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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por ALFONSO GARCÍA-VILLALBA Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta. JUAN RULFO Blanco y negro es el color de fotografías antiguas y los programas viejos de televisión; es el color de los fantasmas, la nostalgia, la memoria y la locura. El blanco y negro duele. LAURIE LIPTON 1 Se acercan estas fechas y pienso en la muerte. O, más bien, en los muertos, esas personas que andaban por aquí y que un día dejaron de estar. Tal vez por esa operación inconsciente que tiene lugar en nuestras cabezas (debido a la educación, la familia o la tele que obvian algo tan fundamental como la desaparición o el fin), la muerte no aparece en primer plano dentro de mis pensamientos (al menos no de forma cotidiana o durante estos días, al menos no de un modo evidente). Es por eso, tal vez, que me resulte más normal pensar en los muertos que en la muerte: recordar a mi padre, mi abuelo y abuela, los tíos y tías que ya no están, la hermana de algún amigo, amigos que pasaron al otro lado o el reciente fallecimiento de mi tío Ignacio. La muerte, entonces, se concreta en rostros. Hacer desaparecer el rostro equivale a hacer desaparecer el nombre, sepultarte. El rostro, como bien ha escrito recientemente Heriberto Yépez después de la muerte de 42 estudiantes en México, es sinónimo de identidad: El viento dice que es justo el momento de perder la cara, perder el nombre. La muerte deja su impronta según pasan los años. Tal vez cambia hacia una idea que poco tiene que ver con la desaparición y mucho más con la transformación. Va sustituyendo también a los rostros (esos muertos que permanecen en los álbumes de fotos o en la memoria) y adquiere connotaciones de lugar o espacio desde el que, quizás, también fluye la vida para dejar de ser (la muerte) un proceso en el que solamente se inhiben los procesos bioquímicos vitales. 2 Según algunas tradiciones, durante estos días nos encontramos más cerca de contactar con los que se han ido. Como si las almas de los muertos flotaran en el ambiente y se colaran sigilosamente en nuestras casas, en los pensamientos que se van construyendo sin apenas darnos cuenta en nuestro interior. Desde mi punto de vista, estas creencias ancestrales que nos hablan del contacto con los que se fueron no tienen por qué ser despreciadas en el mundo racional y científico que nos ha tocado vivir. Quizás un componente sagrado o místico que invadiera nuestra concepción de la existencia sería oportuno en una realidad banal (la que vivimos) que va configurando una existencia deshumanizada, falta de trascendencia. Si pensamos en la celebración religiosa (o pagana si así se quiere) que se acerca y tiene lugar este fin de semana (primero de noviembre), no está de más que tengamos en cuenta que el Día de los Difuntos hunde sus raíces en la cultura celta. Dentro de la mitología druídica, su espiritualidad se caracterizaba por el culto a dos dioses: uno solar y otro relacionado con los muertos. La celebración de este último coincidía con el 1 de noviembre, fecha para el inicio del año celta. Como sucede con otras celebraciones y fiestas de carácter religioso, el ritual cristiano incorporó esta festividad dentro de su calendario, en esa estrategia tan sabia por parte de la Iglesia de camuflar tradiciones previas que, gracias a la propaganda eclesiástica, fueron clasificadas como paganas y asimiladas dentro de su calendario bajo un manto de maquillaje y camuflaje. Este tipo de sincretismo ha sido habitual a lo largo de la historia y en él tienen cabida las analogías entre Osiris y Cristo (en su Resurrección) o la presencia en la tradición popular alemana del Conejo como animal referente dentro de las celebraciones de la Pascua. En ambos casos, lo que se traslada al cristianismo son conceptos propios de los rituales de fertilidad y regeneración tan habituales en el cambio estacional que va del invierno a la primavera. Pero aquí, hoy, no hablamos de fertilidad, sino de la muerte (y los muertos). En los años cuarenta del siglo pasado Ernst Jünger escribía en su Diario de guerra y de ocupación (1939-1948) que los muertos no mueren en verdad puesto que nosotros (los que estamos aquí) seguimos recordándolos. Solamente cuando somos nosotros los que dejamos de estar, ellos también lo hacen. Es entonces el momento en que desaparecen finalmente: Cuando nosotros dejamos de existir. Cuando arden los álbumes de fotos. Cuando la memoria se deshace en un último aliento. Con el paso de los siglos o con la sucesión de diferentes civilizaciones y culturas, sigue germinando en nuestra conciencia la evocación de los muertos. En ese sentido (y saliéndome un poco de aquello a lo que estoy habituado en estas fechas) puedo decir que, durante el mes de octubre, desde hace unos días, lo que me viene a la mente son imágenes de la obra de Laurie Lipton (No pienso en los muertos, no, a la cabeza me vienen sus dibujos a lápiz, en blanco y negro, el color de los fantasmas, la nostalgia, la memoria y la locura). Y no es casual que eso suceda, ni se aleja de lo que tenemos entre manos desde el principio de este texto puesto que en la obra de esta ilustradora norteamericana, nacida en Nueva York en 1960, la muerte es un elemento dominante. Como ya se ha señalado antes, dentro del proceso de banalización que nuestra existencia tiene en Occidente, la muerte es una figura que apenas se trata, al contrario de lo que sucede en la obra de Lipton. Si bien las imágenes relacionadas con la muerte aparecen de diferentes maneras en nuestra