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TOCAMOS TODOS LOS PALOS, INCLUIDOS LOS DEL FLAMENCO
por SUSANA MONTOYA DEL ÁLAMO Cada vez que una novela se lleva a la pantalla surge el eterno dilema sobre si es mejor la película o la novela. La respuesta a esta disyuntiva sigue sin tener una solución consensuada. Y puede que nunca la tenga. Hay adaptaciones para todos los gustos: brillantes, deplorables, excesivas, ridículas, espectaculares, dignas, fieles, respetuosas, infumables… Pero lo que está claro es que es inevitable recurrir al tópico sobre nuestras preferencias. Un purista siempre las repudiará por no llegar a colmar las expectativas que se creó cuando leyó la obra en cuestión. Eso es indudable, y en eso consiste precisamente la grandeza de la literatura. Aún así, tenemos que reconocer que de vez en cuando se logra una simbiosis de lo más atractiva. Hay novelas que son en sí mismas muy cinematográficas y, por tanto, la adaptación al cine se prevé como algo natural, aunque no siempre se lleve a cabo con óptimos resultados. Los ejemplos de estos fiascos son incontables, baste citar la adaptación que hizo Roman Polanski de la obra de Arturo Pérez-Reverte El club Dumas. La película se tituló finalmente La novena puerta y es probablemente la peor película de Polanski (y una de las peores que he visto nunca), a pesar de contar con un estupendo elenco encabezado por Johnny Depp y Lena Olin. En el ángulo opuesto podríamos colocar a El Señor de los anillos de Peter Jackson, pues es sin duda una adaptación rigurosa, respetuosa y bastante fiel sobre una obra que de por sí se veía imposible de llevar al cine. Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de El hobbit. En abril de 1925 Francis Scott Fitzgerald publicó El gran Gatsby, seguramente el mejor reflejo de la llamada era del jazz en la literatura norteamericana. Fitzgerald sin embargo, siempre renegó de esta etiqueta alegando que «pertenecía a una generación que al crecer se encontró con todos los dioses muertos, todas las guerras perdidas y toda la fe en el hombre cuestionada». Pero fue un testigo de excepción y supo recrear como pocos esa América donde las fortunas se hacían y se perdían con la misma facilidad. El éxito de la novela fue inmediato y hoy por hoy sigue siendo uno de los mejores ejemplos de los felices años veinte en Estados Unidos. La prohibición del alcohol incentivó el consumo y la proliferación de locales clandestinos por doquier. El contrabando, los gángsters, las fiestas, los clubs de jazz… Todo era excesivo y deliciosamente libre y Hollywood se ha encargado de recrearlo hasta la saciedad. Los gángsters han adquirido un halo romántico que permanecerá en nuestras retinas para siempre. Desde el Toni Camonte de Scarface (Howard Hawks,1932) que años después se convertiría en el Tony Montana del El precio del poder (Brian De Palma, 1983); pasando por el Rocky Sullivan de Ángeles con caras sucias (Michael Curtiz,1938) con el magnífico James Cagney; el Noodles de Érase una vez en América (Sergio Leone,1984) —impresionante De Niro—; el Al Capone de Los intocables de Elliot Ness (Brian De Palma,1987) —otra vez De Niro—; el Dutch Schultz de Cotton Club (Francis Ford Coppola,1984) un más que convincente James Remar; hasta el inevitable Vito Corleone de la saga El Padrino. Más recientemente y gracias a la televisión, que se está convirtiendo en el refugio de grandes directores y guionistas, podríamos añadir a tan ilustre lista nombres como Tony Soprano de Los Soprano, con el gran James Galdonfini; Nucky Thompson de Boardwalk Empire con el genial Steve Buscemi; o Walter White/Heisenberg de Breaking Bad con el también genial Bryan Cranston. El gran Gatsby ha sido llevada a la pantalla en cinco ocasiones. La primera sólo un año después de que apareciera publicada, en 1926. De esta versión muda dirigida para la Paramount por Herbert Brenon apenas se conservan algunas escenas, entre ellas el trailer. En 1949 se volvió a adaptar protagonizada por Alan Ladd y Betty Field y dirigida por Elliot Nugent. Esta adaptación no tuvo el éxito esperado. Después de este fallido intento se llevó a cabo la que hasta ahora se conocía como la mejor adaptación de la novela, la de 1974, dirigida por el inglés Jack Clayton y protagonizada por Robert Redford y Mia Farrow. La imagen de Gatsby con su elegante smoking era indiscutiblemente Redford, al que ya habíamos visto lo bien que le sentaban los trajes a rayas en El golpe (George Roy Hill, 1973) con el permiso de Paul Newman, por supuesto. Mia Farrow era perfecta para el papel de la superficial, consentida y engañada Daisy Buchanan. ¿Lo era? ¿Podemos pensar en alguien más banal, superfluo y clasista para interpretar el papel de Daisy? Hay que reconocer que Mia Farrow se hace aborrecer fácilmente. Resulta difícil creer que fuera pareja de alguien como Woody Allen durante tanto tiempo. A pesar de que esta adaptación se tenía como definitiva y de que su éxito fue rotundo, todavía se hizo otra adaptación en 2000. Esta vez fue una película hecha para televisión y protagonizada por Toby Stephens y Mira Sorvino y dirigida por Robert Markowitz. No obstante, tengo que insistir en que hasta 2013 la adaptación de Jack Clayton era la única que se tenía en cuenta a la hora de hablar de un Gatsby cinematográfico. Jay Gatsby no podía ser otro que Robert Redford. Además de este dato, hay otra cosa que sorprende de esta adaptación y es el hecho de que el guión lo firme el mismísimo Francis Ford Coppola. Claro que como en todo, Coppola se tomó licencias para añadir cosas que no aparecen en la obra, como la escena en la que Daisy le pide a Gatsby que se ponga su uniforme, ya que fue así como se enamoró de él y éste se lo pone para bailar a la luz de las velas. Por cierto, viendo ese plano es imposible no acordarse de cuando bailaba con Meryl Streep en Memorias de África justo antes de coger el avión para ir a Mombasa. Nick Carraway le dice a Gatsby que no le exija demasiado a Daisy ya que no puede repetir el pasado y éste le insiste en que sí, que lo va a arreglar todo para que vuelva a ser como cuando se conocieron. ‘You can’t repeat the past.’ ‘Can’t repeat the past?’ he cried incredulously. ‘Why of course you can!’…’I’m going to fix everything just the way it was before’ he said nodding determinedly. ’She’ll see’. En la secuencia en la que se pone de nuevo el uniforme, Gatsby se está agarrando a ese pasado idílico que ya no volverá. Otro cambio bastante sustancial es precisamente el hecho de que Gatsby le recrimine a Daisy que no le esperase y le pregunte que por qué se casó con Tom. La respuesta de Daisy es lo que los lectores deducimos al leer la novela, aunque en ningún momento Fitzgerald lo ponga por escrito: “las niñas ricas no se casan con niños pobres”. Y ahí está precisamente una de las claves de la novela: la superficialidad de la clase alta. Gatsby es un nuevo rico y nunca llegará a ser totalmente aceptado por mucho que se esfuerce en no parecerlo. Daisy siempre se quedará con el bruto de su marido, al que detesta pero que en el fondo es igual de decadente que ella. Robert Redford nos presenta un Gatsby muy elegante, pero a la vez un poco estirado. Su presencia puede ser intimidatoria. Apenas sonríe, salvo cuando está con Daisy. Se le ve mucho más preocupado y concienzudo. En una palabra, es frío y distante. En contraste, la Daisy de Mia farrow es el paradigma de la cursilería. Con esa voz chillona y totalmente afectada, representa a la perfección a la pobre niña rica y tonta. Como le confiesa a Nick cuando se encuentran al principio de la novela/película al hablarle de su hijita y le dice que se alegró mucho cuando en el hospital le dijeron que había sido niña, «pues es lo mejor que una niña puede ser, una preciosa tontita» [a beautiful little fool]. La banda sonora por supuesto se corresponde con la música jazz de la época, no dejan de bailar el fox trot, el charleston o el tango tan popular en los locos años veinte. La utilización de los tonos pastel en todo el vestuario y los filtros configuran una fotografía muy del estilo de la novela rosa. Los dos sentados en el jardín con los cisnes nadando graciosamente en el estanque, los ojos de Daisy brillando, las puestas de sol, todo brilla y todo es demasiado perfecto y demasiado difuminado, demasiado cursi. El año pasado el australiano Baz Lurhmann nos presentó la última y mejorada versión del clásico que nos ocupa. Esta vez Gatsby es Leonardo DiCaprio y Daisy es Carey Mulligan. Robert Redford siempre será Finch Hatton, Johnny Hooker, Jeremiah Johnson y Sundance Kid, pero ha dejado de ser Gatsby. Gatsby es ahora Leonardo DiCaprio, y me atrevería a decir que Daisy también ha pasado a ser Carey Mulligan, pues nos presenta una Daisy menos estúpida y estridente, pero al mismo tiempo frágil y vulnerable de un modo exquisito. DiCaprio no sólo se sale de la pantalla con ese smoking (literalmente, pues está rodada en 3D) sino que su sonrisa lo llena todo. Su presencia es luminosa, verlo y empezar a sonreír es todo uno. Transmite energía positiva y a la vez cierta ternura, despierta instintos maternales, es como un niño, sobre todo cuando está enseñándole a Daisy su casa. O cuando Nick ha preparado el reencuentro y le dice que se va porque ella no vendrá y que ha sido un error. Está hecho un manojo de nervios, totalmente destrozado de pensar que no vendrá o que no sabrá qué decirle. Un niño asustado, emocionado, avergonzado, ilusionado… La gama de sentimientos que DiCaprio nos muestra es impresionante. Como cuando Jordan le cuenta a Nick cómo Gatsby conoció a Daisy y le dice que la miraba como todas las chicas querrían ser miradas («the way he looked at her was the way all girls wanted to be looked at»). La mirada que le dedica desde debajo de la escalera nos lleva