— y yo nos jactamos de la consideración que nos dispensa y de la fe que hemos tenido, en época de bochornoso silencio “nacional”, en que tamaña ceguera sería reparada y se situaría destacadamente su grandeza. (p. 204) La mención a “grandeza” para Gil-Albert me parece muy apropiada porque, como ya he contado en este libro, el escritor de Alcoy ha ido creando una obra sólida y profunda donde muchos temas encuentran su verdadero cauce, de una hondura poco común, en tiempos de tanta banalidad como los nuestros. Merece también, entre los muchos creadores que conoció Andújar en México, la amistad con Enrique Climent, el pintor que hizo interesantes retratos de Gil-Albert y con el que convivió una época: Comenzó en Distrito Federal mi cordial relación con Enrique Climent, magistral pintor, mediante una visita en nuestro apartamento de la calle de San Francisco (Colonia del Valle), que propició la generosa voluntad de Mada Carreño, a la que debemos el más lúcido estudio caracterizador —espiritual— de las creaciones de Climent. (p. 207) Sin duda alguna, señala Andújar, la importancia que Climent tiene entre los artistas del exilio español, uniendo su figura a la de otros tan afamados como Ramón Gaya, Arturo Souto o Antonio Rodríguez Luna. Cita otros nombres como los de Ángel Gaos, Juan Estellés, Francisco Tortosa, pero merece tener en cuenta la alusión que hace al maestro Llorens, verdadero biógrafo de tantos hombres de nuestro exilio en tierras hispanoamericanas. Lo que dice de él, refuerza la idea de una admiración que late dentro del gran poeta Manuel Andújar: Las reuniones que con él mantuvimos resultaron inolvidables, por su llana y vasta sabiduría, en razón de su amenidad. Gracias a su invaluable colaboración y reguero de anécdotas indicativas y trazos de semblanzas y descripción de públicos y acaeceres, para nosotros Don Vicente será siempre guía y presencia. (p. 209) Sin duda alguna, Andújar es un hombre agradecido, que menciona a muchos de los exiliados en México porque le han dejado huella, porque le han hecho más fácil el camino del exilio, han cimentado lo que, en palabras de Tomás Segovia, sería la invisibilidad del hombre del exilio que, gracias a los amigos, ha podido construir, desde el destierro, una nueva y necesaria vida. ‘Sorpresa y cautiverio de México’ por Juan Gil-Albert Juan Gil-Albert escribe sobre México, sobre sus impresiones, las cuales recoge Manuel García en Exiliados (La emigración cultural valenciana). Las palabras del escritor alcoyano sobre el país están tamizadas por el gusto de un hombre que hizo de la estética su forma de vida, donde la prosa esmerada encontró su feliz combinación con una ética que poco a poco se consolidó a su vuelta a España. La transformación que sufre al llegar a México es fruto de un ensimismamiento, un espejismo que va dejando la ciudad a su paso, como si en cada rincón el espíritu de lo misterioso anidase en su mirada: «México me cautivó de un modo raro y como enigmático, tal vez misterioso». (p. 212) Para decir más tarde lo que yo considero que es una declaración de amor al país, con sus luces y sombras: Y después me he dicho: si México me atrajo me transmutó desde el momento mismo en que puse mi pie mediterráneo, es decir, heleno y moro, dada mi procedencia alicantina, en su costa enigmática que continúa siendo suya a pesar de nuestra lejana trapisonda de la Conquista, fue por el solo hecho, sellado sí, imborrable, de haber tenido, y a qué alturas inasequibles, sus dioses propios, con su perpetua luz y su perpetua oscuridad. (p. 212) Habla de Mariano Orgaz, su iniciador en el misterio de la tierra mexicana, desde la conversación que ambos tuvieron en el Sinaí, el barco que les llevó hasta Veracruz, donde Orgaz le confesó que México, que ya conocía, era un país que dejaba una honda huella en todo aquel que se adentraba en sus calles. Para Orgaz, los mexicanos, esquivos y taciturnos, llevaban el alma de un pueblo hondo y verdadero, cuya pureza residía en el corazón y en la nobleza de los sentimientos, muchas veces impregnados por la sombra de la muerte. Para el escritor de Alcoy, México era la luz edénica, la vegetación lujuriante, las gentes que se contonean y hablan en castellano antiguo, de construcción cervantesca. También México es el país en que vive lo ancestral, como Orgaz le contó, al hacer juntos un viaje en Teotihuacán, en el centro neurálgico de las pirámides. Las descripciones del pintor a Gil-Albert sobre el carácter ancestral de la cultura llevó a que el poeta alcoyano hablase de Oriente occidental, como nos dice en las siguientes líneas: Con frecuencia, se me preguntó a mi regreso, qué país de los americanos era mi preferido y, cuando se oía que México, era de rigor que se atribuyera el motivo de mis preferencias al fuerte impacto español. No estaban en lo cierto. Lo que me cautivó era la precedente, lo que podríamos llamar nativo, encontrarme con un Oriente occidental que, como si dijéramos, había dado la vuelta. (p. 214) Termina el artículo dedicado a México con un poema dedicado a los albañiles, aquellos que viven en celdas, que construyen su vida en un espacio mínimo, pero que llevan la nobleza del corazón en la mirada. Como dice el poeta, esos obreros fueron los que contempló en su exilio mexicano y que dejaron honda huella en su retina: Está extraído de su misma humanidad, ya que estos obreros artesanos a los que nombro, son los de aquí, los mexicanos que yo vi tantas veces, por mi barriada, en sus faenas colgantes y, no hay que olvidarlo, como en lugar alguno, vestidos de blanco. (p. 216) Bello recuerdo, esos hombres hermosos que llevaban cada día su labor en silencio, tan misteriosos como el Tobeyo, ese ser que culminó su deseo de vivir una pasión verdadera, en un lugar lleno de espejismos e inolvidable para sus ojos cansados y aún enamorados. Cito solo, para concluir, unos versos de este poema, como legado al recuerdo de Gil-Albert, a su querido mundo mexicano: «En sus quehaceres / hay algo celestial, como enviados / de alguien que vela; penden suspendidos, / se deslizan por leves travesaños / de hebras de sol, dejando preparadas / al intruso las pálidas celdillas /con una claridad en las paredes, / una luz casta y nueva como nube». Bello final para este homenaje mexicano, a esos seres que viven pisando la tierra sin que apenas se perciba la huella de sus pasos, esos hombres que fascinaron, con su modestia y su humildad, al poeta alicantino, enamorado para siempre de México y de sus luces y sombras. Muy interesante, como colofón a este artículo sobre este libro apasionante sobre los exiliados valencianos en México, es el apartado que dedica la historiadora Dolores Pla Bruga sobre los “niños de Morelia”. Se trata de un interesante capítulo donde nos cuenta su historia. En plena Guerra Civil española aparecieron en los periódicos de la España republicana unos anuncios en los que se invitaba a los padres de familia a inscribir a sus hijos en una expedición que se dirigía a México. Los requerimientos eran mínimos: la anuencia de los padres, un certificado de salud y que el niño no fuera mayor de 15 años. Los niños valencianos fueron solo el 10% del grupo, ya que el resto eran de otras provincias. Una noche de fines de mayo de 1937, nos cuenta la historiadora, se reunieron en la estación de Francia de Barcelona los niños que habían sido concentrados en Valencia con los que habían salido de la Ciudad Condal. Al llegar a México, fueron recibidos con gran afecto por los mexicanos. Los niños españoles fueron alojados en Morelia en dos grandes caserones que habían sido propiedad del clero, anexos a sendas iglesias. La Secretaría de Educación Pública fue la encargada de acondicionar los edificios y destinó recursos suficientes para hacer del internado Escuela Industrial España-México, tal vez el mejor del país en ese momento.
No fue todo lo eficaz que hubiese deseado este acercamiento de los niños españoles en Morelia, cito las palabras de Dolores Pla Bruga sobre el desgajamiento de sus raíces: En términos generales, la estancia en Morelia significó para el grupo de niños españoles una pérdida de su identidad étnica. Las autoridades del plantel no pusieron mucho interés en que la conservaran y los niños no tenían muchas posibilidades de mantenerla. Por otra parte, en Morelia, la colonia española, con la que hubieran podido relacionarse y que les hubiera permitido tener alguna referencia, no era muy numerosa. (p. 258) Como nos cuenta la historiadora, el experimento de Morelia terminó cuando, tras acabar la Guerra Civil española, la antigua colonia española, a través de sus representantes, se dirigió al gobierno mexicano solicitándole que le permitiera reemigrar a los niños. Pese a que el gobierno mexicano no aceptó la propuesta, los niños fueron volviendo a su país, ya que muchos de ellos querían regresar con sus familias. Como muy bien dijo Vicente Llorens, el exilio dejó una huella imborrable, pero, poco a poco, muchos se adaptaron a la situación de su país. Puede servir de conclusión a este artículo las palabras de Llorens sobre el desterrado, palabras que nos llegan al corazón, nos dejan la herida que debieron sufrir esos hombres alejados de su país, desarraigados de los verdaderos valores que tanto les costó crear: El desterrado se incorpora a la vida de su país inoportunamente, a destiempo, sin que pueda establecer una verdadera convivencia con quienes lo consideran un advenedizo. Amarga impresión: el hombre que padeció viviendo desvinculado en tierra ajena, acaba por sentirse desterrado otra vez y en su propia tierra. (p. 232) Palabras proféticas para muchos, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, cuya vuelta fue la del hombre que ya no espera nada de los hombres, con una obra fecunda y profunda, que fue germinando en silencio, con la minuciosidad del amanuense, convirtiendo su vida en un acto de creación continua. Son palabras cuyo eco sigue presente en mi memoria, alimento que no he de olvidar, las de un hombre que amó la vida como pocos. El exilio, de él y de otros muchos, sigue siendo una sombra en el camino, donde todavía podemos mirarnos como en un espejo y dejar en ellos, en sus rostros cansados por el paso del tiempo y por la hondura de tanto sufrimiento, nuestro rostro herido por la vida. por PEDRO GARCÍA CUETO La obra de Carlos Marzal es ya una de las visiones más interesantes de la poesía contemporánea, ya que, eludiendo cualquier regionalismo, sus poemas inciden en un ejercicio de reflexión cargada de hondura y de misterio. La trayectoria de este poeta nacido en 1961 en Valencia es brillante. Ha sido Premio Nacional de la Crítica y Nacional de Literatura en 2002 con su libro Metales pesados. También ganó el Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2004 con su libro Fuera de mí. Ha consolidado su capacidad creativa con la novela y el ensayo. Su primera novela, Los reinos de la casualidad (2003), fue un notable éxito de crítica y de ventas. También ha cultivado el ensayo en Poesía a contratiempo (2002), sus aforismos en Electrones (2007) y sus apuntes sobre arte en El cuaderno del polizón (2007). Su último libro, Ánima mía, es un lúcido poemario que arrastra el misterio de su voz, su deseo de descubrir a través de la palabra los mundos que envuelven al ser humano. Es necesario, sin duda alguna, comentar la evolución de su poesía, envuelta en la temática del tiempo y de su paso, pero también otros importantes temas que están vigentes en su obra, la Naturaleza, el lenguaje creador, la capacidad de asombro que supone toda vida, el amor como un efímero pero imperecedero trasunto del ser humano, envuelto siempre en su madeja. Marzal usa la ironía, una visión de la vida que no elude el humor, porque conoce los sinsabores de todo proceso vital. Como ejemplo de esa constante temática podemos ver el tiempo en el poema ‘Cae la nieve’, perteneciente a su muy valorado poemario Metales pesados. La nieve es un símbolo de la vida que se muestra como un espejo ante nosotros para reconocer el rostro que llevamos como Narciso miró las aguas del río una vez: Se derrumba la nieve sigilosa / sobre el sigilo de la nieve exánime. / Remota desfallece de blancura / su ahogada levedad en la ventisca. (vv. 1-4) Si es “sigilosa”, es que llega como la propia vida, sin darnos cuenta, cayendo sobre nosotros. El adjetivo “exánime” nos muestra la oposición con lo que da aliento a la vida, el impulso, es una nieve que “desfallece de blancura”. Es tiempo, pero tiempo que se escurre en su propia nada, como la blancura que posee: Es un advenimiento inmemorial, / un testimonio prístino del tiempo, / que ante el tiempo se postra en reverencia. (vv. 5-7) Es curioso que, siendo tiempo, se postre ante el tiempo, lo que demuestra que nada permanece, todo se escurre como si se borrase para siempre. Marzal conoce la liviandad de las cosas y aquí lo pone de manifiesto. Pero la nieve no sería nada si no llegase al ser humano, lo empapase con su presencia misteriosa, tan inefable como la propia vida: En su desierta claridad, la nieve / nos recoge a nosotros, hielo a solas, / nos ensimisma tanto en nuestra esencia / que se escucha / el caer / del pensamiento. (vv. 15-20) El dinamismo del poema es evidente, la soledad del hombre y la nieve que le envuelve hasta hacer tangible (como algo corpóreo) al pensamiento. Esa posibilidad de transformar lo intangible en real nos demuestra el poder de la nieve, afín al del tiempo. No hay que olvidar que no hay nada más complejo y sencillo que la vida, por ello, dice el poeta valenciano: Abruma en sencillez esta nevada, / su terco desgranarse inconmovible. (vv. 21-22) Es, en esencia, luz que nos ciega, la luz de su interior, que le lleva a decir: Sobre la vida, / nieva vida muda. / Muerte / sobre la muerte / nieva quedo. (vv. 23-27) Como si de una música se tratase, la nieve silencia a la vida y destapa el paso del tiempo, todo muerte. Marzal logra la maestría de combinar imágenes brillantes con la hondura de su discurso reflexivo. Este discurso acentúa sus rasgos más definidos en un siguiente libro que abre las ventanas a una madurez poética ya presentida en el anterior, muy celebrado, como ya dije. Me refiero a Fuera de mí. El tema del tiempo vuelve (uno de sus temas esenciales) en este poemario. En el poema ‘Ubi sunt’ dice: Todo está en donde estuvo, todo late / en el primer latir / de la primera aurora cautivada, / y en su cautivo corazón palpito. (vv. 1-4) Si todo es el principio, nada de lo que sucede después nos deshace del primer alumbramiento, nada nos aleja de nuestra infancia, lugar edénico, en la senda de su admirado Brines. Nada es diferente, todo está escrito ya: Todo fluye / en el mismo fluir de un mismo río, / por el agua tenaz de un cauce idéntico. (vv. 5-7) El río que es la vida, gran símbolo del tiempo desde el medievo, es el leit-motiv del poema. Lo más importante es la conjunción de los seres en uno solo, porque todo lo que pasó sigue estando, todos los que fueron viven aún en nosotros: ¿Acaso es que no sientes en tu piel / la salvaguardia de otra piel pretérita, / las sangres centinelas de tu sangre, / las sombras que fecundan a tu sombra? (vv. 6-9) La piel es la de otro que no es otra que la nuestra, en ésta viven miles de seres que ya fueron y que nos envuelve en un tiempo inmemorial. Si la piel es tacto que nos remite a otros momentos de sensualidad, no olvida Marzal la voz, esencia del ser que descubre el mundo cuando escucha la voz de la madre, que vive el goce de haber fecundado un hijo: ¿No sabes escuchar bajo la voz / los coros primordiales de las voces, / ni el ser de la palabra en cuanto somos, / ni el eco de vivir en lo que hablamos. (vv. 10-13) El ser humano que alumbra el mundo en la infancia para no olvidarlo nunca, que escucha a los demás como si fuesen su propio eco, dice al final de este hondo poema existencial: Cierra los ojos para ver más claro / y sal fuera de ti para morar contigo (vv. 25-26). Sólo adentrándose en uno, conociendo el mundo interior, podemos ver el rostro de los demás, sus voces, la huella que nos han dejado, hasta ser sólo un ser en el confín del mundo. Este poema insiste en el tiempo, en su pasar, que no es más que nuestro misterio vital y nuestro reencuentro con los demás, para vernos en un solo espejo. En Ánima mía, su último libro, vuelve la luz, esa que destilaba la nieve que caía sobre nosotros, una luz en esencia mediterránea, pero que tiene colores interiores, como si Marzal navegase ya en muchos mundos, transitase ya en esferas diferentes. El poema se llama ‘Contraalbada’ y es muy hermoso, porque refleja ese saber mirar el mundo, ese contemplar con atención lo que a otros se les escapa, pura mirada de poeta: He asistido sereno / al suave alumbramiento laborioso / con que la prima luz, / la destemplada luz recién nacida, / todavía indispuesta en grises gélidos, / confería al jardín su conjetura. (vv. 3-8) Es luz primera la que ve el poeta, una luz exenta de calor, pero llena ya de la temperatura del mundo, hermosa, como todo alumbramiento. La descripción de la naturaleza nos remite a la mirada de un poeta que descubre el mundo como un niño, pero con la orfebrería emocional del adulto enamorado de todo lo que le rodea: La pérgola del brezo, las adelfas / —quién diría que traman su veneno—, / los núbiles jazmines, / charolados de verde disciplina, / el nácar de la mesa circular, / su mármol sabedor, que nos socorre: / se ha alzado la materia, / menuda, a sus hazañas (vv. 13-20).