sociedad, podríamos asegurar que tales representaciones están impregnadas, en muchos casos, de un carácter frívolo y trivial. Es lo que sucede, por ejemplo, con la calavera de platino con incrustaciones de diamantes producida por Damian Hirst en 2007 (For The Love of God es el nombre que recibe esta escultura valorada en setenta y cuatro millones de euros) o lo que también ocurre con la profusión de ropa interior que cuenta con calaveras en las colecciones de H&M (mucho más baratas estas prendas que la pieza de Hirst ya que se confeccionan en países del Tercer Mundo como Bangla Desh, claro). Igual sucede con los complementos (bolsos, anillos o colgantes) que se comercializan con imágenes semejantes o, sencillamente, los tatuajes de calaveras que se vuelven tendencia en la actualidad en una suerte de adulteración de todo aquello que la muerte representa. No se puede decir, por tanto, que tales manifestaciones vayan más allá de lo meramente superficial. De hecho la presencia masiva de estas imágenes opera, de forma inconsciente, un desinflado semántico del concepto de muerte en la conciencia colectiva. Tales imágenes nos dicen: La muerte no existe, siga jugando. 3 Afincada en Londres desde 1986, las imágenes de Lipton (que tienen en la recámara la influencia de Goya, como bien ha confesado la artista en alguna entrevista) nos permiten presenciar estrechas relaciones entre la vida y la muerte, entre los vivos y los muertos, deshaciendo los límites entre unos y otros. Siguiendo la estela de pintores como Durero o Van Eyck (y aprendiendo de ellos a través de la copia de sus obras como estrategia de aprendizaje), Laurie Lipton ha sabido captar y crear, según sus propias palabras, algo que nadie había visto antes. Su devoción por el dibujo en blanco y negro tiene mucha influencia del trabajo de Diane Arbus y las composiciones de esta fotógrafa norteamericana han sido inspiración e influencia en el trabajo de Lipton, un trabajo en el que la muerte se configura en sus ilustraciones a través de encuentros amorosos entre cadáveres o mediante fotografías de familias de muertos que posan para una cámara imaginaria. Presenciamos reuniones de té entre mujeres que se ubican en escenarios de época que nos retrotraen al XIX. Son señoras que no están vivas sino que son puro esqueleto, dibujadas en blanco y negro, enfatizando los claroscuros que una idea como la de la muerte contiene. En Lipton también hay esqueletos que velan cadáveres en una suerte de actualización de las clásicas fotografías decimonónicas en las que se solía retratar a los finados. Ésta es una suerte de exaltación continua de la muerte o, al menos, una puesta en escena de ella como protagonista de la realidad (algo que, hoy en día, olvidamos con facilidad dentro de las nuevas mitologías que crea, por ejemplo, la publicidad). En un mundo deshumanizado por el vacío y el hedonismo, Lipton pone en primer plano estos retratos de época en clave retro donde las personas representadas no son más que esqueletos salvo alguna excepción (una vieja dama, un bebé, una niña en la cama). La muerte es un elemento constante con el que también se comercia y encontramos tenderas que venden calaveras como si se tratara de souvernis (tal vez esto tenga algo que ver con esa devoción contemporánea por serigrafiar camisetas, sudaderas, medias o calzoncillos con imágenes de calaveras...). Así, la visión de la obra de Lipton nos hace pensar en las danzas de la muerte, esos rituales de origen medieval que ponen el foco sobre la personificación alegórica de aquella y que nos avisan sobre la pérdida de los placeres terrenales, la corrupción corporal. En Lipton los vivos parecen habitar entre los muertos, algo que acerca su trabajo al Pedro Páramo de Juan Rulfo y nos hace plantearnos si esos individuos aislados que parecen vivos no están, en realidad, también muertos como el resto de individuos que configuran el conjunto (igual que sucedía con el personaje que protagoniza la obra del mexicano Rulfo). En algún momento Laurie Lipton nos introduce en una vulgar sala de estar donde la muerte posa sosteniendo en una de sus manos una máscara sonriente mientras la otra carga con una botella de alcohol que sirve para brindar, quizás, por la eternidad. Es un modo de mostrar el reverso mortal de nuestra existencia, el polvo eres y en polvo te convertirás que se decía en la iglesia, cenizas a las cenizas (Ashes to ashes tal como cantaba David Bowie en 1980). Laurie Lipton subraya a través de sus imágenes que el goce es siempre perecedero y, al igual que las danzas de la muerte, lo hace de una forma que resulta, en cierto modo, satírica y que deja clara la última verdad de nuestra existencia: la muerte está presente y nos acaricia con sus manos huesudas. GALERÍA DE IMÁGENES DE LAURIE LIPTON
1 Comentario