irremediablemente a otra escalera, la del Titanic, cuando miraba a Kate Winslet, y ya que estamos hablando de miradas desde el final de la escalera no podemos olvidar la de Clark Gable a Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó. Pero volvamos a Lurhmann. Su cine es conocido por sus excesos y por su eclecticismo. Sus películas son una experiencia visual ante todo y definitivamente no dejan indiferente a nadie. La música tiene un papel importantísimo en toda su filmografía y en una película como ésta, con más motivo. La música es un personaje más. Su gran imaginación y genial creatividad le ha llevado a fusionar a algunos de los más grandes músicos del panorama actual con el jazz más puro y tradicional. El resultado es una banda sonora prodigiosa que está presente desde los títulos de crédito hasta el final. Artistas como Jay Z, Beyoncé, Lana del Rey, Bryan Ferry con la Bryan Ferry Orchestra, Florence and The Machine, Fergie y un largo etc, pusieron todo su talento al servicio de este singular cineasta. Al hablar de los motivos que le habían llevado a mezclar todos estos ritmos dijo que si Gatsby hubiera tenido lugar en el siglo XXI habría tenido el hip-hop como música de fondo; pues tanto el hip-hop como el rap eran de origen “clandestino”, igual que el jazz en su época. Pero no solo la música es prodigiosa, todas las coreografías, las fiestas, los decorados, el vestuario, la puesta en escena, la recreación de Manhattan, la mansión de Gatsby, etc, todo es excesivo, grandilocuente y maravilloso. No en vano, tanto la dirección artística como el vestuario están nominados a los premios Oscar de este año. Con todo y con eso hay un par de detalles que estaban mejor en la de Redford. El primero es la elección de los personajes secundarios. La excepción es Wilson, que varía poco en las dos versiones, pues tanto George Wilson como Jason Clarke están estupendos. Sin embargo, prefiero a la Myrtle de 1974, la actriz Karen Black, secundaria de lujo durante la década de los 70 y primeros 80. Y del mismo modo me quedo con el Tom Buchanan de esa versión, pues era nada más y nada menos que Bruce Dern. Lo mismo pasa con Nick Carraway que era interpretado por Sam Waterson y estaba bastante más convincente. En la nueva versión al ver a Nick (Tobey Maguire) no puedes evitar ver a Spiderman. El otro detalle que prefiero en la versión de Jack Clayton se refiere al funeral de Gatsby. En la versión de 1974 vemos al padre de Gatsby, el señor Gatz, que es junto con Nick Carraway las dos únicas personas que asistirán a su entierro. Al ver a este pobre hombre destrozado por la muerte de su hijo entendemos un poco mejor a nuestro misterioso protagonista. Pues bien, este hecho se ha obviado en la última versión y a mí me resulta cuanto menos curioso que Luhrmann no lo incluyera en su película. En la última versión es Nick el único que acude al funeral del “gran hombre”. Probablemente Luhrmann quiso enfatizar el hecho de que estaba completamente solo, quién sabe. En la versión de Redford empezamos con un travelling de la mansión de Gatsby que se va recreando en los pequeños detalles, como el escudo con sus iniciales que está omnipresente en el suelo del vestíbulo, la colcha de la cama, el juego de tocador, el fondo de la piscina… Todo lleva su nombre. Llama la atención un sándwich apenas mordido que empieza a descomponerse. Tiene una enorme mosca encima que se está aprovechando de esta circunstancia. Ese detalle insignificante y cuanto menos extravagante, pasaría desapercibido de no ser por el hecho de que al final de la película, cuando llega el padre de Gatsby para asistir al funeral, Nick le ofrece un sándwich porque el hombre acaba de llegar de Minnesota. Nick le enseña la casa y al llegar al dormitorio de Gatsby y ver el juego de tocador dorado con sus iniciales, deja el sándwich para coger un cepillo y tocarlo con sus propias manos. Como si no diera crédito a todo lo que está viendo. En realidad no puede ni comer por el mal trago que está pasando, así que el señor Gatz deja el sándwich y éste se quedará ahí pudriéndose. No puede ser más simbólico. El principio de la película es en realidad el final. Lo último que le dice Nick a Gatsby, un poco antes de que lo mate Wilson, es precisamente que tanto Daisy como Tom están podridos y que él (Gatsby) es mucho mejor que los dos juntos. ‘They’re a rotten crowd’ I shouted across the lawn. ‘You’re worth the whole damn bunch put together’. Sin embargo será Gatsby el que se pudra, mientras que el matrimonio decadente, superficial e hipócrita perdurará y se perpetuará en esa clase burguesa de doble moral que sigue hoy día reinando y pasando por encima de los Gatsbys que se le pongan por delante. La última adaptación de la novela es, sin duda alguna, la mejor de las cinco. Esto es una opinión muy personal y aún a riesgo de enemistarme con una muy querida amiga mía debo insistir en que lo es por todo lo que he comentado (música, escenografía, fotografía…), pero sobre todo por la interpretación del grande con mayúsculas Leonardo DiCaprio. Si un actor puede regalarnos dos interpretaciones tan antagónicas como el negrero sádico de Django y acto seguido el gentleman más encantador y adorable y estar totalmente convincente en las dos, es porque es uno de los grandes y ya es hora de que empiece a reconocérsele. De cualquier forma espero que toda esta reflexión os lleve también a revisar el clásico, que siempre es más recomendable y a descubrir (si no lo conocíais ya) a un director y a unos actores excepcionales.
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por BERTA GUERRERO ALMAGRO 1. INTRODUCCIÓN El objetivo de este artículo es estudiar el teatro español de posguerra —y, concretamente, el de Alfonso Sastre— desde el prisma del teatro épico de Bertolt Brecht. Para ello, vamos a aproximarnos a ambos autores y a sus conceptos principales —Sastre y la tragedia compleja, Brecht y el teatro épico—, seguidamente, conoceremos la influencia del teatro épico en España y, por último, precisaremos todo lo expuesto en un autor, Alfonso Sastre, y en una obra, La taberna fantástica. Vamos a analizar los aspectos que conectan o distancian a Sastre del dramaturgo alemán, además de las ideas que el autor madrileño posee respecto a su propio teatro. 1.1. El siglo XX hasta la llamada generación realista El teatro del siglo XX sufrió numerosos cambios según la situación histórica del momento, pero siempre gozó de importancia en la vida española: a pesar de que el índice de analfabetismo era muy elevado, la población acudía asiduamente al teatro y disfrutaba de él (Oliva, 2002: 4). A principios de siglo, continúan las líneas teatrales propias del XIX —teatro tradicional y teatro cómico— y a ellas se añade el teatro poético. Con la guerra, aparece el conocido teatro de evasión, que buscaba la diversión del público con el fin de olvidar durante un tiempo las desgracias acaecidas durante los conflictos bélicos, y al llegar el final de esta, surge la denominada generación realista (Oliva, 2002). En relación con esta generación, hemos de indicar que en ella se engloban creadores como Buero Vallejo, Rodríguez Méndez, Rodríguez Buded, Alfonso Sastre... Respecto al marbete de generación realista, resultan significativas unas palabras que el propio Sastre pronunció para el diario ABC del 6 de mayo de 1967 (ápud Oliva, 2002: 178): «no hay generación realista, sino un grupo con afinidad de inconformismo». No obstante, y a pesar de que el realismo no siempre tiene cabida en sus obras, podemos considerar que sí existió tal generación en el sentido de que existió un grupo de autores que buscaban oponerse a lo establecido —y lo establecido era la realidad misma— frente a la banalidad del teatro de evasión —aunque debemos precisar que la homogeneidad del grupo no fue muy clara e incluso tomaron rumbos diversos—. 2. ALFONSO SASTRE Y LA TRAGEDIA COMPLEJA Pero de todo esto queda tanto que hacer, y tanto por hablar... ¿De qué modo decir hoy que el teatro es (y no es) político? ¿De qué modo decir que el teatro es (y no es) pensamiento? ¿De qué modo decir que es otra cosa? Sastre, La revolución y la crítica de la cultura (1970: 43). La cantidad de obras dramáticas y teóricas de Alfonso Sastre lo alzan como un importante autor del siglo XX. Un hombre comprometido con su tiempo, capaz de estudiar la situación teatral y adaptarse a las circunstancias, buscador de la reflexión en el lector-espectador mediante temas que lo inquietan e incomodan. La producción teatral de Sastre ha pasado por diversas etapas y él ha pertenecido a distintos grupos que promovían el compromiso en el escenario, como Arte Nuevo o Teatro de Agitación Social (T.A.S.). Lo que caracteriza su teatro es lo que los críticos denominan realismo social; lo social se convierte para el dramaturgo en algo superior a lo artístico. En el siguiente apartado pasamos a referirnos a un concepto que nace con Sastre y que es central para estudiar su teatro: la tragedia compleja. 