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ARTÍCULOS

TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO

LAS CÉLEBRES ÓRDENES DE LA NOCHE: DESTIERRO, ASESINATO. LAS CICATRICES DEL MONSTRUO

6/1/2018

1 Comentario

 
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA
         Dicen que habitamos el tiempo de los monstruos. Que los límites de nuestra capacidad para pensar el mundo son ahora más evidentes que nunca, a la vez que el mundo mismo se sume en complejidades apocalípticas sin precedentes.
Francisco Jota-Pérez

 
Silence was a way
John Lydon


 ¿Cómo he llegado aquí?
Diego Sánchez Aguilar
          
         
INTRODUCCIÓN (Enfermera, bisturí… hilo…)

      Diego Sánchez Aguilar es el Dr. Frankenstein. El Dr. Frankenstein coge fragmentos, trozos, miembros de diferentes cuerpos. Los pone juntos, los ensambla. Construye, a su modo, la nueva carne, una nueva carne hecha de cicatrices, heridas, sombra. Así, Diego Sánchez Aguilar ensambla los diferentes elementos que componen su poemario Las célebres órdenes de la noche. Tú, como lector, después, puedes llevar a cabo la descomposición del monstruo (la vuelta a su realidad fragmentaria), la disección de ese artefacto poético donde lo narrativo o lo épico monopolizan muchos de sus versos sin dejar a un lado un componente indudablemente lírico.
          Así que coges un cutter (o un bisturí) y haces las veces de cirujano o carnicero (igual que Diego Sánchez Aguilar). Separas las tres partes de las que se compone Las célebres órdenes de la noche.
          Haces tres montones.
          En el primero pones Cantar del destierro.
          En el segundo, El bosque y la muchacha.
          En el tercero (y último), Evangelio del Doctor Frankenstein.
         PRIMER MONTÓN
         Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo.
Oliver Sacks
 
¿Será solo el silencio lo esperado?
Diego Sánchez Aguilar
         Observas el primer montón, ese que trata sobre un modo de exilio. Separas el pliego de páginas, lo haces bien. Te fijas en los títulos:
 
Preoperatorio / Unidad de cuidados intensivos / Enfermera, el árbol / Anestesia / Respiración asistida / Aguja hipodérmica / Etc.
 
         Trazas imaginariamente los contornos borrosos de un campo semántico que tiene que ver con el hospital. O sea: el destierro es un hospital. Ese lugar donde el ritmo frenético de nuestra vida se detiene. Te preguntas: ¿serán los enfermos los nuevos ascetas? ¿ellos? ¿acaso serán ellos las personas que escapan del vértigo social y político y se asoman (no tienen más remedio) a la sombra, a la muerte?
        Destierro como exilio. Como fuga interior. Huida al desierto: igual que Jesucristo (esa figura que mutará en el TERCER MONTÓN en monstruo, metáfora-antítesis de aquel que venía a salvarnos). Destierro como silencio. Un silencio que, en cierto modo, se disemina a lo largo de muchos versos del Cantar del destierro:
 
Ahora el silencio viene a buscarme, o no,
(desde lejos, desde otra tierra,
llena de pulidos huesos)
y no trae la respiración de ninguna bestia.
 
          No obstante, la voz poética llega a preguntarse por el sentido de ese silencio:
 
¿Para qué este silencio?
 
          El silencio articula en muchos de los versos una suerte de alejamiento, al igual que lo hace el desierto, ese desierto que incide en la mirada del que observa, la mirada de ese personaje que (confinado en una habitación de hospital) se interroga constantemente sobre el sentido de lo que le rodea (la sombra de un árbol, el sonido que éste pueda hacer) o que (casi moribundo, casi inerte) llega a aceptar la situación en la que se encuentra, parece no querer luchar:
 
Entonces habrá que vivir aquí.
Y así.
Absolutamente desposeído,
despojado y sin saber qué es eso (…)
 
        Esa aceptación, esa desposesión o falta de referentes entronca con una experiencia que podríamos convenir en llamar vacío semántico (o simbólico): la desaparición del significado dentro de nuestra existencia, en nuestras relaciones, en el comportamiento rutinario que se aleja del símbolo o de la metáfora, de algo que va más allá de lo estrictamente material.
          Podemos, entonces, hablar de la muerte de las metáforas. No ya en Las célebres órdenes de la noche (evidentemente), sino en la realidad que retrata, esa realidad de la que se tiene conocimiento casi como eco pues el exilio (el destierro, el enclaustramiento) no nos permite verla, solamente intuirla (y apenas recordarla). Esa muerte de los tropos (su ignorancia) se traduce en una especie de amnesia que se retrata a la perfección en un poema como Enfermera, los ríos:
 