por DANIEL GARCÍA ARANA A mi padre y a Mar Esteban Pocas veces, a lo largo de la historia literaria, se dan cita en ella personajes que combinen diversas ramas del arte en la poesía, todas ellas con similar buen hacer, y las ahuequen en ese estilo tan polifacético como es el poema. Hugo Mujica, poeta, hippie, pensador, filósofo, artista, sacerdote… Él mismo es como cualquiera de sus versos, sencillo en la apariencia pero de compleja infinitud interna. Se refugia, constantemente, en lo inmenso de la naturaleza, en esa simplicidad que le ofrecen bosque y hoja, viento y río, aunque dota al poema de una encarnación discursiva imprevista, verosímil y omnisciente: Cuando el alma ya es carne, cuando se vive desnudo, todo el afuera es la propia hondura, desde cada otro se escucha el propio latido. (1) Este poeta-pensador habla de una evidencia, de lo Real, pero asume también las afinidades informativas de la propia representación. Mujica, que ha estudiado Bellas Artes, aparece como una suerte de pintor que escribe, o escritor que pinta. No abusa, en su aguafuerte, de redundantes adjetivos ni adverbios irreales, casi podría hablarse, no por nada, de un esquematismo poético de la palabra, de abocetarla para hacerla más inmensa. Y es en la ventaja del esquema-boceto como imagen y de su lógica visualista donde reside la perfección de este poeta único. Nada penetra desde afuera, mucho menos lo hace desde abajo, y es que la poesía llega, como dijo Leonard Cohen, de un lugar desconocido. Amanece y callo; callo todo miedo, callo cualquier presagio, busco un alba virgen de mí, busco el nacer de la luz, no su alumbrarme. Este segundo ejemplo corrobora nuestra idea en relación a que su poesía funciona mandando estímulos; lo hace bajo la forma de un conjunto de impresiones que no son elementos permanentes en ese estrato sistemático, sino que varían. Mujica traza líneas estables, y esas búsquedas que son, en el fondo, sus poemas, esas búsquedas infinitas, un tanto angustiosas —a la manera de Kierkegaard, entiéndase— son algo pulsátil, y la escisión que se produce de ese pulso poético, inmenso, lejos de significar el reencuentro con el objeto, su vuelta al presente tanto como al Dios al que menciona con constancia (bien directa, bien indirectamente), no es sino la reiteración de su propia ausencia: busco la luz, no su mero alumbre. Necesito, parece decirnos, lo que hay más allá. Pero, ¿qué decir de la palabra que es? La palabra es, sí. Quien la escribe, tan sólo la reviste. Quizás fue su relación con algunos miembros de la Generación Beat (entre otros con Allen Ginsberg), lo que la acerca, por momentos, a un grito, a un aullido, al grito que no sabe que grita, al aullido que aúlla en el silencio. Mujica es beatnik porque su poesía, como la de ellos, nace de la desafección (2). Es también Baudelaire, es Stevens y es Eliot. En esa universalidad poética enorme, hay toda una estética por averiguar, fundamental, un orden del que poesía y pintura, como apuntábamos, forman parte, pero igualmente la música, la escultura u otra realización estética en donde Hugo Mujica abre un canal para dejar transcurrir las aguas de la deconstrucción del callar por escribir. Es la realidad, pero es también la falla en ésta, la necesidad del bosque y el monasterio, del rezo callado y del paisaje del silencio. No hay nada científico en ello, porque, al cabo, la poesía está un paso por delante de cualquier ciencia. Volviendo a los beatnik, y citando a Whalen: I know the forest is here, I’ve lived in there / More certainly than this town? Irrelevant (3). Como Whalen en el poema anterior, Mujica conoce el mundo, pero no sabe qué puede encontrarse tras la puerta. Vale más andar hacia el próximo camino que lleve hacia las montañas. Mujica genera su poesía a través de la palabra, decíamos, de su revestimiento, la desnuda y la reviste de plenitud, la hace lejana como milagro y, a la vez, la acerca como cuerpo-algo, como el ser que es sin ser-lo. Mientras escribo estas líneas, me entero de que el poeta argentino acaba de publicar un libro sobre la poética del silencio, en el que analiza, entre otros, a Paul Celan. Pues bien, como el rumano, Mujica es un reconocedor, un poeta que invita al silencio para delimitar el gesto forastero de la noche. Como anfitrión, acoge al que se acerca a su poesía, y le da otro rostro, o le confiere, si no, la posibilidad del descubrimiento de un espacio dónde todo palpita, late. Es un lugar para la comunicación, donde no temer la escucha. Escuchar es también pensar el mundo, es crearlo. En el pensamiento, palabra y silencio son aquellos a quienes debemos aguardar en esa visita nocturna de la poesía, y en el-su diálogo siempre dejar fluir la espera, sin avanzar, sin degradar, pero sobre todo logrando un volver al origen por el origen del sentido, en el eco del sonido, en el ritmo que da sentido al discurso. Ningún vacío para llenar, jamás ya pausa necesaria, ninguna asfixia posible. Es sólo un río en latencia de fluir. Un ir heraclíteo: A lo lejos, en un atardecer en que el otoño es un lugar en mi pecho, comienzan a encenderse las ventanas, mi nostalgia por estar donde bien sé que al llegar volvería a estar afuera. Duelen los ojos de soñar tan a lo lejos la frente de pensar lo impensable de tanta vida que no he abrazado, tanta deuda de lo que no he nacido. Poco a poco se apagan las luces, es el lindero de una noche y otra noche, la frágil vecindad del miedo y la esperanza. El último día podría ser éste que termina, esta noche en la que aún escribo igual, pero sin una ausencia nueva para seguir esperando. Mujica se asoma a la realidad cuando ha traspasado las fronteras del dolor, cuando ya no sufre, no se asfixia, como decíamos antes. En su poesía, cada movimiento es huella, el desierto del palpitar de nuestros pasos para cubrir las huellas, la excavación en el origen de la palabra contra su propia saturación. La modalidad del silencio, en el olvido de todos los sonidos: el sonido. Del hablar a la escucha, del fragmento a la realidad, donde la poesía es la expresión-palabra aún por definir, por delimitar lo que marca el gesto. La voz se abre y se quebranta, entre disciplina de sentido, en el discontinuo Otro que siempre conlleva el afrontar. ¿Quién resopla en este recinto de sombras?, se pregunta Paul Celan (4), César Simón (otro poeta enorme en cuya obra refulge el silencio de la escucha) nos