2.1. La tragedia compleja Como apunta A. C. Isasi Angulo en Diálogos del teatro español de postguerra (1974), el propio Alfonso Sastre se refiere a la existencia de dos etapas en su trayectoria teatral: la tragedia neoaristotélica y la tragedia postbrechtiana —a la que denomina compleja—. Es esta segunda vertiente en la que nos centramos a continuación. La denominación de “tragedia compleja” es creada por el propio Sastre en los años sesenta y se enfrenta a la tragedia clásica, a la tragedia ocasionada por el esperpento y a la transformación que hace de ella el teatro épico (Díez Mediavilla, 1993: 242). Sin embargo, «esta confrontación, de caracteres dialécticos, no implica rechazo, sino intento de superación o, tal vez más precisamente, síntesis regeneradora» (ibíd.). Tal es el núcleo de lo que Sastre denomina “tragedia compleja”: aunar elementos de la tragedia clásica, el esperpento y el teatro épico para generar un tipo de teatro que llegue más lejos que los tres citados. Respecto al origen de la tragedia compleja, Francisco Caudet, en Conversaciones con Alfonso Sastre (1984: 100-105), nos ofrece unas palabras del propio dramaturgo madrileño donde se refiere a la problemática que originó el nacimiento de este concepto: «...había observado […] cierta separación entre el público y mis obras, las pocas veces que se conseguía que fueran representadas. En esas veces tampoco tenía éxitos […] por su estructura [de sus obras], por su lenguaje, por su seriedad, por su carácter cuaresmático y económico de elementos o por el hecho también de que pretendían ser “tragedias puras” en que los personajes eran tallados todos de un modo monolítico... […]. Entonces me enfrenté con el tema de Servet […]. Pero al empezar a escribir me di cuenta de que entonces una vez más […] iba a producir una tragedia muy distanciada del público. Porque el personaje resultaría tan lejano, tan estimable, tan maravilloso en su rechazo de todo condicionamiento, tan modélico..., que, bueno, podría ser como para los católicos la figura de un santo en un altar. Está ahí, en el altar, pero no se participa. Pero no, tenía que ser humano, con muchas debilidades, con muchos problemas y que, entonces, la tragedia tenía que tener un carácter mucho más complejo […] La sociedad en la que yo vivía estaba más degradada de lo que yo había pensado y, por tanto, había que dar una imagen también de la degradación. Incluso el héroe trágico tenía que presentarse con ingredientes de la degradación del contexto. Únicamente que superando esa degradación […] por medio de la decisión trágica del personaje». Las obras de Sastre no gozaban de una recepción satisfactoria entre el público. Diversos son los motivos que baraja el autor para explicar tales fracasos: la estructura de sus obras, el lenguaje empleado, su tono serio... Sin conocer realmente el motivo de tal situación —o por tratarse, quizá, de una suma de todos ellos—, Sastre realiza un cambio fundamental: abandona el modo creativo de la pura tragedia, cuyos héroes monolíticos se hallan lejos del espectador, con el fin de crear personajes más próximos a su público; seres de carne hueso, con dificultades, con taras. Y continúa refiriéndose Sastre, en la misma conversación, a los rasgos de la tragedia compleja: «Mi tentativa es de hacer una tragedia en la que los elementos cómicos están incorporados, pero disueltos en la esencia fundamental de la obra que es trágica. En ese sentido es una posición antibrechtiana, puesto que para Brecht la tragedia había terminado» (Caudet, 1984: 106). Sastre busca que lo cómico sea «un vehículo para encontrar [...] las deficiencias del ser humano. De modo que es una comicidad que no tiene la crueldad de lo cómico propiamente dicho sino que sirve para la comprensión de lo trágico» (Caudet, 1984: 106), incorpora una gran riqueza en el lenguaje, anacronismos (mezcla de diversos elementos históricos pertenecientes a tiempos diversos), efectos sonoros, etc. Como apunta Ruggeri Marchetti (1993: 251), el teatro de Sastre «podría situarse en el centro de un triángulo cuyos vértices serían la política propiamente dicha, la tragedia existencial y el arte puro como juego». Conjuga elementos de los tres vértices y se aleja, gracias a ello, de Aristóteles, de lo absolutamente trágico que conduce a la risa o al esperpento y del didactismo propio de Brecht. El objetivo de Sastre es crear un teatro con un núcleo complejo, capaz «de penetrar en el espectador y sacudirlo por dentro […] Trátese pues de una tragedia que, ahondando sus raíces en el drama barroco español y en el esperpento valleinclanesco renovados a la luz de la lección brechtiana, asimila el teatro-documento y se proyecta a la búsqueda de un efecto nuevo» (Ruggeri Marchetti, 1993: 251). Para finalizar, nos referimos a los dos puntos esenciales que, según Rugerri Marchetti (1993: 252) posee la tragedia compleja: —La aparición de un héroe (ya individual, ya colectivo) heroico-irrisorio, afectivo y vulnerable. —La alternancia de elementos con los que el lector-espectador se identifica (elementos trágicos) y con los que se distancia (irrisorios). 3. BERTOLT BRECHT Y EL TEATRO ÉPICO Esa gran ambición de cambiar el mundo, que nos llevó a convertir el teatro en un instrumento de ese cambio, deriva de una situación histórica; vivimos en un mundo en el que se vive mal y en el que se podría vivir mejor (Brecht, 2004: 96). 3.1. Teatro épico: unión de contrarios para que el escenario narre, más que sentimientos, razones Teatro y épica, dos términos opuestos en su inicio, se aúnan con el objetivo de conseguir un nuevo concepto de arte; un arte que muestre y narre al espectador una situación real que, mediante su toma de partido, pueda ser susceptible de modificación. Se integran elementos narrativos en las representaciones dramáticas con el fin de que el espectador se desprenda de la actitud pasiva —la mera observación e identificación con los personajes—, presente desde el drama griego, y adopte un comportamiento activo; es decir, que sea capaz de mantener una postura crítica. Como sostiene el propio Brecht (2004: 63): «lo esencial del teatro épico es quizá que no apela tanto al sentimiento como a la razón del espectador. Este no ha de emocionarse, sino reflexionar». Por otro lado, no se debe considerar el teatro épico, caracterizado por sus pretensiones didácticas, como plomizo o aburrido. Hay un aprender placentero que instruye al estudioso apasionado y lo convierte en un ser crítico, capaz de moverse cuando considere que la situación lo requiere. Apunta Brecht que «hay un aprender gozoso, combativo y alegre. Si no existiera un aprender divertido, el teatro sería […] incapaz de enseñar. El teatro sigue siendo teatro, también cuando es teatro didáctico, y siempre que sea buen teatro será divertido» (Brecht, 2004: 49). En síntesis, y siguiendo un esquema que ofrece el propio dramaturgo alemán (Brecht, 2004: 46), podemos decir que el teatro épico, frente al dramático, cuenta un suceso que provoca la mutación. Los dramas épicos pretenden que el espectador observe y despierte, que aprenda y sea capaz de tomar decisiones sin perder de vista los sentimientos. Ya no sólo hay identificación, sentimientos, sugestión, instintos y obviedad; hay, además de esa sensación de grandiosidad ante lo que sucede presente anteriormente, deseo de cambiar las cosas al vislumbrar una posible salida. 3.2. El ser histórico visto en la distancia o la no identificación con el semejante Resulta llamativo que en los dramas aristotélicos nos encontremos con figuras como Hamlet, Fausto o Don Juan; personajes de gran renombre, ya mitificados, con los que la identificación se produce sin dificultad, y, en cambio, que en el teatro épico la identificación no se produzca, a pesar de la proximidad de estos personajes al espectador, a pesar de tratarse de seres normales —sin las grandes pasiones que mueven a seres extraordinarios—. En palabras del dramaturgo alemán: «no son héroes con los que podamos identificarnos. No están vistos y construidos como prototipos inalterables del ser humano sino como caracteres históricos, efímeros, que despiertan más bien asombro que un «Así soy también yo». El espectador está en contradicción con ellos racional y emocionalmente, no se identifica con ellos, los “critica”» (Brecht, 2004: 56). Tal es el propósito de Brecht: crear una dramática no aristotélica, entendiendo por tal la dramática que provoca «la identificación del espectador con las personas actuantes, que son imitadas por los actores», para producir una catarsis en el público (Brecht, 2004: 19). Apunta el dramaturgo alemán que el rechazo a la identificación no tiene que ver con el rechazo de las emociones —aunque estas, considera, han de ser revisadas—, sino que el aumento de lo racional que persigue Brecht conlleva, al mismo tiempo, un incremento de las emociones vinculadas con una perspectiva crítica. Considera que «las artes teatrales se hallan ante la tarea de crear una nueva forma de transmisión de la obra de arte al espectador. Tienen que renunciar a su monopolio de dirigir sin réplica y sin crítica al espectador, y plantear representaciones de la convivencia social de los hombres que permitan al espectador una actitud crítica, incluso de desacuerdo, tanto hacia los procesos representados como hacia la misma representación» (Brecht, 2004: 24). 3.3. Efecto V o de distanciamiento La identificación que propugnaba Aristóteles es sustituida por el distanciamiento, que busca extrañar y ofrecer un comportamiento como posible, pero no como obligatorio —otros seres no se comportarían de ese modo—. El efecto V pretende que el lector-espectador se cuestione que un ser puede comportarse de un modo determinado en un contexto concreto, pero que otro ser en una situación diversa podría hacerlo de otro modo. En palabras de Brecht (2004: 84): «Distanciar significa colocar en un contexto histórico, significa representar acciones y personas como históricas, es decir, efímeras […]. El espectador ya no ve representados a los hombres sobre el escenario como seres totalmente inmutables, incapaces de ser influidos, entregados irremisiblemente a su destino. Ve que este hombre es de esta y de la otra manera porque las circunstancias son de esta y de la otra manera». 