¿Cómo eran los ríos?
¿Cómo abrían la tierra
y llevaban la hoja muerta hasta el mar?
       La permanencia de las metáforas del río como vida o del mar como muerte solamente son intuidas aquí porque el sujeto poemático únicamente las nombra, las cita como si ya hubiera olvidado el significado de todo ello, sus resonancias clásicas, los ecos de Jorge Manrique (por ejemplo) en una conciencia que se descompone. Porque, sin duda, algo así es lo que tiene lugar en la cabeza del personaje que aquí nos habla en primera persona a lo largo del Cantar del destierro: la desintegración de la conciencia de un individuo, su capacidad de percepción e interpretación, el entorno (y su reflejo en uno mismo) que se difumina de forma fantasmal:
 
(…) intento buscar en mí la imagen del río.
 
           Cantar del destierro es un monólogo constante, casi silencioso dentro de esa quietud espectral que rodea al personaje y que, como una sombra flotante, planea a lo largo de los versos, sobre ellos. La voz del personaje es aquí monólogo interior, esa stream of conciousness que en la narrativa muestra el discurrir de la conciencia de un ser ficcional y que, en esta primera parte del libro (y de modo épico-lírico), filtra y condiciona la naturaleza de las composiciones aquí presentes, que imprime cierto carácter lánguido y minimalista a la vez que absolutamente desolador. Una desolación que en Nuestra Señora del Destierro resulta más que patente mediante la concisa locuacidad de sus versos:
 
Esto no es cantar.
Es ver el escenario vacío,
el aire cayendo lentamente
en el aire.
Esto es arder.
 
         Algo parecido (salvando las distancias, pero con cierto aliento común) a lo que decían The Mission of Burma en su canción ‘Forget yourself’ de 2009:
 
Forget yourself
what a joy not to be
to be the mist
and not to be
burn yourself
burn yourself up
burn yourself
forget yourself
 
        En realidad, en el Cantar del destierro se traza el dibujo de una crisis, una crisis de carácter existencial de la que percibimos su atmósfera, el ambiente opresivo y yermo que genera, pero de la que apenas sabemos nada (y que linda con el nihilismo). Y, a decir verdad (siguiendo a su autor), es una crisis que, en realidad, no es nueva:
 
Lo que nunca ha cambiado
Y el viento aún aviva.
 
         Una crisis que (parece) viene de lejos, incluso anterior a la voz que nos transmite esta realidad aciaga y depresora, que convierte al sujeto en algo no unitario sino desmembrado, seccionado:
 
Esto es lo único.
Estos tubos en la boca
de los que entra y sale
el aire manchado,
el relato de alguien,
o de trozos de alguien:
cabeza, osamenta, víscera enferma.
 
         Si seguimos el texto, otros títulos dentro del Cantar del destierro nos susurran nombres de significación clásica:
 
 Narciso / Edipo / Sherezade / Poética / Etc.
         Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución:
 
Todavía la flor busca el espejo.
Con él nació su recuerdo húmedo (…).
 
       Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos:
 
También yo, a su imagen y semejanza,
abro los ojos desde esta cama
me pregunto por qué ahora la flor,
con qué sentido,
qué espero encontrar tras estas palabras,
dentro de ese murmullo
que suena como una piedra sobre la oscuridad,
que solo yo oigo cuando dejo de respirar.
 
           La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’:
 
Sherezade cuenta lentamente
como si tejiera el silencio con pesados hilos.
Sherezade cuenta y yo escucho sin entender,
hasta que no sé si me duermo.
 
            Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte:
 
Escucho mi cadáver.
Creo que vive en la dura sombra,
a un centímetro de mi aliento.
         Son títulos que, sin que opongamos resistencia, introducen en nuestra lectura nuevos motivos, una varianza que —hilvanada a la perfección con los otros poemas— sugiere diferentes direcciones dentro del poemario, algo que va más allá del destierro, ese destierro ascético pero enfermo (sin dejarlo de lado, sin abandonarlo). Títulos que trazan trayectorias inesperadas y que juegan con los mitos y los símbolos, todo aquello que parece desterrado de la conciencia de esa voz poética que conocemos a través de la lectura pero que, en ningún momento, está fuera del alcance poético de Diego Sánchez Aguilar. Nombres que flotan en la memoria del personaje igual que flamea débilmente un recuerdo roto, cercano a la disolución:
 
Todavía la flor busca el espejo.
Con él nació su recuerdo húmedo (…).
 
      Son éstos versos (que pertenecen al poema ‘Narciso’) donde el autor actualiza el mito clásico a través de la conciencia del enfermo que, desde su cama de hospital, establece un paralelismo con esa figura mítica pero que (siguiendo esa línea de evaporación de lo simbólico y sus significados ya subrayada anteriormente) se aleja de su carga semántica, se introduce en el código propio de la era del vacío (y la ignorancia) que habitamos:
 
También yo, a su imagen y semejanza,
abro los ojos desde esta cama
me pregunto por qué ahora la flor,
con qué sentido,
qué espero encontrar tras estas palabras,
dentro de ese murmullo
que suena como una piedra sobre la oscuridad,
que solo yo oigo cuando dejo de respirar.
 
         La comprensión del símbolo o de los motivos de la tradición literaria parecen estar afectados por la obsolescencia, la muerte de sus posibles significados tal y como se subraya en ‘Sherezade’:
 
Sherezade cuenta lentamente
como si tejiera el silencio con pesados hilos.
Sherezade cuenta y yo escucho sin entender,
hasta que no sé si me duermo.
 
         Una falta de significado que parece abocarnos a la muerte:
 
Escucho mi cadáver.
Creo que vive en la dura sombra,
a un centímetro de mi aliento.
         SEGUNDO MONTÓN
The dark trees that blow, baby,
in the dark trees that blow
David Lynch
 
 
Sigue corriendo hacia el centro del bosque
Diego Sánchez Aguilar

         La noche como símbolo. La noche como símbolo romántico. Esa noche donde las formas borran sus límites, donde la precisión de esos límites termina por desaparecer. Lo contrario del mediodía, de la luz, del sol. La noche que tiene lugar en el bosque. La noche en el bosque donde el hombre se reduce, se hace pequeño. Tal vez con miedo, frágil:
 
Tu corazón, pequeño, respira como un pez.
Entre tus blancos senos la luna se está ahogando.
La noche es un bosque que no termina.
 
         La noche que se convierte en misterio, que adquiere toda su capacidad semántica como espacio de peligro. El bosque como lugar de insectos, telas de araña, temor y crimen:
 
Los bosques son lugares peligrosos.
 
             La noche que acoge los cuerpos, la noche que acoge el placer, el miedo:
 
Sobre los árboles tendida,
la noche ofrece su garganta.
 
             La noche que late en el sexo:
 
(…) las hojas tiemblan de placer y miedo:
la noche insectívora exige vuestros labios.
 
             La noche que engendra sombra que engendra noche (y suma y sigue):
 
Sabes que será hermoso, como tus ojos cerrados
que guardan un latido abierto y la constelación del beso.
No tardará en surgir la sombra.
 
            La noche que susurra canciones. Por ejemplo, ‘She sleeps, she sleeps’ de Fire!: su polirritmia rota, abrupta, que pudiera servir de marco sonoro a esta aventura criminal en el seno del bosque. La noche que es sinónimo de sueño, sinónimo de muerte tal vez. La noche que es oscuridad, solamente eso, un caminar hacia la oscuridad, sin vuelta atrás:
 
La oscuridad frente a ti es tan densa
que puedes verte como en un espejo.
 
               La noche que es un cuchillo que es muerte que es la noche y es bosque:
 
(…) y en tus labios estará despertando el beso,
y en tus oídos estarán naciendo los pasos
de aquel que debía venir, y viene
y llegará antes su reflejo que él,
como un cuchillo.
 