Ese espectáculo del mundo nos sobrecoge. ¿Quién se resiste a ese alumbramiento único de cada día en nuestro espacio, quién no se deja deslumbrar por su luz inaugural? El poeta, al ver el mundo, lo crea, como si el poder de la mirada fuese el del artesano que fragua su pieza de arte: He visto madurar, / —fui su amanuense— / por el balcón abierto, el nuevo día (vv. 21-23). El poema termina con ese deseo de darse al mundo, encontrarse con él, en necesaria lucha, como el amante con el amado: Esto que veis, también / es obra de la lucha, / la lucha de la luz, / luz de mi vida. (vv. 24-27) Un final que nos confirma a un poeta que ha ido gestando un mundo propio, tan interesante que ha encontrado su luz interior, su espacio vital para asombrar al lector. Hay muchos poemas de este último libro que confirman ese proceso literario, a la par que vital, como el muy bello ‘El aprendiz de espumas’, donde el mar y el niño se encuentran en un instante pleno que confirma otro tema esencial en la obra de Marzal, la infancia, ese Edén perdido que, en la senda de Francisco Brines y su obra magistral, ya no ha de volver. La única forma de concitarlo es cantarlo como hace Marzal en este luminoso libro que confirma una obra ya consolidada y llena de luz. El final del poema que he citado, dice: ¿Adónde fue a parar el paraíso?, pregunta que nos hacemos porque no entendemos por qué la infancia, el tiempo de la dicha, terminó tan pronto y para siempre. por PEDRO GARCÍA CUETO Antonio Gamoneda canta y lo hace así, con el verso hondo y claro, como dijo Miguel Casado en su artículo publicado en La República de las Letras en el número de noviembre y diciembre del 2007, titulado ‘En el espacio de la poesía moderna’: «Pero la escritura transparente también es un modo de desvelamiento, no sólo formal, sino de lo que subyace; la escritura transparente revela lo que está debajo». Y es la escritura transparente la que enuncia el poema de Gamoneda, ese verso diáfano, casi cristalino, que abre sus ventanas a un eco amoroso. Citamos de nuevo el artículo de Miguel Casado: «la escritura transparente hace visible aquello que trasparece, lo que está debajo». Su canto a la madre es una muestra de afecto, como cuando el poeta dice en ‘Hablo con mi madre’: «Mamá: quiero olvidar todas las cosas / en el final de mi respiración que canta». Si la escritura es “transparente”, todo lo que canta se revela, tiene destellos, halos de luminosidad. Pero Gamoneda sabe que decir la verdad en el verso es callar también porque: Sé que el único canto la única poesía es la que calla y aún ama este mundo. Por ello, en los poemas de Gamoneda hay huecos, son silencios que desvelan la imposibilidad de decirlo todo, de sincerarse ante el mundo. Late el eco de la duda ante la existencia, siempre en continuo desvelamiento, como si abriese telones y cerrase espacios abiertos, todo en eterna contradicción. Hay poemas de Gamoneda como ‘Geología’, ‘Paisaje’, ‘Invierno’, donde el poeta calla en el verso la hondura del mundo, busca en lo cotidiano, en los objetos y utensilios de cada día aquello que enuncia la verdad, en una sartén, en una cesta… Cualquier objeto es presencia. No nos lleva a los terrenos inhóspitos del pensamiento, donde todo es duda y temor. Lo verdadero se revela y se hace canto. Como dijo Ildefonso Rodríguez, comparándolo con el Blas de Otero de Pido la paz y la palabra, Gamoneda es el poeta ciego, el Homero que abre los ojos y descubre el poema en la verdad de los objetos cotidianos, su poesía se socializa, olvida todo lo anterior y entra en contacto con el mundo, se hace verdadera, cuando, como Aleixandre en Historia del corazón, toma contacto con los otros hombres y con los objetos cotidianos, que le alejan ya para siempre de toda trascendencia. El poeta considera que «mi canto está mal hecho», Gamoneda cree que la denuncia no vale, es insuficiente, si en el poeta no late un verso revelador, que enseñe el lenguaje de cada día, que se identifique así con el pueblo.
Dice el poeta: «Fui ciego / como piedra de cripta hasta que un día / vi en el mundo las cosas verdaderas». Es un poeta atravesado por la verdad, cuya fe manifiesta, ciego del mundo, cuya revelación no llega hasta su libro Blues castellano. Si la poesía vivía en sus primeros libros como Sublevación inmóvil (1960), Gamoneda no ha encontrado todavía el lenguaje verdadero, ese que le una al mundo, aún vive entre luces y sombras, entre el misterio del pecado original y la intrascendencia humana. Será después cuando abra ese caudal. En Blues castellano hay un apartamiento de la indignidad del mundo. Gamoneda se siente avergonzado de ese lenguaje anterior, solo y desvalido ante sus propios espejismos, quiere compartir y dar a los otros su verdad, entender el mundo que lo rodea y serle fiel. Para llegar a los demás solo existe el dolor que vive dentro de su piel. En Blues castellano hay un llanto a secas, por la vida, la injusticia y el dolor que late en todo, por la respiración de las cosas, las oye como si encontrara el oxígeno que necesita para volver a enfrentarse al mundo. A través de un nuevo lenguaje, el poeta encuentra su íntimo decir que está con los otros, en sintonía y armonía vital. Pero las palabras de Ángel Luis Prieto de Paula en su artículo de República de las Letras, en el citado número dedicado a Gamoneda, nos aclara el pasado que ha vivido en él y que hace necesario ese nuevo ser ante el mundo. El artículo se titula ‘El sabor de la desaparición en Antonio Gamoneda’ y dice el prestigioso profesor e investigador que Gamoneda fue un niño de la guerra y eso le marcó. Su poesía se basó en ese tiempo de dolor, hasta que en Descripción de la mentira reflejó «su fracaso histórico y temporal». Ya en ese libro, de 1977, se revela el deseo de cambiar, de unirse al mundo, de encontrar un nuevo verso, que culminará en Blues castellano y que recopilará en Edad (1987), un libro que recoge una antología de su poesía, publicado en Cátedra. Coincide Antonio Colinas con Prieto de Paula en que Descripción de la mentira es el nacimiento de ese cambio en su poesía, cuando comienza la palabra verdadera, palabra-origen, en la senda de Valente, inicio de un nuevo lenguaje que cobra todo su sentido en su famoso Blues castellano. Concluyo diciendo que Gamoneda es un poeta de verso llano y profundo, que revela al ser que vivió la Guerra Civil Española de niño y que vivió una dura posguerra, ese ser que encuentra en los demás el verdadero sentido de una obra poética de altura que hay que celebrar. por PEDRO GARCÍA CUETO INTRODUCCIÓN La obra de Javier Lostalé descubre un mundo que ha ido creciendo desde su primer libro, Jimmy, Jimmy, hasta el último, La tormenta transparente, en una progresión que cree en la palabra poética y su poder redentor, como si la poesía nos aliviase del tránsito de la vida, donde el poema se convierte en fulgor, tan auténtico y tan fugaz como un acto amoroso. Para Lostalé, hombre de radio durante muchos años, el lenguaje es un entramado necesario para vivir, un puente para cultivar el sentido del ser, sus apariencias y sus complejidades, sus luces y sus sombras. De ese entramado nace la poética que ha ido cultivando, centrado en el instante amoroso, en lo que queda entre el hueco de dos amantes, donde el amante y el amado viven la plenitud de sus experiencias vitales. Como todo tempus fugit, el poeta canta lo que se pierde, en la línea machadiana, pero dando al verso un énfasis que rompe todo silencio, como si en el poema se cumpliese la vida entera. Para Lostalé el verso se convierte en un desvelamiento, un fulgor que atraviesa la luz y que invita al goce, nada se superpone a ese placer de decir, como si en la expresión el sentimiento inefable pudiese concretarse y volar en vuelo alto. Con estos mimbres, adentrarse en la poesía de Lostalé es un ejercicio apasionante, como si fuésemos los traductores de una fe en el verso y en la vida que no tiene parangón. El poema es resultado de un esfuerzo de máxima concentración, donde las palabras bailan para convertir a los versos en plena luz, en llama y ceniza a la vez. Si en sus primeros libros Lostalé era más narrativo, como si las historias fuesen necesarias para adornar el verso, darle forma, en su último libro, un afán más abstracto, fruto de su experiencia vital, va surgiendo, todo se centra en la luz del amor, en la conjunción de la Naturaleza, en esa efímera tormenta transparente, donde el poeta se convierte en demiurgo que traslada la luz del poema a nuestros sentidos, oírlo recitar es un apasionante camino hacia la luz de la poesía, donde el eco de su voz rompe toda distracción, nos absorbe hasta convertir un acto poético en un acto de amor. Por ello, se hace necesario indagar en las verdades de su poesía, abrir las ventanas de este cúmulo de verdades que hay en una obra sólida, de hermosas resonancias y que cada vez nos ha ido sorprendiendo más. No hace falta decir que la modestia del poeta convierte el poema en un vestido donde aflora la verdad de este cantor, uno de los más verdaderos, porque lo que escribe nace de un profundo amor por la poesía, con que contamos en la actualidad, en nuestro panorama poético. Su obra merece el acercamiento que pretendo hacer, para que muchos conozcan los íntimos sentidos de su lenguaje poético, un lenguaje que, al ser escuchado o leído, nos obliga a una extrema concentración, fruto de la honda luz que hay en sus versos, casi transparentes. JIMMY, JIMMY, UN LIBRO INAUGURAL Jimmy, Jimmy surge como un vendaval en la poesía de los años setenta, como una búsqueda infinita del sentido del ser, de su consumación vital. Su autor realiza un ejercicio virtuoso, cuya raíz anida en la luz que desvela el pasado, en su hondura vital. Para Lostalé, la poesía es diálogo profundo con el ser que le acompaña, en una clara sintonía con los demás, en un afán de iluminación que el poema va desbrozando poco a poco. Por ello, Jimmy, Jimmy, escrito en 1976, año de apertura y de democracia, es un libro hondo, donde Lostalé se confiesa, enamorado de los senderos de la vida, de sus luces y sombras. En el poema ‘Niño’ abre los cauces al pasado a la infancia, que se revive en ese afán de decir, en una mirada crepuscular, desde el hombre adulto, con el desengaño en la mirada, pero con un afán vital que va sobreviviendo a la luz cenital que desvela el pasado. El poema nos habla de trenes, aquellos de la infancia, imaginación que suponía viajar con la mente a otros lugares para aliviar la soledad, pero también nos habla de la noche, como un paisaje de permanencia, como si el alma navegase en busca de su Dios, recordando los sabios versos de San Juan de la Cruz. También del verano, estación de la vida, lugar de amaneceres con el amado, de juegos y luces de alborada. Dice el poeta: «Los trenes pasaban hondos / con su misteriosa carga. / Y los ojos se asomaban al largo silbido. / Y no podían sentir el dolor, / pues eran aire pausado en la luz, / vida aún por nacer, soledad tibia / que busca vagamente un cuerpo». Sentimos el peso de la vida, en los trenes que viajan, con «misteriosa carga», también los ojos del niño, ahondado en soledades, cobijando sus espacios de vacío en ese tren en marcha, donde la vida «aún por nacer», abría un cuerpo que buscaba ya su esplendor. No hay cuerpo sin otro, parece decirnos el poeta, solo el contacto de otro ser nos explica, nos da argumento y nos salva de la insignificancia de vivir. Pero Lostalé ahonda en el sentido del tiempo, su bagaje existencial: «Las noches eran sólo el tránsito, / la hora que prepara el vino de la mañana; / y si una flor oscura en tus labios / señalaba la resaca, el rincón, la bicicleta, / cuando la mano…y un sol de plomo, / pronto lo olvidabas». Viaje al pasado, donde la noche abría su sendero para dar a luz al día, germinador, fecundo como la rosa, donde la belleza tenía tonalidades de cuerpo amado, de niñez abrigada por deseos inconfesables. La sensualidad del verano, terreno lleno de pasión donde el cuerpo abriga su sed, donde, recordando la tradición gallego portuguesa, en la lírica medieval, los ciervos van a beber a la fuente, lugar de encuentro para el amor. Aquí, el poeta encuentra en las abejas ese néctar que le habla de la vida que germina, como el amor naciente: «En verano las noches eran abejas / abriendo heridas y posándose luego, apenas, / sobre la sangre en celo». Abejas que se abrían como noches para buscar el néctar, como el niño que presagia ya el cuerpo del otro, para fantasear con el amor y la entrega, llena de luz y sensualidad. La diferencia del otro, del raro, anida en poemas como ‘Entre todos’, porque ya el poeta manifiesta su diferencia, su extrema sensibilidad, en un mundo que niega el afecto, lo esconde a manos llenas, por considerarlo impúdico. Aquí Lostalé nos habla del amor hacia el otro, al olvidado, al que ha vivido en el alcohol, porque la vida es sombra, si no la alienta la luz de alguien que te ame: «Le habían matado entre todos. / Cercaron su débil naturaleza / con extintas miradas / que ahora, hálito sólo, / entregaban su terrible verdad. / Con gestos le llamaban desde su fatigada belleza / porque sabían que la pureza era un difícil equilibrio de los ojos». Versos que resuenan como música, porque en ellos late el que es diferente, ser que se va completando con las sombras, ser mirado con extrañeza, por su extrema sensibilidad. La pureza es un don negado al raro, hombre que anida en las sombras y que parece un loco ante los demás. El hombre que, como nos dice en otro verso, «comenzó a amar lo oscuro», es un ser tocado por el sino del afecto, de ese mundo que solo algunos entienden, mundo que parece irrisorio, pero que esconde al hombre verdadero, el que ama la vida hasta el tuétano. Jimmy, Jimmy es un acto de amor, un libro que navega en los sentimientos de un poeta que ya siente la vida como herida, con su luz y sus sombras, de la luz dirá en el poema ‘Una luz’, lo que sigue: «Una luz en pliegues / iba cercándote / con un ámbito / que ya no era soledad / sino espacio hueco / en el que el pensamiento se nublaba / sin poder reducir a la verdad / algo de tu vida». La luz como anunciación, pero no de soledad, sino de un espacio de vacío, donde el hombre herido por la poesía y por la vida va germinando en un haz de rayos que lo consumen, con el necesario puente que necesita para transmitir su amor a los demás, la luz como pregunta herida por su misma carencia de respuesta. Pero también es para el poeta el camino que abre un cuerpo al otro, en una sinfonía del tacto, quizá imaginado, pero tan real si el hombre sabe completarlo con la imaginación portentosa del que ya es condenado por su forma de ser: «Como tantas veces / fuiste hasta un cuerpo / buscando más el olvido / que el conocimiento del amor». El olvido es la renuncia, porque el conocimiento viene tamizado siempre de negaciones, de inquietudes, en el olvido muere el ser, su plena conciencia de existir y vuelve el poeta al útero materno, donde la vida es plácida, un sinsentido que no rompe la conciencia de existir. Indudablemente el poema es una pérdida, ya que dice «Callado, vive poderoso en tu derrota», el ser que vive en el silencio y en él triunfa, pleno por gozar de lo que cree aunque nadie comparta su plenitud vital, llena de silencios y de sombras. La victoria es derrota y en esta antítesis se entiende que el poeta triunfa en su misma negación del mundo, creando un mundo interior que se superpone y que abre cauces infinitos donde ser feliz: «Victoria sea tu tristeza / jamás cantada». Lostalé escribe un libro que ya va abriendo la senda a una obra llena de luz, donde los infinitos deseos de comunicación se enredan en la soledad y el vacío, pero que dan la consistencia a una obra que nace con el afán de hacerse ver, para que el otro entienda su profundo sentir hacia la vida. Jimmy, Jimmy es un libro que merece leer para conocer ya al poeta que dice lo que siente, envuelto en las opacas sombras de la noche de la creación, esperando el amanecer para ser devuelto al comienzo de la vida, a la niñez feliz, donde los trenes pasaban como horizontes llenos de viajes imaginarios, dobles vidas que el poeta sabe que son su sino para siempre. Muchos poemas del libro inciden en esa idea, en la negación del ser, como en ‘El muro’, donde la invisibilidad del poeta hacia los demás ya explica un tema esencial en la obra del poeta madrileño, su doble condición de ser que existe, pero que se pierde en las sombras de una doble vida, la imaginada y la que le ha tocado vivir. Un libro inaugural de la gran poesía que late en las venas de Javier Lostalé. DE FIGURAS EN EL PASEO MARÍTIMO A LA TORMENTA TRANSPARENTE: LOS ESPEJOS INTERIORES DEL MUNDO POÉTICO DE JAVIER LOSTALÉ Si Jimmy, Jimmy fue libro inaugural, conservando la llama de ese amor hacia la vida que supone la poesía de Javier Lostalé, Figuras en el paseo marítimo, libro publicado en 1981, significa la luz absorta en su fulgor, la leve duración de un cuerpo que se sabe destinado hacia la muerte, al destino final. En ese desenlace que todo destino lleva implícito, alguno de los poemas de este libro tienen una fecha, como ‘Septiembre, 1972’, donde el poeta ahonda en el verano del recuerdo, a través de un cuerpo del que solo queda ceniza: «Pleamar es hoy la vida / que en la playa ninguna descansa, / pues el espacio de tu cuerpo dejaste / en constante tensión pobladora / a cuya llamada hay que responder / sin el consuelo de poseer la voz». Si la vida ya no es reposo, sin espacio de zozobra, los ojos del poeta miran el cuerpo ido, su sombra en las cosas, en una búsqueda incesante de la felicidad perdida. Lostalé penetra en el libro temas que los vates de todos los tiempos han tratado a lo largo de los siglos: el mar, el amor, la sensualidad, pero dota a los poemas de una certidumbre, una luz especial que nos hace sentir la llegada de la amada desde su imaginario mental. Por ello, en el poema ‘Ciudad’ la mirada es importante, porque renace del tiempo, cobra certeza lo que ya es ruina, la vida a lo que ya es muerte. La mirada como cénit donde el poeta recobra su fe ante el cuerpo amado, aquel que supo del vértigo de los besos ante el mar: «El mar cubrió la ciudad con tu nombre / y la mirada fue éxtasis / de los años vividos desde tu espera». La ciudad en el presente, el mar en el pasado, como esas imágenes de Alberti en su Marinero en tierra o la imaginería de José Hierro en su magistral Libro de las alucinaciones, un mar romántico porque vuelve, su presencia en los ojos del amado es “éxtasis”, llama indudable de la pasión para el poeta. Hace falta mirar, pero también sentir, por ello, la presencia del corazón, el latir que connota los afectos, desde la piel hasta el paisaje, sin duda, otro tejido que se compone de recuerdos: «Pero pasaste sin rozar / el luminoso tejido / de mi corazón pronunciándote, / y el paisaje se hizo forma triste / para que despacio se apagara». La trasmutación del paisaje en afecto «forma triste», porque las ciudades y sus entornos tienen vida propia, se acercan al ser para entablar un diálogo con su tristeza. De ahí este corazón que habla, porque todo es diálogo, desde el pálpito, todo es comunicación, desde la ausencia. La gradación que se abre ante este corazón que habla, con el paisaje de fondo y que, como una luz que va perdiendo si fulgor, se va diluyendo, en el tenue panorama del poema. Esta comunicación nos recuerda a la de los poetas que aman la tierra como mundo afectivo, en la estela de Antonio Machado y su Soria o Gerardo Diego ante el río Duero. Para Lostalé el poema es un mapa que abre señales, por ello, la simbiosis