4. SASTRE Y BRECHT Nosotros, admiradores de Brecht, no estamos de acuerdo con Brecht. Es un modo de hablar... Sastre, La revolución y la crítica de la cultura (1970: 41). Jerónimo López Mozo, en su artículo titulado “Bertolt Brecht” (2005: 67), se refiere a la importancia del dramaturgo y teórico alemán para los autores españoles de teatro, pero también indica su tardía influencia en ellos. Apunta que la primera vez que se nombra a Brecht en España es a partir de la revista Gaceta Literaria —el número de mayo de 1928—; pero tendrán que pasar algunos años —concretamente hasta la década de los sesenta— para que aparezca ya un texto del dramaturgo alemán en una revista española: en el número dieciséis (1960) de Primer acto encontramos el texto El acuerdo. La década de los sesenta es el momento en el que Brecht comienza a sonar con fuerza en España. 4.1. Brecht desde la mirada de Sastre El teatro de Alfonso Sastre es, en sus formas, aristotélico —en contraste con el teatro de Brecht— y, en su ideología, revolucionario (Anderson, 1993). Entre ambos se produce «un diálogo fecundo, aunque correctivo» (San Miguel, 1993: 227). En relación con la visión que el escritor posee del dramaturgo alemán, traemos a colación unas palabras del propio Sastre que la ponen de manifiesto: «Empezaré por decir, en este ensayo, que yo en Brecht lo admiro apasionadamente todo menos su teatro y que me parece indiscutible todo menos sus teorías teatrales […]. Brecht es, por fortuna y para su gloria, mucho más que un hombre de teatro, y en él son admirables el poeta, el luchador, el ideólogo, el revolucionario, el demoledor de los héroes, el denunciador de las falacias sociales, el investigadores de las verdaderas estructuras de las relaciones humanas a través de un concepto profundo y matizado de la lucha de clases, el exaltador de la ciencia frente al oscurantismo, el acusador de los terrores nazifascistas, el defensor de la paz, el intelectual, el amante de su oficio y del pueblo» (Sastre, 1965: 47-48). Brecht renuncia al drama aristotélico y defiende la necesidad de crear un teatro como épica, por lo que, como apunta Sastre, «la aceptación sin condiciones de las teorías teatrales del Brecht significaría […] la muerte del drama» (Sastre, 1965: 48). No comparte el deseo de «transformar el teatro en un establecimiento de enseñanza o un organismo de difusión política» (Sastre, 1970: 43). Su visión del teatro es menos radical que la de Brecht. Alaba las innovaciones de Brecht, considera que estas constituyen grandes cambios en el mundo del teatro, pero no cree que sean modificaciones definitivas (Anderson, 1993: 124), pues considera que no se puede expulsar del teatro la «“ilusión” de actualidad de la historia representada» (Sastre, 1965a). Apunta Alfonso Sastre en La revolución y la crítica de la cultura (1970: 40) sobre Brecht: «con él no llega a la escena “otra cosa” que el drama, sino que éste vive —con la experiencia llamada “épica”— un momento lúcido y abre un horizonte. Brecht resume y establece con precisión teórica las anteriores y coetáneas experiencias liberadoras del drama y aporta las suyas propias. Los efectos de distanciación, por ejemplo, no son —y él bien lo sabía— una invención de Brecht; pero él regula su empleo y nos muestra su profunda significación». Sastre se refiere al problema de que el actor se convierta en mero narrador al seguir los planteamientos brechtianos. No considera necesario que el actor, al interpretar, tenga que limitarse a mostrar su personaje sin llegar a identificarse con él en ningún punto. Defiende el método de Stanislavski. Sin embargo, el rechazo de Sastre al teatro épico no es radical: «Yo comparto el deseo de que el teatro se aleje de la magia; de que sus objetivos sean otros que los de suscitar esa “ilusión” que trata de provocar, precisamente, el naturalismo; pero pienso que la crítica de Brecht está montada […] sobre algo cuya problematicidad es discutible. Para mía, en el teatro “dramático” hay lo que le pide Brecht al teatro: distanciación, crítica y todo lo demás; mientras que en el teatro “épico” encuentro el peligro de que, al alargar las distancias, el espectador nos pierda de vista y nosotros a él» (Sastre, 1965: 51-51). Ambos, además de compartir perfiles —son teóricos y creadores—, comparten el propósito de experimentar en la escritura y en la escena con el objetivo de mover al lector-espectador, de incitarlo a mejorar el mundo. 4.2. Estudio de La taberna fantástica La taberna fantástica (1966) es, como indica el propio Sastre, un «drama que se procurará representar sin ninguna interrupción: en un acto». Es una obra que, siguiendo a Menchacatorre (1989: 105-106), podemos decir que tiene algo de sainete —debido al ambiente popular en toda la obra y, especialmente, en las escenas iniciales—, algo de tragedia —según avanza la pieza, los personajes se ven envueltos en situaciones trágicas— y algo de denuncia —se critica la situación marginal de un grupo social como los quinquilleros—. En cuanto a la proximidad de la obra a la tragedia compleja, hemos de indicar que, sin duda, se encuadra bajo tal denominación. Alfonso Sastre nos presenta aquí a un protagonista un tanto grotesco, Rogelio, que se aproxima al lector-espectador y le resulta cercano. Se trata de un personaje de baja condición social, un quinquillero que se mueve —como la mayoría de los que pertenecen a su grupo— en un ambiente marginal, alcohólico y violento. Respecto al tema, este es, como apunta el personaje que actúa como autor de la obra, «la historia de una sangrienta pajarraca» (Sastre, 1989: 90), la historia de una pelea entre Rogelio y Carburo que desemboca en un crimen quinquillero: la muerte de Rogelio. Sobre el origen de la obra, nos ofrece Caudet (1984: 107) unas palabras del autor: «Entonces tenía yo tantas vivencias de lo que era la vida en los suburbios de Madrid, de lo que era la vida de los gitanos, de los quinquilleros, de los andaluces, de aquellos barrios, y había vivido tanto con ellos que se merecían, desde luego, que se escribiera algo sobre ellos. Luego cuando empecé a liberarme y a no tener tanto miedo de hacer un teatro que pudiera ser considerado como casticista y creía que había encontrado la fórmula para no caer en el casticismo, hice esa obra con entera libertad...». Así pues, como sostiene Mariano de Paco (1993: 238): «La taberna fantástica podría, en efecto, haber constituido un episodio costumbrista conformado desde un naturalismo radical, pero se encuentra trascendido de modo profundo y constante». La libertad en el lenguaje resulta también significativa en la obra. Aparecen insultos (cabronazos [Sastre, 1998: 97], gilipollas [Sastre, 1998: 105]), contrucciones vulgares y vulgarismos (sobar [Sastre, 1998: 92], majara [Sastre, 1998: 100], cenizo [Sastre, 1998: 111], endendeluego ‘desde luego’ [Sastre, 1998: 135]), expresiones coloquiales (tengamos la fiesta en paz [Sastre, 1998: 101], volviendo tarumba [Sastre, 1998: 115]) y nombres propios significativos, lo que conecta con un lenguaje popular y vivo. Estructuralmente, la obra se inicia con tres notas del autor y se divide en prólogo, primera parte, intermedio, segunda parte y epílogo. En ella es fundamental la utilización de la comicidad unida a lo grotesco, lo que permite mostrar la tragedia a través del humor (Mariano de Paco, 1993: 238). En relación a los personajes, hemos de indicar que todos los quinquilleros constituyen el centro de atención de la obra. Por tanto, aunque en un principio el lector-espectador no perciba este colectivo como algo próximo —y la identificación con ellos, por tanto, inicialmente no se produzca—, la distancia termina desembocando en una identificación gracias al contenido social. 4.2.1. Rasgos brechtianos en la pieza teatral Ofrecemos a continuación una serie de características, a modo de lista, que percibimos en La taberna fantástica y que conectan con el teatro épico de Brecht. — Carteles. Algunos de los que aparecen en la obra son: — «El autor de esta obra frecuenta algunas tabernitas cercanas a las ventas del espíritu santo» (Sastre, 1998: 89). — «Parte primera. En la que Rogelio el estañador vuelve a su barrio para asistir al entierro de su madre» (Sastre, 1998: 99) — «Intermedio que es un sueño del Caco» (Sastre, 1998: 141). — «Parte segunda. Los sueños duran poco y el Caco pronto se despertó a la realidad de la vida. Al anochecer la animación no era grande en la taberna, pero...» (Sastre, 1998: 145). — Presencia del autor como personaje: — En el “Prólogo”, hallamos inicialmente un personaje que afirma representar al autor de la obra. Este anuncia el tema de la comedia, «la historia de una sangrienta pajarraca [‘bronca, pelea’]» (Sastre, 1989: 90), y da pie la representación, que se nos ofrece como su relato. A este respecto, hemos de mencionar que uno de los rasgos del teatro épico es que el autor se dirija directamente al público, y eso hace este personaje: agradece a los espectadores su asistencia y los sitúa espacial (una taberna) y temporalmente (un sábado de agosto por la tarde). — El autor se dirige de nuevo al público en el epílogo para contar el desenlace de la historia, donde afirma que él también asistió al entierro de Rogelio (Sastre, 1998: 164). — Referencias al público: Luis, el tabernero, habla a los espectadores: «¡Las broncas es una cosa mala! Se hartan de vino, aquí la clientela, y luego a ver quién carga con las consecuencias, yo» (Sastre, 1998: 92). — Recordatorios relacionados con el acto al que asisten los espectadores: una obra de teatro, y con los artificios incluidos en ella: — Dice el autor: «Volveré a salir luego, al final de la obra. Que ustedes lo pasen bien... El prólogo ha terminado. Oscuro y música, Ramírez, por favor» (Sastre, 1998: 98). — Denuncia de la situación de los quinquilleros. — Juanito el Carburo apunta: «Es que parece que decir quinquillero es como decir hijo de puta, ¡y eso tampoco! En ese oficio, que tú lo sabes, los hay tan honrados como el que más y tan trabajadores como el más currante» (Sastre, 1998: 124). — Elementos que sorprenden: el sueño del caco durante el intermedio (Sastre, 1998: 141-144). —Aparecen títulos en cada una de las partes que anuncian determinados acontecimiento, aunque no se desvela del todo la acción, por ejemplo: «Parte primera. En la que Rogelio el estañador vuelve a su barrio para asistir al entierro de su madre» (Sastre, 1998: 99). — Hallamos proyecciones que impactan al espectador, como la noticia de periódico hacia el final de la obra en la que se informa de «una reyerta entre dos bandas rivales de “quinquis”» (Sastre, 1998: 165). — Percibimos a lo largo de la pieza «escenas cómicas […], de manera que queda tanto más subrayado el elemento trágico» (Brecht, 2004: 91). Son muchos los diálogos cómicos e incluso grotescos que contrastan con el dramático asesinato final. — Al concluir la pieza, observamos una serie de escenas —denominadas, concretamente, momentos— que funcionan de modo independiente y que recalcan la muerte de Rogelio. Estas escenas contribuyen a crear el denominado efecto V, pues la progresión dramática de planteamiento-nudo-desenlace es abandonada por un desarrollo discontinuo que impresiona al lector-espectador. 