dice: más allá del allá, ¿hay quizás fuego, o energía tan pura que no es nada, números solamente? (5), e incluso Hölderlin, el poeta loco, que sabe que el hombre olvida las aflicciones del espíritu, mientras el amplio valle se extiende por el mundo (6). Todos ellos poetas del silencio necesario, lo mismo que Mujica. Ninguno exagera una palabra de más, ni superpone vagas teorías poéticas a la realidad disconforme de la que hablan. Hugo Mujica es el poeta de la sapiencia silente, en cuyas palabras, se abre el centro de la existencia al contorno de la materia, como matriz de un principio: la palabra al silencio, alcanzada para ser por él transfija. El indecible último consuelo: Silentio conclusit. _____ (1) Todos los poemas citados están extraídos de: MUJICA, Hugo. 2013. Del crear y lo creado (Poesía completa 1983-2011). Madrid: Vaso Roto, pp. 560 (2) GARCÍA ARANA, Daniel. 2014. “Introducción a la Generación Beat”, en Los otros aullidos, Antología de Poesía Beat. Zaragoza: STI, p. 7 (3) GARCÍA ARANA, Ibíd., p. 44-5 [Sé que el bosque está ahí, he vivido en él / ¿Pero más real que esta ciudad? Irrelevante] (4) CELAN, Paul. 2013. Obras completas. Madrid: Trotta, p. 237 (5) SIMÓN, César. 1997. El jardín. Madrid: Hiperión, p. 23 (6) HÖLDERLIN, Friedrich. 1988. Poemas de la locura. Madrid: Hiperión, p. 63 por MIGUEL CATALAN En breve la editorial madrileña Casimiro publicará una selección de textos de John Ruskin, escritor, crítico de arte y sociólogo británico, uno de los grandes maestros de la prosa inglesa. La traducción el prólogo y las notas correrán a cargo de Miguel Catalán. EL COLOQUIO DE LOS PERROS brinda a sus lectores un adelanto, una muestra previa de los textos que contiene Imitación y verdad: SOBRE LA VERDAD EN EL ARTE La virtud de la imaginación consiste en alcanzar, por la intensidad e intuición de la mirada (no por el razonamiento, sino por su poder de revelación y su amplia actitud receptiva), una verdad más esencial que la observable en la superficie de las cosas. Repito que no importa si el lector está dispuesto a llamar a esta facultad “imaginación” o no; no me preocupa el nombre; pero cuando de aquí en adelante hable de imaginación, lo haré para significar que la base de su autoridad y de su propia existencia es la sed perpetua de verdad y el propósito de ser verdadera. No existe otro alimento, ni placer, ni cuidado, ni percepción excepto los de la verdad; la imaginación siempre está buscándola bajo las máscaras y aclarando entre las brumas; ningún equilibrio de formas ni majestad de la semejanza la satisfará; la primera condición de su existencia es la incapacidad de ser engañada. SOBRE LA IMITACIÓN EN EL ARTE Qué requisito se precisa para el sentido de la imitación. […] Dos cosas son imprescindibles para una completa y más gozosa percepción de ello: primero, que el parecido sea tan perfecto que alcance a engañar; y segundo, que haya algunos medios para probar al mismo tiempo que es un engaño. Las ideas y placeres imitativos más perfectos se dan, por tanto, cuando un sentido contradice al otro, siendo ambos capaces de dar por separado una suerte de evidencia positiva de su versión sobre el tema tratado; como cuando el ojo nos dice que una cosa es redonda y el dedo, que es plana. En ningún ámbito se produce este hecho en tan alto grado como en la pintura, donde la apariencia del volumen, de la rugosidad, del cabello, del terciopelo, etc., se consigue mediante una superficie lisa, o en los muñecos de cera, en los cuales la primera impresión de los sentidos viene perpetuamente contradicha por la experiencia. Ahora bien, en el momento en que llegamos al mármol, nuestra definición nos pone a prueba, porque una figura de mármol no parece lo que no es: tiene la apariencia del mármol y tiene la forma de un hombre, pero es mármol, y es la figura de un hombre. No se parece a un hombre, lo cual no es, sino a la forma de un hombre, la cual es. La forma es la forma, bona fide y verdadera, sea en mármol o en carne —no una imitación o semejanza, sino forma real—. El boceto con tiza de la rama de un árbol sobre papel no es una imitación; tiene aspecto de tiza o papel, no de madera, y no podemos decir con propiedad que lo que sugiere a la mente sea como la forma de una rama, sino que es la forma de una rama. Vemos, pues, así, los límites de la idea de imitación; comprende sólo la sensación de truco y engaño ocasionado por una cosa que intencionadamente parece distinta de lo que es; y el grado de placer depende del grado de diferencia y de percepción de la semejanza, no de la naturaleza de la cosa a que se parece. El simple placer de la imitación sería exactamente del mismo grado (siendo igual su precisión) si el objeto de ello fuera el héroe que si fuera su caballo. Existen otras fuentes incidentales de placer, pero esa parte del placer que depende de la imitación es la misma en ambos. APLICACIÓN GENERAL DE LOS PRINCIPIOS ANTERIORES […] Las verdades necesarias para la imitación engañosa [son] no sólo pocas, sino del rango más bajo. Encontramos de tal forma a los pintores alineándose a sí mismos en dos grandes categorías; una que se consagra al desarrollo de las exquisitas verdades de formas específicas; el refinado color, el etéreo espacio, y se siente cumplido con la sugerencia clara e imponente de algunas de ellas, obtenidas por los medios que fueren; y la otra dejando todo lo anterior a un lado a fin de obtener aquellas verdades particulares de tonalidad y claroscuro que puedan engañar al espectador, haciéndole incurrir en una falsa creencia de realidad. El primer tipo, si quiere pintar un