del pasado (el mar) y el presente (la ciudad), solo puede terminar con el dolor: «El mar cubrió la ciudad con tu nombre / y entre sus límites / mi cuerpo reverberó dolor». El cuerpo es el resultado de dos paisajes (el del pasado y el del presente) y síntesis de ese lamento final que es la pérdida del amado en el poema. Vuelve al pasado, evocando en la textura de ‘Hoy, de nuevo’, un poema que revela el tapiz afectivo de Lostalé, su tejido profundo. El mar es, de nuevo, el leit-motiv, el espacio del recuerdo, cuyas olas acunan la memoria para provocar la luz del poema. El paisaje (el mar, la niebla, las costas), son mapas afectivos donde el poeta madrileño puntúa sus sentimientos, adornando su sed de amor. Desde la extensión del mar como espacio abierto hasta la intimidad del pecho, aquí revelado como «niebla íntima», ya que se tiñe de gris ante el recuerdo: «Hoy, de nuevo, busco tu figura perdida, / renuevo el poso que agoniza intentando tu voz / dejo que el arco puro del mar / deposite su niebla íntima en mi pecho». Si es poso que agoniza es que vive ya en las cenizas del amor, con la voz como escenario al que asomarse, ahora truncado por el tiempo y la no presencia del amado. Para Lostalé las imágenes de la tristeza son señales, cartas abiertas sin remitente que ahondan en el paso del tiempo. Hay aceptación del engaño, en la línea de Francisco Brines y su visión de la vida como una trampa a la que ceder para seguir creyendo en un tiempo ido, donde la infancia se asoma para ver su reverso, el de la vejez y la muerte. Lostalé, siguiendo su destello, sabe que no se puede vivir, para no morir, en la ficción, he ahí la aceptación del engaño como “modus vivendi”, pero el poeta insiste en «pausa en mi costumbre», porque necesitamos la cordura de lo real y solo la locura ha de ser transitoria, con cauces bien delimitados, para no perder el horizonte de la vida: «Se abre entonces la locura de una pausa en mi costumbre / y acepto el engaño, que me hace vivir, / el mentido reflejo que en verdad convierte el corazón». La vida es oasis donde podemos ver el espejismo del amor, del afecto ido en las cosas, en los paisajes interiores. También sobrevuela en el poema la posibilidad del asombro, de vivir de nuevo el amor, porque todo y nada es real a aquellos que han amado, ya que como nos enseñó Lope de Vega en un célebre poema amar es un vaivén de contradicciones, risas y llantos al mismo tiempo: «Pero todo eso ya no es por ti, figura perdida, / sino por lo que incierto siempre espera / al que una vez señaló el amor». Con su libro La rosa inclinada (1995), llega la rosa como motivo poético, cuya hermosura casa con su brevedad, en una conjunción que da a luz el poema. El espíritu descriptivo del poeta, su minuciosidad para saber mirar queda patente en el libro, hecho con la arquitectura del alma, como en poemas tan sorprendentes como ‘Las gafas’: «Con el aire triste y dorado de tu mano / empujaste las gafas / por la pendiente de tus pensamientos, / y sin asilo quedaron / los dos valles de silencio de tu mirada». La visión del hombre meditabundo, que vive la soledad de su mundo interior, queda reflejada en el «aire triste y dorado de tu mano», como si el tacto fuese ya una señal de la elegancia ante la vida, mano que escribe y sueña, la del poeta. Por ello, el asilo es reflejo de la mirada ida, ya en su plenitud de silencios. La descriptiva forma en que el poeta nos dice cómo las gafas quedaron huérfanas de unos ojos, se complementa con las flores que ve el poeta, ahora ya embebido de la luz de la flor, que emana suavidad y amor: «El pliegue de unas violetas / enmarcó entonces tus ojos / y te fuiste alejando / hasta alcanzar la luz quieta / del cansancio enamorado». La luz quieta es símbolo de esa llama que es el amor en espera, a la expectativa de un ser que llene la alcoba y la haga moverse, como un cuerpo al danzar, ante las llamas. Sin duda, el poeta quiere encontrar el reflejo del otro, pero busca sus gafas, las que saben mirar, algo más que una cosa, una parte de su ser: «Desprendidas de la sombra en ramas de tu frente / tus gafas fueron a la deriva / entre el vaho de un cielo de rostros. / Y en su último resplandor me besó tu memoria». La memoria besa porque vuelve tierna y afectiva ante el hombre que recuerda, las gafas, ya entregadas a los otros, despojadas del ser, amputadas de uno mismo, latiendo en «un cielo de rostros», ya casi sin vida. Bello poema, de una estructura muy cuidada y con un alto poder descriptivo en este libro magistral de Javier Lostalé. Otro poema del libro que quiero comentar es ‘Azul’, donde, recogiendo el color del ensueño para Rubén Darío en su célebre libro de cuentos, el poeta nos habla del color del cielo y del mar, para teñir de cromatismo todo lo que le rodea: «En la madrugada / todos los trenes tienen los ojos azules / y la memoria de un cuerpo es azul relente». La idea del tren como símbolo de la vida que se escapa, en esos ojos, la mirada tan importante en la poesía de Lostalé, también la memoria de un cuerpo tiene color azul también. Y la sensualidad que destila el poema, desde los desnudos de los cuerpos hasta el pecho en versos de gran belleza. Cito, para no extenderme demasiado, la parte final donde los amantes viven su plenitud azul, entregados al desconcierto de los besos, porque todo se inunda, plenamente, del color del mar y del cielo: «En la madrugada hay charcos de luz / que convierten la mirada de los amantes / en un escalofrío azul. / Las lámparas que se apagan en la madrugada / mantienen una lengua azul / llena de mareas y lunas de armarios. / Cuando en la mesa de mármol se destempla / es que llama el amanecer». La luz de la noche, teñida de azul, espera la llegada del amado ante la amada, como ocurría en la poesía mística de San Juan de la Cruz, donde la noche abre los senderos al día, en una plenitud amorosa que se cimenta en la búsqueda y el encuentro, en su deslumbramiento final. La luz del mármol, en su blancura, cambia el color de todo, porque la noche acaba y el amor ya se ha consumado, ante una blancura hermosa que brinda el amanecer. Llega Hondo es el resplandor en 1998, con poemas de gran calado existencial, uno de los más bellos se titula ‘Hijo’, es la confesión de un hombre que se siente solo ante la inmensidad de la vida, que busca la sombra de un hijo no nacido, para creer en la existencia, como sentía Umbral ante la vida casi extinta de su hijo, abocado a la muerte, en su hermoso libro de prosa poética Mortal y rosa. Cito solo unos versos que dicen todo, porque Lostalé desnuda su dolor, la imposibilidad del amor para dejarnos la sombra de un hijo que nunca existirá: «Desde la hora desierta de un vientre / copulas con mi sueño / hasta el vaho final del espejo en que te desvaneces. / Tapiado umbral de mi sangre / con la liana de tus labios acaricias el relámpago de mi nombre / mientras un abismo azul me coloca a tu lado». Sin duda alguna, la consumación amorosa no se lleva a cabo, la soledad lo asola todo, impidiendo la fecundidad, dentro de la sangre late el hijo que perpetúe su ser, pero, en realidad, todo lo que trasluce el poema, es el abismo azul, es decir, un vacío, de nuevo, el color azul, el que espera el sueño, en la eterna soledad del poeta. Pero también, como reverso, en una simbiosis necesario, late el poema ‘Atardecer’, dedicado al padre, porque Lostalé sabe que la familia da a la vida un sentido, hace que nuestro ser no sea insignificante, solo ante los hilos del corazón puede latir. Cito unos versos que me deslumbran con su belleza: «No hay tumba para el atardecer. / Su horizonte de navío lento / junta la vida y la muerte / en la blanca tiniebla de lo que va a despertar». Final del poema, pero versos llenos de luz, ya que en el atardecer se consuma todo, la vida y la muerte, el amor y el desamor, el padre y el hijo, en un encuentro más allá de lo carnal, plenamente espiritual, lo que da al poema una insólita belleza. También la sensualidad, plena de erotismo, vive en poema como ‘Cuerpo’, cuando dice el poeta madrileño: «Doy un salto entonces hacia mi entrada en ti, / y como el que salta tiemblo sólo tu frontera / al quedarme siempre antes o después». El acto amoroso, su entrega, quedan en el poema, porque en la exactitud del cuerpo se cumple la vida, en el acto amoroso nos eternizamos, vivimos para siempre. La frontera es siempre la distancia que queda entre dos cuerpos, el lugar donde el amado y el amante gozan el amor, un terreno que hay que escalar para llegar a la cima. Con La estación azul, publicado en el año 2004, el poeta nos acerca poemas en prosa, textos de gran calado existencial, cito solo el principio de La frontera, recordando el poema anterior que he comentado, ya que la frontera es el hueco que queda entre los seres, donde vive la felicidad y el desamparo o la tristeza: «Todos vivimos en la frontera, a un paso de la felicidad y a otro del abandono y el desamparo. Somos unos refugiados sin territorio que estamos pendientes de que alguien nos nombre para sentirnos habitantes de algún lugar». Al igual que el poema es la constatación de la existencia, la que nos habla de lo que sentimos, la capacidad de decir, en la línea de ese acto de enunciar que ha cumplido Jaime Siles en su libro Actos de habla, los demás son los que nos dotan de existencia, somos seres ensimismados, como ya lo expresó César Simón en su libro Extravío, el ser que se mira en las aguas de la nada para preguntarse por su ser, en la búsqueda de una constatación de su existencia. Lostalé sabe que somos mendigos en realidad, por mucho que nos vistamos de reyes, la vanidad, el dinero, son bienes fugaces, efímeros, que no nos salvan de la muerte, poderosa fuerza que nos arrastrará a todos, como nos recordó Pavese en su famoso poema ‘Vendrá la muerte y tendrá tus ojos’: «Libramos una batalla con nosotros mismos en la que somos reyes y mendigos. Mientras nos ponemos la corona del triunfo y el dinero, nuestro corazón despojado muestra sus harapos». Libro hondo, que nos enseña, sin atisbo de adoctrinamiento, cómo respira Lostalé en otra forma de decir, pero tan profunda como la que nos dejó en sus poemas. De La tormenta transparente, libro publicado en el año 2010, quiero citar un poema que resume muy bien la forma en que Lostalé ha ido tejiendo, como Penélope ante el telar, en la espera de Ulises, su obra, demostrando una calidad que no desmerece de la de otros poetas contemporáneos, sino que vuela alto para llenarnos de llama y de ceniza a sus ya fervientes admiradores, me refiero a ‘El hueco’, una de las ideas que ha germinado en sus libros, somos seres que debemos llenar el hueco para completar nuestra existencia, al lado del otro, el que nos completa como seres: «En el hueco que separa dos cuerpos desnudos / hay un cielo pálido de mañana cansada, / una circulación húmeda de silencios / pues labios en cenit aún fulgen desligados». Lo que queda, la pausa de nuestro dolor, cuando buscamos al otro, es el hueco, el que hace que nos acerquemos, con pudor, al amado, para divisar nuestra propia existencia. Vuelve la mirada, tema esencial en su poesía, fuerza que explica lo que es el ser humano, ya germinando una luz cenital, que el otro ha de desvelar: «En el hueco que separa dos miradas / crepitan las ramas mojadas del deseo, / y amanece una marisma de vuelos encendidos / que pronto se desvanece en humo azul / donde tiembla, virgen, la respuesta». Las miradas y su hueco, donde vive el deseo, ante el decoro de nuestra existencia, nuestra inacción, ya que dudamos del éxito de nuestro intento, la inseguridad permanece en el ser, late dentro de nosotros, por ello, tantas historias se deshacen como humo, por el miedo a no ser correspondidos. Pero también el silencio, porque tanto esfuerzo por decir, tanto afán de cantar la vida, como ocurre en la poesía de Lostalé, no evita el silencio del poema, las líneas no dichas que completa el lector, en otro poema secreto, el que hace cada uno, como bien nos dijo el maestro Brines, un poema que vivirá para siempre en nosotros, doliéndonos hasta en el tuétano: «En el hueco que separa dos silencios / algo se clausura con debilidad de rosa, / mientras la tristeza fluye como un astro de luz fija / que besa la memoria con los últimos sonidos. / No existe distancia entre dos silencios / sino solo el espacio transparente de una lágrima, / la sepultada aurora del vacío». Lostalé nos conduce, con mano sabia, al ser que va muriendo, como una rosa bella que se extingue, ante un silencio, donde la memoria lo es todo, pasado que hemos de evocar para no perder el hálito vital. Termina el poema con un tono triste, ya que la aurora que es luz que hace nacer el día viene adjetivada por un término del campo semántico de la tumba: sepultada, una aurora sepultada es un vuelo fracasado, como el amor, en esta Tormenta transparente que deja ver los silencios y los ecos de la mejor poesía de Javier Lostalé. JAVIER LOSTALÉ: UN POETA QUE CANTA LA VIDA Y SU SILENCIO
La poesía de Lostalé es llama y ceniza, lugar de apasionamiento, pero también de desencanto, un hueco que queda entre los seres que se aman o entre las líneas del poema, ante ese lector que hace suyas las palabras del poeta madrileño. Temas como el cuerpo, la mirada, el desnudo, el azul, las fronteras, la rosa, han ido dotando a su poesía de una gran calidad, con una voz única, que ha ido madurando, hasta dejar algunos de los mejores poemas de amor de nuestra poesía actual, a lo que se une su gran generosidad y demostrado amor por la palabra en tantos años de radio, donde la poesía ha ido creciendo, hasta hacerse un tesoro de incalculable validez. Concluyo con un inédito, el poema ‘Nunca’, poema corto, pero de gran mensaje, para todos los que quieran hacer suya la voz de Lostalé: «Nunca pasó por aquí, / pero yo lo vi hasta el punto de nacer. / Nada dijo, / y con sus palabras / respiré la más honda rosa de su jardín. / Ahora regreso hacia donde no está / para que tome mi vida / con su sombra de eternidad». Como el poema que busca al ser ido, quizá él mismo en otro tiempo, la poesía de Lostalé lucha con los espejismos de la vida, porque allí donde respiramos, ante la incertidumbre del ser, está nuestra verdad, somos sombras llenas de luz que un día, aunque fuese por breve tiempo, iluminamos a otro ser, solo así podemos saber que hemos vivido, con la poesía de Lostalé se vive, sus luces y sombras se quedan en nosotros porque es verdadera, late sincera desde el corazón de un hombre que ha sufrido y amado, como tantos de nosotros, una gran poesía del amor y el desamor, que hay que celebrar. por PEDRO GARCÍA CUETO Este ensayo de Gil-Albert fue escrito en 1955. Es un estudio donde el poeta nos expresa esa condición de ser distinto que posee el homosexual. Un libro de esta temática, prohibido largo tiempo, no vio la luz hasta 1975. Fue Francisco Brines quien leyó el original en unos folios. Gil-Albert se negó a la sugerencia de Brines de modificar algunos apartados del escrito. El ensayo tiene que ver con el «homoerotismo», en palabras de Juan Antonio González Iglesias. Para este crítico, que escribió el prólogo a la tercera edición del Heraklés: «El homoerotismo aparece en cuatro textos capitales suyos: Valentín, Heraklés, Los arcángeles y Tobeyo». Considera muy afinadamente González Iglesias que Gil-Albert es uno de los mejores conocedores de la tradición grecorromana en el mundo hispano. Para el escritor de Alcoy, el amor entre hombres fue algo natural en la cultura griega (y, desde luego, para la mayoría de estudiosos de dicha cultura). Algo similar ocurrió en Roma. Gil-Albert elige la nomenclatura Heraklés porque lo griego se antepone incluso a lo romano. ¿Qué significa Heraklés? Ni más ni menos que la masculinidad rotunda, arcaica y maravillosa. Así lo define González Iglesias y, además, nos enseña que Heraklés es Hércules, pero en el mundo griego. Incluso el crítico considera que en Heraklés está Gil-Albert: «tiene su acento, sus sílabas y muchas de sus letras». No sabemos si llega demasiado lejos el crítico y prologuista en su intención de equiparar al héroe griego con el propio escritor, pero lo que sí es seguro es que Gil-Albert ha creado a través del Heraklés a un personaje masculino que puede amar a mujeres y tener también relaciones con los hombres. Esa condición bisexual queda plasmada en el libro. No olvidemos que fue así en el mundo griego y es allí donde mira nuestro autor. Continúa González Iglesias en el prólogo: «Al acogerse a ese mito para pensar la homosexualidad, Gil-Albert está rechazando el afeminamiento que muchas veces acompaña a la cultura homosexual (desde su iconografía a sus lenguajes), y en el que tan a menudo se complacen algunos sectores de la cultura gay». Es importante también señalar que el Heraklés tiene mucho que ver con la filosofía platónica en lo que respecta a la defensa que Sócrates hace del amor masculino y, naturalmente, del Corydon de Gide, donde el autor francés nos ilustra sobre la condición, las actitudes y los hábitos del amor entre hombres. Pero vayamos al libro. En sus primeras páginas nos cuenta Gil-Albert que Heraklés, el Hércules griego, amaba a Hylas y que éste fue a buscar agua para saciar la sed de Heraklés. Estaba en las Cólquidas, en los litorales de lo que es hoy el Mar Negro, cerca de la pequeña península de Crimea. El chico fue al manantial y allí, atraído por las náyades, las cuales se dirigieron hacia él «levantando blandamente las aguas verdes como si fueran sus propias cabelleras» le precipitaron al océano, y se ahogó. El grito de Heraklés buscando a su amado se oyó durante mucho tiempo, dejando a su vez aquellas tierras que había amado. En este principio nos sitúa Gil-Albert en la leyenda. El objetivo es seducirnos a través de esta historia donde el amor y la pérdida lo componen todo. Se sitúa antes de un tiempo donde los prejuicios lo asolan todo y, por tanto, nos revela lo arcano, lo misterioso. Un buen comienzo para adentrarnos en la aventura que supone el libro. Es interesante decir, para aquellos que desconozcan la mitología, que las náyades eran las ninfas que vivían en los ríos, en los lagos y en las fuentes. En este comienzo mitológico Gil-Albert nos da una pista inquietante para seguir el libro: el amor masculino puro había sido interrumpido por la muerte de Hylas. Llama la atención que sean ninfas las que seducen al joven griego. Sólo así podemos entender la metáfora histórica para Gil-Albert: el amor de la mujer, su presencia (ya conocemos el concepto que tiene de ella gracias al Breviarium Vitae) va a cercenar esa pureza que se remonta a un mundo que no conocía la heterosexualidad como experiencia normal para el ser humano. Pasará el escritor a contarnos la presencia del amor masculino conviviendo con el femenino en el mundo griego: «Cada griego importante tenía su mujer y su amigo». Lo que el escritor nos cuenta es la ocupación que ambos tenían: la mujer, en el hogar y el hombre en la ciudad, en la calle y en los gimnasios, donde encontraba a otros hombres. Las relaciones sexuales no eran, por tanto, pudorosas, porque en los gimnasios el hombre mostraba sin cohibirse su físico y era admirado por otros hombres. Subraya Gil-Albert lo siguiente: «Es homosexual en sus relaciones con el amigo; no lo es en sus relaciones con la mujer». Lo más llamativo de estas alusiones al mundo griego es el concepto de “general” y no “particular” para el amor entre hombres. Podemos deducir algo importante en todo ello: si el amor entre hombres era algo natural, no quedaba excluido ni marcado como sí lo ha sido (hasta considerarse un