5. CONCLUSIÓN Llegamos al final de nuestro estudio comparativo entre Alfonso Sastre y Bertolt Brecht. Tras analizar los rasgos del teatro épico que hallamos en La taberna fantástica, podemos decir que la influencia del dramaturgo alemán en la obra de Sastre —y por extensión, en las obras del teatro español del siglo XX— resulta evidente. Sin embargo, si las conexiones son indiscutibles, la distancia existente entre ambos también se puede percibir en determinados aspectos, como, por ejemplo, en la búsqueda de la identificación entre personaje y lector —o espectador— que sí defiende Sastre y que Brecht rechaza. En definitiva: bifurcaciones y convergencias hallamos en este camino comparativo entre el teatro de Sastre y de Brecht; puntos en común y también aspectos que entran en conflicto. Sin embargo, hemos de indicar que la influencia brechtiana en la España del siglo XX es intensa y evidente. El dramaturgo alemán se halla tras numerosas creaciones teatrales españolas y el análisis de estas desde tal perspectiva resulta un trabajo tan amplificador como enriquecedor. Referencias bibliográficas
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(1974): Diálogos del teatro español de la postguerra, Madrid: Ayuso. — López Mozo, Jerónimo (2005): “Bertolt Brecht”, en Quimera: revista de literatura, nº 255-256, El teatro español en el siglo XX, Barcelona: Montesinos. — Menchacatorre, Félix (1989): “La taberna fantástica de Alfonso Sastre. Del simple sainete a la comedia compleja” [en línea], AIH Actas X en Centro Virtual Cervantes <http://cvc.cervantes.es/literatura/aih/pdf/10/aih_10_3_011.pdf> [Consulta: 15/12/2013]. — Oliva Olivares, César. (2002): Teatro español del siglo XX, Madrid: Síntesis. — Ruggeri Marchetti, Magda (1993): “La tragedia compleja. Bases teóricas y realización práctica en El camarada oscuro de Alfonso Sastre”, en Alfonso Sastre, edición de Mariano de Paco, Murcia: Universidad, Secretariado de Publicaciones. — San Miguel, Ángel (1993): “M. Servet y G. Galilei. 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[JÓVENES Y EXTREMEÑOS EN EL MADRID LITERARIO DE LOS CUARENTA] por ANTONIO RIVERO MACHINA Me queda únicamente el amor de la tierra, el beso de la tarde, la mirada de un perro, el paisaje, que vuelve a ser amigo José Mª Valverde En el Madrid de la década de los cuarenta, tres jovencísimos escritores procedentes de Extremadura no solo formaron parte de los ambientes literarios de primer orden nacional, sino que llegaron a ser parte sustancial de los mismos. Los tres participaron a su manera de aquella “alta posguerra” donde nuevos movimientos generacionales trataron de retomar el pulso de una vida cultural maltrecha tras la Guerra Civil. Tanto el entonces joven filólogo pacense Manuel Muñoz Cortés (Badajoz, 1915 - Murcia, 2000), como los poetas Pedro de Lorenzo (Casas de Don Antonio, 1917 - Madrid, 2000) y José María Valverde (Valencia de Alcántara, 1926 - Barcelona, 1996), fueron parte activa en aquel Madrid de Escorial y Garcilaso, de la “Academia Musa Musae” de Manuel Machado o de las tertulias de los cafés Gijón y Lyon. No mucho mayor, pero si más implicado en el mundillo literario de los años de la República y ligado por ello a otra fase generacional, aparece el brillante filólogo y ensayista Antonio Rodríguez-Moñino (Calzadilla de los Barros, 1910 - Madrid, 1970), convertido ya entonces en personaje de referencia por aquellos ámbitos intelectuales posbélicos. Nos situamos, así pues, en la década de los cuarenta y primeros años cincuenta del siglo XX. Una serie de nombres propios —revistas, cafés, amistades, modelos literarios— viene a articular, con sus matices personales, el devenir literario de la década y la biografía de nuestros cuatro jóvenes autores a un tiempo. Dámaso Alonso, Azorín, el café Gijón, las revistas Escorial, Garcilaso, Juventud, Cuadernos hispanoamericanos, Alférez, la “Academia Musa Musae”, la Escuela Oficial de Periodismo, Dionisio Ridruejo, Eugenio d´Ors, el café Lyon… Hitos unidos y entretejidos a biografías bien diferentes: la de un bibliófilo encumbrado ya a erudito nacional, profesor “depurado” por sus veleidades con la República, como es Antonio Rodríguez-Moñino; la de un filólogo y crítico literario llamado Manuel Muñoz Cortés; la de uno de los artífices de la autodenominada “juventud creadora” y su revista Garcilaso Pedro de Lorenzo; y la del poeta y profesor de filosofía José María Valverde (Valencia de Alcántara, 1926 - Barcelona, 1996), el más joven y celebrado de ellos hoy día. Si bien no fueron los hitos antes mencionados, y en especial las revistas Escorial y Garcilaso, ni mucho menos los únicos síntomas de actividad literaria del país —como en ocasiones, erróneamente, se llega a decir—, su preponderancia y centralidad —algo oficialista, si se quiere— los convierte en el punto de partida ineludible para conocer y reconocer aquella reactivación cultural española emprendida en lo más árido de la posguerra. Por ello mismo, resultó inevitablemente para tres precoces y talentosos extremeños como Muñoz, Lorenzo y Valverde converger en estos mismos lugares. Centrándonos pues en estos tres recién llegados, cada uno lo hizo desde su ámbito natural: Valverde desde la pura creación poética, Muñoz como filólogo de prometedor perfil académico, y Lorenzo desde círculos más eminentemente periodísticos. Literatos, profesores y periodistas —de las tres cosas llegaron a ejercer—, estos jóvenes se convirtieron muy pronto en asiduos de los principales focos de la intelectualidad madrileña de aquellos primeros compases de los años cuarenta. Tres hombres distintos, en todo caso, unidos por su procedencia geográfica y que, sin embargo, no conformaron en ningún momento un grupo como tal. No nos inventaremos, por lo tanto, ninguna “escuela” donde no la hay. Cada uno llegó a aquel Madrid de los cuarenta por su camino, y por el suyo continuaría. MANUEL MUÑOZ CORTÉS (1915-2000) El mayor de los tres nació en Badajoz, el 25 de Julio de 1915. El puesto de su padre como gerente en el pacense teatro López de Ayala le permitió un contacto precoz con el mundo del teatro clásico castellano, que tan intensamente estudiaría en su madurez. Convive cotidianamente con compañías teatrales y pioneras proyecciones de cine, adquiriendo una pasión cinéfila directamente heredada de su padre. Lector voraz, pronto se mostró como un niño inquieto por saber. (1) Comenzó sus estudios de Magisterio en Badajoz, al tiempo que trabajaba como ayudante en la biblioteca del Centro de Estudios Extremeños. Pronto se trasladó a Salamanca para cursar sus estudios universitarios. Gran influjo produjo en el joven estudiante la figura de Miguel de Unamuno, así como la amistad con el folklorista Bonifacio Gil. De sus trabajos con las canciones populares y la literatura oral surgió su primer e íntimo éxito. Tras recoger distintas versiones de romances, se atrevió, temeroso, a enviar nada menos que a Ramón Menéndez Pidal algunas versiones no recogidas por el encumbrado erudito. La respuesta de este fue el ofrecimiento de una beca para investigar junto a él en Madrid. Aquella oferta, realizada en la primavera de 1936, hubo de posponerse tres años por motivos evidentes. Al finalizar la guerra, sin embargo, con Manuel afincado definitivamente en la capital del país, una larga y duradera colaboración entre ambos comenzaría por muchos años venideros. En el Madrid de 1940, Manuel Muñoz Cortés obtiene su licenciatura y pasa de discípulo a ayudante directo de Dámaso Alonso y Rafael Lapesa, con quienes traba una fuerte amistad —el primero de ellos apadrinó a la primera hija de Manuel—. Se inserta así el joven pacense en los círculos académicos más sobresalientes del hispanismo español fronteras adentro. Alentado por Dámaso Alonso, quien insistía en que Muñoz Cortés perfeccionara su alemán, en 1941 el extremeño viaja a la Universidad de Münster como lector de español. Entre bombardeos y estados de excepción, Manuel recorrió el país, aprendió el idioma germano y conoció personalmente a los grandes hispanistas alemanes del momento: Karl Vossler, a quien conoce en Múnich, o Ernst Robert Curtius, con quien contacta en Bonn. Aprovecha también su situación para visitar lugares centrales del pensamiento europeo, como Viena o Leipzig. Con este bagaje, el filólogo pacense se reincorporó a la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid y, entre 1942 y 1948, fue también profesor de Lengua y Redacción de la Escuela Oficial de Periodismo. Es en este Madrid de los cuarenta donde frecuenta los puntos neurálgicos de la intelectualidad nacional. Escoge para ello los círculos que, si bien oficialistas, abogaron por una reconciliación cultural y “asuntiva” de la intelectualidad