árbol, está atento a plasmar los exquisitos diseños de ondulaciones interseccionadas en sus ramas, la gracia de su follaje, lo intrincado de su organismo y todas esas cualidades que lo hacen hermoso o conmovedor. El segundo tipo sólo se esfuerza en hacerte creer que estás viendo madera. Es totalmente indiferente a las verdades o bellezas de la forma; para sus propósitos, un tocón es tan bueno como un tronco, de modo que sólo puede engañar al ojo bajo el supuesto de que es un tocón y no la tela del cuadro. SOBRE LA INDEPENDENCIA DE ESPÍRITU Como la vida de la imaginación se encuentra en el descubrimiento de la verdad, es claro que no hay que tener respeto hacia los comentarios y las opiniones: conociendo por sí misma cuando ha inventado con verdad, inquieta y atormentada sólo cuando le falta este conocimiento, su sentido del éxito y el fracaso es demasiado agudo como para verse afectada por la censura o el elogio. LO QUE NO DEBE IMITARSE Todo pintor debe pintar lo que ama él mismo, no lo que otros han amado; si su mente es pura y se halla suavemente templada, lo que él ama será después amado por otros; de otra forma, ningún ejemplo puede guiar su elección, ningún precepto guiar su mano. DEL REPOSO, O DEL TIPO DE DIVINA PERMANENCIA (1) En la catedral de Lucca, cerca de la entrada al transepto norte, hay un monumento de Jacopo della Quercia dedicado a Ilaria del Carretto, la esposa de Paolo Guinigui; si la nombro aquí no es porque sea la más bella o perfecta que otros ejemplos del mismo periodo (2), sino porque proporciona un ejemplo del punto medio exacto y correcto entre las primitivas efigies monumentales y la mórbida imitación de la vida, el sueño o la muerte, tal como se ha puesto de moda en los tiempos modernos (3). Su figura reposa sobre un sencillo diván con un perro a sus pies; no de lado, sino con la cabeza derecha y simplemente dispuesta sobre la dura almohada, en la cual, obsérvese, no hay esfuerzo alguno por alcanzar una imitación de la presión que llame a engaño. Se entiende que es una almohada, pero no se la toma por una almohada. El cabello está recogido en una trenza allanada sobre la limpia frente, los dulces y arqueados ojos están cerrados, la ternura de sus amantes labios, asentada y quieta; esto es lo que hace que no puedan respirar; algo que no es la muerte ni el sueño, sino la pura imagen de ambos. Las manos no están elevadas para la plegaria, ni replegadas, pero los brazos están yertos a lo largo del cuerpo, y las manos cruzadas conforme caen. Los pies se hallan ocultos por los ropajes, y las formas de las extremidades escondidas, pero no así su ternura. Si uno de nosotros, permaneciendo durante cierto tiempo junto a esta tumba, pudiera ver a través de sus lágrimas la vana y desapacible pesantez de alguna tumba monumental que en estos horribles y desalmados tiempos erige un dolor fingido a favor del necio orgullo, recibiría, creo yo, una lección tal de amor, que ninguna frialdad podría recusarla, ninguna fatuidad olvidarla y ninguna insolencia desacatarla. ————--
(1) Modern Painters, vol. II, sección I, capítulo VII. (2) Periodo renacentista. Ilaria falleció a los veintiséis años de edad en el parto de su segundo hijo, una niña también llamada Ilaria. Su viudo, el señor de Lucca Paolo Guinigui, encargó el monumento fúnebre a Jacopo della Quercia al poco de producirse el fallecimiento. El sarcófago con la estatua yacente, compuesta entre 1406 y 1408, puede contemplarse hoy día en la sacristía de la catedral de Lucca. (N. del T.). (3)Allí donde, en una obra monumental, el escultor consigue una apariencia engañosa de vida o muerte, o de detalles concomitantes, allí ha ido demasiado lejos. Una estatua debe percibirse como una estatua, no como un cuerpo muerto o durmiente; no debe transmitir la impresión de un cadáver, tampoco de una carne enferma o ajada, pero debe ser la imagen en mármol de la muerte o el desgaste. Los objetos adyacentes deben ser claramente mármol, severo y monumental en sus líneas: no sudario, no ropa de cama, no armadura ni brocado auténticos; no una real almohada suave, no un rotundo colchón rígido, sino el mero tipo y sugerencia de todos ellos, y cuanto más rudo, con frecuencia más noble. No por ello han de ser antinaturales; tales líneas han de ser verdaderas, y nítidamente duras y rígidas al modo de los tipos estrictamente góticos; unas líneas tan escasas y amplias como para dirigirse sólo a la imaginación, y listas para detenerse ante la proximidad de su realización. Últimamente se ha emplazado en una capilla lateral de la Santa Croce el monumento de un moderno escultor italiano, contundente como retrato y delicadamente acabado, pero con un aspecto tal como si la persona que representa no hubiera descansado por la noche, y el artista se resignara a hacer un estudio fiel de sus desordenadas ropas de cama al despuntar la mañana (N. del A.). por PEDRO GARCÍA CUETO La obra y la trayectoria humana y literaria de Álvaro Mutis ha sido una de las más importantes para la cultura colombiana, ya que el escritor estuvo muchos años dedicado a la cultura y ha ganado grandes premios, como el Premio Reina Sofía, el Premio Nacional de las Letras de Colombia en 1974, el Premio Xavier Villaurrutia en México en 1989 y, como colofón, el más prestigioso de todos, el Premio Cervantes en 2001. Ahora que ha fallecido nos viene a la imaginación su gran obra, su personaje de Maqroll el Gaviero, un marinero que refleja al aventurero que siempre fue Mutis. Mutis ha tenido una vida fascinante desde su nacimiento en Bogotá el 25 de agosto de 1923 a su llegada a Bélgica con dos