castigo de la naturaleza) en el mundo cristiano. No existía, por tanto, la desviación, porque era común tener relaciones con ambos sexos. El escritor alicantino demuestra su conocimiento de la etimología de los vocablos que quiere resaltar: pederastia en frente de sodomía. Al contrastar ambos términos, el escritor señala que el mundo griego no conoce el tabú que sí existe en la tradición semántica. Pederastia proviene del griego y significa “concurso amoroso con infante o niño”, Gil- Albert no la considera peyorativa, simplemente «definitoria». Frente a ello, los sodomitas son aquellos que sienten deseos sexuales hacia hombres adultos. Hay, entonces, un concepto peyorativo. Solo hay que recordar en la tradición católica el episodio de la Biblia en la que la ciudad de Sodoma y Gomorra es sinónimo de pecado y perdición. Al comentar todas estas precisiones, Gil-Albert pretende no solo mostrar su erudición filológica (sería muy superficial tal intención) sino convencernos de la libertad (incluso en la etimología) que el mundo griego representa frente a la tradición cristiana. El pecado homosexual es, para el escritor, un invento cristiano que paraliza las posibilidades que un mundo libre, sin tabúes ni prejuicios, podría tener. Ya quedó sobradamente demostrado en Breviarium Vitae cómo califica el poeta a la iglesia católica, porque de ella nacen los prejuicios que extinguen, a consecuencia de la culpa, la libertad del ser humano. Si nos vamos al Corydon de Gide, veremos que el escritor francés, desde el principio de su novela, está jugando, como hace Gil-Albert, con los términos para insistir en la libertad como valor supremo del ser humano. Cito, por su interés, el diálogo primero entre el protagonista y Corydon, cuando hablan sobre la pederastia y el concepto “defensa” frente a “elogio”: —CORYDON: Escribo una Defensa de la pederastia. —EL AUTOR: ¿Por qué no un Elogio, ya que de eso se trata. —CORYDON: Ese título deformaría mi propuesta, ya en la palabra Defensa, me temo que algunos encontrarán una especie de provocación. (André Gide, 2004: 59-60) Como vemos, Gide plantea que la defensa es el término adecuado, pero teme que en un mundo lleno de prejuicios este concepto suene a provocación, lo que Gil-Albert nos cuenta en el libro es lo mismo; sólo en el mundo griego la pederastia puede ser entendida, porque no existe en él el complejo de culpa que vertebra el mundo católico tras la aparición de la Biblia. Sabemos también que el Corydon influye en la elaboración del Heraklés, y, además, la imagen de Corydon en el diálogo primero es la misma que desarrolla Gil-Albert en su libro, un hombre viril que siente deseo hacia otros hombres, sin rasgos de afeminamiento. Lo dice muy claro el Corydon en el prólogo citado: «Mis ojos buscaban vanamente, en la habitación en que me recibió, las marcas del afeminamiento que los especialistas atribuyen a todo lo que se refiere a los invertidos, sobre los cuales aseguran no equivocarse jamás» (André Gide, 2004: 56). Además, Gide cita lo que encontró al entrar en la habitación antes de entrevistar a Corydon, una reproducción de La creación de Adán de Miguel Ángel. Curiosamente, Gide está así reflejando un tiempo anterior, la creación del mundo donde el pecado no se había establecido, representa a Dios, es decir, a un hombre viril, no afeminado, que coincide así con la libertad sexual que Gil-Albert plantea en su libro (no hay que olvidar que la figura de Adán también es vista como sinónimo de hombre fuerte, como representa Miguel Ángel en sus brazos y piernas, lo que excluye también el afeminamiento). Pero vayamos más allá, incide Gil-Albert en la concepción de lo católico como la raíz que señala la prohibición: «La primera vez que en la literatura de los pueblos nos encontramos con la expresión “contra natura” aplicada a las relaciones sexuales, es en la epístola de San Pablo dirigida a los romanos» (Juan Gil-Albert, 2001: 38). Como vemos, no habla ni siquiera de “relaciones homosexuales”, sino de “relaciones sexuales”. Tal es la obsesión de la iglesia católica de eludir, prohibiendo, el placer de la naturaleza sexual. Continuará el escritor alicantino abriéndonos los ojos ante el problema (como lo llaman los católicos). Dirá Gil-Albert que Walt Whitman fue un precursor en la literatura a ese canto al amor viril. Como vemos, no abandona la idea de que la homosexualidad no se identifica, en absoluto, con el afeminado, sino que abarca mucho más, entre otras posibilidades, el hombre viril. Si nos vamos a Platón, referente necesario para Gil-Albert, podemos descubrir algo muy interesante. Lo cuenta muy bien el filósofo griego en su Apología a Sócrates cuando el gran pensador es condenado a muerte por los consejos que da a los jóvenes y suscita así la envidia de algunos que pretendían ser sus seguidores; subyace en dicha condena el sustrato homosexual que ha cimentado la envidia transformada en odio: «He sido condenado no por falta de palabras, sino de atrevimiento y de desvergüenza; por negarme a deciros lo que tanto os gusta escuchar; por no lamentarme, llorar, o hacer y decir muchas cosas indignas de mí, como antes señalaba, y que soléis oír a otros» (Platón, 2004: 109). Si hemos visto ya que la homosexualidad no era algo indigno en aquel mundo, sólo podemos imaginar que la envidia de la compañía que no ofrece Sócrates por estar con otros jóvenes puede suscitar ese recelo que le lleva a la condena, ¿no vemos aquí el deseo homosexual hacia el maestro que, al instruir a sus discípulos, va otorgando una preferencia sexual, se cumpla o no el contacto carnal? Podemos deducir que en la defensa de su inocencia, Sócrates coincide con la idea que el escritor alicantino nos transmite en el libro, la falta de culpa del deseo o la práctica homosexual en un mundo, el griego, libre de tabúes y, por tanto, añorado y admirado. Lo que señala Gil-Albert es que el mundo moderno ha mostrado un interés hacia el fenómeno homosexual y ha tachado de “enfermedad” (en el criterio científico) lo que para el mundo católico era “inversión y degeneración”. Como dice el escritor alicantino en el Heraklés: «O sea, ha pasado de la esfera teológica a la científica y, en el transplante, el enfermo ha sustituido al pecador» (Juan Gil-Albert, 2001: 56). Se han llevado a cabo estudios muy interesantes donde se plantea la homosexualidad como enfermedad, pero lo que el escritor quiere es denunciar a la idea de la Iglesia que mantiene el prejuicio de la culpa en la libre sexualidad y a la ciencia que sistematiza todo y, eludiendo el principio de la emotividad, restringe la ecuación hombre-libertad. Gil-Albert se sitúa ajeno a todo ello, en su estética cree en la libertad individual como base total para poder comenzar a entender y comprender el mundo. Es interesante todo lo que el escritor desarrolla en este punto, el logro de la ciencia para hablar de lo prohibido, aunque la ciencia, movida por su afán de someter todo a los cálculos, no acierte en sus conclusiones. Es curiosa la alusión a Adler y a Freud, dos hombres de filosofía y de ciencia al mismo tiempo, que han hablado de los roles masculino y femenino y, por ende, de los comportamientos homosexuales y bisexuales: «Mientras tanto, Adler no aceptó el carácter biológicamente irrevocable que Freud, su maestro, atribuye al nacimiento del ente homosexual» (Juan Gil-Albert, 2001: 58). Lo que Gil-Albert señala es que Adler no cree en las conclusiones de Freud sobre el carácter congénito del fenómeno, y considera a la homosexualidad como fenómeno adquirido culturalmente. Algo que llama mucho la atención es la condición bisexual que Freud maneja sobre el ser humano desde su raíz y, por tanto (aunque el filósofo no lo reconociera), la cuestión homosexual se fija posteriormente, con lo que obedece más a roles adquiridos que a la presencia congénita en el ser humano. Estamos, por ello, más cerca de Adler que de Freud, ya que Gil-Albert apoya la tesis de la admisión en la cultura griega de la homosexualidad porque estaba inmersa en el mundo social, el hombre iba a los gimnasios sin esconderse y la importancia de la belleza masculina estaba aceptada y constituía un claro protagonismo en detrimento (al contrario del mundo occidental y católico) de la importancia de la mujer. Merece la pena citar la alusión que Josep Casals en su excelente libro Afinidades vienesas hace sobre estas ideas de Freud: «A menudo, Freud relativiza la oposición masculino/femenino en nombre de la bisexualidad universal, reduciéndola a una distribución cuantitativa de componentes masculinos y femeninos» (Josep Casals, 2003: 140). Sin embargo, Adler, frente a estas ideas que expuso Freud sobre la bisexualidad congénita, expone su visión de la sexualidad como algo adquirido, fruto de los hábitos sociales, dice muy bien Casals: «El hombre huye para mantener indemne la conciencia del propio valor, pero al hacerlo cae en el homosexualismo, que aparece así como la compensación de un sentimiento de inferioridad frente al poder adquirido por la mujer» (150). Y afirma algo más que me parece revelador: «Y no sólo en el homosexualismo: todas las perversiones aparecen a los ojos de Adler como medios de autodefensa frente a la lucha de sexos» (Josep Casals, 2003: 150). Como vemos, Gil-Albert, al citar a ambos, no lo hace para elegir una postura u otra (la de Freud o la de Adler), sino que encuentra en ambas un error de base: ninguna de las dos mira al individuo, antes bien establecen una teoría, un sistema (que no es válido para todos los casos), olvidando que el ser humano tiene derecho a preservar el porqué de su vinculación sexual, movida por simple deseo y no por hábitos culturales. El escritor alicantino se desvincula de ambas, aunque en su fuero interno coincida más (al tener como referencia el mundo griego) con la expuesta por Adler. Para ser más exacto, hace en el Heraclés hincapié en un concepto claro: el individuo como base, no como experimento de la ciencia o de la religión. Así afirma en el libro algo muy clarificador para conocer su ética al respecto: «Quien tronó contra un hábito, puede acometer, sin saberlo, contra su propio hermano; quien se envaneció, que todo es posible, por una especialidad, la encuentra repetida, para su confusión, en un ser deplorable. Y ambos se desentonan» (Juan Gil-Albert, 2001: 59). Lo que Gil-Albert propone no es el hábito (la cultura o incluso la práctica religiosa) ni la especialidad (la ciencia que señala la enfermedad en la práctica homosexual) sino la libertad como postura ética para elegir lo que uno quiera y por las razones que ese mismo individuo desee. Dice el escritor lo siguiente sobre esta idea: «Y que cada desconocido que se nos acerca represente, como lo es por sí mismo, un eco irrepetible, una aventura impar» (Juan Gil-Albert, 2001: 59). En la parte II del libro habla de los diferentes tipos de homosexuales. Este apartado me resulta menos interesante, porque acumula tópicos sobre el tema que no merece la pena destacar y no añaden nada nuevo a este estudio. Más interesante es el apartado dedicado a la relación de la mujer y el homosexual. Lo que el escritor destaca es el hecho de la ventajosa situación que la mujer saca del homosexual para considerarse válida y satisfecha de sí misma: «La relación amistosa de una mujer de calidad con un homosexual de talento, tiene para ello los honores de un aliciente, por su condición de excepcional, el de ser celebrada en su consideración efectiva de persona» (Juan Gil-Albert, 2001: 85). Esa idea me parece muy acertada, ya que los roles impiden que el hombre que se estima a sí mismo, como varón que domina a la mujer, niegue a ésta su excepción, frente al hombre homosexual “de talento” que ve en la mujer “de calidad” un desarrollo de sí mismo, una mujer que entiende su sensibilidad y sintoniza con él. Gil-Albert acierta cuando dice que esa mujer se libera de dos factores que merman, sin duda, su potencial: el deseo físico del hombre heterosexual y la rivalidad de la mujer que menoscaba su calidad como persona singular. Podemos deducir que ambos son obstáculos para la satisfacción de la mujer como ser individual y no como posesión (por el hombre que la desea) o como competencia (por la mujer que la envidia). El homosexual es, en este trance, el mejor amigo y el mejor apoyo. Hay muchos casos en la literatura que confirman esa intimidad que supone apoyo y crecimiento. Me viene a la memoria el caso de Justine y Pursewarden en la novela de Lawrence Durrel Justine o el caso del barón de Charlus y Odette en El busca del tiempo perdido de Marcel Proust. La mujer se sincera con el hombre homosexual y crece a través de él, recobrando su femineidad. Gil-Albert cita oficios decididamente desempeñados por homosexuales como modisto, decorador, bailarín. Quizá el escritor se excede en los tópicos sobre el tema. Para el escritor de Alcoy, el homosexual es un hombre que pretende ser “ideal” y, por ello, destierra las cualidades culturales que le asocian al hombre heterosexual: rudo, machista, etc. En relación a todo esto, merece citar de nuevo el libro de Josep Casals cuando hace mención de otro filósofo vienés ilustre, Karl Kraus. Lo interesante es la idea que Kraus tiene de lo femenino y que enlaza directamente con lo que señala el escritor alicantino. Para Kraus, como para Gil-Albert, el feminismo no va a restituir la igualdad entre sexos y la adaptación por parte de valores masculinos será un retroceso, más que un progreso femenino; dice Casals sobre Kraus: «De lo que se trata no es de restaurar los valores masculinos, piensa Kraus, sino de precipitarlos en el abismo de la sensualidad femenina, donde brota el manantial de la fantasía y la creatividad. Por eso repudia tanto el feminismo como el psicoanálisis porque ambos amenazan con secar el manantial» (Josep Casals, 2003: 98). Es ahí donde el homosexual culto encuentra a la mujer de talento, en la fantasía y la creatividad que parece negada a muchos heterosexuales masculinos. Por ello, Gil-Albert concede atributos y adjetivos tales como “placidez” y “refinamiento” para el homosexual, ya que éste rehuye, siguiendo lo expuesto, lo tosco del hombre heterosexual, para acercarse así al mundo femenino, más plácido y delicado. Afirma el escritor alicantino: «El homosexual no suele aparecer como turbulento y desconcertador, por el contrario, una marcada propensión a la placidez parece caracterizarlo…» (Juan Gil-Albert, 2001: 94). Aplica adjetivos como “originalidad” y “gusto” en el homosexual, debido a esa propensión a lo femenino que subrayamos antes. Gil-Albert desarrolla esa idea del homosexual como un ser tendente al enamoramiento e, incluso, propenso al exceso, a lo lujurioso y afirma: «No sólo no es casto, sino que, con facilidad, si no obra en él el freno de una moderación inteligente, puede convertirse en un obsesionado, cuando no, en los casos de patente extravío, degenerar en un erotómano» (Juan Gil-Albert, 2001: 98). Lo que el poeta nos dice claramente es que el homosexual vive su condición con una pasión sin igual y, por ello, nunca es convencional, desarrolla ese deseo con todo su furor (lo reconozca o no lo haga públicamente). En el apartado III que cierra el libro, Gil-Albert habla de la mujer y en sus opiniones nos recuerda a esa visión que tuvo Nietzsche de ésta como un elemento de discordia que abate al hombre en su consecución de la plenitud vital. Sostiene, desde luego, algo muy comprensible para cualquiera, el hecho de que la mujer como persona arraiga firmemente la naturaleza: «La mujer encarna la naturaleza, la materialidad, la vida, con todo lo que ésta infunde de extrañeza y de pánico» (Juan Gil-Albert, 2001: 115). Esta idea nos atrapa, ¿por qué Gil-Albert cree que esa posesión natural infunde extrañeza y pánico? La respuesta está, desde luego, en su idea de la superioridad masculina. Para el escritor alicantino la mujer es inferior intelectualmente al hombre, por ello, moralmente puede ser también inferior. Esta idea, tan errónea, nos sobrecoge, ya que el progreso de la mujer ha sido imparable y sus cualidades, intelectuales y emocionales, son indudables. El ideario estético del escritor le confunde, ya que basa su idea en la superioridad del hombre en el mundo griego, muy superado ya. Piensa también así Sigmund Freud y, desde luego, parece más comprensible en un hombre del siglo XIX que en una artista del siglo XX. En una carta del 21 de febrero de 1875 a Silberstein, Freud dice ya que «las mujeres, y más aún los jóvenes, no tienen una medida de la ética», (fragmento extraído de Las afinidades vienesas, p.148) e, incluso, llegará a decir el filósofo vienés que «sólo actúan correctamente cuando se mantienen dentro de los límites de las costumbres y siguen lo que la sociedad ha estimado como adecuado» (148). Como señala Josep Casals, ya anticipa Freud la inferioridad moral femenina. Si recordamos ahora las ideas de Gil-Albert sobre la mujer, nos estremece esa visión que puede equipararse a la del filósofo vienes. Destaco, de nuevo, una de las frases del escritor alicantino en el Breviarium Vitae: «La confusión de la mujer es orgánica y, por eso, sus cuatro verdades son tan claras, porque son, digámoslo elementales, materiales, fuera de esto desvaría o especula muy caseramente» (Juan Gil-Albert, 1999: 272). Sin embargo, el hombre tiene «una complejidad de índole intelectual; reside en su cerebro» (Juan Gil-Albert, 1999: 272). Como vemos, Gil-Albert, como Nietzsche y Freud insisten en la complejidad del mundo femenino y lo relegan a un plano simplemente fecundador. Esta idea, antigua y errónea, la expone sin pudor el escritor alicantino para asombro de la razón. Considera, en la parte final del libro, al homosexual como un “anarquista nato”, alguien que rompe las reglas para mantener su libertad por encima de todo. Cito, de nuevo, el Corydon de Gide porque, indudablemente, Gil-Albert escribe el Heraclés como respuesta al Corydon, para razonar y arraigar las ideas de Gide sobre la homosexualidad. No nos olvidemos que éste fue un hombre casado y que mantuvo relaciones homosexuales en su período matrimonial. Nos preguntamos: ¿no se parece mucho en su condición bisexual a los antiguos griegos que mantenían relaciones amorosas a la vez con sus esposas y con los hombres en los gimnasios? Sólo el tiempo ha pasado. Lo demás, las ideas y sus actuaciones, continúan eternamente. En el diálogo que mantiene Gide con Corydon dice este último lo siguiente: «Comprenda: la homosexualidad, al igual que la heterosexualidad, presenta todos los grados, todos los matices: del platonismo a la lascivia, de la abnegación al sadismo, de la euforia a la melancolía, de la simple desinhibición a los más viciosos refinamientos» (André Gide, 2004: 71). El Corydon nos enseña muchas cosas: conceptos como uranismo, safismo, pederastia, referencias a Grecia, etc. Además, el ideal de Gide es el hombre, como lo es para Gil-Albert y en el Corydon hará mención de esa visión del universo masculino como superior al femenino. En el diálogo del libro entre Corydon y el autor, éste dirá algo que nos deja atónitos: «La decadencia del arte dramático comenzó el día en que los adolescentes cedieron el sitio a las mujeres» (André Gide, 2004: 143). Ante este comentario despectivo ante el mundo femenino, no es menor el desprecio que Corydon ofrece en su respuesta: «La decadencia comenzó el día en que el noble arte dramático se propuso satisfacer a los sentidos más que al intelecto; fue entonces cuando, para atraer al público, la mujer subió al escenario, de donde no podrá usted desalojarla» (André Gide, 2004: 143).