española. En esta senda abrió fuego, como es sabido, la llamada Academia Musa Musae, instituida en enero de 1940. Era un proyecto alentado por “camisas viejas” como Rafael Sánchez Mazas y José María Alfaro, por el nuevo director de la RAE y ultraconservador José María Pemán, o por el entonces influyente Director de Propaganda Dionisio Ridruejo como representante del sector más puramente joseantoniano del falangismo. Los verdaderos artífices de estas reuniones literarias fueron, sin embargo, Manuel Machado y José María de Cossío, Presidente y Secretario de la “academia” respectivamente (2). Gerardo Diego, Eugenio d’Ors o Eduardo Marquina se contaban entre los contertulios de mayor renombre, si bien toda una joven intelectualidad venía a dar sentido y savia nueva a aquella propuesta de “ocio atento”. Hablamos de los Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco, Leopoldo Panero, Pedro Laín Entralgo, el mencionado Dionisio Ridruejo, Ricardo Gullón o José Antonio Maravall. Con un mismo espíritu —a un tiempo oficialista y aperturista— salía a la calle en noviembre de ese mismo año de 1940 el primer número de Escorial. Rosales, Ridruejo, Panero y Vivanco son sus grandes valores literarios; Diego, Alonso, Menéndez Pidal, Baroja y D’Ors sus grandes padrinos. Si la asistencia cotidiana de Muñoz Cortés a las reuniones de Musa Musae celebradas en los bajos de la Biblioteca Nacional es segura, su participación en Escorial es constatable. Ya en el segundo número de la revista, de diciembre de 1940, aparece su primera “nota” titulada “Siglo X y siglo XI en la épica española” (pp. 341-345). Las colaboraciones continúan con artículos y reseñas en marzo (nº 5), julio (nº 9), y diciembre de 1941 (nº 14), octubre de 1942 (nº 24), enero (nº 27), agosto (nº 34), y diciembre de 1943 (nº 37-38), así como marzo (nº 41), abril (nº 42), junio (nº 44) y septiembre de 1944 (nº 47). Finalmente, vuelve a las páginas de Escorial en 1947 (nº 55) con una traducción y una reseña. También frecuentará otras revistas de primera línea académica, como la que para muchos hereda de Escorial a sus principales valedores —Panero, Rosales, etc—: la revista Cuadernos hispanoamericanos, fundada en enero de 1948. El pacense, que también visitaba a menudo la casa de Azorín o la de Eugenio D’Ors, era así mismo asiduo contertulio del café Gijón, frecuentado, además de por buena parte de los ya citados, por Camilo José Cela, Enrique Jardiel Poncela, García Pavón, Víctor García Uriarte y muy pronto por la joven plétora de poetas “garcilasistas”: José García Nieto, Rafael Romero, Jesús Juan Garcés, Eugenio Mediano Flórez, Salvador Pérez Valiente y el cacereño Pedro de Lorenzo. PEDRO DE LORENZO (1917-2000) Llegamos así al segundo de nuestros protagonistas. Hijo y nieto de militares —su abuelo murió muy joven defendiendo la plaza de Cuenca frente a los carlistas—, Pedro de Lorenzo fue también un escritor precoz. Ya con quince años envía sus primeras crónicas a periódicos regionales, frecuenta tertulias locales —en el cacereño café Viena intima con el poeta y catedrático de filosofía Eugenio Frutos— y manda su primera novela a Antonio Reyes Huertas, director del diario católico Extremadura, con la esperanza de que fuera publicada como folletín. Con dieciséis años ya tiene carnet de redactor de prensa, y en 1934, con diecisiete, pronuncia en el teatro de Cáceres un discurso que le confirma en la política como prometedor orador, haciendo campaña por toda Extremadura en favor de las derechas. Con el alzamiento militar de 1936 se une a las milicias falangistas de la región como reportero de guerra. Su militancia es recompensada al terminar la Guerra Civil. Con el título de abogado conseguido en la Universidad de Salamanca, abre bufete en Valencia de Alcántara —patria chica, recordemos, de José María Valverde—, pero pronto es llamado por la Escuela Oficial de Periodismo en Madrid —donde Muñoz Cortés ejercía como profesor— para ingresar en ella. Corría el año 1941. Recala así el joven cacereño en la Corte literaria más oficialista de la capital del país. En 1942 es llamado para dirigir en San Sebastián El Diario Vasco. Antes de terminar el año regresa a Madrid, donde colabora con periódicos del régimen como Arriba, Ya o el semanario de Camilo José Cela Juventud, en buena medida precedente directo de Garcilaso. Para el suplemento del Arriba, llamado Sí, realiza una breve antología de los nuevos poetas, destacando la vuelta a los modelos clásicos, la actitud “integradora”, la rehumanización del lenguaje poético o la preferencia temática por lo patriótico y lo religioso, destacando entre los antologados Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco (3). Añade por cuenta propia, a este prontuario de propuestas marcadamente “escurialenses”, el énfasis en la voluntad creadora. Frecuenta además la casa de Azorín, como también hace por entonces Manuel Muñoz Cortés. Y en 1943 sale a la palestra más eminentemente literaria con su manifiesto La creación como patriotismo, siendo alentada su propuesta por Gerardo Diego y definitivamente recogida por José García Nieto. Con este último cristaliza la idea de conformar un nuevo grupo de jóvenes escritores autodenominados como la “juventud creadora”. Junto a otros literatos en ciernes como Juan Aparicio o Jesús Juan Garcés, alumbran en ese mismo 1943 su propia revista con el significativo título de Garcilaso (4). El proyecto, primero dirigido por el propio Lorenzo y más tarde por García Nieto, perduró hasta 1946. La crítica hoy día viene a coincidir en que, tras Escorial, esta joven revista ocupa un lugar preponderante en la reactivación poética de la capital madrileña y, por ende, de toda España. Similar en algunos aspectos a la revista impulsada por Ridruejo tres años antes —en especial por su apego al régimen y por sus preferencias hacia el metro clásico—, la revista Garcilaso se nos ofrece hoy con su propia personalidad e idiosincrasia. Con su soñado proyecto generacional en marcha, Lorenzo regresa en el verano de 1943 a Valencia de Alcántara, con su familia y su bufete. Mantiene su presencia en el Madrid literario desde la distancia, enviando crónicas al diario Ya, al suplemento Sí y su gran apuesta periodístico-literaria, la revista Garcilaso. Tras su paso en 1946 por Burgos, como director nuevamente de un periódico emblemático, La voz de Castilla, regresa a Madrid para insertarse de nuevo en su vida literaria, estableciéndose ya definitivamente en 1948. Desde entonces, Pedro de Lorenzo pasará a ser un imprescindible del periodismo nacional, con constantes colaboraciones en prensa y radio, llegando a la dirección de ABC en 1968. En lo literario, la década de los cuarenta se cierra con un saldo positivo de publicaciones: dos novelas, La quinta soledad (Garcilaso, 1943) y La sal perdida (Editora Nacional, 1947); un libro de ensayos, …y al Oeste, Portugal (Editora Nacional, 1946); y un poemario, Tu dulce cuerpo pensado (Alcoma, 1947) (5). Además de sus publicaciones en Garcilaso, sus confluencias con Escorial son frecuentes —tal y como ocurrió con buena parte de los escritores de ambos “grupos”— llegando a publicar en sus páginas en julio de 1944 (nº 45) a propósito de otro poeta clásico tan reverenciado por ambos grupos como lo era Garcilaso de la Vega, el capitán Francisco de Aldana. Unos meses antes, en marzo de 1944 (nº 41) había tratado sobre el mismo autor clásico en una reseña nuestro primer protagonista, Manuel Muñoz Cortés (6). En esa confluencia entre Escorial y Garcilaso, en este ambiente oficialista de la primera poesía de los años del franquismo que también fue rehumanizadora, pretendidamente integradora, de gusto clásico, de entraña gnóstica, y exigencia formal, irrumpió un nuevo poeta, de veras joven, para el que se le abrieron todas las puertas, todas las revistas: un extremeño llamado José María Valverde. JOSÉ MARÍA VALVERDE (1926-1996) El menor de nuestros tres autores en edad, mayor en transcendencia poética y en suceso literario, debiera pertenecer por cronología a una generación posterior (7). Sin embargo, su desaforada precocidad —mayor incluso, por sorprendente que sea, que la de sus dos antecesores en este artículo— le llevó a publicar, y por lo tanto a nacer como escritor, con quienes habían llegado al mundo unos diez años antes, de media. Su llegada a Madrid también fue anterior a la de Muñoz Cortés y Pedro de Lorenzo, ya que, siendo aún muy niño, su familia se traslada desde Valencia de Alcántara a la capital de España. Hijo de un notario poeta, el estallido de la Guerra Civil le coge en Madrid cuando sólo contaba diez años de edad. Su padre, militante de la CEDA de Gil Robles, es encarcelado por el bando republicano en Valencia en 1938 de manera que el pequeño José María huye con su madre y hermanos hacia Francia, para pasar a la zona sublevada desde Irún. Al terminar la contienda la familia se reinstala en Madrid y José María Valverde retoma sus estudios de bachillerato en el emblemático Instituto Ramiro de Maetzu. Dicho instituto es quien publica y financia su primer poemario, Hombre de Dios (Salmos, elegías y oraciones) en 1945, una serie de poemas adolescentes de deslumbrante contenido parcialmente publicado en las grandes revistas poéticas del momento: Escorial, Garcilaso y Espadaña. La hondura de esta obra naciente le convirtió en algo así como el “niño prodigio” de aquel parnaso de posguerra. No en vano, aquel libro debutante estaba prologado por Dámaso Alonso y dedicado a Camilo José Cela. Con estas credenciales, el cacereño colabora con los grandes referentes poéticos de la década: Escorial, Garcilaso, Entregas de Poesía, Fantasía, Proel, Alférez —revista que cofunda en 1947 junto a Miguel Sánchez Mazas, entre otros— y también Espadaña. En todas ellas lo hace más esporádicamente que