               La noche sagrada / La noche muerte:
 
“El bosque y la muchacha” es un proyecto de libro en el que quería explorar las posibilidades que el imaginario del cine slasher me ofrecía para tratar una serie de temas: la relación entre el descubrimiento del cuerpo como placer y el cuerpo como dolor, el bosque como espacio voraz, irracional, sagrado y, por lo tanto, temible […].
(Diego Sánchez Aguilar: fragmento de entrevista en
El coloquio de los perros, diciembre de 2017)
              TERCER MONTÓN
El futuro es solo la vejez, la enfermedad y el dolor...
James Whale
 
 
         Una película slasher al menos toma en serio el cuerpo al reconocer cuán horrible es su mutilación. Ese horror es la fuente del horror. Pero al estetizar la deformidad, Whale en realidad golpea a la audiencia con más fuerza que cualquier representación burda y realista. Porque, en cierto nivel, creemos que la deformidad no debe ser estetizada, que tomar el sufrimiento y la deformidad humanos y volverlos casi bellos es un acto de profanación
Lloyd Rose (The Wasington Post, noviembre de 1998)
 
 
Nunca pudiste decir se era pedazos o si era uno
Diego Sánchez Aguilar

         —Cartón piedra, simulacro.
         —Ficción, mito.
         —Aliento romántico.
         —Monstruos.
         —Atmósfera bíblica, cicatrices, tentaciones.
         —Resurrección.
         —Resurrección del monstruo.
 
        Estos son algunos elementos que componen el puzle del Evangelio del doctor Frankenstein. Si el Cantar del destierro supone la descomposición o la desintegración de un individuo (su conciencia, su memoria), el Evangelio es la composición a través de los pedazos, del fragmento, de eso que convenimos en llamar monstruo. Una composición hecha a partir de cicatrices y vacío:
 
De todas las caricias con que inventas tu nombre,
solo la cicatriz
ha cosido la vida con la muerte.
 
        El monstruo de Frankenstein es, a decir verdad, la metáfora perfecta del individuo contemporáneo (¿por qué no decirlo? ¿por qué no pensarlo?): una metáfora profética (copyright de Mary Shelley) que anuncia ese monstruo que nace de la fragmentación posmoderna y que se prolonga en una nueva etapa que algunos autores como Marc Augé han querido llamar hipermodernidad, pero sobre la que (en relación con tal término) no hay unanimidad.
         Permitámonos (ahora) un circunloquio, una deriva (que, a decir verdad, no es tal): si pensamos, por ejemplo, en el cine de Tarkovski, se llegaba a decir de él que rodaba teniendo en cuenta al individuo como ser completo, unitario, no fragmentado (sic). En cambio (a diferencia del cineasta ruso), buena parte del cine contemporáneo se caracteriza por la fragmentación: fragmentación de la linealidad discursiva, fragmentación del cuerpo a través del primer plano o el plano detalle, por poner unos ejemplos. Incluso la fotografía actual, animada por las redes y la instagramatización de la realidad, deambula por semejantes territorios: el retrato del individuo no como un conjunto sino como fragmentos, retazos. Algo que se acerca mucho a la narrativa pornográfica en su objetualización del sujeto, en la aniquilación de su alma, en su despiece (casi) de matarife simbólico. La identidad del hombre se ha fragmentado y su puesta en escena encuentra un tratamiento semejante a nivel plástico. Todo esto nos lleva a la conclusión de que el monstruo de Frankenstein (con sus cicatrices y su propia composición hecha de trozos, pedazos, tal y como bien apunta aquí Diego Sánchez Aguilar) resume a la perfección una identidad contemporánea que se ilustra a través de discursos fragmentados, un relato que se desacopla (y agota) a cada paso.
         Frankenstein es hijo de nuestro tiempo y, como tal, el Anti-Mesías (que no nos salvará de nada) debe adoptar una estructura semejante. Rota, hecha de cicatrices, cosida:
 
Mira, Fritz, ¿cómo llamarías a esto?,
¿carne?, ¿brazo?, ¿miembro?, ¿fragmento?
Te resistes a llamarlo Hombre, lo sé.
 
         Podría decirse que el discurso de Diego Sánchez Aguilar juega con una linealidad no evidente, con un proceder que tiene que ver más con lo segmentado:
 
Todo, en esta historia, hablará de ruinas, de fragmentos.
Así ha de ser el reino de lo humano.
 