Podemos apreciar, por todo lo comentado, que Gil-Albert sigue a Gide en sus ideas contrarias al mundo femenino, como también pudimos ver en Freud. Sería muy extenso y nos apartaría del objetivo del estudio, mostrar todos los autores que han mostrado su desprecio al mundo femenino, pero lo que sí nos interesa es detectar dónde nacen esas ideas que sostiene Gil-Albert. Indudablemente, parten de la cultura helénica donde el hombre es el ser activo frente a la pasividad (intelectual y emocional) femenina. Nos deja el Heraklés una sensación confusa. Por otro lado, nos expone un razonamiento que busca la libertad individual y que hace apología de lo masculino sobre lo femenino. La contradicción está latente, ya que la libertad individual debe de excluir los prejuicios y no parece que Gil-Albert lo tenga en cuenta. Pese a todo y la discrepancia que el sentido común mantiene con semejante idea de superioridad masculina, el Heraklés es un texto interesante y valiente para su época. Quiero terminar este repaso con una opinión entusiasta sobre el Heraklés y sobre Gil-Albert, me refiero a la de Joaquín Calomarde en el estudio ya citado sobre su obra: «Heraklés es quizá el único libro que en España, y aún en Europa, haya dado en la diana, haya hablado más claro y mejor sobre homoerotismo» (Joaquín Calomarde, 1988: 102). Sobre esta opinión entusiasta (como todas las que ofrece Calomarde sobre Gil-Albert) debo decir que claridad no le falta al libro y buen estilo literario tampoco. Lo que no sabemos es si da en la diana. Acerca de ello, pienso que acierta en su propósito de desvincular al homosexual del mundo religioso o científico y verlo en su realidad cotidiana. Lo que no es tan certero es su visión de los roles masculinos y femeninos, tópica y llena de prejuicios, donde lo masculino lo es todo y lo femenino casi nada. El homosexual, en esta tesitura, es visto en ciertos momentos del libro no como un ser normal, sino como raro, incluso lujurioso. En este aspecto, Gil-Albert, en mi opinión, no contribuye a mejorar la idea de la homosexualidad, sino que la envuelve en el velo de la ambigüedad, dañina idea que debe ser mejorada. Aún así, el libro merece la lectura, para conocer mejor a nuestro escritor, su visión ética y estética de la vida. por PEDRO GARCÍA CUETO Murió en 2013 una de las figuras más sobresalientes del panorama humanístico español y el merecido homenaje a una trayectoria donde ha prevalecido la clarividencia y la honestidad y el compromiso ético con los más desfavorecidos se hace necesario. Desde su nacimiento en Barcelona el 1 de febrero de 1917 hasta su muerte el 8 de abril del 2013, podemos descubrir un camino donde el esfuerzo y el afán por comprometerse éticamente con los demás es clave. Al año de nacer, su familia se trasladó a Tánger (Marruecos), donde vivió hasta los trece años. En 1936 fue movilizado por el ejército republicano en la guerra civil española, combatiendo en el batallón anarquista. Sus peripecias en la guerra son claves para entender cómo se fraguará después un hombre pacífico, que defenderá los valores del diálogo y la honestidad con el mundo. Después de esos años de contienda pasados en Cataluña, Guadalajara y Huete (Cuenca), es reclutado por el bando sublevado. Este cambio de bando no va a mermar su forma de ver el mundo, atendiendo ese reclutamiento a los avatares del destino. Obtuvo plaza de funcionario de aduanas en Santander, trasladándose luego a Madrid, donde en 1944 contrae matrimonio con Isabel Pellicer y realizó sus estudios universitarios de Ciencias Económicas, que finalizó en 1947 con Premio Extraordinario. Su trabajo en el Banco Exterior de España se combina con sus clases en la universidad. Llega en 1955 a ser catedrático de Estructura Económica por la Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupará hasta 1969. De este período destaca su necesidad de escribir teatro: Un sitio para vivir. También estudios económicos, como Realidad económica y análisis estructural y El futuro europeo de España. En el año 1965 y 1966 decide ir como profesor visitante a las universidades de Salford y Liverpool, tras la destitución de los catedráticos Aranguren y Tierno Galván. A su vuelta a España pide la excedencia en la Universidad Complutense y publica El caballo desnudo, una sátira sobre la situación del país. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España como economista asesor. En 1977 fue nombrado senador por designación real en las primeras Cortes democráticas, puesto que ocuparía hasta 1979. Al jubilarse se dedica plenamente a escribir, dando lugar a una obra fecunda y de notable interés, donde prevalece un humanismo necesario para entender el mundo. Escribe Octubre, octubre, La sonrisa etrusca y La vieja sirena, entre otras. Su mujer, Pilar Pellicer, muere en 1986. En 1990 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, con un discurso de ingreso basado en la tolerancia y el amor. Se casó con Olga Lucas de Torre, escritora, poetisa y traductora, en el año 2003, pasando largas temporadas en Tenerife, donde escribe su novela La senda del drago. Se convirtió en un referente fundamental para generaciones más jóvenes Sus reflexiones y su deseo de una regeneración política para acercarse al pueblo y a sus verdaderos valores han triunfado para muchos. Sampedro se consideraba un indignado más, porque argumentaba que el poder económico, con sus terribles fauces, ha anulado a muchas personas, se ha impuesto como el gran lobo que ha de devorar a sus hijos; un poder desde el que políticos corruptos e ineficaces pueden aniquilar literalmente derechos sociales sin que se les mueva una sola ceja. Sampedro, estoy seguro, sufría en los últimos años de su vida por este deterioro imparable de las instituciones de su querido país, sembradas de juicios donde la impunidad para los poderosos prevalece y una monarquía en grave crisis de credibilidad. Pero Sampedro también fue un hombre de palabra verdadera, que dejó en una narrativa tres ejemplos interesantes: el amor en Congreso en Estocolmo (1952), el amor a la naturaleza en El río que nos lleva (1961) y el amor a los demás en una de sus obras más bellas: La sonrisa etrusca (1985). Tres ejemplos de gran literatura en los que Sampedro nos dice que somos algo más que números, somos seres que habitan en las incertidumbres, pero llenos de alma y de luz, un potencial que en sus novelas no deja de brillar. En Congreso en Estocolmo asistimos al encuentro de seres que aman la cultura, donde sobrevuela el tema de la amistad y del amor en un marco aparentemente austero, el del paisaje nórdico de Estocolmo. La amistad aparece trenzada como un valor que se va hilvanando, demostrando que, para el novelista, esta es una virtud necesaria para ser feliz. Los hombres y mujeres que se contagian de la amistad tienen un alto sentido ético, conocen el esfuerzo y saben compartirlo, en una suerte de generosidad que es la que practicó Sampedro a lo largo de su vida: Y volver a hablar de la amistad, a tratar de definirla, a permitirla él y a aceptarla ella. En el fondo, a saborear la palabra y todos sus indefinibles armónicos y cautivadoras resonancias. El narrador sabe que la palabra es tesoro, precioso don en el que conviven hombres y mujeres que saben que el lenguaje precisa el entendimiento ético que hay en el ser humano. Sólo así el lenguaje es limpio y verdadero. Pero también la ciudad de Estocolmo, como si el narrador se hallase encandilado por sus aguas, aparece definido en este precioso párrafo del libro: La ciudad era todavía más exquisita bajo la lluvia mansa. Todo el colorido diverso de las fachadas adquiría delicados tonos de pastel y los tejados de verde cuadernillo relucían concentrando suavemente la luz. Paisaje que va dejando sus poros en sus habitantes, llenando de fulgor a los seres, como si se impregnasen de la luz de la ciudad nórdica, fría y cercana a la vez, como el amor y la amistad. Karin, Klara, son seres hechos con el molde de la vida, con sus luces y sombras, en ese ámbito elegante de Estocolmo. El río que nos lleva es una novela desbordante donde la figura de los gancheros que se encaraman al río Tajo, poniendo en riesgo su vida para coger los troncos que van arrojando los árboles, nos seduce. Novela hermosa, sus descripciones se convierten en mosaicos de luz, en cuadros que el cine llevará más tarde a la pantalla, lo que demuestra el sentido narrativo de Sampedro para crear una novela de gran hondura: Sintió muy inmediato la atracción de un remolino, pero lo salvó sin soltar al chico, aunque hundiéndose. Un golpe de piernas contra el forro fangoso le impulsó hacia arriba con su presa; pero casi falto de aire y turbia la vista, salió por donde pudo. El Tajo como el río que lleva la vida de los hombres, expuestos al peligro de su trabajo, heridos, seres a la deriva, como la novela se encarga de contar. Don Pedro, El Seco, Paula, son espejos de la vida dura de los gancheros. También los diálogos sirven para entender el esfuerzo del narrador para que los personajes nos lleguen, se aproximen a nosotros, se conviertan en seres reales: Y contrata a la gente, se bebe la salida pa animarse y, ¡hala!, a trajinar… Yo, que andaba aburrío, pues me enganché... La naturaleza, lugar de remanso, pero devastadora también, donde los gancheros sirven su vida como ofrenda, para contarnos esta historia que va calando, con el paisaje como fondo, porque la novela destila belleza en cada página: Detrás de la casa estaba la pequeña represa. Por las grietas del azul se escapaba el agua, pero aún retenía un estanque increíblemente quieto, lleno de ovas y musgo, en la fría muerte invernal agravando su desolación. Novela culminante. Sus personajes se meten dentro de nosotros, su compromiso ético con la vida es espejo del novelista, convertido en hombre entregado al don de la narración, donde todos podemos mirar mundos parecidos y lejanos al nuestro. Por último, un reflejo de la bondad de Sampedro ante sus personajes fue La sonrisa etrusca. Se cuenta la vida de un hombre en la culminación de sus días, un hombre que encuentra en su nieto un confidente para reflexionar desde dos prismas, el que da la experiencia y el que da la inocencia, dos reversos de un tiempo relativamente corto, pero que va dejando en nosotros un poso imborrable que perdurará en el tiempo:
La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le había traicionado... Resumen magnífico de dos mundos, dos seres que abren y cierran la vida. Sampedro medita sobre la visión ética de un mundo cuya desolación no le impide seguir soñando, ese sueño que le interrumpió la muerte, ya en sus noventa y seis años, indignado con los que, como diría Lorca, muerden a los hombres que no sueñan. Sampedro no morirá, los sabemos. Porque más allá de su literatura, brillante desde luego, queda un hombre de mirada honda y limpia, tan necesaria. por PEDRO GARCÍA CUETO LA MIRADA DE JORDI GRACIA Jordi Gracia es catedrático de Literatura española en la Universidad de Barcelona y colaborador del periódico El País. Nacido en 1965 en Barcelona, es también un notable investigador del exilio cultural español y ha publicado, entre otros, el excelente ensayo La resistencia silenciosa, premio Anagrama de Ensayo en 2004, donde hace un magnífico repaso a las posturas políticas de los intelectuales ante la Guerra Civil española. No hay que olvidar tampoco su libro Estado y cultura, Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald en 2005 y otros libros de indudable interés, publicados todos ellos en Anagrama, me refiero a El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo y La vida rescatada de Dionisio Ridruejo. Pero su último libro toca el interesante tema del exilio cultural español, que ya había estado presente en otros volúmenes de su obra, sin embargo aquí se centra en el exilio, por ello resulta muy interesante. Su título: A la intemperie (Exilio y cultura en España). En el primer capítulo del libro, titulado ‘La ilusión de una tregua’, tiene un apartado donde hace una valoración de los exiliados hacia diferentes lugares del mundo. Comenta lo siguiente sobre los exiliados a Francia: Muchos de los exiliados en Francia entre enero y febrero de 1939 (en torno a unos 40.000) volvieron muy pronto. Quienes no podían documentar familiares allí, ni amigos que los avalasen, ingresaban a la fuerza en los campos de refugiados franceses. Comenta también que todos aquellos que no podían documentar una relación familiar con Francia tenían dos posibilidades: el alistamiento militar en la Legión extranjera o la vuelta a España. Por ello, volvieron alrededor de unos 250.000 refugiados a su país. Estas son las cifras que da Gracia sobre los otros exiliados a Hispanoamérica: a Chile fueron unos 2.300 refugiados, a la Unión Soviética unos 1.000, a la República Dominica unos 3.000, a Argentina, Colombia y Cuba unos 2.000 y a México, alrededor de 5.000, en un principio, pero llegaron muchos más durante los años cuarenta. El apartado titulado ‘La libertad del exilio’ nos informa del destino de muchos de los que se quedaron y de los que se fueron. Tal es el caso de Dámaso Alonso, quien no obtuvo la autorización de salir por parte de las autoridades republicanas, aunque (según Gracia) es probable que no hubiese salido de España, al igual que Aleixandre, enfermo, o el joven profesor e ilustre investigador Rafael Lapesa. El caso de Gerardo Diego fue de adhesión al Régimen, como los muy conocidos de Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, etc, todos ellos afines al Régimen y militantes en la Falange los últimos citados aquí. Parece ser que Aleixandre recibe noticias de los exiliados, tal es el caso de su comunicación con Jorge Guillén (quien siempre despreció el avance comunista en la Guerra Civil española) o de las noticias que le da Dámaso Alonso en su grata y continua comunicación con Pedro Salinas. El caso de Rafael Lapesa (como nos cuenta Gracia) fue un triste proceso de depuración, que le llevó a ser considerado simpatizante del Partido Socialista por la Comisión Depuradora de enero de 1940, muy cercano a Américo Castro y, además, se le culpaba de su extrema dedicación hacia el Centro de Estudios Históricos, por querer mantener la actividad cultural del Centro durante la Guerra (otros miembros del Centro como Tomás Navarro Tomás, director del Centro en el período anterior a la Guerra Civil, se exilió al final de la Guerra junto a Corpus Barga para acompañar al ya enfermo Antonio Machado en su lamentable y trágico final en Colliure. Lapesa, vencido por las acusaciones, pudo entregar a Joaquín de Emtrambasuagas (otro hombre del franquismo) y a Miguel Herrero García ficheros y códices valiosos. Desde 1938 se creó, por orden de Franco, la agrupación de todas las Academias, incluyendo, claro está, el Centro de Estudios Históricos y se inició (a partir de febrero hasta agosto de 1939) el proceso de expulsión de la Universidad de Madrid a la nómina más brillante de profesores no afines al Régimen. Lapesa, como nos cuenta el investigador catalán en su libro, publicará más tarde su famosa Historia de la Lengua Española, en 1942, obra en la que llevaba trabajando mucho tiempo y en 1948, La trayectoria poética de Garcilaso. Pese a ese proceso de depuración, Lapesa consigue la cátedra que dejó vacante su maestro Américo Castro en la Universidad Central de Madrid. Lapesa no cede a la tentación del exilio, pese a que se le ofrece una oferta en la Universidad de Harvard. Lapesa aceptará estancias en universidades americanas por corto espacio de tiempo, pero nunca se quedará allí, también Dámaso Alonso será profesor visitante en Estados Unidos varias veces. El caso de Adolfo Salazar, crítico y ensayista clave para la música, fue también digno de atención, ya que acaba en México, entre otras cosas, porque el patronato de la Casa de España, Daniel Cossío Villegas, le cuenta en noviembre de 1938 que ya están en México amigos como José Moreno Villa, León Felipe, José Gaos, Enrique Díaz-Canedo, etc. Otro exiliado con Salazar en la ciudad de México era Rodolfo Halffter, hermano mayor de Ernesto Halffter, importante hombre de la música. Rodolfo era miembro del Consejo de Colaboración de Hora de España y profesor del Conservatorio Nacional de Música en México. Hubo casos, sin embargo (sigo en todo este estudio el libro de Gracia) como Luis Felipe Vivanco, quien se adhiere al Régimen y fue el encargado de terminar la colonia de El Viso tras el exilio de Rafael Bergamín a Caracas en 1938. La vuelta a España de algunos exiliados demasiado pronto es interpretada como connivencia con el Régimen, ya vimos la forma en que algunos se dirigieron a Juan Gil-Albert por haber traicionado los principios de la República y volver a España. La figura de Ortega y Gasset fue una de las más polémicas, ya que había dudado seriamente sobre la adhesión a la República y había cuestionado duramente al comunismo. Ortega estuvo en Buenos Aires desde 1939 a 1942, pero viaja a Lisboa en ese año, cuando nada parecía prever un cambio de Régimen en España. La gran decepción que sintió el filósofo (también exiliado en México) José Gaos por la decisión de Ortega de volver a España, viene, como nos cuenta Gracia por ese acercamiento del prestigioso filósofo hacia ideas reaccionarias: Tras su fallecimiento en Madrid, en 1955, Gaos afina su análisis, más allá de la decepción y seguramente más completamente informado. Subraya entonces el fracaso del magisterio de Ortega tras la guerra sobre dos certezas: “la doble imposibilidad de alistarse entre los defensores de la República y entre los sostenedores del régimen actual de España, ha debido ser un patético drama entrañado en lo más radical y sensible de la intimidad de Ortega que ha debido de hacer singularmente penosa su vida en los últimos lustros en el fondo incluso de su éxito internacional de los últimos años (pp. 62-63). Ciertamente, Ortega vive la encrucijada de una no adhesión a los vencedores y de una desconfianza e incluso de un cierto desprecio hacia los vencidos. En el muy interesante libro de Gregorio Morán sobre Ortega titulado El maestro en el erial, merece la pena (entre otras muchas páginas esclarecedoras y polémicas que contiene) la que desvela el privilegio que Ortega tenía frente a otros intelectuales con el régimen y con adláteres como el gobierno de Portugal: Nuestro pensador goza de un rango