los colaboradores afiliados a las respectivas publicaciones, demostrando cierta independencia que hoy confunde e incluso enfrenta a críticos y especialistas, quienes le sitúan ora entre los “escurialenses” —merced a la estrechísima amistad con tintes de pupilaje de Panero, Ridruejo, Rosales y Vivanco con el joven autor—, ora entre la “juventud creadora” —por las tertulias compartidas en el café Gijón y los sonetos firmados en Garcilaso—, ora entre el “desarraigo” de los de Espadaña —dada la evolución, muy posterior, del extremeño en su compromiso antifranquista, además de por su amistad en aquel mismo café Gijón de los cuarenta con Carlos Bousoño y Eugenio de Nora—. Por no mencionar quienes, por edad, sitúan a Valverde entre la llamada “Generación de los 50” (8). A todo esto, José María Valverde continúa con sus estudios, y entre 1945 y 1950 completa su carrera de filosofía en la Universidad de Madrid, rematada con una tesis doctoral dedicada a las teorías del lenguaje de Humboldt dos años más tarde. Pese a su edad, es ya miembro de pleno derecho de la nueva y pujante intelectualidad capitalina. Su consagración como poeta vendrá con La espera (1949), poemario con el que recibe en 1950 el Premio Nacional de Poesía, sucediendo al Escrito a cada instante de Leopoldo Panero, ganador en 1949, y precediendo a Tregua de José García Nieto, galardonado en 1951. Tenía apenas 23 años. LOS CAMINOS SE SEPARAN Tras compartir, aproximadamente a lo largo de toda la década de los cuarenta, un mismo hábitat social y literario —el magisterio de Gerardo Diego, Dámaso Alonso o Azorín, las revistas Escorial y Garcilaso, el café Gijón, la Escuela Oficial de Periodismo…— los caminos de estos tres jóvenes extremeños se separan. Muñoz Cortés escoge la Cátedra ofrecida por la Universidad Murcia en 1950, y desde allí desarrollará toda su labor vital y literaria. Ese mismo año, elegido como a nuestro propósito, de 1950, José María Valverde se hace cargo de un lectorado en la Universidad de Roma, donde permanecerá hasta 1955, año en el que regresa para incorporarse a la Universidad de Barcelona, donde terminará siendo Catedrático de Estética. Pedro de Lorenzo, por su parte, permanece en Madrid, en la primera línea del periodismo escrito y radiofónico. Ahora bien, si cada uno llegó a Madrid por su camino, y por el suyo continuó, sin conformar una especie de “grupo de los extremeños” a la manera de “los de Astorga” (9); de lo que no cabe duda es de su honda y sentida “extremeñidad” —valga la expresión—. Muñoz Cortés uniría desde 1950, y por medio siglo, su vida a una amadísima Murcia y, sin embargo, nunca dejó de recordar su origen extremeño. En una entrevista a la radio murciana poco antes de su muerte, en 1997, recordaba cómo su reseña a La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela —en aquel Madrid de los cuarenta…— no fue especialmente positiva, entre otros motivos, por haber incurrido en la tópica elección de Extremadura como sinónimo de atraso (10). Por otra parte, su primera aportación a la filología —esa que tanto sorprendió a Menéndez Pidal— fue recoger el romancero popular de su tierra. Pedro de Lorenzo, por su lado, se vanagloriaba de ser “extremeñísimo” al nacer en Casas de Don Antonio, perteneciente a la provincia de Cáceres y a la Diócesis de Badajoz a un tiempo (11). Lorenzo, por poner sólo otro ejemplo, reivindicó en un pregón a la Semana Santa madrileña de 1972 que «Lejos de Extremadura, yo soy un extremeño que no quisiera ser nada si, para serlo, hubiere de no ser extremeño» (12). A su vez, José María Valverde, por pura biografía el “menos extremeño” de los tres —recordemos que siendo muy niño se traslada con su familia a la capital madrileña—, no esconde su insoslayable nacimiento en la Raya hispanoportuguesa: «¿Debo decir algo de mí? Que nací en Extremadura, en la raya de Portugal, en 1926», escribe en su “Poética y metafísica” inserta en la célebre Antología consultada de la joven poesía española de Francisco Ribes de 1952 (13). En 1996, en la Gazetilla de la UBEX, Ángel Campos Pámpano recogía la siguiente declaración de Valverde: «Mi infancia, en realidad es madrileña. Sin embargo, soy extremeño por los dieciséis costados: mi bisabuelo Valverde tejía y vendía paños en Valencia de Alcántara; mi bisabuelo Fructuoso Pacheco, en Cáceres, era llamado ‘el Pantalonino’, lo que sugiere que había dejado el calzón campesino por la prenda burguesa, pero yo soy valentino porque mi madre quiso llevarme a nacer junto a su madre» (14). Tres años atrás, en 1993, Valverde había regresado a Extremadura para una lectura de poemas en Badajoz —donde Muñoz Cortés naciera— y una emocionada visita a su Valencia de Alcántara —donde Lorenzo abriera su despacho de abogado—, superando un largo desencuentro con su patria chica (15). Tres vidas, tres caminos. Un pacense, un cacereño, y uno que se jactaba de ser ambas cosas. Justamente tres, como el planteamiento, nudo y desenlace de esta historia. Valverde murió primero, en Barcelona. Cuatro años más tarde también se marcharon, por ese otro camino que tarde o temprano todos tomamos, Manuel Muñoz Cortés, en Murcia, y Pedro de Lorenzo, en Madrid. Barcelona, Murcia y Madrid. Tres destinos cuyo origen radica en Extremadura —Valencia de Alcántara, Badajoz y Casas de Don Antonio, respectivamente—. Pero no es este el ejercicio de pequeño-chovinismo de un extremeño que no nació en Extremadura. Lo que aquí nos interesa no es tanto el planteamiento, sino el nudo: Madrid. Aquel Madrid inmediato a la guerra, cuarentón, donde un puñado de jóvenes voces acudió a retomarle el pulso a la literatura española. Tres de ellas, y alguna más como la excepcional de Rodríguez-Moñino, nacieron en Extremadura. Notas
(1) Seguimos las indicaciones dadas por la semblanza del pacense ofrecida en María del Mar Albero Muñoz, “Perfil de Manuel Muñoz Cortés”, Tonos digital nº. 2. Murcia, Universidad de Murcia. (2) Para un análisis del papel desempeñado por esta “academia”, véase Federico Utrera, “La academia Musa Musae”, en Castilla. Estudios de Literatura, nº 3 (2012), pp. 229-248. Valladolid. Universidad de Valladolid. (3) Véase, Rafael Alarcón Sierra, “Corazón doble: Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco, la forja de una escritura y una amistad”, Espéculo. Revista de estudios literarios, nº especial Luis Rosales (Abril 2012), Madrid, Universidad Complutense de Madrid. <http://www.ucm.es/ info/ especulo/ lrosales/ r_alarcon.html> (4) Meses antes de 1936, año del cuarto centenario del fallecimiento de Garcilaso de la Vega, se venía preparando el terreno con sonetos como los de Miguel Hernández en El rayo que no cesa (1934-1935) o los de Luis Rosales en Abril (1935), por citar solo dos ejemplos. La revalorización de Garcilaso, no obstante, venía fraguándose desde años atrás —referiremos solo el famoso “Si Garcilaso volviera…” de Alberti en su Marinero en tierra (1925)—. En todo caso, con el alumbramiento del régimen franquista la lectura ejercida sobre el poeta toledano por parte de los poetas de Falange se encuentra marcadamente politizada. En su prólogo al tomo primero de Poesía Heroica del Imperio (1940), Luis Felipe Vivanco definió arquetípicamente los porqués de la elección de Garcilaso como gran referente poético castellano desde la óptica del “Grupo Escorial”. En esta senda se inscribía el título escogido para la nueva revista de la “juventud creadora”. Inicialmente, se barajó la propuesta de “Larra” como cabecera, a instancias del propio Pedro de Lorenzo; sin embargo, su prosa periodística de carácter crítico no se ajustaba al ideal de poesía y creación al servicio de la Patria como lo hacía el autor de las Églogas. (5) La quinta soledad, la primera novela de Lorenzo, a la sazón censor de prensa del régimen, fue sin embargo retirada por la propia censura al poco de confirmarse su publicación. (6) Manuel Muñoz Cortés, “El capitán Francisco de Aldana. Poeta del siglo XVI (1537-1578), de A. Rodríguez-Moñino”, Escorial, nº 41, tomo XIV (marzo de 1944), pp. 157-160. (7) Uno de los primeros en reivindicar esta reformulación generacional fue Joaquín Marco, quien habla de Valverde como “un poeta mal situado por la crítica tradicional en el actual panorama de la poesía española contemporánea” en su artículo “Los Años inciertos de José María Valverde”, Historia y crítica de la literatura española, Francisco Rico Manrique (coord.), Vol. 8, Tomo 1, 1981 (Época contemporánea, 1939-1975, por Domingo Ynduráin (coord.)), p. 241. (8) Sobre esta especie de indeterminación generacional reflexiona José-Carlos Mainer: “Valverde nunca gustó de las etiquetas. Y, sin embargo, distaba mucho entonces de saber que no iba a ser nada fácil catalogarle a él mismo y que en la eventual discusión de su pertenencia generacional reside buena parte de su secreto: ¿fue el benjamín de la generación de 1936, pese a ser en rigor un «niño de la guerra», como nacido que fue en 1926? ¿Ha de contar como miembro de mucho peso de la «generación de los cincuenta», ya que solo lleva un año a Benet y Sánchez Ferlosio, tiene la misma edad que José Manuel Caballero Bonald, Ángel Crespo, Jesús Fernández Santos, Ana María Matute y Alfonso Sastre, y un año menos que Ángel González? La precocidad confunde y por eso Valverde fue —como solía decir con buen humor— «ascendido de generación»” (“La palabra poética: José María Valverde en 1952”, en Archivo de filología aragonesa, Vol. 59-60, 2, (2002-2004), pp. 2021-2042). (9) Nos referimos a los hermanos Juan y Leopoldo Panero, Ricardo Gullón y Luis Alonso Luengo. Todos ellos jóvenes amigos procedentes de la localidad leonesa, comenzaron a destacar en el Madrid literario de la preguerra. Fue Gerardo Diego quien les bautizó como la “Escuela de Astorga”, desde la prestigiosa tercera página de ABC, cerca ya