       No obstante, la homogeneidad discursiva del poemario es indudable y no admite fisuras en su rigurosa composición sin que eso provoque que la voz poética se sustraiga de una realidad que no termina por ser unitaria, sino compleja y escindida:
 
Aquí estás tú. Esto es lo que hay cuando dices yo.
Solo hay que coser, que dar la forma,
como hacías con plastilina en el colegio.
       Por otra parte, las resonancias bíblicas flotan a lo largo de toda esta sección del poemario. Resuenan incluso al tomar, al principio, una cita de Dámaso Alonso, autor en el que el versículo bíblico es inseparable dentro de su libro Hijos de la ira. Unas resonancias evangélicas que se descubren en la forma de muchos de los versos que animan esta parte final del poemario, incidiendo en las repeticiones, las interpelaciones al receptor (en muchos casos Fritz), recurrencias formales propias de textos sagrados. Unos ecos de las Sagradas Escrituras que nos hacen ver al monstruo de Frankenstein como ese Anti-Mesías al que ya se ha hecho alusión antes y que, en diferentes momentos de este Evangelio, queda completamente claro que no agita la bandera de la salvación sino de todo lo contrario:
 
No ha venido a morir por nuestros pecados.
Ha venido a morir por nuestra muerte.
 
          Un salvador que no salva, un salvador lleno de cicatrices:
 
(…) lo que la cicatriz esconde
y llena de estrellas el oído de la noche,
a eso lo llaman monstruo.
Y el monstruo anuncia el reino de la nada.
 
         Un monstruo que no tiene nombre:
 
Quien ha venido a mostrarnos el reino
no tiene nombre, ni tiene casa.
 
         No tenemos aquí a un Moderno Prometeo, sino a una suerte de Jesucristo novedoso y nihilista que no predica la redención. En realidad, no predica nada y el evangelio es un evangelio sin palabras que hace bucles mudos dentro del silencio. Sólo nos queda por tanto el vacío y el terror, el terror que es animado por el monstruo:
 
No hay imagen, no hay palabra, no hay camino.
No hay más senda que el latido.
No hay más reino que el bosque, que el desierto.
 
       La mirada cínica del autor se ve con claridad en ‘Las Tentaciones’, donde las reminiscencias bíblicas a nivel lingüístico son más que evidentes recordando el discurso del Nuevo Testamento y estableciendo una analogía constante con Jesucristo pero tirando de antítesis, paradojas. Un poema, este de ‘Las Tentaciones’, que articula (también) la revisión de una de las secuencias fundamentales de la película de James Whale y que Diego Sánchez Aguilar toma como referencia dentro del Evangelio del Doctor Frankenstein: el encuentro de Boris Karloff (el monstruo que no tiene nombre) con la niña y que termina con la muerte de ésta ahogada por la bestia. Es en este momento donde, sin lugar a dudas, se subraya esa visión cínica a la que se aludía antes, puesto que aquí la tentación es la niña, el demonio es la niña, el demonio que habla con el Anti-Mesías (ese Prometeo desnaturalizado) y que le habla sobre la inmortalidad, que compara la flor que arroja al agua con el alma, esa flor que flota en la superficie del lago y no se hunde, el alma que flotará más allá de la muerte:
 
Y levantó el cuerpo de la niña como la niña antes levantó las [flores
y la tiró al lago para ver cómo su alma inmortal flotaba sobre la [negra muerte.
Y desapareció la niña bajo el rostro del lago
como desaparecen las palabras bajo el manto de la noche.
 
         Evangelio del Doctor Frankenstein se construye a partir de recurrentes analogías, analogías con el relato evangélico del Nuevo Testamento, semejanzas a través de las que comprobamos, incluso, el desarrollo de la Pasión y Muerte (en este caso de la bestia: su crucifixión en el molino: la cruz es un molino es una cruz). Correspondencias también con la Resurrección, una resurrección del monstruo a través del celuloide, a través del poder mágico de las imágenes en movimiento que hacen que el que no tiene nombre vuelva de entre los muertos:
 
Mira, la criatura está viva.
Mira: aquí, dentro de esta caja oscura, está anunciando el reino de la nada.
La criatura está ahí. Ha aparecido entre las sombras, trayendo
consigo toda la sombra.
        
          Ése es el mensaje final del anómalo evangelista que, recordando a Anselm Kiefer, ha compuesto Las célebres órdenes de la noche, un mensaje que anuncia las tinieblas y el miedo:
 
Ellas salieron corriendo del sepulcro porque estaban temblando y fuera de sí. Y no dijeron nada a nadie, porque tenían miedo.
(Marcos 16, 1-8)
1 Comentario
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