excepcionalmente privilegiado, utilizando el término privilegio en las encogidas acepciones del momento. Tanto la embajada española en Lisboa, regida por el hermano del caudillo, Nicolás Franco, como los periodistas institucionales que pululan por la capital, tienen regulares contactos con Ortega, al que no se cansan de visitar y escuchar reverencialmente. Hacerle volver a España es un objetivo prioritario (p. 83). Su desprecio hacia los “rojos” es también una de las muchas informaciones que nos transmite el polémico libro de Gregorio Morán. La figura de Ortega queda así envuelta en sombras difíciles de desenredar. Resulta interesante también lo que, yendo de nuevo al libro de Gracia, señala sobre la necesidad de los exiliados de colaborar en revistas españolas. Lo harán en los años cincuenta, hastiados de vivir lejos y de no estar presentes en un panorama que podía cambiar mucho, intelectualmente, con sus voces y opiniones. Surge, con el apoyo de un censor y adicto al Régimen, Camilo José Cela, los Papeles de Son Armadans (creada en 1956), donde colaboran Américo Castro, María Zambrano, Emilio Prados, León Felipe o Rafael Alberti, entre otros. Termina este apartado del libro de Gracia reconociendo la labor importante que hicieron, desde Madrid, Menéndez Pidal y sus amigos Rafael Lapesa y Dámaso Alonso para dotar de brillantez al Centro de Estudios Históricos. Recordemos que ya se había perdido el espíritu que lo alumbraba y que el franquismo lo había convertido en una sección más de otros estudios intelectuales. Gracia dice, con razón, que no podía igualarse al Colegio de México y a la labor que se estaba haciendo allí, en libertad y exentos de la censura que vivía España, pero Pidal, Lapesa, Alonso y otros crearon el mimbre de un trabajo encomiable y silencioso, como el de las abejas, para restablecer la luminosidad de los antiguos estudios de antes de la Guerra, sin que el Régimen tuviese inteligencia suficiente para detectar la clandestina labor de estos grandes personajes de la historia de España. Tanto fue así que en los años cuarenta en España se empezó a realizar una labor intelectual que dio sus frutos en la reanudación de la Revista de Occidente, en la creación de la colección de poesía Adonáis y en otros pequeños empujes hacia una cultura en libertad desde la intelectualidad que vivía las dificultades de trabajar en España sin apoyar al Régimen, pero sin enfrentarse a él, como método de supervivencia. Otro apartado del libro que merece nuestra atención es el que se titula ‘Vivir de veras’, donde el investigador y profesor catalán indaga en las decisiones de algunos intelectuales ante la posible vuelta a España o la permanencia en el exilio. Uno de los casos de mayor renombre fue el del director de cine Luis Buñuel, el cual se pregunta qué debe hacer. La respuesta es la permanencia en el exilio, ya que la vuelta a España sería muy problemática y poco segura. Como sabemos, en su período mexicano el director aragonés intensificó su carrera, logrando algunas de sus mejores películas. Sin sospecha de haber claudicado al poder franquista, volvió sobre Carles Riba, quien regresó muy pronto a España, y Joan Oliver, el cual tuvo que visitar la cárcel Modelo en varias ocasiones, concretamente (como nos cuenta Gracia) durante un par de meses, entre los cuales fallece su mujer. Oliver es, por ello, un hombre abatido por la mala suerte y por la inquina de unos hombres sin moral y sin escrúpulos. Pese a todo ello, se recompone del dolor y prepara y edita él mismo sus poemas en la editorial Aymá, estrena en el teatro Romea su versión del Misantrop en 1950, etc. En el caso de Ferrater Mora, el exilio supuso un duro trance, tanto que soportó duros ataques intestinales en Chile, antes de pasar por Princeton en 1948 (residió en la casa que le prestó entonces Américo Castro). Fue prolífico en el exilio, ya que decidió, como muchos otros, sobreponerse al dolor de vivir fuera de su país a través de la creación. Hizo el Diccionario de Filosofía en 1941 y un grupo de ensayos que reúne en Las formas de la vida catalana (1944). Joan Oliver aconseja a Ferrater Mora en 1950 que regrese a España. No todos los exiliados llevan con pena su tiempo de emigración. En el caso de Buñuel, nos cuenta Gracia que se siente a gusto en México. Sus palabras refiriéndose a la idea de España como una comparación con la Edad Media que a veces se imagina, resulta hoy dolorosa, pero no lo era tanto ante una España que había quedado relegada en el tiempo por el nuevo Régimen. Gracia también alude en este apartado a Juan Gil-Albert, concretamente haciendo mención de su vuelta a España en 1947. Pero lo que le interesa al investigador catalán es la imagen que el escritor alicantino encontró al volver: Cuando lo hizo en 1947, Juan Gil-Albert encontró “un fantasma que cobraba realidad”, un fantasma porque pareció durante un tiempo que la España negra, la España eterna, había sido arrumbada por fin (pp. 108-109). Lo que cuenta Gracia incide en ese espectáculo de Edad Media, al que se refería Buñuel y que también lo fue para los ojos asombrados de Juan Gil-Albert: Lo que él encontró a su regreso fue la inflación religiosa, la exhibición impúdica de la fe, la artificiosidad teatral y exacerbada, combinadas con una moral ciudadana “de baja factura y, para el que volvía a la patria que dejó, visiblemente deteriorada” (p. 109). Otro personaje que nada tiene que ver con Gil-Albert, el cual vivió su exilio interior a la vuelta a su país y no tuvo (hasta bien entrada la democracia) reconocimiento alguno, salvo el abrazo de los poetas jóvenes de los setenta que encontraron en él un modelo a seguir, fue Ramón Gómez de la Serna, quien vuelve para recibir audiencia de Franco, con lo que su ideología reaccionaria queda de manifiesto. La fotografía de media página (como nos dice Gracia) puede verse en el ABC el 26 de mayo de 1949. En el apartado del libro titulado ‘La cortina de hojalata’, donde comenta lo que he citado sobre la connivencia de Gómez de la Serna con el Régimen, Gracia expresa interesantes consideraciones sobre el exiliado y su exilio: Al exiliado se le detiene la historia en la memoria porque los cambios suceden mientras él no está, pero no sólo porque no habita su lugar de origen, sino porque ese lugar ha dejado de expresarse y de vivirse como fue: los olores y las calles, los colores y las fachadas… (pp. 121-122). Hay una imposibilidad, concluye Gracia en este fragmento, de vivir con la realidad, ya que pesa el recuerdo idealizado y la vuelta a un lugar que ya no es el mismo, les hacer vivir ensimismados. Hay muchos nombres que Gracia menciona en este estudio apasionante, pero para no abrumar con nombres y destinos que nos separarían de nuestra verdadera intención, trazar un panorama de conjunto del exilio cultual español, cabe señalar una última cita de este apartado, referente a la imagen que el Régimen tuvo del exilio, porque llegó un momento en que era necesario crear una apertura para dignificar un sistema con muchas sospechas y sombras: El exilio fue para el régimen un problema aplazado a conciencia, reprimido y represaliado como lo fueron los testigos mudos de la derrota en el interior. Pero dentro del propio sistema franquista irrumpió de nuevo la realidad: para las clases intelectuales del régimen, para sectores universitarios e ilustrados, para algunos jerarcas falangistas, la evolución y la estabilidad del sistema aconsejó cambiar de estrategia, aunque fuese solo de manera transitoria o de prueba (p. 139). Volvieron entonces, en los años cincuenta, científicos exiliados, se procuró cierta tolerancia con respecto a escritores antes marcados, etc. Se empezaron a leer en la España de los cincuenta artículos de Max Aub, Guillén, Juan Ramón Jiménez, León Felipe, Ayala, Ferrater Mora, etc. En el último apartado, titulado ‘Democracia caníbal’, Gracia examina diferentes actitudes ante un futuro que no se vislumbraba con claridad. Max Aub nunca entendió lo que le dijo el gran poeta Ángel González cuando éste le comentó que le hubiese gustado haber estado en el exilio mucho antes de su periplo americano, ya que la vida en España, para el poeta asturiano, estaba presidida por una mediocridad latente en cada rincón. Como comenta Gracia, desde 1946 empieza una nueva etapa de emigración, como le ocurrió a Manuel Tullón de Lara, quien se exilió a Francia ese año. La paradoja es inevitable: el exilio de algunos hombres de la cultura “asfixiados del interior” que les tocó vivir y la vuelta de otros que viven el “agobio exterior” y que desean volver a su país, pese a la falta de libertad. Personas tan importantes para nuestra cultura como José Ángel Valente, Alfonso Costafreda, Joan Ferraté, Esteban Pinilla de las Heras, etc, se marchan al exilio para encontrar una situación laboral mejor que la que tienen en España. Otros como Juan Goytisolo, Fernando Arrabal, Eugenio de Nora, Gonzalo Sobejano, Emilio Lledó, etc, ven un mejor futuro fuera de nuestras fronteras. En 1954 se crea una nueva plataforma de contacto entre los exiliados y los que viven en España. Su nombre: Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura. Se trató de contrarrestar la influencia comunista en la clase y la vida intelectual de España, fue fundado a iniciativa de la CIA (ya conocemos la inquina que el gobierno americano tuvo contra el comunismo). Los liberales que realizan una propaganda antimarxista desde esta plataforma editorial fueron, entre otros, María Zambrano, Rosa Chacel o Luis Araquistaín. También el filósofo Ferrater Mora formó parte de este grupo. No hay que olvidar otra revista en el exilio, Ibérica, fundada por otro hombre de la izquierda en el exilio, pero nada sospechoso de comunismo alguno, Salvador de Madariaga. Un caso interesante que cuenta Gracia en este apartado fue el de Rosa Chacel, gran amiga de Juan Gil-Albert. Nos cuenta el investigador catalán que la escritora ya tuvo confrontación con los miembros de la revista Hora de España por la forma de luchar intelectualmente en la guerra. La escritora fue presa de una importante depresión que le persiguió muchos años, pese a la beca Guggenheim, que disfruta en la ciudad de Nueva York entre 1959 a 1961. Rosa Chacel mantiene buenas relaciones con el joven exiliado Jaime Salinas, con Jorge Guillén, con Juan Marichal o Joaquín Casalduero. Rosa vuelve a España durante seis meses, concretamente a Madrid, entre finales de 1961 y 1962. Parece ser que las razones, como nos cuenta Gracia, tienen que ver con sus problemas oculares y la necesidad de ser atendida en condiciones en Madrid, ya que en Nueva York los tratamientos médicos son muy costosos. Se marcha después a París y de allí volverá a Madrid en un segundo viaje, esta vez durante año y medio. Estamos en 1963 y la escritora inicia una nueva colaboración con la segunda etapa de la Revista de Occidente, que ha aparecido recientemente. Son los años en que vieron la luz libros como Ritmo lento de Carmen Martín Gaite o el prestigioso y muy reseñado Tiempo de silencio de Luis Martín Santos. Ya ha ocurrido (fue en 1962) el famoso contubernio de Munich, cuando se inicia una notable apertura hacia la democracia por parte de intelectuales que estuvieron al lado del franquismo, como fue el caso de Dionisio Ridruejo, quien inicia uno de los procesos de cambio hacia la crítica al Régimen desde su falangismo de inicio hacia una visión necesaria de aperturismo y de democracia, lo cual le traerá períodos de detenciones que no podemos desarrollar aquí, dada su extensión. Son tiempos de cambio, ya que el Régimen estaba desgastado notablemente y muchos empiezan a demostrar sus diferencias con la dictadura. No sólo fue Rosa Chacel quien inició viajes tímidos a España (cortos y desencantados) también fue el caso de Max Aub, quien vuelve a Barcelona en 1969, como lo cuenta magistralmente en su imprescindible libro La gallina ciega. A Max Aub le fue denegado el visado en 1963 y no viajó a España hasta ese 1969. El desengaño de la vida española, llena de mediocridad y en un mundo que en nada se parece al que conoció marca de lleno los días de su estancia en nuestro país. Para no extenderme más con este libro, pese a la extensa documentación que contiene que he resumido aquí, comento sólo una apreciación final de Gracia que sirve para sintetizar lo que fue el exilio y sus consecuencias: Ni el poder franquista acabó pronto ni el exilio pudo ganar apoyos para acabar con el franquismo; ni el franquismo logró proteger a la cultura peninsular del contagio del exilio ni el exilio se desentendió de la España del interior; el exilio no encarnó heroica y exclusivamente la derrota porque fueron muchos los derrotados y resistentes del interior; el telón de acero se fue haciendo cortina de hojalata y, con todo, tampoco la ilusión del regreso pudo mantenerse viva demasiado tiempo porque no hay ruta de regreso a la memoria (p. 194). Tiene razón Jordi Gracia, el regreso a la memoria es imposible, por ello, nunca volvieron a ver su país como lo habían presenciado en los tiempos anteriores a la guerra Max Aub o Rosa Chacel, por poner un ejemplo. Tampoco Gil-Albert encontró su misma Alcoy natal, algo significativo había ocurrido. La Guerra Civil, el dolor inmenso que había causado, el rencor que dejó en los dos bandos pesan todavía hoy en algunas generaciones e, incluso y para desgracia nuestra, en nuestra clase política, por ello, el exilio lo era para siempre, porque no hay, como dice impecablemente Gracia, regreso a la memoria. Su libro nos informa, pero también nos hace meditar por un tiempo que ha dejado huella en muchas generaciones, que truncó proyectos, planes humanos, pero que también, dada la constancia y la fuerza del ser humano, enriqueció otros países, como México (la gran labor del Colegio de México, por ejemplo), ya que se siguió creando, publicando, investigando y, como dice el investigador catalán, la dictadura no pudo ni supo cortar la comunicación entre los de dentro y los de fuera, una corriente que fue muy fluida en algunos casos, tanto que algunos de los que pertenecieron al falangismo, como Ridruejo, encontraron otras formas de pensamiento, amparadas en un mundo más libre, lejos de su primera ideología. Rosa Chacel, herida por dentro y por fuera, volverá a España definitivamente en 1973 con una beca de la Fundación Juan March para terminar su conocido libro, Barrio de maravillas. Murió en Madrid en 1994. Max Aub, sin embargo, volvió a México. Tras su estancia en España en 1969, murió allí en 1972. Su visión de España, desencantada y agria, le dejó un triste y amargo sabor, quizás porque su vida tampoco había sido fácil. Nos quedan sus libros, imprescindibles para entender una visión de la Guerra Civil y la posguerra fundamental para cualquier estudioso de esa época. LA MIRADA DE VICENTE LLORENS Fue el maestro Llorens una de las personalidades que más ahínco puso en el estudio del exilio cultural español. En el prólogo al libro que voy a comentar, podemos conocer las palabras muy acertadas de Manuel Aznar Soler cuando recuerda que Llorens fue el mejor historiador de nuestros exilios culturales españoles. Dice también en el citado prólogo lo que fue también el periplo de Llorens en el exilio, su llegada a Ciudad Trujillo, lo que convierte al investigador valenciano en una figura fundamental para entender el exilio, porque también lo sufrió en sus propias carnes: Vicente Llorens, exiliado de la España Peregrina, llegó a Ciudad Trujillo, con ganas de dejar de ser un desterrado errante (p. 35). Es cierto que su periplo ya era largo para aquel entonces, me refiero a 1940. Había estado en Francia anteriormente y ya le parecía una eternidad ese período, pero el México inicia un interesante periplo por el mundo académico, como nos cuenta Aznar Soler: Acababa de ser nombrado profesor de Literatura española en su Universidad (Ciudad Trujillo) y recuperaba la ilusión de reanudar su carrera académica… (p. 35) El profesor Llorens quiere recuperar muchos libros que tenía en Madrid y que ahora necesitaba, pero él ignora que su casa de Madrid ha sido saqueada, con lo que perdió también su ingente biblioteca. Le regalan libros y compra otros, hasta conseguir doscientos volúmenes, pero en dos años ya se halla en Santo Domingo. El exilio no ha terminado, ya que entre 1945 y 1947 ejerció como profesor de Literatura española en la Universidad de Río Piedras, en Puerto Rico. Llorens ya está realizando un trabajo esencial e imprescindible sobre la poesía española del destierro. Pasará luego a la prestigiosa John Hopkins University de Baltimore, en 1947 (fue Pedro Salinas quien le consiguió el puesto en esta prestigiosa Universidad). Podría hablar largamente de una figura tan prestigiosa, pero me interesa para este estudio su visión del exilio cultural español: La vida del desterrado apenas merece tal nombre. Rota, frustrada, vacía, fantasmal, está en realidad más cerca de la muerte que de la vida (p. 105). Pone el ejemplo de Ovidio, desterrado, recordemos que escribió en su exilio Las Tristia, bello poema que aún nos conmueve. Para el que le destierran, la muerte en vida es una realidad, es una sensación que pesa en el espíritu y en el cuerpo: Ya no habla un ser viviente, sino un ser que pertenece al pasado. Por lo menos, la existencia del desterrado, y éste es uno de sus rasgos más característicos, se proyecta anormalmente hacia el pasado. Como el anciano, el desterrado, viejo prematuro, vive casi del recuerdo (p. 105). Acierta Llorens, porque el tiempo del exilio no es el mismo, es como si todo se hubiese fragmentado, las horas son distintas a las que el desterrado siente en su patria. Ese desarraigo pesa en el espíritu del hombre sin patria. Pero el desterrado, nos dice Llorens, vive para volver, porque sí tiene patria, aunque no lo parezca ya, una patria que vive en su imaginación, que crece en sus sentimientos, que se fragua dentro de él: Ante la imposibilidad de desprenderse del pasado, pero temiendo perecer en él al mismo tiempo, el desterrado, tendiendo la vista hacia adelante, acaba por crearse otro futuro, tan estrechamente vinculado al pasado que casi parece la transposición hacia el porvenir de lo que ya pasó: la esperanza del retorno a la patria (p. 106). Todo lo que he citado pertenece al libro, concretamente al apartado titulado ‘El retorno del desterrado’, escrito en 1948. Pero es muy