del culminar de la década de los cuarenta (ABC, 3-III-1948, p. 3). (10) Misma consideración reserva a Los Santos Inocentes de Miguel Delibes, siempre con algo de sentido del humor. Véase la entrevista: Jacinto Nicolás y Diego Muñoz, “Entrevista a D. Manuel Muñoz Cortés”, en Tonos digital: Revista electrónica de estudios filológicos, nº. 2, 2001 [http://www.um.es/ tonosdigital/znum2/ entrevistas/ Entrevistas.htm] (11) Santiago Castelo, Pedro de Lorenzo, Madrid, Epesa, 1973, p. 12. (12) Ibidem, p. 17. (13) Francisco Ribes, Antología consultada de la joven poesía española (edición facsimilar de la realizada en 1952). Josefina Escolano (ed.), Prometeo, Valencia, 1983. (14) La Gazetilla de la UBEx, 1996. (15) Sobre ello, véanse las reflexiones de Álvaro Valverde en “Valverde, 10 años” en el periódico Hoy (27-V-2006). Disponible en red: <http://www.hoy.es/ pg060527/prensa/ noticias/Articulos_Opinion/ 200605/ 27/ HOY-OPI-237.html> Sobre ello, véanse las reflexiones de Álvaro Valverde en “Valverde, 10 años” en el periódico Hoy (27-V-2006). Disponible en red: <http://www.hoy.es/ pg060527/prensa/ noticias/Articulos_Opinion/ 200605/ 27/ HOY-OPI-237.html> por ANDRÉS G. MUGLIA El movimiento romántico surge en Alemania e Inglaterra a finales del siglo XVIII. Quienes ven al arte como un compartimiento estanco a las influencias sociales, aseguran que el romanticismo fue una reacción al neoclasicismo imperante en la época que recuperaba la imaginería grecolatina. Quienes apuntan que la sociedad y su evolución están imbricadas en todo cambio en el arte, señalan que el hombre y su particularidad se desembarazan en el Romanticismo de aquella sombra con que el enciclopedismo lo había eclipsado durante la Ilustración. El Romanticismo pone su foco en el hombre y su peculiaridad. El individuo y sobre todo sus sentimientos y sus impulsos serán ahora lo más importante a destacar; en contraste con la razón, caballito de batalla de la Ilustración. El retorno a la naturaleza, en un impulso panteísta que busca a la divinidad al aire libre, en los campos y en las ruinas abandonadas, abonaría, desde Rosseau, esta figura del joven romántico errabundo, perdido en los paisaje inmensos y, como diría Kant, sublimes. El héroe romántico será un ser torturado, que se enorgullece de sus rarezas y los rasgos que lo hacen único, pero que los padece. Elogia la melancolía, y establece una relación con la muerte inédita en cualquier otro movimiento artístico. La muerte está presente en todo momento, y forma con el amor un binomio extraño y fatal. El paradigma del amor romántico, el del Werther de Goethe, es el de un amor imposible e inconcluso, que termina en el suicidio del joven protagonista. En este sentido el suicidio o la muerte violenta aparecen como opción disponible y natural para el final desaforado de una vida intensa. Lord Byron es quizás el arquetipo del héroe romántico. Un aventurero, un dandy, un viajero en épocas donde emprender un viaje era de por sí una aventura. Un libertino cuya vida amorosa escandalizaba a la sociedad inglesa, y de la que aún hoy no se sabe cuánto hay de cierto y cuanto de mito. Denunciado por orgías y por incesto. En realidad estaba enamorado de una hermanastra y por eso, se dice, partió hacia el exilio. Bisexual y excéntrico, murió en Grecia, hacia donde había ido a luchar por la independencia de un país al que no lo unía más que el amor por su pasado glorioso. Sin embargo su muerte no tuvo nada de heroica. Falleció de fiebre y apenas pudo imaginar al enemigo turco por la ventana de su cuarto de enfermo, sin jamás llegar a verlo. Apuntaremos en este artículo algunas impresiones acerca de “Sardanápalo”, obra de teatro escrita por Byron en el año 1821. Este es el caso de una obra de teatro en verso. De todos modos el traductor de esta edición (la traducción es de 1886) tuvo la decencia de no intentar emular la rima y transcribió una traducción, presumo, bastante literal. De todos modos si bien no la rima, y ni siquiera la métrica han sobrevivido, hay como un esqueleto de esa rima y esa métrica, como una cadencia que juguetea debajo del texto y le da ritmo a la lectura. Antes de entrar en materia se hace obligatorio hacer un poco de historia, o mejor, de leyenda. Porque Sardanápalo, personaje asimilable a la figura del ultimo rey de Asiria Asurbanipal, es más leyenda que historia. Utilizado por griegos y cristianos como arquetipo de la vida disoluta, libertina y desenfrenada, Sardanápalo es un símbolo además de un personaje. Lo cierto: Asurbanipal fue un rey culto, se dice el único de su época que sabía leer y escribir, durante su reinado se apoyó a las artes y se creo la biblioteca de Ninive. La leyenda: Sardanápalo era un rey que decidió dedicar su vida a los placeres hedonistas. Sus días eran una larga sucesión de fiestas, orgías y otros entretenimientos mundanos y cortesanos. Se lo acusa constantemente, y Byron lo repite en su texto, de afeminamiento (rasgo aparentemente incompatible con su cargo de monarca de un imperio conquistador). Su famoso epitafio, adornado por las diversas épocas que le han ido agregando frases, decía más o menos: «come, bebe, juega. El alma tras la muerte no tiene ningún placer». Sardanápalo es pues el baluarte de lo que posteriormente los griegos definirían como el carpe diem cuya más difundida traducción es la de vivir el momento. Como símbolo de esta filosofía, condenada por los cristianos, es recuperado por el Romanticismo y llevado al arte por Byron en literatura y a la pintura por el famoso cuadro de Eugene Delacroix. Tras esta breve dilación podemos hablar un poco del argumento. Sardanápalo es efectivamente un rey entregado a los placeres de la vida. Mientras planea su próxima fiesta, su cuñado Salemenes, fiel y bravo soldado, le comenta con preocupación que se está gestando una traición para derrocarlo. Sardanápalo no le presta mucha atención, y prefiere, aduce, continuar siendo un rey pacífico que deplora el carácter conquistador de sus ascendientes. La traición, efectivamente, se está gestando por parte de Arbaces, sátrapa (sátrapa=gobernador, satrapía=provincia), y Beleces, sacerdote-astrólogo de la corte. En plena conjura Salemenes los hace arrestar por la guardia del rey. Pero Sardanápalo opta por perdonar la vida a los traidores y los manda al destierro. Arbaces vacila en su ambición ante esta muestra regia de perdón, pero Beleces sigue conspirando (parece que Byron prefería a los soldados y no a los sacerdotes). Como sea Beleces convence a Arbaces y mientras los conducen al destierro se reúnen con las tropas traidoras y atacan el palacio. Aquí, el monarca acusado tantas veces de afeminamiento, vence su inclinación hacia la indolencia y se convierte en fiero guerrero, que incluso a riesgo de su vida rehúsa ponerse el yelmo que se le ofrece para la batalla. Hay idas y vueltas, por momentos parece que vencen los defensores, por ratos los atacantes. Hay también largos diálogos entre Sardanápalo y su amante griega Myrrha. Pero finalmente vencen los traidores, y Sardanápalo, luego de poner a resguardo a la reina Zarina y sus hijos, y de enviar a los pocos fieles soldados que le quedan a llevarse sus tesoros para que no caigan en manos enemigas, muere con su amante. Se inmola en una pira que manda formar alrededor de su trono. Es evidente que Byron suaviza algunos elementos de la leyenda. Convierte la molicie del monarca en tozudo pacifismo. Luego lo reivindica de su vida de antiguo juerguista transformándolo de un momento a otro en un fiero guerrero, y en un valiente suicida que edifica un holocausto para que se vea desde las lejanías de la historia (según Sardanápalo mismo refiere). Finalmente modifica su propia muerte. Según decía la leyenda Sardanápalo mandó asesinar a su harem y destruir todos sus tesoros para que no cayeran en manos de sus enemigos. Así lo pinta Delacroix, en absorta contemplación de esta orgía de sangre y violencia. Byron en cambio lo transforma en un magnánimo monarca que libera a sus esclavos y soldados y les obsequia sus riquezas, para incluir únicamente en su gesto final a su fiel amante Myrrha que insiste en acompañarlo a traspasar el póstumo umbral. La historia de Sardanápalo tiene todo lo que el Romanticismo amaba. Lo oriental y lo exótico, la tragedia, la guerra, el amor que se inmola y se extingue en su propia. Por momentos la obra sube en ritmo y a pesar de que las refriegas y batallas son tan solo descriptas por personajes que entran y salen de la escena, le dan un brío a la trama que la hace apasionante. Por otro lado, todo el tiempo sobrevuela el texto y los personajes un tufillo shakesperiano. El escenario real (real de realeza y no de realidad) las intrigas palaciegas y las traiciones, los largos monólogos donde Sardanápalo perora sobre sus ideales y la inminente caída de un imperio de trece siglos (ignoro de dónde saca Byron el dato, supongo de la difusa arqueología de su época). La obra es por momentos de un ritmo trepidante como de thriller, en otros más monologada y reflexiva en boca de un monarca que ve caer un imperio de siglos. Entremedio un modo de expresión rebuscado pero atractivo y lleno de color, a veces con algún verso de esos que, como decía Borges, quedan resonando. Quizás Byron hubiera soñado una muerte como esa, en complejo sacrificio que se parece pero es más significativo y profundo que un suicidio; o en un campo de batalla exótico y lejano como el que fue a buscar en su último viaje. No llegó a tiempo para poner en acto su pulsión de una muerte heroica, esta lo encontró en su cama y a traición como a cualquier hijo de vecino. Le robó un final en medio de una carga de infantería, con música de sables y cañones y con banderas ondeando, como él seguramente hubiera deseado.
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