años, debido a las necesidades laborales de su padre. Cuando el futuro escritor cumple nueve años fallece su padre. A los treinta y tres el fallecimiento de su progenitor deja una gran huella en su vida y su obra. Regresa a Colombia con su madre, donde seguirá los estudios que había empezado en Bruselas, matriculándose en la Universidad de Rosario, en Bogotá. Luego vino su matrimonio con Mireya Durán Solano y el nacimiento de sus tres hijos. Su comienzo como periodista en la emisora de radio Nuevo Mundo y su trabajo en varias empresas como Standard Oil, Panamerican y Columbia Pictures, entre otras, demuestra el espíritu emprendedor del escritor, su gran valía en el mundo de los negocios. El mundo de la poesía ya estaba presente dentro de él, por ello empezó publicando poemas en el periódico El Espectador, para llegar, en 1953, a escribir Los elementos del desastre, un poemario donde aparece por primera vez el mítico personaje que queda para siempre en la memoria de los lectores de Mutis, Maqroll el Gaviero. También sufrió el castigo por no haber administrado bien el dinero, concretamente cuando era jefe de relaciones públicas de la multinacional Esso, lo que le llevó posteriormente a ser denunciado y ser detenido en México por la Interpol, cuando llevaba ya tres años de estancia en este país, donde frecuentó relaciones con Octavio Paz, Carlos Fuentes y Luis Buñuel, entre otros, y se hallaba trabajando en una empresa como ejecutivo de publicidad. La experiencia de la cárcel le sirve a Mutis para entender al personaje de Maqroll, un marinero que vive la soledad de su profesión, un hombre que se enfrenta a la inmensidad del océano en busca de sus raíces y de sí mismo. Aunque se inició en la novela en 1978, no será hasta 1986, con la publicación de la primera novela alrededor de Maqroll, cuando triunfa definitivamente. Me refiero a La nieve del almirante. Comienza entonces el reconocimiento literario a una obra de gran calado literario y de hondas reflexiones sobre la vida y su transcurrir. Luego vinieron los premios y una vida cada vez más prestigiosa y valorada por la sociedad latinoamericana y española, también un reconocimiento de toda Europa a un escritor de gran talento y gran mundo literario. MAQROLL, UN PERSONAJE INOLVIDABLE A través de siete novelas dedicadas al marinero, Mutis consigue ingresar en un puesto de primera línea en las letras hispanas. Las novelas son, por orden cronológico: La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1988), Un bel morir (1989), La última escala de Tramp Steamer (1989), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1991) y Tríptico de mar y tierra (1993). La primera es el comienzo de la historia, cuando aparece Maqroll, el cual se adentra en un río imaginario, sin duda, la extensión de la Laguna Estigia, como si fuera Caronte llevando a los muertos a la otra orilla, el Xurandó, mientras recuerda a Flor Estévez, una mujer que lo fascinó. En el viaje la vida y la muerte se entremezclan en un imborrable recorrido por la fascinante visión de una Colombia imaginada que deja honda huella en el lector apasionado por la profundidad estilística de Mutis en su quehacer narrativo. No excluye el lirismo, muy presente, como si el poeta estuviese dentro del narrador, en una simbiosis fascinante que el lector intuye en cada línea del relato. Seguirá con Ilona llega con la lluvia, la fascinante mirada de Ilona Grabowska, una mujer nacida en Trieste que llega junto a las lluvias ecuatoriales, es amiga y amante de Maqroll, ya que representa la sensualidad y el espíritu en un solo cuerpo, nos recuerda a la bella Maga de Cortázar en su inolvidable obra maestra, Rayuela. Ilona monta un prostíbulo con Maqroll, porque el paisaje de ambos está lleno de sensualidad y de placeres prohibidos. La llegada de Larissa cambiará el rumbo de la vida del marinero. Luego llegan Un bel morir, donde aparecen historias de contrabando y crímenes, en los que se halla envuelto Maqroll, La última escala de Tramp Steamer, Amirbar y una de las más hermosas, Abdul Bashur, soñador de navíos, donde Abdul representa el hombre que busca un sueño, mientras el sonido del mar mece en su monotonía de olas a los marineros desterrados de todo horizonte y futuro. El final de la historia culmina con un tríptico, el de mar y tierra, compuesto por tres novelas: Cita en Bergen, Razón verídica de los encuentros y complicidades de Maqroll el Gaviero con el pintos Alejandro Obregón y Jamil, donde Maqroll desnuda su alma en un recorrido por el mundo de los sueños y con la presencia de personajes que dejan al lector fascinado para siempre. Mutis utiliza un estilo narrativo tan cerca de la poesía, tan hondo que el lector siente la fascinación del mar, de las historias que suceden, como si fuesen secuencias de un verso filmado, con la pericia de un narrador único. Como muestra, me detengo en la fascinante Ilona llega con la lluvia, cuando narra el encuentro con Ilona: Con las monedas que había ganado pagó la nota de las bebidas, dejó una propina de rajá y se puso de pie. “Ven —me dijo—, sube a secarte la ropa y a darte un baño. Pareces amante de gitana pobre”. La seguí hasta el ascensor y subimos a su cuarto. Me obligó a entrar en la tina llena de agua caliente y metió mi ropa en una bolsa de lavandería del hotel. Me afeité con el rastrillo con el que se rasuraba las piernas. Por las ventanas abiertas tornaba el calor espléndido después de la lluvia, que otra vez se alejaba manchando el mar con una ceniza sombría. Se acostó a mi lado en la gran cama doble y comenzó a acariciarme, mientras murmuraba a mi oído, con