interesante el apartado que lleva por título “La actividad literaria de la emigración española”, escrito en 1949, ya que nos desvela algunas ideas interesantes como el peso que tiene el exilio tras la Guerra Civil, el cual supera en número de exiliados al de otros que se han producido en otros tiempos de la historia de nuestro país: Numéricamente, la emigración republicana española de nuestros días supera a cada una de las emigraciones de afrancesados, constitucionalistas, carlistas, moderados y propagandísticas del siglo pasado, y aún a todas ellas juntas (p. 129). También nos dice que el exilio español excedió el de otros períodos en lo que se refiere a la geografía, ya que muchos desterrados fueron a América: Mientras las emigraciones anteriores no rebasaron en general los límites del occidente europeo, la actual ofrece el hecho nuevo del contacto con América, y especialmente con el mundo hispanoamericano. Factor de extraordinaria importancia no sólo por lo que ha contribuido a condicionar la existencia del emigrado sino también por su repercusión en el orden intelectual (p. 129). Además, señala que la imposibilidad de escribir para los de su propia tierra, debido a la censura, las obras tienen su público preferentemente en Hispanoamérica, donde fueron a parar muchos de ellos. La ventaja, naturalmente, fue la lengua común, lo que supuso algo favorable para los exiliados que desconocían el idioma inglés o francés y pudieron expresarse en su mismo idioma, porque los lectores gozaban del privilegio de compartirlo. Cita a intelectuales importantes, como los poetas Pedro Salinas, León Felipe, Juan Ramón Jiménez, Emilio Prados, Moreno Villa, Alberti, Benjamín Jarnés, Ramón J. Sénder, Ortega, José Gaos, etc. Pero destaco de todo ello su apreciación de la obra de León Felipe como la que más constancia ha tenido en lo que respecta a la poesía combativa, ideológica: León Felipe es casi el único representante de la poesía combativa, de larga tradición entre expatriados políticos y cuyo más inmediato antecedente español se encuentra en Unamuno. Pero el sentido nostálgico de la patria y otros motivos líricos del destierro aparecen fugaz o insistentemente en la obra de casi todos. La evolución de la tierra nativa adquiere particular interés en los poetas andaluces: Cernuda, Alberti, Prados, Garfias, Rejano (p. 132). También señala la labor creativa y docente que tuvo lugar en el exilio y cita el Colegio de México, donde muchos intelectuales españoles pudieron desarrollar su labor: Por fortuna, casi todos ellos tuvieron acogida en diferentes universidades o en instituciones como el Colegio de México, donde además de la labor docente han podido proseguir sus estudios o iniciar nuevas investigaciones (p. 135). Cita nombres tan importantes como Américo Castro, Navarro Tomás o Claudio Sánchez Albornoz, entre otros. Otro apartado interesante es el que dedica a los temas, en el apartado titulado ‘La imagen de la patria en el destierro’, escrito en 1949, donde nos habla, entre otros temas, de la figura de Luis Cernuda, gran poeta sevillano y un exiliado doliente en Inglaterra, Estados Unidos y México. Se trata de un artículo donde Llorens nos habla de la visión de la patria que tiene Cernuda, el contraste entre el mundo práctico que supone la vida del exiliado y el mundo interior que tiene Cernuda, donde sobrevive una imagen de España, hecha de luz y de sombra. Para Llorens, la lejanía en la que vive el poeta sevillano hace más vivo el recuerdo, el poder de la memoria está más presente: Las cosas adquieren nueva claridad porque están iluminadas por el amor, que quiere fijarlas para siempre, sin que la distancia o el tiempo logren borrar su contorno (p. 151). Habla el investigador valenciano de revelación para referirse a ese poder de la memoria, las cosas se revelan, surgen con nuevos contornos ante la luz del tiempo, como si no fueran iguales a las que conoció entonces. Refiriéndose Llorens a la visión que tiene Cernuda del Escorial dirá lo que cito ahora, comprendiendo que el desterrado mira de otra manera, hace que el pasado se revele en el presente con nuevas tonalidades, donde se adivina lo eterno que hay en nosotros: El desterrado, perdido cual ningún otro ser en lo movedizo y transitorio, al buscar anhelante un asidero firme a su vivir insatisfecho, ha convertido al Escorial, como creación armónica del hombre ante la naturaleza, en el símbolo del gozoso y trágico vivir humano que aspira a eternidad; a una eternidad no de muerte como en la visión de Gautier, sino de vida (p. 154). Cierto, porque Cernuda sabe que hay una aspiración a lo eterno, que sólo se consigue en el instante, cuando podemos crear una nueva realidad de aquello que recordamos, sólo así somos verdaderos dioses en un mundo de barro. Otro apartado muy interesante del libro lo dedica Llorens a la lengua del desterrado en un capítulo titulado ‘El desterrado y su lengua. Sobre un poema de Salinas’, resulta interesante lo que el profesor valenciano dice acerca de la lengua ajena y la imposibilidad de expresarnos adecuadamente, perdidos los resortes de la nuestra, donde podemos encontrar todos los matices que la otra no sabe darnos: Habituado a manejar sin esfuerzo los más sutiles resortes del propio idioma, necesitaría poder moverse con igual desenvoltura dentro del ajeno para sentirse a gusto. Por su condición intelectual está llamado a convivir entre gentes de su calidad, tan hábiles en su lengua como él en la suya. Mantener tal convivencia en términos decorosos es poco menos que imposible (p. 156). Considera Llorens que el poeta no sabe expresarse, desde el romanticismo, en otra lengua que no sea la suya. Sabe el pensador valenciano que todos volvemos a nuestra lengua, que el ímprobo esfuerzo de traducir los pensamientos a otra lengua son temporales, nada tiene la homogeneidad que nuestro propio idioma para la poesía y para la propia vida: De todos modos, el emigrado es más bien un escritor bilingüe; la adopción de la lengua ajena, debida a circunstancias muy diversas, suele ser temporal; tarde o temprano acaba por volver a la suya (p. 157). La idea del desterrado que se aleja, que se vuelve hierático, que deja de comunicarse, en una suerte de ensimismamiento, como le ocurrió a Juan Gil-Albert, refuerza el amor por su idioma, único eslabón que le queda a un mundo que ha querido y sigue queriendo en el recuerdo. Pone el ejemplo de la prosa de Salinas, el gran poeta del veintisiete, cuando dice lo siguiente: El lector menos atento puede observar en la obra de Salinas que la prosa de sus años de destierro no es como la anterior, y que esa diferencia no parece deberse a un cambio deliberado ni a un proceso de madurez literaria (p. 158). La explicación reside en el goce que tiene la propia lengua en un mundo extranjero, donde su idioma no tiene la importancia que los amantes del verbo le dieron en el suyo. La identificación con su propia vida es total: Su raíz es más profunda: el afán de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente. Salvarla es salvarse; por eso teme también perderla (p. 159). Llegará a decir, al final de este capítulo, donde comenta un poema de Salinas dedicado a su lengua, en el libro Todo más claro, lo que yo considero una declaración de amor a un idioma que no abandona, sino que es compañero de infortunios en la soledad infinita del exiliado: Gracias a la lengua, el poema será posible; pero sus santas palabras, además de hacerle poeta, tienen la virtud de mantenerle ligado a su origen. Al sentirse así vivir dentro de su milenaria comunidad tradicional, patria verdadera y permanente de la que nadie puede arrancarle, el destierro quedará abolido (p. 166). El destierro es sólo un sueño, incomparablemente inconsistente al lado del poder de arraigo a su tierra, a la lengua madre, al amor que siente por ella y que le sustenta en el difícil camino de vivir en otro país que no sea el suyo. Un capítulo interesante, porque se refiere más a personas determinadas, abandonando los temas y las reflexiones que he comentado hasta ahora, es el que lleva por título “La emigración republicana de 1939”, fechado en 1976, el más extenso sobre el destino de los republicanos en el exilio. Resulta interesante el apartado que dedica a la emigración a Francia, cuando documenta alrededor de cuatrocientos mil los refugiados en ese país. También es interesante la mención de Llorens al destino de los exiliados, cuyo sino fue acabar en campos de concentración. Las fuerzas armadas francesas condujeron a los fugitivos a los campos. Algunos muy conocidos como el de Saint-Cyprien , donde estuvo Gil-Albert, como ya comenté extensamente antes: Tristemente célebres fueron los de Argelès-sur-Mer, Saint-Cyprien, que en marzo de 1939 contenía ciento dos mil hombres, y Bacarès, el más reciente y mejor establecido, que gracias a la organización de los propios confinados llegó a disponer hasta de una biblioteca (p. 291). También menciona otros campos, localizados en Gurs, en los Bajos Pirineos, donde se reunieron miles de vascos, de combatientes de las Brigadas Internacionales, los cuales dieron clases de lengua, matemáticas, física y aerodinámica a los otros exiliados. Concretamente, en Agde, en Hérault, hubo numerosos catalanes y dieron clases de francés maestros de escuela de poblaciones vecinas. Los Campos no se sustentaron sin una ayuda, que, como era previsible, venía de los propios republicanos españoles, el SERE (Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles), también hubo ayuda de grupos políticos o humanitarios de diferentes países. Esto facilitó que los Campos fueran lugares donde se pudo hacer una vida casi normal, con recitales poéticos, estudio, lectura y juegos (ajedrez, fútbol). Otro aspecto interesante que investiga Llorens en este apartado es el de las diferencias entre el destino de los exiliados a Francia con respecto a los que emigraron a México y a otros países de Hispanoamérica. Merece la pena, de nuevo, citar las palabras de Llorens: La situación de escritores y periodistas emigrados —cuyo deslinde profesional difícilmente puede trazarse en España desde tiempos de Larra— no fue la misma en la América de habla española que en los países europeos. Mientras en México encontraron unos y otros ocupación en la prensa mexicana como redactores o colaboradores, en Francia hubieron de confinarse, salvo raras excepciones, a los periódicos que ellos mismos fundaron (p. 298). La diferencia se halla en que los exiliados en Francia colaboran en revistas esencialmente políticas, donde muchas veces no percibían remuneración por sus colaboraciones, frente a los exiliados en México donde sí hubo revistas que tocaron temas literarios y percibían un dinero por colaborar. Menciona Llorens ejemplos de diferentes intelectuales que fueron a Hispanoamérica como el caso de Corpus Barga, quien en 1957 se trasladó a Perú para dirigir una escuela de periodismo, o Federica Montseny, conocida como escritora anarquista, que residió en Francia largos años. Trágico destino sufrieron el escritor Julián Zugazagoitia que, junto con otros hombres de trayectoria política como el sindicalista Juan Peiró, ministro con Largo Caballero y Luis Companys, uno de los fundadores de la Esquerra Republicana y sucesor de Maciá en la Presidencia de la Generalitat, fueron detenidos por la policía al producirse la ocupación alemana de Francia y fueron devueltos a España. Los aquí citados fueron sentenciados a la pena capital por tribunales militares y ejecutados. En África del Norte, también hubo emigrantes. Fue el caso de Max Aub, famoso escritor que estuvo en el campo de castigo de Djelfa, en Argelia. Antonio Turiel fue profesor en el Liceo de Rabat, en Argelia se asentaron muchos militares, muy activos en política. En 1946 (como nos recuerda Llorens) empezó a publicarse en Argel el periódico III República, portavoz del Consejo de Gobierno de la Tercera República. Fue la Unión Soviética uno de los lugares donde se exiliaron personajes muy comprometidos políticamente con la izquierda, tal fue el caso de Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, otros personajes destacados fueron Enrique Castro Escudero y Jesús Hernández, éste procedente de Murcia y muerto en México en 1971. Fue antiguo director de Mundo obrero y ministro durante la guerra del gabinete de Largo Caballero. Emigraron muchos militares a la Unión Soviética, tal fue el caso de los siguientes: Antonio Cordón, subsecretario del Ejército de Tierra con Negrín, Manuel Márquez, jefe de Cuerpo de Ejército y otros, como fue el caso de Enrique Líster, jefe del famoso Quinto Regimiento de Madrid y Valentín González, “El Campesino” que se distinguió en la famosa batalla de Teruel. Un escritor y periodista que emigró allí fue César Muñoz Arconada (Astudillo, Palencia, 1900-Moscú, 1964). Novelista de tipo social antes de la Guerra Civil. En Moscú estuvo encargado desde 1942 de la edición española de Literatura internacional. Inglaterra fue el destino de gentes tan importantes como Juan Negrín, el cual se refugió en Londres, como todos sabemos fue presidente del Consejo de Ministros desde mayo de 1937 hasta el final de la guerra. Catedrático de Fisiología en la Facultad de Medicina de Madrid, etc. Otro catedrático que tuvo su exilio en Inglaterra fue José Castillejo, el cual murió en Londres en 1944. Era catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Madrid, formado como educador por Giner de los Ríos y la famosa Institución Libre de Enseñanza. Fue secretario y animador desde su fundación en 1907 de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas. Estuvo en Oxford otro prestigioso educador Alberto Jiménez Fraud, quien murió en Ginebra en 1964. Fue director de la Residencia de Estudiantes de Madrid al ser fundada por la Junta para Ampliación de Estudios en 1910. Casos de poetas que vivieron en Inglaterra tenemos los de Pedro Garfias, quien estuvo en este país no mucho tiempo, para ir a México poco después. Diez años estuvo en Inglaterra Luis Cernuda. Allí murió otro escritor andaluz, Esteban Salazar Chapela, quien murió en Londres en 1965. Fraguó en Inglaterra su mundo literario el escritor Arturo Barea, el famoso escritor de La forja de un rebelde. Otro hombre de letras, periodista de prestigio, Manuel Chaves Nogales, vivió en Londres hasta su muerte en 1944. Fue muy conocido por su biografía del torero Juan Belmonte y por varios relatos de gran calidad. Hay muchos otros nombres, pero sería exhaustivo nombrarlos a todos, cabe decir que en Inglaterra también estuvo Salvador de Madariaga, el más renombrado de los intelectuales españoles en Londres. Madariaga no fue un exiliado por la Guerra sino porque estuvo muy implicado en labores diplomáticas para conseguir una vuelta a los valores democráticos en España, desde la posición de ente social con los ingleses para que ayudasen a la España republicana. También hubo intelectuales que emigraron a Bélgica o a Suiza, pero fue a México donde fueron la mayor parte de los hombres de letras, también de ciencias, de nuestra España. Llorens destaca en su libro que el número de intelectuales que llegaron a México en la fecha del 1 de julio de 1940 rondaba los ocho mil seiscientos veinticinco emigrados republicanos. Se calcula que llegaron posteriormente mayor número de españoles hasta engrosar la cifra de más de quince mil refugiados (entre los quince mil y los veinte mil). Por hablar sólo de los poetas y escritores que llegaron a aquellas tierras (Llorens detalla muchas más profesiones y muchos más nombres de los que voy a dar), cabe destacar a los siguientes: Enrique Díez-Canedo, poeta y crítico, murió en México en 1944, León Felipe, el cual estuvo en varios países de Hispanoamérica antes de la Guerra Civil y volverá a ellos como consecuencia del exilio. José Moreno Villa, poeta, ensayista y crítico, que murió en México en 1955, no hay que olvidar a Juan Larrea, escritor surrealista, fue secretario de Cuadernos Americanos en México, para ocupar luego una cátedra en la Universidad de Córdoba en la Argentina. Juan José Domenchina y su mujer Ernestina de Champourcin, Emilio Prados, Pedro Garfías y, naturalmente, el ya citado Luis Cernuda, quien después de unos años en Estados Unidos e Inglaterra, pasó sus últimos años en México. El caso de Juan Rejano fue el de un largo exilio, pues murió en México en 1976, también falleció en este país Max Aub en 1972 o Paulino Massip en 1963. A México fue a parar también Cipriano Rivas Cherif, quien murió allí en 1968, tras haber sido director del Teatro Escuela de Arte de Madrid, cuñado de Azaña también. Del mundo de la música podemos destacar a Rodolfo Halffter o Adolfo Salazar, quien murió en México en 1958. Del mundo de la pintura, dejaron su vida en las tierras mexicanas Aurelio Arteta y Salvador Bartolozzi, entre otros. Otro de los lugares donde fueron a parar muchos españoles fue Argentina. Profesores tan prestigiosos como Luis Jiménez de Asúa, quien murió en Buenos Aires en 1970 y que fue uno de los redactores de la Constitución de 1931, además de Catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Madrid. También vivió en Argentina Claudio Sánchez Albornoz, catedrático de Historia Antigua y Medieval de España en la Universidad de Madrid, ministro durante la República y académico de Historia. No hay que olvidar tampoco a Francisco Ayala, escritor muy reconocido y catedrático de Derecho Político en la Universidad de la Laguna y oficial letrado del Congreso. No hay que dejar de mencionar la llegada a Buenos Aires de dramaturgos a una de las ciudades que más vida teatral tenía en la época. Fue el caso de Jacinto Grau, quien murió en Buenos Aires en 1958 o Casona quien no murió en Buenos Aires porque volvió a España, falleciendo en Madrid en 1965, pero sí estuvo un tiempo allí exiliado y logró estrenar obras que no había estrenado en su país. Resulta interesante la fecunda labor que los emigrantes españoles tuvieron en la prensa argentina o en revistas literarias de allí. La revista Realidad fue creación de Francisco Ayala o la famosa revista literaria Ínsula, entre cuyos colaboradores estuvieron un amigo de Juan Gil-Albert, Máximo José-Khan, quien murió en la ciudad bonaerense en 1952. Hubo muchos intelectuales gallegos, vascos y catalanes en Argentina. Uno de los más famosos fue el de Castelao, famoso dibujante, escritor y diputado a Cortes.