voz profunda imitando la del benedictino que nos guió una vez por la Abadía de Solesmes: “Gaviero loco, Maqroll jodido, Gaviero loco, Maqroll ingrato”, y así hasta que, entrelazados y jadeantes, hicimos el amor entre risas; como los niños que ya han pasado por un grave peligro del que acaban de salvarse milagrosamente. Con el sudor, su piel adquiría un sabor almendrado y vertiginoso. La noche llegó de repente y los grillos iniciaron sus señales nocturnas, su cántico pautado de silencios irregulares que recordaban el ritmo del alguna respiración secreta y generosa del mundo vegetal. Todo es hermoso en ese paisaje vasto y profundo que envuelve a los amantes, en un escenario fascinante, donde conviven la grandeza de la naturaleza, la noche, los grillos con su canto, con la mujer, la piel que cobra tonalidades hermosas y sabores a almendra y a vértigo en el cuerpo. El amor, como sinfonía, abraza a Maqroll y a Ilona y les conduce a un espacio fuera del tiempo, con visos de eternidad, donde pueden ser inmortales, lejos del mundo de los hombres y sus miserias. Los viajes se suceden, conformando un laberinto donde Maqroll cobra cada vez más protagonismo, mientras los demás personajes secundan su soledad con sus presencias fantasmagóricas, de seres envueltos en una bruma de irrealidad que da lirismo indudable al grupo de novelas. Mutis consigue la inmortalidad con este conjunto de libros, donde todo está tamizado por su hondura de poeta y su fino mirar de novelista. En su primer libro, Maqroll relata el viaje, se convierte en un testigo profundo de la Naturaleza cambiante y nos regala páginas como esta, con las que concluyo mi homenaje a Mutis y a su singular mirada a su continente maravilloso: El clima comienza a cambiar paulatinamente. Debemos estar acercándonos ya a las estribaciones de la cordillera. La corriente es más fuerte y el cauce del río se va estrechando. En las mañanas, el canto de los pájaros se oye más cercano y familiar y el aroma de la vegetación es más perceptible. Estamos saliendo de la humedad algodonosa de la selva, que embota los sentidos y distorsiona todo sonido, olor o forma que tratamos de percibir.
Sin duda, ése es el mayor propósito de Mutis, conducirnos a un viaje por los sentidos y alejarnos de la realidad donde Maqroll es un alter ego del escritor, para que todo sea color, tacto, olor, la percepción de la vida a través de los sentidos con una prosa brillante, llena de lirismo, para que Maqroll y los otros protagonistas vivan para siempre en nuestro corazón. Todo un logro de un gran escritor colombiano al que rindo homenaje en estas líneas, tan amigo de otro grande de la narrativa de ese país, García Márquez, otro hacedor de un mundo de sombras y luces, de un universo narrativo donde lo fantasmagórico, el sueño de lo real maravilloso, convive con la realidad, para conseguir un mosaico que embellece la literatura y enriquece al lector en cada lectura de sus fascinantes relatos, toda una herencia de la literatura oral que ha enriquecido a tantas generaciones, a través de los cuentos que los padres han contado a sus hijos para que la infancia no pierda el genuino sabor de la mejor etapa de la vida. por CARMEN MARÍA LÓPEZ LÓPEZ En verdad, en verdad os digo: Si el grano de trigo, caído en tierra, no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. (Evangelio de San Juan, Cap. XII, 24) LOS PERSONAJES DE DOVSTOIEVSKI. LA VIDA COMO DESTINO Cuando el hombre no ama, cuando en el corazón del hombre se engendra la tragedia, surge la ponzoña. El alma tiembla de miedo, divaga por túneles de irracionalidad, se disipa en las brumas del odio y del sentido de la culpa. La culpa, ¿qué es la culpa? ¿Acaso Raskólnikov lo sabía? Él quiso luchar contra sí mismo y contra todos, quiso ser el Superhombre nietzscheano y acabó en Siberia, recordando las palabras de Sonia y de la resurrección de Lázaro, con el Evangelio, con el Verbo, con la Palabra, con la esperanza de la fe… Dostoievski pinta en Los hermanos Karamázov la concepción trágica de la vida, unida a la profundidad religiosa encarnada en Aliosha o el padre Zósimav, un vivo sentido de la culpa y de la realidad del mal, de la fuerza redentora del dolor y la convicción de que el hombre realiza con plenitud sus propias posibilidades sólo si no anhela sustituir a Dios y reconoce la trascendencia. Dostoievski buscó en sus novelas que sus personajes, Raskólnikov o Mitia, olvidaran la prisión, pero la prisión no les olvidó a ellos. A Rodia le persiguió la culpa y aun con el Evangelio en sus manos, entendió la mentira del mundo, la absurdidad de la compasión humanitaria y la filantropía idealista. De nada sirven ideales si Raskólnikov está deportado en Siberia, si no siente el calor de la fe y aquel fervor en el alma que profesa un hombre exento de dolor. Para Dostoievski, la verdadera realidad es la que emana de la naturaleza espiritual de sus figuras. Los pensamientos de sus personajes no son opiniones, sino irradiaciones de ideas a veces irracionales. Sus vidas no son biografías, sino destinos. Los personajes sufren, aman, lloran, odian, sienten dolor o miedo… En Los hermanos Karamázov, la luz salvífica y la oscuridad demoníaca iluminan el alma de los cuatro hermanos mediante diferentes reflectores. Aliosha lucha continuamente contra la perversidad que le circunda, y aun el tenebroso Smerdiakov, hijo bastardo y resentido, tiene momentos de contemplación del misterio del mundo. Ivan cree en Dios pero niega la creación, invierte la religiosidad en una fe indefinible trozada por la locura; Dmitri, de otro lado, será el gran pecador que