En editoriales argentinas trabajaron algunos emigrantes de prestigio, como fue el caso de Rafael Alberti y Arturo Serrano Plaja, en la Schapire, o Rafael Dieste (otro amigo de Gil-Albert, al igual que Plaja) en la sección literaria de Atlántida. Llorens cita también el número de emigrantes en otros países de Hispanoamérica como Cuba, Bolivia, Chile, etc. Puerto Rico fue otro de los lugares donde fueron algunos emigrantes, aunque en proporción mucho menor que en México, el más visitado y donde hicieron la mayoría su hogar una parte de su vida o el resto de ella. En Puerto Rico estuvo Juan Ramón Jiménez, quien falleció en Santurce en 1958 o el famoso violoncelista Pablo Casals, quien murió en Hato Rey en 1973. Hubo también profesores visitantes en la Universidad de Puerto Rico, como Pedro Salinas, quien estuvo allí un tiempo, el filósofo José Gaos, invitado varias veces. Otros conferenciantes ilustres en la Universidad de Puerto Rico fueron, entre otros, Gustavo Pittaluga, Francisco Giral, Luis Jiménez de Asúa, Jorge Guillén, María Zambrano. No hay que olvidar que Pedro Salinas o Francisco Ayala fueron (como nos cuenta Llorens) promotores de revistas literarias que tuvieron su importancia en la vida cultural de ese país. No hay que dejar de mencionar el exilio de importantes intelectuales a Estados Unidos, como fue el caso de Américo Castro. El famoso investigador y profesor español ocupó una cátedra desde 1941 hasta 1953 en la Universidad de Princeton, allí realizó su encomiable estudio de la historia española, que le dio indudable prestigio. Pedro Salinas, magnífico poeta y eminente miembro de la Generación del 27, fue profesor de Literatura española en Wellesley College y desde 1940 hasta su fallecimiento en la John Hopkins University de Baltimore. También estuvo en el Wellesley College su buen amigo Jorge Guillén. Y no hay que olvidar, como muy justamente cita Llorens, a las mujeres profesoras que pasaron por las Universidades americanas: Gloria Giner de los Ríos, Concha de Albornoz, Pilar Madariaga, Laura de los Ríos García Lorca, Carmen Aldecoa, Margarita Ucelay, Joaquina Navarro, etc. Para no extenderme más con la larga lista de nombres (podrían ser muchos más, ya que la lista es exhaustiva y sólo he hecho un resumen de ella), cabe citar a Fernando de los Ríos, tan significativo en la cultura española, quien fue, entre otras muchas cosas, dirigente del Partido Socialista, catedrático de Estudios Superiores de Ciencia Política en la Universidad de Madrid, embajador durante la guerra española en Washington, etc. De los Ríos fue profesor en la New School for Social Research de Nueva York, institución fundada para acoger a intelectuales europeos emigrados por causas políticas. Me gustaría terminar este repaso a este esclarecedor e imprescindible libro de Llorens dedicado al exilio cultural español con unas palabras de su primer capítulo que resumen, con maestría, la sensación del exiliado cuando regresa a su país, un sentimiento agridulce que tiene como causa principal la huella que el destierro le ha dejado para siempre (pertenece al primer capítulo titulado ‘El retorno del desterrado’ de 1948): La desilusión del retorno no es en último término sino la consecuencia del íntimo desasosiego que consume al desterrado. Ni alejándose de su patria ni volviendo a ella podrá encontrar ya cabal satisfacción. Su expatriación es un mal y un bien al mismo tiempo; vive muriendo, pero no deja de vivir; la gran actividad que despliega por fuera oculta un vacío interior; quiere olvidar su pasado, pero sólo en él se goza; sueña con el retorno y lo rechaza. Toda su existencia es un vivir a medias (p. 126). Quizá esté en estas palabras la clave de todo, el exilio ha dejado honda huella, ha cambiado conductas y ni el país que ha acogido al exiliado ni el país al que vuelve (si es que lo hace) son suyos de verdad, algo se ha perdido en el camino, una sensación de desarraigo queda para siempre en el corazón del desterrado. Por ello, Llorens dice estas palabras, pensando en el largo dolor del exiliado, que también fue el suyo, esa herida que no la cura el tiempo, porque prevalece aunque nuestro corazón pueda volver al lugar amado (en muchos casos, totalmente distinto, como nos contó de forma excepcional Max Aub en su genial La gallina ciega, cuando visitó España a finales de los años 60 y encontró todo lleno de mediocridad, exento del espíritu que tenía cuando dejó el país). Sin duda, Gil-Albert, el cual estuvo pocos años en el exilio, sintió el peso del destierro y, por diversas razones, tuvo que volver, para enfrentarse a otro tipo de exilio, el interior, en una lucha por crear literatura, fuera de los mundos sociales y literarios que realmente merecía y había conocido. El libro de Llorens indaga no sólo en el mundo del exiliado, sino en su dolor, a través de los numerosos casos que cita, grandes mentes que tuvieron que recomponer sus sueños en otros lugares, muy lejos de su amado país. por PEDRO GARCÍA CUETO El gran poeta nicaragüense, cuya vida y obra todos conocemos, fue también un gran crítico literario, un hombre de prosa deslumbrante, que enamoró a sus contemporáneos, dejando páginas inolvidables en libros como Azul, esos cuentos que nos ofrecen un mundo mágico, un paisaje lleno de encantamiento. No solo Azul, también sus críticas a la España de la época fueron recogidas en España contemporánea, un libro que vio la luz en los últimos años del siglo XIX y que son un testimonio necesario para conocer la mirada de Darío al mundo, una luz llena de sabiduría, que triunfó en su poesía, pero que no desmereció en su prosa. España contemporánea nos obliga a mirar a un país atrasado, que Darío conoce muy bien, que ya ha visitado anteriormente, pero que ahora analiza con mirada de entomólogo, con la precisión del analista de una sociedad que debe evolucionar, para no perderse en la eterna mediocridad. El 1 de enero de 1898 el poeta llega a Barcelona, se topa con el mundo marino que aparece en La Barceloneta, con una ciudad prendada de luz, moderna ya por la influencia de la cultura y el arte entendido como voraz protagonista en tiempos, no solo los suyos, sino los de todos, de corrupción política y de injusticia social. Describe Las Ramblas, con ese pincel fino que lleva entre los dedos, con esos ojos de alquimista, que todo lo transforma en arte: En esta ancha calle, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la Hermenegilda. Entre el cauce de árboles donde chilla y charla un millón de gorriones, va el río humano, en un incontenido movimiento. La Rambla es ya el trasunto de la modernidad, un lugar donde los nuevos tiempos bailan al compás de lo antiguo, para generar un porvenir necesario y fascinante en nuestro final de siglo XIX: Fuera de la energía del alma catalana, fuera de ese tradicional orgullo duro de este país de conquistadores y menestrales, fuera de lo permanente, de lo histórico, triunfa un viento moderno que trae algo del Porvenir; es la Social que está en el ambiente; es la imposición del fenómeno futuro que se deja ver; es el secreto a voces de la blusa y de la gorra, que todos saben, que todos sienten, que todos comprenden, y que en ninguna parte como aquí resulta tan palpable en magnífico alto relieve. Darío ya presiente el futuro de la sociedad obrera, el mundo que se revela al señorito, que busca un lugar en la sociedad, que huye ya de la esclavitud de las relaciones laborales anteriores. Rubén Darío mira a la ciudad de Gaudí e intuye la Semana Trágica, que en 1909, llena de sangre las calles de la ciudad condal, donde los obreros se enfrentan en gran batalla contra la sociedad de clases que ha pervivido durante los siglos anteriores, obreros que se sientan al lado de dos aristócratas en una cafetería de la calle Colón y bebe su licor al lado de ellos, sin que estos se inmuten, donde el desprecio de unos hacia los otros ya revela lo que será el sangriento siglo XX. Pero Darío, gran poeta, va cincelando su España contemporánea, hace una semblanza del rey Alfonso XIII en este libro revelador, lo pinta en ese aire del pasado, como en una película de aquellas que adoraron nuestros abuelos, como la inolvidable Sissi, va en el carruaje, tiene ese aire de los Borbones que hereda algo de los Austrias, como si la sangre de ambos se mezclase en los salones donde el placer, la opulencia y la lujuria han sido emblemas de reyes, sin eludir una cierta tristeza y la melancolía de los locos, como en el rostro atormentado de Carlos II, señalando el rostro una cara esculpida con el detalle de los grandes romanos, como el amado Miguel Ángel: Iba el carruaje despacio, y así pude observar bien el aspecto de Su Majestad Infantil. No está tan crecido como los retratos nos hacen ver; pero muestra lo que se dice une bonne mine. Tiene la cara, ya señaladamente fijos los rasgos salientes, de un Austria, de un Felipe IV niño. Es vivaz y sus movimientos son los de quien se fortifica por la gimnasia. Los ojos son hermosos y elocuentes, la frente maciza sería un buen cofre para ideas grandes; el cuerpo no es robusto, pero tampoco canijo. Pero Darío ama a España, sin dejar de hablar en este libro prodigioso y no tan conocido (para muchos Darío fue poeta, de los grandes, pero olvidan su labor crítica y su temperatura de prosista de alta calidad), de la narrativa americana: Surge ahora en Chile un talento joven que es firme esperanza; ha demostrado la contextura de un novelista de base nacional, sostenido por la propia cultura, la necesaria cultura; me refiero al hijo de Vicuña Mckenna; a Benjamín Vicuña Mckenna Subercasseux, de nombre un poco largo, para nombre de autor. Del Perú no conozco novelista nombrable, aunque hay buenos cuentistas entre los jóvenes literatos, lo que no es poco. Ricardo Palma ha podido realizar una obra que habría completado su fama de tradicionalista: la novela de la colonia. Darío conoce la novela que triunfa, pero pasea sus ojos de poeta por los rincones de España, tanto es así que admira a Menéndez Pelayo, confraterniza con Valle-Inclán y con los modernistas españoles, para hilvanar su literatura de cisnes y de paraísos maravillosos, mientras su desencanto va fraguando la tristeza que anida en Cantos de vida y esperanza (1905), el libro que rompe lo idílico y hermoso que anidaba en su célebre Prosas Profanas (1898). Darío conoce el poder de los Estados Unidos y los critica, como el imperio que empieza a ser y canta a España, como el imperio que ha declinado para siempre. Cuando releo este libro portentoso de Darío que tanto nos enseña de su visión de España, me detengo en sus palabras laudatorias acerca de Menéndez Pelayo, el sabio que tan joven sentó cátedra en España: Y cuando en la conversación amistosa escucho sus conceptos, pienso en un caso de prodigiosa metempsicosis, y juzgo que habla por esos labios contemporáneos el espíritu de aquellos antiguos ascetas del estudio que olvidara por un momento textos griegos y comentarios latinos. Es difícil encontrar persona tan sencilla dueña de tanto valer positiva, viva antítesis del pedante, archivo de amabilidades; pronto para resolver una conducta, para dar un aliento, para ofrecer un estímulo. Sin duda, Darío admira al sabio que no hace ostentación de ello, de conversación apasionante, en la modestia infinita del que se sabe mortal, del que duda de su propia presencia en el mundo, del que conoce la complejidad de todo y la banalidad, a su vez, de cualquier espíritu trascendente. Y queda la imagen de la mujer española, para poner colofón a este repaso por la vena prosaica de Darío, por su coqueteo con el lenguaje de la buena prosa, con fino estilete, el de un creador de rápida imagen, de verbo sagaz y de clarividencia inigualable, un nicaragüense que es, sin duda, el padre de la literatura de la tierra posterior. En su visión de la mujer española, Darío nos habla de los tipos de mujer, como si poetizase al cisne, enamorado de ese dibujo impresionante que la mujer morena nos regala en nuestra bella Andalucía o la madrileña que pasea por las fiestas del quince de Mayo: Hay distintos tipos que se imponen, pues en la Corte se hallan representadas las distintas provincias. Desde luego, la mujer suavemente morena, de un moreno pálido, cara ovalada, cuello colombino, boca sensual y mirada concentradamente ardiente, cuerpo en que se ritman felinas ondulaciones, y la rosada y firme de elasticidades, de cabellos dorados, un tanto gruesa; y la belleza decadente y tradicional, de los retratos en cuyas manos puso Pantoja tan preciadas gemas; rostros con algo de las figuras de los primitivos. El divino poeta conoce a la mujer, la escruta y sabe que en sus rostros se halla la virtud y el pecado, la eterna contradicción de los sexos que se aman y se repelen desde tiempos ancestrales. La española es, para el poeta, un cuadro donde mirar España, donde contemplar su belleza y sus sombras. Concluyo con esta sentencia dariana, dura afrenta que debe ser entendida en su contexto, pero que, desgraciadamente, pesa aún en los que vivimos las aulas cada día como docentes, esa idea de Darío de una educación prostituida por unos y por otros, siempre políticos que no entienden de enseñanza, sí de mezquinas afrentas al sentido común, que padecemos hoy día, de manera sangrante. En la España de la época, el problema no era un profesorado competente en manos de políticos incompetentes, como ahora, sino el de una España atrasada, donde ni los profesores tenían capacidad para serlo, porque no había una selección de rigor previa a la profesión docente. Darío, para no extenderme en un artículo duro y de gran hondura, sentencia:
La ignorancia española es inmensa. El número de analfabetos es colosal, comparado con cualquier estadística. En ninguna parte de Europa está más descuidada la enseñanza. Considera a los maestros como desgraciados que suelen carecer de medios intelectuales o materiales para seguir otra carrera mejor. También cuestiona la enseñanza de memoria y de ser profesor en su púlpito de la Universidad de la época, salva a la Institución Libre de enseñanza, pero señala el fracaso de esa propuesta tan interesante en la España del XIX. Darío, en un artículo escrito el 8 de septiembre de 1899, nos habla de una enseñanza que condena a miles de estudiantes a la nada y a la ignorancia, ahora, si viviese, sabría que aún no hemos arreglado un tema tan importante y que las manos de la mala política nos condenan a la mediocridad para siempre. Darío fue y debe ser considerado un maestro, un precursor de las ideas de otros que hablaron del fracaso del sistema, de la necesidad de cambios sociales. Darío merece, por todo ello, este homenaje a su labor de prosista, menos conocida y alabada que la de poeta. |
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