cree en Dios y en el bien y transforma su disipación en salvación, queriendo expiar la culpa de un delito que no ha cometido, pero que ha anhelado en el subterráneo espacio de su alma. La diferencia entre ideas divinas y demoníacas se descubre en la Sagrada Escritura, sobre todo en el Evangelio de San Juan: La verdad os hará libres. Pero hay algo más: la libertad para personajes de Dostoievski como Rodia o los Karamázov adviene cuando comemos del fruto prohibido, situándonos en un nivel idéntico al de Dios. Es la encrucijada entre elegir la libertad de la obediencia o rebelarse contra Dios, luchando contra lo eterno, traicionando la verdad del Verbo encarnado. La profundidad psicológica de los personajes de Dostoievski se trasluce cuando se colocan “más allá del bien y del mal”, iniciando una nueva senda donde el hombre, superado el resentimiento moral del hombre occidental y hegeliano, podrá vivir sin cortapisas. Raskólnikov vive de una idea: la moral utilitarista, a la luz de la cual resulta lícito el homicidio de la vieja usurera, en beneficio de los pobres explotados. Para Rodia, emblema del superhombre nietzscheano, existe una manera de querer y de hacer el bien que, paradójicamente, se invierte en destrucción y en mal. Su división entre hombres “ordinarios” y “extraordinarios” vertebra el corazón de su conciencia: Licurgo, Solón, Mahoma, Napoleón, etcétera, etcétera, todos, (…) habían sido criminales aunque no fuese más que porque al promulgar leyes nuevas, abolían las antiguas. Hegel decía que en la evolución de la historia el ser humano pasa por tres fases de evolución: espíritu objetivo, subjetivo y absoluto. Este último se ha independizado de la naturaleza y produce el arte, la filosofía… Hegel creyó ver en Napoleón al espíritu absoluto montado a caballo, igual que Raskólnikov en la confesión ante la piedad de Sonia argumenta: Yo quería ser un Napoleón. Para Rodia el crimen es una protesta contra la anormalidad del régimen social… […] Aversión por la Historia: sólo se encuentran en ella monstruosidades y estupideces. Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se establezca la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños, dice Iván a Aliosha antes del discurso de El Gran Inquisidor. UN EPÍLOGO AL SIGLO XIX: LOS HERMANOS KARAMÁZOV En las atmósferas de Dostoievski respiramos un aire de dolor, de maldad, de pecado, de sufrimiento, de culpa, de pena, de delito y castigo, cualidades que hacen del hombre un ser trágico. Como escribió Nietzsche, una de las pruebas de la conciencia de poder en el hombre es el hecho de que pueda reconocer el carácter horrible de las cosas sin una fe final. En efecto, ni Raskólnikov ni tres de los hermanos se redimen de forma completa. Sólo Aliosha se salva de la ponzoña de los Karamázov, aun con el dolor por la muerte de Iliusha, contrafigura de su familia, paradigma que ofrece la posibilidad de amar. En el Epílogo de Los hermanos Karamázov (cap. III. El entierro de Iliúshechka. Discurso ante la piedra), nos conmueven las palabras de Aliosha en el entierro de Iliusha, ante algunos muchachos, como Kolia, antes de separarse para siempre. Era un chico excelente, bueno y valeroso, sentía el honor y la amarga ofensa de que su padre había sido objeto, y contra la cual se levantó (…) No olvidaremos lo bien que nos sentíamos aquí, todos juntos, unidos por el noble sentimiento que durante este tiempo de amor a nuestro pobre muchacho ha podido hacernos mejores de lo que en realidad éramos. Los chicos se habían emocionado, “¿Por qué hemos de hacernos malos?”, continúa Aliosha. Hay que luchar por la honradez y por la bondad. El final de Los hermanos Karamázov, después de tanta vileza y crueldad desperdigada en sus páginas, se convierte en un canto a la vida que entona el propio Alexei, henchido de amor: ¡Ay, niños, ay, querido amigos, no temáis la vida! ¡Qué bella es la vida cuando uno hace algo bueno y justo! Ese es el “telos” de la literatura: hacer mejores a los hombres, que los sueños se cumplan o se lastren, llegando a fracasar. La religión nos salvará y hará que nos levantemos de entre los muertos y resucitemos y volvamos a vernos todos, también a Iliusha, igual que en Crimen y castigo Raskólnikov, deportado en Siberia durante siete años, sostiene entre sus manos el Evangelio, la palabra evangélica que Sonia le había enseñado, redimiéndole de la angustia que quiso horadar su alma. Epílogo: Debajo de su almohada tenía el Evangelio. Lo cogió maquinalmente. Aquel libro era propiedad de ella, pues era el mismo en que ella le había leído la resurrección de Lázaro. Palabras evangélicas hallamos también en Anna Karénina, con la revolución religiosa que nos propone Tolstói: No resistáis al mal, de suerte que a los hombres no ha de unirlos el Estado, que es poder y fuerza, sino un “impulso eterno de fraternidad”. Si el odio, el deseo de poder o la culpa nos engañan, junto a nosotros está la fe, el amor y la esperanza. Después de tanto odio y resentimiento, como en “La balsa de la Medusa” de Géricault, levantaremos un lienzo blanco. Estas palabras de amor se encuentran en las reflexiones del príncipe Andréi Bolkonsi de Guerra y paz, porque todo lo que existe, existe solamente porque amo. El amor es la vida y el amor es la muerte. Cree lo que el corazón te dice. / Los cielos no dan testimonio (“El gran Inquisidor”, Los hermanos Karamázov). Bibliografía
—Dostoievski, Fiódor (1979), Los hermanos Karamázov, Barcelona, Bruguera. —Dostoievski, Fiódor (1988), Crimen y Castigo, 3ª ed., Barcelona, Planeta. |
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